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Prólogo. La invención del amor

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Hay una brecha, una falla, una herida. Entre Djian y el mundo se percibe una grieta que tal vez sea una metáfora. Pero esto es solo asunto suyo.

En las historias de Philippe Djian ocurre que una cosa lleva a la otra. Y no puede ser de otra manera. La célula es la frase. Una primera frase como una de tantas da lugar a un entorno y a una circunstancia. Se nos confía una ligera idea y en adelante la tarea del escritor va a ser encaminarnos, pilotar el deseo, de vez en cuando trazar una figura en el aire pero nunca pasarse con revoleras que pudieran hacernos perder estabilidad. Y entreverado en el macizo dramático, el escribir. La profesión que va por dentro.

Djian no escribe los libros que le gustaría escribir sino los que le gustaría leer, por eso aborda la ­confección como nosotros la lectura, sin itinerario. Pero en la escritura, como en la plaza, caben dos actitudes: ir al toro o esperar a que venga. Djian se arroja a la anécdota y la va soliviantando para que se crezca, y con intuición de ingeniero merodea el abismo, le guiña el ojo y olfatea verdades legítimas, y se aflige filosóficamente cuando en ocasiones parece que toca el cielo con las manos pero no, de ninguna manera, él también lo sabe. Y así, página a página va endemoniándose, dando la novela, vibrando el mundo.

Los incidentes no podría titularse con mayor propiedad. Su naturaleza consecutiva y un rumor de misterio desempeñándose fraguan un polar embrujado donde la pasión ya es el éxtasis. Y hay más en ella, subyace un pesar, un descontento precede al relato: el protagonista de esta novela es profesor de escritura creativa, que es lo contrario de ser escritor.

Es frecuente que en los protagonistas de Djian el destino haya sido constituido, que ya sean lo que son y no lo que querrían ser. Pero eso no será tanto una derrota como una liberación: han dejado de estar preparados para lo peor porque lo peor ya pasó, quedó atrás. Y como lo que no va en lágrimas va en suspiros, están muy dispuestos a lo que sea que esté por venir, a lo que tenga que ser, a salvar el invierno avizores de una última primavera.

Los incidentes va de un tío que tiene un agujero. Lo tiene desde niño y va arrojando allí el fardo de su desdicha. Es novela psicologista y es también negra en su familiaridad con lo amoral, en el despecho de sus mujeres rehusadas y en los anhelos que contiene, en lo que calla y en esa melancolía futura tan de su autor, cuyas preocupaciones son tan bobas como corresponde al oficio de la literatura: que solo en el alboroto intelectual, en la reordenación carnal y en el placer estético pueda hallarse algo de consuelo.

Philippe Djian, sentimental azorado pero sentimental decente (toda novela negra es sentimental, escamotear esa cualidad es uno de los distintivos del género), trata de acallar cualquier conocimiento sobre la suerte del amor procurando vivaces retratos de pareja y persiguiendo potenciales idílicos, nociones de santidad con las que contrarrestar toda esta miseria. Porque si bien intuye y teme ese día en que uno deja de vivir y pasa a existir sin más, también sabe que la literatura consiste en oponer una fuerza, y en esa tensión descubrir por qué a veces elegimos no luchar.

Queda abrirse en canal y atender qué se ofrece ahí dentro. Los problemas ya estaban de antes.

Rubén Lardín

Barcelona, octubre de 2020

Los incidentes

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