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Prólogo

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Londres…

ANTONIO Arcuri le hizo un gesto a la joven, menuda y morena, para que se montara en la limusina antes que él. Estaba acostumbrado a acompañar a mujeres que acababa de conocer hasta su limusina, pero no por motivos de trabajo. Jamás por trabajo.

Sin embargo, no había tenido otra alternativa. La reunión de la mañana se había alargado insoportablemente y no podía ni cancelar esa última entrevista para seleccionar a su secretaria personal ni llegar tarde a la reunión con los otros dos integrantes de El Círculo de los Ganadores; un grupo de propietarios de caballos de carreras en el que participaba.

Llevaba casi un año esperando para ver a sus amigos Dimitri y Danyl, que también eran sus hermanos en más de un sentido. Le habían obligado a hacer más de una cosa a la vez y no podía soportar que le obligaran a hacer algo.

La morena, la señorita Guilham, arqueó una ceja ante el inesperado cambio de escenario para la entrevista y eso le pareció un buen augurio. Sin embargo, no se lo pareció tanto su manera de recolocarse el díscolo dobladillo de la falda, que se le había subido por los tersos muslos al sentarse en el mullido asiento de cuero. Esa falda que le había parecido desmesuradamente conservadora cuando la vio de pie y que, en ese momento, era una distracción que, sinceramente, no deseaba.

Se sentó a su lado y observó a Emma Guilham por el rabillo del ojo. Comprobó que era menuda y hermosa, hasta que archivó los datos y se olvidó de ellos. Daba igual que su próxima secretaria fuera atractiva o no. Aunque, al menos, había dejado de tirar del dobladillo de la falda.

La limusina salió del oscuro aparcamiento de sus oficinas y se mezcló con el agobiante tráfico del centro de Londres. Maldijo su suerte para sus adentros y dominó las ganas de mirar el reloj. Sabía que tenía muy poco tiempo.

–Su conductor debería tomar St. James y Pall Mall. Navidad y la calle Regent es una combinación espantosa.

Ella clavó los ojos color avellana en los de él, que sintió un repentino vuelco en el pecho. Su mirada no transmitía ni una necesidad imperiosa de agradar ni una emoción fervorosa, ni tenía el brillo sensual que solía captar en las miradas de las mujeres. Sabía que era atractivo y se aprovechaba todo lo que podía, pero no con las empleadas.

Sin embargo, y lo que era más importante de todo, no había doblez en su mirada, algo que era inusitado y que, para él, no tenía precio.

Comparada con las otras tres candidatas que había entrevistado, era la menos impresionante. Emma Guilham, con veintidós años recién cumplidos, era joven. Sin embargo, parecía la más imperturbable, aunque las otras iban de los veintimuchos años a los cincuenta y pocos.

No hacía falta que mirara su currículum porque recordaba toda la información pertinente y procedió a entrevistarla.

–Se graduó en estudios de mercados internacionales, en la Universidad de Londres, con cuatro sobresalientes, puede teclear ciento veinte palabras por minuto y le gusta viajar y leer –le desconcertó que color avellana de sus ojos fuera tomando un tono verde mar–. Es muy trabajadora, algo que me ha confirmado repetidamente el director financiero de mi oficina en Londres, donde ha trabajado a jornada completa durante los meses pasados y a tiempo parcial el año anterior, mientras terminaba los estudios, algo en lo que también me ha insistido repetidamente el director financiero.

Emma se limitó a asentir levemente con la cabeza y él frunció el ceño. Normalmente, las candidatas resaltaban sus virtudes cuando él les daba la oportunidad. Él le dio un instante para que ella hablara, pero se quedó en silencio.

–El trabajo es en Nueva York. Apuesto a lo grande, adquiero empresas y espero mucho trabajo, entrega plena y discreción absoluta tanto en los asuntos laborales como en los personales. Yo no estoy siempre en la oficina de Nueva York, pero usted sí tendrá que estar a todas horas.

–Claro.

Él siguió esperando algún cambio en su expresión, por mínimo que fuera. Ella todavía tenía que expresar la emoción o el mal disimulado asombro maravillado que, fastidiosamente, había presenciado en las otras entrevistas.

–Señorita Guilham, no parece muy interesada en esta entrevista.

No tenía paciencia cuando le hacían perder el tiempo y tampoco quería una mujer que le dijera «sí» a todo, pero, aun así, eso era… insólito.

–Todavía tiene que hacerme una pregunta, señor Arcuri –replicó ella en un tono que no tenía nada de acusatorio u ofendido–. ¿Puedo hablar con claridad?

Él contestó con un gesto de la mano para que lo hiciera.

–Señor Arcuri, ya he pasado por tres entrevistas previas para conseguir ese puesto; una con Recursos Humanos de Reino Unido, otra con Recursos Humanos de Estados Unidos y la tercera con su anterior secretaria personal. No me hago ilusiones en cuanto a mi poca experiencia si se compara con la de las candidatas más veteranas y solo puedo considerar que su decisión de llevarme en su… desplazamiento es toda una cortesía por su parte… y se lo agradezco –entonces, la morena dio unos golpecitos en la mampara de cristal que los separaba del conductor–. Por aquí a la izquierda y, luego, la segunda a la derecha –le indicó ella antes de volverse hacia él–. Creo que, llegados a este punto, su elección se reduce a la personalidad y, en lo relativo a usted como mi jefe, no tengo por qué darle ninguna explicación respecto a eso. ¿Quiere a alguien que solo viva y respire por Arcuri Enterprises? Yo puedo serlo. ¿Quiere a alguien que se ocupe de una agenda internacional? Puedo hacerlo con los ojos cerrados. ¿Quiere a alguien que le despeje el camino y lo libre de todo lo que pueda impedirle emplear su valioso tiempo en lo que quiera? Soy la que está buscando. El resto, puede saberlo por mi currículum o no tiene por qué saberlo. Quiero trabajar con usted porque es el mejor, así de sencillo.

La limusina de detuvo delante del club Asquith de Londres mientras Antonio estaba intentando asimilar ese discurso bastante impresionante y no menos sorprendente.

La señorita Guilham esbozó una sonrisa afable y Antonio notó que él también elevaba ligeramente las comisuras de los labios.

–Tengo una pregunta, señorita Guilham.

–¿Cuál?

–¿Qué se llevaría si fueran a abandonarla en una isla desierta?

–Un teléfono por satélite.

Él había oído todo tipo de respuestas, desde la música de Mozart o las obras completas de Shakespeare, a un piano. Sin embargo, solo había oído la respuesta de ella una vez, y se la había dado él a sí mismo.

Él asintió inexpresivamente con la cabeza.

–Señor Arcuri –siguió ella–. Le agradezco que me haya dado la oportunidad de hablar con usted. Esperaré a que Recursos Humanos se ponga en contacto conmigo y deseo que disfrute con el almuerzo. Yo volveré a la oficina.

Dicho eso, Emma Guilham lo dejó en el coche. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan atónito… y no era el único a juzgar por cómo la miraba el conductor mientras se alejaba.

Se bajó de la limusina y se dirigió hacia el reservado del club donde lo esperaban Dimitri Kyriakou y Danyl Najem Al Arain mientras intentaba borrarse de la cabeza cómo había contoneado las caderas ella de camino a la estación de metro de Picadilly Circus.

Con una eficiencia implacable, volvió a concentrarse en El Círculo de los Ganadores.

Los tres se habían conocido cuando eran estudiantes y su amistad se había forjado en lo más profundo de sus momentos más sombríos, gracias a todo lo que se habían respaldado los unos a los otros, y a todo lo que habían celebrado juntos. Además, Dimitri, Danyl y su abuelo materno habían sido los primeros inversores cuando necesitó capital para poner en marcha su negocio. Él, naturalmente, les había devuelto todo el dinero, con intereses y en la mitad del tiempo acordado. Sin embargo, no había olvidado en ningún momento la deuda que había contraído con sus amigos.

Sabía, y tenía muy presente, que sin ellos no habría llegado a ser lo que era, y ellos dirían lo mismo de él. En ese momento, al cabo de un año, esos tres hombres, que solían aparecer en los periódicos como unos de los más grandes empresarios vivos, volverían a reunirse por fin en la misma habitación.

Mientras se dirigía hacia la mesa del comedor privado, una pequeña rubia se cruzó apresuradamente con él y lo miró con el ceño fruncido.

–¿Qué me he perdido? –preguntó Antonio mientras observaba el aspecto de sus amigos.

El encarcelamiento injusto de Dimitri le había pasado factura, pero sus imponentes rasgos griegos todavía hacían que las mujeres giraran la cabeza a su paso. Danyl, por su parte, no tenía que depender de su título de jeque heredero del trono de Ter’harn. Irradiaba una intensidad melancólica, como había comentado la última secretaria de Antonio.

Solo el implacable sistema legal de Estados Unidos había conseguido impedir que se reunieran todos los trimestres, lo único inamovible en su agenda cada vez más repleta. Sin embargo, se había demostrado la inocencia de Dimitri y por fin se habían juntado otra vez.

–Una proposición –le contestó Dimitri a Antonio.

–¿En público y a estas horas? Caballeros, mi escandalosa reputación está quedando como un juego de niños.

–Una proposición profesional –gruñó Danyl entre dientes.

–Ella… –Dimitri señaló con la cabeza hacia el sitio por donde había salido la rubia–. Ella quiere correr con nosotros en la Hanley Cup.

–Ya tenemos jockey –intervino Danyl.

–Ella dice que puede ganar las tres carreras.

–Eso no lo ha hecho nadie desde… –empezó a decir Antonio sin disimular la curiosidad.

–Desde que su padre entrenó al caballo y al jinete hace veinte años –terminó Dimitri.

Antonio empezó a darle vueltas a lo que había oído.

–¿Era Mason McAulty?

Danyl dejó escapar un gruñido desabrido, pero Antonio pensó en las repercusiones, en las ganancias para el ganador y en la atención de la prensa de todo el mundo… Las noticias sobre su club habían ido menguando a lo largo de los años, pero nadie podía discutir todo lo que habían conseguido. Lo crearon poco después de haber salido de la universidad. Había sido el proyecto perfecto para tres hombres que adoraban las apuestas altas, los caballos y la adrenalina.

Antonio podría haber llegado a ser un jugador de polo de nivel internacional, pero eso fue antes de que todo lo que hizo Michael Steele hubiese estado a punto de destrozar a su familia. Contuvo la rabia que le producía acordarse de ese hombre y volvió a centrar su atención en la proposición.

–¿Y ella puede hacerlo?

Dimitri se encogió de hombros, pero pareció como si Danyl lo pensara más detenidamente.

–Es probable –acabó reconociendo.

–Yo acepto –afirmó Antonio encogiéndose de hombros con un estilo muy italiano.

Si Mason McAulty lo conseguía, las ganancias serían increíbles. Si no… Bueno, ¿acaso había mala prensa? A Antonio le encantaba vivir en el filo de la navaja.

–¿Por qué no?

Dimitri también aceptó y Danyl asintió con la cabeza a regañadientes y con los labios apretados con firmeza. Antonio no sabía por qué Danyl había mirado con esa furia a Mason McAulty cuando salía, pero sí esperaba que ella supiera que estaba jugando con fuego.

–¿Whisky? –preguntó Dimitri cuando Antonio se sentó por fin.

–Desde luego –Antonio se dejó caer sobre el respaldo y observó a sus amigos–. Me alegro de volver a veros.

–Repítelo y sabré que te has ablandado –replicó Dimitri en un tono tenso.

–Si quisiera oír cotilleos de mujeres, me habría quedado con mi harén –añadió Danyl.

–No tienes ningún harén –se burló Antonio–. Si lo tuvieras, no te veríamos el pelo.

Sin embargo, en vez de complacerse con la relación familiar que tenía con sus dos mejores amigos, Antonio dejó que su cabeza volviera a pensar en la mujer que, como acababa de decidir, iba a ser su nueva secretaria personal.

Emma Guilham…

Reclamada por el multimillonario

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