Читать книгу Mi maravillosa librería - Petra Hartlieb - Страница 6
ОглавлениеHemos comprado una librería. En Viena. Escribimos un email con unas cifras, ofreciendo una cantidad que no teníamos, y al cabo de unas semanas llegó la respuesta: acaba usted de comprar una librería. Algo así sólo te pasa en eBay, cuando te dejas arrastrar y pujas más allá de lo que en realidad querías, como cuando a la niña se le antoja muchísimo el Lego de Harry Potter, y entonces vas y escribes esa cantidad y no aparece nadie, maldita sea, que ofrezca más. Y ahora hemos pujado, con un dinero que no tenemos, por una librería que está en una ciudad donde no vivimos. Y la hemos conseguido.
¿Y ahora qué? Pues ahora tenemos que apechugar con el asunto.
«Apechugar» significa que Oliver deja su estupendo y bien remunerado trabajo en una de las mayores editoriales alemanas; que yo me despido de la idea de ejercer la crítica literaria, devuelvo mi acreditación de la emisora de radio y confieso a las chicas del coworking, última moda en el barrio de Schanzen, Hamburgo, que tendrán que buscar otra inquilina; que le explicamos a nuestro hijo de dieciséis años, que es totalmente alemán del norte, y que se acaba de enamorar por primera vez, que nos mudamos a Viena.
Llamamos al amigo que acaba de heredar y le preguntamos si sigue en pie su ofrecimiento de prestarnos una suma elevada. Llamamos a los amigos de Viena y les preguntamos si sigue en pie su ofrecimiento de alojarnos temporalmente. Lo increíble es que todo empezó de una manera absolutamente inofensiva. El verano, estropeado por la lluvia en Hamburgo, se nos estaba haciendo demasiado cuesta arriba, así que nos fuimos a pasar dos semanas a casa de estos amigos vieneses. El plan consistía en holgazanear en el jardín, ir de vez en cuando a bañarnos al Schafbergbad, las terrazas, el vino joven, encontrarse con amigos.
Precisamente una cena con un amigo, comercial de una editorial, lo cambió todo. Novedades y cotilleos sobre la gente del sector, y ay, qué lástima que no viváis en Viena, porque acaba de cerrar una pequeña librería bien situada y con clientela y quieren traspasarla: pagas una cantidad de golpe y luego un alquiler cada mes.
Tras beber unos cuantos spritzs blancos queda por completo claro: una librería de las de antes se convierte en nuestro futuro, al menos en teoría. Nos gusta una librería así, pequeña, en Viena, y cuanto más avanza la noche, tanto más lógico se vuelve todo: ¡ésa es nuestra librería!
A la mañana siguiente nos acordamos oscuramente de la euforia de la velada, de manera que tras haber desayunado no vamos a la piscina.
Sólo verla, sin compromiso. Efectivamente, es lo que han dicho: una librería de los setenta con escaparates de marcos marrones; a través de las lunas sucias se ven vitrinas vacías, dentro reina la oscuridad, en la puerta hay una nota escrita a mano: A partir del 1 de agosto cerramos. Agradecemos a nuestros clientes su fidelidad durante tantos años.
«Es una idea muy loca, pero ¿no podrías averiguar quiénes son los propietarios?» Oliver siempre sabe perfectamente qué resorte tiene que pulsar en mí. Y ya estoy colgada del teléfono y hablo con todos mis conocidos del sector que en esos momentos no están de vacaciones.
Se trataba de una librería tradicional, de las de antes, o al menos lo fue en los años setenta y ochenta. En su última etapa el propietario fue uno de los hijos de la familia, pero ya no se saben más detalles. Logro, por supuesto, contactar por teléfono con el propietario, y dos días más tarde nos citamos para echarle un ojo a la librería, sin compromiso alguno. Es una idea peregrina, pero mirar no cuesta nada. Y así penetramos en un espacio sombrío, abarrotado y estrecho de cuarenta metros cuadrados, con baldas hasta el techo, un suelo sintético sucio, estanterías rotatorias con libros, un fluorescente… y nos parece que está bien. Claro está que la encontramos fea, pero, en líneas generales, la sensación que da es buena. En el cuarto del fondo hay una empinada escalera de caracol de hierro que conduce arriba, a una vivienda que ocupa la totalidad de la primera planta del edificio. Aunque en realidad decir «vivienda» sería exagerar.
–El inmueble se traspasa entero –exclama el propietario.
–Gracias, no nos interesa –respondo yo. Oliver, en cambio, permanece en silencio, le empiezan a brillar los ojos y se pone a medir las habitaciones a grandes zancadas. Un almacén con taquillas para el personal, una mesa grande, cajas de cartón, una báscula, una máquina de franquear, una oficina espaciosa con dos escritorios viejos (que una vez lijados y restaurados podrían colar como vintage), una habitación con la fotocopiadora (un cuarto oscuro), y detrás unas cuantas habitaciones pequeñas más repletas de libros, cajas y material de promoción de varias décadas. Un polvoriento árbol de navidad de plástico sobresale grotescamente tras un montón de cajas de embalaje y libros viejos.
«Una vivienda bonita», oigo que murmura mi marido mientras yo contemplo un hule en el que aún se vislumbran los patrones de nuestra niñez. También unos bestsellers de las manualidades. Callo, no digo nada.
A la cegadora luz del sol, ya en la calle, delante de la librería, todo parece un sueño absurdo y nos quedamos callados.
–¿Y bien? –pregunta mi marido.
–¿A qué te refieres? –pregunto yo.
–¿Qué te parece?
–Espantosa. ¿Y a ti?
–A mí también.
–Pues eso.
Silencio.
–Pero algo se podría hacer.
–Vale, pero la vivienda sí que no funciona, en absoluto.
–¿Por qué no? Sería una vivienda molona y enorme. Mira, en ese cuarto de hacer paquetes podría ir la cocina; en la oficina grande donde están los escritorios, el comedor; y el de la fotocopiadora sería un cuartito para ver la tele. El laboratorio lo convertimos en baño. Y además hay unas cuantas habitaciones pequeñas que serían para dormir y para los niños.
–A ti se te va la olla.
–Sí, es verdad.
Las plácidas vacaciones en la mecedora de estilo hollywoodiense del jardín se han acabado. Quizá podríamos… tal vez deberíamos… qué pasaría si nosotros… Nuestros amigos vieneses nos lo ponen más fácil, pues nos ofrecen que vivamos con ellos mientras no tengamos un hogar propio; así, sin más. Y además está ese viejo amigo (en realidad es un ex mío) y su herencia, que nos ofrece un préstamo a cero interés; también así, sin más.
A mí todo esto me resulta como las famosas figuras imposibles de Escher. Las miras y sabes lo que estás viendo, pero cuando al cabo de un momento las vuelves a mirar, ves exactamente todo lo contrario.
¿Qué necesidad tenemos de hacer cambios? Tengo la suerte de haber conocido al mejor hombre del mundo, de vivir en Hamburgo, una ciudad estupenda. Nuestra vivienda está en una casa de construcción antigua en el barrio de la universidad, y nuestros vecinos son absolutamente encantadores. Nuestra hija pequeña ocupa una de esas escasas, y buscadas, plazas en una guardería de jornada completa, y el mayor va a un buen colegio, donde se encuentra perfectamente integrado. Tengo un trabajo interesante, aunque sea a tiempo parcial, y me queda tiempo para los niños. Por primera vez en mi vida tengo eso que llaman seguridad económica. ¿Y Oliver? Empezó como pequeño librero en una librería de provincias alemana, y a base de trabajar duro es ahora ejecutivo de marketing en una de las editoriales alemanas más importantes. Le gusta su trabajo, su jefe lo apoya y promociona. Tendríamos que estar realmente satisfechos (y lo cierto es que lo estamos), pero… ¿qué tal si hiciéramos algo juntos? ¿Qué tal si construyéramos algo entre los dos, si trabajáramos juntos, si arriesgáramos en algo?
Hacemos cálculos, discutimos, hablamos por teléfono. A cada momento cambiamos de opinión. Vaya idea magnífica. Todo es un delirio. Irrealizable. Nuestro futuro. Nuestra ruina.
¿Cómo se calcula la cantidad de libros que hay que vender para que con los beneficios se pueda, al menos, alimentar una familia de cuatro miembros? Alguien me habla de un comercial que hace mucho tiempo trabajó unos años en esta librería. Lo llamo por teléfono, y él se acuerda vagamente de aquella época.
–Dígame, Günther, ¿se acuerda de lo que facturaban?
–¡Por Dios, si han pasado más de veinticinco años! No tengo ni idea.
–Intente hacer memoria, por favor. Es importante.
–Bueno, vamos a ver, recuerdo que durante las semanas de Navidad, el día en que hacíamos más de cien mil chelines, la jefa descorchaba una botella de champán.
Bien, con esto ya tenemos algo. Una cantidad. La facturación de un día hace más de veinticinco años. Y en otra moneda. A partir de ahí veamos qué se puede facturar durante un año. ¿Que esto es poco serio? Sin duda.
Eres mayor de edad, llevas muchos años fuera de la casa de tus padres, vives en una vivienda propia y por tus propios medios, estás casada y tienes dos hijos. A pesar de todo, tus padres opinan lo que les da la gana sobre tu vida, y aún sigues teniendo la sensación de que te presentas ante ellos con un suspenso o con unos planes de vacaciones disparatados. Y ocurre tal y como me lo había imaginado: reaccionan con espanto e incomprensión.
Mi padre, otrora un ejecutivo del más alto nivel, especializado en la optimización y el saneamiento de empresas, hace en un momento unos cuantos cálculos en una hoja de papel sobre la mesa de la cocina y sacude categóricamente la cabeza.
–¡No podrá prosperar jamás! Estáis locos, no os podéis arriesgar así, pensad en el futuro de vuestros hijos.
Con la misma rotundidad con la que me aconsejó hace unos años que no me mudara a Hamburgo por un hombre, poniéndome por completo en sus manos, advierte a ese mismo hombre del peligro de dejar su empleo seguro y de la locura de arriesgarse a ser autónomo. Una minúscula parte de mí misma había esperado que nos diera algo de dinero, que nos adelantara algo de la herencia; pero, claro, no se le ocurre esa idea, y los días en que yo misma le pedía dinero pertenecen a un pasado lejano.
De vuelta en Hamburgo, el asunto queda lejos. Entretanto nos hemos enterado de que algunas librerías vienesas también se interesan por el «inmueble», y no hay duda de que Hamburgo está más que bien.
Provistos de cantidades suficientes de vino veltliner verde y de pan knödel somos capaces de sobrevivir unas cuantas semanas más al chirimiri hanseático, el adolescente sigue confortablemente con su pubertad, la niña va a la estupenda guardería, Oliver se pone cada mañana el traje y la corbata y progresa, y yo escribo artículo tras artículo, me encuentro de vez en cuando con autores famosos para entrevistarlos y aprendo a pergeñar textos para la radio. Por la tarde está la gimnasia de los niños o el café en el barrio de Schanzen. Y el Mar del Norte y el Báltico están bastante cerca. De manera que todo está bien.
Todo, si no hubiese venido a vernos una conocida de Viena. Una periodista que viene a visitar a unos cuantos colegas de Hamburgo, y que se toma un respiro pasando la velada con nosotros en torno a la mesa de la cocina. Le contamos nuestra «historia de las vacaciones», enseñamos fotos, exponemos ideas. Le explicamos que la librería está en un «procedimiento concursal», y que las posibles ofertas se presentan ante el llamado «administrador concursal».
–¿Y vosotros habéis hecho una oferta?
–No, no la hemos hecho.
–¿Y por qué?
–Porque no funcionaría. Además, tampoco tenemos posibilidad alguna.
–Sois como esos niños pequeños que, cuando ven que al final del juego los otros van ganando, vuelcan el tablero. ¡Cobardicas!
Es tarde cuando la periodista se marcha. Nuestra reserva de vino austríaco ha experimentado un notable descenso. «Deja que hagamos una oferta», dice mi marido, y yo enciendo el ordenador. Escribimos tres frases, y debajo una cantidad que nos hace creer que quizá no sea una utopía poder conseguir el local y lo que hay dentro.
«Realizamos una oferta por el lote número 45.896. Comprende 180 metros de estanterías de madera, 120 metros lineales de libros, una caja registradora, diversas piezas de mobiliario y una furgoneta Citroën C15 del año 1996. Nuestra oferta vence el 30 de septiembre.»
La fecha tiene una razón muy simple. Cuando se abre una librería se necesita que el comienzo mismo coincida lo más posible con la campaña de Navidad, para que entre en caja mucho dinero. Somos ingenuos, pero no tontos.
De nuevo he necesitado más tiempo del debido para escribir un artículo. De nuevo he realizado una entrevista demasiado detallada. Pero es que el ruso berlinés de ojos de color azul relámpago era muy simpático. Como en otras muchas ocasiones me he ido por el lado del cotilleo, y en vez de cinco frases jugosas he acabado con una simpática charla en la grabadora, y a partir de ahí tenía que bricolear un texto de cuatro minutos con sólo tres frases relevantes.
Aún me queda una hora antes de ir a buscar a la niña a la guardería, así que me da tiempo a pasar rápidamente por casa y ver el correo electrónico. Quizá la Österreichischer Rundfunk se ha decidido finalmente a comprar mi artículo sobre las colecciones de libros de los grandes diarios alemanes: en tal caso, ha valido la pena entonces mi conversación con el arrogante editor de ese gran periódico. Ni siquiera me quito los zapatos: me preparo un café y enciendo el ordenador. Por desgracia no hay ningún email de la ORF, pero a cambio hay uno de
Austria, el remitente es un notario.
«Estimada señora Hartlieb: ha recibido usted el remate y ha adquirido el objeto número 45.896 y, por lo tanto, la masa concursal de la empresa XY.
Le ruego que comparezca en la dirección del objeto arriba mencionado (fecha límite: 15 de octubre) con la cantidad de 40.000 euros en efectivo.»
Y así vivo en mis carnes la sensación que produce un ataque de nervios. Intento localizar a mi marido en la oficina.
–Cornelia Meier, buenos días.
–Buenos días, soy Petra Hartlieb, me gustaría hablar con mi marido.
–Está en una reunión con el jefe.
–Es importante, le ruego que me ponga con él. Jamás he sacado a Oliver de una reunión, ni siquiera cuando me puse de parto; entonces esperé con calma a que me llamara él.
–Tienes que venir inmediatamente. Hemos conseguido la librería. ¡Mierda, tenemos una librería!
Esa noche habíamos quedado en que vendrían de visita nuestros mejores amigos. Ella es de Viena, él es alemán. Están a cada cual más resplandeciente, quieren contarnos una novedad. Pero somos nosotros quienes la tenemos.
A nuestros amigos les resulta algo difícil tomar la palabra. Sigo sin creer que todo esto sea cierto, al fin y al cabo nunca recibimos una confirmación a nuestra oferta, ni enviamos una carta certificada, ni firmamos nada, sólo fue un email; eso no puede ser vinculante.
–Sí que lo es. –El padre de una amiga, juez retirado en Viena, me lo había confirmado concisa y rotundamente–. Habéis hecho una oferta, y ésta ha sido aceptada. Ahora tenéis que pagar. Pero a continuación podéis traspasar el negocio.
–Muchas gracias, es lo que pensamos hacer. Oliver mandó esa misma noche un fax a la editorial anunciando su dimisión. Y en algún momento, poco antes de la medianoche, estos dos amigos nos contaron que estaban esperando un bebé.
Oliver se levanta a las seis y se pone en silencio su mejor traje y una corbata. No se le ve nada feliz. Su objetivo es llegar el primero a la oficina y coger del fax su carta de dimisión, antes de que alguien la vea. Es un día especial en la oficina, se celebra que su jefe lleva treinta años en la empresa. Hay discursos, un bufé, se brinda con champán, mi marido no acaba de participar del todo, se pasa el día esperando el momento más adecuado para presentar su dimisión. Cuando por fin se han hecho todos los discursos y la cúpula del grupo empresarial se ha ido y todos están pensando en marcharse, él se cuela en el despacho del presidente.
–Aún nos queda hablar de una cosa.
–¿Presenta usted su dimisión?
–¿Cómo lo sabe?
–¿De qué otra cosa tendría usted que hablar conmigo en un día como hoy?
–Tiene razón.
–¿Quién le ha hecho una oferta? ¿Puedo intentar convencerle de alguna manera para que se quede con nosotros?
–No, no puede. Y nadie me ha hecho ninguna oferta: mi mujer y yo vamos a abrir una librería en Viena.
–Están ustedes completamente locos.
–Sí, lo sé.
–Dígame, ¿cómo puedo ayudarles?
Tras pasar una noche en vela nos aprestamos a dar el paso siguiente: ¿cómo se lo explicamos a los niños? La pequeña no es un problema. Conoce Viena de las vacaciones, es una combinación de padres relajados y filetes empanados, tardes plácidas con los amigos en el jardín, visitas a la piscina y al zoológico. Le contamos que en Viena hay unas heladerías estupendas, que hace mejor tiempo y que pronto viviremos en una librería, donde podrá tener inmediatamente cualquier libro de cuentos que quiera. Y también, por supuesto, todas las casetes de cuentos de Conni que aún no posee.
Estas perspectivas de futuro lamentablemente no impresionan nada al chico de dieciséis años. Es de Hamburgo hasta la médula (su vida es el barrio de Schanzen, las playas del Elba y el FC St. Pauli), sólo conoce Viena desde la perspectiva de un niño de ocho años; o sea, que para él se trata de una ciudad poco interesante. De buen grado, se mudó conmigo de Viena a Hamburgo, ¿vamos ahora a obligarlo a que regrese? De entrada, se repliega y ensimisma, se queda callado, se desespera, probablemente acaba de enamorarse y este traslado le parece totalmente imposible. Me acuerdo muy bien de lo que es tener dieciséis años: lo más importante en el mundo son los amigos, los padres son una pesadez inevitable, útiles porque proporcionan vivienda, dinero y alimentos. La mudanza está para él fuera de toda consideración. Me da muchísima pena. Pero como Oliver tiene medio año de plazo para la dimisión, mientras transcurre ese tiempo seguro que encontramos una solución.
Mira tú por dónde, ahora resulta que somos los propietarios de una librería. ¿Y en qué momento se venden más libros? Efectivamente, en Navidad. Ahora estamos a comienzos de octubre, y sólo faltaría que no pudiésemos abrir la tienda en noviembre. Pero antes hay que resolver unas cuantas menudencias. Por ejemplo, el dinero, que aún nos tienen que prestar, llevarlo a Viena, negociar el contrato y las cuotas mensuales del local y la vivienda, buscar un banco que sin hacer demasiadas preguntas nos dé un crédito para cubrir la masa concursal, buscar una guardería para la niña y un instituto para el chico, gestionar la licencia, vaciar el local (lleno de libros, cosas de oficina y material para embalar), pintar las paredes y los marcos de los escaparates, hacer una nueva instalación eléctrica, diseñar el logotipo, arrancar el suelo de linóleo, etcétera, etcétera. Sólo estamos en la segunda semana de octubre, ¿podremos inaugurar el 4 de noviembre? Bueno, la mudanza a Viena la resolveremos posteriormente, dado que aún no tenemos vivienda.
Qué práctico que la Feria del Libro de Frankfurt sea en octubre, y que tengamos que ir de todas todas. Y como Oliver es el responsable de montar el stand de la editorial para la que aún trabaja, y por lo tanto está superado, soy yo quien se ocupa de nuestro futuro. Al fin y al cabo sólo tengo que hacer unas pocas entrevistas, de manera que aprovecho el tiempo para reunirme con esas personas que uno necesita cuando va a abrir una librería: los jefes de las distribuidoras de Austria y Alemania, los presidentes de las asociaciones de libreros, los jefes de venta de las editoriales más importantes, otros libreros, etcétera. ¿Por qué será que tengo la sensación de que la mayoría de mis interlocutores sonríe compasivamente? «Es realmente valiente lo que usted se propone, y puede llegar a funcionar.» Gracias, tiene que funcionar. No tenemos elección.
Constantemente, a Oliver y a mí se nos ocurren a la vez ideas buenísimas, que nos espetamos mutuamente en breves encuentros en los pasillos de la feria. «¿No necesitaríamos un abogado a la hora de firmar el contrato? ¿Conocemos a alguien que pueda recomendarnos un banco?» Las facturas de teléfono probablemente superen las futuras ganancias, pero así son las cosas.
Tengo una tarjeta mágica llamada «acreditación». Con ella se entra en el centro de prensa, donde están todos mis colegas redactando con muchas ínfulas sus textos sobre la feria. Yo, en cambio, busco el número de un abogado que me representó hace unos años en un litigio laboral; es el único que conozco. Llamo también a la única amiga que tengo relacionada con el comercio y la banca (para algo estudió económicas): ella debería saber de alguien que pueda concedernos un crédito. «Conozco a alguien que conoce a alguien que conoce a alguien» continúa siendo en Austria el camino habitual, jamás se me ocurriría llamar sin más a la puerta de un banco.
A la vez se hace público, como cada año, el premio Nobel de literatura, que, para susto mío, se concede (precisamente este año) a Elfriede Jelinek. Mis conversaciones con la banca, la abogacía y las cámaras de comercio se ven bruscamente interrumpidas por una llamada de la persona situada por encima de mí en la jerarquía de la emisora: «Tienes que hacer una pieza, eres la única austríaca». ¡Como si eso me capacitase para hacer a bote pronto una pieza radiofónica sobre Jelinek! Me pongo rápidamente a buscar unos cuantos fragmentos con su voz, a gente que tenga algo que decir sobre una austríaca que no se cuenta precisamente entre las más apreciadas del país. Leí algunos de sus libros en otra época.
Y la Feria del Libro de Frankfurt llega a su fin. Oliver supervisa el desmontaje de su stand, yo hago las maletas, y poco antes de la medianoche estamos en la autopista en dirección a Viena. En el maletero están los libros, sin que falte uno, de Jelinek, y un cartel a todo color de tamaño natural con las palabras «Premio Nobel de Literatura». Qué práctico que sus libros se publiquen en la editorial de Oliver. Seremos la primera librería que tenga un escaparate dedicado a Jelinek. Esto, por cierto, no nos acarreará únicamente amigos.
Tenemos que llegar a Viena por la mañana. Estamos citados en un banco al que hemos enviado por fax desde Frankfurt un impresionante plan de negocio. «Eso está hecho», han dicho en el banco. A las seis llegamos a casa de nuestros amigos, Oliver se echa en la cama una hora, nos duchamos, nos ponemos guapos, y a las ocho y media en punto estamos, con ojos de cansancio y un dossier de tapas discretas, frente a una pareja de serios empleados que parecen haber salido directamente de la publicidad de la caja de ahorros para la construcción, con el propósito de tomar decisiones sobre nuestro futuro. Ante ellos, sobre la mesa, está impreso el plan de negocios de nuestra futura empresa, y nosotros rogamos con todas nuestras fuerzas que los empleados bancarios aún no se hayan enterado de que el comercio de libros es un sector sentenciado desde hace muchos años, si no décadas. Hojean entusiasmados las tablas de excel y los diagramas de pastel, mi marido no se ha olvidado de nada, la evolución demográfica del barrio, una estimación de los niveles de ingresos, las librerías de la competencia, el volumen de negocio que cabe esperar en los próximos diez años, etcétera. Me sirvo la tercera taza de café templado, y las palabras me zumban en la cabeza: crédito a bajo interés, ingresos brutos, cuota de cobertura… Me despierto súbitamente al sonar mi móvil. Es nuestro abogado. Indico mediante señas a los presentes que se trata de algo importante, y me levanto de la mesa de reuniones. Por desgracia aún no he abandonado el cuarto cuando se oyen salir del auricular los gritos:
–¡Menudos tipejos! Quizá no deberíamos firmar el contrato de la vivienda, sólo del local. ¿Se piensan que somos imbéciles o qué?
Antes de cerrar silenciosamente la puerta alcanzo a ver cómo se arquean las cejas de la mujer del banco.
–Le ruego que hable más bajo. Estoy en el banco. ¿Puedo llamarle en un rato?
–No, voy a estar todo el día en los juzgados, ya la llamaré yo. Pero no vamos a firmar el contrato de la vivienda. No estamos locos.
–Pero si usted iba a acompañarnos a la reunión donde haremos la entrega del dinero…
–Sí, es verdad. De acuerdo, allí estaré.
Tres cuartos de hora más tarde estamos en la pequeña plaza delante del banco con un crédito de setenta mil euros en el bolsillo. Mi pobre marido, alemán él, oscila entre dos polos, el de una gran alegría y el del desprecio más absoluto:
–Austria es un país muy raro. Me refiero a que hemos entrado ahí dentro, les hemos enseñado unas cuantas hojas de colores, les hemos hablado de nuestra experiencia de años en el sector de los libros, ¡y nos han dado el dinero; así, sin más!
–Sí, porque perciben que somos buenos. Somos una pareja dinámica y exitosa.
Oliver acaricia cuidadosamente con su pulgar una de mis ojeras.
–Vale, mitad dinámica de una pareja de éxito. Y, ahora, nos vamos a dormir.
En la casa de nuestros amigos no hay nadie, los mayores están trabajando, los niños en el parvulario. Nos despojamos de nuestras serias vestimentas, y caemos en el sofá-cama. Oliver mete una mano por debajo de mi camiseta y acaricia sin demasiado entusiasmo mi espalda. «¿Crees que hacemos lo correcto?» Pienso la respuesta, y cuando digo: «Pues no lo sé», él ya se ha dormido.
Tres horas más tarde entramos en la Caja Postal. A Oliver le impresiona el edificio de Otto Wagner, y se queda de pie, estupefacto, en el centro del gran espacio de la sala principal. Mi respeto se relaciona más bien con la suma de dinero que estamos a punto de sacar de mi antigua cuenta, la de cuando estudiaba: cuarenta mil euros, que me pertenecen oficialmente desde hace dos horas, y que ha transferido el heredero y ex novio a una cuenta que desde su creación siempre estuvo en números rojos. ¿Me van a dar esa suma de dinero? ¿No preguntarán, acaso, de dónde ha venido tanto dinero, así, de pronto? ¿No quieren saber lo que voy a hacer con él?
–No es una cantidad tan alta. Hay gente que saca constantemente estas sumas, gente que ni se entera cuando alguien les transfiere a la cuenta medio millón. –De pronto, mi marido se las da de hombre de mundo, aún no lo conocía en este plan.
La cajera le echa una ojeada rápida a mi pasaporte y cuenta, efectivamente sin inmutarse ni lo más mínimo, un fajo de billetes encima del mostrador. Una pequeña bolsa de papel, un recibo, y meto el paquete en mi bolso y me aferro al asa con tanta fuerza que los nudillos se me ponen blancos. Hacer como si no ocurriera nada, como si me pasara la vida yendo por la ciudad con esas cantidades; me vuelvo una y otra vez para mirar hacia atrás, cambio el bolso de mano.
La siguiente estación es la asesoría para jóvenes empresarios de la Cámara de Comercio. Un montón de papeles, folletos impresos a todo color en papel brillante con fotos de personas de buen aspecto y muy arregladas, y una conversación no demasiado informativa sobre la creación de una empresa. No soy capaz de seguir del todo a la señora, al fin y al cabo debo concentrarme en los cuarenta mil euros que hay en mi bolso. El comercio librero en Austria era antes una actividad protegida, los únicos autorizados a abrir un establecimiento propio eran los vendedores de libros y partituras con formación reglada. A partir de una reforma gubernamental de finales de los años noventa cualquiera puede hacerlo; probablemente ni siquiera haga falta saber leer. Esto resulta ser muy práctico: debido a que mi marido es el alemán y yo la austríaca, la licencia profesional debe ir a mi nombre y no al de Oliver, que es librero de formación desde hace veinte años. Yo no soy nada de nada, de manera que me convierto en joven empresaria y solicito una licencia profesional.
Llegamos demasiado pronto a nuestra nueva calle, que bajo la lluvia de octubre presenta un aspecto bastante triste y desolado. Nos quedamos sentados en el coche contemplando los cristales sucios de «nuestra» librería. Me pongo cada vez más nerviosa, y al cabo de un cuarto de hora estoy segura: éste es el mayor error de mi vida. Alguien nos arrebatará el dinero, el contrato es un fraude; o bien todo está correcto pero no vendrá nadie a comprar libros. Como siempre ocurre en estas situaciones, Oliver enmudece a cada segundo, de manera que en algún momento también yo me callo y observo cómo se apean de un coche el propietario y otras dos personas, y desaparecen en el interior del edificio. Quien falta es nuestro abogado.
–Como no venga, yo ahí no entro.
–Viene seguro. Todo irá bien.
Por supuesto que aparece, con un retraso de diez minutos, y es increíble la seguridad que de pronto me proporciona este hombre sudado y descompuesto. Él está aquí, y todo irá bien. Nadie nos va a arrebatar el dinero para, a renglón seguido, desaparecer, en el contrato no hay pegas en letra pequeña. Sólo está el asunto de los clientes que necesitaremos y que él no puede proporcionarnos. El propietario anterior, su abogado, la administradora concursal, nosotros dos y nuestro abogado nos apiñamos en un cuarto estrecho y con olor a moho de la parte trasera. Se firman los contratos, los billetes cambian de mano, nos dan un recibo, todo ocurre muy rápidamente. Acabamos de conseguir una librería.
Cuando ya se han ido todos volvemos a recorrer el espacio, yo me sitúo detrás del gran mostrador e intento imaginar cómo será mi futuro.
–Qué bonito será cuando hayamos eliminado por completo todo lo viejo. Suelo nuevo, pintura nueva, iluminación nueva. Sí, los escaparates tendrán que estar más despejados, y adiós a esta pared de estantes, lo mismo que a este tabique de separación.
A Oliver le encantaría empezar ya mismo con las reformas. Yo siento de pronto un gran cansancio y pienso en mi vida de café-con-leche-vespertino en Hamburgo. En vez de un trabajo de media jornada, una vivienda bonita y una «gestión abierta» de mi tiempo, ahora será trabajar noche y día, sin casa propia de momento, y deudas para los próximos diez años o más. Qué bien que mi imaginación no sea capaz de ir más allá.
Antes de regresar a Hamburgo tenemos que encontrar una guardería en Viena. Ya mismo. Tenemos dos horas libres, y en nuestra ilimitada ingenuidad vamos a la sección de la oficina municipal que se ocupa de las guarderías.
–El plazo de inscripción es en febrero y marzo. Lo sentimos, no hay plazas.
–Pero es ahora cuando nos mudamos a Viena, y cuando lo supimos fue a comienzos de octubre.
–Pues vaya. Pero no hay nada que hacer.
Unas cuantas calles detrás de la de nuestra librería hay un parvulario católico privado. La inscripción no dura ni diez minutos, están encantados de admitir a nuestra hija. De la guardería en Hamburgo, con sus carretillas, su look alternativo y sus rincones algo mugrientos, a este otro, higiénicamente impecable, llevado por señoras ya algo mayores, donde «bueno, sólo se reza por la mañana» y donde es obligatoria la siesta.
Hace no tanto teníamos tiempo para ocuparnos durante horas de la forma de tutela perfecta para nuestra hija: alemán, inglés, turco, Montessori o tradicional, vegetariana o biológica con carne, con o sin participación de los padres. Aquella era ha llegado a su fin. No tenemos elección alguna.
Y nos instalamos donde nuestros amigos, en la casita del Schafberg, aunque por supuesto de forma no oficial, pues en la casita del Schafberg cabe justo una familia de cuatro miembros; para siete resulta algo estrecha. En la habitación de los niños se pone una tercera cama, y nuestra pequeña, una casihija-única consentida, de pronto se encuentra con que ya no tiene juguetes para ella sola y que le han caído dos nuevos hermanos. Nosotros ocupamos una húmeda habitación para huéspedes de siete metros cuadrados, con un sofá desplegable y una estantería de IKEA donde poner nuestras cosas. El misterio del éxito radica en que todos los implicados están poco tiempo en casa. Nuestros anfitriones son médicos con horarios diferentes, y nosotros nos pasamos el tiempo en la librería. La recién adquirida secadora de ropa, y que haya mucha gente que echa una mano en lo doméstico, también supone una ayuda. A la asistenta eslovaca y las dos canguros eslovacas, que vienen alternadamente, pronto se añade su madre, que se ocupa de la ropa. Desconcertados, somos testigos de cómo el personal eslovaco se hace con el control de la casa: los libros de medicina son ordenados por colores en la estantería tras habérseles quitado los Post-it, los cedés desaparecen para hacerle sitio en el mismo estante a una serie de bibelots, y en febrero seguimos rascando los motivos navideños realizados con nieve artificial en los cristales de las ventanas. Pero lo que importa es que los niños se lo pasaron bien. Oliver ha vuelto a hacer la ruta de Hamburgo a Viena con el coche, que iba lleno hasta arriba de herramientas y lo más imprescindible para vivir. Nuestro hijo sigue de momento en Hamburgo, alojado en casa de unos amigos.
Nos damos dos semanas para convertir una tienda vieja y polvorienta en una librería nueva. Al fin y al cabo, cada día que no abramos es un día sin ingresos, y por lo tanto una catástrofe para nuestro montón de deudas. La fecha tope es el 4 de noviembre. De nuevo me pongo a revisar mi círculo de conocidos, pues aunque sigamos utilizando las estanterías viejas y consigamos las que faltan en IKEA y en los proveedores para mayoristas, es evidente que volvemos a necesitar para la reforma un dinero que no tenemos. Acabamos de apoquinar cuarenta mil euros por una librería. Para que podamos hacer la reforma de la vivienda el propietario quiere un pago anticipado de la renta, y finalmente tenemos que llenar la librería de libros. Y de nuevo sólo hacen falta unas pocas horas para que encontremos a la gente que nos ayuda a salir del aprieto. El novio de Katja trabaja en algo relacionado con ordenadores y nos presta diez mil, la pareja de radiólogos, además de proporcionarnos un techo, nos da un crédito a corto plazo sin intereses, y una pareja amiga de la Alta Austria, mis antiguos profesores, asumen el resto. Tras la primera campaña navideña habremos ganado lo suficiente como para poder devolverlo todo. Y si no es así tendremos un problema.
Los que no pueden prestarnos dinero nos brindan su ayuda, que es aceptada sin misericordia: Peter sabe de electricidad, Ulla sabe pintar, Guido sabe hacer de todo, y quienes no saben hacer nada y aun así tienen tiempo, pueden desmontar estanterías, limpiarlas y volverlas a armar. Son dos semanas en las que metemos en una especie de bañeras de plástico una cantidad ingente de libros para luego volver a sacarlos, pintamos paredes y colocamos suelos; todo ello en compañía de radiólogos, periodistas, distribuidores, profesores de baile, grafistas, maestros y psicólogos.
Me quito el mono de color naranja chillón sólo para dormir, pero en realidad ni eso vale la pena. En el primer contacto con posibles nuevos clientes se me tiene por una trabajadora de la compañía de basuras, que en Viena todos conocen como MA48, y cuyos empleados visten un uniforme naranja. Estoy pintando las paredes interiores de los escaparates, y los transeúntes se paran delante. «¿Quién se hace ahora cargo de la librería?», pregunta un señor mayor con un abrigo gris. «Soy yo, mi marido y yo», respondo. «Pues hola», contesta, mientras contempla el mono manchado de pintura agitando levemente la cabeza. Pues hola. Le ha salido del alma.
Oliver aprende en estas semanas muchas cosas, por ejemplo que a veces es bueno dejarse ayudar. Él, que antes de pedir nada a nadie se cortaría la lengua de un mordisco, y que construiría una casa entera él solo si ello fuese posible, poco a poco se va acostumbrando a gente que nos ofrece su ayuda sin pedir nada a cambio. Lo único que quieren es participar, quieren contribuir a que la librería vuelva a la vida.
Son las tres de la madrugada del 4 de noviembre cuando Guido coloca la última plancha de la moqueta y Katja dispone ordenadamente las guías en el estante correspondiente. Es como un milagro, y todo tiene el aspecto de una librería. Las nuevas lámparas iluminan cálidamente las baldas de madera recién fregadas; gracias a dos estanterías enfrentadas el espacio parece más grande y despejado; la moqueta gris queda elegante; y lo más importante es que tenemos libros, ejemplares nuevos de las programaciones de las editoriales para ese otoño. De noche nos hemos dedicado a revisar sistemáticamente los adelantos que nos han ido enviando a casa de nuestros amigos. Gracias a la competente ayuda de los dos radiólogos realizamos la compra. Todos los distribuidores austríacos sin excepción nos han suministrado, y ello por un valor superior a treinta mil euros, sin licencia profesional, sin garantía bancaria, sólo porque me conocen. Austria es así, y de nuevo los sentimientos de mi correcto marido alemán hacia este país oscilan entre la admiración y el desprecio.
Por fin es el día, el gran día. 4 de noviembre, nueve de la mañana. Abrimos y nos situamos expectantes tras el mostrador. La radióloga recibe una clase rápida en el manejo de la caja, la periodista ha ayudado a ordenar la librería en los últimos días, y sabe dónde está cada cosa aproximadamente, y el comercial de la distribuidora conoce al menos los libros de sus editoriales.
Así es como debe sentirse una actriz justo antes de salir a escena para su primera gran actuación. Estoy en mi librería, ante mis libros, y procuro tener la apariencia de que todo esto me resulta completamente normal.
Y los nuevos clientes acuden de un modo torrencial. La puerta se abre y empieza a entrar gente que no tiene ni la menor idea de que estamos a punto de derretirnos a causa de los nervios, entra como si la tienda no hubiese estado cerrada nunca, como si hubiésemos estado ahí siempre. Anotamos encargos, buscamos libros que hemos guardado la noche antes, apuntamos nombres y números de teléfono. En medio del follón tengo delante a una joven rubia que ya había estado aquí hace unos días, en el momento caliente de la reforma, y había preguntado si no tendríamos un trabajo para ella. Estaba en la puerta y preguntó por el jefe; enseguida la borré de mi lista mental. La despedí sin ni siquieraapuntar su número de teléfono.
–Disculpe, estuve aquí la semana pasada para pedir trabajo. Vivo aquí, a la vuelta de la esquina, me gusta leer muchísimo y siempre he querido trabajar en una libr…
–¿Cuándo puedes empezar?
–¿El lunes?
–Vale, el lunes a las nueve.
No hay nada como escoger cuidadosamente a los colaboradores.
Recuerdo esa película en la que Harvey Keitel abre cada mañana su tienda, barre su trozo de acera y hace una foto de su calle.
Así es como nos lo imaginábamos en las largas noches del final del verano en Hamburgo, cuando tomábamos nuestra decisión y nos parecía bien gracias al vino: desplegar cada día el toldo, abrir la tienda y fotografiar la calle, mirándola hacia arriba y hacia abajo. Y con motivo de nuestro décimo aniversario montaríamos una pequeña exposición con el título de «nuestra calle a lo largo de los años» o algo así.
Una idea tan simpática fracasa enseguida porque Oliver ha de trabajar aún en Hamburgo durante seis meses: el plazo del preaviso de dimisión; de manera que al domingo siguiente, tras la inauguración, se sube al coche y me deja sola en mi calidad de empresaria recién salida del horno y de madre soltera sin vivienda propia. A mí, que no quería volver a ser nunca más madre soltera, ni empresaria; y que tampoco soy librera. Menos mal que no tengo tiempo de pensar hasta qué punto me siento desbordada. Y menos mal también que no tenemos casa propia, pues vivir con los radiólogos y sus hijos es la única manera de poder «compaginar» a mi hija con el nuevo trabajo.
Cuando vuelvo a casa poco antes de las seis de la tarde ya han ido a recoger a los niños a la guardería, y uno de los dos radiólogos ha preparado algo para cenar. Durante dos horas jugamos a la familia: la cena, el baño, lavarse los dientes, leerles en voz alta y hacerse mimos, en un reparto variable de funciones. Pongo la alarma para que suene dos horas y media más tarde: cuando la niña duerme, vuelvo en coche a la librería, donde, en compañía de un alma caritativa de la vecindad, gestiono los pedidos de los clientes, relleno los huecos del stock y preparo lo del día siguiente.
Si existe algo así como el destino, éste tiene con respecto a nosotros la mejor intención, pues es milagroso cómo las buenas almas vuelan a nuestro encuentro. Eva toma la decisión, a las dos semanas de trabajar en la librería como «estudiante que a la vez curra un poco con nosotros», de dejar sus estudios para entrar en la vida real, o sea, para realizar con nosotros el aprendizaje del oficio. Y una vecina, librera de profesión que había dejado de trabajar debido a sus tres hijos, viene con todos sus conocimientos. Unos conocimientos que a mí me hacen muchísima falta.
Estas primeras semanas se diluyen en una niebla difusa de agotamiento permanente, sensación de estar desbordada y mala conciencia. Los horarios para recoger a nuestra hija se agotan hasta el límite, también se implanta un turno rotatorio para ir a buscar a los niños; o bien Katja, la canguro eslovaca, espera en casa a que uno de nosotros regrese. Por alguna razón se nos ha olvidado a todos que el parvulario cierra los viernes a las dos, y de pronto aparece ella, una auxiliar que, con tono de reprobación, me amonesta porque la niña lleva esperando una hora en la oficina de la directora a que la recojan. Estoy sola en la librería, con una única clienta cuyo encargo no logro encontrar de ninguna manera, y que ahora se convierte en testigo de cómo me pongo a llorar en silencio.
–Mujer, deje usted de preocuparse, que tampoco es tan grave. Ahora vaya rápidamente a recoger a la niña, que mientras tanto yo me quedo aquí a vigilar, y ya me ocupo también de explicárselo a los clientes.
Dando hipidos salgo corriendo; la niña está sentada en la oficina de la directora, tan feliz, porque por fin puede ver el material de preescolar; la seño de su nivel no se lo deja porque considera que e demasiado pequeña. Gracias a Dios aún no sabe descifrar un reloj.
Acuden las primeras caras conocidas, clientes que vienen a comprar por segunda vez, o a recoger el libro que encargaron. A pesar de que estoy muy cansada noto cómo me voy tranquilizando, cómo voy teniendo la sensación creciente de controlar medianamente el asunto. Me acuerdo de los nombres y la gente alucina cuando ve que la reconozco. Les hablo a mis dos compañeras de trabajo de la simpatía que reina entre la gente que trabaja en el sector servicios del norte de Alemania, algo que está en las antípodas del habitual carácter refunfuñón de Viena, y nos proponemos convertirnos en la librería más simpática de la ciudad.
Los muchos encargos que hay al empezar nos agobian sin remedio. Creímos que serían unos pocos al día, los justos como para poder recordarlos uno a uno y reconocer a los clientes enseguida; por eso carecemos de un sistema de pedidos con transmisión automática de los datos o algo similar. Significa que apuntamos cada encargo en un cuaderno con papel carbón: el cliente recibe una de las hojitas, nosotros nos quedamos con la otra. Años más tarde seguiremos encontrando esas pequeñas hojas verdes en las profundidades de nuestros cajones. Dos veces al día una de nosotras se sienta al teléfono y pasa los pedidos a las tres grandes distribuidoras austríacas. Y los libros aparecen milagrosamente al día siguiente. Un matrimonio de libreros amigo que vive en un barrio vecino nos ayuda con los pedidos que van a través de la red alemana de distribución minorista: encargamos a través de su número de cliente aquellos libros que no podemos conseguir en Austria, y el hijo de dieciséis años de la vecina va dos veces por semana en tranvía hasta la Alserstraße y los trae en dos bolsas de plástico. Pero pronto no será suficiente, y tendremos que ir a buscar las cajas con el coche. «¡La cosa parece que va estupendamente!», exclama nuestro amigo con una sonrisa mientras me pasa la mercancía.
La tasa de error no es tan alta como al comienzo, pero nos seguimos alegrando cuando un libro va asociado correctamente al nombre del cliente en la estantería de los pedidos. Primero preguntamos el nombre del cliente, a continuación nos giramos dubitativamente, miramos con cuidado en la balda bajo la letra inicial que toque, y con gesto decidido y voz rebosante de satisfacción exclamamos: «¡Sí, ha llegado!».
A los pocos días pensamos una nueva estrategia:
–Aparentemos que es normal que el libro esté ya, ¿vale? Voz neutra, girarse fríamente sin más, coger el libro de la estantería y marcar el precio en la caja. Da un aire más profesional.
Eva interpreta este papel con cara de póquer.
Oliver hace todas las horas extras que puede, y emplea lo que le queda de tiempo de vacaciones para poder venir con la mayor frecuencia posible a Viena. La situación no es fácil. Me hace ilusión que venga, tengo la sensación de que puedo relajarme un poco, pero por otro lado es difícil cuando altera nuestra rutina con sus consejos profesionales. Así es como deben de sentirse las mujeres cuyos maridos están fuera, en una plataforma de sondeo o en alta mar, cuando tras un largo tiempo de independencia se les vuelve a decir cómo y por qué tienen que hacer las cosas así o asá. Al fin y al cabo nuestro trabajo en común se había limitado hasta ahora a las tareas domésticas, la educación de los niños, la cocina y el mantenimiento, cosas en las que no estábamos en una relación competitiva. Pero ahora me he construido con dos colaboradoras (una no tiene ni idea, pero es muy creativa; la otra sí que la tiene, pero es muy especial) una cotidianeidad que sigue dando la impresión de que «estamos jugando a los tenderos», pero que, con todo, funciona. Y entonces aparece el librero con una experiencia de muchos años que nos explica encantadoramente, pero muy seguro de sí mismo, la manera correcta de hacer las cosas. Que sea alemán no facilita el asunto.
La primera campaña navideña comienza renqueante. A Eva se le ocurre encargar a mediados de noviembre unos cuantos calendarios de Navidad, las ventas diarias aumentan, el encaje de los libros recién llegados dura hasta bien pasada la medianoche. Adornamos los escaparates con algodón y lametta, y la colaboradora extra nos presta su belén con la promesa de que lo recuperará el día de Nochebuena. Paso tantas horas en la librería que ya no sé cómo es el mundo ahí fuera. A veces, por la mañana, cuando no hay tantos clientes, me escapo a hurtadillas y voy a la gran droguería de la acera de enfrente, me paseo por los pasillos, compro un par de cosas inútiles y me siento como si estuviese en un balneario. Gel de ducha, pasta dentífrica, un nuevo rímel: comprar hace que te sientas feliz. Una tarde de domingo la radióloga me convence para que no vaya luego a la librería. Nos quedamos sentadas en el sofá, abrimos una botella de vino tinto y vemos una serie en la tele. De pura felicidad casi me echo a llorar.
Dos semanas antes de Navidad Oliver se coge todo lo que le queda de vacaciones y viene a Viena. Ya era hora, porque estoy a punto de desmoronarme. Entretanto vemos que casi estamos al borde de nuestra capacidad, que estamos a punto de no poder gestionar la marea de pedidos. Una de nosotras se pasa al teléfono una hora al día listando referencias de libros. Recuerdo entonces que hace años conocí a alguien que distribuía un sistema electrónico de pedidos para librerías. Lo llamo, y está lo suficientemente loco como para vendernos, instalarnos y explicarnos los rudimentos del aparato en cuestión. De pronto nos sentimos tremendamente profesionales.
El volumen de ventas crece y crece, la gente compra y encarga, y nosotros asesoramos, recomendamos, buscamos, cobramos, envolvemos, recibimos libros, extendemos facturas, y todo ello con simpatía y buen humor. Bueno, como mínimo hasta las seis de la tarde. Entonces nos arrastramos hasta nuestras casas, esperamos que alguien haya cocinado y rezamos para que la niña no haya dormido la siesta en la guardería y así se vaya pronto a la cama. Con la ayuda del vino tinto caemos en un sueño profundo. En mis sueños busco libros, intento recordar el nombre de los clientes, me equivoco constantemente al devolver el cambio.
Mi cumpleaños es poco antes de Navidad, y por supuesto nadie se acuerda, yo la última. En la calma chicha del mediodía Oliver me pregunta:
–¿Cómo quieres celebrar tu cumpleaños?
–En silencio.
Soy la persona más comunicativa del mundo, y me encantan las fiestas, pero la idea de estar conversando con alguien esta noche hace que me entren escalofríos. Por suerte, en nuestra tienda también tenemos deuvedés y en la vecindad hay un restaurante chino aceptable. Una peli de cine negro, la mantita de lana, unos cojines y muchas pequeñas raciones de comida oriental hacen que ese cumpleaños sea uno de los más hermosos de mi vida.
Cuando faltan dos días para Nochebuena me escaqueo un rato y voy a buscar a mi hijo mayor al aeropuerto. Sentado a mi lado en el coche, el escaso par de palabras que me dirige me suena aún más del norte de Alemania de lo que yo recordaba. Ha crecido media cabeza, lleva rastas en el pelo, junto a mí se sienta un joven al que no conozco. Con mucho tiento conduzco la conversación hacia el tema del curso próximo. Cuando en octubre lo dejé solo en Hamburgo quedamos en que lo que faltaba de curso lo haría allí, y que luego vendría a Viena para cursar sus dos últimos años en el instituto de la Schopenhauerstraße. «Sí, vale.» Siempre fue taciturno.
Lo llevo, junto con su equipaje, donde su abuela postiza, pues en la casita de los radiólogos no hay sitio para que duerma. La abuela es la madre no biológica de un antiguo novio mío. Cuando mi hijo era un bebé, ella prácticamente lo adoptó, y desde entonces él es su único nieto, lo que en su momento incluyó ir a recogerlo a la guardería, vigilar que hiciera los deberes, tener en su casa un cuarto propio con juguetes y abrirle una libreta de ahorros propia. Nunca me perdonó que me lo llevara a Hamburgo, y ahora se alegra muchísimo de poder malcriar a su «nieto» una semana entera.
El día de Nochebuena cerramos la tienda a las dos de la tarde, desmontamos el belén prestado, lo devolvemos, y cansados pero contentos volvemos en el coche a la casita en el Schafberg. El árbol de Navidad casi está adornado del todo, el amigo radiólogo se lleva a los niños al cine y nosotros nos permitimos una siestecita. Al anochecer viene mi hijo, nos sentamos junto al árbol y nos sentimos una gran familia feliz. De regalos hay libros, audiolibros y unos cuantos juegos, sólo cosas que se pueden encargar a través del sistema de pedidos para libreros, pues ¿quién ha tenido tiempo para ir de compras? Oliver y yo no nos hacemos ningún regalo, lo más bonito que nos podemos imaginar es tener dos días libres.
Soy un ser público. No tengo horas de visita u horario de despacho, nadie tiene que pedirme cita, entre las nueve de la mañana y las seis de la tarde estoy en la tienda y todo el mundo puede interpelarme, y cuando estoy en el descanso del mediodía mis colaboradoras me llaman a menudo porque hay alguien que pregunta por mí. Constantemente aparecen personas de mi pasado en la pequeña tienda, radiantes de alegría, y se quedan un poco perplejas cuando ven que soy incapaz de reconocerlas a la primera. Compañeros de colegio, amigos de la universidad de las carreras más diversas, amigos del grupo de padres de cuando mi hijo era pequeño.
–¡Hola! ¡Nosotros nos conocemos!
–¿Sí?
–No recuerdo bien de cuándo. ¿De la universidad? Sí, ahora caigo: la huelga en la uni, año 1987. Tengo un momento de sobresalto: ése fue el breve período de promiscuidad, de las noches locas, de los amantes, una fase al parecer necesaria para romper mi cordón umbilical con la conservadora casa paterna. Y también fue en esa época cuando tuve a mi hijo.
Recuerdo vagamente al tipo que tengo delante, estudiaba Derecho, y era de los pocos de aquella carrera que estaban en el lado político correcto: el mío. Creo que la cosa se limitó a hablar unas cuantas veces y a coincidir en unos cuantos comités. Ahora compra regalos de Navidad, se alegra de que haya una librería vecina y nos invita a su fiesta de fin de año. ¡Una fiesta! ¡No tener que abrir al día siguiente! ¡Beber alcohol, no trabajar! Oliver irrumpe en mis hermosos pensamientos: «Tenemos que hacer el inventario de fin de año. Pero si acabamos temprano aún llegaremos a tiempo». Inventario.
¿Significa eso que tenemos que sacar, registrar y volver a poner en su sitio todos y cada uno de los libros que colocamos hace dos meses en las estanterías? Bueno, unos cuantos los hemos vendido, pero también han llegado unos cuantos nuevos. No tengo ni idea de qué puede aportar esto. Pero tampoco soy librera.
De milagro, hemos acabado a las once. Nos vestimos rápidamente y vamos a nuestra primera fiesta en Viena. Aparte de los anfitriones no conocemos a nadie, pero no nos importa. Tenemos suerte porque el bufé sigue bien surtido y vale la pena atacarlo de verdad. Nos agarramos a nuestras copas de vino y, al final, agotados, acabamos sentados, apoyados el uno en el otro, en el sofá.
Estamos noche y día en la librería, y mientras tanto, sobre nuestras cabezas, la nueva vivienda se va convirtiendo en habitable. A través de la escalera de caracol que enlaza el cuarto trasero de la librería con el piso de arriba asistimos en directo al proceso, y también los clientes gozan repetidamente de los sonidos del taladro percutor y de la lijadora de parqué. Tras haber echado el cierre, de vez en cuando nos escapamos escalera de caracol arriba, y yo intento hacerme a la idea de cómo será cuando cambie la húmeda habitación de invitados en la casita del Schafberg por una vivienda de 150 m2. Ya están alicatados la cocina y un cuarto de baño, y bajo el linóleo apareció milagrosamente un hermoso suelo de parqué. Me hace ilusión tener más espacio, pero por otra parte me cuesta trabajo imaginar el cambio de nuestro actual estado patchwork al anterior de familia papá-mamá-hija. La casa de los médicos es mucho más que un tejado: el modelo se ha convertido en una gran familia que funciona, con compras gigantescas comunes, un reparto horario para cuidar de los niños y una división perfecta de las tareas. Y nuestra hija ha mutado a una velocidad pasmosa de su condición de niña única a la de niña amoldada con hermanos. Nuestros amigos ya no tienen que ponerse de acuerdo entre sí para sus turnos nocturnos, pues yo estoy en casa por las noches. En realidad, siempre quise tener muchos hijos, y a partir de ahora, que voy a trabajar unos cuantos años de sol a sol, ya puedo quitarme de la cabeza que vayan a ser míos. Sólo tenerlos ya es inconcebible, y una excedencia por maternidad siendo empresaria es de todo punto imposible, así que acepto la gran familia patchwork y me doy por satisfecha, al menos casi siempre. Y en vista de la gran cantidad de trabajo que tenemos, hacer los bocadillos del desayuno o atender los regulares ataques de rabia de los más jóvenes (incluido el arrojar contra la pared los platos de espinacas) son cosas que hasta tienen un efecto relajante. Aunque sí que hubiese prescindido gustosamente del virus gastrointestinal que se paseó por el cuarto de los niños mientras mis amigos estaban en el reparador turno de noche: a las cuatro de la madrugada ya no me quedaba ni una sábana limpia, y a la mañana siguiente yo misma estaba detrás del mostrador con la tripa suelta.
Febriles, nos acercamos al último día de trabajo de Oliver. A partir de marzo ya sólo será librero, vivirá en Viena, con nosotros, y trabajaremos juntos. Ya no habrá un sueldo de ejecutivo de marketing y para vivir dependeremos de lo que vendamos.
Mientras dure la reforma de la vivienda, al menos no tenemos que pagar alquiler (nuestros amigos los radiólogos nos alojan gratis).
Es un invierno con nevadas inusualmente grandes, incluso a veces no funcionan los tranvías; entonces jugamos a que estamos en un pueblo idílico de Suecia: llevamos a los niños con el trineo a sus respectivas guarderías.
Cuando a principios de febrero nuestros amigos médicos deciden irse una semana a esquiar y una de las canguros se pone enferma, mientras la otra tiene que marcharse urgentemente a Eslovaquia por la razón que sea, entro en pánico. Desesperada, dejo que venga mi suegra a pesar de que sus capacidades como abuela han sido hasta el momento más bien limitadas. Pero lo que hay que hacer es abarcable: recoger cada día a su nieta, ocuparse de ella dos horas y, eventualmente, poner en la mesa algo nutritivo cuando yo llegue a casa a última hora de la tarde. Ella dice que sí, que todo irá bien. Y efectivamente cumple, más o menos: una vez sale a hacer una compra rápida, pero se pierde y regresa tres horas más tarde en un taxi; otra, no hace compra alguna, sino que para cenar me recalienta unos fideos de la víspera. A mi protesta («he estado trabajando todo el día, y para cenar necesito algo como es debido») responde con un silencio teñido de incomprensión. Mi hija está contentísima con el inusual consumo de televisión. Pero también esa primera semana pasará; finalmente, mi suegra introduce encantada en el archivo todas las novedades, lleva el dinero al banco y se precipita sobre los ejemplares de muestra recién llegados. Cada uno aporta lo que mejor sabe hacer.
Por fin llega el gran día. Oliver mete en el coche todo lo necesario, vuelve a conducir los mil cien kilómetros y aparece. Pero esta vez para quedarse. Por fin volvemos a estar juntos, y además con una intensidad superior a la que nunca antes habíamos vivido. De día compartimos una librería de cuarenta metros cuadrados; de noche, un sofá-cama de 1,30 m de ancho en un cuarto pequeño, a veces con una criatura en medio, e incluso con dos. Pero es nuestro sueño, lo vamos a conseguir, y vamos a tener éxito. Con total seguridad. A pesar de que la reforma de la vivienda de arriba avanza con mucha lentitud, nuestros amigos médicos son tan discretos que nunca preguntan acerca de nuestras cuatro paredes propias, a pesar de que todos dimos por hecho en su día que sólo compartiríamos su casa unas cuantas semanas.
Entretanto ya hemos celebrado el cuarto cumpleaños de nuestra hija, y para esconder los huevos de Pascua una casa con jardín también es mucho más práctica. A la niña no le cabe en la cabeza volver a mudarse y retornar a la condición de hija única. Pero cuando llega una carta del casero de nuestros amigos sí que nos ponemos algo nerviosos.
«Tengo últimamente la impresión, a partir de una serie de observaciones, de que la visita de los conocidos de ustedes se ha convertido en una situación permanente, de manera que en vez de una son dos las familias que viven en la casa, lo que representa un flagrante incumplimiento, con todas las consecuencias, del contrato de alquiler. Así que les ruego que en el plazo de dos o tres semanas me confirmen que la mencionada familia ha dejado de vivir, y a partir de qué fecha, en la casa.»
Poco a poco, el trabajo en la librería se ha ido convirtiendo casi en rutinario. Yo logro dar el cambio sin equivocarme cada dos por tres, y Oliver ya es capaz de ofrecer una bolsa con un acento prácticamente vienés. Intentamos ser divertidos y estar animados en todo momento, nos maquillamos las ojeras, y cuando a veces me asalta el pensamiento de que ésta va a ser mi vida durante los próximos treinta años y, de pronto, no estoy del todo segura de haber hecho lo correcto, intento apartarlo con toda rapidez. Siempre que me duermo tomo conciencia de que no podemos dar marcha atrás.
La gente del barrio, al menos la que compra libros (a la otra no la conozco), nos recibe con los brazos abiertos. Muchos nos dicen repetidamente que están muy contentos porque vuelve a haber una librería en la vecindad, y que hace cincuenta años ya compraban los libros para el colegio en la nuestra. Cuando no tenemos lo que buscan, lo encargan; la idea de comprarlo en otra parte sólo la tiene una minoría: «No, no pienso ir al centro, mañana vuelvo a pasarme por aquí y lo recojo». Debe de haber algo parecido a una frontera mágica, porque el así llamado «centro» está exactamente a siete minutos y cinco paradas de tranvía, aunque eso, al parecer, lo sitúa en otro planeta para la gente de nuestro barrio. A nosotros nos viene bien, y al cabo de unos meses me sorprendo a mí misma diciendo: «No, no pienso ir al centro» cuando al ferretero de enfrente le falta una pieza de repuesto.
En Hamburgo, Oliver no se ha limitado a dejar los asuntos de su trabajo en orden; también se ha ocupado de que nuestro hijo mayor se aloje en casa de amigos y de embalar en cajas de mudanza nuestra vivienda al completo, incluidos los varios miles de libros que hemos ido acumulando a lo largo de nuestra vida. Una mudanza de Hamburgo a Viena es cara, pero si se fija la fecha con semanas de antelación la cosa se abarata, así que no podemos aplazarla; aunque la nueva vivienda aún no esté lista. Porque falta lijar los ciento treinta metros cuadrados de parqué. De manera que durante dos semanas hay aparcadas trescientas cincuenta cajas de cartón en la escalera principal, y el resto espera en el futuro comedor.
Nos lo habíamos imaginado todo muy bonito. La vivienda lista y los muebles (estantes, armarios y cómodas) montados. Cajas conveniente e inteligentemente rotuladas, que unos señores forzudos llevarían a las correspondientes habitaciones. Nosotros nos limitaríamos a deshacer maletas y desembalar cajas, la ropa la colocaríamos en los cajones y armarios, y los libros los pondríamos en las baldas. Esto ya es en sí un proceso lento, pues hay que ordenarlos alfabéticamente. Una habitación con la literatura anterior a 1900, otra con la literatura alemana, otra más con la literatura mundial y los libros de divulgación, y luego unos cuantos rincones perdidos con los franceses y las elegantes ediciones limitadas de la Andere Bibliothek, iniciada por Hans Magnus Enzensberger y Franz Greno en 1985. En el comedor, un estante cuasi decorativo con los libros de la editorial Manesse. Sin embargo, y qué le vamos a hacer, todas nuestras pertenencias están en la escalera, seguimos viviendo donde nuestros amigos los radiólogos, y algún día el parqué estará listo.
Vamos progresando mucho en la importante tarea de hacer contactos en nuestro nuevo barrio de trabajo y residencia. Así, una tarde entra en la tienda una mujer de buen aspecto de cuarenta y tantos años, se me planta delante y me tiende la mano derecha con una sonrisa radiante. «Hola, vivo enfrente, y nuestras hijas tienen la misma edad. Tenemos que conocernos.» A nuestra edad ya no hay que perder demasiado tiempo en las aproximaciones paulatinas y el olfateo mutuo. Si se continúa teniendo la capacidad de conocer a gente nueva y se tropieza con alguien interesante, entonces se dice y listo. A partir de esa frase vino un abono para el teatro compartido, un cuidado recíproco de las niñas, la asistencia durante dos cursos de las hijas a la misma escuela de enseñanza primaria, y muchas horas en el gran jardín de enfrente con sendas copas de vino blanco.
Y Robert aparece gracias a que nos hablan (ya no sé quién) de él poco antes de la inauguración. Sí, cuando estamos intentando fijar una gran tela con el nombre de nuestra librería sobre la entrada, alguien nos dice que cerca vive un consejero de distrito del Partido de los Verdes que tiene una escalera larga. Encontramos a Robert, y juntos llevamos la escalera hasta la librería; hasta nos ayuda a colgar la banderola.
Robert es aparejador de profesión, y cuando lo conocemos no podemos imaginar hasta qué punto va a ser la persona más importante en algunas de las siguientes fases de nuestra vida. De entrada, ayuda a Oliver a instalar metros y metros de estantería, que a continuación pintamos la novia de Robert y yo. Oliver acepta ya con toda naturalidad que se le ayude: por fin ha comprendido que nuestra nueva vida no sería posible sin la ayuda de otras manos.
Por fin llega el otro momento. Nos mudamos de la casa de los radiólogos a la nuestra. Pasamos de siete metros cuadrados a ciento y pico; de una estantería de IKEA a un armario empotrado; y de una gran familia a papá-mamá-hija. Al ordenar los roperos y poner las cosas en el armarito del cuarto de baño me siento feliz, la niña tiene una cama propia elevada, con un cubículo debajo, en vez del sofá desplegable en medio de las camas de los otros dos niños. Pero al irse a dormir se siente de pronto sola, echa de menos el palique y los mimos nocturnos, y no sabe qué hacer con sus propios juguetes, los que acaban de salir de las cajas de la mudanza. Hay que echar mano nuevamente del chupete. La entiendo, también a mí me resulta raro, sola con marido e hija. Ya nos acostumbraremos; además, hemos fijado dos días a la semana para que los niños duerman alternativamente en la casita del Schafberg y en la nuestra. Y también hemos reservado una semana de vacaciones juntos para el verano.
¿Y nosotros? Nosotros vivimos de pronto en el lugar de trabajo. La escalera de caracol, que conecta el cuarto trasero de la librería con el recibidor de nuestra vivienda, se convierte en la piedra angular, en el centro de rotación de nuestras vidas. Al principio tenemos miedo de que la niña o nosotros nos podamos partir el cuello, pero pronto ascendemos y descendemos a toda velocidad. Por la mañana, con la taza de café en la mano, y a lo largo del día reiteradamente para hacer más café, para poner la lavadora o para comer al mediodía. Cuando es Oliver quien lleva a la niña a la guardería o ella duerme donde nuestros amigos, a menudo no sé hasta las doce el tiempo que hace fuera; no necesito ni chaqueta ni medio de transporte para llegar a mi trabajo, y en alguna que otra ocasión hasta se me olvida ponerme los zapatos. Cuando se asa el pollo en el horno, el aroma atraviesa la librería, y a los clientes se les ve especialmente relajados y contentos. Y cuando los hijos de los radiólogos duermen una vez a la semana con nosotros hay un rito en el que la escalera de caracol tiene un papel importante. Después de la cena, y tras lavarse los dientes y ponerse el pijama, bajo con los tres, calzados con unos calcetines bien gruesos, a la librería. Sólo hay encendida una pequeña luz, y ellos avanzan silenciosamente hasta la sección infantil. Cada uno puede escoger un libro para la lectura de antes de dormir. Se toma prestado de la librería, se les lee en voz alta con mucho cuidado, y a la mañana siguiente se devuelve a su sitio. «Uno chuli, uno de un rosa casi rojo y uno de divulgación.» Escogerlos lleva muchas veces más tiempo que la propia lectura en voz alta.
Ahora ya se han hecho mayores, están en plena edad del pavo, y forman una unidad con sus grandes auriculares y sus teléfonos móviles. Han leído de cabo a rabo los libros de Harry Potter, los de Eragon y los de Percy Jackson. Nuestra hija está descubriendo en estos momentos a Victor Hugo, se divierte con Maldito Karma de David Safier y Tschick de Wolfgang Herrndorf, y la escalera de caracol hace tiempo que pasó a la historia. Pero los tres se acuerdan perfectamente, incluso hoy, de las noches en la librería. Y puede que aquellas noches fuesen en parte decisivas para que se convirtieran en ratones de biblioteca.
La proximidad del trabajo y la vivienda tiene la desventaja de que, o bien lo único que se hace realmente es trabajar, o se tiene mala conciencia cuando no se trabaja, porque las tareas pendientes se perciben literalmente bajo los propios pies. Pero cuando decidimos escoger esta vida y la librería, sin saberlo también decidimos trabajar sin descanso, y esto resulta mucho más sencillo cuando no hay grandes distancias. Después de haber cenado todos juntos, y tras el ritual de llevar a la niña a la cama, se procede a conectar el babyphone y los dos volvemos a bajar a la mina, que es como llamamos a ese sitio en el que pasamos tantas horas a la semana.
Y de nuevo nos tropezamos con un alma buena que aligerará nuestra existencia en el futuro: una estudiante chilena que vive encima de nosotros en un apartamento minúsculo, con el baño fuera, en el pasillo. No tiene lavadora y su calefacción es mala, pero nuestra lavadora también puede con la ropa de una cuarta persona y nuestra cocina es lo suficientemente grande como para poder estudiar durante el día con una temperatura confortable. Lorena sabe repostería, yo cocino, ella no tiene tele, nosotros necesitamos a menudo una canguro. Es una situación win-win