Читать книгу Obras Completas de Platón - Plato - Страница 58

Teeteto o de la naturaleza del saber o del conocimiento

Оглавление

EUCLIDES DE MEGARA — TERPSIÓN DE MEGARA

EUCLIDES. —¿Acabas de llegar del campo, Terpsión, o hace tiempo que viniste?

TERPSIÓN. —Ya hace tiempo. He ido a buscarte a la plaza pública y extrañé no haberte encontrado.

EUCLIDES. —No estaba en la ciudad.

TERPSIÓN. —¿Pues dónde estabas?

EUCLIDES. —Había bajado al puerto, donde me encontré con Teeteto, al que llevaban desde el campamento de Corinto a Atenas.

TERPSIÓN. —¿Vivo o muerto?

EUCLIDES. —Vivía, aunque con dificultad. Sufría mucho a causa de sus heridas; pero lo que más le molestaba era la enfermedad reinante en el ejército.

TERPSIÓN. —¿La disentería?

EUCLIDES. —Sí.

TERPSIÓN. —¡Qué hombre nos va a arrancar la muerte!

EUCLIDES. —En efecto, es una excelente persona, Terpsión. Acabo de oír a muchos hacer grandes elogios de la manera en que se ha portado en el combate.

TERPSIÓN. —No me sorprende, y lo extraño sería que no fuera así. Pero ¿cómo se detuvo aquí, en Megara?

EUCLIDES. —Tenía empeño en volver a su casa. Le supliqué y aconsejé que se detuviera, pero no quiso. Después de acompañarle, y estando de vuelta, recordé con admiración cuán verídicas han sido las predicciones de Sócrates sobre muchos puntos, y particularmente sobre Teeteto. Pero parece que, habiéndole encontrado poco tiempo antes de su muerte, cuando apenas había salido de la infancia, tuvo con él una conversación, y quedó enamorado de la bondad de su carácter y de sus condiciones naturales. Más tarde fui yo a Atenas, me refirió lo que habían hablado, y que bien merecía ser escuchado, y añadió que este joven se distinguiría algún día, si llegaba a la edad madura.

TERPSIÓN. —El resultado, a mi parecer, prueba que dijo verdad. ¿No podrías referirme esa conversación?

EUCLIDES. —A viva voz no, ¡por Zeus!, pero cuando volví a mi casa anoté los rasgos principales, los redacté despacio a medida que me venían a la memoria, y todas las veces que iba a Atenas, preguntaba a Sócrates sobre los puntos que no recordaba, y con esto a la vuelta corregía lo que tenía necesidad de corrección, de manera que tengo por escrito esta conversación, como quien dice, por entero.

TERPSIÓN. —Es cierto; ya te lo había oído decir, y tuve siempre la intención de suplicarte que me la enseñaras, pero dilaté el decírtelo hasta ahora. ¿No podríamos verla en este momento? Como vengo del campo, tengo absolutamente necesidad de descanso.

EUCLIDES. —Como he acompañado a Teeteto hasta el Erineón, también lo necesito. Vamos, pues, y un esclavo leerá mientras que nosotros descansamos.

TERPSIÓN. —Tienes razón.

(Entran en casa de Euclides).

EUCLIDES. —He aquí el libro, Terpsión. En cuanto a la conversación, está escrita, no como si Sócrates me la refiriera, sino como si hablase directamente con los que tomaron parte en ella, que, según me dijo, fueron Teodoro y Teeteto. Para no entorpecer el discurso, he suprimido las frases: «he dicho, yo decía, conviene, lo negó» y otras semejantes, que no hacen más que interrumpir, y he creído preferible que Sócrates hable directamente con ellos.

TERPSIÓN. —Me parece lo que has hecho muy racionalmente, Euclides.

EUCLIDES. —Vamos, toma este libro, tú, esclavo, y lee.

SÓCRATES — TEODORO — TEETETO.

SÓCRATES. —Si tuviese un interés particular, Teodoro, por los de Cirene, te preguntaría lo que allí pasa, y me informaría del estado en que se hallan los jóvenes que se aplican a la geometría y a los demás ramos de la filosofía. Pero como quiero con preferencia a los nuestros, estoy más ansioso de conocer quiénes, entre nuestros jóvenes, ofrecen mayores esperanzas. Hago esta indagación por mí mismo, en cuanto me es posible, y además me dirijo a aquellos cerca de los cuales veo que la juventud se apresura a concurrir. No son pocos los que acuden a ti, y tienen razón, porque lo mereces por muchos conceptos, y sobre todo por tu saber en geometría. Me darías mucho gusto si me dieras cuenta de algún joven notable.

TEODORO. —Con el mayor gusto, Sócrates, y para informarte creo conveniente decir cuál es el joven que más me ha llamado la atención. Si fuese hermoso temería hablar de él, no fueras a imaginarte que me dejaba arrastrar por la pasión, pero, sea dicho sin ofenderte, lejos de ser hermoso se parece a ti, y tiene, como tú, la nariz roma y unos ojos que se salen de las órbitas, si bien no tanto como los tuyos. En este concepto puedo hablar de él con confianza. Sabrás, pues, que de todos los jóvenes con quienes he estado en relación y que son muchos, no he visto uno solo que tenga mejores condiciones. En efecto, a una penetración de espíritu poco común, une la dulzura singular de su carácter, y por encima de todo es valiente como ninguno, cosa que no creía posible, y que no encuentro en otro alguno. Porque los que tienen como él mucha vivacidad, penetración y memoria, son de ordinario inclinados a la cólera, se dejan llevar acá y allá, semejantes a un buque sin lastre, y son naturalmente más fogosos que valientes. Por el contrario, los que tienen más consistencia en el carácter, llevan al estudio de las ciencias un espíritu entorpecido, y no tienen nada. Pero Teeteto marcha en la carrera de las ciencias y del estudio con paso tan fácil, tan firme y tan rápido, y con una dulzura comparable al aceite, que corre sin ruido, que no me canso de admirarle y estoy asombrado de que en su edad haya hecho tan grandes progresos.

SÓCRATES. —Verdaderamente me das una buena noticia. ¿Pero de quién es hijo?

TEODORO. —Muchas veces he oído nombrar a su padre, mas no puedo recordarle. Pero en su lugar he aquí al mismo Teeteto en medio de ese grupo que viene hacia nosotros. Algunos de sus camaradas y él han ido a untarse con aceite al estadio, que está fuera de la ciudad, y me parece que después de este ejercicio vienen a nuestro lado. A ver si le conoces.

SÓCRATES. —Le conozco; es el hijo de Eufronio de Sunión; ha nacido de un padre, mi querido amigo, que es tal como acabas de pintar al hijo mismo; que ha gozado por otra parte de una gran consideración, y ha dejado a su muerte una cuantiosa herencia. Pero no sé el nombre de este joven.

TEODORO. —Se llama Teeteto, Sócrates. Sus tutores, por lo que parece, han mermado algún tanto su patrimonio, pero él se ha conducido con un desinterés admirable.

SÓCRATES. —Me presentas un joven de alma noble; dile que venga a sentarse cerca de nosotros.

TEODORO. —Lo deseo. Teeteto, ven aquí cerca de Sócrates.

SÓCRATES. —Sí, ven Teeteto, para que al mirarte vea mi figura, que según dice Teodoro, se parece a la tuya. Pero si uno y otro tuviésemos una lira, y aquel nos dijese que estaban unísonas, ¿le creeríamos al punto, o examinaríamos antes si era músico?

TEETETO. —Lo examinaríamos antes.

SÓCRATES. —Si llegáramos a descubrir que es músico daríamos fe a su discurso; pero si no sabe la música no le creeríamos.

TEETETO. —Sin duda.

SÓCRATES. —Ahora, si queremos asegurarnos del parecido de nuestras fisonomías, me parece que es preciso averiguar si Teodoro está versado o no en la pintura.

TEETETO. —Así lo creo.

SÓCRATES. —Bien, dime, ¿entiende Teodoro de pintura?

TEETETO. —No, que yo sepa.

SÓCRATES. —¿Tampoco entiende de geometría?

TEETETO. —Al contrario; entiende mucho, Sócrates.

SÓCRATES. —¿Posee igualmente la astronomía, el cálculo, la música y las demás ciencias?

TEETETO. —Me parece que sí.

SÓCRATES. —No hay que hacer mucho aprecio de sus palabras, cuando dice que hay entre nosotros, por fortuna o por desgracia, alguna semejanza respecto a nuestros cuerpos.

TEETETO. —Quizá no.

SÓCRATES. —Pero si Teodoro alabase el alma de uno de nosotros por su virtud y sabiduría, el que oyera este elogio ¿no debería apurarse a examinar el hombre por él elogiado, y descubrir sin titubear el fondo de su alma?

TEETETO. —Ciertamente, Sócrates.

SÓCRATES. —A ti corresponde, mi querido Teeteto, manifestarte en este momento tal cual eres, y a mí examinarte. Porque debes saber que Teodoro, que me ha hablado bien de tantos extranjeros y atenienses, de ninguno me ha hecho el elogio que acaba de hacerme de ti.

TEETETO. —Quisiera merecerlo, Sócrates, pero mira bien, no sea que lo haya dicho de broma.

SÓCRATES. —No acostumbra a hacerlo Teodoro. Así pues, no te retractes de lo que acabas de concederme, con el pretexto de haber sido una pura broma lo que dijo; porque en este caso sería necesario obligarlo a venir aquí a prestar una declaración en regla, que no sería ciertamente por nadie rehusada. Así pues, atente a lo que me has prometido.

TEETETO. —Puesto que así lo quieres, es preciso consentir en ello.

SÓCRATES. —Dime; ¿estudias la geometría con Teodoro?

TEETETO. —Sí.

SÓCRATES. —¿También la astronomía, la armonía y el cálculo?

TEETETO. —Hago todos mis esfuerzos para cultivar estas ciencias.

SÓCRATES. —Yo también, hijo mío, aprendo de Teodoro y de cuantos creo hábiles en estas materias. En verdad conozco bastante los demás puntos de estas ciencias, pero tengo una pequeña dificultad, sobre la cual estoy perplejo, y que deseo examinar contigo y con los que están aquí presentes. Respóndeme, pues: aprender, ¿no es hacerse más sabio en lo que se aprende?

TEETETO. —Sin duda.

SÓCRATES. —¿Los sabios no lo son a causa del saber?

TEETETO. —Sí.

SÓCRATES. —¿Qué diferencia hay entre este y la ciencia?

TEETETO. —¿Qué quieres decir con «este»?

SÓCRATES. —El saber. ¿No es uno sabio en las cosas que se saben?

TEETETO. —Sin duda.

SÓCRATES. —Por consiguiente, ¿el saber y la ciencia son una misma cosa?

TEETETO. —Sí.

SÓCRATES. —Aquí están justamente mis dudas, y no puedo formarme por mí mismo una idea clara de lo que es la ciencia. ¿Podremos explicar en qué consiste? ¿Qué pensáis de esto, y quién de vosotros lo dirá el primero? El que se engañe, hará el burro, como dicen los niños cuando juegan a la pelota, y el que sobrepuje a los demás sin cometer ninguna falta, será nuestro rey, y nos obligará a responder a todo lo que quiera. ¿Por qué guardáis silencio? ¿Os seré importuno, Teodoro, a causa de mi afición a la polémica, y del deseo que tengo de empeñaros en una conversación que puede haceros amigos y hacer que nos conozcamos los unos a los otros?

TEODORO. —Nada de eso, Sócrates. Invita a alguno de estos jóvenes, porque yo no tengo ninguna práctica en esta manera de conversar, ni estoy ya en edad de poder acostumbrarme, mientras que es conveniente a ellos, que sacarán mucho más provecho que yo. La juventud es susceptible de progreso en todas direcciones. Pero no dejes a Teeteto, ya que has comenzado por él, y pregúntale.

SÓCRATES. —Teeteto, ¿entiendes lo que dice Teodoro? Supongo que no querrás desobedecerle, ni en esta clase de cosas es permitido a un joven resistir a lo que le prescribe un sabio. Dime, pues, decidida y francamente lo que piensas de la ciencia.

TEETETO. —Hay que responder, puesto que ambos me lo ordenáis. Pero también, si me equivoco, vosotros me corregiréis.

SÓCRATES. —Sí; si somos capaces de eso.

TEETETO. —Me parece, pues, que lo que se puede aprender con Teodoro, como la geometría y las otras artes de que has hecho mención, son otras tantas ciencias; y hasta todas las artes, sea la del zapatero o de cualquier otro oficio, no son otra cosa que ciencias.

SÓCRATES. —Te pido una cosa, mi querido amigo, y tú me das liberalmente muchas; te pido un objeto simple y me das objetos muy diversos.

TEETETO. —¿Cómo? ¿Qué quieres decir, Sócrates?

SÓCRATES. —Nada quizá. Sin embargo, voy a explicarte lo que yo pienso. Cuando nombran el arte de zapatero, ¿quieres decir otra cosa que el arte de hacer zapatos?

TEETETO. —No.

SÓCRATES. —Por el arte del carpintero, ¿quieres decir otra cosa que la ciencia de hacer obras de madera?

TEETETO. —No.

SÓCRATES. —Tú especificas, con relación a estas dos artes, el objeto a que se dirige cada una de estas ciencias.

TEETETO. —Sí.

SÓCRATES. —Pero el objeto de mi pregunta, Teeteto, no es saber cuáles son los objetos de las ciencias, porque no nos proponemos contarlas, sino conocer lo que es la ciencia en sí misma. ¿No es cierto lo que digo?

TEETETO. —Tienes razón.

SÓCRATES. —Considera lo que te voy a decir. Si se nos preguntase qué son ciertas cosas, bajas y comunes, por ejemplo, el barro, y respondiéramos que hay barro de olleros, barro de muñecas, barro de tejeros, ¿no nos pondríamos en ridículo?

TEETETO. —Probablemente.

SÓCRATES. —En primer lugar, porque creíamos con nuestra respuesta dar lecciones al que nos interroga, repitiendo el barro y añadiendo los obreros que en él se emplean. ¿Crees tú que cuando se ignora la naturaleza de una cosa se sabe lo que su nombre significa?

TEETETO. —De ninguna manera.

SÓCRATES. —Así pues, el que no tiene idea alguna de la ciencia, no comprende lo que es la ciencia de los zapateros.

TEETETO. —No; sin duda.

SÓCRATES. —La ignorancia de la ciencia lleva consigo la ignorancia del arte del zapatero y de cualquier otro arte.

TEETETO. —Es cierto.

SÓCRATES. —Por consiguiente, cuando se pregunta lo que es la ciencia, es ponerse en ridículo el dar por respuesta el nombre de una ciencia, puesto que es responder sobre el objeto de la ciencia, y no sobre la ciencia misma que es a la que se refiere la pregunta.

TEETETO. —Así parece.

SÓCRATES. —Eso es tomar un largo rodeo, cuando puede responderse sencillamente y en pocas palabras. Por ejemplo, a la pregunta: ¿qué es el barro? Es muy fácil y sencillo responder, que es tierra mezclada con agua, sin acordarse de los diferentes obreros que se sirven de él.

TEETETO. —La cosa me parece ahora fácil, Sócrates. La cuestión es de la misma naturaleza que la que nos ocurrió hace algunos días a tu tocayo Sócrates y a mí en una conversación que tuvimos.

SÓCRATES. —¿Qué cuestión, Teeteto?

TEETETO. —Teodoro nos enseñaba algún cálculo sobre las raíces de los números, demostrándonos que las de tres y de cinco no son conmensurables en longitud con la de uno, y en seguida continuó así hasta la de diecisiete, en la que se detuvo. Juzgando, pues, que las raíces eran infinitas en número, nos vino al pensamiento intentar incluirlas bajo un solo nombre que conviniese a todas.

SÓCRATES. —¿Habéis hecho ese descubrimiento?

TEETETO. —Me parece que sí; juzga por ti mismo.

SÓCRATES. —Veamos.

TEETETO. —Dividimos todos los números en dos clases: los que pueden colocarse en filas iguales, de tal manera que el número de las filas sea igual al de unidades de que cada una consta, los hemos llamado cuadrados y equiláteros, asimilándolos a las superficies cuadradas.

SÓCRATES. —Bien.

TEETETO. —En cuanto a los números intermedios, tales como el tres, el cinco y los demás, que no pueden dividirse en filas iguales de números iguales, según acabamos de decir, y que se componen de un número de filas menor o mayor que el de las unidades de cada una de ellas, de donde resulta que la superficie que la representa está siempre comprendida entre lados desiguales, a estos números los hemos llamado oblongos, asimilándolos a superficies oblongas.

SÓCRATES. —Perfectamente. ¿Qué habéis hecho después de esto?

TEETETO. —Hemos comprendido, bajo el nombre de longitud,[1] las líneas que cuadran el número plano y equilátero, y bajo el nombre de raíz[2] las que cuadran el número oblongo, que no son conmensurables por sí mismas en longitud con relación a las primeras, sino solo por las superficies que producen. La misma operación hemos hecho respecto a los sólidos.

SÓCRATES. —Perfectamente, hijos míos; y veo claramente que Teodoro no es culpable de falso testimonio.

TEETETO. —Pero, Sócrates, no me considero con fuerzas para responder a lo que me preguntas sobre la ciencia, como he podido hacerlo sobre la longitud y la raíz, aunque tu pregunta me parece de la misma naturaleza que aquella. Así pues, es posible que Teodoro se haya equivocado al hablar de mí.

SÓCRATES. —¿Cómo? Si alabando tu agilidad en la carrera, hubiese dicho que nunca había visto joven que mejor corriese, y en seguida fueses vencido por otro corredor que estuviese en la fuerza de la edad y dotado de una ligereza extraordinaria, ¿crees tú que sería por esto menos verdadero el elogio de Teodoro?

TEETETO. —No.

SÓCRATES. —¿Y crees, que, como antes manifesté, puede ser cosa de poca importancia el descubrir la naturaleza de la ciencia, o por el contrario, crees que es una de las cuestiones más arduas?

TEETETO. —La tengo ciertamente por una de las más difíciles.

SÓCRATES. —Así, pues, no desesperes de ti mismo, persuádete de que Teodoro ha dicho verdad, y fija toda tu atención en comprender la naturaleza y esencia de las demás cosas y en particular de la ciencia.

TEETETO. —Si solo dependiera de esfuerzos, Sócrates, es seguro qué yo llegaría a conseguirlo.

SÓCRATES. —Pues adelante, y puesto que tú mismo te pones en el camino, toma como ejemplo la preciosa respuesta de las raíces, y así como las has abarcado todas bajo una idea general, trata de incluir en igual forma todas las ciencias en una sola definición.

TEETETO. —Sabrás, Sócrates, que he ensayado más de una vez aclarar este punto, cuando oía hablar de ciertas cuestiones que se decía que procedían de ti, y hasta ahora no puedo persuadirme de haber encontrado una solución satisfactoria, ni he hallado a nadie que responda a esta cuestión como deseas. A pesar de eso, no renuncio a la esperanza de resolverla.

SÓCRATES. —Esto consiste en que experimentas los dolores de parto, mi querido Teeteto, porque tu alma no está vacía, sino preñada.

TEETETO. —Yo no lo sé, Sócrates, y solo puedo decir lo que pasa en mí.

SÓCRATES. —Pues bien, pobre inocente, ¿no has oído decir que yo soy hijo de Fenarete, partera muy hábil y de mucha nombradía?

TEETETO. —Sí, lo he oído.

SÓCRATES. —¿Y no has oído también que yo ejerzo la misma profesión?

TEETETO. —No.

SÓCRATES. —Pues has de saber que es muy cierto. No vayas a descubrir este secreto a los demás. Ignoran, querido mío, que yo poseo este arte, y como lo ignoran, mal pueden publicarlo; pero dicen que soy un hombre extravagante, y que no tengo otro talento que el de sumir a todo el mundo en toda clase de dudas. ¿No has oído decirlo?

TEETETO. —Sí.

SÓCRATES. —¿Quieres saber la causa?

TEETETO. —Con mucho gusto.

SÓCRATES. —Fíjate en lo que concierne a las parteras, y comprenderás mejor lo que quiero decir. Ya sabes que ninguna de ellas, mientras puede concebir y tener hijos, se ocupa en partear a las demás mujeres, y que no ejercen este oficio, sino cuando ya no son susceptibles de preñez.

TEETETO. —Es cierto.

SÓCRATES. —Se dice que Artemis ha dispuesto así las cosas porque preside los alumbramientos, aunque ella no pare. No ha querido dar a las mujeres estériles el empleo de parteras, porque la naturaleza humana es demasiado débil para ejercer un arte del que no se tiene ninguna experiencia, y ha encomendado este cuidado a las que han pasado ya la edad de concebir, para honrar de esta manera la semejanza que tienen con ella.

TEETETO. —Es probable.

SÓCRATES. —¿No es igualmente probable y aun necesario, que las parteras conozcan mejor que nadie, si una mujer está o no encinta?

TEETETO. —Sin duda.

SÓCRATES. —Además, por medio de ciertos brebajes y encantamientos saben apresurar el momento del parto y amortiguar los dolores, cuando ellas quieren; hacen parir a las que tienen dificultad en librarse, y facilitan el aborto, si se le juzga necesario, cuando el feto es prematuro.

TEETETO. —Es cierto.

SÓCRATES. —¿No has observado otra de sus habilidades, que consiste en ser muy entendidas en arreglar matrimonios, porque distinguen perfectamente qué hombre y qué mujer deben unirse, para tener hijos robustos?

TEETETO. —Eso no lo sabía.

SÓCRATES. —Pues bien, ten por cierto que están ellas más orgullosas de esta última cualidad, que de su destreza para cortar el ombligo. En efecto, medítalo un poco. ¿Crees tú que el arte de cultivar y recoger los frutos de la tierra puede ser el mismo que el de saber en qué tierra es preciso poner tal planta o tal semilla, o piensas que son estas dos artes diferentes?

TEETETO. —No, creo que es el mismo arte.

SÓCRATES. —Con relación a la mujer, querido mío, ¿crees que este doble objeto depende de dos artes diferentes?

TEETETO. —No hay trazas de eso.

SÓCRATES. —No, pero a causa de los enlaces mal hechos de los que se encargan ciertos medianeros, las parteras, celosas de su reputación, no quieren tomar parte en tales misiones por temor de que se las acuse de hacer un mal oficio, si se mezclan en ellas. Porque por lo demás solo a las parteras verdaderamente dignas de este nombre corresponde el arreglo de matrimonios.

TEETETO. —Así debe ser.

SÓCRATES. —Tal es, pues, el oficio de parteras o matronas, que es muy inferior al mío. En efecto, estas mujeres no tienen que partear tan pronto quimeras o cosas imaginarias como seres verdaderos, lo cual no es tan fácil distinguir, y si las matronas tuviesen en esta materia el discernimiento de lo verdadero y de lo falso, sería la parte más bella e importante de su arte. ¿No lo crees así?

TEETETO. —Sí.

SÓCRATES. —El oficio de partear, tal como yo lo desempeño, se parece en todo lo demás al de las matronas, pero difiere en que yo lo ejerzo sobre los hombres y no sobre las mujeres, y en que asisten al alumbramiento no los cuerpos, sino las almas. La gran ventaja es que me pone en estado de discernir con seguridad si lo que el alma de un joven siente es un fantasma, una quimera o un fruto real. Por otra parte, yo tengo de común con las parteras que soy estéril en punto a sabiduría, y en cuanto a lo que muchos me han echado en cara diciendo que interrogo a los demás, y que no respondo a ninguna de las cuestiones que se me proponen, porque yo nada sé, este cargo no carece de fundamento. Pero he aquí por qué obro de esta manera. El Dios me impone el deber de ayudar a los demás a parir, y al mismo tiempo no permite que yo mismo produzca nada. Ésta es la causa de que no esté versado en la sabiduría, y de que no pueda alabarme de ningún descubrimiento que sea una producción de mi alma. En compensación, los que conversan conmigo, si bien algunos de ellos se muestran muy ignorantes al principio, hacen maravillosos progresos a medida que me tratan, y todos se sorprenden de este resultado, y es porque el Dios quiere fecundarlos. Y se ve claramente que ellos nada han aprendido de mí, y que han encontrado en sí mismos los numerosos y bellos conocimientos que han adquirido, y yo no he hecho otra cosa que contribuir con el Dios a hacerles concebir.

La prueba es que muchos que ignoraban este misterio y se atribuían a sí mismos tal aprovechamiento, al haberme abandonado antes de lo que convenía, ya por desprecio a mi persona, ya por instigación de otro, desde aquel momento han abortado en todas sus producciones, a causa de las malas amistades que han contraído, y han perdido por una educación viciosa lo que habían ganado bajo mi dirección. Han hecho más caso de quimeras y fantasmas que de la verdad, y han concluido por parecer ignorantes a sus propios ojos y a los de los demás. De este número es Arístides, hijo de Lisímaco[3] y muchos otros. Cuando vienen a renovar su amistad conmigo, haciendo los mayores esfuerzos para obtenerla, mi genio familiar me impide conversar con algunos, si bien me lo permite con otros, y estos aprovechan como la primera vez. A los que se unen a mí les sucede lo mismo que a las mujeres embarazadas; día y noche experimentan dolores de parto e inquietudes más vivas que las ordinarias que sienten las mujeres. Estos dolores son los que yo puedo despertar o apaciguar, cuando quiero, en virtud de mi arte. Todo esto es respecto a los que me tratan. Alguna vez también, Teeteto, cuando veo alguno cuya alma no me parece preñada, convencido de que no tiene ninguna necesidad de mí, trabajo con el mayor cariño en proporcionarle un acomodamiento, y puedo decir que con el socorro del Dios conjeturo felizmente respecto a la persona a cuyo lado y bajo cuya dirección debe ponerse. Por esta razón he colocado a muchos con Pródico y otros sabios y divinos personajes.

La razón que he tenido para extenderme sobre este punto, mi querido amigo, es que sospecho, así como tú lo dudas, que tu alma esta preñada y a punto de parir. Condúcete, pues, conmigo, teniendo presente que soy el hijo de una partera, experto en este oficio; esfuérzate en responder, en cuanto te sea posible, a lo que te propongo; y si después de haber examinado tu respuesta creo que es un fantasma y no un fruto verdadero, y si en tal caso te lo arranco y te lo desecho, no te enfades conmigo, como hacen las que son madres por primera vez. Muchos, en efecto, querido mío, se han irritado de tal manera cuando les combatía alguna opinión extravagante, que de buena gana me hubieran despedazado con sus dientes. No pueden persuadirse de que yo nada hago que no sea por cariño hacia ellos, y están muy distantes de saber que ninguna divinidad quiere mal a los hombres, y que yo no obro así porque les tenga mala voluntad, sino porque no me es permitido en manera alguna conceder como verdadero lo que es falso, ni tener la verdad oculta. Intenta, pues, de nuevo, Teeteto, decirme en qué consiste la ciencia. No me alegues que esto supera tus fuerzas, porque, si Dios quiere, y si para ello haces un esfuerzo, llegarás a conseguirlo.

TEETETO. —Después de tales excitaciones de tu parte, Sócrates, sería vergonzoso no hacer los mayores esfuerzos para decirte lo que uno tiene en el espíritu. Me parece que el que sabe una cosa, siente aquello que él sabe, y en cuanto puedo juzgar en este momento, la ciencia no se diferencia en nada de la sensación.

SÓCRATES. —Has respondido bien y con decisión, hijo mío; es preciso decir siempre las cosas como se piensan. Se trata ahora de examinar en conjunto si esta concepción de tu alma es sólida o frívola. ¿La ciencia es la sensación, según dices?

TEETETO. —Sí.

SÓCRATES. —Esta definición que das de la ciencia no es nada despreciable; es la misma que ha dado Protágoras, aunque se haya expresado de otra manera. El hombre, dice, es la medida de todas las cosas, de la existencia de las que existen, y de la no-existencia de las que no existen. Tú has leído sin duda su obra.

TEETETO. —Sí, y más de una vez.

SÓCRATES. —¿No es su opinión que las cosas son, con relación a mí, tales como a mí me parecen, y con relación a ti, tales como a ti te parecen? Porque somos hombres tú y yo.

TEETETO. —Eso es lo que dice efectivamente.

SÓCRATES. —Es natural pensar que un hombre tan sabio no hablase al aire. Sigamos, pues, el hilo de sus razonamientos. ¿No es cierto, que algunas veces, cuando corre un mismo viento, uno de nosotros siente frío y otro no lo siente, este poco y aquel mucho?

TEETETO. —Ciertamente.

SÓCRATES. —¿Diremos entonces, que el viento tomado en sí mismo es frío o no es frío? ¿O bien tendremos fe en Protágoras, que quiere que sea frío para aquel que lo siente, y que no lo sea para el otro?

TEETETO. —Es probable.

SÓCRATES. —El viento, ¿no parece tal al uno y al otro?

TEETETO. —Sí.

SÓCRATES. —Parecer ¿no es, respecto a nosotros mismos, la misma cosa que sentir?

TEETETO. —Sin duda.

SÓCRATES. —La apariencia y la sensación son lo mismo con relación al calor y a las demás cualidades sensibles, puesto que parecen ser para cada uno tales como las siente.

TEETETO. —Probablemente.

SÓCRATES. —Luego la sensación, en tanto que ciencia, tiene siempre un objeto real y no es susceptible de error.

TEETETO. —Así parece.

SÓCRATES. —¡En nombre de las Gracias! Protágoras no era muy sabio, cuando ha mostrado enigmáticamente su pensamiento a nosotros, que pertenecemos al vulgo, mientras que ha descubierto a sus discípulos la cosa tal cual es.

TEETETO. —¿Qué quieres decir con esto, Sócrates?

SÓCRATES. —Voy a decírtelo. Se trata de una opinión que no es de pequeña importancia. Pretende que ninguna cosa es una, tomada en sí misma, y que a ninguna cosa, sea la que sea, se le puede atribuir con razón denominación, ni cualidad alguna; que si se llama grande a una cosa, ella parecerá pequeña; si pesada, parecerá ligera y así de lo demás; porque nada es uno, ni igual, ni de una cualidad determinada, sino que de la traslación, del movimiento, y de su mezcla recíproca se forma todo lo que decimos que existe, sirviéndonos en esto de una expresión impropia, porque nada existe sino que todo deviene. Los sabios todos, a excepción de Parménides, convienen en este punto, como Protágoras, Heráclito, Empédocles; los más excelentes poetas en uno y otro género de poesía, Epicarmo en la comedia, Homero en la tragedia, cuando dice:

El Océano, padre de los dioses y Tetis su madre,

con lo que da a entender, que todas las cosas son producidas por el flujo y el movimiento. ¿No juzgas que es esto lo que ha querido decir?

TEETETO. —Sí.

SÓCRATES. —¿Quién podrá en lo sucesivo sin ponerse en ridículo hacer frente a un ejército semejante, que tiene a Homero a la cabeza?

TEETETO. —No es fácil, Sócrates.

SÓCRATES. —No, sin duda, Teeteto, tanto más cuanto que apoyan en pruebas fuertes su opinión de que el movimiento es el principio de lo que nos parece existir y de la generación, y el reposo el del no ser y el de la corrupción. En efecto, el fuego y el calor, que engendra y entretiene todo lo demás, son producidos por la traslación y el roce que no son más que movimiento. ¿No es esto lo que da origen al fuego?

TEETETO. —Sin duda.

SÓCRATES. —La especie de los animales ¿debe igualmente su producción a los mismos principios?

TEETETO. —Ciertamente.

SÓCRATES. —Pero entonces, ¿nuestro cuerpo no se corrompe por el reposo y la inacción, y no se conserva principalmente por el ejercicio y el movimiento?

TEETETO. —Sí.

SÓCRATES. —El alma misma, ¿no adquiere las ciencias, no se conserva y no se hace mejor por el estudio y por la meditación, que son movimientos, mientras que el reposo y la falta de reflexión y de estudio le impiden aprender nada, y la hacen olvidar lo que ha aprendido?

TEETETO. —Nada más cierto.

SÓCRATES. —¿El movimiento es un bien para el alma como para el cuerpo, y el reposo un mal?

TEETETO. —Así parece.

SÓCRATES. —¿Te diré aún, respecto a la calma, al tiempo sereno y otras cosas semejantes, que el reposo pudre y pierde todo y que el movimiento produce el efecto contrario? ¿No llevaré al colmo estas pruebas, forzándote a confesar que por la cadena de oro de la que habla Homero, no entiende ni designa otra cosa que el sol, porque mientras que este y los cielos se mueven circularmente, todo existe, todo se mantiene, lo mismo para los dioses que para los hombres, al mismo tiempo que, si esta revolución llegase a detenerse y a verse en cierta manera encadenada, todas las cosas perecerían, y, como se dice comúnmente, se volvería lo de abajo arriba?

TEETETO. —Así me parece, Sócrates; eso es lo que ha querido decir Homero.

SÓCRATES. —Concibe, querido mío, desde ahora, con relación a los ojos, que lo que llamas color blanco no es algo que existe fuera de tus ojos, ni en tus ojos; no le señales ningún lugar determinado, porque entonces no tendría un rango fijo, una existencia dada y no estaría ya en vía de generación.

TEETETO. —¿Y cómo me lo representaré?

SÓCRATES. —Sigamos el principio que acabamos de establecer, de que no existe nada que sea uno, tomado en sí. De esta manera lo negro, lo blanco y cualquier otro color nos parecerán formados por la aplicación de los ojos a un movimiento conveniente y lo que decimos que es tal color no será el órgano aplicado, ni la cosa a la que se aplica, sino un no sé qué intermedio y peculiar de cada uno de nosotros. ¿Podrías sostener, en efecto, que un color parece tal a un perro o a otro animal cualquiera, y que lo mismo te parece a ti?

TEETETO. —No, ¡por Zeus!

SÓCRATES. —¿Podrías, por lo menos, asegurar que ninguna cosa parece a otro hombre la misma que a ti? ¿Y no afirmarías más bien que nada se te presenta bajo el mismo aspecto, porque nunca eres semejante a ti mismo?

TEETETO. —Soy de este parecer más bien que del otro.

SÓCRATES. —Si el órgano con que medimos o tocamos un objeto fuese grande, blanco o caliente, no llegaría nunca a ser otro, aun cuando se le aplicara a un objeto diferente, si no se verificaba en él algún cambio. De igual modo, si el objeto medido o tocado tuviera alguna de aquellas cualidades, aun cuando le fuera aplicado otro órgano o el mismo, después de haber sufrido alguna alteración, no por esto llegaría a ser otro, si él no experimentaba cambio alguno. Tanto más, querido amigo, cuanto que según la otra opinión, nos veríamos precisados a admitir cosas realmente sorprendentes y ridículas, como dirían Protágoras y cuantos quisiesen sostener su parecer.

TEETETO. —¿De qué hablas?

SÓCRATES. —Un sencillo ejemplo te hará comprender lo que quiero decirte. Si pones seis tabas en frente de cuatro, diremos que aquellas son más y que superan a las cuatro en una mitad; si pones las seis en frente de las doce, diremos que quedan reducidas a menor número, porque son la mitad de doce. ¿Podría explicarse esto de otra manera? ¿Lo consentirías tú?

TEETETO. —Ciertamente que no.

SÓCRATES. —Bien, si Protágoras o cualquier otro te preguntase: Teeteto, ¿es posible que una cosa se haga más grande o más numerosa de otra manera que mediante el aumento?, ¿qué responderías?

TEETETO. —Sócrates, fijándome solo en la cuestión presente, te diré que no; pero si lo hago teniendo en cuenta la precedente, para evitar contradecirme, te diré que sí.

SÓCRATES. —¡Por Hera!, eso se llama responder bien y divinamente, mi querido amigo. Me parece, sin embargo, que si dices que sí, sucederá algo parecido al dicho de Eurípides, pues nuestra lengua estará al abrigo de toda crítica, pero no nuestra intención.[4]

TEETETO. —Es cierto.

SÓCRATES. —Si uno y otro fuésemos hábiles y sabios, y hubiésemos agotado las indagaciones sobre todo lo que es del resorte del pensamiento, no nos quedaría más que ensayar mutuamente nuestras fuerzas, disputando a manera de los sofistas, y refutando resueltamente unos discursos con otros discursos. Pero como somos ignorantes, tomaremos el partido de examinar ante todas cosas lo que tenemos en el alma, para ver si nuestros pensamientos están de acuerdo entre sí, o si ellos se combaten.

TEETETO. —Sin duda; eso es lo que deseo.

SÓCRATES. —Yo también. Sentado esto, y puesto que tenemos todo el tiempo necesario, ¿no podremos considerar con amplitud y sin molestarnos, pero sondeándonos realmente a nosotros mismos, lo que pueden ser estas imágenes, que se pintan en nuestro espíritu? Después de haberlas examinado, diremos, yo creo, en primer lugar, que nunca una cosa se hace más grande ni más pequeña, por la masa, ni por el número, mientras subsiste igual a sí misma. ¿No es verdad?

TEETETO. —Sí.

SÓCRATES. —En segundo lugar, que una cosa, a la que no se añade ni se quita nada, no puede aumentar ni disminuir, y subsiste siempre igual.

TEETETO. —Es incontestable.

SÓCRATES. —¿No diremos, en tercer lugar, que lo que no existía antes y existe después, no puede existir si no ha pasado o no pasa por la vía de la generación?

TEETETO. —Así lo pienso.

SÓCRATES. —Estas tres proposiciones se combaten, a mi entender, en nuestra alma, cuando hablamos de las tabas, o cuando decimos que en la edad que yo tengo, al no haber experimentado aumento ni disminución, soy en el espacio de un año, primero más grande y después más pequeño que tú, que eres joven, no porque mi masa haya disminuido, sino porque la tuya ha aumentado. Porque yo soy después lo que no era antes, sin haberme hecho tal, puesto que me es imposible devenir sin haber antes devenido, y puesto que no habiendo perdido nada de mi masa, no he podido hacerme más pequeño. Una vez establecido esto, no podemos evitar admitir una infinidad de cosas semejantes. Teeteto, ¿qué piensas de esto? Me parece que no son nuevas para ti estas materias.

TEETETO. —¡Por todos los dioses! Sócrates, estoy absolutamente sorprendido con todo esto; y algunas veces cuando echo una mirada adelante, mi vista se turba enteramente.

SÓCRATES. —Mi querido amigo, me parece que Teodoro no ha formado un juicio falso sobre el carácter de tu espíritu. La turbación es un sentimiento propio del filósofo, y el primero que ha dicho que Iris era hija de Taumas (el asombro), no explicó mal la genealogía.[5] ¿Comprendes, sin embargo, por qué las cosas son tal como acabo de decir, como consecuencia del sistema de Protágoras, o aún no lo comprendes?

TEETETO. —Me parece que no.

SÓCRATES. —Me quedarás obligado si penetro contigo en el sentido verdadero, pero oculto, de la opinión de este hombre, o más bien de estos hombres célebres.

TEETETO. —¿Cómo no he de quedar agradecido y hasta infinitamente agradecido?

SÓCRATES. —Mira alrededor por si algún profano nos escucha. Entiendo por profanos los que no creen que exista otra cosa que lo que pueden coger a manos llenas, y que no colocan en el rango de los seres las operaciones del alma, ni las generaciones, ni lo que es invisible.

TEETETO. —Me hablas, Sócrates, de una casta de hombres duros e intratables.

SÓCRATES. —Son, en efecto, muy ignorantes, hijo mío. Pero los otros, que son muchos, y cuyos misterios te voy a revelar, son más cultos. Su principio, del que depende lo que acabamos de exponer, es el siguiente: todo es movimiento en el universo, y no hay nada más. El movimiento es de dos clases, ambas infinitas en número; pero en cuanto a su naturaleza, una es activa y otra pasiva. De su concurso y de su contacto mutuo se forman producciones infinitas en número, divididas en dos clases, la una de lo sensible, la otra de la sensación, que coincide siempre con lo sensible y es engendrada al mismo tiempo. Las sensaciones son conocidas con los nombres de vista, oído, olfato, gusto, tacto, frío, caliente, y aun placer, dolor, deseo, temor, dejando a un lado otras muchas que no tienen nombre, o que tienen uno mismo. La clase de cosas sensibles es producida al mismo tiempo que las sensaciones correspondientes; los colores de todas clases corresponden a visiones de todas clases; sonidos diversos son relativos a diversas afecciones del oído, y las demás cosas sensibles a las demás sensaciones. ¿Concibes, Teeteto, la relación que tiene este razonamiento con lo que precede?

TEETETO. —No mucho, Sócrates.

SÓCRATES. —Fíjate en la conclusión a que conduce. Significa, como ya hemos explicado, que todo está en movimiento, y que este movimiento es lento o rápido; que lo que se mueve lentamente ejerce su movimiento en el mismo lugar y sobre los objetos próximos que engendra de esta manera, y que lo que así engendra tiene más lentitud; que, por el contrario, lo que se mueve rápidamente, desplegando su movimiento sobre objetos lejanos, engendra de esta manera, y lo que así engendra tiene más velocidad, porque corre en el espacio, y su movimiento consiste en la traslación. Cuando el ojo, de una parte, y un objeto, de otra, se encuentran y han producido la blancura y la sensación que naturalmente le corresponde, las cuales jamás se habrían producido si el ojo se hubiera fijado en otro objeto o recíprocamente, entonces, moviéndose estas dos cosas en el espacio intermedio, a saber, la visión hacia los ojos y la blancura hacia el objeto que produce el color juntamente con los ojos, el ojo se ve empapado en la visión, percibe y se hace, no visión, sino ojo que ve. En igual forma, el objeto, concurriendo con el ojo a la producción del color, se ve empapado en la blancura, y se hace, no blancura, sino blanco, sea madera, piedra o cualquier otra cosa la que reciba la tintura de este color. Es preciso formarse la misma idea de todas las demás cualidades, tales como lo duro, lo caliente y otras, y concebir que nada de esto es una realidad en sí, como decíamos antes, sino que todas las cosas se engendran en medio de una diversidad prodigiosa por su contacto mutuo, que es un resultado del movimiento. En efecto, es imposible, dicen, representarse de una manera fija un ser en sí bajo la cualidad de agente o de paciente; porque nada es agente antes de su unión con lo que es paciente, ni paciente antes de su unión con lo que es agente; y tal cosa, que en su choque con un objeto dado, es agente, se convierte en paciente al encontrarse con otro objeto. De todo esto resulta, como se dijo al principio, que nada es uno tomado en sí; que cada cosa se hace lo que es por su relación con otra, y que es preciso suprimir absolutamente la palabra ser. Es cierto que muchas veces, y ahora mismo nos hemos visto precisados a usar esta palabra por hábito y como resultado de nuestra ignorancia; pero el parecer de los sabios es que no se debe usar, ni decirse, hablando de mí o de cualquier otro, que yo soy alguna cosa, esto o aquello, ni emplear ningún otro término que signifique un estado de consistencia, y que, para expresarse según la naturaleza, debe decirse que las cosas se engendran, se hacen, perecen y se alteran sin pasar de aquí; porque si se presenta en el discurso alguna cosa como estable, es fácil rebatir a quien se conduzca de esta manera. Tal es el modo en que debe hablarse de estos elementos y también de las colecciones de los mismos que se llaman hombre, piedra, animal, sean individuos o especies. ¿Te causa placer, Teeteto, esta opinión?, ¿es de tu gusto?

TEETETO. —No sé qué decir, Sócrates, porque no puedo descubrir si hablas conforme con tu pensamiento, o si tratas solo de sondearme.

SÓCRATES. —Has olvidado, mi querido amigo, que yo no sé ni me apropio nada de todo esto, y que en tal concepto soy estéril; pero te ayudaré a parir, y para ello he recurrido a encantamientos y he querido que saborees las opiniones de los sabios, hasta tanto que yo haya puesto en evidencia la tuya. Cuando haya salido de tu alma, examinaré si es frívola o sólida. Cobra, pues, ánimo y paciencia, y responde libre y resueltamente lo que te parezca verdadero acerca de lo que yo te pregunte.

TEETETO. —No tienes más que preguntar.

SÓCRATES. —Dime de nuevo, si te agrada la opinión de que ni lo bueno, ni lo bello, ni ninguno de los objetos de que acabamos de hacer mención, están en estado de existencia, sino que están siempre en vía de generación.

TEETETO. —Cuando te oí hacer la explicación, me pareció perfectamente fundada, y estoy persuadido de que debe creerse que las cosas son como tú las has explicado.

SÓCRATES. —No despreciemos lo que todavía tengo que exponer. Tenemos aún que hablar de los sueños, de las enfermedades, de la locura sobre todo, y de lo que se llama entender, ver, en una palabra, sentir con desbarajuste. Sabes que todo esto es mirado como una prueba incontestable de la falsedad del sistema de que hablamos, porque las sensaciones que se experimentan en estas circunstancias, son de hecho mentirosas, y que lejos de ser las cosas entonces tales como aparecen a cada uno, sucede todo lo contrario, porque todo lo que parece ser no es en efecto.

TEETETO. —Dices verdad, Sócrates.

SÓCRATES. —¿Qué medio de defensa queda, mi querido amigo, al que pretende que la sensación es ciencia, y que lo que parece a cada uno es tal como le parece?

TEETETO. —No me atrevo a decir, Sócrates, que no sé qué responder, porque no hace un momento que me regañaste por haberlo dicho; pero verdaderamente yo no hallo ningún medio de negar que en la locura y en los sueños se forman opiniones falsas, imaginándose, unos, que ellos son dioses, y otros que tienen alas, y que vuelan durante el sueño.

SÓCRATES. —¿No recuerdas la controversia que suscitan con tal motivo los partidarios de este sistema, y principalmente sobre los estados de la vigilia y del sueño?

TEETETO. —¿Qué dicen?

SÓCRATES. —Lo que has oído, creo yo, muchas veces a los que nos exigen pruebas de si en este momento dormimos, siendo nuestros pensamientos otros tantos sueños, o si estamos despiertos y conversamos realmente juntos.

TEETETO. —Es muy difícil, Sócrates, distinguir los verdaderos signos, que sirven para reconocer la diferencia, porque en uno y en otro estado se corresponden, por decirlo así, los mismos caracteres. Nada impide que imaginemos que, estando dormidos, hablamos lo mismo que en este momento, y cuando soñando creemos referir nuestros ensueños, es singular la semejanza con lo que pasa en el estado de vigilia.

SÓCRATES. —Ya ves con qué facilidad se suscitan dificultades en este punto, puesto que se llega a negar la realidad del estado de vigilia o la del sueño, y que, siendo el tiempo en que dormimos igual al tiempo en que velamos, nuestra alma sostiene en sí misma, en cada uno de estos estados, que los juicios que forma entonces son los únicos verdaderos. De manera que durante un espacio igual de tiempo decimos, o bien que estos son verdaderos, o bien que lo son aquellos, y nos decidimos igualmente por los unos que por los otros.

TEETETO. —Es cierto.

SÓCRATES. —Lo mismo debemos decir de las enfermedades y de los accesos de locura, si bien no son iguales en razón de la duración.

TEETETO. —Muy bien.

SÓCRATES. —Bien, ¿la mayor o la menor duración decidirá sobre la verdad?

TEETETO. —Eso sería ridículo por más de un concepto.

SÓCRATES. —¿Puedes, sin embargo, determinar alguna otra señal evidente por la que se reconozca de qué lado está la verdad en estos juicios?

TEETETO. —Yo no veo ninguna.

SÓCRATES. —Escucha, pues, lo que te dirían los que pretenden que las cosas son siempre realmente tales como parecen a cada uno. He aquí, a mi parecer, las preguntas que te harían: Teeteto, ¿es posible que una cosa, totalmente diferente de otra, tenga la misma propiedad? Y no te imagines que se trata de una cosa, que en parte sea la misma y en parte diferente, sino que sea una cosa absolutamente diferente.

TEETETO. —Si se la supone enteramente diferente, es imposible que tenga nada de común con otra, ni por la propiedad, ni por ninguna otra cosa.

SÓCRATES. —¿No es necesario reconocer que es desemejante?

TEETETO. —Me parece que sí.

SÓCRATES. —Si sucede que una cosa se hace semejante o desemejante, sea en sí misma, sea respecto a cualquiera otra, diremos que, en tanto que semejante, ella es la misma, y que, en tanto que desemejante, ella es otra.

TEETETO. —Sin duda.

SÓCRATES. —¿No dijimos antes que hay un número infinito de causas activas de movimiento, y lo mismo de causas pasivas?

TEETETO. —Sí.

SÓCRATES. —¿Y que cada una de ellas, llegando a unirse tan pronto a una cosa como a otra, no producirá en estos dos casos los mismos efectos, sino efectos diferentes?

TEETETO. —Convengo en ello.

SÓCRATES. —¿No podríamos decir lo mismo de ti, de mí y de todo lo demás? Por ejemplo, ¿diremos que Sócrates sano y Sócrates enfermo son semejantes o que son diferentes?

TEETETO. —¿Cuando hablas de Sócrates enfermo consideras a este por entero, y le opones al Sócrates sano considerándolo también por entero?

SÓCRATES. —Has penetrado muy bien mi pensamiento; así es como yo lo entiendo.

TEETETO. —Son diferentes en efecto.

SÓCRATES. —¿Y son distintos en proporción a que son diferentes?

TEETETO. —Necesariamente.

SÓCRATES. —¿No dirás lo mismo de Sócrates dormido o en cualquiera otro de los estados que hemos recorrido?

TEETETO. —Sin duda.

SÓCRATES. —¿No es cierto que cada una de las causas, que son activas por su naturaleza, cuando tropiece con Sócrates sano, obrará sobre él como sobre un hombre distinto que Sócrates enfermo, y recíprocamente cuando tropiece con Sócrates enfermo?

TEETETO. —¿Por qué no?

SÓCRATES. —En uno y en otro caso, la causa activa producirá distintos efectos que yo, que soy pasivo respecto de ella.

TEETETO. —Sin duda.

SÓCRATES. —Cuando estando sano bebo vino, ¿no me parece agradable y dulce?

TEETETO. —Sí.

SÓCRATES. —Porque, según los principios que quedan sentados, la causa activa y la pasiva han producido la dulzura y la sensación; una y otra han estado en movimiento a un mismo tiempo; la sensación, dirigiéndose hacia la causa pasiva ha hecho que la lengua sintiera, y la dulzura, por el contrario, dirigiéndose hacia el vino, ha hecho que el vino fuese y pareciese dulce a la lengua ya preparada.

TEETETO. —Es, en efecto, en lo que hemos convenido antes.

SÓCRATES. —Pero cuando el vino obra sobre Sócrates enfermo, ¿no es cierto, por lo pronto, que realmente no obra sobre el mismo hombre, puesto que me encuentra en un estado diferente?

TEETETO. —Sí.

SÓCRATES. —Sócrates en este estado y el vino, que bebe, producirán distintos efectos; respecto de la lengua, una sensación de amargura; y respecto del vino, una amargura que afecta al vino; de manera que no será amargura, sino amargo, y yo no seré sensación, sino un hombre que siente.

TEETETO. —Sin duda.

SÓCRATES. —Nunca llegaré a ser distinto, mientras me vea afectado de esta manera, porque una sensación diferente supone que el sujeto no es ya el mismo, y hace al que la experimenta diferente y distinto de lo que él era. Tampoco es de temer que lo que me afecta, afectando también a otro sujeto, produzca un mismo efecto, puesto que, produciendo otro efecto por su unión con otro sujeto, se hará distinto.

TEETETO. —Es cierto.

SÓCRATES. —Por lo tanto, yo no llegaré a ser lo que soy a causa de mí mismo, ni tampoco la causa en razón de sí misma.

TEETETO. —No, sin duda.

SÓCRATES. —¿No es indispensable que, cuando yo siento, sea en razón de alguna cosa, puesto que es imposible que se experimente una sensación sin causa? Y en igual forma, lo que se hace dulce, amargo, o recibe cualquier otra cualidad semejante, ¿no es indispensable que se haga tal con relación a alguno, puesto que no es menos imposible que lo que se hace dulce no sea tal para nadie?

TEETETO. —Ciertamente.

SÓCRATES. —Resulta, pues, que, a mi parecer, el sujeto que siente y el objeto sentido, ya se los suponga en estado de existencia o en vía de generación, tienen una existencia o una generación relativas, puesto que es una necesidad que su manera de ser sea una relación, pero una relación que no es de ellos a otra cosa, ni de cada uno de ellos a sí mismo. Resulta, por consiguiente, que tiene que ser una relación recíproca, de uno respecto del otro; de manera que, ya se diga de una cosa que existe o ya que deviene, es preciso decir que siempre es a causa de alguna cosa, o de alguna cosa, o hacia alguna cosa; y no se debe decir, ni consentir que se diga, que existe o se hace cosa alguna en sí y por sí. Esto es lo que resulta de la opinión que hemos expuesto.

TEETETO. —Nada más verdadero, Sócrates.

SÓCRATES. —Por consiguiente, lo que obra sobre mí es relativo a mí y no a otro; yo lo siento y otro no lo siente.

TEETETO. —Sin dificultad.

SÓCRATES. —Mi sensación, por lo tanto, es verdadera con relación a mí, porque afecta siempre a mi manera de ser, y según Protágoras a mí me toca juzgar de la existencia de lo que me afecta y de la no existencia de lo que no me afecta.

TEETETO. —Así parece.

SÓCRATES. —Puesto que no me engaño, ni me extravío, en el juicio que formo sobre lo que existe o deviene ¿cómo puedo verme privado de la ciencia de los objetos, cuya sensación experimento?

TEETETO. —Eso no es posible.

SÓCRATES. —Así pues, tú has definido bien la ciencia, diciendo que no es más que la sensación; y ya se sostenga con Homero, Heráclito y los demás, que piensan como ellos, que todo está en movimiento y flujo continuo; o ya con el muy sabio Protágoras, que el hombre es la medida de todas las cosas; o ya con Teeteto, que, siendo esto así, la sensación es la ciencia; todas estas opiniones significan lo mismo.

Y bien, Teeteto ¿diremos que, hasta cierto punto, es este el hijo recién nacido, que, gracias a mis cuidados, acabas de dar a luz? ¿Qué piensas de esto?

TEETETO. —Es preciso reconocerlo, Sócrates.

SÓCRATES. —Cualquiera que sea este fruto, buen trabajo nos ha costado el darlo a luz. Pero después del parto es preciso hacer ahora en torno suyo la ceremonia de la anfidromía,[6] procurando asegurarnos, si merece que se le críe o si no es más que una producción quimérica. ¿O bien crees que a todo trance es preciso criar a tu hijo y no exponerlo? ¿Sufrirás con paciencia que se le examine, y no montarás en cólera si se te arranca, como lo haría una primeriza si le quitaran su primer hijo?

TEODORO. —Teeteto lo sufrirá con gusto; no es un hombre tan descontentadizo. Pero, en nombre de los dioses, dinos si esta opinión es falsa.

SÓCRATES. —Es preciso que tengas gusto en la conversación, Teodoro, y que seas muy bueno, para imaginarte que yo soy como un costal lleno de discursos, y que me es fácil sacar uno, para probarte que esta opinión no es verdadera. No reflexionas que ningún discurso sale de mí sino de aquel con quien yo converso, y que sé muy poco, quiero decir, que solo sé recibir y comprender tal cual lo que otro más hábil dice. Esto es lo que voy a intentar frente a frente de Protágoras, sin decir nada que sea mío.

TEETETO. —Tienes razón, Sócrates; hazlo así.

SÓCRATES. —¿Sabes, Teodoro, lo que me sorprende en tu amigo Protágoras?

TEODORO. —¿Qué?

SÓCRATES. —Estoy muy satisfecho de todo lo que ha dicho en otra parte, para probar que lo que parece a cada uno es tal como le parece. Pero me sorprende, que al principio de su Verdad[7] no haya dicho que el cerdo, el cinocéfalo u otro animal más ridículo aún, capaz de sensación, son la medida de todas las cosas. Ésta hubiera sido una introducción magnífica y de hecho ofensiva a nuestra especie, con la que él nos hubiera hecho conocer que mientras nosotros le admiramos como un dios por su sabiduría, no supera en inteligencia, no digo a otro hombre, sino ni a una rana girina.[8] Pero ¿qué digo, Teodoro? Si las opiniones, que se forman en nosotros por medio de las sensaciones, son verdaderas para cada uno; si nadie está en mejor estado que otro para decidir sobre lo que experimenta su semejante, ni es más hábil para discernir la verdad o la falsedad de una opinión; si, por el contrario, como muchas veces se ha dicho, cada uno juzga únicamente de lo que pasa en él y si todos sus juicios son rectos y verdaderos, ¿por qué privilegio, mi querido amigo, ha de ser Protágoras sabio hasta el punto de creerse con derecho para enseñar a los demás y para poner sus lecciones a tan alto precio? Y nosotros, si fuéramos a su escuela, ¿no seríamos unos necios, puesto que cada uno tiene en sí mismo la medida de su sabiduría? ¿Será quizá que Protágoras haya hablado de esta manera para burlarse? No haré mención de lo que a mí toca, en razón del talento de hacer parir a los espíritus. En su sistema este talento es soberanamente ridículo, lo mismo, a mi parecer, que todo el arte de la dialéctica. Porque ¿no es una insigne extravagancia querer examinar y refutar mutuamente nuestras ideas y opiniones, mientras que todas ellas son verdaderas para cada uno, si la verdad es como la define Protágoras? Salvo que nos haya comunicado por diversión los oráculos de su santo libro.

TEODORO. —Sócrates, Protágoras es mi amigo; tú mismo acabas de decirlo; y no puedo consentir que se le refute con mis propias opiniones, ni defender su sistema frente a frente de ti contra mi pensamiento. Continúa, pues, la discusión con Teeteto, con tanto más motivo cuanto que me ha parecido que te está escuchando con una atención sostenida.

SÓCRATES. —Sin embargo, si tú te encontrases en Lacedemonia en el circo de los ejercicios, Teodoro, después de haber visto a los otros desnudos y algunos de ellos bastante mal formados, ¿te creerías dispensado de despojarte de tu traje, y mostrarte a ellos a tu vez?

TEODORO. —¿Por qué no, si querían permitírmelo y rendirse a mis razones, como ahora espero persuadiros a que me permitáis ser simple espectador, y no verme arrastrado por fuerza a la arena en este momento, en que tengo mis miembros entumecidos, para luchar con un adversario más joven y más suelto?

SÓCRATES. —Si eso quieres, Teodoro, no me importa, como se dice vulgarmente. Volvamos al sagaz Teeteto. Dime, Teeteto, con motivo de este sistema, ¿no estás sorprendido, como yo, al verte de repente igual en sabiduría a cualquiera, sea hombre o sea dios? ¿O crees tú que la medida de Protágoras no es la misma para los dioses que para los hombres?

TEETETO. —No ciertamente; yo no lo pienso así, y para responder a tu pregunta me encuentro como sorprendido. Cuando examinábamos la manera que ellos tienen de probar que lo que parece a cada uno es tal como le parece, creía yo que era una cosa innegable, mas ahora he pasado de repente a un juicio contrario.

SÓCRATES. —Tú eres joven, querido mío, y por esta razón escuchas los discursos con avidez y te rindes a la verdad. Pero he aquí lo que nos opondrá Protágoras o alguno de sus partidarios:

«Generosos jóvenes y ancianos, vosotros discurrís sentados en vuestros asientos y ponéis a los dioses de vuestra parte, mientras que yo, hablando y escribiendo sobre este punto, dejo a un lado si ellos existen o no existen. Vuestras objeciones son por su naturaleza favorablemente acogidas por la multitud, como cuando decís que sería extraño que el hombre no tuviese ninguna ventaja en razón de sabiduría sobre el animal más estúpido; pero no me opondréis demostración ni prueba concluyente, ni emplearéis contra mí más que argumentos de probabilidad. Sin embargo, si Teodoro o cualquier geómetra argumentasen de esta manera en geometría, nadie se dignaría escucharle. Examinad, pues, Teodoro y tú, si en materias de tanta importancia podréis adoptar opiniones que solo descansan en verosimilitudes y probabilidades».

TEETETO. —Seríamos en tal caso, tú, Sócrates, y yo, muy injustos.

SÓCRATES. —¿Luego es preciso, según lo que Teodoro y tú manifestáis, que sigamos otro rumbo?

TEETETO. —Sin duda.

SÓCRATES. —Veamos de qué manera os voy a hacer ver si la ciencia y la sensación son una misma cosa o dos cosas diferentes; es a lo que tiende en definitiva toda esta discusión y en este concepto hemos promovido todas estas cuestiones espinosas. ¿No es verdad?

TEETETO. —Ciertamente.

SÓCRATES. —¿Admitiremos, que al mismo tiempo que experimentamos la sensación de un objeto por la vista o por el oído, adquirimos igualmente la ciencia? Por ejemplo: antes de haber aprendido la lengua de los bárbaros, ¿diremos que cuando ellos hablan, nosotros no los entendemos, o que los entendemos y comprendemos lo que dicen? En igual forma, si no sabiendo leer, echamos una mirada sobre las letras, ¿aseguraremos que no las vemos o que las vemos y que tenemos conocimiento de ellas?

TEETETO. —Diremos, Sócrates, que sabemos lo que vemos, es decir, en cuanto a las letras, que vemos y conocemos su figura y su color; en cuanto a los sonidos, que entendemos y conocemos lo que tienen de agudo o de grave; pero que no tenemos por la vista ni por el oído ninguna sensación ni conocimiento de lo que los gramáticos y los intérpretes enseñan en la escritura.

SÓCRATES. —Muy bien, mi querido Teeteto; no quiero disputar sobre tu respuesta, para que, así te encuentres más firme. Pero fija tu atención en una nueva dificultad que se presenta en primer término, y mira cómo la rebatiremos.

TEETETO. —¿Cuál es?

SÓCRATES. —La siguiente. Si se nos preguntase: ¿es posible que lo que una vez se ha sabido, cuyo recuerdo se conserva, no se sepa en el acto mismo de acordarse de ello? Me parece que me valgo de un gran rodeo para preguntarte, si, cuando se acuerda uno de lo que ha aprendido, en el mismo acto no lo sabe.

TEETETO. —¿Cómo no lo ha de saber, Sócrates? Sería una cosa prodigiosa que no lo supiera.

SÓCRATES. —¿No sabré yo mismo lo que digo? Examínalo bien. ¿No convienes en que ver es sentir, y que la visión es una sensación?

TEETETO. —Sí.

SÓCRATES. —El que ha visto una cosa, ¿no adquirió desde aquel momento la ciencia de lo que vio, según el sistema del que estamos hablando?

TEETETO. —Sí.

SÓCRATES. —Entonces, ¿no admites lo que se llama memoria?

TEETETO. —Sí.

SÓCRATES. —La memoria, ¿tiene un objeto o no lo tiene?

TEETETO. —Lo tiene sin duda.

SÓCRATES. —Ciertamente son su objeto las cosas que han sido aprendidas o sentidas.

TEETETO. —Las mismas.

SÓCRATES. —Más aún; ¿no se acuerda uno algunas veces de lo que ha visto?

TEETETO. —Sí.

SÓCRATES. —¿Y sucede lo mismo después de haber cerrado los ojos? ¿O bien se olvida la cosa desde el momento en que se cierran?

TEETETO. —Sería un absurdo decir eso, Sócrates.

SÓCRATES. —Sin embargo, es preciso decirlo, si queremos salvar el sistema en cuestión; de otro modo desaparece.

TEETETO. —Efectivamente, ya entreveo eso, pero no lo concibo con claridad. Explícamelo.

SÓCRATES. —De la manera siguiente. El que ve, decimos, tiene la ciencia de lo que ve, porque hemos convenido en que la visión, la sensación y la ciencia son una misma cosa.

TEETETO. —Es cierto.

SÓCRATES. —Pero el que ve y ha adquirido la ciencia de lo que él veía, si cierra los ojos, se acuerda de la cosa y no la ve. ¿No es así?

TEETETO. —Sí.

SÓCRATES. —Decir que no ve, equivale a decir que no sabe, porque ver es lo mismo que saber.

TEETETO. —Es cierto.

SÓCRATES. —De aquí resulta, por consiguiente, que lo que se ha sabido ya no se sabe en el acto mismo de acordarse de ello, en razón de que no se ve; lo cual hemos calificado de prodigio, si llegara a verificarse.

TEETETO. —Nada más cierto.

SÓCRATES. —Resulta, por consiguiente, que el sistema, que confunde la ciencia y la sensación, conduce a una cosa imposible.

TEETETO. —Sí.

SÓCRATES. —Así es preciso decir que la una no es la otra.

TEETETO. —Lo pienso así.

SÓCRATES. —He aquí cómo nos vemos reducidos, a mi parecer, a dar una nueva definición de la ciencia. Sin embargo, Teeteto, ¿qué deberemos hacer?

TEETETO. —¿Sobre qué?

SÓCRATES. —Me parece que, semejantes a un gallo sin coraje, nos retiramos del combate y cantamos antes de haber conseguido la victoria.

TEETETO. —¿Cómo?

SÓCRATES. —Hasta ahora no hemos hecho más que disputar y convenir por una y otra parte acerca de las palabras, y, después de haber maltratado a nuestro adversario con tales armas, creemos que no queda nada por hacer. Nos damos por sabios y no por sofistas, sin tener presente que incurrimos o nos ponemos en el caso de estos disputadores de profesión.

TEETETO. —No comprendo lo que quieres decir.

SÓCRATES. —Voy a hacer un ensayo, para explicarte mi pensamiento. Hemos preguntado si el que ha aprendido una cosa y conserva su recuerdo, no la sabe; y después de haber demostrado que cuando se ha visto una cosa y se han cerrado en seguida los ojos, se acuerda de ella aunque no la vea, hemos inferido de aquí que el mismo hombre no sabe aquello mismo de que se acuerda, lo cual es imposible. He aquí cómo hemos rebatido la opinión de Protágoras, que es al mismo tiempo la tuya, y que hace de la sensación y de la ciencia una misma cosa.

TEETETO. —Tienes razón.

SÓCRATES. —No sería así, mi querido amigo, si el padre del primer sistema viviese aún, porque lo sostendría con energía. Hoy, que está este sistema huérfano, lo insultamos tanto más cuanto que los tutores que Protágoras le ha dejado, uno de los cuales es Teodoro, rehúsan patrocinarlo, y veo claramente que, por interés de la justicia, estamos obligados a salir a su defensa.

TEODORO. —No soy yo, Sócrates, el tutor de las opiniones de Protágoras, sino más bien Calias hijo de Hipónico. Con respecto a mí dejé muy pronto estas materias abstractas por el estudio de la geometría. Te agradeceré, sin embargo, que quieras defenderlo.

SÓCRATES. —Has dicho bien, Teodoro. Ten presente de qué manera me explico. Si no estás con una atención extremada a las palabras, de las que tenemos costumbre de servirnos, ya para conceder, ya para negar, te verás obligado a confesar absurdos mayores aún que los que acabamos de ver. ¿Me dirigiré a ti o a Teeteto, para explicaros cómo?

TEODORO. —Dirígete a ambos, pero el más joven será el que responda. Si da algún paso en falso, será menos vergonzoso para él.

SÓCRATES. —Entro desde luego en una cuestión más extraña, a mi parecer, y es la siguiente: ¿es posible que la persona misma, que sabe una cosa, no sepa lo que sabe?

TEODORO. —¿Qué responderemos, Teeteto?

TEETETO. —Tengo por imposible la proposición.

SÓCRATES. —Sin embargo, no lo es tanto, si supones que ver es saber. ¿Cómo saldrás de esta cuestión inevitable, o, como suele decirse, cómo te librarás de caer en la trampa, cuando un adversario intrépido, tapando con la mano uno de tus ojos, te pregunte si ves su vestido con el ojo cerrado?

TEETETO. —Le responderé que no; pero que lo veo con el otro.

SÓCRATES. —¿Luego ves y no ves al mismo tiempo la misma cosa?

TEETETO. —En cierto modo, sí.

SÓCRATES. —No se trata de esto, te replicará; ni te pregunto el cómo, sino si lo que sabes no lo sabes. Porque en este momento ves lo que no ves, y como, por otra parte, estás conforme en que ver es saber, y no ver es no saber, deduce tú mismo la consecuencia.

TEETETO. —La consecuencia que saco, es que se deduce lo contrario de lo que yo he supuesto.

SÓCRATES. —Quizá, querido mío, te verías en otros muchos conflictos si te hubiera preguntado: ¿se puede saber la misma cosa aguda o torpemente, de cerca o de lejos, fuerte o débilmente? Otras mil cuestiones semejantes te podría proponer un campeón ejercitado en la disputa, que viviera de este oficio y anduviera a caza de iguales sutilezas, cuando te hubiera oído decir que la ciencia y la sensación son una misma cosa. Y si después, estrechándote en todo lo relativo al oído, al olfato y a los demás sentidos, y ciñéndose a ti sin soltarte, te hubiese hecho caer en los lazos de su admirable saber, se hubiera hecho dueño de tu persona, y, teniéndote encadenado, te habría obligado a pagar el rescate en que hubierais convenido ambos. Y bien, me dirás quizá, ¿qué razones alegará Protágoras en su defensa? ¿Quieres que las exponga?

TEETETO. —Con mucho gusto.

SÓCRATES. —Por lo pronto hará valer todo lo que hemos dicho en su favor; y en seguida, estrechando el terreno, creo yo que nos dirá en tono desdeñoso:

«El buen Sócrates me ha puesto en ridículo en sus discursos, porque un joven, aterrado con la pregunta que le hizo, de si es posible que un hombre se acuerde de una cosa y que al mismo tiempo tenga conocimiento de ella, le respondió temblando, que no, por no alcanzársele más. Pero, cobarde Sócrates, escucha lo que hay en esta materia. Cuando examinas por medio de preguntas algunas de mis opiniones, si confundes al que interrogas, respondiendo él lo que yo mismo respondería, yo soy el vencido; pero si dice una cosa distinta de la que yo diría, lo será él y no yo. Y entrando ya en materia, ¿crees tú que se te haya de conceder que se conserva la memoria de las cosas que se han sentido cuando la impresión no subsiste, y que esta memoria sea de la misma naturaleza que la sensación que experimentaba y que ya no se experimenta? De ninguna manera. ¿Crees que hay inconveniente en confesar que el mismo hombre puede saber y no saber la misma cosa? Si se teme semejante confesión, ¿crees tú que se te conceda que el que se ha hecho diferente, sea el mismo que era antes de este cambio; o más bien, que este hombre sea uno y no muchos, y que estos muchos no se multipliquen al infinito, puesto que los cambios se producen sin cesar, si se han de descartar de una y otra parte los lazos que se pueden tender con las palabras? Pero, querido mío, proseguirá, ataca mi sistema de una manera más noble y pruébame, si puedes, que cada uno de nosotros no tiene sensaciones que le son propias, o si lo son, que no se sigue de aquí que aquello, que parece a cada uno, deviene, o si es preciso valerse de la palabra ser, es tal por sí solo. Además, cuando hablas de cerdos y de cinocéfalos, no solo demuestras, respecto a mis escritos, la estupidez de un cerdo, sino que comprometes a los que te escuchan a hacer otro tanto, y esto no es decoroso. Con respecto a mí, sostengo que la verdad es tal como la he descrito, y que cada uno de nosotros es la medida de lo que es y de lo que no es; que hay, sin embargo, una diferencia infinita entre un hombre y otro hombre, en cuanto las cosas son y parecen unas a este y otras a aquel, y lejos de no reconocer la sabiduría, ni los hombres sabios, digo, por el contrarío, que uno es sabio, cuando mudando la faz de los objetos, los hace parecer y ser buenos a aquel para quien parecían y eran malos antes. Por lo demás, no es una novedad que se me ataque solo sobre palabras, pero penetrarás más claramente mi pensamiento con lo que voy a decir.

»Recuerda lo que ya se dijo antes: que los alimentos parecen y son amargos al enfermo, y que son y parecen agradables al hombre sano. No debe concluirse de aquí que el uno es más sabio que el otro, porque esto no puede ser; ni tampoco intentar probar que el enfermo es un ignorante, porque tiene esta opinión, y que el hombre sano es sabio, porque tiene una opinión contraria, sino que es preciso hacer pasar al enfermo al otro estado, que es preferible al suyo. Lo mismo sucede respecto a la educación; debe hacerse que los hombres pasen del estado malo a otro bueno. El médico emplea para esto los remedios, y el sofista los discursos. Nunca ha obligado nadie a tener opiniones verdaderas al que antes las tenía falsas, puesto que no es posible tener una opinión sobre lo que no existe, ni sobre otros objetos que aquellos que nos afectan, objetos que son siempre verdaderos; pero se hacen las cosas en este punto de tal manera, a mi parecer, que el que con un alma mal dispuesta tenía opiniones en relación con su disposición, pase a un estado mejor y a opiniones conformes con este nuevo estado. Algunos por ignorancia llaman a estas opiniones imágenes verdaderas; en cuanto a mí, convengo en que las unas son mejores que las otras, pero no más verdaderas. Disto de llamar ranas a los sabios, mi querido Sócrates; por el contrario, tengo a los médicos por sabios en lo que concierne al cuerpo, y a los labradores en lo que toca a las plantas. Porque en mi opinión los labradores, cuando las plantas están enfermas, en lugar de sensaciones malas, las procuran buenas, saludables y verdaderas; y los oradores sabios y virtuosos hacen, respecto de los estados, que las cosas buenas sean justas y no las malas. En efecto, lo que parece bueno y justo a cada ciudad es tal para ella mientras forma este juicio; y el sabio hace que el bien, y no el mal, sea y parezca tal a cada ciudadano. Por la misma razón el sofista, capaz de formar de este modo a sus discípulos, es sabio, y merece que ellos le den un gran salario. Así es como los unos son más sabios que los otros, sin tener por esto nadie opiniones falsas; y quieras o no, es preciso que reconozcas que tú eres la medida de todas las cosas, porque todo cuanto llevamos dicho supone este principio. Si tienes algo que oponerle, hazlo refutando mi discurso con otro y si te gusta más interrogar, hazlo en buena hora, porque no digo que haya de desecharse este método; por el contrario, el hombre de buen sentido debe preferirlo a cualquier otro, pero usa de él de manera que no parezca que intentas engañar interrogando. Habría una gran contradicción, si teniéndote por amante de la virtud, te condujeras siempre injustamente en la discusión. Es conducirse injustamente en la conversación el no hacer ninguna diferencia entre la disputa y la discusión; el no reservar para la disputa los chistes y travesuras, y en la discusión no tratar las materias seriamente, dirigiéndose a aquel con quien se conversa, y haciéndole únicamente percibir las faltas que él mismo hubiese reconocido, como resultado de las conversaciones anteriores. Si obras de esta manera, los que conversen contigo achacarán a sí mismos y no a ti su turbación y su embarazo; te volverán a buscar y te amarán; se pondrán en pugna entre sí y, esquivándose unos a otros, se arrojarán en el seno de la filosofía, para que los renueve y los convierta en otros hombres. Pero si haces lo contrario, como sucede con muchos, lo contrario también sucederá, y en lugar de hacer filósofos a los que traten contigo, harás que aborrezcan la filosofía cuando se hallen avanzados en edad. Si me crees, examinarás verdaderamente, sin espíritu de hostilidad ni de disputa, como ya te he dicho, sino con una disposición benévola, lo que hemos querido decir al afirmar que todo está en movimiento, y que las cosas son para los particulares y para los estados tales como ellas les parecen. Y partirás de aquí para examinar si la ciencia y la sensación son una misma cosa o dos cosas diferentes, en lugar de partir, como antes, del uso ordinario de las palabras, cuyo sentido tuercen a capricho la mayor parte de los hombres, creándose mutuamente toda clase de dificultades».

He aquí, Teodoro, todo lo que he podido hacer en defensa de tu amigo, defensa flaca en relación con mi debilidad; pero si él viviese aún, vendría en auxilio de su propio sistema con más energía.

TEODORO. —Te equivocas, Sócrates; lo has defendido vigorosamente.

SÓCRATES. —Me adulas, mi querido amigo. ¿Pero tienes presente lo que Protágoras decía antes y la acusación que nos dirigió de que disputábamos con un tierno joven, aprovechándonos de su timidez como un arma, para combatir su sistema, y recomendándonos que, huyendo de todo estilo burlesco, examináramos sus opiniones de una manera más seria?

TEODORO. —¿Cómo podía dejar de tenerlo presente, Sócrates?

SÓCRATES. —Pues bien; ¿quieres que le obedezcamos?

TEODORO. —Con todo mi corazón.

SÓCRATES. —Ya ves que todos los que están aquí, excepto tú, son jóvenes. Si queremos, pues, obedecer a Protágoras, es preciso que interrogándonos y respondiéndonos a la vez tú y yo, hagamos un examen serio de su sistema, para que no vuelva a echarnos en cara que lo discutimos con niños.

TEODORO. —¿Cómo? ¿Es que Teeteto no está en mejor disposición para discutir que muchos hombres barbudos?

SÓCRATES. —Sí, pero no sostendrá la discusión mejor que tú. No te figures que he debido yo tomar a todo trance la defensa de tu amigo después de su muerte, y te creas con derecho a abandonarla. Adelante, querido mío, sígueme un momento hasta que hayamos visto si hemos de tomarte a ti por medida en lo relativo a figuras geométricas, o si todos los hombres son tan sabios como tú en astronomía y las demás ciencias, en que has adquirido una reputación sobresaliente.

TEODORO. —No es fácil, Sócrates, cuando está uno sentado cerca de ti, poder evitar el responderte, y me equivoqué antes cuando dije que me permitirías no despojarme de mis vestidos, y que no me obligarías en este concepto a luchar como hacen los lacedemonios. Se me figura, por el contrario, que te pareces más a Escirrón,[9] porque los lacedemonios solo dicen: ¡Qué se retire o qué se despoje de sus vestidos! Pero tú haces lo que Anteo;[10] no dejas en paz a los que se te aproximan hasta forzarlos a que se despojen y luchen de palabra contigo.

SÓCRATES. —Has pintado bien mi enfermedad, Teodoro. Sin embargo, yo soy más fuerte que esos que citas, porque ya he encontrado una multitud de Heracles y de Teseo, temibles en la disputa, que me han batido en regla, pero no por eso me abstengo de disputar; tan violento y tan arraigado está en mí el amor a esta clase de luchas. No me rehúses el placer de medirme contigo; será ventajoso a uno y otro.

Obras Completas de Platón

Подняться наверх