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CAPÍTULO I

Al oír la voz de Carmiña anunciando que habían llegado, se despertó y, durante el tiempo necesario para salir de su taller y regresar al mundo real, permaneció con los ojos cerrados. Al abrirlos, vio su casa y empezó a olvidar el cansancio del madrugón y del viaje. Salió del coche con cierta premura, necesitaba aspirar el aire cálido y familiar de su hogar. Una vez dentro, recorrió despacio las estancias paseando la mirada por los muebles, las cortinas, los cuadros y los objetos que junto a sus padres había ido reuniendo. Todo estaba en su lugar, como le gustaba. Había pasado allí todo el mes de agosto y parte de septiembre, pero le parecía que hacía una eternidad que no se encontraba en Pontes. Se acercó al fuego y extendió las manos mientras Gisela y Carmiña sacaban las maletas del coche y las subían a las habitaciones. Aquel viaje no era de recreo, si estaba allí era para tomar una decisión que la tenía intranquila desde hacía unas semanas. Una decisión que no era solo de su incumbencia, puesto que todas sus compañeras estaban involucradas, pero estaba segura de que una vez tomada le haría recuperar la serenidad. Pasados unos minutos en que no dejó de pensar en la propuesta de Jimena Rovira, Carmiña entró acompañada de Aníbal, su gran pastor alemán. El animal se acercó a ella ladrando y sin dejar de mover el rabo.

—¿Me echabas de menos? —le dijo mientras le acariciaba la cabeza—. Hacía mucho tiempo que no nos veíamos.

—¿Le preparo una tisana o un café con leche? —le preguntó Carmiña—. Después del madrugón y el viaje, debe de encontrarse cansada.

El avión había despegado a las ocho, así que habían salido de casa a las seis. Del viaje no podía quejarse, Gisela, que era joven y fuerte, se encargaba de cargar y descargar maletas, el vuelo había salido a su hora y Carmiña las esperaba en Castrillón; pero levantarse a las cinco y media de la madrugada no le había sentado nada bien.

—Me vendría muy bien un té bien caliente. ¿Gisela?

—Está arriba. Me ha dicho que iba a deshacer las maletas.

A Gisela no le gustaba mucho Pontes en invierno, la agobiaban aquellos cielos grises y la lluvia casi perenne. Pero, sobre todo, porque allí no tenía amigas; eso no se lo había dicho, pero lo suponía. Carmiña regresó a los pocos minutos con una tetera humeante, una gran taza y un plato con pequeñas pastas, sin duda caseras, sobre una bandeja de madera pintada, una de las muchas que ella había hecho unos años atrás. La dejó sobre la mesita, echó unos cuantos leños a la chimenea para reavivar el fuego y se sentó a su lado.

—¿Tú no tomas nada? —Carmiña negó con la cabeza—. Pues también te has debido de levantar bien temprano para encender la chimenea y estar a las nueve en el aeropuerto.

—He tomado un buen desayuno antes de salir. Si no como, desfallezco por el camino. De la chimenea se ha encargado Carlos. Hará como una hora que vino, no me gusta dejarla encendida mucho tiempo sin que haya nadie.

—¡Qué bien me tratáis! —Cogió una de las pastas—. ¡Qué buenas están! A mí me pasa lo contrario, temprano no puedo tomar nada.

El olor de la leña de roble al quemarse junto al té y las pastas hicieron que el mal cuerpo del madrugón fuera remitiendo. Le preguntó por sus negocios y el pueblo, por la familia ya lo había hecho en el coche. Carmiña y su marido tenían una granja ecológica, que funcionaba muy bien, y tres casas rurales que en verano casi siempre estaban ocupadas. Del pueblo poco había que contar, en invierno era como un oso durmiendo en su madriguera, le decía Carmiña. Las mujeres iban saliendo cada vez más, a la gimnasia de mantenimiento y a las actividades del hogar; los hombres seguían reuniéndose en el bar para la partida de cartas. En cuanto anochecía, el pueblo parecía deshabitado, solo se oía el rumor de algunas televisiones y algún que otro chavalillo que regresaba corriendo a su casa. Bebió el té sorbo a sorbo para disfrutar del sabor, seguro que estaba hecho con las hierbas que Carmiña cultivaba.

—Así que ayer te llamaron —dijo recordando la conversación que habían mantenido en el coche, antes de que se durmiera.

—Están impacientes, si no vienen esta tarde es porque saben que después de comer van a necesitar una buena siesta.

Todas agitadas desde el momento en que Jimena Rovira hizo su propuesta de llevar Seda de Florencia a la universidad. Afortunadamente, ya no quedaba mucho tiempo para que entre todas tomaran una decisión.

—Esta tarde llamaré a Antonia. La verdad es que todavía no tengo claro si debemos dejar que Seda se estudie en la universidad…

—Pues debe ser la única, porque todas están encantadas con el proyecto —contestó sonriendo.

—Por eso me he venido. Mi primera intención era esperar a que Martina se recuperara y pudiera estar en la reunión; faltarán ella y Marce —comentó con melancolía—. ¿Qué tal está?

—Ya no reconoce a nadie la pobrecita.

—No sabía que estuviera tan mal.

Había ido a verla en el verano, al poco de llegar a Pontes. La residencia la deprimió tanto que no fue capaz de volver. Salió pidiéndole a Dios que nunca tuviera que estar en un lugar como aquel, como también lo hacía las veces que iba a visitar a María Rosa. Reconocía que las instalaciones eran buenas y que el personal, muy cualificado, se esforzaba por atenderles, pero la decrepitud a la que habían llegado esos ancianos dependientes y sobre todo el constatar que muchos eran de su edad le angustiaba… Ya daba igual que no volviera, Marce no se lo tendría en cuenta, tampoco se acordaría de Seda de Florencia. Siempre había considerado a Marcela la más torpe de todas ellas y también la más trabajadora, y eso era difícil de conseguir. Fue la última en incorporarse. Cuando ya había dado por cerrado el grupo, Adela la acompañó una tarde hasta su casa para decirle:

—Tengo que pedirle un favor. ¿Podría contratar una mujer más? Es una sobrina de Dolores, en su casa están pasando mucha necesidad. —Parecía que le costaba hablar—. No es tan buena bordadora como Juana o Sole, pero tiene muy buena disposición.

Eran tres hermanas; Marce la mayor, con 19 o 20 años. Al padre, que era primo del marido de Dolores, le habían disparado aquella noche en un pie y por temor a que le detuvieran permaneció escondido en su casa, hasta que Marce avisó al doctor Sousa al ver cómo se le iba hinchando el pie. Su padre no pudo salvárselo. Solo la pierna, gracias a la penicilina que le inyectó. Sin embargo, esto nunca lo dijo; no comentaba sus casos con su familia. Al menos, no con sus hijos. Supuso que gran parte de los viales corrieron a su cargo. La madre de Marce era mujer de pocas luces que no sabía hacer nada, salvo lamentarse y llorar. No podía decirle que no a Adela. Además, las ventas empezaban a ir muy bien, así que no les vendría mal una persona más, aunque no fuera para las labores más delicadas.

—Tres meses de prueba. ¿Te parece bien? —le propuso.

—Si en tres meses no da la talla, no la dará nunca. Pero ya verá cómo le gusta, es muy trabajadora.

Marce dio la talla, claro que la dio. No alcanzó la maestría de Juana, conseguirlo era prácticamente imposible, pero a sus trabajos no se les podía poner ninguna pega. Era muy responsable y cuidadosa, por eso bordaba muy despacio y, para no retrasarse con sus labores, algunos días se llevaba una tartera y comía en el taller. Incluso cuando se casó y tuvo hijos, siguió haciéndolo. Según le contó Adela, había llegado a un acuerdo con su marido y era él quien, una o dos veces por semana, se ocupaba de los niños a la hora de comer. Un matrimonio adelantado a su tiempo.

Un díaque a Teresa se le había hecho tarde terminando los cuadrantes del siguiente trimestre, se encontró con Marce comiendo de pie en la cocinilla del taller y le preguntó si pasaba algo.

—Quiero avanzar un poco el trabajo. —La joven empresaria sabía que Marce era la más lenta de todas las trabajadoras, como también sabía que era muy responsable, por eso le dijo que no hacía falta que se quedara. Marce, mirándola a los ojos muy seria, le respondió—: Sí que hace falta. —Carraspeó y añadió—: Las dos lo sabemos.

No volvió a decirle nada después de aquel día. Cuando Marce consideraba que iba atrasada con el trabajo, se quedaba algunas horas más, a mediodía o por la tarde; era ella quien marcaba su ritmo de trabajo y nunca se retrasó con sus entregas. A los setenta y tantos le diagnosticaron Alzheimer.

Quizá la proposición de Martina y de la señorita Rovira no fuera tan descabellada. Si se hablaba de ellas, las chicas de la seda, y de su empresa en aquella universidad, cuando murieran o perdieran la memoria, Seda de Florencia seguiría viva. Carmina le seguía hablando de Marce y su enfermedad.

—Por lo que me dijo Merche, desde las Navidades ha empeorado muchísimo.

—Cuánto lo siento, a ver si llamo a su hija.

—Merche sí está aquí, al poco de terminar las Navidades se volvió.

—Antonia, Rufina, Campos, Juana, Sole, Rosalía, Carmen, Brígida, Merche, Asunción, Marucha y Rosario. Hemos quedado para mañana por la tarde, así que ya queda poco para la decisión ¿Podrías preparar una tarta o unos bollos para la merienda? Si no te viene bien, lo dejamos para otro día.

—¡Como que van a poder esperar más! Dé gracias de que no se presenten esta misma tarde.

—¿Vendrás?

Negó con la cabeza.

—Vendré por la mañana para preparar la tarta, pero a la reunión no.

—Si no estás seremos trece —le dijo sabiendo que había heredado el espíritu supersticioso de su madre.

—No trate de enredarme porque con Gisela serán catorce, seguro que a ella le gustará mucho escuchar sus historias. Son las chicas de la seda las que tienen que reunirse. Además, si las veo a todas juntas me acordaré mucho de mi madre y me pondré a llorar. Ya sabe lo llorona que soy.

Dolores había muerto hacía algo menos de un año. En su entierro fue la última vez que se reunieron todas las que quedaban vivas. Hasta Marce estuvo, quizá fue la última vez que salió de la residencia. Su marido fue el que decidió que no podía faltar al entierro de su tía Dolores. La recordaba como perdida en la iglesia, pero no ajena, al menos no del todo, porque a ellas las reconoció.

Nati fue la primera que murió, de leucemia, a poco de cumplir los cuarenta, le siguió Adela de un cáncer y a ella María. En los próximos años morirían todas, salvo que hubiera alguna inmortal. Era natural, iban teniendo muchos años.

—Hablando, hablando se te ha hecho tarde —dijo al escuchar las dos en el reloj de la escalera.

—No se preocupe, nosotros somos de comer tarde, nos acostumbramos en Madrid. ¿Qué quiere que les haga para mañana?

—¿Qué voy a querer? Una tarta de Santiago de esas que solo tú sabes hacer, y unas magdalenas o alguno de tus bizcochos… si no es mucho trabajo.

—¡Qué cosas tiene! Ya sabe que me encanta cocinar y más si es para Seda de Florencia. He dejado el caldo encima de la vitrocerámica. Le he dicho a Gisela donde he dejado todas las cosas. Mañana vendré sobre las diez.

—Cuando tú quieras, no tengas prisa.

—No se levante, que ha dicho que estaba cansada —le dijo al ver que hacía ademán de levantarse.

—Tengo que subir a quitarme los zapatos, así aprovecho. —Se dirigieron juntas a la puerta y se besaron al despedirse. —Hasta mañana, que descanse bien.

—Es lo único que pienso hacer en lo que queda de día. Muchas gracias por todo.

—¿Cuántas veces me va a dar las gracias?

—Aunque fueran mil más me quedaría corta.

—¡Qué exagerada! Gisela, hasta mañana —dijo mirando hacia la escalera. La aludida se asomó por la barandilla para despedirse.

—¿Caliento ya el caldo? —preguntó Gisela cuando la puerta se cerró.

—¿Has terminado con las maletas?

—Me falta guardar unas cuantas cosas mías.

—Pues termina de colocar tu ropa y luego comemos, salvo que tengas mucha hambre —dijo mientras subía.

—Me he comido unas magdalenas, así que no tengo prisa.

Cuando murieron sus padres, de eso hacía ya muchos años, la primera planta de la casa se tiró entera y para ella se construyó una especie de suite con alcoba, baño y saloncito en una de las esquinas de la casa, para que los niños no la molestaran, habían dicho su hermano Lucas y su cuñada María Luisa. Sus sobrinos nunca habían supuesto una molestia para ella, pero lo cierto es que aquella habitación, que ocupaba el espacio de la antigua habitación de sus padres y la suya, siempre le había resultado muy cómoda. En la planta baja se había dejado una alcoba junto a la cocina, que se llamaba «del servicio», pero Gisela ocupaba la que llamaban «de invitados» cuando la acompañaba a Pontes. En el resto de las habitaciones, otras tres, ni siquiera entraban cuando estaban ellas dos solas; de la limpieza se ocupaban las mujeres que mandaba Carmiña cuando lo consideraba necesario.

El cansancio pareció remitir al entrar en su habitación. Desde la ventana miró el jardín, estaba prácticamente igual que cuando empezó a cuidarlo con quince años, igual que cuando había pasado por sus caminillos de la mano de Nicolás. Abrió el armario y algunos cajones, toda su ropa estaba perfectamente ordenada, como a ella le gustaba. Cogió las zapatillas del zapatero y se sentó en la descalzadora. Antes de ponérselas, se masajeó los pies. ¡Esta Martina! Se lo había pedido su nieta. ¿Cómo se lo iba a negar? ¿Y cómo se lo iba a negar ella a Martina? Si siempre la había apoyado en todos sus proyectos.

Martina la llamó un viernes, ya anochecido, para decirle que habían ido a verla su nieta y una amiga que trabajaba con ella, Jimena Rovira se llamaba. Al parecer, estaban muy interesadas en hablar de Seda de Florencia en la universidad en la que trabajaban. Al principio, no entendió lo que quería decirle y Martina volvió a explicárselo.

—He quedado con esa señorita en que te llamaría y que si no tenías objeción le daría a mi nieta tu teléfono para que te llamen ellas. —La voz de Martina le decía que tanto su nieta como su amiga escuchaban con tanta atención la historia que les contaba sobre Seda que no había podido negarse. Por su tono, se dio cuenta de que estaba muy ilusionada.

Martina era de su edad y cuando lo de la fábrica ya estaba casada. Su marido fue uno de los hombres a los que detuvieron. Siempre fue muy decidida. Al día siguiente del incendio fue a ver al párroco y gracias a él consiguieron enterarse de que la Guardia Civil había llevado a los hombres a la cárcel de Ribadeo. Fue ella quien animó al resto de mujeres para ir a verlos. Durante el tiempo que estuvieron en la cárcel, los días de visita se levantaban antes del amanecer para coger el autobús de línea hasta Villaodriz y allí el tren hasta Ribadeo. El marido de Martina, Lauro, estuvo más de dos años preso, acusado de ser uno de los cabecillas de la huelga, fue el único de los organizadores que se quedó en Pontes. Por Martina sabía que Lauro no hablaba nunca de aquella noche, ni de Miguel, ni de Pepe, que habían sido sus amigos desde la infancia; con ellos dos había compartido ideas y lucha hasta que huyeron. Lauro era un hombre pacífico, pero si se le mencionaba el incendio soltaba un bufido y se marchaba del lugar donde estuviera. En aquellos tiempos era el hombre más alto y fuerte del pueblo y, según decía Martina, aquel bufido hacía temblar las paredes. Ella siempre pensó que Miguel le debió de ofrecer un sitio en el coche y que él se negó a marcharse, un valiente frente a aquellos cobardes. El pueblo entero debía de pensarlo, por eso se le apreciaba de veras y durante el tiempo que estuvo preso, la sentencia de Lauro había sido una de las más duras, el pueblo ayudó a su mujer con lo que pudo. Martina tampoco habló nunca de aquella noche en el taller, estuviera o no Adela. En los momentos más críticos de Seda, siempre había sido una gran ayuda; por eso y por su tono de voz, no pudo decirle que no le interesaba hablar con la señorita Rovira.

Al día siguiente de hablar con su amiga, Jimena Rovira la llamó y, muy educadamente, le explicó el porqué de su interés por Seda de Florencia y le pidió una cita para poder explicarle en detalle el contenido del curso de postgrado de emprendedores que el EES estaba preparando. Debía reconocer que lo que le contó la señorita Rovira le pareció interesante y, para qué negarlo, despertó su curiosidad, así que aceptó su propuesta de verse. No obstante, cuando colgó comenzó a dudar. Seda de Florencia había sido su vida, pero había cerrado sus puertas hacía mucho tiempo; ni ella ni sus compañeras se habían olvidado del taller. Así que, ¿qué podían ver de interesante los alumnos de esa universidad en un taller que hacía camisones de seda? ¿No empezarían a bostezar los muchachos de la era digital si la señorita Rovira les hablaba de encajes, bordados y sedas en lugar de páginas web? Por otra parte, Seda había sido el proyecto de su vida y sabía que se enfadaría si los estudiantes de la señorita Rovira pusieran pegas o criticaran su taller. Llamó a su cuñada. Como suponía, se entusiasmó con la idea y le pidió que fuera a comer con ellos al día siguiente, porque una noticia como esa no se podía comentar por teléfono; María Luisa era así. Se acercó a aquella casa que consideraba como suya y les contó lo que Jimena Rovira le había dicho y sus propuestas.

—¿Por qué tienes dudas? Es un premio a toda la labor que hiciste —le dijo su cuñada.

Se encogió de hombros y de alguna manera le pareció que volvía a sentir la misma timidez de su niñez y juventud.

—Seda la hicimos entre todos.

—Tienes razón, Teresa. Seda de Florencia la hicimos entre todos, pero tú fuiste su cerebro y sin ti no habría existido.

Sí, suya había sido la idea, gracias a los genios italianos, pero sin María Luisa y Adela no habría dado el paso de crear el taller; porque su amiga muerta le demostró que sus dibujos podían hacerse realidad y su cuñada que sus prendas tenían una gran calidad y podían venderse a muy buen precio. Luego llegaron Sole, Dolores, Martina… y Seda de Florencia fue tomando forma.

—Además, nos servirá de entretenimiento y eso siempre es bueno para nuestros cerebros mohosos —añadió su hermano.

—Tu cerebro será el que está mohoso, que solo te dedicas a los sudokus y al fútbol —le espetó María Luisa—. ¿No te hace ilusión que Seda de Florencia esté de nuevo en el candelero?

—En cierto modo sí, pero también me pregunto qué sentido tiene y me preocupa cómo pueden contar nuestra historia.

—¿Por qué? Tendrás que dar el visto bueno a lo que vayan a decir.

—No voy a estar en clase para comprobarlo.

—Tendrán que darnos un informe escrito y seguro que lo graban. Si hay algo que no nos gusta, les demandamos —dijo su hermano. Los tres se rieron.

—¿Quieres estar conmigo cuando venga Jimena Rovira?

—Por supuesto que sí —contestó María Luisa.

Dos días después, la señorita Rovira fue a su casa a explicarles en detalle el enfoque del máster y qué datos se requerían para poder presentar «el caso», así lo llamó, de Seda de Florencia, en el supuesto de que diera su autorización. María Luisa quedó encantada con la presentación que les hizo y no tuvo ninguna duda de que debían colaborar con ella; no en vano desde el inicio su cuñada había sido la encargada de la publicidad y las ventas.

—No sé cómo puedes tener dudas. Nuestra firma va a ser valorada como se merece después de veinte años de haber desaparecido. Además, ¿te imaginas lo bien que lo pasaríamos ayudándola a montar «el caso»?

Tanto María Luisa como Lucas estaban de acuerdo con la propuesta de la señorita Rovira, también lo estaba Martina, ¿lo estarían el resto de sus compañeras? Para eso estaba en Pontes, el lugar donde había nacido Seda, aunque fuera engendrada en Florencia. Allí también decidieron que había llegado el momento de dar por finalizada su historia de amor con la seda… Oyó golpear en su puerta.

—Adelante, Gisela.

—He puesto a calentar el caldo. En la nevera hay pescado y carne, ¿qué quiere que prepare?

—Para mí será suficiente con el caldo, seguro que está bien aderezado.

Como ella suponía, el caldo llevaba berza, patatas, lacón, chorizo, ternera y unas pocas alubias, y sabía a gloria. De postre tomaron una compota de manzana, que Carmiña había dejado preparada. Tras el festín, precisaba de una siesta. No le gustaba irse a dormir a la cama después de comer, prefería hacerlo en el sofá, entre otras cosas porque así se aseguraba que no sestearía más de media hora. Pero ese día su cuerpo y su espíritu le pedían un descanso prolongado. No solo se encontraba cansada sino también inquieta; si se tomara la tensión el número de sus pulsaciones excedería a lo normal. De regreso a su alcoba, puso en el reproductor La pastoral, quitó la colcha y se tumbó en la cama. No cerró las cortinas, la poca luz que entraba no le iba a molestar, más bien le haría compañía. Trató de concentrarse en el allegro inicial y en los sentimientos apacibles que Beethoven deseaba transmitir.

No fue consciente de cuando se durmió, pero al despertarse se sintió relajada. El reloj marcaba cerca de las cinco de la tarde, estaba nublado y, con toda seguridad, haría frío, pero tras la siesta necesitaba dar un paseo.

Ni de niña ni de joven le había gustado el invierno en Pontes, pero desde hacía unos años le apetecía pasar allí unos cuantos días a finales de enero o en febrero. Salir con las botas, un buen abrigo y el paraguas a pasear y luego, al regresar, sentarse junto a la chimenea a ver llover o nevar mientras leía sin que su vista se cansara gracias a la letra grande del libro electrónico que le había regalado su sobrina-nieta por su cumpleaños. Ese ambiente tranquilo y silencioso de un pueblo habitado, en su mayoría, por gente de su edad junto con la naturaleza como acurrucada para defenderse de la climatología le sentaba bien. Además, y eso era lo más importante, en esa época del año podía pasar más tiempo con sus compañeras. En el verano la que más y la que menos tenía familia en su casa. Desde hacía tiempo añoraba pasar unas Navidades en aquella casa, pero ni a su hermano ni a su cuñada les gustaba ir en esas fechas. Lo entendía, no tenía sentido que ellos estuvieran a quinientos kilómetros de sus hijos y sus nietos. Había llegado el momento de llamar a Antonia.

Antonia, la más joven, ya debía de tener setenta años. Cuando entró en el taller era poco más que una adolescente, con su larga melena trenzada, sus ojos claros y su cuerpo delgado, todavía formándose. Llegó una mañana con su tía Dolores y su hermana Rufina, apenas dos años mayor. Le causaron buena impresión. Eran tímidas pero seguras en sus trabajos. Antonia tenía una mano especial con los encajes, tanto los de bolillos como los de aguja. Siempre trabajó en los modelos más sofisticados y caros. Por eso, sus compañeras sabían que había momentos en que no les contestaría, aunque le hablaran, tan ensimismada estaba en sus encajes. Sus manos parecían hacer cantar los bolillos.

¡Qué guapa estaba el día de su boda! Las compañeras le habían bordado la mantilla que llevaba como velo. Lo que pudieron reírse a causa del camisón que le diseñó para la noche de bodas, porque se negó a ponerse ninguno de la colección. ¿Cómo iba a ponerse ella uno de esos que dejaban las tetas al aire?, decía. El resto de las chicas, sobre todo su hermana, no dejaban de hacerle bromas y comentarios bastante atrevidos. Su camisón fue el primero de la colección Clásica, aunque para sus compañeras fue siempre la colección Antonia. Tuvo su clientela, mujeres más o menos maduras y alguna que otra novia tan recatada como Antonia. No llevaban cuello bebé ni entredoses, por supuesto, pero utilizaban sedas más tupidas, satenes y pongés, menos encajes y más bordados. Resultaba curioso que la que mejor trabajaba con las transparencias y los encajes de aguja más sutiles no quisiera ponérselos. No tuvo mucha suerte en su matrimonio y no porque Marcelo no fuera un buen hombre, sino porque a los nueve años de casados tuvo un accidente de coche, mientras hacía el reparto de la leche. Una vaca se cruzó en su camino y, al intentar frenar, la helada de la noche hizo que perdiera el control de la furgoneta. No iba muy deprisa, pero dio una vuelta de campana y se rompió el cuello, entonces no había cinturones de seguridad. Se quedó viuda con poco más de treinta años y con tres niños. Afortunadamente, estrecheces no pasaron nunca, pues además de su trabajo siguió con la vaquería.

Durante bastante tiempo fue como una sombra. Llegaba al taller, decía buenos días y se ponía a trabajar. Antes de marcharse recogía, decía adiós y poco más. No participaba en las conversaciones del taller ni en las canciones, mucho menos en los chistes o en las bromas que se gastaban las unas a las otras. Su hermana movía la cabeza de izquierda a derecha con cara seria. Muchas veces se dirigía a ella directamente, con una pulla inocente o una pregunta, pero no lograba obtener de ella más que un monosílabo. Tardó en reponerse, ninguna dudó que si lo hizo fue gracias a su hermana.

Una noche después de cenar, Rufina se presentó en casa de su hermana cuando estaba acostando a los niños, esperó a que terminara y, cuando los niños estuvieron en la cama, juntas fueron a la alcoba de Antonia. Rufina cerró la puerta de la habitación y, señalando la foto de la boda que estaba encima del comodín, le preguntó: «¿Crees que a él le gusta ver cómo te estás portando?». Cogió el retrato y lo puso bocabajo. Sin tardar un segundo, Antonia cogió la foto, la abrazó y le gritó a su hermana: «¿Qué haces? ¿Para qué has venido?». Sin amilanarse, Rufina aguantó la ira de la mirada de su hermana mientras le decía: «Ya está bien de tanto lloro. Tus hijos ya han sufrido bastante con la muerte de su padre para que encima tengan que cargar con tu amargura. Ellos necesitan una madre que les ayude a jugar y a reír. Si vas a seguir con esa cara de resentida y sin dejar de suspirar y de lamentarte, creo que lo mejor será que me los lleve a mi casa, allí con sus primos tendrán más fácil volver a ser niños alegres y tú podrás llorar a tus anchas sin que les destroces la vida». Antonia la miró con odio. Por un momento Rufina temió que le tirara el retrato a la cabeza, quizá fuera el llanto quien se lo impidió. Se dejó caer en la cama de matrimonio que durante tantas noches había compartido con Marcelo. «Tienes razón… tienes razón… pero no puedo, de verdad… que no puedo…», balbució entre sollozos. Rufina se sentó en el borde de la cama y la abrazó. «No hay peros que valgan. Mañana te quiero ver bien peinada y arreglada en el taller y, por la tarde, los niños salen a jugar a la calle. Luego os venís a cenar con nosotros y, mientras, les cuentas un cuento o les pones la radio para que lo escuchen. Igual que hacías cuando vivía Marcelo». Antonia asentía con la cabeza entre hipos.

Antonia contó esa historia muchos años después de que ocurriera, mientras estaban desmantelando el taller. Todas estaban recogiendo sus objetos personales, ese día había más lágrimas que risas en aquella sala luminosa que habían compartido durante tantos años, fueron muchas las historias que se relataron ese día. Ella salía del despacho cuando vio a Antonia con un pequeño marco entre sus manos. Lo había visto muchas veces en su mesita de labores, luego un día se le cayó y se rompió el cristal, y Antonia lo guardó en el cajón de los hilos, talvez esperando un nuevo marco o un cristal que sustituyera al roto. Antonia besó el retrato de Marcelo, tenía los ojos llenos de lágrimas. Tras unos instantes, se acercó a su hermana y la abrazó.

—Pero ¿qué haces?

—¡Dios mío! ¿Qué habría hecho yo sin ti? —le dijo sin soltarse de ella.

—Pobres de las hermanas mayores, ni con cincuenta años podemos librarnos de las pequeñas.

Con la foto de su marido en una mano y un pañuelo en la otra, Antonia les contó la historia.

—Tus compañeras van a pensar que has empezado a chochear —dijo Rufina cuando su hermana terminó de hablar.

Todas las miraban. A pesar de sus palabras, Rufina tenía los ojos brillantes por las lágrimas, como su hermana. Hasta ese día, ninguna supo a qué se había debido la reacción que Antonia tuvo a los seis o siete meses de la muerte de Marcelo, aunque todas sospechaban que Rufina había tenido algo que ver. Un día, ya se acercaba el verano, Antonia llegó con un vestido azul oscuro y al cabo de un rato empezó a tararear, muy bajito, las canciones de la radio y cuando su hermana se metió con ella le contestó. Fue una fecha feliz para el taller.

La voz de Antonia al otro lado del teléfono y detrás de ella la de Rufina. Les preguntó por sus hijos, hablaron de la salud y sobre todo de la propuesta de la amiga de la nieta de Martina. Confirmaron que se verían la tarde siguiente para comentarla entre todas y tomar una decisión. Antonia le dijo que, en cuanto colgara, llamaría a Merche y esta telefonearía a Juana, que avisaría a Sole… La misma cadena desde que se formó la cooperativa. La habían establecido en función de la cercanía de las casas, porque en aquellos tiempos la mayoría no tenía teléfono. La misma cadena no, faltaban algunos eslabones.

Al colgar pensó que si sus compañeras aceptaban la propuesta de la señorita Rovira, la llamaría para que viniera a Pontes; debía ser allí donde se preparara «el caso» de Seda de Florencia. Tendría que repasar con Merche todos los libros. En el EES querían un montón de datos para hacer diagramas estadísticos, cuánto se vendía, cuánto se ganaba, qué gastos tenían, cuánta gente trabajaba… Sin duda, esos datos eran importantes, pero Seda era mucho más que esas cifras, alta costura en lencería para señoras y señoritas, eso debía de quedar muy claro en la exposición que se hiciera en el EES. Alta costura, eso decía la publicidad de la tienda que ponían en el Blanco y Negro y otras revistas de moda femenina: Ama, Telva… Tenía guardados muchos de los números donde aparecían sus anuncios y todas las maquetas. Incluso, hicieron anuncios para el cine que solo se proyectaban en las salas de estreno. Pero su taller ya no era su taller sino el centro de mayores, sino fuera porque si iba por allí le harían montones de preguntas se acercaría a ver aquel edificio una vez más. Tiempo tendría. Por dentro la distribución había cambiado, pero seguía siendo su taller. Ya era hora de salir de la cama. Cuando bajó, Gisela estaba en el salón viendo la televisión.

—Voy a darme un paseo.

—Pero señora Teresa, si es casi de noche —dijo Gisela.

—El perro y yo necesitamos salir. ¿Verdad que sí, Aníbal? No tardaremos en volver. —El perro había entrado en el salón al mismo tiempo que ella.

—Me voy con usted.

—Gisela, no hace falta. Voy con Aníbal y el móvil.

—A mí también me vendrá bien andar un rato.

Se puso las botas y el abrigo forrado de piel. Después, cogió la correa de Aníbal, que se dejó hacer sin dejar de mover el rabo.

—Sujétale un momento —dijo mientras se ponía el gorro y los guantes.

Salieron al porche. No hacía demasiado frío y no llovía, en media hora estarían de vuelta. Decidió caminar hacia la salida del pueblo. Con el día que hacía, no encontrarían a nadie por aquel camino. A esas horas las mujeres estarían en sus casas o en el centro de mayores.

Después de unos minutos soltó a Aníbal, que empezó a correr hacia delante y hacia atrás para regresar a su lado, su paso no era el más adecuado para un pastor alemán joven.

—Qué pena que una casa tan preciosa esté siempre cerrada —oyó decir a Gisela cuando pasaban junto al pazo.

—Tal vez a sus dueños no les guste o quizá no les resulte cómoda —dijo por responder algo a su comentario.

Carmiña le había dicho que Elena lo quería convertir en un hotel de lujo, pero Santiago había dicho que no, que el hogar de sus abuelos jamás se convertiría en hotel,. Elena tendría que esperar a que muriera Santiago, estaba acostumbrada a esperar, aunque probablemente el nieto del patriarca Trasosmontes hubiera estipulado en su testamento que el pazo era intocable, caviló la anciana Teresa y sonrió al pensar que lo mismo que los castillos de Escocia, el pazo de los Trasosmontes debía estar plagado de fantasmas. No le extrañaría que Nita vagara por las habitaciones pensando maldades.

—Son amigos suyos, ¿verdad?

¿Amigos? En una época pensó que sí, pero se equivocaba como la paloma de Alberti. Afortunadamente empezaba a llover y no necesitaba ninguna excusa para no pasear junto al gran muro de piedra que bordeaba el jardín.

—La verdad es que hace mucho tiempo que no los veo. Será mejor que volvamos, está empezando a chispear. —El pazo y el recuerdo de sus habitantes aún tenían la virtud de ponerla de mal humor.

Llamó a Aníbal y abrió el paraguas. Mientras lo hacía miró desafiante al viejo pazo. Al fin y al cabo, si Seda de Florencia había nacido se lo debía, al menos en parte, a lo que sucedió el 25 de julio de 1955, la fiesta de Santiago Apóstol.

En ese día, desde que tenía recuerdos, todo el pueblo iba a misa por la mañana y cuando terminaba, en la plaza, se servía una comida que Santiago Trasosmontes pagaba, siempre lo mismo: pulpo, empanadas y vino. Antes de empezar a comer, los que todavía no habían felicitado al abuelo y al nieto se acercaban a ellos, luego se comía hasta que no quedaba nada y de vez en cuando alguien gritaba: «¡Viva don Santiago!» Y la gente de la plaza respondía: «¡Viva!». Santiago Trasosmontes sonreía satisfecho como si de un señor feudal se tratara. Otros años todo el pueblo parecía divertirse con la comida, la música y el baile, pero en 1955 todo fue diferente. A la salida de misa, prácticamente todo el pueblo se marchó a sus casas, a pesar de las grandes cacerolas donde se cocía el pulpo y de la mesa a rebosar de empanadas y de las barricas de vino. Las mujeres que se habían ocupado de preparar la comida bajaron los ojos.

—Era de esperar —comentó su hermano entre dientes—. Solo a ellos podía ocurrírseles que la gente se quedaría.

—¿Qué pasa? ¿Por qué se han ido todos? —preguntó a Lucas.

Había oído hablar de los problemas de la fábrica. Elena, a pesar de lo poco que se veían, le había hablado de ellos y también Tecla y Paquita; pero no podía suponer que fueran tan serios como para hacer aquel desplante a don Santiago y a su nieto. Uno al lado del otro, ambos con el ceño fruncido, nunca se había fijado en lo que se parecía Santiago a su abuelo.

—¿Nos vamos a casa? —preguntó Lucas dirigiéndose a sus padres.

—Nosotros no podemos irnos. Santiago y Julia son nuestros amigos —musitó su madre mientras su padre se dirigía hacia el grupo de la familia Trasosmontes—. Y tú tampoco, así que vamos a felicitar a los Santiagos.

Lucas puso mala cara, pero acompañó a su madre sin rechistar, al igual que hizo ella. Tampoco para la joven Teresa aquel año era igual que los otros. Su amistad con Elena se estaba enturbiando, la estaba dejando de lado por culpa de esa amiga que se había traído de Madrid, María, y además estaban todas esas habladurías acerca de Santiago y la madrileña.

Su padre estrechó las manos de los hombres y se inclinó levemente ante las mujeres. Su madre besó a doña Julia y a las Elenas. Elena madre parecía a punto de llorar y su hija miraba la plaza vacía con los labios apretados. A una seña de don Santiago, dos mujeres se acercaron con vino y un plato con trozos de empanada.

—¿Has visto qué forma de comportarse? Vaya disgusto que le han dado al abuelo —le dijo Elena cuando estuvo a su lado—. Claro que esta nos la pagan, vaya si nos la pagan. Después de que el abuelo se preocupa por preparar la fiesta, con el dinero que se ha gastado. —Miró despectiva hacia las calles del pueblo—. ¡Panda de desagradecidos! Fíjate quiénes se han quedado: el alcalde, el juez, vosotros... Ninguno de los obreros de la fábrica ni sus mujeres. Espero que la fiesta de esta noche haga que se le pase el disgusto al abuelo. —ni María, la amiga madrileña de Elena, ni ella hicieron ningún comentario.

Una de las mujeres les ofreció un vaso de vino, las tres cogieron los vasos de la bandeja y aparentaron beber. No se quedaron mucho tiempo, ninguno lo hizo. La fiesta no tenía ningún sentido sin los invitados. Mientras regresaban a su casa, su hermano le fue comentado a su padre que hacer ese alarde cuando estaban pensando en cerrar la fábrica había sido una temeridad, según él demasiado bien se había comportado la gente.

—¡Ojalá suspendieran la fiesta de esta noche! No me apetece nada ir.

—A mí tampoco —le contestó el doctor Sousa a su hijo—, pero tenemos que ir.

Tampoco ella quería asistir a esa fiesta. No soportaba ver juntos a Santiago, Elena y María. ¡Dichosa María! ¿Por qué la habría invitado Elena? Según le había contado su amiga, se habían conocido en Madrid, en las clases de francés y, como se llevaban muy bien, la había invitado a pasar unos días en el pazo. No era muy guapa, pero sí tenía un gran desparpajo y sobre todo era muy simpática, en otras circunstancias podían haber sido amigas. A la semana siguiente de su llegada se habían desatado las habladurías. Según parecía, las relaciones entre Santiago y María eran muy cordiales.

—Está a punto de cerrar la fábrica y solo piensa en esa forastera —oyó que decía Petra a Paquita, mientras planchaba.

—¿De qué te extrañas? Ellos son así —le contestó.

Tecla dijo en voz bien alta, seguramente porque vio que su señorita Teresa se acercaba:

—Habladurías, solo son habladurías del pueblo.

Se quedó como si la hubieran metido dentro de un bloque de hielo o de mármol. No podía hablar, no podía respirar, no podía moverse. Fue después de escuchar esas palabras cuando se dio cuenta de que cuando salía por el pueblo las mujeres se la quedaban mirando y cuchicheaban y la sonreían como a una niñita que acabara de quedarse huérfana. «¡Pobre Teresiña!», dirían cuando se alejaba. Quizá solo fueran los cotilleos propios de un pueblo pequeño y provinciano. Una forastera joven había llegado al pazo de los Trasosmontes, era normal que se desataran las lenguas. Esa chica había llegado como una amiga de Elena, solo eso.

Era verdad que en esos días se murmuraba de las relaciones entre María y Santiago, pero se hacía para criticarlo por su falta de conciencia. Lo cierto era que a nadie, o a casi nadie, le preocupaba realmente si Santiago se había enamorado o no de la forastera, porque a Pontes lo que le preocupaba en aquel verano era el cierre de la fábrica de herramientas. Y mientras aquella tragedia se cernía sobre el pueblo, a Teresa Sousa le abrumaba el dolor al sentirse traicionada por Elena, su amiga desde la infancia, y olvidada de Santiago.

Al poco de llegar María, fueron las tres a Ribadeo, a la playa de las Catedrales. Se sintió aislada. Elena se comportó como la bruja que era, no hacía más que hablar de Madrid, un tema en el que ella apenas podía intervenir pues a su timidez se le añadía su ignorancia; en aquella época solo había estado un par de veces en la capital. María trató de cambiar la conversación preguntando cosas de Ribadeo, de la playa, del paisaje, como si no le interesara la conversación de Elena. Comieron en Rinlo y cuando volvieron a Pontes las invitó a pasar a su casa a tomar un refresco. A María le encantó el jardín de los Sousa; por ser ella quien lo cuidaba, sus palabras la halagaron.

—Desde luego es muy mono —dijo Elena ante los comentarios de María—. Aunque es un poco pequeño.

Aquellas palabras se le clavaron como si fueran alfileres. ¿Por qué su amiga hacia ese comentario tan despectivo si sabía el interés que ella ponía en su cuidado? Si se le comparaba con el del pazo, era pequeño; pero también era cierto que la enormidad del jardín de los Trasosmontes era su única virtud, si es que lo era. Eso es lo que debía haber contestado. El problema es que en esa época no se atrevía.

—Yo no lo encuentro pequeño —rebatió María—. Mi casa sí que es pequeña —añadió riéndose.

No podía dejar de compararse con María, aquella chica tenía todo lo que a ella le faltaba. Era cierto que ella era más guapa, pero frente a su sosería y su timidez estaban su carácter alegre y su desenvoltura; debía reconocerlo, le tenía envidia. Por eso Elena prefería estar con María y no la llamaba tan a menudo como otros veranos, por eso Santiago debía haberse olvidado de lo que hablaron en Lugo.

La lluvia comenzaba a arreciar, no había sido muy buena idea la del paseo. Volvía de malhumor porque además de mojarse se había enredado con los hermanos Varela Trasosmontes. Cuando quedaban unos metros para la casa, Gisela le dijo:

—Me adelanto para ir abriendo la puerta.

Echó a correr y cuando la anciana Teresa llegó las puertas estaban abiertas. Aníbal iba tan mojado que Gisela se lo llevó por la puerta de la cocina para que no manchara todo el suelo; por la misma razón dejó el paraguas en el porche y en la entrada se quitó el abrigo y las botas. Ya en el salón, se dejó caer en el sofá. El cansancio del día empezaba a hacer de las suyas, de buena gana se pondría el pijama y se iría a la cama. Desde la cocina oía los ladridos de Aníbal; Gisela debía de estar secándolo.

—¿Quiere que le prepare un té o le traiga un chal? —le preguntó Gisela entrando en el salón. Debía de pensar que había sido una temeridad salir con ese tiempo, sabía que los pulmones eran su punto flaco. Quizá tuviera razón, pero no se arrepentía, todavía notaba el aire frío y húmedo de Pontes en sus pulmones, pero no como una sensación desagradable, sino limpia.

—Después del madrugón de esta mañana, prefiero cenar pronto para irme a la cama. —Consultó el reloj, eran cerca de las siete. Las ocho era una buena hora de tomar un caldo caliente.

Gisela subió a abrir las camas y ella fue a su despacho en busca de un libro. Casi siempre que estaba en Pontes rebuscaba en la biblioteca de la familia, libros envejecidos muchos de ellos con las páginas amarillas. Novelas que la joven Teresa había leído hacía muchos años y que aún recordaba, u otras que en su momento no le habían llamado la atención. A veces, al releerlas, se llevaba una grata sorpresa; el libro era mejor de lo que recordaba. Otras, lo dejaba a la mitad porque le parecía insufrible. Dudó entre coger Al final del verano o El molino del Floss. Recordaba que El molino le había gustado, aunque lo recordaba bastante trágico. Además, recordaba a la escritora George Elliot, mientras que el nombre de Rosamunde Pilcher no le decía nada. El único inconveniente de El molino era su tamaño. No era muy apropiado para sujetarlo en la cama. Se decidió por los dos, uno para leer en el salón y otro en la alcoba; sonrío ante sus razones en la elección de los libros. Regresó al salón, encendió la lámpara de pie y se sentó a leer. La tranquila campiña inglesa apareció ante sus ojos, pero no tardó mucho en abandonarla. El comentario de Gisela sobre su amistad con los Trasosmontes había abierto una puerta que llevaba mucho tiempo cerrada.

Aquella noche no llovía ni hacía frío; muy al contrario, era calurosa. Una de esas noches en que los duendes andan sueltos, duendes nada favorables para ella. En realidad, no fueron benévolos para ninguno de los habitantes de Pontes.

Antes de montar en el coche, su madre le había dicho a su hijo que quería disfrutar de la fiesta y que le hiciera el favor de no estropeársela. Lucas asintió y le prometió que solo se dedicaría a bailar. La joven Teresa iba muy nerviosa, aunque su nerviosismo nada tenía que ver con los problemas de la fábrica. Todos le habían dicho que estaba muy guapa. Había aceptado sus alabanzas sin creérselas, el vestido que llevaba no le favorecía. Era guapa, pero con una belleza sosa, como de muñeca de cartón piedra. La cara es el espejo del alma y su alma era de una sosería total; así fue hasta que David la sedujo.

En el vestíbulo del pazo esperaban los dos Santiagos, la abuela Julia y Nita; una vez más no estaban presentes ni Elena madre ni su marido para recibir a los invitados. Se acercó a besar a Santiago abuelo.

—Teresiña, cada día estás más guapa —le dijo después del beso—. ¡Qué feliz va a ser el hombre con quien te cases! ¿Verdad, Santiago?

—Verdad, abuelo. —El joven Santiago le sonrió. Por unos momentos le recordó al hombre con el que había cenado en Lugo; también él la besó en las mejillas. Más bien hizo ademán, se sintió enrojecer al tenerlo tan cerca—. Espero que me concedas unos cuantos bailes.

Notó que un fuego le subía por el cuello hasta la frente. Trató de sonreír.

—Estaré encantada —¿Fue capaz de decir esa frase tan larga?

Elena estaba con María, siempre María, que llevaba un vestido muy sencillo, pero con un corte mucho más moderno que el suyo; a su lado, no cabía ninguna duda, parecía una señorita de provincias, para que lo iba a negar. Elena, tan exagerada como siempre, seguro que había tenido una trifulca con Nita acerca del vestido que se había puesto.

De puertas adentro del pazo (ese pazo que a Gisela le parecía bonito y que en realidad lo era) el desaire del pueblo parecía haberse olvidado. Todas las luces de la planta baja estaban encendidas y en el jardín, junto a la casa, se habían colgado multitud de farolillos. Las mujeres y los hombres lucían sus mejores galas; todos sonreían. Esa noche notaba, o creía notar, todas las miradas fijas en ella. «Desde luego Teresa es mucho más guapa». «Sí, es guapa, pero tan sosa. A cada palabra que dice se pone colorada», pensaba que cuchicheaban. En su desconcierto por los sentimientos que Santiago pudiera tener hacia María se le había olvidado el incidente de la mañana y pensaba que el único tema de conversación, aquella noche, eran las relaciones del trío formado por Santiago, María y ella, al que no era ajena la que consideraba su mejor amiga.

No tardaron mucho en pasar al comedor de gala del pazo. Los manteles de un blanco impoluto, la vajilla de Sargadelos, la cristalería portuguesa, los cubiertos de plata, la araña que pendía sobre la gran mesa refulgente. El abuelo tenía que demostrar opulencia a sus invitados tanto en la ornamentación del comedor como en la cena; por ello, al marisco siguió el pescado y al pescado la carne, y luego los dulces. Ella dejaba que le sirvieran, esparcía la comida por el plato y la dejaba casi intacta. Santiago estaba sentado entre su abuela y Nita, pero hablaba con todos los comensales que había a su alrededor; ninguno mencionó lo sucedido aquella mañana ni el inminente cierre de la fábrica. Se comentaban chismorreos, noviazgos, bodas, bautizos presentes y pasados. Ella había soñado, después del viaje a Lugo, que esa noche Santiago anunciaría su compromiso.

Terminados los brindis salieron al jardín donde iban llegando los invitados de segunda, lo que no habían sido invitados a la cena, pero sí al baile. Siguieron los fuegos artificiales y los ¡oh!, y los ¡ah! de los invitados. Tras recuperar la noche su oscuridad y sus estrellas, comenzó el baile. La misma fiesta de siempre, los mismos invitados de siempre. Sin embargo, todo era distinto, se notaba en el ambiente, se respiraba en el aire, aunque ella no supiera interpretar los motivos. Si hubiera escuchado a su hermano, se habría enterado de lo que en realidad estaba pasando. Para ella, fue una suerte creer que Santiago estaba enamorado de María, así se libró de emparentar con aquella familia.

—Te veo muy seria esta noche —le comentó Santiago cuando la sacó a bailar. Ante su silencio, añadió sonriendo—: No tienes por qué preocuparte, han aprovechado este día para desairarnos, pero mañana volverá la tranquilidad a Pontes. —Asintió mirándolo a los ojos y él apretó ligeramente su mano, como cuando se quiere consolar a un amigo. Agradeció que Santiago pensara que estaba preocupada por el incidente de la plaza, así no se ponía en evidencia ni necesitaba decirle nada; con la mirada había bastado. Él conocía de sobra su timidez, conocía desde pequeña a Teresa, era la única amiga que su hermana tenía en el pueblo. —¡Qué bien bailas! —le dijo cuando el vals terminó y ella posiblemente le diera las gracias, roja como la grana, por aquel cumplido. ¡Qué tonta, qué tonta podía ser! Le gustaba bailar y lo hacía bien, pero le daba vergüenza que se lo dijeran—. Me gustaría que siguiéramos bailando —Pensó que mentía—, pero ahora tengo que cumplir con mi deber de anfitrión y bailar con unas señoras gordas que me pisarán —Se soltaron las manos—. En cuanto acabe con ellas, espero que me concedas unos cuantos bailes más.

Su deber de anfitrión con las señoras gordas y las señoritas sosas. Elena no se separaba de María. Lucas se acercó a ella mientras Santiago se alejaba.

—¿Me concede este baile, señorita? —trató de sonreír a su hermano—. En esta casa son todos unos cretinos, salvo Elena madre y su marido gracias a que el aguardiente no les deja pensar.

—¡Lucas!

—Estoy diciendo la verdad. He ido a saludar a tu amiga Elena, estaba con esa chica de Madrid y me la ha presentado. ¿Sabes lo que le ha dicho? —Negó con la cabeza—. Que a nuestros padres les gustaría que ella y yo nos casáramos. Antes muerto que casado con esa arpía. No sé qué podéis ver tú y Miguel en ella.

—Miguel. ¿Qué Miguel?

—Su primo. No te hagas la sorprendida, no rompes ningún secreto, todo el pueblo sabe que están liados.

—¡Qué dices!

—Qué dices, qué dices… Lo que tú sabes. Pero si has hecho un juramento de silencio a tu «amiguita», no vuelvo a mencionarlo. —¡Elena y su primo Miguel! A Lucas no le gustaban los chismes… No podía ser. Elena era su amiga, su mejor amiga, siempre habían dicho que entre ellas no habría nunca ningún secreto. Un zumbido se adueñó de su cabeza, por unos segundos lo vio todo negro—. ¿Qué te pasa?

—Tantas vueltas… —acertó a decir.

—Está bien, no giraremos tanto.

Sí, mejor seguir bailando, aunque tuviera ganas de salir corriendo y vomitar, que nadie se enterara que la mejor amiga de Elena era la única en el pueblo que no sabía lo de su primo. Cuando terminó la música se dio cuenta de que Santiago se acercaba a su hermana y que hablaba con María. Elena hablaba y se reía, María y Santiago permanecían en silencio y se miraban, después él le tendió la mano y la sacó a bailar. Algo crujió en el interior de la joven Teresa y, a partir de ese momento, fue como un velero al que se le ha roto el palo mayor.

—Lucas, no me apetece bailar más.

—Ahora no me puedes dejar, sabes lo que me gusta el swing y nadie lo baila como tú.

—De acuerdo, pero luego nos vamos.

—Me parece bien, esta fiesta no tiene sentido. A ver si convencemos a mamá.

Terminado aquel baile, se acercaron a sus padres para preguntarles si se iban. Su padre no lo dudó un instante, no era hombre de fiestas sociales. Además, había cumplido con su amigo, al igual que por la mañana había permanecido en la plaza comiendo empanada y bebiendo vino, pero su cuerpo y, probablemente sus ideas, le decían que era el momento de regresar a su casa.

Se despidieron del abuelo Santiago, de la abuela Julia, del nieto que acababa de dejar a María para pedir a su abuela que bailara con él, y siempre educado les preguntó:

—¿Tan pronto? —¿Fue sincera esa pregunta o pura cortesía?

—Mi madre está un poco cansada —contestó Lucas. Su madre era la única a la que le apetecía quedarse, pero no contradijo a su hijo.

Al entrar en su habitación, la desdeñada Teresa deseó que comenzara a soplar el viento del Nordés y con él llegara la nieve, una nieve que la aislara del mundo. Salir al jardín, en medio de esa nevada, hasta que el frío le llegara hasta los huesos, coger de nuevo una neumonía y que la fiebre le subiera a cuarenta grados y olvidar durante días y días lo que había pasado esa noche. Olvidar que Santiago y María se miraban con los ojos brillantes mientras bailaban y que, cuando lograra despertar de ese sueño febril, Elena fuera a visitarla para contarle que estaba enamorada de su primo Miguel. Elena le mentía, ¿desde cuándo? Se clavó las uñas en las manos. ¡Dios Santo! ¡Cómo podían hacerla sufrir tanto aquellos dos hermanos! Los odiaba, los odiaba a los dos, y también a María. Si se moría, poco importaba porque después de esa noche su vida carecía de sentido; pero esa noche el viento estaba en calma y no había ni una sola nube en el cielo, solo hacía calor, mucho calor. Un calor que impedía hasta el respirar.

Esa mirada entre María y Santiago, esa mirada ¿qué significaba? Se quitó el vestido sin dejar de llorar y se puso su camisón rosa palo, con manguitas globo, entredoses y lacitos. ¿Por qué sería tan sosa? Se puso la bata, también con lazos y entredoses, antes de asomarse a la ventana (en sus camisones de seda nunca había habido ni un solo entredós, ni un lazo, salvo el que sus clientas se hicieran para ajustarse una bata).

El jardín delante, a la izquierda la mayoría de las casas del pueblo, a la derecha, aunque no lo veía desde su ventana, el pazo de Santiago. Cada mañana, cada tarde, cada noche veía el mismo paisaje. Quizá Santiago estaría en su habitación, tal vez él también estaría asomado a la ventana. ¿Qué le importaba a ella lo que estuviera haciendo o dejando de hacer Santiago? Se lo imaginó en el jardín, con la mano de María entre las suyas. No podía ser. Elena y María serían las que estarían juntas comentando lo que había pasado esa noche, sentadas en la cama de alguna de ellas. Elena y María juntas hablando de la fiesta… Santiago bailaba con María, miraba a María… Esa mirada… Recogió el vestido del suelo y lo dejó sobre la silla del tocador, olía a colonia, a su colonia, un olor fresco y suave, olor de bosque en un día de lluvia, siempre había tenido un buen olfato. Qué suerte tenía su hermano de trabajar en Madrid. Podía ir al cine y al teatro cuando quisiera, podía pasear sin que nadie le conociera, sin que nadie murmurara cuando se detenía a mirar un escaparate. ¡Elena! Tan bruja como su tía Nita. Era ella quien la había engañado. «¡Pobre, con lo guapa que es la señorita Sousa y ya ves! ¡Quién lo iba a decir!», le parecía escuchar decir a las mujeres del pueblo. No, esa chica no podía casarse con Santiago, ¿qué interés podía tener Elena en que esa chica se casara con su hermano? María era alegre, simpática, tenía estudios, seguro que era una mujer de carácter, una mujer que sabría enfrentarse a Nita…

Oyó un pitido desde la cocina, alguna señal de un electrodoméstico que Gisela debía de haber activado. Luego escuchó su voz, debía de estar hablando con sus hijos o con su madre. No podía entender lo que decía, pero su voz reflejaba cierta tensión; no hablaba con ese tono lento y dulce con el que se dirigía a ella. Supuso que los niños, una vez más, se habían peleado y de resultas de la disputa la abuela les había dado un cachete a ambos. Cuando eso ocurría, a Gisela se le saltaban las lágrimas y durante un buen rato su rostro se oscurecía.

—Son cosas de niños —le solía decir cuando la veía así—. De haber estado allí lo único que habría cambiado es que el azote se lo habrías dado tú.

Gisela asentía, tal vez pensando que eso es lo que le gustaría hacer: poder dar un pequeño azote a sus hijos cuando se portaran mal. Se levantó a cerrar las persianas del salón y durante unos instantes se quedó mirando la noche. Una noche que, sin duda, iba a ser muy fría.

A los pocos minutos, percibió la presencia de Gisela. Al girarse se dio cuenta de que tenía los ojos enrojecidos, pero no hizo ninguna pregunta. La voz de la joven todavía temblaba cuando le preguntó dónde servía la cena. Normalmente, la tomaban en el comedor, pero esa noche le indicó que en la mesa camilla que había en una de las esquinas del salón y que habitualmente servía para jugar a las cartas con su hermano y su cuñada, así no se tenía que alejar del agradable calor de la chimenea.

Nada más terminar la cena, de nuevo el caldo de Carmiña, si bien solo con fideos, y un vaso de leche, se despidió de Gisela. Habitualmente solían ver un rato la televisión juntas, pero después del ajetreo de aquel día lo que le apetecía era un baño bien caliente y meterse en la cama.

—Estoy agotada, me voy a la cama. Mañana no tengas prisa por levantarte, tú también necesitas descansar.

Se dieron las buenas noches y comenzó a subir despacio la escalera mientras un montón de ideas se mezclaban en su cabeza: Seda de Florencia, sus compañeras, los Trasosmontes… Una punzada en el corazón le advirtió de la ausencia de Nicolás. Se agarró a la barandilla de madera y cerró los ojos. «¡Ay, Nico!, ¡cómo te echo de menos!» Ya en su habitación se dirigió al cuarto de baño y abrió los grifos. Mientras la bañera se llenaba buscó un pijama, eligió uno de lana de seda de color malva y una bata a juego, terciopelo casi morado con los ribetes de la seda del pijama. Sobre los setenta había empezado a diseñar batas que hacían juego con varios pijamas y camisones. Una bata de Seda de Florencia, si se cuidaba, duraba eternamente. Los pijamas y los camisones eran otra cosa, había que lavarlos a menudo y, por mucho cuidado que se tuviera, la tela se deterioraba ¡afortunadamente para Seda! Dejó el pijama y la bata sobre la cama y se alejó un poco para contemplarlos, sonrió. Al levantar la vista, se dio cuenta de que unos copos diminutos, como tímidos, habían empezado a caer. La noche iba a ser muy fría; tocó el radiador, estaba ardiendo. Debía haberle advertido a Gisela que no apagara la calefacción, que solo bajara el termostato un par de grados. Entró en el baño, echó un poco de aceite en el agua, colocó una almohadilla en el borde de la bañera y entró con cuidado. ¡Qué delicia! Debía tener cuidado de no cerrar los ojos porque se quedaría dormida.

Aquella otra noche, después de esperar a que su familia se durmiera, la joven Teresa bajó al jardín descalza, para que nadie la oyera. Ese jardín del que Elena había dicho: «Es muy mono». ¿Cómo la habría descrito a ella? Es ñoña, es cursi, es sosa… todos esos adjetivos le cuadraban, por eso Santiago no la amaba y su abuelo no había anunciado en la fiesta de su onomástica su compromiso, tal como había soñado. Todo había sido un engaño de Elena, ¡qué mala era! Lucas tenía razón cuando juzgaba con dureza a los Trasosmontes. Y ella no se había dado cuenta, no se había dado cuenta de nada. Odiaba a Elena y se odiaba a sí misma por estúpida. Los ojos le escocían y la piel le quemaba. Si pudiera sentir el frío de Ribadeo. Todo el mundo mirándola como aquella otra tarde… El nacimiento de Venus… su dibujo… El deseo de desaparecer, de no volver a abrir los ojos como aquella otra tarde… Se sentó en el banco de madera en el que tantas tardes se entretenía leyendo y soñando.

Cuando se despertó amanecía. Miró hacia el cielo, sí allí estaba Venus, un planeta ardiente e inhóspito sin nada que ver con la mujer rubia y hermosa del cuadro de Botticelli. Notaba el cuerpo entumecido. Abrió y cerró varias veces las manos, luego movió los brazos y las piernas lentamente. Debía irse a su habitación, Tecla no tardaría en levantarse y por nada del mundo quería que la viera allí. Subió con el mismo sigilo que había bajado, la casa seguía en silencio, ningún ruido llegaba del pueblo. La ventana de su habitación seguía abierta de par en par, tal como la había dejado. Vio su vestido tirado en el suelo. Lo levantó y lo miró con asco. Si su madre y la modista le hubieran hecho caso no habría hecho el ridículo con aquel espantajo. Lo dejó encima de la descalzadora, cogió la pluma de su escritorio, le quitó la funda y la sacudió con fuerza. La pechera se llenó de pequeñas manchas azul oscuro. Ya nunca se lo podría volver a poner.

«Ya entonces apuntabas maneras», se dijo riéndose de sí misma la anciana de la bañera. Se apoyó en las barras del baño para levantarse y luego en las de la pared para salir. Envuelta en el albornoz salió a su alcoba, la nieve seguía cayendo. El marido de Carmiña debía de haber empezado ya con la poda de los árboles. Se puso el pijama y dejó la bata encima de la descalzadora. Si todo sucedía como suponía, en unas semanas tendría allí a la señorita Rovira. No sabía por qué la llamaba «señorita», quizá estuviera casada, debía de tener ya más de treinta años. ¿Qué iba a contarle de los inicios de Seda? Podía decirle que había viajado con sus padres a Italia y que allí había encontrado su inspiración, en las tiendas de lencería de Roma y Florencia. En realidad, no se había fijado en ninguna, pero suponía que en la Roma de la dolce vita habría tiendas con camisones similares a los que diseñó, aunque no de la misma calidad, nadie podía trabajar igual que las chicas de la seda.

Al meterse en la cama cogió el libro que había dejado en la mesilla, Final de verano, acostada era imposible leer El molino, solo había llegado a la página veinticinco cuando las líneas comenzaron a entrecruzársele. Se giró y dejó las gafas y el libro encima de la almohada del otro lado de la gran cama que ocupaba.

—Nicolás —dijo en voz alta.

Mientras él vivió, si no se iban juntos a la cama, dejaba el libro y las gafas encima de la almohada de él y la luz encendida. Era una especie de código entre ellos, si el libro estaba encima de su almohada le estaba pidiendo un beso, un beso que muchas veces no era sino el preludio de otros muchos besos y caricias. Si estaba muy cansada o por algún motivo debía levantarse temprano, apagaba la luz. Desde que murió, todas las noches dejaba sus gafas, su libro, últimamente su e-book, encima de la almohada de él, seguía siendo de él. Si se despertaba de madrugada, besaba aquel libro o la pantalla como si el espíritu de Nicolás lo hubiera tocado y lo dejaba encima de la mesilla, como habría hecho él. Otras veces, dormía toda la noche con la luz encendida, alguna de esas mañanas se le saltaban las lágrimas porque pensaba que esa noche el espíritu de Nicolás no había pasado por su alcoba. Era una tontería, lo sabía, pero no podía remediarlo.

Una noche, al principio de empezar a trabajar para ella, bien avanzada la noche, Gisela vio luz por debajo de su puerta y llamó pensando que quizá no se encontraba bien. Le dijo que no se preocupara que a veces se dormía leyendo.

En su vida solo había habido dos hombres: Santiago y Nicolás. En realidad, solo uno: Nicolás. Santiago había sido la fantasía de la joven Teresa que tenía mucho tiempo para imaginar, poca cabeza y mucha timidez. A veces pensaba que si no hubiera sido tan apocada, habría conocido algún chico en Ribadeo, como les había pasado a sus amigas. Desde hacía mucho tiempo solo veía la parte positiva de lo que le sucedió durante su juventud, pues de haberse relacionado con algún chico tal vez se habría casado con él, no habría existido Seda y Nicolás no podría haber entrado en su tienda. Cerró los ojos, la silueta de Nicolás se dibujó en algún lugar de su cerebro. ¡Qué elegante era! No en vano su sastrería era una de las mejores de Madrid y él llevaba como nadie los trajes que hacía.

La tienda estaba prácticamente terminada cuando una mañana entró Nicolás para presentarse, así se conocieron. No fue el primero, otros dueños o encargados de las tiendas cercanas habían ido a saludarla y a decirle que podía contar con ellos si necesitaba algo. No fue un amor a primera vista, a los treinta y tantos esas cosas no pasan. Aunque Nicolás decía que lo suyo fue un auténtico flechazo. No era muy alto, aunque sí más que ella; eso no era difícil. Delgado, los ojos y el pelo muy negros; al poco de conocerse le empezaron a salir canas y eso le hizo aún más atractivo. Se sintió especialmente fascinada por su mirada, una mirada franca e intensa. Siempre miraba de frente, nunca bajaba los ojos, ni siquiera lo hizo cuando ella le dijo que no. También sus manos eran muy hermosas, sobre todo por la forma que tenía de moverlas al hablar o cuando marcaba con jaboncillo en la tela, pero especialmente cuando manejaba la cinta métrica. «Tómame las medidas», le pedía ella y él se reía, pero comenzaba a hacerlo muy serio. No dejaba de mirarlo mientras lo hacía, su soltura, el ruidito de la cinta al moverla para medir los hombros o la cintura. Nunca le dejaba terminar porque se abrazaba a él y lo besaba.

—¡Nicolás! —suspiró en voz alta.

Cuando se conocieron, él tenía cuarenta años y una mujer a la que se le había ido la cabeza como a Marce, solo que a María Rosa le sucedió mucho más joven. Al cumplir los treinta empezó con los primeros síntomas y a los treinta y cinco pasaba más tiempo en las casas de reposo que en su hogar. Una vez, de las muchas que la ingresaron, ya no salió. Una historia como la de Jane Eyre, solo que la mujer perturbada no era violenta ni prendió fuego a la casa donde vivía ni murió en un incendio. Primero murió Nicolás y bastantes años después María Rosa. La enfermedad de su mujer hizo sufrir mucho a Nicolás y si no le destrozó la vida fue por su fortaleza de carácter. Ella no fue responsable del dolor de su marido y sus hijos, ¡qué terrible y cruel enfermedad! «María Rosa no es la mujer con la que me casé, es una pobre criatura que no sabe dónde se encuentra. ¿De veras crees que lo nuestro es un matrimonio?», le había comentado Nicolás. En la época en que lo conoció, él sentía por su mujer el afecto que se siente por los desvalidos, le dolía ver que nada quedaba en María Rosa de la mujer que se enamoró, nada salvo su cuerpo; porque seguía siendo muy guapa y el buen gusto y el cuidado de su marido se reflejaban en los vestidos que llevaba y en sus peinados; una vez a la semana la visitaba una peluquera. La mujer madura y responsable que era Teresa lo quería y sin embargo le dijo que no cuando le propuso que vivieran juntos. Sus creencias la obligaron a decir que no. Solo de pensar en convertirse en la amante de un hombre casado se ponía enferma; aun así, lo quería. Más de una vez deseó que María Rosa muriera pronto, tardó en darse cuenta de que esos deseos eran peores que el hecho de estar con Nicolás y juntos atender a aquella mujer enferma.

Después de que le dijera que no, que no podía convertirse en su amante, él no volvió por su tienda durante más de dos años, no se vieron ni un solo día a pesar de lo cerca que estaban. Dos años perdidos.

Pasado ese tiempo, un día, al cerrar la tienda, lo vio, la estaba esperando en la calle. Comenzaron a caminar uno al lado del otro, sin decirse ni tan siquiera hola, luego él comenzó a hablar. Su hijo más pequeño, el último que le quedaba en casa, se casaba. Su mujer seguía ingresada y ningún médico le había dado ni la más remota esperanza de que se curara. Iba a seguir cuidando de su mujer, ella iba a estar siempre en las mejores clínicas y, si algún día se encontraba, donde fuera, un medicamento que la pudiera mejorar o sanar, costara lo que costara pediría ese tratamiento para María Rosa. Estaría todo lo pendiente de sus hijos que ellos quisieran, y terminó diciéndole:

—Teresa, no te pido que vivamos juntos, solo que me dejes compartir una parte de tu vida, la que tú decidas.

Se echó a llorar. Habían pasado dos años y lo seguía queriendo igual o más que el día que se separaron. Durante ese tiempo pensó muchas veces en entrar en su tienda. Se le ocurrían las ideas más peregrinas, hasta que necesitaba que le hiciera un traje de chaqueta, invitarlo a un café, preguntarle por su mujer… No entró. Ahora él estaba a su lado, los dos parados en el Retiro. No pudo decirle que no. ¿Cómo iba a decir que no a un hombre que sentía y miraba de esa manera? Su respuesta fue: «Déjame pensarlo». Y un par de días después, tan pronto organizó el viaje, se marchó a Florencia, esa vez en avión. Estaba decidida a seguir viéndolo, pero ¿a vivir con él? Tenía que pensarlo.

Al despegar se olvidó de todo, incluso de Nicolás. El avión corría por la pista y en un instante, solo un instante, levantó el morro y comenzó a subir, a subir, a subir y Madrid se fue haciendo pequeño y ella seguía de igual tamaño que cuando sus pies pisaban la tierra. A pesar de todas sus preocupaciones mientras duró el vuelo fue feliz, no era ella quien volaba, pero estaba dentro de un aparato que sí lo hacía. El aterrizaje fue tan maravilloso como el despegue. La sensación de vacío en el estómago al ir descendiendo, ver con la nariz pegada a la ventanilla cómo Roma se acercaba, más bien cómo ella se acercaba a Roma... Había volado muchas veces y seguía experimentando la misma dicha. Lo que le fastidiaba y cansaba era la espera del aeropuerto. Era tan hermoso cuando se encontraba en el aire. Su cuñada le decía: «¿No te da miedo que pueda caerse?» No le daba miedo porque no le importaba: había volado y, antes o después, iba a morir. No creía que si el avión se estrellaba tuviera una muerte más dolorosa que la que tuvo Nicolás. ¡Cuánto sufrió! Tanto que le pedía a Dios que aquella agonía terminara pronto.

Durmió esa noche, es un decir, en Roma y al día siguiente, muy temprano, cogió el tren para Florencia. Tras dejar las maletas en hotel, el mismo donde había estado con sus padres, se dirigió a la Accademia. En su cabeza no dejaba de darle vueltas a la propuesta de Nicolás. Era una decisión difícil, la más difícil de toda su vida. Sentía la misma angustia que en ese invierno, en el que no encontraba ninguna salida e iba dejando transcurrir los días y las noches ocupada, tan solo, en dibujar y leer.

Había pasado mucho tiempo desde que entró por primera vez en la Accademia y se enfrentó con el cuerpo desnudo del héroe. Él no había cambiado, seguía siendo el mismo hombre joven y hermoso de la primera vez. Los Esclavos tampoco habían cambiado, seguían su lucha. Ella, sin embargo, ya no era la joven Teresa, era una mujer madura que había luchado y creído vencer. Seda de Florencia lo había sido todo en su vida durante mucho tiempo, pero ahora solo su taller no la completaba como mujer, quería a Nicolás, necesitaba estar con él. ¡Qué locura! Viajar a Florencia para pedir consejo a unas estatuas de mármol. Estuvo contemplando durante mucho tiempo la estatua del hombre que tenía frente a ella, fuerte, seguro, ungido por el profeta Samuel y destinado a ser el rey de Israel, enamorado de una mujer llamada Betsabé… ¿Y ellos? Ellos seguían atrapados en un bloque de mármol, ellos ni siquiera tenían rostro. Se llevó la mano a la cara, ¿volvía a ser como ellos? Esa angustia, esa lucha, esa falta de aire. Había vivido dos años sin verlo; más bien, subsistido. Fue al servicio, necesitaba beber un poco de agua, calmarse. Cuando regresara a Madrid debía darle una respuesta a Nicolás: sí o no. Su mujer estaba enferma, no iba a salir del psiquiátrico porque vivía en otro mundo y así iba a seguir durante toda su vida. Era horrible. En lo bueno y en lo malo, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte los separe. ¿Seguía viva María Rosa?, preguntó a la mujer del espejo. ¿La María Rosa con la que Nicolás se había casado seguía viva? Él seguía cuidando de su mujer, lo seguiría haciendo siempre. Ella creía en el matrimonio, le habría gustado casarse y formar una familia, querer a su marido y que su marido la quisiera a ella todos los días de su vida. Si él no hubiera vuelto… pero había vuelto para decirle que, al igual que ella, no tenía familia. Estaban los dos solos, a nadie hacían daño… Dos mujeres entraron en los lavabos, fingió que terminaba de arreglarse el pelo, se repasó los labios y salió. David seguía impasible, no la miraba, miraba al gigante, su enemigo, que estaba frente a él. Muchos años después se enamoró de Betsabé y ordenó que Urías, su marido, ocupara el lugar más peligroso de la batalla y Urías murió y David se casó con Betsabé, que estaba embarazada. ¡Miserere!, gimió David avergonzado por su crimen y el Señor le perdonó. El rey David había asesinado a su general. El hermoso joven que había matado a Goliat no sabía que se iba a enamorar de Betsabé, no sabía que el mármol iba a volver a atraparlo. Ella no quería matar a nadie, no quería hacer daño a nadie, solo quería estar con Nicolás. Ante un acontecimiento luctuoso, Tecla decía: «Cosas como esas tienen que pasar para que haya penas en el mundo». No entendía ese razonamiento, no tenía sentido, como no lo tenía que Nicolás y Teresa sufrieran por una idea, la de respetar a una pobre mujer que no se daba cuenta de nada. ¿Era muy cruel por pensar así? Se dirigió hacia los Esclavos. Al verlos se le saltaron las lágrimas, seguían su combate, lo seguirían hasta que aquella piedra de mármol resistiera, quizá hasta el fin del mundo. Cuánto la habían enseñado. Nicolás, María Rosa y ella estaban metidos en esas moles pétreas que los privaban de libertad. Durante muchos años había pensado que era como David, orgullosa de sus logros, pero la realidad le demostraba que se parecía más a cualquiera de los cuatro esclavos que al hermoso joven. Se volvió hacia la gran estatua: «Tampoco tú seguiste siendo siempre así». Miguel Ángel tal vez pensara que él era como su David al verse vitoreado por toda Florencia, mientras la estatua avanzaba lentamente desde su taller a la Piazza della Signoria. Con el tiempo debió de darse cuenta de que se parecía más a los Esclavos. Hacían bien en exponer juntas las estatuas. Salió de la Accademia como si escapara y entró en un café. Un capuchino la reanimaría. Quería a Nicolás y Nicolás quería a Teresa. Él estaba casado y el matrimonio era un juramento de amor y fidelidad entre dos personas hasta la muerte de una de ellas. Pero, ¿estaba viva María Rosa? No se podía decir que no, aunque María Rosa ya no era ella. La decisión estaba en sus manos. Nunca se había imaginado que podría encontrarse en esa situación. ¿Qué le habría dicho el padre José? (les había dejado la sacristía de la iglesia para que empezaran con su taller. Cada mujer cosía o hacía los encajes en su casa, pero era necesario que de vez en cuando se reunieran y lo hacían en la sacristía. «No me enseñéis esas cosas que hacéis porque entonces tendría que echaros de aquí». En cuanto tuvo unos ahorros alquiló una casa, era de un primo de Antonia y Rufina; él y su mujer se fueron de Pontes y aquel poco dinero que les pagaban por la casa les ayudó a sobrevivir los primeros meses en Vigo). Quizá el padre José habría hecho referencia a que Nicolás era un hombre casado, o tal vez habría suspirado y la habría mirado con cariño; eso le gustaba pensar.

La decisión que había tomado la primera vez que estuvo en Florencia fue fácil moralmente. Esta vez era muy fácil de realizar, solo tenía que alquilar o comprarse una casa en Madrid y decirle a Nicolás que sí. ¡Ella viviendo en concubinato! Bebió despacio el capuchino, sin disfrutar de su sabor. Lo terminó y salió del café camino al convento de Fra Angélico. Al llegar, subió despacio la escalera que llevaba a las celdas de los monjes. Allí estaba el cuadro, bello hasta hacer que se te cortara la respiración. María, dulce y humilde, el arcángel Gabriel con sus alas de hermosos colores. Una mañana de primavera, un lugar apacible, un anuncio, el más importante en toda la historia de la humanidad. Respiró hondo. Después de estar un rato contemplando el cuadro, se marchó sin visitar las celdas de los monjes. Al salir estuvo deambulando sin pensar por las calles. Veía a la gente, las calles, los escaparates, pero era como si ella no estuviera allí. La mole blanca y majestuosa de la catedral apareció ante la confusa Teresa, no lo dudó, entró como si fuera al único lugar en el mundo donde pudiera estar. Se sentó mirando al juicio final de la cúpula de Brunelleschi. A la derecha, los bienaventurados, los que ayudaron a los demás; a la izquierda, los malditos, los que nunca hicieron nada por los que vivían a su alrededor. Cerró los ojos y tal vez se durmió, porque se sorprendió cuando un portero se acercó a ella para decirle que la catedral iba a cerrar. Asintió y, tras hacer una genuflexión ante el altar mayor, se marchó sin haber tomado ninguna decisión.

Esa mañana había madrugado mucho para coger el tren y se sentía cansada, el camino hasta el hotel se le hizo pesado. Eran cerca de las siete, pidió que le subieran la cena a la habitación. Mientras la encargaba, se dio cuenta del hambre que tenía y recordó que solo había tomado un capuchino en todo el día. ¿Era para evadirse de la soledad por lo que estaba pensando en iniciar una vida en común con Nicolás? Si fuera por eso se habría casado con alguno de los hombres que de vez en cuando le presentaba su hermano. Al terminar de cenar se apoyó en el alféizar de la ventana, no era la misma habitación que ocupó en su anterior visita, pero sí lo era la vista.

Su vida había empezado en una habitación de aquel hotel y ¿ahora? No era para dejar de estar sola, no era por eso. Si deseaba estar a su lado era porque lo quería, lo quería con toda su alma. No le daba miedo estar sola, se había habituado. Además, tenía a sus padres, a sus hermanos, a sus sobrinos, a Adela, al resto de sus compañeras y a Seda. Se giró para mirarse en el espejo, como lo había hecho aquella otra noche, su cuerpo ya no era el de la jovencita Teresa, pero seguía siendo hermoso.

—Lo que quiero es estar contigo, vivir contigo, compartirlo todo —comenzó a decir en voz alta, como si él estuviera al otro lado del espejo—. Solo te pongo una condición: si alguna vez tu mujer se recobra, volverás con ella. Tienes que jurármelo.

Si la mujer de Nicolás no viviera en un mundo que solo ella conocía, no lo haría. Jane Eyre se marchó de Thornfield. Jane vivía en una novela y su autora quería que fuera feliz, así que mató a la loca, sin que Jane ni Rochester tuvieran culpa ninguna. Fue la loca quien prendió fuego a la mansión, quien se tiró desde el tejado de la casa. Todo se solucionaba con su suicidio, que Rochester estuviera ciego y manco no le importaba a Jane si podía estar a su lado como su esposa (qué bien le iba a Orson Wells el papel de Rochester: frío, orgulloso y a la vez tierno).

María Rosa había sido una mujer dulce, sin mucho carácter y dominada por sus nervios, le había contado Nicolás. Luego empezó a tener crisis, se quedaba sentada ajena a todo y a todos, incluso a sus hijos, a los que ya no conocía. Charlotte Brontë había dado un final feliz a su historia de amor con la muerte de la señora Rochester. Lo que estaba pensando era una auténtica aberración, igual que aquella noche en el Porcillán. Un pecado mucho más grande que estar con Nicolás. Encima de la cama, un camisón azul celeste de su colección en pongé de seda, con solo una pequeña tira de encaje en el escote de pico y otra ciñendo el pecho. Lo acarició. Miguel Ángel tallaba el mármol; Teresa Sousa diseñaba camisones de seda.

Se durmió al poco de acostarse, pero su sueño fue intranquilo, lleno de pesadillas que no recordó al despertarse. Cuando la luz comenzó a entrar por la ventana se levantó, vio aquel azul de lapislázuli y respiró con ansia aquel aire de vida. Antes de ir a desayunar pasó por recepción para pedir que le gestionaran un billete de tren para Roma esa misma tarde y que le reservaran una habitación en el hotel Quirinale. Después de desayunar se dirigió a la Accademia, quería decirle a David que iba a dejar de ser el hombre de su vida. Luego se dirigió hacia los Esclavos: «¿Qué os voy a decir a vosotros que no sepáis ya?». Regresó andando despacio hacia el hotel, sabiendo que a su alrededor estaba Florencia. Aunque no se fijara en ella, la sentía. Se había dicho que no podía hacerlo, que debía olvidarse de Nicolás, pero en realidad no había tomado esa decisión. Había pensado que en Florencia sus ideas se aclararían, pero no había sido así. Lo llamó desde una cabina del pequeño terminal que entonces era Barajas y quedaron en verse esa misma tarde. Al tenerlo a su lado no dijo nada, solo apoyó la cabeza en su hombro. Él le acarició el pelo.

—Todo va a ir bien, no te preocupes.

—Nunca dejaremos de cuidar a María Rosa.

—Nunca lo haremos.

—Y si alguna vez logra curarse, yo… yo…

—Si alguna vez se recupera, volveré con ella.

No estaba segura de que hubiera dicho eso, aunque era lo que quería oír de él. Lo que nunca olvidaría es que estaba apoyada en su hombro con los ojos cerrados mientras él le acariciaba el pelo.

Al día siguiente conoció a María Rosa, la mirada ausente, sin respuesta para las caricias ni las palabras, como ahora le pasaba a Marce. Estaba bien vestida y peinada, su ropa tenía un suave olor a limón y su habitación era luminosa. Una gran parte de las ganancias de la sastrería se iban en aquella clínica y así siguió siendo. En su testamento, Nicolás dejó todo lo que tenía a María Rosa y nombró albacea a su hijo Javier.

Poco después empezó a buscar un piso cerca de la tienda. Un segundo en la calle Claudio Coello, con siete balcones a la calle. Allí seguía viviendo. Al principio lo alquiló y, cuando el casero le ofreció la oportunidad de comprarlo, lo hizo. Fue en la cama que compartían en aquella casa donde se acostumbró a dejar su libro encima de la almohada de él y cuando necesitó gafas las colocó junto al libro. Era su forma de decirle que lo esperaba. También fue en esa cama donde Nicolás murió, consciente hasta el final. Cuando salió de la clínica, porque allí ya nada podían hacer por él, la ambulancia le llevó a la casa que compartían, su hogar, a pesar de que sus dos hijos mayores se oponían.

En Madrid su vida era monótona, bendita monotonía. Desayunaban juntos y cada uno se iba a su tienda, a mediodía se esperaban para regresar a comer y, al salir por la tarde, solían dar un paseo por el Retiro, por los bulevares o llegaban hasta Sol. Los sábados por la tarde o por la noche iban al cine o al teatro. Los domingos por la mañana él siempre iba a la clínica; si sabía que no iban sus hijos, ella lo acompañaba. A mediodía comían muy a menudo en la casa de la familia Sousa, o con algunos amigos. Aunque debía de reconocer que no tenían muchos, la mayoría de los de Nicolás no querían saber nada de su amante. Una o dos veces al mes, ella debía ir a Pontes, no olvidaba que era la directora de Seda de Florencia y cuando se preparaban los nuevos catálogos podía estar en el pueblo cerca de un mes. Allí lo echaba de menos, aunque no por eso dejaba de disfrutar del ambiente del taller, si sus padres hubieran sido más comprensivos. Nicolás no se quejaba de esas separaciones, sabía lo importante que era Seda para ella. Por su parte, él viajaba a Barcelona y a Londres par de veces al año para encargar telas. «No hay telas como las inglesas ni sastres como los de Londres», solía decir. Más de una vez lo acompañó, su inglés era mucho mejor que el de Nicolás… Hacía mucho tiempo que había muerto, casi treinta años, y ni un solo día había dejado de pensar en él.

No se habían casado, no se habían podido casar, ¡pobre María Rosa!, pero fueron felices. Lo que más seguía echando de menos eran esas tardes de verano cuando, después de cerrar la sastrería y Seda, ya anochecido se iban a cenar a alguna terraza o a pasear por las calles de Madrid. Entonces, apoyada en el brazo de Nicolás, se decía que la vida le había dado mucho más de lo que esperaba: Nicolás y Seda de Florencia.

El primer viaje que hicieron juntos fue a Florencia, en primavera, y al abrir la ventana se encontró con un azul del cielo mucho más hermoso que el de sus visitas anteriores. Ni Miguel Ángel ni Botticelli habían sido capaces de pintar un azul como aquel. Florencia estaba más hermosa que nunca, la razón era muy simple: Nicolás estaba a su lado. El primer día desayunaron juntos en la habitación, sin prisas, con el palacio Vecchio entrando por la ventana, luego visitaron la Accademia, debía presentarle a David y a los Esclavos. Aquella noche, mientras cenaban en un pequeño restaurante arriba de la escalinata de la plaza de España, le contó lo que habían significado en su vida. No le habló de su catarsis hasta que admiraron juntos las estatuas de Miguel Ángel.

Su cuñada fue la que más la apoyó. A su hermano no le gustó su decisión, se lo dijo y ya está, no modificó en nada su comportamiento hacia ella, no puso pegas cuando quiso presentárselo, ni a que fuera a comer a su casa. Para sus sobrinos siempre fue su tío Nicolás, hasta que fueron mayores ignoraron que no estaban casados. A sus padres tardó mucho en decírselo…

Tras empezar a vivir juntos decidió que debía hablar con sus padres. Nicolás decía que no hacía falta, ya eran mayores para admitirlo y Pontes no era Madrid; pero él se lo había dicho a sus hijos y dos de ellos habían dejado de hablarle. ¿No eran los hijos más importantes que los padres? Él también podía haber disimulado su existencia y no lo hizo, la quería y la respetaba demasiado como para vivir con ella en secreto. Ocultar a Nicolás le hacía sentirse hipócrita, falsa como Elena y no quería ser como ella. Si había tomado la decisión de vivir con Nicolás era con todas sus consecuencias. Sin embargo, no terminaba de encontrar el momento adecuado.

Septiembre era el mes en que se comenzaba a preparar la nueva colección y debía revisar los nuevos modelos, concretar los diseños de los encajes y bordados con Marucha, el patronaje con Campos para definir las tallas y cuánta tela precisaba cada modelo, definir colores para luego encargar las sedas, la maqueta del nuevo catálogo con Merche. Al menos iba a estar un mes en Pontes y no quería estar tanto tiempo separada de Nicolás.

La otoñada iba envolviendo el aire en sus colores cálidos: ocres, marrones, rojizos, dorados. Los días se iban acortando y la lluvia los acompañaba. Añoraba a Nicolás. Un domingo, después de que Tecla les sirviera el café, les dijo que quería invitar a un amigo a pasar unos días en Pontes. Su madre sonrió complacida, la pobre pensaba que aquel desconocido amigo de su hija quería conocerlos para pedir su mano. Les explicó el tipo de relación que mantenía con Nicolás. A su madre se le cayó el café y su padre se quedó como petrificado. El silencio se fue alargando sin que ninguno de los tres supiera cómo acabarlo, hasta que su madre se levantó y salió llorando de la habitación. Su padre seguía inmóvil, mirándola con unos ojos que no le conocía, tal vez ni había pestañeado desde que comenzó a hablar.

—Nunca pensé que pudieras hacer algo así —dijo con voz muy grave.

—Me gustaría que lo conocierais. Nicolás es un buen…

—No, tu madre no soportaría ver a ese hombre… y posiblemente yo tampoco. Además, no quiero hacerlo.

—No voy a dejarlo.

—No eres una niña, así que supongo que sabes lo que haces.

—Lo sé.

Al doctor Sousa le temblaban las manos, cogió el periódico y comenzó a leerlo; para él la conversación había terminado. Se levantó, se acercó a su padre y lo besó en la cabeza, no hizo ningún gesto ni de rechazo ni de aceptación. Cerró despacio la puerta y subió a la alcoba de sus padres, llamó a la puerta y entró en la habitación sin esperar respuesta. Su madre estaba sentada en el borde de la cama, la cara cubierta con las manos, los hombros temblando por los sollozos.

—Mamá…

—Vete, por favor —dijo sin moverse.

Volvió a llamarla con todo el cariño que fue capaz. Su madre levantó la cabeza y la miró.

—¡Dios mío, Teresa! ¡Qué vergüenza!

Intentó explicárselo, hacía años que María Rosa estaba ingresada, que no reconocía ni a Nicolás ni a sus hijos. Que él cuidaba de ella con todo el cariño del mundo, que iba a seguir haciéndolo, que iba a ayudarle en todo lo que pudiera. El llanto de su madre arreció, la besó en la cabeza, como había hecho con su padre, y la abrazó por los hombros. Su madre no la rechazó, pero no dijo nada ni se movió. Ya estaba dicho, ahora debían ser sus padres quienes reaccionaran. Se puso la gabardina y salió de la casa. Por un momento estuvo tentada de ir a ver a Adela para hablarle de Nicolás. No lo hizo al darse cuenta de que lo que buscaba en ella era consuelo, que le dijera que lo que hacía no estaba mal. Estuvo andando por el bosque hasta que empezó a hacerse de noche, luego se fue al taller y pidió una conferencia con Madrid. Mientras esperaba estuvo dibujando rayas inconexas que poco a poco fueron tomando la forma del esclavo Atlante. Se apoyó en la mesa y comenzó a llorar. Sonó el teléfono. Respiró con fuerza un par de veces antes de descolgar, no quería que Nicolás notara que había llorado. Él no preguntó por qué lo llamaba, nada más escucharla debió de figurarse lo que había pasado. Se lo fue contando muy despacio, con lo ojos cerrados para poder verlo sentado en el despacho de la tienda. Al otro lado del teléfono no se oía nada, pero ella sabía que la escuchaba con atención.

—Es natural que no lo entiendan —dijo cuando terminó de hablar.

Tenía razón, debía de tenerla porque ella a veces tampoco lo entendía.

—No hace falta que te conviertas en su defensor.

—¿Qué harán ahora?

—No tengo ni idea —dijo a la vez que se encogía de hombros—, pero no creo que me digan que me vaya de su casa. Menudo escándalo supondría. La hija de los Sousa viviendo en pecado… Igual que la de los Trasosmontes…

—¡Teresa!

—Necesitaba decirlo. El fin de semana me voy a Madrid, o quizá antes. —La idea se le había ocurrido en ese momento—. Tanto a ellos como a mí, nos vendrá bien estar separados una semana.

—¿Quieres que vaya?

—Esta vez prefiero ir yo, pero la próxima te pediré que vengas.

—Ya tengo ganas de ir.

Sonrió al colgar, la voz de Nicolás, como siempre, le había devuelto la tranquilidad; el beso que él le había mandado, sus palabras cariñosas la habían reconfortado. El fin de semana se iría a Madrid. Consultó el reloj, eran poco más de las seis, se quedaría hasta las nueve y así no tendría que encontrarse con sus padres a la hora de cenar. Tenía mucho trabajo, pero necesitaba irse unos días de Pontes. Lo organizaría todo para que su ausencia no se notase mucho. Aún debía perfilar un par de modelos. Si los terminaba esa noche, entre el lunes y el martes elegiría las telas, los bordados y los encajes. Si no terminaba en Pontes, lo haría en Madrid; para eso estaba el teléfono y el fax. Enfrascada en el trabajo salió del taller pasadas las nueve y media.

Al meter la llave en la puerta, Tecla salió a recibirla.

—Me tenías preocupada.

—Estaba en el taller, necesitaba adelantar trabajo —contestó mientras se quitaba el abrigo.

Tecla inclinó ligeramente la cabeza sin dejar de mirarla, era un gesto muy suyo cuando había algo que no entendía o no le parecía verdad. Las dos sabían que si un domingo necesitaba trabajar, lo hacía en su despacho.

—Tu madre tiene jaqueca, así que no ha cenado, y tu padre parece disgustado; nada más terminar de cenar se ha vuelto a la consulta.

—Sí, lo sé. Con este tiempo ya sabes que a mamá un día sí y otro no le duele la cabeza y mi padre tiene un paciente que le preocupa, debe de estar consultando libros —mintió.

—Claro, ahora mismo te llevo la cena.

—¿Hay pescado? —Tecla asintió—. ¿Te importa llevarme una tortilla francesa a la habitación? En el taller no había calefacción y he cogido un poco de frío.

—Claro que no me importa —comentó mientras se dirigían a la cocina—. Si has cogido frío, deberías tomarte un vaso de leche caliente con un poco de coñac.

Estuvo fuera una semana, antes de marcharse le dijo a su padre que si no quería que volviera, lo entendería.

—Esta es tu casa —respondió el doctor Sousa—. Eres mayor para saber lo que haces. —Y tanto que era mayor—. Lo único que te pido es que ese hombre no venga nunca a este pueblo. Como ya te dije, tu madre no lo soportaría y creo que yo tampoco. —Las mismas palabras que cuando se lo contó.

Asintió con la cabeza, le podía haber dicho que no se avergonzaba de su relación con Nicolás, pero no tenía sentido. Ella pasaría el menos tiempo posible en Pontes y ellos no dejarían de pensar que cuando estuviera en Madrid viviría con aquel hombre.

Su hermano le contó que lo habían llamado para preguntarle cómo era Nicolás y parecía que se habían quedado más tranquilos. María Luisa le prometió que en cuanto fueran a Pontes les hablaría de lo maravilloso que era y lo mucho que habían sufrido antes de tomar la decisión de vivir juntos. Su cuñada era así.

Al morir su padre, le pidió a su madre que dejara asistir a Nicolás al entierro. Doña Isabel asintió con la cabeza. Lo presentaron a la familia y a los amigos como un primo de María Luisa con el que el doctor Sousa se llevaba especialmente bien. Llegó en coche media hora antes de que empezara el funeral y se quedó sentado al final de la iglesia, pero la huérfana Teresa supo al instante que él había llegado. Al acercarse a dar el pésame, abrazó a Lucas, a María Luisa y a ella y, cuando tendió la mano a la viuda del doctor Sousa, su hija le dijo al oído: «Es Nicolás», y entonces doña Isabel se abrazó al amante de su hija y comenzó a llorar, mientras decía algo que ni Nicolás ni Teresa fueron capaces de entender. Si Pontes se creyó o no que aquel hombre era familia de María Luisa, le fue totalmente indiferente. Sus compañeras sabían quién era hacía mucho tiempo. Y ya que era un primo de su cuñada, alguna que otra vez fue a Pontes cuando iban María Luisa y Lucas, manteniendo las apariencias por su madre. Seguro que a su padre le habría agradado Nicolás, incluso podrían haber sido buenos amigos. No fueron fáciles las relaciones con sus respectivas familias… ¡Cuánto sufrió! Miró su libro y sus gafas. A él le encantaba su lencería y que le hablara de la marcha de la cooperativa, muchas veces le enseñaba a él, antes que a nadie, sus diseños y los comentarios de Nicolás casi siempre fueron acertados… ¡Cuántos años, cuántos días sin él! María Rosa murió con más de noventa años, hacía dos años, Javier la llamó para decírselo. Nunca se enteró de su existencia, ni de que su marido había muerto de cáncer hacía muchos años, ni de que tenía nietos. Ella decidió que no tendría hijos. Tenía dinero para mantenerlos y él los habría reconocido, pero creyó que no debía. Si tenía hijos con él le arrebataría a María Rosa algo que pensaba que debía ser exclusivo de ella: ser la madre de los hijos de Nicolás. Nunca pensó que podía pedirle a Dios que Nicolás muriera, pero lo hizo, cualquier cosa antes de verlo sufrir de aquella manera. Nunca pensó, claro que nunca lo pensó. No se puede planificar la vida, se pueden hacer planes, pero la mayoría de las veces no se cumplen.

Las gafas y el libro, él se los recogía y los dejaba encima de la mesilla, luego se acostaba a su lado y la besaba, y si ella respondía comenzaban su juego amoroso. Si no había respuesta, apagaba la luz (nada de eso le interesaba a la señorita Rovira). Aunque talvez se diera cuenta de que en 1981, el año en que Nicolás enfermó y murió, no se editaron nuevos catálogos. María Luisa y Antonia se ocuparon de todo, la una en Pontes y la otra en Madrid. No hubo pérdidas, formaban un buen equipo.

Durante muchos meses no dibujó nada, apenas pisaba la tienda y no fue a Pontes, todo su tiempo estuvo dedicado a él. Seda de Florencia perdió su importancia. ¡Qué agonía tan lenta y dura! No quería recordarlo sufriendo de aquella manera sino en su sastrería con la cinta métrica al cuello, entre telas inglesas, o caminando juntos hacia su casa a la hora de comer, hablando de cuanto había ocurrido en esa mañana, o cuando la besaba al recoger su libro y sus gafas. Tampoco fue un buen año para el taller el año en que murió Adela. El taller era como una persona y tenía sus momentos felices y sus momentos tristes en los que no se tiene ánimo para trabajar, solo se tienen ganas de quedarse sentado mirando al vacío.

A Miguel le habría gustado que su madre se fuera con él a Madrid para poder cuidarla, pero ella no quiso. No quería morir en Madrid, como Nicolás no quería morir fuera de allí. A ella le daba igual cual fuera el lugar de su muerte, aunque si pudiera elegir un sitio elegiría Florencia. Un infarto al salir de la Accademia, mientras caminaba por la calle Ricasoli hacia su hotel; o, aún mejor, a los pies del David. ¡Qué de tonterías podía pensar! El susto que daría a los turistas que en ese momento estuvieran en el museo. Además, si se moría allí durante unas horas tendrían que cerrar y por su culpa alguien se quedaría sin ver al David y a los Esclavos. Nicolás se estaría riendo de ella.

Miró sus gafas y el libro sobre la almohada donde Nicolás había dormido unas cuantas noches. Esa noche dejaría la luz encendida para soñar que él llegaría de madrugada para acostarse a su lado y la besaría antes de apagar la luz. Cerró los ojos, la casa estaba en silencio, Gisela y Aníbal debían de estar dormidos. ¿Y sus amigas? Tal vez les pasara como a ella y los recuerdos se adueñaran de sus sueños. Y la señorita Rovira, ¿estaría durmiendo? Era la culpable de que todas aquellas vivencias volvieran del pasado. ¿Qué decidirían la próxima tarde? No le cabía ninguna duda. Iba siendo hora de dejar de pensar en el pasado, quizá debía de haberse tomado una pastilla para dormir. No, el ruido de la lluvia la arrullaría y si tardaba en dormirse seguiría evocando a Nicolás, ya se despertaría más tarde al día siguiente. Sonrió, solo quedaban unas horas para que volvieran a estar juntas.

Seda de Florencia

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