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Protágoras, o los sofistas

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AMIGO DE SÓCRATES — SÓCRATES — HIPÓCRATES — PROTÁGORAS — ALCIBÍADES — CRITIAS — PRÓDICO — HIPIAS

EL AMIGO DE SÓCRATES. —¿De dónde vienes, Sócrates? ¿Pero para qué es preguntarlo? Vienes de la caza ordinaria a la que te arrastra el hermoso Alcibíades. Te confieso que el otro día me complacía en mirarle, porque me parecía que, a pesar de ser un hombre ya formado, es muy hermoso; porque, acá entre nosotros, puede decirse que no está en su primera juventud, y la barba hace sombrear ya su semblante.

SÓCRATES. —¿Qué tiene que ver eso? ¿Crees que Homero haya cometido un error en haber dicho que la edad de un joven que comienza a tener barba es la más agradable?[1] Ésta es precisamente la edad de Alcibíades.

EL AMIGO DE SÓCRATES. —Acabo de dejarle. ¿Cómo estás tú con él?

SÓCRATES. —Muy bien, y hoy he notado que estaba conmigo mejor que nunca, porque ha dicho mil cosas en mi favor, y ha tomado mi partido; acabo de dejarle, y te diré una cosa que te parecerá bien extraña, y es que en su presencia no me fijaba en él, y muchas veces me olvidaba que estaba allí.

EL AMIGO DE SÓCRATES. —¿Qué es lo que os ha sucedido al uno y al otro? ¿Has encontrado por ventura en la ciudad algún joven más hermoso que Alcibíades?

SÓCRATES. —Mucho más hermoso.

EL AMIGO DE SÓCRATES. —Muy bien; ¿es ateniense o extranjero?

SÓCRATES. —Extranjero.

EL AMIGO DE SÓCRATES. —¿De dónde es?

SÓCRATES. —De Abdera.

EL AMIGO DE SÓCRATES. —¿Tan hermoso te ha parecido, que a tus ojos ha eclipsado al hijo de Clinias?

SÓCRATES. —¿Hay nada, amigo mío, que impida que el más sabio aparezca también el más hermoso?

EL AMIGO DE SÓCRATES. —Pero qué, ¿acabas de ver algún hombre sabio?

SÓCRATES. —Sí, un sabio, el más sabio de los hombres que hoy existen; si Protágoras puede parecerte tal.

EL AMIGO DE SÓCRATES. —¿Qué me dices? ¿Que Protágoras está aquí?

SÓCRATES. —Sí, hace tres días.

EL AMIGO DE SÓCRATES. —¿Y acabas ahora mismo de dejarle?

SÓCRATES. —Sí, en este momento, y después de una conversación muy larga.

EL AMIGO DE SÓCRATES. —¡Ah!, si no tuvieses cosa urgente que hacer ¿no querrías referirnos esa conversación? Siéntate, te suplico, en el sitial que ocupa este niño, que te lo cederá.

SÓCRATES. —Con todo mi corazón, y me daré por complacido, si queréis escucharme.

EL AMIGO DE SÓCRATES. —Los complacidos seremos nosotros, si te dignas referírnoslo.

SÓCRATES. —Unos y otros quedaremos obligados, y ahora escuchadme. Esta mañana, cuando aún no había amanecido, Hipócrates, hijo de Apolodoro y hermano de Fasón, vino a llamar muy fuerte a mi puerta con su bastón, y apenas le abrieron, cuando se fue derecho a mi cuarto, diciendo en alta voz:

—Sócrates, ¿duermes?

Como conociera su voz —le dije:

—Hola Hipócrates, ¿qué nueva te trae?

—Una gran nueva —me dijo.

—Dios lo quiera —le respondí—. ¿Pero qué nueva es la que te trae aquí tan de mañana?

—Protágoras está en la ciudad —me dijo, manteniéndose en pie frente a mi cama.

—Ya está aquí desde antes de ayer —le repuse—; ¿no lo has sabido hasta ahora?

—No lo supe hasta esta noche.

Diciendo esto, se aproximó a mi cama a tientas, se sentó a mis pies, y continuó hablando de esta manera:

—Volví ayer por la tarde, ya muy tarde, del pueblo de Oenoe, adonde fui para coger a mi esclavo Sátiro, que se me había fugado; pensaba decírtelo antes, pero no sé qué otra cosa borró de mi espíritu esta idea. Cuando estuve de vuelta, después de cenar, y cuando íbamos ya a acostarnos, fue mi hermano a decirme que Protágoras estaba aquí. El primer pensamiento que me ocurrió fue venir a darte esta buena noticia, pero habiendo reflexionado que la noche estaba muy avanzada, me acosté, y después de un ligero sueño que me ha repuesto de las fatigas de mi viaje, me levanté y me vine aquí corriendo.

Yo que conozco a Hipócrates como un hombre de corazón, y que le veía todo azorado, le dije:

—¿Pero qué es? ¿Protágoras te ha hecho alguna injuria?

—Sí, por los dioses —me respondió riéndose—, me ha hecho la injuria de ser sabio él solo, y no hacerme a mí sabio.

—¡Oh! —le dije—, y si le das dinero y le puedes comprometer a que te admita por discípulo, también te haría sabio.

—¡Quieran Zeus y los demás dioses que así sea! —me dijo—; gastaré hasta el último óbolo y agotaré la bolsa de mis amigos, si tal sucede. Lo que me trae es suplicarte que le hables por mí; porque además de que yo soy demasiado joven, jamás le he visto ni conocido, pues cuando hizo aquí su primera venida, era yo un niño. Pero oigo decir a todo el mundo muy bien de él y se asegura que es el más elocuente de los hombres. ¿No será bueno que vayamos a su casa antes de que salga? Me han dicho que está en casa de Calias, hijo de Hipónico; vamos allá, te lo suplico encarecidamente.

—Es demasiado temprano —le dije—, pero vamos a pasearnos a mi pórtico; allí hablaremos hasta que rompa el día, y después iremos; te aseguro que le encontraremos, porque Protágoras no sale.

Bajamos, pues, al pórtico, y estando paseándonos, quise penetrar el pensamiento de Hipócrates. Con esta mira, para sondearle le pregunté:

—Y bien, Hipócrates, vas a casa de Protágoras a ofrecerle dinero para que te enseñe alguna cosa; ¿qué hombre piensas que es, y qué hombre quieres que te haga? Si fueses a casa de Hipócrates, ese gran médico de Cos, que lleva el mismo nombre que tú, y que desciende de Asclepio, y le ofrecieses dinero, si alguno te preguntase: «Hipócrates, ¿a qué clase de hombre pretendes dar este dinero destinado al otro Hipócrates?».

—Yo respondería: a un médico.

—¿Y qué es lo que querrías hacerte, dando ese dinero?

—Médico, diría.

—Y si fueses a casa de Policleto de Argos o a casa de Fidias de Atenas, y les dieses dinero para aprender de ellos alguna cosa, y te preguntasen en igual forma quiénes son estos dos hombres, Policleto y Fidias, a quienes ofreces dinero, ¿qué responderías?

—Que son escultores.

—¿Y si te preguntasen para qué, respecto de ti?

—Para hacerme escultor, respondería.

—Está perfectamente. Ahora vamos tú y yo a casa de Protágoras, dispuestos a darle todo lo que pida por tu instrucción, hasta donde alcance nuestra fortuna; y si no alcanza, acudiremos a los amigos. Si alguno, viendo este empeño tan decidido, nos preguntase: «Sócrates e Hipócrates, decidme, dando este dinero a Protágoras, ¿a qué hombre creéis darlo?», ¿qué le responderíamos? ¿Con qué nombre conocemos a Protágoras, como conocemos a Fidias con el de estatuario, y a Homero con el de poeta? ¿Cómo se llama a Protágoras?

—Se llama a Protágoras un sofista, Sócrates.

—Bueno —le dije—, vamos a dar nuestro dinero a un sofista.

—Ciertamente.

—¿Y si el mismo hombre, continuando, te preguntase lo que quieres hacerte tú con Protágoras?

A estas palabras, mi hombre ruborizándose, porque el día estaba ya claro para observar el cambio de semblante, si hemos de seguir, me dijo, nuestro principio, es claro que yo me quiero hacer un sofista.

—¡Cómo! ¿Tendrías valor para darte por sofista a la faz de los griegos?

—Si tengo de decir la verdad, te juro, Sócrates, que me daría vergüenza.

—¡Ah!, ya te entiendo, mi querido Hipócrates, tu intención no es de ir a la escuela de Protágoras, sino como has ido a la de un gramático, a la de un tocador de lira o un maestro de gimnasia; porque tú no has ido a casa de todos estos maestros para estudiar a fondo su arte, y para hacerte profesor, sino solo para ejercitarte y aprender lo que un ciudadano, un hombre libre, debe necesariamente saber.

—Sí —me dijo—, he aquí el provecho que justamente quiero sacar de Protágoras.

—¿Pero sabes lo que vas a hacer? —le dije.

—¿Qué?

—Vas a poner tu alma en manos de un sofista, y apostaré a que no sabes qué es un sofista. No sabiendo lo que es, tampoco sabes a quién vas a confiar lo más precioso que tú tienes e ignoras si lo pones en buenas o en malas manos.

—¿Por qué?; yo creo saberlo.

—Dime, pues, lo que es un sofista.

—Un sofista, como su mismo nombre lo demuestra, es un hombre hábil que sabe muchas y buenas cosas.

—Lo mismo se puede decir de un pintor o de un arquitecto. Son gentes hábiles, que saben muy buenas cosas. Pero si alguno nos preguntase en qué son hábiles, no dejaríamos de contestarles que en todo lo relativo a hacer cuadros y construir edificios. Si se nos preguntase en qué es hábil un sofista, ¿qué le responderíamos? ¿Cuál es precisamente el arte de que hace profesión? ¿Qué diríamos que es?

—Diríamos, Sócrates, que su profesión es hacer hombres elocuentes.

—Quizá diríamos la verdad, y esto ya es algo; pero no es todo, y tu respuesta reclama otra pregunta: ¿sobre qué materias hace un sofista a uno elocuente? Porque un tocador de lira hace a su discípulo elocuente en lo que corresponde al manejo de la lira

—Eso es claro.

—En qué el sofista hace a otro elocuente, ¿no es en lo que sabe?

—Sin duda.

—¿Qué es lo que sabe y qué es lo que enseña a los demás?

—En verdad, Sócrates, no podré decírtelo.

—¿Cómo? —le dije—, ¡ah!, ¿no sabes a qué peligro te expones? Si tuvieras precisión de poner tu cuerpo en manos de un médico que no conocieses, y que lo mismo que puede curarte puede matarte, ¿no te mirarías mucho? ¿No llamarías a tus amigos y a tus parientes para consultar con ellos? ¿Y no tardarías más de un día en resolverte? Estimas infinitamente más tu alma que tu cuerpo, y estás persuadido de que de ella depende tu felicidad o tu desgracia, según que está bien o mal predispuesta; y sin embargo, cuando se trata de su salud, no pides consejo ni a tu padre, ni a tu hermano, ni a ninguno de nosotros que somos tus amigos; ni tomas un solo momento para deliberar si debes entregarte a un extranjero que acaba de llegar; sino que, sin más que saber ayer tarde y bien tarde su llegada, vienes al día siguiente, antes de rayar el alba, para ponerte sin dudar en sus manos, y con la firme resolución de gastar para ello no solo tu fortuna, sino también la de tus amigos. Éste es negocio concluido; es preciso entregarse a Protágoras, a quien no conoces, como tú mismo lo confiesas, y a quien jamás has hablado; solo sabes que es un sofista, y vas a abandonarte en sus manos, ignorando al mismo tiempo lo que es un sofista.

—Lo que me dices es muy cierto, Sócrates; tienes razón.

—¿No adviertes, Hipócrates, que el sofista es un mercader de todas las cosas de que se alimenta el alma?

—Así me parece, Sócrates —me dijo—. ¿Pero cuáles son las cosas de que se alimenta el alma?

—Son las ciencias —le respondí—. Pero, mi querido amigo, es preciso estar muy en guardia con el sofista, no sea que, a fuerza de ponderarnos sus mercancías, nos engañe, como hacen los que nos venden las cosas necesarias para el alimento del cuerpo; porque estos últimos, sin saber si los géneros que ponen en venta son buenos o malos para la salud, los alaban excesivamente para salir lo más pronto posible de ellos, sin que los que los compran los conozcan mejor, a menos que el comprador sea algún médico o algún maestro de palestra. Lo mismo sucede con estos mercaderes, que van por las ciudades vendiendo su ciencia a los que desean adquirirla, y alaban indiferentemente todo lo que venden. Puede suceder que la mayor parte de ellos ignoren si lo que venden es bueno o malo para el alma, y que los que compran estén en la misma ignorancia, a menos que no se encuentre alguno que sea buen médico de alma. Si te conoces, pues; si sabes lo que es bueno o malo, puedes comprar con seguridad las ciencias en casa de Protágoras o en la de todos los demás sofistas; pero si no te conoces, no expongas lo que te debe ser más caro en el mundo, mi querido Hipócrates, porque el riesgo que se corre en la compra de las ciencias es mucho mayor que el que se corre en la compra de las provisiones de boca. Después que se han comprado estas últimas, se las lleva a casa en cestos o vasijas que no las pueden alterar, y antes de gastarlas, se tiene tiempo para consultar y llamar en su socorro a los que saben qué cosas deben comerse o beberse, qué cantidad puede tomarse y el tiempo en que debe hacerse; de manera que el peligro nunca es grande. Pero respecto de las ciencias, no sucede lo mismo; porque no se las puede poner en ningún cesto o vasija, sino en el alma, y desde que queda hecha la compra, el alma necesariamente las lleva consigo y las retiene por el resto de sus días. Sobre este objeto debemos consultarnos con personas de más edad y más experimentadas que nosotros; porque nosotros somos demasiado jóvenes para decidir sobre un negocio tan importante. Pero vamos allá, puesto que estamos en camino; oiremos a Protágoras, y después de haberle oído, se lo comunicaremos a los demás. Protágoras no estará solo, y encontraremos allí a Hipias de Elea, y aun creo que estará Pródico de Ceos y muchos otros, gente toda de ciencia.

Tomada esta resolución, emprendimos nuestra marcha. Cuando llegamos a la puerta, nos detuvimos para terminar una ligera disputa que sostuvimos mientras nos dirigíamos a la casa; esto ocupó un poco de tiempo hasta que nos pusimos de acuerdo. Pienso que el portero, que es un viejo eunuco, nos escuchó, y que aparentemente el número de sofistas que llegaban allí a cada momento le había puesto de mal humor con todos los que se aproximaban a la casa; pues apenas hubimos llamado, cuando abriendo su puerta y mirándonos, dijo: ¡ah!, ¡ah!, aún más sofistas, ya no es tiempo; y tomando su puerta con sus dos manos nos dio con ella en el rostro, cerrándola con toda su fuerza. Nosotros volvimos a llamar, y nos respondió de la parte de adentro:

—Qué, ¿no me habéis entendido?, ya os he dicho que mi amo no ve a nadie.

—Amigo mío —le dije—, no venimos aquí a interrumpir a Calias, ni somos sofistas; abre, pues, sin temor; nosotros venimos a ver a Protágoras, y a ti te basta con anunciarnos. A pesar de esto, se hizo violencia en abrirnos la puerta.

Cuando entramos, encontramos a Protágoras, que se paseaba delante del pórtico, y con él estaban de un lado Calias, hijo de Hipónico y su medio hermano uterino Páralos, hijo de Pericles, y Cármides, hijo de Glaucón; y del otro lado estaban Jantipo, el otro hijo de Pericles, Filípides, hijo de Filomelo, y Antímeros de Mende[2] el más famoso discípulo de Protágoras, y que aspira a ser sofista. Detrás de ellos marchaba una porción de gente, que en su mayor número parecían extranjeros, que son los mismos que Protágoras lleva siempre consigo por todas las ciudades por donde pasa, y a los que arrastra por la dulzura de su voz, como Orfeo. Entre ellos había algunos atenienses. Cuando vi esta magnífica reunión, tuve un placer singular en ver con qué aplomo y con qué respeto marchaba toda esta comitiva detrás de Protágoras, teniendo el mayor cuidado en no ponerse delante de él. Desde que Protágoras daba la vuelta con los que le acompañaban, se veía aquella turba, que le seguía, colocarse en círculo a derecha e izquierda, hasta que él pasaba, y en seguida colocarse detrás.

Después de él, vislumbré, sirviéndome de la expresión de Homero,[3] a Hipias de Elea, que estaba sentado al otro lado del pórtico en un sitial elevado, y cerca de él sobre las gradas observé a Erixímaco, hijo de Acúmeno, Fedro de Mirrinusa,[4] Andrón, hijo de Androtión, y algunos extranjeros de Elea mezclados con los demás. Al parecer dirigían algunas preguntas de física y de astronomía a Hipias, e Hipias de lo alto de su asiento resolvía todas sus dificultades. Asimismo «vi allí a Tántalo»,[5] quiero decir, Pródico de Ceos, que había llegado también a Atenas, pero estaba en un pequeño cuarto que sirve ordinariamente de despacho a Hipónico, y que Calias, a causa del excesivo número de huéspedes, había arreglado para estos extranjeros, después que lo hubo desocupado. Pródico estaba aún acostado, envuelto en pieles y cobertores, y cerca de su cama estaban sentados Pausanias, del pueblo de Céramis,[6] y un joven que me pareció bien portado y el más hermoso del mundo. Me parece haber oído llamarle Agatón, y mucho me engañaré, si Pausanias no estaba enamorado de él. Además estaban los dos Adimantos, el uno hijo de Cepis y el otro hijo de Leucolófides, y algunos otros jóvenes. Como yo estaba de la parte de fuera, no pude saber el objeto de su conversación, por más que desease ardientemente oír a Pródico que me parecía un hombre muy sabio, o más bien, un hombre divino. Pero tiene la voz tan gruesa, que causaba en la habitación cierto eco que impedía oír distintamente lo que decía. Entramos nosotros, y un momento después llegaron el hermoso Alcibíades, como tienes costumbre de llamarle y con mucha razón, y Critias, hijo de Calescro.

Después de estar allí un poco de tiempo y de ver lo que pasaba nos dirigimos a Protágoras. Cerca ya de él, le dije:

—Protágoras, Hipócrates y yo venimos aquí para verte.

—¿Queréis hablarme en particular o delante de toda esta gente?

—Cuando te haya dicho el objeto de nuestra venida —le dije—, tú mismo verás lo que más conviene.

—¿Y qué es lo que os trae? —nos dijo.

—Hipócrates, que aquí ves —le respondí—, es hijo de Apolodoro, una de las más grandes y ricas casas de Atenas, y es de tan buen natural que ningún hombre de su edad le iguala; quiere distinguirse en su patria, y está persuadido de que, para conseguirlo, tiene necesidad de tus lecciones. Ahora ya puedes decir si quieres que conversemos en particular o delante de todo el mundo.

—Está muy bien, Sócrates, que tomes esta precaución para conmigo; porque tratándose de un extranjero que va a las ciudades más populosas, y persuade a los jóvenes de más mérito a que abandonen a sus conciudadanos, parientes y demás jóvenes o ancianos, y que solo se liguen a él para hacerse más hábiles con su trato, son pocas cuantas precauciones se tomen, porque es un oficio muy delicado, muy expuesto a los tiros de la envidia, y que ocasiona muchos odios y muchas asechanzas. En mi opinión, sostengo que el arte de los sofistas es muy antiguo, pero los que la han profesado en los primeros tiempos, por ocultar lo que tiene de sospechoso, trataron de encubrirla, unos, con el velo de la poesía, como Homero, Hesíodo y Simónides; otros, bajo el velo de las purificaciones y profecías, como Orfeo y Museo; aquéllos la han disfrazado bajo las apariencias de la gimnasia, como Iccos de Tarento, y como hoy día hace uno de los más grandes sofistas que han existido, quiero decir, Heródico de Selibria (Selymbria)[7] en Tracia y originario de Megara; y éstos la han ocultado bajo el pretexto de la música, como vuestro Agatocles, gran sofista como pocos, Pitóclides de Ceos y otros muchos.

»Todos éstos, como os digo, para ponerse a cubierto de la envidia, han buscado pretextos para salir de apuros en caso necesario, y en este punto yo de ninguna manera soy de su dictamen, persuadido de que no han conseguido lo que querían, porque es imposible ocultarse por mucho tiempo a los ojos de las principales autoridades de las ciudades, que al fin siempre descubren estas urdimbres imaginadas por ellos y de que el pueblo no se apercibe por lo ordinario, porque se conforma siempre con el parecer de sus superiores, y se arregla a él en cuanto dicen. ¿Y puede haber cosa más ridícula, que verse uno sorprendido cuando quiere ocultarse? Lo que esto produce es atraer mayor número de enemigos y hacerse más sospechoso, llegando hasta el punto de tenérsele por un bellaco. En cuanto a mí, tomo un camino opuesto; hago francamente profesión de enseñar a los hombres, y me declaro sofista. El mejor de todos los disimulos es, a mi parecer, no valerse de ninguno; quiero más presentarme, que ser descubierto. Con esta franqueza no dejo de tomar todas las demás precauciones necesarias, en términos que, gracias a dios, ningún mal me ha resultado por blasonar de sofista, a pesar de los muchos años que ejerzo esta profesión, porque por mi edad podría ser el padre de todos los que aquí estáis. Por lo tanto, nada puede serme más agradable, si lo queréis, que hablaros en presencia de todos los que están en esta casa.

Desde luego conocí su intención, y vi que lo que buscaba era hacerse valer para con Pródico e Hipias, y envanecerse de que nosotros nos dirigiéramos a él, como ansiosos de su sabiduría. Para halagar su orgullo, le dije:

—¿No sería bueno llamar a Pródico e Hipias, para que nos oyeran?

—Ciertamente —dijo Protágoras.

Y Calias nos dijo:

—¿Queréis que preparemos asientos para que habléis sentados?

Esto nos pareció muy bien pensado, y al mismo tiempo, con la impaciencia de oír hablar hombres tan hábiles, nos dedicamos todos a llevar sillas cerca de Hipias, donde ya había bancos. Apenas se llenó este requisito, cuando Calias y Alcibíades estaban de vuelta, trayendo consigo a Pródico, a quien habían obligado a levantar, y a los que con él estaban. Sentados todos, Protágoras, dirigiéndome la palabra, me dijo:

—Sócrates, puedes decirme ahora delante de toda esta amable sociedad, lo que ya habías comenzado a decirme por este joven.

—Protágoras —le dije—, no haré otro exordio que el que ya hice antes. Hipócrates, a quien ves aquí, arde en deseo de gozar de tu trato, y querría saber las ventajas que se promete; he aquí todo lo que teníamos que decirte.

Entonces Protágoras, volviéndose hacia Hipócrates:

—Mi querido joven —le dijo— las ventajas que sacarás de tus relaciones conmigo serán que desde el primer día te sentirás más hábil por la tarde que lo que estabas por la mañana, al día siguiente lo mismo, y todos los días advertirás visiblemente que vas en continuo progreso.

—Pero, Protágoras —le dije—; nada de sorprendente tiene lo que dices y antes bien es muy natural, porque tú mismo, por avanzado que estés en años y por hábil que seas, si alguno te enseñase lo que no sabes, precisamente te habías de hacer más sabio que lo que eres. ¡Ah!, no es esto lo que exigimos. Supongamos que Hipócrates de repente muda de proyecto, y que entra en deseo de adherirse a ese pintor joven que acaba de llegar a la ciudad, a Zeuxipo de Heraclea; que se dirige a él, como al presente se dirige a ti, y que este pintor le hace la misma promesa que tú le haces: que cada día se hará más hábil y hará nuevos progresos. Si Hipócrates le pregunta, en qué hará tan grandes progresos, ¿no es claro que Zeuxipo le responderá que los hará en la pintura? Que le entre en el magín ligarse en la misma forma a Ortágoras el Tebano, y que, después de haber oído de su boca las mismas promesas que tú le has hecho, le hiciese la misma pregunta, esto es en qué se hará cada día más hábil, ¿no es claro que Ortágoras le respondería que en el arte de tocar la flauta? Siendo esto así, te suplico, Protágoras, que nos respondas con la misma precisión. Nos dices que si Hipócrates intima contigo, desde el primer día se hará más hábil, al día siguiente más aún, al otro día alcanzará nuevos progresos, y así por todos los días de su vida; pero explícanos en qué.

—Sócrates —dijo entonces Protágoras—, he aquí una cuestión bien sentada, y me gusta responder a los que las presentan de esta especie. Te digo que Hipócrates no tiene que temer conmigo lo que le sucedería con cualquier otro de los sofistas, porque todos los demás causan un notable perjuicio a los jóvenes en cuanto a que les obligan, contra su voluntad, a aprender artes que no les interesan y que de ninguna manera querían aprender, como la aritmética, la astronomía, la geometría, la música, (y diciendo esto miraba a Hipias) en vez de lo cual, conmigo, este joven no aprenderá jamás otra ciencia que la que desea al dirigirse a mí, y esta ciencia no es otra que la prudencia o el tino que hace que uno gobierne bien su casa, y que en las cosas tocantes a la república nos hace muy capaces de decir y hacer todo lo que le es más ventajoso.

—Mira —le dije—, si he cogido bien tu pensamiento; me parece que quieres hablar de la política, y que te supones capaz para hacer de los hombres buenos ciudadanos.

—Precisamente —dijo él—, es eso lo que forma mi orgullo.

—En verdad, Protágoras —le dije—, vaya una ciencia maravillosa, si es cierto que la posees, y no tengo dificultad en decirte libremente en esta materia lo que pienso. Hasta ahora había creído que era esta una cosa que no podía ser enseñada, pero puesto que dices que tú la enseñas, ¿qué remedio me queda sino creerte? Sin embargo, es justo te diga las razones que tengo para creer que no puede ser enseñada, y que no depende de los hombres comunicar esta ciencia a los demás. Estoy persuadido, como lo están todos los griegos, de que los atenienses son muy sabios. Veo en todas nuestras asambleas, que cuando la ciudad tiene precisión de construir un edificio, se llama a los arquitectos para que den su dictamen; que cuando se quieren construir naves, se hacen venir los carpinteros que trabajan en los arsenales; y que lo mismo sucede con todas las demás cosas que por su naturaleza pueden ser enseñadas y aprendidas; y si alguno que no es profesor se mete a dar consejos, por bueno, por rico, por noble que sea, no le dan oídos, y lo que es más, se burlan de él, le silban, y hasta llega el caso de hacer un ruido espantoso para que se retire, si antes no lo cogen los ujieres y lo echan fuera por orden de los senadores. Así se conduce el pueblo en todas las cosas que dependen de las artes. Pero siempre que se delibera sobre la organización de la república, entonces se escucha indiferentemente a todo el mundo. Veis al albañil, al aserrador, al zapatero, al mercader, al patrón de buque, al pobre, al rico, al noble, al plebeyo, levantarse para dar sus pareceres, y no se lleva a mal; nadie hace ruido como en las otras ocasiones, y a nadie se le echa en cara que se injiera[8] en dar consejos sobre cosas que ni ha aprendido, ni ha tenido maestros que se las hayan enseñado; prueba evidente, de que todos los atenienses creen que la política no puede ser enseñada.

»Esto se ve no solo en los negocios generales de la república, sino también en los asuntos particulares y en todos los casos, porque los más sabios y los más hábiles de nuestros ciudadanos no pueden comunicar su sabiduría y su habilidad a los demás. Sin ir más lejos, Pericles ha hecho que sus dos hijos, que están presentes, aprendan todo lo que depende de maestros, pero en razón de su capacidad política, ni él los enseña, ni los envía a casa de ningún maestro, sino que los deja pastar libremente por todas las praderías, como animales consagrados a los dioses que vagan errantes sin pastor, para ver si por fortuna se ponen ellos por sí mismos en el camino de la virtud. Es cierto que el mismo Pericles, tutor de Clinias, hermano segundo de Alcibíades, aquí presente, temeroso de que este último, mucho más joven, fuese corrompido por su hermano, tomó el partido de separarlos, y llevó a Clinias a casa de Arifrón[9] para que este hombre sabio tuviese cuidado de educarle e instruirle. ¿Pero qué sucedió? Que apenas Clinias estuvo seis meses, cuando Arifrón, sin saber qué hacer de él, le restituyó a Pericles. Podría citar muchos otros, que siendo muy virtuosos y muy hábiles, jamás han podido hacer mejores, ni a sus hijos, ni a los hijos de otros, y cuando considero todos estos ejemplares, te confieso, Protágoras, que me confirmo más en mi opinión de que la virtud no puede ser enseñada; y así es que cuando te oigo hablar como tú lo haces, me conmuevo y comienzo a creer que dices verdad, persuadido como estoy de que tú tienes larga experiencia, que has aprendido mucho de los demás, y que has encontrado en ti mismo grandes recursos. Si nos puedes demostrar claramente que la virtud por su naturaleza puede ser enseñada, no nos ocultes tan rico tesoro, y haznos partícipes de él; te lo suplico encarecidamente.

—No te lo ocultaré —dijo— pero escoge; ¿quieres que te haga, como buen anciano que se dirige a jóvenes, esta demostración por medio de una fábula[10], o que haga un discurso razonado?

Al oír estas palabras, la mayor parte de los que estaban sentados exclamaron que él era el jefe y que se le dejase la elección.

—Supuesto eso —dijo—, creo que la fábula será más agradable.

»Hubo un tiempo en que los dioses existían solos, y no existía ningún ser mortal. Cuando el tiempo destinado a la creación de estos últimos se cumplió, los dioses los formaron en las entrañas de la tierra, mezclando la tierra, el fuego y los otros dos elementos que entran en la composición de los dos primeros. Pero antes de dejarlos salir a luz, mandaron los dioses a Prometeo[11] y a Epimeteo que los revistieran con todas las cualidades convenientes, distribuyéndolas entre ellos. Epimeteo suplicó a Prometeo que le permitiera hacer por sí solo esta distribución, «a condición», le dijo, «de que tú la examinarás cuando yo la hubiere hecho». Prometeo consintió en ello; y he aquí a Epimeteo en campaña. Distribuye a unos la fuerza sin la velocidad, y a otros la velocidad sin la fuerza; da armas naturales a estos y a aquellos se las rehúsa; pero les da otros medios de conservarse y defenderse. A los que da cuerpos pequeños les asigna las cuevas y los subterráneos para guarecerse, o les da alas para buscar su salvación en los aires; los que hace corpulentos en su misma magnitud tienen su defensa. Concluyó su distribución con la mayor igualdad que le fue posible, tomando bien las medidas, para que ninguna de estas especies pudiese ser destruida. Después de haberles dado todos los medios de defensa para libertar a los unos de la violencia de los otros, tuvo cuidado de guarecerlos de las injurias del aire y del rigor de las estaciones. Para esto los vistió de un vello espeso y una piel dura, capaz de defenderlos de los hielos del invierno y de los ardores del estío, y que les sirve de abrigo cuando tienen necesidad de dormir, y guarneció sus pies con un casco muy firme, o con una especie de callo espeso y una piel muy dura, desprovista de sangre. Hecho esto, les señaló a cada uno su alimento; a estos las hierbas; a aquellos los frutos de los árboles; a otros las raíces; y hubo especie a la que permitió alimentarse con la carne de los demás animales; pero a ésta la hizo poco fecunda, y concedió en cambio una gran fecundidad a las que debían alimentarla, a fin de que ella se conservase. Pero como Epimeteo no era muy prudente, no se fijó en que había distribuido todas las cualidades entre los animales privados de razón, y que aún le quedaba la tarea de proveer al hombre. No sabía qué partido tomar, cuando Prometeo llegó para ver la distribución que había hecho. Vio todos los animales perfectamente arreglados, pero encontró al hombre desnudo, sin armas, sin calzado, sin tener con qué cubrirse.

Estaba ya próximo el día destinado para aparecer el hombre sobre la tierra y mostrarse a la luz del sol, y Prometeo no sabía qué hacer, para dar al hombre los medios de conservarse. En fin, he aquí el expediente a que recurrió: robó a Hefesto y a Atenea[12] el secreto de las artes y el fuego, porque sin el fuego las ciencias no podían poseerse y serían inútiles, y de todo hizo un presente al hombre. He aquí de qué manera el hombre recibió la ciencia de conservar su vida; pero no recibió el conocimiento de la política, porque la política estaba en poder de Zeus, y Prometeo no tenía aún la libertad de entrar en el santuario del padre de los dioses,[i] cuya entrada estaba defendida por guardas terribles. Pero, como estaba diciendo, se deslizó furtivamente en el taller en que Hefesto y Atenea trabajaban, y habiendo robado a este dios su arte, que se ejerce por el fuego, y a aquella diosa el suyo, se los regaló al hombre, y por este medio se encontró en estado de proporcionarse todas las cosas necesarias para la vida. Se dice que Prometeo fue después castigado por este robo[13], que solo fue hecho para reparar la falta cometida por Epimeteo. Cuando se hizo al hombre partícipe de las cualidades divinas, fue el único de todos los animales, que a causa del parentesco que le unía con el ser divino, se convenció de que existen dioses, les levantó altares y les dedicó estatuas. En igual forma creó una lengua, articuló sonidos y dio nombres a todas las cosas, construyó casas, hizo trajes, calzado, camas y sacó sus alimentos de la tierra. Con todos estos auxilios los primeros hombres vivían dispersos, y no había aún ciudades. Se veían miserablemente devorados por las bestias, siendo en todas partes mucho más débiles que ellas. Las artes que poseían eran un medio suficiente para alimentarse, pero muy insuficiente para defenderse de los animales, porque no tenían aún ningún conocimiento de la política, de la que el arte de la guerra es una parte. Creyeron que era indispensable reunirse para su mutua conservación, construyendo ciudades. Pero apenas estuvieron reunidos, se causaron los unos a los otros muchos males, porque aún no tenían ninguna idea de la política. Así es que se vieron precisados a separarse otra vez, y he aquí expuestos de nuevo al furor de las bestias. Zeus, movido de compasión y temiendo también que la raza humana se viera exterminada, envió a Hermes con orden de dar a los hombres pudor y justicia, a fin de que construyesen sus ciudades y estrechasen los lazos de una común amistad. Hermes, recibida esta orden, preguntó a Zeus, cómo debía dar a los hombres el pudor y la justicia, y si los distribuiría como Epimeteo había distribuido las artes; porque he aquí cómo lo fueron estas: el arte de la medicina, por ejemplo, fue atribuido a un hombre solo, que lo ejerce por medio de una multitud de otros que no la conocen, y lo mismo sucede con todos los demás artistas.

»—¿Bastará, pues, que yo distribuya lo mismo el pudor y la justicia entre un pequeño número de personas, o las repartiré a todos indistintamente?

»—A todos, sin dudar, respondió Zeus; es preciso que todos sean partícipes, porque si se entregan a un pequeño número, como se ha hecho con las demás artes, jamás habrá, ni sociedades, ni poblaciones. Además, publicarás de mi parte una ley, según la que todo hombre, que no participe del pudor y de la justicia, será exterminado y considerado como la peste de la sociedad.

»Aquí tienes, Sócrates, la razón por la que los atenienses y los demás pueblos que deliberan sobre negocios concernientes a las artes, como la arquitectura o cualquier otro, solo escuchan los consejos de pocos, es decir, de los artistas; y si otros, que no son de la profesión, se meten a dar su dictamen, no se les sufre, como has dicho muy bien, y es muy racional que así suceda. Pero cuando se trata de los negocios que corresponden puramente a la política, como la política versa siempre sobre la justicia y la templanza, entonces escuchan a todo el mundo y con razón, porque todos están obligados a tener estas virtudes, pues que de otra manera no hay sociedad. Ésta es la única razón de tal diferencia, Sócrates.

»Y para que no creas que te engaño cuando digo que todos los hombres están verdaderamente persuadidos de que cada particular tiene un conocimiento suficiente de la justicia y de todas las demás virtudes políticas, aquí tienes una prueba que no te permite dudar. En las demás artes, como dijiste muy bien, si alguno se alaba de sobresalir en una de ellas, por ejemplo, en la de tocar la flauta, sin saber tocar, todo el mundo le silba y se levanta contra él, y sus parientes hacen que se retire como si fuera un hombre que ha perdido el juicio. Por el contrario, cuando se ve un hombre que, hablando de la justicia y de las demás virtudes políticas, dice delante de todo el mundo, atestiguando contra sí mismo, que no es justo ni virtuoso, aunque en todas la demás ocasiones sea loable decir la verdad, en este caso se califica de locura, y se dice con razón, que todos los hombres están obligados a afirmar de sí mismos que son justos, aunque no lo sean, y que el que no sabe, por lo menos, fingir lo justo, es enteramente un loco; porque no hay nadie que no esté obligado a participar de la justicia de cualquier manera, a menos que deje de ser hombre. He aquí por qué he sostenido que es justo oír indistintamente a todo el mundo, cuando se trata de la política, en concepto de que no hay nadie que no tenga algún conocimiento de ella.

»Es preciso que todos se persuadan de que estas virtudes no son, ni un presente de la naturaleza, ni un resultado del azar, sino fruto de reflexiones y de preceptos, que constituyen una ciencia que puede ser enseñada, que es lo que ahora me propongo demostraros.

»¿No es cierto, que respecto a los defectos que nos son naturales o que nos vienen de la fortuna, nadie se irrita contra nosotros, nadie nos lo advierte, nadie nos reprende, en una palabra, no se nos castiga para que seamos distintos de lo que somos? Antes por lo contrario, se tiene compasión de nosotros, porque ¿quién podría ser tan insensato que intentara corregir a un hombre raquítico, a un hombre feo, a un valetudinario? ¿No está todo el mundo persuadido de que los defectos del cuerpo, lo mismo que sus bellezas, son obras de la naturaleza y de la fortuna? No sucede lo mismo con todas las demás cosas que pasan en verdad por fruto de la aplicación y del estudio. Cuando se encuentra alguno que no las tiene o que tiene los vicios contrarios a estas virtudes que debería tener, todo el mundo se irrita contra él; se le advierte, se le corrige y se le castiga. En el número de estos vicios entran la injusticia y la impiedad, y todo lo que se opone a las virtudes políticas y sociales. Como todas estas virtudes pueden ser adquiridas por el estudio y por el trabajo, todos se sublevan contra los que han despreciado el aprenderlas. Es esto tan cierto, Sócrates, que si quieres tomar el trabajo de examinar lo que significa esta expresión: castigar a los malos, la fuerza que tiene y el fin que nos proponemos con este castigo; esto solo basta para probarte que los hombres todos están persuadidos de que la virtud puede ser adquirida. Porque nadie castiga a un hombre malo solo porque ha sido malo, a no ser que se trate de alguna bestia feroz que castigue para saciar su crueldad. Pero el que castiga con razón, castiga, no por las faltas pasadas, porque ya no es posible que lo que ya ha sucedido deje de suceder, sino por las faltas que puedan sobrevenir, para que el culpable no reincida y sirva de ejemplo a los demás su castigo. Todo hombre que se propone este objeto, está necesariamente persuadido de que la virtud puede ser enseñada, porque solo castiga respecto al porvenir. Es constante que todos los hombres que hacen castigar a los malos, sea privadamente, sea en público, lo hacen con esta idea, y lo mismo los atenienses que todos los demás pueblos. De donde se sigue necesariamente, que los atenienses están tan persuadidos como los demás pueblos, de que la virtud puede ser adquirida y enseñada. así es que con razón oyen en sus consejos al albañil, al herrero, al zapatero, porque están persuadidos de que se puede enseñar la virtud, y me parece que esto está suficientemente probado.

»La única duda que queda en pie es la relativa a los hombres virtuosos. Preguntas de dónde nace que esos grandes personajes hacen que sus hijos aprendan todo lo que puede ser enseñado por maestros, haciéndolos muy hábiles en todas estas artes, mientras que son impotentes para enseñarles sus propias virtudes lo mismo que a los demás ciudadanos. Para responder a esto, Sócrates, no recurriré a la fábula como antes, sino que te daré razones muy sencillas, y para ello me basto solo. ¿No crees que hay una cosa, a la que todos los ciudadanos están obligados igualmente, y sin la que no se concibe ni la sociedad, ni la ciudad? La solución de la dificultad depende de este solo punto. Porque si esta cosa única existe, y no es el arte del carpintero, ni del herrero, ni del alfarero, sino la justicia, la templanza, la santidad, y, en una palabra, todo lo que está comprendido bajo el nombre de virtud; si esta cosa existe, y todos los hombres están obligados a participar de ella, de manera que cada particular que quiera instruirse o hacer alguna cosa, esté obligado a conducirse según sus reglas o renunciar a todo lo que quería; que todos aquellos que no participen de esta cosa, hombres, mujeres y niños, sean contenidos, reprimidos y penados hasta que la instrucción y el castigo los corrijan; y que los que no se enmienden sean castigados con la muerte o arrojados de la ciudad; si todo esto sucede, como tú no lo puedes negar, por más que esos hombres grandes, de que hablas, hagan aprender a sus hijos todas las demás cosas, si no pueden enseñarles esta cosa única, quiero decir, la virtud, es preciso un milagro para que sean hombres de bien. Ya te he probado que todo el mundo está persuadido de que la virtud puede ser enseñada en público y en particular. Puesto que puede ser enseñada, ¿te imaginas que haya padres que instruyan a sus hijos en todas las cosas, que impunemente se pueden ignorar, sin incurrir en la pena de muerte ni en la menor pena pecuniaria, y que desprecien enseñarles las cosas cuya ignorancia va ordinariamente seguida de la muerte, de la prisión, del destierro, de la confiscación de bienes, y para decirlo en una sola palabra, de la ruina entera de las familias? ¿No se advierte que todos emplean sus cuidados en la enseñanza de estas cosas? Sí, sin duda, Sócrates, y debemos pensar que estos padres, tomando sus hijos desde la más tierna edad, es decir, desde que se hallan en estado de entender lo que se les dice, no cesan toda su vida de instruirlos y reprenderlos, y no solo los padres sino también las madres, las nodrizas y los preceptores.

»Todos trabajan únicamente para hacer los hijos virtuosos, enseñándoles con motivo de cada acción, de cada palabra, que tal cosa es justa, que tal otra injusta, que esto es bello, aquello vergonzoso, que lo uno es santo, que lo otro impío, que es preciso hacer esto y evitar aquello. Si los hijos obedecen voluntariamente estos preceptos, se los alaba, se los recompensa; si no obedecen, se los amenaza, se los castiga, y también se los endereza como a los árboles que se tuercen. Cuando se los envía a la escuela, se recomienda a los maestros que no pongan tanto esmero en enseñarles a leer bien y tocar instrumentos, como en enseñarles las buenas costumbres. Así es que los maestros en este punto tienen el mayor cuidado. Cuando saben leer y pueden entender lo que leen, en lugar de preceptos a viva voz, los obligan a leer en los bancos los mejores poetas, y a aprenderlos de memoria. Allí encuentran preceptos excelentes y relaciones en que están consignados elogios de los hombres más grandes de la antigüedad, para que estos niños, inflamados con una noble emulación, los imiten y procuren parecérseles. Los maestros de música hacen lo mismo, y procuran que sus discípulos no hagan nada que pueda abochornarles. Cuando saben la música y tocan bien los instrumentos, ponen en sus manos composiciones de los poetas líricos, obligándolos a que las canten acompañándose con la lira, para que de esta manera el número y la armonía se insinúen en su alma, aún muy tierna, y para que haciéndose por lo mismo más dulces, más tratables, más cultos, más delicados, y por decirlo así, más armoniosos y más de acuerdo, se encuentren los niños en disposición de hablar bien y de obrar bien, porque toda la vida del hombre tiene necesidad de número y de armonía.

»No contentos con esto, se los envía además a los maestros de gimnasia, con el objeto de que, teniendo el cuerpo sano y robusto, puedan ejecutar mejor las órdenes de un espíritu varonil y sano, y que la debilidad de su temperamento no les obligue rehusar el servir a su patria, sea en la guerra, sea en las demás funciones. Los que tienen más recursos son los que comúnmente ponen sus hijos al cuidado de maestros, de manera que los hijos de los más ricos son los que comienzan pronto sus ejercicios, y los continúan por más tiempo, porque desde su más tierna edad concurren a estas enseñanzas, y no cesan de concurrir hasta que son hombres hechos. Apenas han salido de manos de sus maestros, cuando la patria les obliga a aprender las leyes y a vivir según las reglas que ellas prescriben, para que cuanto hagan, sea según principios de razón y nada por capricho o fantasía; y a la manera que los maestros de escribir dan a los discípulos, que no tienen firmeza en la mano, una reglilla para colocar bajo del papel, a fin de que, copiando las muestras, sigan siempre las líneas marcadas, en la misma forma la patria da a los hombres las leyes que han sido inventadas y establecidas por los antiguos legisladores. Ella los obliga a gobernar y a dejarse gobernar según sus reglas, y si alguno se separa le castiga, y a esto llamáis comúnmente vosotros, valiéndoos de una palabra muy propia, enderezar, que es la función misma de la ley. Después de tantos cuidados como se toman en público y en particular para inspirar la virtud, ¿extrañarás, Sócrates, y dudarás ni un solo momento, que la virtud puede ser enseñada? Lejos de extrañarlo, deberías sorprenderte más, si lo contrario fuese lo cierto. ¿Pero de dónde nace que muchos hijos de hombres virtuosísimos se hacen muy malos? La razón es muy clara, y no puede causar sorpresa, si lo que yo he dicho es exacto. Si es cierto que todo hombre está obligado a ser virtuoso, para que la sociedad subsista, como lo es sin la menor duda, escoge, entre todas las demás ciencias y profesiones que ocupan a los hombres, la que te agrade. Supongamos, por ejemplo, que esta ciudad no pueda subsistir, si no somos todos tocadores de flauta. ¿No es claro que en este caso todos nos entregaríamos a este ejercicio, que en público y en particular nos enseñaríamos los unos a los otros a tocar, que reprenderíamos y castigaríamos a los que no quisiesen aprender, y que no haríamos de esta ciencia más misterio que el que ahora hacemos de la ciencia de la justicia y de las leyes? ¿Rehúsa nadie enseñar a los demás lo que es justo? ¿Se guarda el secreto de esta ciencia, como se practica con todas las demás? No, sin duda; y la razón es porque la virtud y la justicia de cada particular son útiles a toda la sociedad. He aquí por qué todo el mundo se siente inclinado a enseñar a los demás todo lo relativo a las leyes y a la justicia. Si sucediese lo mismo en el arte de tocar la flauta, y estuviésemos todos igualmente inclinados a enseñar a los demás sin ninguna reserva lo que supiésemos, ¿crees tú, Sócrates, que los hijos de los mejores tocadores de flauta se harían siempre mejores en este arte que los hijos de los medianos tocadores? Estoy persuadido de que tú no lo crees. Los hijos que tengan las más felices disposiciones para el ejercicio de este arte, serían los que harían los mayores progresos, mientras que se fatigarían en vano los demás y no adquirirían jamás nombradía, y veríamos todos los días el hijo de un famoso tocador de flauta no ser más que una medianía, y, por el contrario, el hijo de un ignorante hacerse muy hábil; pero mirando al conjunto, todos serán buenos si los comparas con los que jamás han manejado una flauta.

»En la misma forma ten por cierto que el más injusto de todos los que están nutridos en el conocimiento de las leyes y de la sociedad sería un hombre justo, y hasta capaz de enseñar la justicia, si lo comparas con gentes que no tienen educación, ni leyes, ni tribunales, ni jueces; que no están forzados por ninguna necesidad a rendir homenaje a la virtud, y que, en una palabra, se parecen a esos salvajes que Ferécrates nos presentó el año pasado en las fiestas de Baco. Créeme, si hubieras de vivir con hombres semejantes a los misántropos que este poeta introduce en su pieza dramática, te tendrías por muy dichoso cayendo en manos de un Euríbates y de un Frinondas[14], y suspirarías por la maldad de nuestras gentes, contra la que declamas hoy tanto. Tu mala creencia no tiene otro origen que la facilidad con que todo esto se verifica y como ves que todo el mundo enseña la virtud como puede, te place el decir que no hay un solo maestro que la enseñe. Esto es como si buscaras en Grecia un maestro que enseñase la lengua griega; no lo encontrarías; ¿por qué? Porque todo el mundo la enseña. Verdaderamente, si buscaseis alguno que pudiese enseñar a los hijos de los artesanos el oficio de sus padres, con la misma capacidad que podrían hacerlo estos mismos o los maestros jurados, te confieso, Sócrates, con más razón, que semejante maestro no sería fácil encontrarlo; pero encontrar a los que pueden instruir a los ignorantes es cosa sencilla. Lo mismo sucede con la virtud y con todas las demás cosas semejantes a ella. Por pequeña que sea la ventaja que otro hombre tenga sobre nosotros para impulsarnos y encarrilarnos por el camino de la virtud, es cosa con la que debemos envanecemos y darnos por dichosos. Creo ser yo del número de estos, porque sé mejor que nadie todo lo que debe practicarse para hacer a uno hombre de bien, y puedo decir que no robo el dinero que tomo, pues aún merezco más según el voto mismo de mis discípulos. He aquí mi modo ordinario de proceder en este caso: cuando alguno ha aprendido de mí lo que deseaba saber, si quiere, me paga lo que hay costumbre de darme, y si no, puede ir a un templo, y después de jurar que lo que le he enseñado vale tanto o cuanto, depositar la suma que me destine.

»He aquí, Sócrates, cuál es la fábula y cuáles son las razones de que he querido valerme para probarte que la virtud puede ser enseñada y que están persuadidos de ello todos los atenienses; y para hacerte ver igualmente que no hay que extrañar que los hijos de los padres más virtuosos sean las más veces poca cosa, y que los de los ignorantes salgan mejores, puesto que aquí mismo vemos que los hijos de Policleto, que son de la misma edad que Jantipo y Páralos, no son nada si se les compara con su padre, y lo mismo sucede con otros muchos hijos de nuestros más grandes artistas. Pero con respecto a los hijos de Pericles, que acabo de nombrar, no es tiempo de juzgarlos, porque da espera su tierna juventud.

Concluido este largo y magnífico discurso, Protágoras calló; y yo, después de haber permanecido largo rato en una especie de arrobamiento, me puse a mirarle como quien esperaba que dijese más, y cosas que yo aguarda con mucha impaciencia. Pero viendo que había efectivamente concluido, y después de hacer yo un esfuerzo para replegarme sobre mí mismo, me dirigí a Hipócrates y le dije:

—En verdad, hijo de Apolodoro, no me es posible expresarte mi agradecimiento en haberme precisado a venir aquí, porque por nada en el mundo hubiera querido perder esta ocasión de haber oído a Protágoras. Hasta aquí había creído siempre que de ninguna manera debíamos al auxilio del hombre el hacernos virtuosos, pero al presente estoy persuadido de que es una cosa puramente humana. Solo me queda un pequeño escrúpulo, que me quitará fácilmente Protágoras, que tan lindas cosas nos acaba de demostrar. Si consultáramos sobre estas materias a alguno de nuestros grandes oradores, quizá tendríamos discursos semejantes a este, y creeríamos oír a un Pericles o a alguno de los más elocuentes que hemos tenido. Pero si después de esto les propusiéramos alguna objeción, no sabrían qué decir, ni qué responder, y permanecerían mudos como un libro; en lugar de que, no oponiendo objeciones y limitándose a escucharles, no concluirían nunca, y harían como los vasos de bronce, que una vez golpeados producen por largo tiempo un sonido, si no se pone en ellos la mano o se los coge, y he aquí lo que hacen nuestros oradores; se les excita, razonan hasta el infinito. No sucede esto con Protágoras; es muy capaz, no solo de pronunciar largos y preciosos discursos, como acaba de hacerlo ver, sino también de responder con precisión y en pocas palabras a las preguntas que se le hagan, así como de esperar y recibir las respuestas en forma conveniente, cosa que está reservada a muy pocos.

»Por ahora, Protágoras —le dije—, solo falta una pequeña cosa para quedar satisfecho por completo, y me daré por contento cuando hayas tenido la bondad de contestarme. Dices que la virtud puede ser enseñada, y si hay en el mundo un hombre a quien yo crea sobre este punto, eres tú; pero te suplico me quites un escrúpulo que me has dejado en el espíritu. Has dicho que Zeus envió a los hombres el pudor y la justicia, y en todo tu discurso has hablado de la justicia, de la templanza y de la santidad, como si la virtud fuese una sola cosa que abrazase todas estas cualidades. Explícame con la mayor exactitud si la virtud es una, y si la justicia, la templanza, la santidad, no son más que sus partes, o si todas las cualidades que acabo de nombrar no son más que nombres diferentes de una sola y misma cosa. He aquí lo que deseo aún saber de ti.

—Nada más fácil, Sócrates, que satisfacerte sobre este punto, porque la virtud es una, y esas que dices no son más que partes.

—Pero —le dije yo—, ¿son partes de la virtud como son la boca, la nariz, los oídos y los ojos partes del semblante?, ¿o bien lo son como las partes del oro, que son todas de la misma naturaleza que la masa, y solo se diferencian entre sí por la cantidad?

—Son partes, sin duda, como la boca y la nariz lo son del semblante.

—Pero —le dije—, ¿los hombres adquieren unos una parte de esta virtud y otros otra? ¿O necesariamente el que adquiere una tiene que adquirirlas todas?

—De ninguna manera —me respondió—; porque ves todos los días gentes que son valientes e injustas, y otras que son justas sin ser sabias.

—¿Luego el valor y la sabiduría son partes de la virtud?

—Ciertamente —me dijo—, y la mayor de sus partes es la sabiduría.

—Y cada una de sus partes ¿es diferente de la otra?

—Sin dificultad.

—Y cada una ¿tiene sus propiedades, como en las partes del semblante? Por ejemplo, los ojos no son como los oídos, porque tienen propiedades diferentes, y así sucede con las demás, que son todas diferentes y no se parecen, ni por su forma, ni por sus cualidades; ¿sucede lo mismo con las partes de la virtud? ¿La una no se parece en manera alguna a la otra, y todas se diferencian absolutamente entre sí y por sus propiedades? Es evidente que ellas no se parecen, si sucede con ellas lo que con el ejemplo del que nos hemos servido.

—Sócrates, eso es muy cierto —me dijo.

—¿La virtud —le dije— no tiene ninguna otra parte que se parezca a la ciencia, ni a la justicia, ni al valor, ni a la templanza, ni a la santidad?

—No, sin duda.

—Veamos, pues, y examinemos a fondo tú y yo la naturaleza de cada una de sus partes. Comencemos por la justicia; ¿es alguna cosa real en sí o no es nada? Yo encuentro que es alguna cosa; ¿y tú?

—También yo encuentro eso.

—Si alguno se dirigiese a ti y a mí, y nos dijese: «Protágoras y Sócrates, explicadme, os lo suplico, qué es eso que llamáis justicia, es alguna cosa justa o injusta», yo le respondería sin dudar, que es alguna cosa justa: ¿no responderías tú como yo?

—Ciertamente.

—«¿La justicia consiste, según vosotros —nos diría— en ser justo?» Nosotros diríamos que sí; ¿no es verdad?

—Sin duda, Sócrates.

—Y si después nos preguntase: «¿no decís también que hay una santidad?», ¿nosotros le diríamos que la hay?

—Ciertamente.

—«¿Sostenéis que esta santidad es alguna cosa», continuaría él; y nosotros se lo concederíamos?; ¿no es así?

—Sin duda.

—«Consiste su naturaleza en ser santa o impía», seguiría diciendo. Confieso que al oír esta pregunta, yo montaría en cólera, y diría a ese hombre: hablad mejor, os lo suplico; ¿qué habría de santo en el mundo, si la santidad misma no fuese santa? ¿No responderías tú como yo?

—Sí, Sócrates.

—Si después, continuando este hombre, preguntándonos, nos dijese: «¿pero qué es lo que habéis dicho hace un momento?, ¿habré entendido mal? Me parece que dijisteis que las partes de la virtud eran todas diferentes, y que la una jamás era como la otra». Yo le respondería: tienes razón, eso se ha dicho; pero si piensas que soy yo el que lo ha dicho has entendido mal; porque es Protágoras el que ha sentado esa proposición; yo no he hecho más que interrogarle. Entonces no dejaría de dirigirse a ti: «Protágoras», diría, «¿convienes en que ninguna de las partes de la virtud es semejante a otra? ¿Es esta tu opinión?». ¿Qué responderías?

—Me sería forzoso confesarlo, Sócrates.

—Hecha esta confesión, qué le responderíamos, si continuase en sus preguntas, y nos dijese: «¿Según tú, por consiguiente, ni la santidad es una cosa justa, ni la justicia es una cosa santa, sino que la justicia es impía y la santidad es injusta?». ¿Qué le responderíamos, Protágoras? Te confieso, que por mi parte le respondería que tengo la justicia por santa y la santidad por justa; y si tú no me lo impidieras, aseguraría por ti, que estás persuadido de que la justicia es la misma cosa que la santidad o, por lo menos, una cosa muy aproximada, y que la santidad es la misma cosa que la justicia o muy próxima a la justicia. Mira ahora, si me impedirías responder esto por ti, o si convendrías en ello.

—Pero, Sócrates, me parece que no debemos conceder tan ligeramente que la justicia sea santa y que la santidad sea justa, porque hay alguna diferencia entre ellas. ¿Pero qué hace esto al caso? Si quieres, yo consiento en que la justicia sea santa y que la santidad sea justa.

—¿Cómo, si yo quiero? —le dije—; no es esto lo que se trata de refutar; eres tú, soy yo, es nuestro propio convencimiento, y por lo pronto es preciso quitar, a mi parecer, ese si yo quiero, para ilustrar la discusión.

—Sea así —me respondió—; admitamos que la justicia se parece en cierta manera a la santidad, porque una cosa siempre se parece a otra hasta cierto punto. Lo blanco se parece en algo a lo negro, lo duro a lo blando, y así en todas las cosas que parecen las más contrarias. Estas partes mismas, que hemos reconocido que tienen propiedades diferentes, y que la una no es como la otra; quiero decir, las partes del semblante, si te fijas bien en ello, hallarás, que aunque sea en poco se parecen, y que son en cierta manera la una como la otra; y en este concepto podrías probar muy bien, si quisieses, que todas las cosas son semejantes entre sí. Pero no es justo llamar semejantes a cosas que no tienen entre sí más que una pequeña semejanza, lo mismo que llamar desemejantes las que se diferencia muy poco; porque una ligera semejanza no hace las cosas semejantes; ni una diferencia ligera, desemejantes.

Sorprendido de este discurso, le pregunté:

—¿Te parece que lo justo y lo santo, no tienen entre sí más que una ligera semejanza?

—Esta semejanza, Sócrates, no es tan ligera como te he dicho, pero tampoco es tan grande como tú piensas.

—Pues bien —le dije—, puesto que te veo de mal talante contra esta santidad y esta justicia, dejemos este punto y pasemos a otros. ¿Qué piensas tú de la insania? ¿No es una cosa enteramente contraria a la sabiduría?

—Así me parece.

—Cuando los hombres se conducen bien y útilmente, ¿no te parece que son más templados en su conducta, que cuando hacen lo contrario?

—Sin contradicción.

—¿Son templados por la templanza?

—No puede ser de otra manera.

—Y los que no se conducen bien, ¿obran locamente y no son en manera alguna templados en su conducta?

—Convengo en ello.

—¿Luego obrar locamente es lo opuesto a obrar con templanza?

—Convengo en ello.

—¿Lo que se hace locamente procede de la insania y lo que se hace con templanza procede de la templanza?

—Sí.

—¿Luego lo que nace de la fuerza es fuerte, y lo que nace de la debilidad es débil?

—Ciertamente.

—¿Es debido a la velocidad que una cosa sea ligera, y debido a la lentitud que sea pesada?

—Sin duda.

—¿Y todo lo que se hace de una misma manera se hace por un mismo principio, como lo que se hace de una manera contraria se hace por un principio contrario?

—Sin dificultad.

—Veamos, pues —le dije—: ¿hay alguna cosa que se llame bella?

—Sí.

—¿Este algo bello tiene otro contrario que lo feo?

—No.

—¿No hay algo que se llama lo bueno?

—Sí.

—¿Lo bueno tiene otro contrario que lo malo?

—No, no tiene otro.

—¿En la voz no hay un tono que se llama agudo?

—Sí.

—¿Y este tono agudo tiene otro contrario que el tono grave?

—No.

—Cada contrario no tiene más que un solo contrario y no muchos.

—Lo confieso.

—Veamos, pues; hagamos una recapitulación de las cosas en que estamos conformes. Hemos convenido en que cada contraria no tiene más que una sola contraria y no muchas.

—Sí.

—Que las contrarias se gobiernan por principios contrarios.

—Conforme.

—Que lo que se hace locamente se hace de una manera contraria a lo que se hace con templanza.

—Sí.

—Que lo que se hace con templanza viene de la templanza, y que lo que se hace locamente viene de la locura.

—Conforme.

—Que lo que se hace de una manera contraria debe ser hecho por un principio contrario.

—Sí.

—¿De manera que una cosa procede de la templanza, y otra cosa procede de la locura?

—Sin duda.

—¿De una manera contraria?

—Sí.

—¿Por principios contrarios?

—Ciertamente.

—¿Luego la templanza es lo contrario de la locura?

—Así me parece.

—¿Te acuerdas que conviniste antes en que la sabiduría es lo contrario de la insania?

—Sí.

—¿Y que un contrario no tiene más que un contrario?

—Eso es cierto.

—Por consiguiente ¿a cual de estos dos principios nos atendremos, mi querido Protágoras? ¿Será al de que un contrario no tiene más que un contrario, o al que supusimos antes diciendo que la sabiduría es otra cosa que la templanza, que una y otra son partes de la virtud, y que no solo son diferentes, sino también desemejantes por su naturaleza y por sus efectos, como las partes del semblante? ¿A cuál de estos dos principios renunciaremos? Porque no están de acuerdo, y forman juntos una extraña disonancia. ¡Ah!, ¿cómo podrían concordarse, si se admite como infalible, que un contrario no tiene más que un contrario, sin que pueda tener muchos, y resulta, sin embargo, que la insania tiene dos contrarias, la sabiduría y la templanza? ¿No te parece a ti lo mismo, Protágoras?

Convino en ello a pesar suyo, y yo continué.

—Es preciso que la sabiduría y la templanza sean una misma cosa, como antes vimos que la justicia y la santidad lo son con poca diferencia. Pero no nos cansemos, mi querido Protágoras, y examinemos lo que resta. Te pregunto por lo tanto: un hombre que comete una injusticia, ¿es prudente en aquello mismo en que es injusto?

—Yo, Sócrates —me dijo—, pudor tendría en confesarlo; sin embargo, es la opinión del pueblo en general.

—Pues bien, ¿quieres que me dirija al pueblo o que te hable a ti?

—Te suplico —me dijo— que por lo pronto te dirijas al pueblo.

—Me es igual —le dije—, con tal de que seas tú el que me responda, porque me importa poco que tú pienses de esta o de la otra manera, puesto que yo solo examino la cosa misma; y resultará igualmente que seremos examinados el uno y el otro; yo preguntando y tú respondiendo.

Sobre esto Protágoras puso sus reparos, diciendo que la materia era espinosa; pero al fin se decidió y se resolvió a responderme. Le dije:

—Protágoras, respóndeme, te lo suplico, a mi primera pregunta: los que hacen injusticias, ¿te parece que son prudentes en el acto mismo de ser injustos?

—Sea así —me dijo.

—Ser prudente ¿no es lo mismo que ser sabio?

—Sí.

—Ser sabio ¿no es tomar el mejor partido en la injusticia misma?

—Convengo.

—¿Pero los hombres injustos toman el mejor partido solo cuando triunfa su injusticia o también cuando no triunfa?

—Cuando triunfa.

—¿No crees que ciertas cosas son buenas?

—Ciertamente.

—¿Llamas buenas a las que son útiles a los hombres?

—¡Por Zeus!, hay cosas que no son útiles a los hombres, y no por eso dejo de llamarlas buenas.

El tono con que me habló me hizo conocer que estaba resentido, en un completo desorden de ideas y muy predispuesto a perder el aplomo. Viéndole en este estado, quise halagarle, y procuré preguntarle con más precaución.

—Protágoras —le dije—, ¿llamas buenas a las cosas que no son útiles a ningún hombre o a aquellas que no son útiles en ningún concepto?

—De ninguna manera, Sócrates. Conozco muchas cosas que son dañosas a los hombres, como ciertos brebajes, ciertos alimentos, ciertos remedios y otras mil cosas de la misma naturaleza, y conozco otras que les son útiles. Las hay que son indiferentes a los hombres, y que son muy buenas para los caballos. Las hay que solo son útiles para los bueyes, y otras que solo sirven para los perros. Tal cosa es inútil para los animales, que es buena para los árboles. Más aún; lo que es bueno para la raíz, es muchas veces malo para los vástagos, que perecerían, si se cubriesen sus ramas y sus hojas con el mismo abono que vivifica sus raíces. El aceite es el mayor enemigo de las plantas y de la piel de todos los animales, y es muy buena para la piel del hombre y para todas las partes de su cuerpo. Tan cierto es que lo que se llama bueno es relativamente diverso, porque el aceite mismo de que hablo es bueno para las partes exteriores del hombre, y muy malo para las partes interiores. He aquí por qué los médicos prohíben absolutamente a los enfermos el tomarlo, y les dan en cortas dosis, y solo para corregir el mal olor de ciertas cosas, como las viandas y los alimentos que hay necesidad de darles.

Luego que Protágoras habló de esta manera, todos los que estaban presentes le palmotearon; y yo, tomando la palabra:

—Protágoras —le dije—, yo soy un hombre naturalmente flaco de memoria, y cuando alguno me dirige largos discursos, pierdo el hilo de lo que se trata. Así como que si fuese yo tardo de oído y quisieses conversar conmigo, tendrías que hablarme en voz más alta que a los demás, acomodándote a mi defecto, en la misma forma tienes que abreviar tus respuestas, si quieres que yo te siga, puesto que estás hablando con un hombre de tan poca memoria.

—¿Cómo quieres que abrevie mis respuestas? ¿Quieres que las acorte más que lo que debo?

—No —le dije.

—¿Las quieres tan cortas como sea necesario?

—Eso es lo que yo quiero.

—¿Pero quién ha de ser juez para graduarlo? ¿Serás tú o seré yo?

—Siempre he oído decir, Protágoras, que eres muy capaz, y que puedes hacer capaces a los demás para hacer discursos largos o cortos, como se quiera; que nadie es tan afluente y tan extenso como tú, cuando quieres, así como tampoco tan lacónico, ni que se explique en menos palabras que tú. Si quieres por lo tanto que disfrute yo de tu conversación, aplica el segundo método, y te conjuro a que te valgas de pocas palabras.

—Sócrates —me dijo—, me he tratado con muchos en todo lo largo de mi vida, y si hubiera hecho lo que exiges hoy de mí, y hubiera consentido en dejar cortar mis discursos por mis antagonistas, jamás hubiera obtenido sobre ellos tanta superioridad, ni el nombre de Protágoras se hubiera hecho célebre entre los griegos.

Al oír esto, conocí que no le gustaba esta manera de tratar las cuestiones, y que jamás se resolvería a sufrir interrogatorios. Viendo, pues, que no podía sostener ya por mi parte esta conversación:

—Protágoras —le dije—, no te apuro a que converses conmigo contra tu voluntad, ni a que nos valgamos de un método que te es desagradable; pero si quieres acomodarte a las condiciones de mi carácter y hablar de manera que pueda seguirte, me tienes a tus órdenes. Porque según todos dicen, y tú mismo lo confiesas, te es igual hacer discursos cortos que discursos largos, y con respecto a mí me es imposible seguir discursos difusos. Yo quisiera tener esta capacidad, pero en el supuesto de que te es indiferente adoptar uno u otro método, a ti te corresponde complacerme en este punto, para que nuestra conversación pueda continuar. Al presente, puesto que no te prestas a ello, y que yo no tengo tiempo para oírte por extenso, porque me llama otro negocio, adiós te digo, y por mucho placer que tendría en oír tus arengas, no puedo menos de marcharme.

Diciendo esto, me levanté para retirarme, pero Calias, cogiéndome el brazo con una mano y agarrando mi capa con la otra:

—No te dejaremos marchar, Sócrates —me dijo—, porque si tú sales, se acabó la conversación. Te conjuro a que permanezcas aquí; nada puede halagarme tanto como oír tu disputa con Protágoras; te lo suplico, y nos darás gusto a todos.

Yo le respondí, estando en pie como en ademán de salir:

—Hijo de Hipónico, he admirado siempre el amor que profesas a la sabiduría, y hoy es un objeto de mi admiración y merece mis alabanzas. Ciertamente con toda mi alma haría lo que me pides, si fuera cosa posible; pero es como si me exigieras seguir en la carrera a un Crisón de Himera,[15] que es un joven, o a cualquiera de los que han salvado doce veces seguidas el estadio, o a algún hemeródromo.[16] Quisiera, Calias, tener toda la ligereza necesaria para competir, y lo deseo más que tú, pero esto es imposible. Si quieres vernos correr a Crisón y a mí, obtén de este que se ajuste a mi debilidad, porque no puedo correr tanto, y depende de él que marchemos más lentamente. Lo mismo te digo en este caso; si quieres que Protágoras y yo nos entendamos, suplícale que me responda en pocas palabras como lo hizo al principio, porque de otra manera ¿qué clase de conversación puede tener lugar? Yo he creído siempre que conversar con sus amigos y hacer arengas eran dos cosas muy diferentes.

—Sin embargo, Sócrates —me dijo Calias—, me parece que Protágoras propone una cosa muy justa, cuando quiere que le sea permitido hablar lo que le parezca, y a ti responder en la misma forma.

—Te engañas, Calias —dijo Alcibíades—, eso que propones no es partido igual, porque Sócrates confiesa que no está dotado de esa afluencia de palabras, cuya superioridad reconoce en Protágoras, pero respecto al arte de la disputa, a saber preguntar bien y responder bien, me maravillaría si le viese ceder la primacía, ni a Protágoras, ni a nadie. Que Protágoras confiese a su vez que en este punto es inferior a Sócrates, y asunto concluido; pero si se alaba de que puede sostener la competencia, que entre en lid, que sufra el preguntar y ser preguntado, que responda a las preguntas, sin extenderse hasta el infinito sobre cada una, con el objeto de embrollar la cuestión, evitar la polémica y hacer perder a los oyentes el hilo del estado de la cuestión misma. Por lo que toca a Sócrates, yo salgo garante de que no olvidará nada, y cuando dice que se olvida es porque se burla. Me parece, pues, que su petición es la más justa, puesto que es preciso que cada uno consigne su opinión.

Entonces Critias, tomando la palabra y dirigiéndose a Pródico y a Hipias:

—Me parece, amigos míos —les dijo—, que Calias se ha declarado demasiado abiertamente por Protágoras, y que Alcibíades es demasiado tenaz en sus opiniones. Respecto a nosotros, no nos embrollemos, tomando partido los unos por Protágoras, los otros por Sócrates; antes bien unamos nuestras súplicas para obtener de ellos que no interrumpan esta conversación.

—Hablas perfectamente, Critias —dijo Pródico—; todos los que asisten a una discusión deben escuchar a todos los interlocutores, pero no con la misma igualdad; porque aun prestando a ambos una atención común, debe ser mayor respecto del más sabio, y menor respecto al que no sabe nada. Para mí, si queréis seguir mi consejo, Protágoras y Sócrates, he aquí una cosa en que querría que os pusieseis de acuerdo; y es que discutáis, pero que no os querelléis, porque los amigos discuten entre sí decorosamente, y los enemigos se querellan para despedazarse, y de esta manera esta conversación nos será a todos muy agradable. En primer lugar el fruto que sacaríais sería, no digo nuestras alabanzas, sino nuestra estimación. Porque la estimación es un homenaje sincero que rinde un alma verdaderamente conmovida y persuadida, mientras que la alabanza es un sonido que la boca pronuncia contra los sentimientos del corazón; y nosotros, como oyentes, tendríamos, no lo que se llama placer, sino gozo, porque el gozo es el contentamiento del espíritu que se instruye y adquiere la sabiduría, mientras que el placer no es más, hablando propiamente, que un estímulo de los sentidos, como por ejemplo, el placer de comer.

La mayor parte de los oyentes aplaudieron mucho este discurso de Pródico. El sabio Hipias, tomando en seguida la palabra, dijo:

—Amigos míos, os miro a todos los que estáis presentes como parientes, como amigos y como conciudadanos, no por la ley, sino por la naturaleza. Porque por la naturaleza lo semejante está ligado con su semejante; pero la ley, que es tirano de los hombres, fuerza y violenta la naturaleza en una infinidad de ocasiones. Sería una cosa verdaderamente vergonzosa, que nosotros, que conocemos perfectamente la naturaleza de las cosas y que pasamos por los más hábiles entre los griegos, hubiésemos venido a Atenas, que es en las ciencias como el Pritaneo de la Grecia,[17] y nos hubiésemos reunido en la más grande y más rica casa de la ciudad, para no decir algo que sea digno de nuestra reputación, y para divertirnos en meter cizaña y altercar como los más ignorantes de los hombres. Os conjuro, Sócrates y Protágoras, y os aconsejo, como si fuéramos aquí vuestros árbitros, que toméis este temperamento. Tú, Sócrates, no te pegues demasiado rigurosamente al método seco y árido del diálogo, si Protágoras no te abre el camino; déjale alguna libertad y afloja las riendas a sus discursos, para que nos parezcan más magníficos y más agradables.

»Y tú, Protágoras, no hinches de tal manera las velas de tu elocuencia, que te dejes llevar a alta mar y pierdas de vista la tierra. Hay un medio entre estos dos extremos; es, si me creéis, que escojáis un moderador, un juez, un presidente, que os obligue a ambos a manteneros dentro de justos límites.

Este expediente agradó a todos los concurrentes. Calias me repitió que no me dejaría salir, y me estrechó a que nombrara el árbitro; pero en este punto le impugné diciendo, que sería deshonroso para nosotros tomar un moderador de nuestros discursos, porque, como les dije, el que elijamos habrá de ser o inferior o igual a nosotros; si es inferior, no es justo que el menos entendido dé la ley al que lo es más; y si es nuestro igual, pensará como nosotros y la elección de hecho será inútil.

—Pero se dirá: nombrad uno que sea más hábil que vosotros. Esto es fácil de decir; pero en verdad yo no creo que sea posible encontrar uno que sea más hábil que Protágoras; y si escogieseis uno que no valga más que él y que a juicio vuestro fuese mejor, considerad el disgusto que causaríais a un hombre de mérito, sometiéndole a semejante moderador, porque respecto a mí nada me importa. Estoy dispuesto a renovar nuestra conversación para satisfaceros. Si Protágoras no quiere responder, que sea él el que pregunte, yo responderé y al mismo tiempo procuraré hacerle ver la manera como yo creo que debe responderse. Cuando hubiere yo respondido, empleando un tiempo igual al que haya gastado él en preguntarme, me permitirá interrogar a mi vez y me responderá de la misma manera. Si entonces encuentra alguna dificultad en responderme, uniremos vosotros y yo nuestras súplicas para pedirle la misma gracia que ahora me pedís a mí, es decir, que no rompa la conversación. Para todo esto no es necesario nombrar un moderador, porque en vez de uno lo seréis todos.

Todos convinieron en que era esto lo que debía hacerse. Protágoras no estaba del todo satisfecho, pero al fin tuvo que entregarse y prometer que interrogaría el primero, y que cuando se cansara de interrogar, me respondería a su vez de una manera precisa. Protágoras comenzó de esta manera:

—Me parece, Sócrates, que el mejor medio de instruirse consiste en estar versado en la lectura de los poetas, es decir, entender tan perfectamente lo que dicen, que se pueda discernir lo que dicen bien y lo que dicen mal, dar razón de ello y hacerlo sentir a todo el mundo. No temas que me aleje del objeto de nuestra disputa; mi cuestión recaerá siempre sobre la virtud. Toda la diferencia consistirá en que te someteré al dominio de la poesía. Simónides dice en cierto pasaje, dirigiéndose a Scopas hijo de Creón el tesaliense:

»Es difícil llegar a ser verdaderamente virtuoso,

a ser cuadrado[18] de las manos, de los pies y del espíritu,

en fin, a no tener la menor imperfección.

¿Te acuerdas de esta pieza o quieres que te la recite?

—No es necesario —le dije—; me acuerdo de ella y la he estudiado detenidamente.

—Tanto mejor —dijo—, ¿pero te parece que es buena o mala, verdadera o no verdadera?

—Me parece buena y verdadera.

—¿Pero la tendremos por acabada si el poeta se contradice en ella?

—No, sin duda.

—¡Oh! —dijo—, examínala mejor entonces.

—Mi querido Protágoras —le respondí—, creo haberla examinado suficientemente.

—Puesto que tan bien la has examinado, observa lo que dice después:

»El dicho de Pítaco[19] no me place en manera alguna,

aunque Pítaco sea uno de los sabios,

cuando dice que es difícil ser virtuoso.

»¿Comprendes que el mismo hombre que dijo lo de arriba pueda decir esto?

—Sí, lo comprendo.

—¿Y crees que estos dos pasajes concuerdan?

—Sí, Protágoras —le dije—; y al mismo tiempo, temeroso yo de que pasara a otras cuestiones, le pregunté:

—Pero qué, ¿crees tú que no concuerdan?

—¿No puedo creer que un hombre se pone de acuerdo consigo mismo, cuando primero sienta esta proposición: «Es difícil llegar a ser virtuoso», y a renglón seguido se olvida de este precioso principio, y usando la misma palabra, pone en boca de Pítaco: «que es bien difícil ser virtuoso», por lo que le reprende, y dice en palabras terminantes que no le agrada esta opinión en manera alguna, cuando es la suya misma? Cuando condena a un autor, que no dice más que lo que él ha dicho, se vitupera a sí mismo, y es preciso necesariamente que en uno o en otro pasaje hable mal.

Apenas concluyó de decir esto, cuando se levantó un gran ruido en la asamblea, llenando a Protágoras de aplausos; y, yo lo confieso, como un atleta que recibe un gran golpe, quedé tan aturdido que se me trastornó la cabeza, tanto por el ruido de la gente, como por lo que le acababa de oír. En fin, ya que es preciso deciros la verdad, para tener tiempo de profundizar el sentido del poeta, me volví hacia Pródico, y dirigiéndole la palabra:

—Pródico —le dije—, Simónides es tu compatriota, y es justo que salgas a su defensa, y te interpelo para ello, como Homero finge que el Escamandro, vivamente hostigado por Aquiles, llama en su socorro al Simois[20] diciendo: rechacemos tú y yo, mi querido hermano, a este terrible enemigo.[21] Yo te digo lo mismo; pongámonos en guardia, no sea que Protágoras derrote a nuestro Simónides. La defensa de este poeta depende de la habilidad, que suministra la ciencia, que distingue sutilmente la voluntad del deseo, como dos cosas muy diferentes. Esta misma habilidad es la que te ha suministrado esas cosas tan buenas que acabas de enseñarnos. Mira si tú eres de mi opinión, porque no me parece que Simónides se contradiga. Pero dime tú, el primero, te lo suplico, lo que piensas. ¿Crees, que ser y devenir o llegar a ser sean la misma cosa o dos cosas diferentes?

—Dos cosas muy diferentes, ¡por Zeus! —respondió Pródico.

—En los primeros versos, Simónides declara su pensamiento, diciendo: «Que es muy difícil devenir verdaderamente virtuoso».

—Dices verdad, Sócrates.

—Reprende a Pítaco, no como tú piensas, Protágoras, por haber dicho lo mismo que él, sino por haber dicho una cosa muy diferente. En efecto, Pítaco no ha dicho como Simónides que es difícil devenir virtuoso, sino ser virtuoso. Ser y devenir, mi querido Protágoras, no son la misma cosa, según opinión del mismo Pródico; y si no son la misma cosa, Simónides no se contradice en manera alguna. Quizá Pródico y muchos otros piensan con Hesíodo[22] que es a la verdad difícil devenir o hacerse hombre de bien, porque los dioses han puesto el sudor delante de la virtud, pero que una vez llegado a la cima, la virtud es fácil poseerla, aunque al principio haya costado sacrificios.

Habiéndome oído Pródico hablar de esta manera, hizo de ello un gran elogio. Pero Protágoras, tomando la palabra:

—Tu explicación, Sócrates —me dijo—, es aún más viciosa que el texto.

—A juicio tuyo, Protágoras, muy mal lo he hecho —le respondí—; y soy un mal médico, que queriendo curar el mal, lo aumento.

—Es como te digo, Sócrates.

—¿Cómo es eso?

—Sería bien ignorante el poeta —dijo—, si hubiera dicho de la virtud que era fácil poseerla, cuando todo el mundo conviene que es cosa muy difícil.

—¡Por Zeus!, Protágoras —dije yo—, qué fortuna tenemos en que Pródico esté presente a nuestra discusión, porque la ciencia de Pródico es una de las antiguas y divinas, y no es solo del siglo de Simónides, sino mucho más antigua. Tú eres ciertamente muy entendido en otras ciencias, más en esta me pareces poco instruido. En cuanto a mí puedo decir, que tengo de ella alguna tintura como discípulo de Pródico. Me parece que tú no comprendes que Simónides no ha dado a la palabra difícil el sentido que tú le das. Con esta palabra sucede lo que con la palabra terrible; todas las veces que la empleo en buen sentido, y digo, por ejemplo, para alabarte: Protágoras es terrible, Pródico me reprende siempre, y me dice que si no me da vergüenza llamar terrible a lo que es laudable; porque añade que esta palabra se toma siempre en mal sentido. Y esto es tan cierto, que a nadie oyes decir: riquezas terribles, paz terrible, salud terrible; pero todo el mundo dice: una enfermedad terrible, una terrible guerra, una terrible pobreza. ¿Qué sabes tú, si por este epíteto difícil Simónides y todos los habitantes de la isla de Ceos, quieren expresar alguna cosa de malo, u otra cosa que nosotros no entendamos? Preguntémoslo a Pródico, porque es justo pedirle la explicación de los términos de que se ha servido Simónides. Dinos, pues, Pródico, ¿qué ha querido decir Simónides por la palabra difícil?

—Ha querido decir malo.

—He aquí, mi querido Pródico, por qué Simónides reprende tanto a Pítaco, por haber dicho que es difícil ser virtuoso, como si hubiera querido decir que es malo ser virtuoso.

—¿Piensas, Sócrates —me respondió Pródico—, que Simónides quiso decir otra cosa, y que su objeto no fue echar en cara a Pítaco que no conocía la propiedad de los términos, y hablaba groseramente como un hombre nacido en Lesbos, acostumbrado a un lenguaje bárbaro?

—Protágoras, ¿entiendes lo que dice Pródico? ¿Tienes algo que responder?

—Estoy muy lejos de tu opinión, Pródico —dijo Protágoras—, y tengo por cierto que Simónides no entendió por la palabra difícil más que lo que todos nosotros entendemos, y que no ha querido decir que es malo, sino que no es fácil, y que no se puede conseguir sino con mucha dificultad.

—A decir verdad, Protágoras —le dije—, no dudo en manera alguna, que Pródico no esté muy bien enterado del sentimiento de Simónides, pero hasta cierto punto se burla de ti y te tiende un lazo para provocarte y ver si tienes valor para sostener tu pensamiento. Que Simónides, por otra parte, no quiere decir con la expresión difícil lo que es malo, he aquí una prueba incontestable, cuando en seguida e inmediatamente añade: «Y solo Dios posee este precioso tesoro».

»Si hubiera querido decir que es malo ser virtuoso, no hubiera añadido que solo Dios posee la virtud, y se hubiera guardado bien de hacer semejante presente a la divinidad. Si lo hubiera hecho, Pródico no hubiera dejado de llamar a Simónides impío, lejos de llamarle un ciudadano de Ceos.[23] Pero por poca que sea tu curiosidad de saber si yo estoy versado en lo que llamas lectura de los poetas, voy a darte una explicación del sentido de este pequeño poema de Simónides, y si gustas tú darla, te escucharé con el mayor placer.

Protágoras entonces dijo:

—Como quieras, Sócrates.

Pródico e Hipias y todos los demás me suplicaron que hiciera la relación.

—Trataré —les dije— de explicaros lo que pienso sobre esta pieza de Simónides.

»La filosofía es muy antigua entre los griegos, sobre todo en Creta y en Lacedemonia. Allí hay más sofistas que en ninguna otra parte, pero se ocultan y figuran ser ignorantes, como los sofistas de que Protágoras ha hablado, para que no se crea que superan a todos los demás griegos en habilidad y en ciencia, y solo quieren que se les considere como hombres bravos, que están por encima de todos los demás por su valor. Porque están persuadidos de que si fuesen conocidos tales como ellos son, todo el mundo se aplicaría a la filosofía. De esta manera, ocultando su habilidad, engañan a todos aquellos griegos que se jactan de seguir las costumbres de los lacedemonios, como que la mayor parte, para imitarles, se cortan las orejas, ciñen su cuerpo solo con cuerdas, se entregan a los ejercicios más duros, y gastan vestidos muy cortos, porque están persuadidos de que, merced a estas austeridades, los lacedemonios superan en fama a todos los demás griegos. Pero los lacedemonios, cuando quieren conversar con sus sofistas en plena libertad, y están fastidiados de verlos solo a hurtadillas, arrojan todas estas gentes que les estorban, es decir, todos los extranjeros que se encuentran en sus ciudades, y así conversan con sus sofistas, sin admitir a ningún extranjero. Tampoco permiten que los jóvenes viajen por las demás ciudades, por temor de que olviden lo que han aprendido, como se practica en Creta. Entre estos sabios, no solo se cuentan hombres, sino también mujeres, y una prueba infalible de que os digo verdad y de que los lacedemonios están perfectamente instruidos en la filosofía y en la elocuencia, es que, si alguno quiere conversar con el más miserable de ellos, al pronto le tendrá por un idiota, pero después, en el curso de la conversación, este idiota hallará medio de soltar a tiempo una frase corta, viva, llena de sentido y de fuerza, que lanzará como un rayo, de suerte que el que tan mala opinión había formado de él, se encontrará rebajado como un chiquillo. Así es que muchos de nuestro tiempo y muchos de los anteriores siglos han comprendido que laconizar es mucho más filosofar que ejercitarse en la gimnasia, por estar muy persuadidos, y con razón, de que solo un hombre muy instruido y bien educado puede tener semejantes arranques. De este número han sido Tales de Mileto, Pítaco de Mitilene, Bías de Priene, nuestro Solón, Cleóbulo de Lindos, Misón de Quena[24] y Quilón de Lacedemonia, el séptimo sabio. Todos estos sabios han sido sectarios de la educación lacedemoniana, como lo prueban esas lacónicas sentencias que se conservan de ellos. Habiéndose encontrado cierto día todos ellos juntos, consagraron a Apolo, como primicias de su sabiduría, estas dos sentencias que están en boca de todo el mundo y que hicieron que se fijaran en la portada del templo de Delfos: Conócete a ti mismo y Nada en demasía.[25]

»¿Por qué os he referido todo esto? Es para haceros ver que el carácter de la filosofía de los antiguos consistía en cierta brevedad lacónica. Una de las mejores frases que ha sido atribuida a Pítaco, y que más han alabado los sabios, es justamente esta: es difícil ser virtuoso. Simónides, como émulo de Pítaco en la sabiduría, comprendió que si podía echar abajo esta expresión y triunfar de un atleta de tanta reputación, adquiriría una nombradía inmortal. así es que esta expresión es la que quiso y tuvo designio de destruir, y para este objeto compuso todo este poema; por lo menos yo lo creo así. Examinémoslo juntos, para ver si tengo razón. Ante todo los primeros versos de este poema serían insensatos, si en lugar de decir simplemente, que es difícil hacerse virtuoso, el poeta hubiese dicho: «es difícil, yo lo confieso, hacerse virtuoso»; porque esta palabra, «lo confieso», sería puesta sin razón que la justificara, si se supone que Simónides tuvo intención de atacar la expresión de Pítaco. Habiendo dicho Pítaco que es difícil ser virtuoso, Simónides se opone a ello, y corrige este principio, diciendo que es difícil hacerse o devenir virtuoso, y que esto es verdaderamente difícil; porque observad bien que no dice que es difícil hacerse virtuoso verdaderamente, como si entre los virtuosos pudiera haberlos que lo fuesen verdaderamente, y otros que lo fuesen sin ser verdaderamente; éste sería el discurso de un extravagante y no de un hombre sabio como Simónides. Es preciso que haya en este verso una trasposición, y que la palabra verdaderamente se la saque de su sitio para responder a Pítaco; porque es como si tuviera lugar una especie de diálogo entre Simónides y Pítaco en esta forma: dice Pítaco: «Amigos míos, es difícil ser virtuoso»; Simónides responde: «Pítaco, lo que tú dices es falso; porque no es difícil ser virtuoso, pero es difícil, te lo confieso, hacerse virtuoso, cuadrado de pies, de manos y de espíritu, y formado sin la menor imperfección; he aquí lo que es difícil verdaderamente». De esta manera se ve que esta palabra «lo confieso» está colocada con razón, y que la palabra «verdaderamente» está bien colocada al final. Todo el giro que lleva el poema, prueba que éste es su verdadero sentido, y sería fácil hacer ver que todas sus partes concuerdan, que están perfectamente compuestas, y que tienen tanta gracia como elegancia, tanta fuerza como sentido; pero si las hubiéramos de recorrer todas, iríamos demasiado lejos. Contentémonos con examinar la idea del poema en general y el objeto que se propuso el poeta para hacer ver que todo su poema solo se propone rebatir esta sentencia de Pítaco. Es esto tan cierto, que un poco más adelante, como para dar razón de lo que ya ha dicho, que hacerse virtuoso es una cosa verdaderamente difícil, añade: «Eso es posible por algún tiempo, pero persistir en este estado después que uno se ha hecho virtuoso, como tú dices, Pítaco, es imposible, porque está por encima de las fuerzas del hombre; este dichoso privilegio solo pertenece a Dios, y no es humanamente posible que un hombre deje de hacerse malo, cuando una calamidad insuperable cae sobre él». ¿Quiénes son los que en una calamidad semejante se abaten, por ejemplo, llevando el timón de un buque? Es evidente que no son los ignorantes, porque los ignorantes están siempre abatidos. A la manera que no se arroja a tierra a un hombre tumbado sino a un hombre en pie, en la misma forma las calamidades no abaten ni hacen variar más que a hombres hábiles y nunca a ignorantes.

»Una horrible tempestad en la mar sorprende al piloto; estaciones desarregladas y borrascosas sorprenden al labrador experimentado; un médico sabio se ve confundido por accidentes que no podía prever; en una palabra, los buenos son los que pueden hacerse malos, como lo atestigua otro poeta en este verso:

»El hombre de bien tan pronto es malo, tan pronto bueno.

»Pero el malo jamás llega el caso de hacerse malo, porque lo es siempre. Solo al hombre hábil, al bueno, al sabio, es a quien puede sucederle el hacerse malo, cuando le sobreviene una terrible calamidad, y es humanamente imposible que suceda de otra manera. Tú, Pítaco, dices: “que es difícil ser bueno”, di más bien: “que es difícil devenir bueno”, si bien está en lo posible; pero persistir en este estado, esto sí es cosa imposible, porque todo hombre que hace bien es bueno, y todo hombre que hace mal es malo. ¿Qué es hacer bien, por ejemplo, en las bellas artes y quién es bueno en ellas? ¿No es el que es sabio? ¿Qué es lo que forma al buen médico? ¿No es la ciencia de curar las enfermedades, como la del mal médico es la de no curarlas? ¿Quién diremos que se puede hacer mal médico? ¿No es claro que el hombre que, en primer lugar, es médico, y que, en segundo, es buen médico? Porque es el único capaz de hacerse mal médico. Nosotros que somos ignorantes en la medicina, podremos cometer faltas, pero jamás nos haremos malos médicos, puesto que no somos médicos. A un hombre que no conoce la arquitectura, jamás se le podrá llamar un mal arquitecto, porque no es arquitecto, y lo mismo sucede en todas las demás artes. Esto acontece con el hombre virtuoso; puede algunas veces hacerse vicioso, ya sea por la edad, o por el trabajo, o por las enfermedades, o por cualquier otro accidente, porque el único mal verdadero es estar privado de la sabiduría; pero los viciosos no pueden hacerse viciosos, sin que antes hayan sido virtuosos.

»El único objeto del poeta en este pasaje es hacer ver que no es posible ser virtuoso, es decir, perseverar siempre en este estado; pero que es posible hacerse o devenir virtuoso, como es posible devenir vicioso. Los que más perseveran en la virtud son a los que los dioses aman. Que todo esto se dice contra Pítaco, lo muestra más claramente lo que resta del poema, porque Simónides añade: «Ésta es la razón por la que no me cansaré en buscar lo que es imposible encontrar y no consumiré mi vida lisonjeándome con la inútil esperanza de ver un hombre sin tacha entre los mortales, que viven de los frutos que la fecundidad de la tierra nos proporciona; si lo encuentro, os lo diré». En todo su poema se fija tanto en esta sentencia de Pítaco, que dice en seguida: «Yo, a todo hombre que no comete acción vergonzosa, de buena gana lo alabo, lo quiero; pero la necesidad es más fuerte que los dioses mismo»; todo esto se dice contra Pítaco. En efecto, Simónides no era tan ignorante que pudiera achacar estas palabras «de buena gana» al que comete acciones vergonzosas, como si hubiese gentes que hiciesen el mal con gusto. Estoy persuadido de que entre todos los filósofos no se encontrará uno que diga que hay hombres que pecan de buena gana; saben todos que los que cometen faltas, lo hacen a pesar suyo. Simónides no dice que alabará a aquel que no comete el mal de buena gana, sino que estas palabras se las aplica a sí mismo; porque estaba persuadido de que muchas veces sucede, que un hombre de bien tiene que hacerse violencia a sí mismo para amar y alabar a ciertas gentes. Por ejemplo, un hombre tiene un padre y una madre muy irracionales, una patria injusta o cualquier otro disgusto semejante. Si es un mal hombre ¿qué hacer? En primer lugar es fácil que esto suceda, y, en segundo, su primer cuidado es quejarse públicamente, y hacer conocer a todo el mundo el mal proceder de su padre y de su madre o la injusticia de su patria, para ponerse a cubierto, por este medio, del mal juicio que justamente se formaría de él por su falta de miramiento para con ellos. Con la misma intención pondera los motivos de queja y añade un odio voluntario a esta enemistad forzada. La conducta de un hombre de bien en tales ocasiones es muy diferente; hace por ocultar y encubrir los defectos de su padre y de su patria, y, lejos de quejarse de ellos, tiene bastante poder sobre sí mismo para hablar con honor de los mismos. Y si alguna injusticia que clame al cielo le ha forzado a ponerse en pugna con ellos, se representa todas las razones que puedan tranquilizarle y traerle a buen camino, hasta que, dueño de su resentimiento, les haya restituido toda su terneza y les respete como antes. Estoy persuadido de que Simónides mismo se ha encontrado muchas veces en la necesidad de alabar a un tirano o a cualquier otro notable personaje. Lo ha hecho por conveniencia, pero lo ha hecho a pesar suyo. He aquí el lenguaje que usa dirigiéndose a Pítaco: “Cuando te reprendo, Pítaco, no es porque tenga yo inclinación a reprender; por el contrario, a mí me basta que un hombre no sea malo o inútil, que tenga sentidos, y que conozca la justicia y las leyes. No gusto de reprender, porque la raza de los necios es tan numerosa, que si tuviera uno placer en reprender, sería cosa de nunca acabar. Es preciso tener por bueno todo acto en el que no se descubre tacha vergonzoso”. Cuando se explica de esta manera, no es como si dijese: “es preciso tener por blanco todo aquello en lo que no se deja ver ninguna mezcla de negro”, porque esto sería enteramente ridículo, sino que lo que quiere dar a entender es que se contenta con un término medio entre lo vergonzoso y lo honesto, y que dondequiera que encuentra este término medio, nada tiene que reprender. «Ésta es la razón», dice, «por la que no busco un hombre que sea enteramente inocente entre todos los que las producciones de esta tierra fecunda alimentan. Si lo encuentro, yo os lo descubriré. Hasta aquí no alabo a nadie por ser perfecto; me basta que un hombre ocupe ese término medio digno de alabanza y que no obre mal. He aquí las gentes que quiero y que alabo». Y como se dirige a Pítaco, que es de Mitilene, usa el lenguaje de los mitilenses[26]: «yo alabo y amo de buena gana (aquí es preciso hacer pausa al leer) a todos los que no hacen cosa que sea vergonzosa; porque hay otros hombres a quienes alabo y amo a pesar mí. Así pues, Pítaco», continúa él, «si te hubieras mantenido en ese justo medio y nos hubieses dicho cosas aceptables, nunca te hubiera reprendido, pero en lugar de esto nos has dado, como verdaderos principios manifiestamente falsos sobre cosas muy esenciales, y por esto te he contradicho». He aquí, mi querido Pródico, mi querido Protágoras, cuál es, a mi parecer, el sentido y objeto de este poema de Simónides.

Hipias, tomando entonces la palabra me dijo:

—En verdad, Sócrates, nos has explicado perfectamente el pensamiento del poema; y yo también podré dar una explicación que vale la pena. Si quieres, tomaré parte en este asunto.

—Eso está muy bien —dijo Alcibíades interrumpiéndole—, pero será para otra vez. Ahora es justo que Protágoras y Sócrates cumplan el trato que tienen hecho. Si Protágoras quiere interrogar, que Sócrates responda; y si quiere responder a su vez, que Sócrates interrogue.

—Doy la elección a Protágoras —dije yo—, y solo falta saber qué es lo que prefiere. Si me cree, deberemos abandonar a los poetas y la poesía.

»Te confieso, Protágoras, que tendría el mayor placer en profundizar contigo la primera cuestión que te propuse, porque, si continuáramos hablando de poesía, nos equipararíamos a los ignorantes y al vulgo. Cuando se convidan a comer los unos a los otros, como no son capaces de hablar entre sí de cosas que lo merezcan, ni alimentar la conversación, guardan silencio y alquilan voces para entretenerse, haciendo crecidos gastos, y de esta manera los cantantes y los tocadores de flauta suplen su ignorancia y su grosería. Pero cuando se reúnen a comer personas ilustradas y bien nacidas, no hacen venir ni cantantes, ni danzantes, ni tocadores de flauta, ni encuentran dificultad alguna en sostener por sí mismos una conversación animada sin estas miserias y vanos placeres; y así se hablan los unos a los otros y se escuchan recíprocamente con cortesía, en el acto mismo en que se excitan a apurar los vasos. Lo mismo debe suceder en esta asamblea, compuesta en su mayor parte de personas que no tienen necesidad de recurrir a voces extrañas, ni a los poetas, a quienes no se puede exigir que den razón de lo que dicen, y a los que la mayor parte de los que les citan, atribuyen unos un sentido, otros otro, sin que jamás puedan convencerse, ni ponerse de acuerdo. He aquí por qué los hombres entendidos tienen razón en abandonar estas disertaciones, y en conversar juntos, fundándose en sus propios razonamientos, para dar una prueba de los progresos que han hecho en la sabiduría. Éste es el ejemplo, Protágoras, que tú y yo debemos de seguir. Dejando, pues, aparte los poetas, hablemos aquí entre nosotros, para ver a qué altura se halla nuestro espíritu, y hasta qué punto podremos descubrir la verdad. Si quieres preguntarme, estoy dispuesto a responderte; si no, permite que yo te pregunte, y tratemos de llevar a buen término la indagación que hemos interrumpido.

Luego que yo hablé de esta manera, Protágoras no sabía qué partido tomar, y no se decidía. Alcibíades, dirigiéndose a Calias, le dijo:

—¿Crees que Protágoras obra bien en no declararnos lo que quiere hacer, si interrogar o responder? En mi concepto, no. Que continúe la conversación o que declare que renuncia a ella, para que sepamos a qué atenernos respecto de él, y que Sócrates converse con otros, con alguno de los presentes, con el primero que se ofrezca.

Entonces Protágoras abochornado, según me pareció, al oír hablar de esta manera a Alcibíades, y viéndose solicitado por Calias y casi por todos los que estaban presentes, se resolvió en fin, aunque con disgusto, a entrar en discusión, y me suplicó que le interrogara.

Comencé por decirle:

—Protágoras, no te imagines que quiera yo conversar contigo con otro objeto que con el de profundizar materias sobre las que dudo aún todos los días; porque estoy persuadido de que Homero ha dicho con razón: «de dos hombres que caminan juntos, el uno ve lo que el otro no ve».[27]

»En efecto, nosotros, mortales como somos, cuando estamos reunidos tenemos más facilidad para todo lo que queremos hacer, decir o pensar; un hombre solo, desde el momento en que imagina una cosa, busca siempre a alguno para comunicarle sus pensamientos y fortificarlos, hasta que ha encontrado lo que buscaba. He aquí por qué converso yo contigo con más gusto que con ningún otro, por estar persuadido de que tú, mejor que nadie, has examinado todas las materias que un sabio está por deber obligado a profundizar, y particularmente todo lo que tiene relación con la virtud. ¡Ah!, ¿a quién habremos de dirigirnos sino a ti? En primer lugar, tú te jactas de hombre de bien, y con esto ya tienes una ventaja, que la mayor parte de los hombres de bien no tienen; y es que, siendo tú virtuoso, puedes hacer igualmente virtuosos a los que te tratan, y estás tan seguro de tus convicciones y tienes tanta confianza en tu sabiduría, que mientras los demás sofistas ocultan y disfrazan su arte, tú haces profesión pública, presentándote en todas las ciudades de Grecia como tal sofista y como maestro en las ciencias y en la virtud, y eres el primero que has señalado salario a tus preceptos. ¿Cómo no recurriré a ti para el examen de las cosas que tratamos de averiguar? ¿Cómo puedo dejar de estar impaciente por hacerte preguntas y comunicarte mis dudas? Yo no puedo menos de hacerlo, y ardo en el deseo de que me hagas recordar cosas que ya te he preguntado, y que me expliques las que aún tengo que preguntarte.

»La primera cuestión que te propuse, si mal no recuerdo, era la siguiente: La ciencia, la templanza, el valor, la justicia y la santidad ¿son nombres que se aplican a un solo y mismo objeto, o cada uno de estos nombres designa una esencia particular que tiene sus propiedades distintas, y es diferente de las otras cuatro? Tú me has respondido que estos nombres no se aplicaban a un solo y mismo objeto, sino que cada uno servía para marcar una cosa distinta y que designaba cada uno una parte de la virtud, no como las partes del oro que todas se parecen al todo, del que son partes, sino una parte desemejante, como las partes del semblante, que siendo partes del mismo no se parecen al todo y cada una tiene sus propiedades. Dime ahora si permaneces en la misma opinión; y si has variado, explícame tu pensamiento, porque no quiero llevar las cosas a todo rigor, y te dejo en plena libertad de desdecirte; no me sorprenderá que tú al principio me hayas expuesto ciertos principios con solo la idea de tantearme.

—Te digo muy seriamente, Sócrates —me respondió Protágoras—, que esas cinco cualidades que has nombrado son partes de la virtud; verdaderamente hay cuatro que tienen alguna relación entre sí, pero el valor es muy diferente de las otras; y he aquí por donde conocerás que digo verdad. Encontrarás a muchos que son muy injustos, muy impíos, muy corrompidos y muy ignorantes, y que sin embargo tienen un valor admirable.

—Alto —le dije—, porque es preciso examinar lo que das por sentado. Llamas valientes a los que tienen audacia; ¿no es así?

—Sí, y a todos los que, sin mirar adelante, van adonde los demás no se atreven a ir.

—Veamos, pues; ¿no llamas la virtud una cosa bella, y no te precias de enseñarla en este concepto?

—Sí, como cosa muy bella la enseño; si no sería preciso que hubiera perdido yo el juicio.

—Pero esta virtud ¿es bella en parte y en parte fea, o es toda bella?

—Es toda bella y muy bella.

—¿Conoces gentes que se arrojan de cabeza en los pozos?

—Sí, los buzos.

—¿Hacen esto porque es un oficio que ellos saben o por alguna otra razón?

—Porque es un oficio que saben.

—¿Cuáles son los que combaten bien a caballo?, ¿son los que saben o los que no saben manejar un caballo?

—Los que saben, sin duda.

—¿No sucede lo mismo con los que combaten con el broquel escotado?

—Sí, ciertamente, y en todas las demás cosas sucede lo mismo; los que las saben son más firmes que los que no las saben, y las mismas tropas, después que han sido disciplinadas, son más atrevidas de lo que eran antes de disciplinarse.

—Pero —le dije—, ¿has visto hombres que sin haber aprendido nada de todo esto, sean sin embargo muy atrevidos en todas ocasiones?

—Sí, ciertamente, los he visto y muy atrevidos.

—¿No llamas a estos hombres, tan audaces, hombres valientes?

—No te fijes en eso, Sócrates; el valor en tal caso sería una cosa fea, porque sería una locura.

—Pero —le dije—, ¿no has llamado valientes a los hombres audaces?

—Sí, y lo repito.

—Sin embargo, estos hombres audaces te parecen locos y no valientes; y, por el contrario, los más instruidos te han parecido los más audaces. Si éstos son los más audaces, son los más valientes según tus principios, y por consiguiente la sabiduría y el valor son la misma cosa.

—No te acuerdas bien, Sócrates, de lo que yo te he respondido. Me has preguntado si los hombres valientes eran atrevidos; te he dicho que sí; pero no me has preguntado si los hombres atrevidos eran valientes, porque si me lo hubieras preguntado, te habría respondido que no lo son todos. Hasta aquí queda en pie mi principio: que los hombres valientes son audaces; y tú no has podido convencerme de que es falso. Haces ver perfectamente que unas mismas personas son más audaces cuando están instruidas que cuando no lo están, y más audaces las instruidas que las no instruidas, y de aquí te complaces en deducir que el valor y la sabiduría no son más que una sola y misma cosa. Si este razonamiento ha de valer, podrías probar igualmente que el vigor y la sabiduría no son más que uno. Porque, primeramente, tú me preguntarías según tu acostumbrada gradación: «¿los hombres vigorosos son fuertes?» Yo te respondería, «sí». Dirías tú en seguida: «¿los que han aprendido a luchar son más fuertes que los que no han aprendido? Y el mismo luchador, ¿no es después de haber aprendido más fuerte que lo era antes?» Yo respondería que sí. De estas dos cosas que te he concedido, valiéndote de los mismos argumentos, te sería fácil deducir esta consecuencia: que por mi propia confesión la sabiduría y el vigor son una misma cosa. Pero yo nunca he concedido, ni concederé, que los fuertes son vigorosos; solo sostengo, que los vigorosos son fuertes; porque estoy muy distante de conceder que el vigor y la fuerza sean una misma cosa. La fuerza procede de la ciencia y algunas veces de la cólera y del furor; en lugar de lo cual el vigor procede siempre de la naturaleza y del buen alimento. Así es como he podido decir que la audacia y el valor no son la misma cosa. Porque si los hombres valientes son audaces, no se sigue de aquí que los hombres audaces sean valientes. La audacia, en efecto, procede del estudio y del arte y algunas veces de la cólera y del furor, y lo mismo sucede con la fuerza; y el valor procede de la naturaleza y del buen alimento que se da al alma.

—Pero —le dije yo—, ¿crees, mi querido Protágoras, que ciertas gentes viven bien y que otras viven mal?

—Sin duda.

—¿Dices que un hombre vive bien, cuando pasa su vida entre dolores y angustias?

—No.

—Pero cuando un hombre muere, después de haber pasado agradablemente su vida ¿no encuentras que ha vivido bien?

—Sí.

—¿Luego vivir agradablemente es un bien, y vivir desagradablemente es un mal?

—Es según que se ciñe o no a lo que es honesto —dijo.

—Pero qué, Protágoras, ¿no eres tú de la opinión del pueblo, y no llamas, como él, malas a ciertas cosas agradables, y buenas a otras cosas penosas?

—Ciertamente.

—Y dime, estas cosas agradables ¿no son buenas en tanto que agradables, con tal de que no resulte ningún mal? Y las cosas penosas ¿no son malas igualmente en tanto que penosas?

—En verdad, Sócrates —me dijo—, yo no sé si debo darte respuestas tan sencillas y tan generales como tus preguntas, y asegurar absolutamente que todas las cosas agradables son buenas y que todas las cosas penosas son malas. Me parece, que no solo en esta disputa, sino también en todas las demás que pueda tener en mi vida, es más seguro responder que hay ciertas cosas agradables que no son buenas, y otras desagradables que no son malas, y que hay una tercera especie de cosas que ocupan un término medio y que no son ni buenas ni malas.

—¿Llamas agradables las cosas que van unidas con el placer y que causan placer?

—Ciertamente.

—Te pregunto, si son buenas en tanto que son agradables, es decir, si el placer mismo es un bien.

—A esto, Sócrates, te respondo lo que tú respondes todos los días a los demás: que es preciso examinar este punto. Si concuerda con la razón, y lo agradable y lo bueno no son más que una misma cosa, hay necesidad de concederlo; si no, será preciso discutir.

—Pues bien, Protágoras —le dije—, ¿quieres guiarme en esta indagación, o quieres que yo te guíe?

—Es más natural que tú me guíes, puesto que tú has comenzado.

—He aquí quizá el medio —dije yo— de poner las cosas en claro. A la manera que un maestro de gimnasia, al ver un hombre, cuya constitución quiere conocer para juzgar de su salud y de la fuerza y de la buena disposición de su cuerpo, no se contenta con examinar sus manos y su cara, sino que le dice: «Desnúdate, te suplico, y descúbreme tu pecho y tu espalda, para que pueda juzgar de tu estado con más certidumbre»; en igual forma tengo deseos de observar contigo la misma conducta respecto a nuestra indagación, y después de haber conocido tus sentimientos sobre lo bueno y lo agradable, es preciso que yo te diga: mi querido Protágoras, descúbrete más, y dime lo que piensas de la ciencia. Sobre este punto ¿piensas como el pueblo o tienes otra opinión? Porque he aquí el juicio que el pueblo forma de la ciencia: para la multitud la ciencia ni es eficaz, ni capaz de conducir, ni digna de mandar; está persuadida de que cuando la ciencia se encuentra en un hombre, no es ella la que le guía y le conduce, sino otra cosa muy distinta, tan pronto la cólera, como el placer, algunas veces la tristeza, otras el amor, y las más el temor. En una palabra, el pueblo tiene la ciencia por una esclava, siempre regañona, dominada y arrastrada por las demás pasiones.

»¿Juzgas tú como él? ¿O piensas, por el contrario, que la ciencia es una cosa buena, capaz de dominar al hombre, y que este, poseyendo el conocimiento del bien y del mal, no puede ser ni arrastrado ni dominado por fuerza alguna y que todos los poderes de la tierra no pueden obligarle a hacer otra cosa que lo que la ciencia le ordene, porque ella sola basta para salvarle?

—Yo pienso de la ciencia todo lo que dices, Sócrates —me respondió Protágoras—, y sería en mí muy mal visto, más que en ningún otro, que no sostuviera que la ciencia es la más eficaz de todas las cosas humanas.

—Hablas admirablemente, Protágoras; todo lo que dices es muy cierto. Sin embargo, sabes muy bien que el pueblo no nos cree en esta materia, y que sostiene, que la mayor parte de los hombres podrán conocer qué es lo mejor, pero que no lo practican, a pesar de depender de su voluntad el hacerlo, y muchas veces practican todo lo contrario. Cuando he preguntado a los que así obran, cuál es la causa de tan extraña conducta, todos me han dicho que se ven vencidos por el placer o por el dolor, o arrastrados por alguna otra de las pasiones de que he hablado.

—Hay otras muchas cosas, Sócrates, sobre las que los hombres se engañan.

—Veamos y procuremos demostrar aquí tú y yo, en qué consiste esta desgraciada tendencia que hace que se vean dominados por los placeres y no practiquen lo mejor, a pesar de que lo conozcan. Quizá si les dijéramos: «Amigos, estáis en un error, os engañáis»; ellos nos preguntarían a su vez: «Sócrates y Protágoras, ¿qué significa ser vencido por los placeres? Decidnos qué es y qué pensáis sobre ello».

—¡Cómo! Sócrates, ¿estamos obligados a examinar las opiniones del pueblo, que dice a la aventura todo lo que se le viene a las mientes?

—Sin embargo —le respondí—, me parece que esto nos servirá para hallar la relación que el valor puede tener con las demás partes de la virtud. Si te sostienes en lo que aceptaste al principio, y quieres que te conduzca yo por el camino que me parezca mejor y más corto, sígueme; si no, sea como gustes, pero abandono la cuestión.

—Por el contrario —me dijo—, Sócrates, te suplico que continúes como has comenzado.

Tomando la palabra, dije:

—Si estas mismas gentes se empeñasen en preguntarnos: «¿Cómo llamáis vosotros lo que nosotros llamamos ser vencido por los placeres?». Yo, he aquí cómo me gobernaría para responderles. Les diría primero: «Amigos míos, escuchad, os lo suplico, porque Protágoras y yo estamos resueltos a satisfacer a vuestra pregunta. ¿No os sucede eso todas las veces que, atraídos por los placeres de la mesa o por el del amor, que os parecen muy agradables, sucumbís a la tentación, aunque sepáis muy bien que estos placeres son malos y peligrosos?». No dejarían ellos de responder en este mismo sentido. En seguida les preguntaríamos: «¿Por qué decís que estos placeres son malos? ¿Es porque os causan una especie de placer en el momento de gozarlos? ¿O bien es porque en seguida engendran enfermedades y son causa de mil males funestos, como la pobreza, por ejemplo? Si ellos no fuesen seguidos de ninguno de estos males y solo os causaran placer, ¿los llamaríais siempre malos, en el acto mismo en que os fuesen del todo agradables?». Figurémonos, Protágoras, que no nos den otra respuesta sino que los placeres no son malos por el gozo que causan en el acto, sino por las enfermedades y demás accidentes que arrastran tras de sí.

—Estoy persuadido —dijo Protágoras— de que eso es lo que responderían casi todos.

—«Arruinando vuestra salud», añadiría yo, «¿no os producen algún dolor como la pobreza misma?» Yo creo que en esto convendrían.

—Sin duda —dijo Protágoras.

—¿Os parece, amigos míos, como ya dijimos Protágoras y yo, que estos placeres no os parecen malos sino porque concluyen por el dolor y os privan de otros placeres? No dejarían de confesar esto.

Protágoras convino conmigo.

—Pero —continué yo—, si nosotros ahora les presentásemos la cuestión contraria, diciéndoles: amigos míos, ¿cuando decís que ciertas cosas desagradables son buenas, cómo lo entendéis?, ¿os referís, por ejemplo, a los ejercicios del cuerpo, a la guerra, a las curas que los médicos hacen por medio de los instrumentos, de los purgantes y de la dieta?, ¿decís que estas cosas son buenas, pero desagradables? Ellos convendrían en esto.

—Sin dificultad.

—¿Por qué las llamáis buenas? ¿Es porque en el acto de su aplicación os causan terribles dolores y penas infinitas? ¿O bien porque producen después la salud y la buena constitución del cuerpo, la salubridad de las ciudades, la fuerza y la riqueza de ciertos estados? Ellos no dudarían en confesarlo.

Protágoras convino en ello.

—Todas estas cosas que acabo de nombrar, continuaría yo, ¿son buenas por otra razón que porque terminan por el placer, y os eximen de los disgustos y de la tristeza? ¿Sabéis de algún otro fin, que no sea este, que os haga llamar buenas tales cosas? No lo sabrían.

—Ni yo tampoco —dijo Protágoras.

—¿Buscáis, por consiguiente, el placer como un bien, y huís del mal como de un dolor?

—Sin contradicción.

—Por consiguiente, ¿vosotros tenéis el dolor por un mal y el placer por un bien? El placer mismo algunas veces le llamáis un mal, cuando os priva de placeres más grandes que el que él procura, o cuando os causa disgustos más sensibles que todos los placeres; porque sí tuvieseis alguna otra razón para llamar al placer un mal, y tuvieseis otro fin en vuestras miras, no tendrías dificultad en decírnoslo; pero estoy seguro de que no le encontrareis.

—También yo estoy seguro de eso —dijo Protágoras.

—¿No sucede lo mismo con el dolor? ¿No llamáis al dolor un bien cuando os libra de disgustos más grandes que los que él causa, o cuando os procura placeres más vivos que sus mismos disgustos? Si al llamar al dolor un bien os propusieseis otro fin que el que yo digo, nos lo diríais sin duda; pero no lo tenéis.

—Es muy cierto, Sócrates —dijo Protágoras.

—Y si a su vez vosotros me preguntaseis por qué retuerzo la cuestión de tantas maneras, yo os diría: «Amigos míos, perdonadme estos rodeos, porque, en primer lugar, no es fácil demostraros lo que es eso que llamáis “ser vencido por los placeres” y, en segundo lugar, porque de esto depende toda mi demostración. Pero aún tenéis tiempo para declararnos, si creéis que el bien es una cosa distinta del placer, y el mal una cosa distinta del dolor. Decidme, ¿no estaríais muy contentos si pasarais vuestra vida en el placer y sin disgustos? Si estuvieseis contentos y creyeseis que el bien y el mal no son otra cosa que lo que os acabo de decir, escuchad las consecuencias que de esto se siguen. Sentado esto, sostengo que no hay cosa más ridícula que decir, como vosotros hacéis, que un hombre, conociendo el mal como mal y estando en su voluntad no entregarse a él, se entregue sin embargo, porque se ve arrastrado por las pasiones; y que un hombre, conociendo el bien, rehúse practicarlo a causa de algún placer presente que le aleje de él. Este ridículo que yo encuentro en estas dos proposiciones, os aparecerá con toda evidencia, si no nos servimos de muchos nombres, tales como “lo agradable, lo desagradable, el bien, el mal”. Puesto que no hablamos más que de dos cosas, nos serviremos solo de dos nombres; primero las llamaremos “el bien y el mal”, y las llamaremos después “lo agradable y lo desagradable”. Concedido esto, supongamos por lo que va dicho que un hombre, conociendo el mal, no deja de cometerlo. En este caso precisamente se nos ha de preguntar: ¿por qué lo comete? Porque se ve arrastrado, se ve vencido; responderíamos nosotros. ¿Y por qué se ve vencido?, se preguntaría. Nosotros no podríamos responder que por el “placer”, porque es la palabra que estamos convenidos en que sea reemplazada por la de “bien”. Por consiguiente, es preciso que digamos que este hombre comete el mal, porque se ve vencido y vencido por el bien». Por poco burlón que sea el preguntante, no podrá menos de echarse a reír a velas desplegadas, y nos dirá: «Vaya una cosa notable, que conociendo un hombre el mal, sabiendo que es un mal, y pudiendo no cometerlo, sin embargo lo comete, porque se ve vencido por el bien». Este hombre continuará diciéndonos: «¿A vuestros ojos el bien supera por su naturaleza al mal o es incapaz de superarlo?». Nosotros responderíamos sin dudar que es incapaz de superarlo, porque de otra manera aquél, que dijimos se había dejado vencer por el placer, no sería responsable de ninguna falta. Pero continuaría él: «¿Por qué razón los bienes son incapaces de superar a los males? ¿O por qué los males tienen fuerza de superar a los bienes? ¿Es porque los unos son más grandes y los otros más pequeños? ¿O porque los unos son más en número y los otros menos?».

»Porque éstas son las únicas razones que podríamos alegar. «Es por lo tanto evidente», añadiría él, «que según vuestra doctrina ser vencido por el bien es escoger los mayores males en lugar de los menores bienes». Ya no se puede decir más sobre este punto. Mudemos ahora estos nombres tomando los de «agradable y desagradable», y digamos que un hombre hace cosas desagradables, sabiendo que son desagradables, por verse arrastrado o vencido por las que son agradables, aunque sean incapaces de vencerlo. ¿Y qué es lo que hace que los placeres sean capaces de superar a los dolores? ¿No es el exceso o el defecto de los unos respecto de los otros, cuando los unos son más grandes o más pequeños que los otros, más vivos o menos vivos que los otros? Y si alguno nos objeta que hay gran diferencia entre un dolor y un placer presente y un placer y un dolor futuros, yo preguntaré: ¿difieren ellos en otra cosa que en el placer o el dolor? Solo en esto podrían diferir. Un hombre que sabe ponerlo todo en la balanza, y que pone en un platillo las cosas agradables y en otro las desagradables, tanto las presentes como las futuras, ¿puede ignorar las que le arrastran? Porque si pesáis las agradables con las agradables, es preciso escoger las más numerosas y las mayores; si pesáis las desagradables con las desagradables, es preciso retener las menos numerosas y las menores; en fin, si pesáis las agradables con las desagradables, y los placeres superan a los dolores, los placeres presentes a los dolores futuros, o los placeres futuros a los dolores presentes, es preciso dar la preferencia a los placeres, y obrar en este sentido; y si los dolores pesan más en la balanza, es preciso guardarse bien de hacer una mala elección: ¿No es éste el partido que debe tomarse? «Sí, sin duda», me responderían.

Protágoras también convino en ello.

—Puesto que así es, yo les diría: «Respondedme, os lo suplico; un objeto, ¿no os parece más grande de cerca que de lejos, y más pequeño de lejos que de cerca? Creo que ellos convendrían en esto. ¿No sucede lo mismo con la magnitud y el número? Una voz, ¿no se la oye mejor cuando sale de cerca que cuando está lejana?».

—Sin contradicción.

—Si nuestra felicidad consistiese en escoger lo más grande y desechar lo más pequeño ¿a qué recurriríamos para asegurar la felicidad de toda nuestra vida? ¿Al arte de la agrimensura o a una simple ojeada? Pero ya sabemos que la vista nos engaña muchas veces y que, cuando nos hemos guiado por este solo dato, hemos tenido que rectificar nuestros juicios y hasta mudar de dictamen si se ha tratado de escoger entre magnitudes y pequeñeces, en lugar de que el arte de medir desvanecería siempre estas falsas apariencias, y haciendo patente la verdad, volvería la tranquilidad al alma con la posesión de lo verdadero, y aseguraría la felicidad de nuestra vida. ¿Qué dirían a esto nuestros razonadores? ¿Dirían que nuestra salud depende del arte de medir o de alguna otra cosa?

—Del arte de medir, sin duda alguna.

—Y si nuestra salud dependiese de la elección del par y del impar, todas las veces que fuese preciso escoger lo más o lo menos, y comparar lo más con lo más, lo menos con lo menos, y lo uno con lo otro, estuviesen cerca o estuviesen lejos, ¿de que dependería nuestra salud? ¿No dependería de una esencia o de una cierta esencia de medir, puesto que se trataría de juzgar del exceso o del defecto de las cosas? Este arte aplicado al par o al impar, ¿es otro que la aritmética? Yo creo que nuestros argumentantes convendrían en esto y tú lo mismo.

—Ciertamente —dijo Protágoras.

—Muy bien, amigos míos. Pero, puesto que nos ha parecido que nuestra salud depende de la buena elección entre el placer y el dolor, y de lo que en estos dos géneros es más grande o más pequeño, más numeroso o menos numeroso, está más cerca o más lejos de nosotros, ¿no es cierto que este arte de examinar el exceso o el defecto del uno respecto del otro, o su igualdad respectiva, es una verdadera ciencia de medir?

—No puede ser de otra manera.

—¿Luego es preciso que este arte de medir sea a la vez un arte y una ciencia?

—No podrían menos de convenir en ello.

—En otra ocasión examinaremos lo que este arte y esta ciencia pueden ser, y ahora nos basta saber que es una ciencia para la explicación que Protágoras y yo tenemos que daros, sobre la cuestión que nos habéis propuesto. Cuando acabábamos los dos de ponernos de acuerdo sobre que nada hay más eficaz que la ciencia, y que dondequiera que ella se encuentra sale siempre victoriosa del placer y de todas las demás pasiones, vosotros nos habéis contradicho, asegurándonos que el placer sale victorioso muchas veces y triunfa del hombre en el acto mismo en que está en posesión de la ciencia; entonces, si lo recordáis, nos preguntasteis: «Protágoras y Sócrates, si ser vencido por el placer no es lo que nosotros pensamos, decidnos lo que es y cómo lo llamáis». Si os hubiéramos respondido en el acto, que lo llamábamos «ignorancia», os hubierais reído de nosotros. Burlaros ahora y os burlaréis de vosotros mismos. Porque nos habéis confesado que los que se engañan en la elección de los placeres y de los dolores, es decir, de los bienes y de los males, solo se engañan por falta de ciencia; y además estáis también conformes en que no es solo la falta de ciencia, sino la falta de esta ciencia especial que enseña a medir. Y toda acción en la que puede haber engaño por falta de ciencia, ya sabéis que es por ignorancia. Por consiguiente, el ser vencido por el placer es el colmo de la ignorancia. Protágoras, Pródico e Hipias se alaban de curar esta ignorancia; pero vosotros, que estáis persuadidos de que esta tendencia es una cosa distinta de la ignorancia, nos os dirijáis a ellos, ni enviéis a vuestros hijos a estos sofistas; haced como si la virtud no pudiese ser enseñada, y ahorrad el dinero que sería preciso darles. Ésta es la causa de todas las desgracias de la república y de los particulares.

»He aquí lo que nosotros responderíamos a tales gentes. Pero ahora me dirijo a vosotros, Pródico e Hipias, y os pregunto lo mismo que a Protágoras, si lo que acabo de decir os parece verdadero o falso.

Todos convinieron en que estas verdades eran patentes.

—Convenís —les dije— en que lo agradable es lo que se llama bien, y lo desagradable lo que se llama mal; porque con respecto a esa distinción de nombres que Pródico ha querido introducir, yo le suplico que renuncie a ella. En efecto, Pródico llama este bien agradable, deleitable, delicioso, e inventa aún otros nombres a placer suyo, lo cual me es indiferente, y solo quiero que me respondas a lo que te pregunto.

Pródico me lo prometió sonriendo, y los otros lo mismo.

—¿Qué pensáis de esto, amigos míos? —les dije—; todas las acciones que tienden a hacernos vivir agradablemente y sin dolor, ¿no son bellas y útiles? Y una acción que es bella, ¿no es al mismo tiempo buena y útil?

Convinieron en ello.

—Si es cierto que lo agradable es bueno, no es posible que un hombre, sabiendo que puede hacer cosas mejores que las que hace, y conociendo que puede hacerlas, haga sin embargo las malas y deje las buenas, estando en su voluntad el poder escoger. Ser inferior a sí mismo no es otra cosa que estar en la ignorancia; y ser superior a sí mismo no es otra cosa que poseer la ciencia.

Convinieron en ello.

—Pero —les dije—, ¿qué entendéis por estar en la ignorancia? ¿No es tener una falsa opinión y engañarse sobre cosas de mucha importancia?

Lo confesaron todos.

—¿Es cierto que nadie se dirige voluntariamente al mal, ni a lo que se tiene por mal, y que no está en la naturaleza del hombre abrazar el mal en lugar de abrazar el bien, y que forzado a escoger entre dos males, no hay nadie que escoja el mayor, si depende de él escoger el menor?

—Eso nos ha parecido a todos una verdad evidente.

—¿Qué llamáis terror y temor? —les dije—. Habla, Pródico. ¿No es la espera de un mal lo que llamáis terror o temor?

Protágoras e Hipias convinieron en que el terror y el temor eran precisamente esto; pero Pródico lo confesó solo respecto al temor, pero lo negó respecto al terror.

—Poco importa, mi querido Pródico —le dije—. El único punto importante es saber si el principio que yo acabo de sentar es verdadero. En efecto ¿cuál es el hombre que querrá lanzarse a objetos que teme, cuando es dueño de dirigirse a objetos que no teme? Esto es imposible por vuestra misma confesión, porque desde el acto en que un hombre teme una cosa, es porque la cree mala, y no hay nadie que busque voluntariamente lo que es malo.

Convinieron en ello.

—Sentados estos fundamentos —continué yo—, es preciso ahora, Pródico e Hipias, que Protágoras justifique la verdad de lo que sentó al principio; porque ha dicho que, de las cinco partes de la virtud, no había una que fuese semejante a la otra, y que cada una tenía su carácter diferente. No quiero estrecharle sobre este punto; pero que nos pruebe lo que ha dicho después: que de estas cinco partes había cuatro que eran casi semejantes, y una que era enteramente diferente de las otras cuatro, el valor. Me añadió que lo conocería por lo siguiente: «Verás, Sócrates, hombres muy impíos, muy injustos, muy corrompidos y muy ignorantes, que son, sin embargo, muy valientes, y comprenderás por esto que el valor es enteramente diferente de las otras cuatro partes de la virtud». Os confieso que al pronto me sorprendió esta respuesta; y mi sorpresa se ha aumentado después que he examinado el asunto con vosotros. Le he preguntado si llamaba valientes a los que eran arrojados. Me dijo, en efecto, que daba este nombre a los que sin reparar arrostran los peligros. Recordarás, Protágoras, que fue esto lo que respondiste.

—Me acuerdo —dijo.

—Dime ahora, te lo suplico, a qué puntos se dirigen los valientes: ¿son los mismos a que se dirigen los cobardes?

—No, sin duda.

—¿Son otros objetos?

—Ciertamente.

—¿Los cobardes no se dirigen a puntos que se consideran seguros, y los valientes a puntos que se tienen por peligrosos?

—Así se dice vulgarmente, Sócrates.

—Dices verdad, Protágoras, pero no es eso lo que yo te pregunto, sino tu opinión, que es la que quiero saber. ¿A qué puntos se dirigen los hombres valientes?, ¿a los que ofrecen peligros, y que consideran ellos como tales?

—¿No te acuerdas, Sócrates, que ya has hecho ver claramente que eso es imposible?

—Tienes razón, Protágoras, así lo he dicho. Es cosa demostrada que nadie va derecho a objetos que juzga terribles, puesto que ya hemos visto que ser inferior a sí mismo es un efecto de la ignorancia.

—Así es.

—Los valientes y los cobardes se dirigen a puntos que inspiran confianza, y por consiguiente los cobardes emprenden las mismas cosas que los valientes.

—Sin embargo, hay mucha diferencia, Sócrates; los cobardes son todo lo contrario que los valientes. Sin ir más lejos, los unos buscan la guerra, mientras que los otros huyen de ella.

—¿Pero creen ellos mismos que ir a la guerra es una cosa bella o una cosa vergonzosa?

—Muy bella ciertamente.

—Si es bella, es también buena, porque estamos ya conformes en que todas las acciones que son bellas son buenas.

—Eso es muy cierto —me dijo—, y me sostengo en esta opinión.

—Me conformo. ¿Pero quiénes son los que rehúsan ir a la guerra, cuando ir a la guerra es una cosa tan bella y tan buena?

—Son los cobardes —dijo.

—Si ir a la guerra es una cosa tan bella y tan buena, ¿no es igualmente agradable?

—Ése es un resultado de los principios sentados.

—¿Los cobardes rehúsan ir a lo que es más bello, mejor y más agradable, aunque lo reconocen así?

—Pero, Sócrates, si confesamos esto, echamos por tierra todos nuestros primeros principios.

—¿Y un valiente no emprende todo lo que le parece más bello, mejor y más agradable?

—No es posible negarlo.

—Por consiguiente es claro que los valientes no tienen un temor vergonzoso cuando temen, ni una seguridad indigna cuando se manifiestan resueltos.

—Ésa es una verdad —dijo.

—Si esos temores y esas confianzas no son vergonzosos, ¿no es claro que son bellos?

Convino en ello.

—Y si son bellos ¿no son igualmente buenos?

—Sin duda.

—Y los cobardes, los temerarios y los furiosos, ¿no tienen temores indignos y confianzas vergonzosas?

—Lo confieso.

—Y estas confianzas vergonzosas de los cobardes ¿de dónde proceden?, ¿nacen de otro principio que de la ignorancia?

—No —dijo.

—Pero qué, lo que hace que los cobardes sean cobardes, ¿cómo lo llamas, valor o cobardía?

—Lo llamo cobardía.

—Los cobardes, por lo tanto, ¿te parecen cobardes a causa de la ignorancia en que están de las cosas terribles?

—Ciertamente.

—¿Luego es esta ignorancia la que les hace cobardes?

—Convengo en ello.

—¿Convienes, pues, en que lo que hace los cobardes es la cobardía?

—Ciertamente.

—De esta manera, en tu opinión, ¿la cobardía es la ignorancia de las cosas terribles y de las que no lo son?

Hizo un signo de aprobación.

—¿Pero el valor es lo contrario de la cobardía?

Hizo el mismo signo de aprobación.

—La ciencia de las cosas terribles y de las que no lo son ¿es opuesta a la ignorancia de estas mismas cosas?

Hizo otro signo de aprobación.

—¿La ignorancia de estas cosas es la cobardía?

Concedió esto con bastante repugnancia.

—La ciencia de las cosas terribles y de las que no lo son es por consiguiente el valor, puesto que es lo opuesto a la ignorancia de estas mismas cosas.

Sobre esto, ni hizo signo, ni pronunció una palabra.

Y yo le dije:

—Cómo, Protágoras, ¿ni confiesas, ni niegas lo que yo te pregunto?

—Tú concluye —me dijo.

—Ya solo te voy a hacer una ligera pregunta. ¿Crees, como creías antes, que hay hombres muy ignorantes y sin embargo muy valientes?

—Puesto que eres tan exigente —me dijo—, y que quieres que por fuerza te responda, quiero complacerte. Te digo, Sócrates, que lo que me preguntas me parece imposible, según los principios que hemos sentado.

—Protágoras —le dije—, todas estas preguntas que te hago no tienen otro objeto que examinar todas las partes de la virtud, y conocer bien lo que es la virtud misma, porque, una vez conocido esto, aclararemos ciertamente el punto sobre el que tanto hemos discurrido; yo diciendo que la virtud no puede ser enseñada, y tú sosteniendo que puede serlo.

»Y sobre el objeto de nuestra disputa, si me fuese permitido personificarla, yo diría que nos dirige terribles cargos y que se mofa de nosotros, diciéndonos: «¡Sócrates y Protágoras, sois unos pobres disputadores! Tú, Sócrates, después de haber sostenido que la virtud no puede ser enseñada, te esfuerzas ahora en contradecirte, procurando hacer ver que es ciencia toda virtud, la justicia, la templanza, el valor; de donde justamente se concluye, que la virtud puede ser enseñada. Porque si la ciencia es diferente de la virtud, como Protágoras trata de probar, es evidente que la virtud no puede ser enseñada, en lugar de lo cual, si pasa por ciencia, como quieres que los demás lo reconozcan, no se podrá comprender nunca que no pueda ser enseñada. Protágoras, por su parte, después de haber sostenido que se la puede enseñar, incurre igualmente en contradicción, tratando de demostrar que es otra cosa que la ciencia, lo que equivale a decir formalmente que no puede ser enseñada».

»Yo, Protágoras, tengo un sentimiento en ver todos nuestros principios confundidos y trastornados, y desearía con toda mi alma que los pudiésemos aclarar, y querría que, después de tan larga discusión, hiciéramos ver claramente lo que es la virtud en sí misma, para decidir, hecho este examen, si la virtud puede o no puede ser enseñada. Porque me temo mucho que Epimeteo nos haya engañado en este examen, como dices que nos engañó en la distribución que hizo. Así puedo decirte con franqueza, que, en tu fábula, Prometeo me gustó mucho más que el descuidado Epimeteo. Así es que siguiendo su ejemplo, y dirigiendo una mirada previsora a todo lo largo de mi vida, me aplico cuidadosamente al estudio de estas indagaciones; y si quieres, como te decía antes, con el mayor gusto profundizaré contigo todas estas materias.

—Sócrates —me dijo entonces Protágoras—, alabo extraordinariamente tu ardor y tu manera de tratar las cuestiones. Yo puedo alabarme, así lo creo, de que no tengo defectos, y sobre todo estoy muy lejos del de la envidia, y no hay nadie en el mundo menos llevado de esta pasión. Por lo que a ti toca, he dicho a quien ha querido escucharme, que de todos los que yo trato, eres tú el que más admiro, y que, entre todos los de tu edad, no hay ninguno que no esté infinitamente por debajo de ti. Añado, que no me sorprenderé, si algún día tu nombre aparece entre los personajes que se han hecho célebres por su sabiduría. En otra ocasión hablaremos de estas materias, y lo haremos cuantas veces quieras. Por ahora basta, porque un negocio me precisa a ausentarme.

—Marcha a tus negocios —respondí yo—, Protágoras, puesto que así lo quieres. Así como así, hace mucho rato que yo debiera haber partido para ir adonde se me aguarda, y solo por complacer al buen Calias, que me lo suplicó, he permanecido aquí.

Dicho esto, cada uno se retiró adonde le pareció.

Obras Completas de Platón

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