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«Reportaje sobre el Dios»10

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G., dame la grabadora, vamos a esbozar los elementos de esta historia. ¿Está en marcha? Pues eso: primero de todo, tú, el narrador. Un narrador —diría— que también habría podido ser periodista de L’Espresso11 (alto, vestido siempre con tejidos grises de calidad, etc., respetable, hombre de mundo, sin prejuicios pero con un fondo burgués duro como el cuarzo, etc., originario de provincias, etc., dado a la ironía sobre cualquier cosa con ese aire de quien está del lado de la inteligencia) y que, en cambio, casi se ha vuelto un periodista al nivel del Specchio12 o, si no del Specchio, de las Ore13 antes de que lo comprase De Laurentiis. Y así, por encima de los elementos respetables, por encima de la inteligencia privilegiada de una pequeña élite laica, la vulgaridad (sobretodos de malandrín, de paparazzo romano y caídas fáciles en el lenguaje escatológico). Sobre este punto (vestimenta, lenguaje), pídele consejo a Arbasino. En definitiva, detrás de ti, en vez de una buena familia lucchese o parmesana, hay una familia de la pequeña burguesía romana. Naciste en el Casilino o en el Prenestino14, en una de esas grandes casas de los ferroviarios, etc. Tus entrevistas al Dios, tu manera de seleccionarlo y de iluminarlo, de mostrarlo al público, serán naturalmente correctas y abyectas. En cuanto al resto, ordenémoslo por temas.

No es necesario que sepas sobre fútbol mucho más de lo que ya sabes. ¿No jugaste cuando eras niño? ¿Tu clase en el instituto o en la facultad universitaria no tenía un equipo? Y, hace poco, ¿no participaste en una serie de partidillos entre solteros y casados en el pueblo de tu mujer (de la que ahora estás separado)? ¿Y aquí, en Roma, no jugaste un partido entre periodistas de un diario de tarde y un rotativo del gobierno? Y luego, los domingos por la mañana, en la barbería de la calle Alberto da Giussano, donde todavía vives con la familia (y también, desde hace uno o dos años, con el Fiat «Millecento»), ¿acaso no se habla casi solamente de fútbol, de la quiniela, de los jugadores que están o no en forma, de los fichajes, de los traspasos, etc.? Y si hiciéramos el juego de la verdad, ¿no acabarías confesando que, cada domingo, te apuestas un café con tu barbero por el resultado del partido, en casa o fuera, de la Roma?

Así pues, respecto al fútbol como juego y como tifo, sabes lo suficiente. Te falta llevar a cabo algún sondeo sobre las sociedades futbolísticas; me refiero a un sondeo de prensa amarilla. De los sondeos sociológicos ya me encargo yo, a menos que quieras quedarte más tranquilo con el consejo, tranquilizador por definición, de Umberto Eco. Te aconsejaría también, para divertirte —y porque todos los elementos sirven, ya lo sabes, aunque después se borre materialmente—, oír a Elémire Zolla15. Aunque solo te sirva para escuchar, a propósito del furor colectivo de cincuenta o sesenta mil tifosi, romanos o turineses, la frase de un místico que podría figurar perfectamente como epígrafe del reportaje.

En Italia, el fútbol no ha tenido todavía el honor de captar una atención inteligente. No se ha convertido en uno de esos problemas que, aun siendo sustancialmente actuales, se acaban volviendo, de repente, efectivamente actuales. Una especie de nueva virginidad, digámoslo así, que te permita leer, acompañada de una fotografía, la opinión de un escritor, de un director, de un sastre y también de un grupo de sociólogos y de psicólogos. ¿Cómo es posible que la inteligencia de Olivetti todavía no lo haya hecho? ¿Cómo es posible que el director de un rotativo, por encima al menos de los doscientos mil ejemplares, todavía no haya tenido esa gran idea?

Pues bien, la tendrás tú. Una idea así requiere, ante todo, deshonestidad; luego también un conformismo presentado, como siempre, bajo la forma de escándalo moral; y, finalmente, crueldad. El objeto de esta crueldad será, en efecto, el pobre Dios.

Eres libre de elegir entre dos o tres posibilidades. Podrías escoger como campeón, por ejemplo, al extremo derecha de la Roma, Orlando. En este caso, el Dios podría provenir de tus barrios (el Casilino, el Prenestino), y piensa entonces qué dramático encuentro. El pequeño, feroz, insensible y sórdido reportero, exitoso a su manera, que manipula al Dios —también exitoso, naturalmente, que para eso es Dios, pero con infinitas menos garantías para el futuro— y las dos familias semejantes —más pobre la familia del Dios, subproletaria, que vive quizá en chozas junto a barrancos o acueductos, o en casuchas para expulsados, abarrotadas de ropa extendida, con chiquitajos color del barro, etc—. Piensa en las dos infancias que han tenido la misma experiencia. En definitiva, dos deseos que se miran y, de sus miradas, surge una Roma lluviosa, invernal, manchada de barro, con largas colas de escolares bajo los bastidores colosales de la vía Appia Nuova o de la Tuscolana16, una Roma carnavalesca porque los pobrecillos son máscaras —especialmente en invierno, con la ropa de franela harapienta o de lana gastada, la pobre ropa comprada en el Upim17 y destrozada por la mísera usura del trabajo, por las míseras alegrías cotidianas, etc., etc—.

Pero también podrías coger como modelo a Rivera18, un tipo muy diferente. Un muchacho de la burguesía campesina y provincial. Sus amigos hablan véneto; educados en plazoletas donde las madres y el cura pueden vigilar a los chicos en todo momento, excepto cuando se van a los prados junto al río (¡el Brenta!19), con sus dignas camisas, los pantalones grises de obrero, estudiantes vénetos (altos de estatura) llenos ya de recíproco respeto y con la idea del trabajo y de la carrera, que es como una segunda naturaleza (de modo que los consejos de los padres y de las madres solo se refieren a pequeños detalles, a las fanfarronadas típicas de la juventud). El moralismo como color de su cabello, especialmente donde están bien rapados, a la manera alemana, y el mechón largo y liso, color del oro un tanto descolorido. En definitiva, apáñatelas tú mismo. No será fácil, en efecto, encontrar puntos débiles en un tipo así, por la «forma» bastante constante, entre otras cosas, y por la claridad igualmente constante de las relaciones con el entrenador. Quizá podría servirte, para introducir en la «sordidez como dimensión de mundo», un pedazo de mundo honesto, módicamente vital y por ello coloreado —desgarrado, arrancado de la superviviente trama italiana que el joven Rivera arrastra consigo—.

Lo mejor de todo sería, probablemente, un «oriundo», pero verdaderamente oriundo, al que se le pueda leer en los pómulos, en las comisuras, en la pelvis, el abuelo del Abruzzo o de Como, la abuela de Andria, de Sulmona, de Caorle. Es cierto que esto implicaría un Dios ya Dios, sin carrera, sin nacimiento; sacrificado enteramente a San Paolo20, espíritu sin despojos. Siendo ora caprichoso, ora delicado, ora consciente. Quizá tampoco estaría tan mal. El género «Ha nacido una estrella», como diría un director, ya no está de moda.

Los flashes brillan desde el principio: un gran resplandor de flashes, un relámpago descremado a la derecha, otro descremado a la izquierda, con el baile de vampiros. Y él, en la escalerita del transatlántico o del jet, con todo el prestigio todavía puro que brilla sobre su cabeza, como una aureola, resistiendo al uso que Italia ya se prepara para darle. (Pero pídele a Gadda21 que te describa esta parte, él también sabe español.)

Yo creo que debería jugar como portero porque, ya me entiendes, no es lo típico: mientras que el delantero centro —incluso con las nuevas tácticas de juego— es convencional y el centrocampista es poco popular (aunque… aunque…), el portero implica tradicionalmente un carácter diferenciado, como su mismo uniforme deportivo en el terreno de juego. Recuerdas a los grandes, de Zamora a Moro, los estrafalarios como Ghezzi, los delicados tipo Buffon, etc. Además, todo el mundo es capaz de apreciar la habilidad de un portero, incluso un profesor de instituto, que se quedaría totalmente indiferente ante una triangulación suprema de Montuori o de Schiaffino en sus mejores momentos. No niego que un interior como Lojacono funcionaría, pero a un tipo como Lojacono le falta la ligereza de la adolescencia, la cara de niño mimado. En definitiva, te aconsejaría que no perdieras de vista a Sívori.

El muchacho vive su halo de divinidad sin autocrítica, sin dudas, sin cálculos: casi en un estado de disociación. Su único instrumento de conocimiento es el más inmediato empirismo: por eso todo lo lleva al nivel de la práctica, incluso los estados más estáticos, las situaciones más impalpables del Éxito. Su reducción constante a la prosa de la práctica no logra, en cualquier caso, colmar la desproporción entre su normalidad y la anormalidad de su destino. Diría que en esta desproporción consiste, precisamente, su divinidad. Dejadlo incluso dar discursos (¡increíble!) científicos y tácticos sobre el equipo, el juego, etc. No son más que aspectos de la Aparición; como Baco bebiendo un vaso de vino o Mercurio atándose una sandalia.

Llega, se instala, etc. Primer contacto con el mundo profesional. El más aburrido de la historia. Pero ten en cuenta dos cosas. Primero, el aspecto técnico. La idea de asistir a un entrenamiento puede producir, sin duda, una sensación de desconsuelo irremediable. Y en cambio, eh… incluso ahí, como siempre, si buscas bien, si eres realmente curioso, incluso ahí… La técnica es, ciertamente, el fenómeno más interesante de nuestro mundo de Alienados. Tienes que estudiar, profundizar, traducir la técnica, las técnicas (naturalmente, sin que se note). Segunda cosa: los entrenamientos, las horas en el estadio desierto, los intríngulis del trabajo psicofísico, son el ambiente típico del androceo22. Como en un buque de carga, un barco navegando por el océano en el que todos son machos, desde el capitán hasta el mozo. Mundo solo de machos. O de machos solos. En definitiva, acuérdate de Billy Budd23 o incluso de las cacerías de Hemingway, marineros y cazadores, cómplices en pasiones viriles, o acuérdate incluso de una taberna llena de cazadores alpinos bebiendo. La atmósfera de campo de concentración, grosera, cruel, angustiada, que fermenta como el aire cálido de una sierra. El suspense de la descripción del mundo técnico-profesional del Dios debe incubarse en ese ambiente, con la función paterna del entrenador y las complicidades fraternales de los jóvenes jugadores, y los odios, las envidias, los rencores que implican.

En las grandes ciudades (pienso especialmente en Milán) hay todo un mundo desconocido que, de vez en cuando, se te aparece ante los ojos a través de la persona física de alguien que lo conoce y que es, de algún modo, su representante. Se llama Piero o Walter, un nombre de la pequeña burguesía inmigrada (podrías descubrirle unos abuelos meridionales) empapado del spleen24 de un apartamento sombrío con muebles del siglo pasado de poco valor, etc.; el spleen de las escaleras de su caserón popular en el centro de la ciudad, del olor de vendedor de fruta en la calle eternamente fría e invernal justo debajo de casa. Fue un mal hijo, un mal estudiante, sin culpa. Pálido, con los ojos azules bordeados de negro y de sangre, quizá también tísico, en cualquier caso femeninamente débil: predispuesto, por un terrible destino, a ser un posible espía, un rufián, un traficante de cocaína, un productor de espectáculos de cuarta categoría, etc. Acabará siendo un vendedor. Y muy pronto. Es un representante de la vida nocturna de la ciudad, del night club y del striptease, tal y como el vigilante de un cementerio es el vigilante de un cementerio. Durará poco en esta función de preeminencia, de competencia, de especialización, de complicidad; durará muy poco tiempo, aunque parezca destinado a durar eternamente. Luego se esfuma por las calles de Milán o de Roma, y parece imposible que todavía siga vivo.

Hay millones de jóvenes que imaginan los placeres de la vida tal y como los representa este Piero o Walter, llamado a veces Gege o Fuffi. El Dios es uno de esos millones de jóvenes que viven su juventud distraídamente, incrustados en un pequeño reducto del destino (una casa, una oficina, dos o tres calles) con ese ideal, televisivo en definitiva, de la felicidad sexual.

Introducido por este Piero Walter Gege Fuffi, el Dios entra en escena —y tú detrás, como se sigue a un «personaje extraordinario», «divertido», un tipo «increíble», pero con el sumo respeto que debe suscitar quien ha logrado el éxito—, el Dios entra en escena, levanta la piedra, descubre ese gris nido de gusanos y se adentra en él.

¡Qué desproporción! El muchacho liga con mil chicas que, en Milán o Roma, tienen sus esperanzas depositadas en su juventud y la tiran así al reino de la deshonestidad; él es un muchacho como tantos otros: más guapo, más alto, con inocente vulgaridad en su corazón y, al mismo tiempo, es el Dios con su propia corte. El muchacho llega y se maneja, con el traje gris de tela inglesa, el jersey no chillón pero a menudo bien grueso, sus potentes zapatos comprados en Vía Condotti o en Vía Montenapoleone, flamante por una desbordante juventud de pelo corto, ya sea moreno (abuelas aztecas o de la Apulia) o rubio (abuelas irlandesas o de Padua); él es «el Dios», llevando en el corazón la miseria de miles de pobres diablos veinteañeros llegados de la provincia, torpes como jabalíes, tímidos como sus mismas primas, envilecidos, estúpidos, para comerse cada uno su porción de vida, tirándola.

¿Sobre cuántos cuerpos pasará? Esos cuerpos venidos de otros pueblos, de otras provincias, con otra vulgaridad y otra miseria en ese corazón de bajitas o larguiruchas, de pelirrojas o morenas. Sí, pasará por encima de muchos cuerpecitos, como en un cementerio de plástico, de neones, en las ocasiones ofrecidas por las mil posibilidades de la vida nocturna de Milán o de Roma: una inmensa sala de espera, con un olor de letrinas, lacerante, inmemorial.

El Pecado es el que se comete contra la forma física, el padre traicionado es el entrenador, los hermanos traicionados son los millones de tifosi, perdidos en las barberías de toda Italia (podrías realizar una serie de entrevistas en media docena de barberías y en media docena de bares Sport o Tuttosport, etc., para intercalarlas como gags lingüísticos en la historia).

El círculo de baja estofa que rodea a Fuffi es el infierno: tú, que imitas a esos tipos radicales con tu crueldad de hombre cualquiera, no te darás cuenta. Te parecerá simplemente «divertido». Peor para ti. (Para mí, ver esa «vida» es una orgía de estremecimientos del corazón, no tanto por la miseria de orden moral cuanto por la miseria estética: la incapacidad de salir de los movimientos impuestos por la antiesteticidad, tal y como un gusano, un insecto, no puede salir de los movimientos de sus élitros, de los movimientos de su mandíbula. Y el niño ve cómo va errando, cómo corre, se detiene, anda a tientas, cómo vuelve a correr sobre un poco de polvo, sobre una hoja, prisionero de su impotencia.)

Un tipo como Gianni Brera25, que tiene sus partidarios y sus enemigos —y deberás precisar qué intereses defiende o cuáles son los intereses que sus adversarios defienden contra él—, podría extraer al insecto de su trayectoria fatal e introducirlo, aunque sea tan solo provisionalmente, en un círculo estéticamente más alto: lejos del submundo, cerca de la luz de las cumbres.

Un círculo de estetas, con algún escritor joven, periodistas, estos sí, de L’Espresso o del Giorno26, algún personaje noble, actores aunque no sean famosísimos y, de vez en cuando, algún otro Dios: un viejo escritor famoso, un gran director de cine, etc. En el centro de este círculo está ella, definida en los juegos de sociedad —en los que se dice qué sería una persona si fuera un objeto u otra persona— como «Toilette» y «Osservatore Romano», «Trípode» y «Huevo de Pascua pintado con círculos azules por los niños padanos», etc., etc., y a la que el poeta de una ciudad de locos describe:

Bella como la proyección del acróbata / bella como los dientes histéricos del mulo / bella como el viento herido de muerte / bella como la mosca que labra al buey…

Etc., etc. El Misterio, en definitiva, tan definido, nombrado, metaforizado, expresado, digerido, tan remasticado que ya no le queda misterio alguno; solo lo sigue siendo, diríamos, para el jugador-Dios con su vestimenta deportiva, el poder de su pecho inmaculado apenas salido del nido y ya perjudicado por las fatigas, con la testarudez de un animal de tiro.

Esta relación entre el Dios y la Diosa será muy precaria, en cierto modo inexistente. La frigidez de ella (su bondad y su inteligencia están en otros lugares), la estrechez mental (estética) de él. Y, a su alrededor, el coro de los amigos comunes, el «murmullo» de «los que saben», de los presentes, testigos: al menos la mitad «más o menos», y por tanto bastante pérfidos, crueles sobre todo en captar los primeros síntomas del declive, del hecho de que empiezan a estar out, como se decía el año pasado.

Relación sin peso real, humano o sensual, pero capaz de introducir al bruto Dios taurino, al futuro portero de la selección nacional, con sus narices en los fastos de la Italia consciente, no provincial, la Italia de los Grandes.

Haz lo que te parezca conveniente, pero en los fla-shes de la historia, en el montaje, ruinoso y esplendoroso, yo no insistiría demasiado ni en el lado erótico de la vida de la celebridad ni en las relaciones con el pequeño tifo, con los millones de personas que juegan a la quiniela.

Lo que me interesaría iluminar, persiguiendo a nuestro Juanito, son los desgarros de la Italia industrial. Aquí hay un punto oscuro, te lo confieso. Juanito ha costado, digamos, unos cincuenta o cien millones. ¿Quién los ha pagado? ¿La Sociedad, el «Inter», el «Milan», la «Roma»? ¿Qué relación hay entre la Sociedad y su presidente? ¿Qué manos van amontonando los enormes beneficios de la pasión de cada domingo? Yo, sobre este punto, me he quedado en el idealismo del instituto, cuando jugar con el balón era la cosa más bella del mundo. Tú, que siempre fuiste torpe, por tu propio carácter siempre te ha gustado echar las cuentas de los bolsillos ajenos: ya conoces casi todo sobre esos asuntos de millones y millardos. Te bastará con profundizar, ampliar el cerco de la curiosidad de prensa amarilla, dar un aspecto moralista y sociológico a tu investigación de italiano sin ideales. Investiga lo que puede suceder siguiendo la pequeña historia de una fulgente estrella, ¡que pronto desaparecerá de nuevo en el continente de su infancia!

Una grieta en la trama del neocapitalismo italiano, una mirada sacrílega a su interior. Una nueva perspectiva sobre la Fiat, ¿lo entiendes? O sobre las grandes industrias farmacéuticas o sobre las flamantes fábricas del Bienestar (dejemos incluso a Lauro en la deriva de la Italia meridional que navega de nuevo hacia los siglos del Bajo Imperio). Nada mejor que el Inter de Herrera —ese equipo de 1963, dispuesto a vencer la liga— puede representar al Nuevo Milan.

Un muchacho tan disociado como Juanito, un muchacho con ojos azul celeste de mujer o de bestia. La amistad de este durísimo y delicado hijo de patrones, y el durísimo y basto hijo de los sirvientes. Es natural que el hermano pequeño (o el hijo, justamente) del Presidente de la Sociedad se haga amigo del Dios, que es de su misma generación: es una amistad que suscita simpatía. Ya decidirás tú si es verdadera o si es una simple ocurrencia…

Podría haber una finalidad de menor importancia: por ejemplo, el señor Ferrari está «convocando» a los jugadores para configurar la «formación» de la selección nacional. Es un partido importante, pongamos contra Inglaterra (o quizá mejor contra un equipo secundario, Bulgaria, Checoslovaquia, un equipo «revelación» con un buen año futbolístico, resurgiendo tal vez por una reciente y sensacional victoria contra Inglaterra —un equipo, pues, como Hungría—).

Está claro que, si nuestro Juanito es seleccionado y finalmente elegido, su precio aumentará cincuenta o cien millones. De aquí el interés de la Sociedad, la necesidad de valorizarlo, de hacerlo popular: conquistar la opinión pública para que esto pese luego en el fuero interno del señor Ferrari.

Podría haber quizá una finalidad de mayor importancia, pero yo aquí preferiría ser prudente. Piénsalo tú, investiga. El Presidente de la Sociedad es uno de los mayores empresarios industriales del Norte, por ejemplo. Y en su fábrica —decenas de miles de obreros y, por tanto, de tifosi— van a celebrar elecciones (pequeños flashes sobre: Comisiones internas salientes, células del PCI, secciones de la DC, sede de la CGIL, de la UIL27, etc., agitación en la fábrica, mítines, etc.). Mecanismos de propaganda electoral en marcha; en el dulce, blando, reconfortante y santo lavado de cerebros, el «equipo del alma» no puede no estar en los primeros puestos, empezando naturalmente por las primeras páginas de las revistas. Y ahí aparecen las fotografías de la amistad entre el joven hijo del patrón y el idolatrado hijo de la plebe.

Siempre hay, en los jóvenes, un fondo de inocencia, como es comprensible. Y estos siguen con fe el juego de los padres, raza atroz.

Ten en cuenta que, en cualquier caso, el hijo del millonario Presidente vive como algunos locos que se pasan toda la vida en un ligero estado de desdoblamiento, como diciéndose: «Me está pasando algo que es la vida». El hijo ha recibido el poder de príncipe heredero y no sabe dónde meterlo: pero no es necesario, porque el poder es como la vida —está donde está—. En él hay una desproporción contraria a la del Dios portero. Y está como embelesado por ello. Pero, como Juanito, él también lo arregla todo con la ilusión que ofrece lo práctico. Lo que poco a poco sucederá en su vida —la desesperación, la disociación, la cocaína— no le concernirá: permanecerá oculto tanto en él como para la sociedad. El shock que sufrió en la cabeza al nacer lo trastornará para toda la vida. Será siempre tal y como aparece en la fotografía de la revista, con una tirada de un millón de ejemplares, que inmortaliza su amistad con el glorioso proletario de San Pablo, portero de la selección italiana, después de una victoria contra Bulgaria o Checoslovaquia, un domingo de invierno. En ambos muchachos, los ojos parecerán incrustados en sus ojeras, con su sonrisa, con el recuerdo de su verdadera personalidad, abandonada nadie sabe dónde: con la luz de su inocencia velada por la voracidad en el caso del proletario moreno, y por la indiferencia en el potente y débil muchacho millonario de ojos azul celeste.

Yo lo dejaría aquí. No jugaría con la caducidad de la gloria, dejaría a Juanito en la cumbre: el amor de la Diosa, la amistad del hijo del Presidente. En la ilusión de que todo esto le corresponde realmente, de que será duradero. A pleno sol de la felicidad deportiva, después de una victoria de su equipo conseguida gracias a él: con toda la Italia tifosa, neocapitalista y erótica a sus pies, un domingo cualquiera de invierno.

Il Giorno, 14 de julio de 1963

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