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Eutifrón o de la santidad (piedad)

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EUTIFRÓN — SÓCRATES

EUTIFRÓN. —Qué novedad, Sócrates. ¿Abandonas tus hábitos del Liceo para venir al pórtico del Rey?[1] Tú no tienes, como yo, procesos que te traigan aquí.

SÓCRATES. —Lo que me trae aquí es peor que un proceso, es lo que los atenienses llaman «negocio de Estado».

EUTIFRÓN: —¿Qué es lo que me dices? Precisamente alguno te acusa; porque jamás creeré que tú acuses a nadie.

SÓCRATES. —Ciertamente que no.

EUTIFRÓN: —¿Es otro el que te acusa?

SÓCRATES. —Sí.

EUTIFRÓN. —¿Y quién es tu acusador?

SÓCRATES. —Yo no le conozco bien; me parece ser un joven, que no es conocido aún, y que creo se llama Méleto,[2] de la villa de Pithos. Si recuerdas algún Méleto de Pithos de pelo laso, barba escasa y nariz aguileña, ése es mi acusador.

EUTIFRÓN. —No le recuerdo, Sócrates. ¿Pero cuál es la acusación que intenta contra ti?

SÓCRATES. —¿Qué acusación? Una acusación que supone que no es un hombre ordinario; porque en los pocos años que cuenta no es poco estar instruido en materias tan importantes. Dice que sabe lo que hoy día se trabaja para corromper a la juventud, y que sabe quiénes son los corruptores. Sin duda este joven es mozo muy entendido, que habiendo conocido mi ignorancia viene a acusarme de que corrompo a sus compañeros y me arrastra ante el tribunal de la patria como madre común. Y es preciso confesarlo; es el único que me parece que conoce los fundamentos de una buena política; porque la razón quiere que un hombre de Estado comience siempre por la educación de la juventud, para hacerla tan virtuosa cuanto pueda serlo; a la manera que un buen jardinero fija su principal cuidado en las plantas tiernas, para después extenderlo a las demás. Sin duda Méleto observa la misma conducta, y comienza por echarnos fuera a nosotros, los que dice que corrompemos la flor de la juventud. Y después que lo haya conseguido extenderá indudablemente sus cuidados benéficos a las demás plantas más crecidas, y de esta manera hará a su patria los más grandes y numerosos servicios; porque no podemos prometernos menos de un hombre que comienza con tan favorables auspicios.

EUTIFRÓN. —¡Ojalá sea así, Sócrates! Pero me temo que ha de ser todo lo contrario; porque atacándote a ti me parece que ataca a su patria en lo que tiene de más sagrado. Pero te suplico me digas qué es lo que dice que tú haces para corromper a la juventud.

SÓCRATES. —Cosas que por lo pronto, al escucharlas, parecen absurdas, porque dice que fabrico dioses, que introduzco otros nuevos, y que no creo en los dioses antiguos. He aquí de lo que me acusa.

EUTIFRÓN. —Ya entiendo; es porque tú supones que tienes un demonio familiar[3] que no te abandona. Bajo este principio él te acusa de introducir en la religión opiniones nuevas, y con eso viene a desacreditarte ante este tribunal, sabiendo bien que el pueblo está siempre dispuesto a recibir esta clase de calumnias. ¿Qué me sucede a mí mismo,[4] cuando en las asambleas hablo de cosas divinas y predigo lo que ha de suceder? Se burlan todos de mí como de un demente; y no es porque no se hayan visto realizadas las cosas que he predicho, sino porque tienen envidia a los que son como nosotros. ¿Y qué se hace en este caso? El mejor partido es no preocuparse de ello y seguir uno su camino.

SÓCRATES. —Mi querido Eutifrón, no es un gran negocio el verse algunas veces mofado, porque al cabo los atenienses, a mi parecer, se cuidan poco de examinar si uno es hábil, con tal de que no se mezcle en la enseñanza. Pero si se mezcla, entonces montan en cólera, ya sea por envidia, como tú dices, o por cualquier otra razón.

EUTIFRÓN. —En estas materias, Sócrates, no tengo empeño en saber cuáles son sus sentimientos respecto a mí.

SÓCRATES. —He aquí sin duda por qué eres tú tan reservado, y por qué no comunicas voluntariamente tu ciencia a los demás; pero respecto a mí, temo que no creen que el amor que tengo por todos los hombres me arrastra a enseñarles todo lo que sé; no solo sin exigirles recompensa, sino previniéndoles y obligándoles a que me escuchen. Que si se limitasen a mofarse de mí, como dices que se mofan de ti, no sería desagradable pasar aquí algunas horas de broma y diversión; pero si toman la cosa seriamente, solo vosotros los adivinos podréis decir lo que sucederá.

EUTIFRÓN. —Espero que no te suceda ningún mal, y que llevarás a buen término tu negocio, como yo el mío.

SÓCRATES. —¿Luego tienes aquí algún negocio? ¿Y eres defensor o acusador?

EUTIFRÓN. —Acusador.

SÓCRATES. —¿A quién persigues?

EUTIFRÓN. —Cuando te lo diga me creerás loco.

SÓCRATES. —Cómo, ¿acusas a alguno que tenga alas?

EUTIFRÓN. —El que yo persigo, en lugar de tener alas, es tan viejo, que apenas puede andar.

SÓCRATES. —¿Quién es?

EUTIFRÓN. —Mi padre.

SÓCRATES. —¡Tu padre!

EUTIFRÓN. —Sí, mi padre.

SÓCRATES. —¡Ah! ¿De qué lo acusas?

EUTIFRÓN. —De homicidio, Sócrates.

SÓCRATES. —De homicidio, ¡por Heracles! He aquí una acusación que está fuera del alcance del pueblo, que no comprenderá jamás que pueda ser justa, en términos de que un hombre ordinario tendría mucha dificultad en sostenerla. Un hecho semejante estaba reservado para un hombre que ha llegado a la cima de la sabiduría.

EUTIFRÓN. —Sí, ¡por Heracles!, a la cima de la sabiduría.

SÓCRATES. —¿Es alguno de tus parientes a quien tu padre ha dado muerte? Indudablemente debe ser así, porque por un extraño no habías de acusar a tu padre.

EUTIFRÓN. —¡Qué absurdo, Sócrates, creer que en esta materia haya diferencia entre un pariente y un extraño! Lo que es preciso tener presente es si el que ha dado la muerte lo ha hecho justa o injustamente. Si es justamente, es preciso dejarle en paz; pero si es injustamente, tú estás obligado a perseguirle, cualquiera que sea la amistad o parentesco que haya entre vosotros. Sería hacerte cómplice de su crimen si mantuvieras relaciones con él y no pidieras su castigo, que es el único que puede absolver a ambos. Mas voy a ponerte al corriente del hecho que motiva la acusación. El muerto era uno de nuestros colonos que llevaba una de nuestras heredades cuando habitábamos en Naxos.

Un día, que había bebido con exceso, se remontó y encarnizó tan furiosamente contra uno de nuestros esclavos, que lo mató. Mi padre ató de pies y manos al colono, lo sumió en una profunda hoya y en el acto envió aquí a consultar a uno de los Exégetas para saber lo que debía hacer, sin preocuparse más del prisionero y abandonándole como un asesino, cuya vida era de poca importancia; así fue que murió; porque el hambre, el frío y el peso de las cadenas lo mataron antes de que el hombre que mi padre envió volviese. Con este motivo, y vista mi actitud, toda la familia se subleva contra mí, porque mediando un asesino acuso a mi padre de un homicidio, que ellos pretenden que no ha cometido, y aun dado el caso de que lo hubiera cometido, sostienen que yo no debería perseguirle, puesto que el muerto era un malvado y un asesino, y que por otra parte es una acción impía que un hijo persiga a su padre criminalmente. ¡Tan ciegos están sobre el conocimiento de las cosas divinas, y tan incapaces para discernir lo que es impío de lo que es santo!

SÓCRATES. —Pero ¡por Zeus! ¿Crees, Eutifrón, tú que conoces tan exactamente las cosas divinas, y que distingues con precisión lo que es santo y lo que es impío, que habiendo pasado las cosas de la manera que dices, puedas perseguir a tu padre, sin temor de cometer una impiedad?

EUTIFRÓN. —Me estimaría bien poco, y Eutifrón no tendría ventaja sobre los demás hombres, si no conociese todas estas cosas perfectamente.

SÓCRATES. —¡Oh maravilloso Eutifrón! Estoy convencido de que el mejor partido que yo puedo tomar es hacerme tu discípulo y hacer saber a Méleto, antes del juicio de mi proceso, que hasta aquí he mirado como una de las mayores ventajas saber bien las cosas divinas; pero que hoy día, viendo que me acusa de haber caído en el error introduciendo temerariamente opiniones nuevas sobre la divinidad, me he pasado a tu escuela. Así, pues, le diré: Méleto, si confiesas que Eutifrón es hábil en estas materias, y que sus opiniones son buenas, te declaro que tengo los mismos sentimientos que él; por consiguiente cesa de perseguirme; y si, por lo contrario, crees que Eutifrón no es ortodoxo, emplaza al maestro antes de tomarla con el discípulo, puesto que él es el que pierde a los dos ancianos, su padre y yo; a mí por enseñarme una religión falsa, y a su padre por perseguirle, fundado en los principios de esta misma religión. Pero si se desentiende de mi petición y continúa en perseguirme, o dejándome se dirige a ti, tú no dejarás de comparecer y decir lo mismo que yo le hubiera significado.

EUTIFRÓN. —¡Por Zeus!, Sócrates, si su imprudencia llega al punto de atacarme, bien pronto encontraré su flaco, y correrá más peligro que yo delante de los jueces.

SÓCRATES. —Ya lo sé, y he aquí por qué deseaba tanto ser tu discípulo, seguro que no hay nadie tan atrevido para mirarte cara a cara; ni el mismo Méleto; ese hombre que penetra hasta tal punto el fondo de mi corazón que me acusa de impiedad.

Ahora, en nombre de los dioses, dime lo que hace poco me asegurabas saber tan bien: qué es lo santo y lo impío; sobre el homicidio, por ejemplo, y sobre todos los demás objetos que pueden presentarse. ¿La santidad no es siempre semejante a sí misma en toda clase de acciones? Y la impiedad, que es su contraria, ¿no es igualmente siempre la misma, de suerte que la misma idea, el mismo carácter de impiedad, se encuentra siempre en lo que es impío?

EUTIFRÓN. —Ciertamente, Sócrates.

SÓCRATES. —Dime, pues, lo que entiendes por lo santo y lo impío.

EUTIFRÓN. —Llamo santo, por ejemplo, a lo que hago yo hoy día de perseguir en justicia todo hombre que comete muertes, sacrilegios y otras injusticias semejantes, ya sea padre, madre, hermano o cualquier otro; y llamo impío no perseguirlos. Sígueme, Sócrates; te lo suplico, porque quiero darte pruebas bien positivas de que mi definición es buena, y que es una acción santa, como se lo he dicho a muchas personas, no tener ningún género de miramientos con el impío, cualquiera que él sea. Todo el mundo sabe que Zeus es el mejor y el más justo de los dioses, y todos convienen en que encadenó a su mismo padre porque devoraba sus hijos contra razón y justicia; y Cronos no trató con menos rigor a su padre por otra falta. Sin embargo, se sublevan contra mí porque persigo a mi padre por una injusticia atroz, y se incurre en una manifiesta contradicción, juzgando de tan distinto modo la acción de los dioses y la mía.

SÓCRATES. —¿No es esto mismo, Eutifrón, lo que motiva hoy mi acusación ante el tribunal, porque cuando se me habla de estas leyendas de los dioses las recibo con dificultad? Y estoy persuadido que éste será el crimen que se me impute. Si tú que eres tan hábil en materia de religión, estás de acuerdo en este punto con el pueblo, y si crees en tales leyendas, es de necesidad que nosotros lo creamos igualmente; nosotros que confesamos ingenuamente no tener ningún conocimiento de estas materias. Ésta es la razón para pedirte, en nombre del dios que preside a la amistad, que no me engañes, y que me digas: ¿crees que todas estas cosas se hayan realmente verificado?

EUTIFRÓN. —No solo estas, sino también otras más sorprendentes, que el pueblo ignora.

SÓCRATES. —¿Crees con formalidad que entre los dioses hay guerras, odios, combates y todas las demás pasiones tan sorprendentes que los poetas y pintores nos representan en sus poesías y en sus cuadros, de que se hace ostentación por todas partes en nuestros templos, y con que se abigarra ese velo misterioso que se lleva cada cinco años en procesión a la ciudadela del Acrópolis durante las Panateneas?[5] Eutifrón, ¿debemos nosotros recibir todas estas cosas como verdades?

EUTIFRÓN. —No solo estas, Sócrates, sino muchas otras, como te dije antes, que te explicaré si quieres, y que te sorprenderán bajo mi palabra.

SÓCRATES. —No me sorprenderán; pero tú me las explicarás en otra ocasión que estemos más despacio. Ahora procura explicarme más claramente lo que te he preguntado; porque aún no has satisfecho plenamente a mi pregunta, ni me has enseñado lo que es santidad. Solo me has dicho, que lo santo es lo que tú haces, acusando a tu padre de homicidio.

EUTIFRÓN. —Te he dicho la verdad.

SÓCRATES. —Quizá. ¿Pero no hay otras muchas cosas que tú llamas santas?

EUTIFRÓN. —Sin duda.

SÓCRATES. —Acuérdate, te lo suplico, que lo que he pedido no es que me enseñes una o dos cosas santas entre un gran número de otras que lo son igualmente; sino que me des una idea clara y distinta de la naturaleza de la santidad, y lo que hace que todas las cosas santas sean santas; porque tú mismo me has dicho que un solo y mismo carácter hace que las cosas santas sean santas; así como un solo y mismo carácter hace que la impiedad sea siempre impiedad. ¿No te acuerdas?

EUTIFRÓN. —Sí, me acuerdo.

SÓCRATES. —Enséñame, pues, cuál es ese carácter, a fin de que teniéndolo siempre a la vista, y sirviéndome de él como un modelo, esté en posesión de asegurar sobre todo lo que tú u otros hagan, que lo que es ajustado a dicho modelo es santo, y que lo que no lo es, es impío.

EUTIFRÓN. —Si es eso lo que quieres, Sócrates, estoy pronto a satisfacerte.

SÓCRATES. —Ciertamente es lo que quiero.

EUTIFRÓN. —Digo, pues, que lo santo es lo que es agradable a los dioses, e impío lo que les es desagradable.

SÓCRATES. —Muy bien, Eutifrón. Me has contestado con precisión a lo que te había preguntado; mas en cuanto a saber si es una verdad lo que dices, hasta ahora no lo comprendo así; pero indudablemente me convencerás de que lo es.

EUTIFRÓN. —Te satisfaré.

SÓCRATES. —Vamos, examinemos bien lo que decimos. Una cosa santa, un hombre santo, es una cosa, es un hombre que es agradable a los dioses; una cosa impía, un hombre impío, es un hombre, es una cosa, que les es desagradable, y de este modo lo santo y lo impío son directamente opuestos; ¿no es así?

EUTIFRÓN. —Sin contradicción.

SÓCRATES. —¿Te parece que está esto bien definido?

EUTIFRÓN. —Lo creo.

SÓCRATES. —¿Pero no estamos también acordes en que los dioses tienen entre sí enemistades y odios, y que muchas veces están discordes y divididos?

EUTIFRÓN. —Sí; sin duda.

SÓCRATES. —Examinemos, pues, aquí en qué puede consistir esta diferencia de pareceres que produce entre ellos estas enemistades, estos odios. Si tú y yo disputáramos sobre dos números para saber cuál es el mayor, ¿esta diferencia nos haría enemigos y nos arrastraría a ejercer violencias? O más bien, poniéndonos a contar, ¿nos pondríamos en el momento de acuerdo?

EUTIFRÓN. —Es claro.

SÓCRATES. —Y si disputáramos sobre la diferente magnitud de los cuerpos, ¿no nos pondríamos a medir, y no se daría en el acto por terminada nuestra disputa?

EUTIFRÓN. —En el acto.

SÓCRATES. —Y si disputáramos sobre la pesantez, ¿no se terminaría bien pronto nuestra disputa por medio de una balanza?

EUTIFRÓN. —Sin dificultad.

SÓCRATES. —¿Pues qué es lo que podría hacemos enemigos irreconciliables, si llegáramos a disputar sin tener una regla fija a que pudiéramos recurrir? Quizá no se presenta a tu espíritu ninguna de estas cosas, y voy a proponerte algunas. Reflexiona un poco y mira si por casualidad estas cosas son lo justo y lo injusto, lo honesto y lo inhonesto, el bien y el mal. Porque ¿no son estas las que por falta de una regla suficiente para ponemos de acuerdo en nuestras diferencias, nos arrojan a deplorables enemistades? Y cuando digo nosotros, entiendo todos los hombres.

EUTIFRÓN. —He aquí, en efecto, la causa de nuestros disentimientos.

SÓCRATES. —Y si es cierto que los dioses tienen diferencias entre sí sobre cualquier cosa, ¿no es preciso que recaigan necesariamente sobre alguna de las mismas que dejo expresadas?

EUTIFRÓN. —Eso es de toda necesidad.

SÓCRATES. —Por consiguiente, según tú, excelente Eutifrón, los dioses están divididos sobre lo justo y lo injusto, sobre lo honesto y lo inhonesto, sobre lo bueno y lo malo; porque ellos no pueden tener otro objeto de disputa; ¿no es así?

EUTIFRÓN. —Como lo dices.

SÓCRATES. —¿Y las cosas que cada uno de los dioses encuentra honestas, buenas y justas las ama, y aborrece las contrarias?

EUTIFRÓN. —Sin dificultad.

SÓCRATES. —Según tú, una misma cosa parece justa a los unos e injusta a los otros, y este disentimiento es la causa de sus disputas y de sus guerras. ¿No es así?

EUTIFRÓN. —Sin duda.

SÓCRATES. —Se sigue de aquí, que una misma cosa es amada y aborrecida por los dioses, y les es al mismo tiempo agradable y desagradable.

EUTIFRÓN. —Así parece.

SÓCRATES. —Y por consiguiente, lo santo y lo impío ¿no son una misma cosa según tú?

EUTIFRÓN. —La consecuencia parece ser exacta.

SÓCRATES. —Aún no has respondido a mi pregunta, incomparable Eutifrón; porque yo no te preguntaba lo que es a la vez santo e impío, agradable y desagradable a los dioses; de manera que podrá suceder muy bien sin milagro que la acción que haces hoy persiguiendo en juicio a tu padre, agrade a Zeus y desagrade a Urano y a Cronos; que sea agradable a Hefesto y desagradable a Juno; y así a todos los demás dioses que no estén conformes en una misma opinión.

EUTIFRÓN. —Pero yo creo, Sócrates, que sobre esto no hay disputa entre los dioses, y que ninguno de ellos quiere que el que ha cometido una muerte injusta quede impune.

SÓCRATES. —Tampoco hay hombre que lo pretenda. ¿Has oído jamás que se haya atrevido nadie a sostener que el que ha cometido una muerte infamemente, o cometido cualquier otra injusticia, pueda quedar sin castigo?

EUTIFRÓN. —No se oye ni se ve en todas partes otra cosa en los tribunales. Dos que han cometido injusticias dicen y hacen todo cuanto pueden para evitar el castigo.

SÓCRATES. —¿Pero esas gentes, Eutifrón, confiesan que han cometido injustamente aquello de que se los acusa? ¿O bien, confesándolo, sostienen que no deben ser castigados?

EUTIFRÓN. —No lo confiesan, Sócrates.

SÓCRATES. —No dicen ni hacen todo lo que pueden, porque no se atreven a sostener ni suponer que siendo probada su injusticia, no deban de ser castigados, sino que pretenden más bien que ellos no han cometido injusticia. ¿No es así?

EUTIFRÓN. —Es cierto.

SÓCRATES. —No ponen en duda que el culpable de una injusticia deba ser castigado, y la cuestión es saber quién ha cometido la injusticia, cuándo y cómo la ha cometido.

EUTIFRÓN. —Eso es cierto.

SÓCRATES. —¿No es lo mismo lo que sucede en el cielo, si es cierto, como antes has confesado, que los dioses están en discordia sobre lo justo y lo injusto? ¿No sostienen los unos que los otros son injustos? Estos últimos ¿no sostienen lo contrario? Porque entre ellos, lo mismo que entre nosotros, no hay uno que se atreva a decir que el autor de una injusticia no deba ser castigado.

EUTIFRÓN. —Todo lo que dices es cierto, por lo menos en general.

SÓCRATES. —Di también en particular, porque las disputas de todos los días de los dioses y de los hombres recaen sobre acciones particulares, y si los dioses disputan sobre alguna cosa, precisamente tiene que recaer sobre cosa particular, diciendo los unos que tal acción es justa, y diciendo los otros que es injusta. ¿No es así?

EUTIFRÓN. —Ciertamente.

SÓCRATES. —Por consiguiente, ven acá, mi querido Eutifrón, y dime, para mi instrucción particular, qué prueba cierta tienes de que los dioses todos han desaprobado la muerte de vuestro colono; el cual, de resultas de haber quitado la vida a palos a un esclavo, había sido cargado de hierros por el dueño de este, causándole la muerte, antes que tu padre recibiese de Atenas la respuesta que esperaba. Hazme ver que en este suceso es una acción piadosa y justa, que un hijo acuse a su padre de homicidio, y que pida ante el tribunal su castigo; y trata de probarme, pero de una manera clara y patente, que todos los dioses aprueban la acción de este hijo. Si consigues esto, no cesaré toda mi vida de celebrar tu habilidad.

EUTIFRÓN. —Dificultad presenta, Sócrates, si bien soy capaz de demostrártelo claramente.

SÓCRATES. —Ya te entiendo; me tienes por cabeza más dura que la de tus jueces; porque respecto a ellos, les harás ver sin dificultad, que tu colono ha muerto injustamente, y que todos los dioses desaprueban la acción de tu padre.

EUTIFRÓN. —Se lo haré ver claramente, con tal de que quieran escucharme.

SÓCRATES. —¡Oh! No dejarán de escucharte, con tal de que les dirijas bellos discursos; pero he aquí una reflexión que me ocurre. En vista de lo que acabo de oírte, me decía a mí mismo: aun cuando Eutifrón me probase que todos los dioses encuentran injusta la muerte de su colono, ¿habré adelantado en la cuestión? ¿Conoceré mejor lo que es santo y lo que es impío?

La muerte del colono ha desagradado a los dioses, según se pretende, y yo convengo en ello; pero esto no es una definición de lo santo y de su contrario, puesto que los dioses están divididos, y lo que es agradable a los unos es desagradable a los otros. También doy por sentado que los dioses encuentren injusta la acción de tu padre, y que todos le aborrezcan; pero corrijamos un poco nuestra definición, te lo suplico, y digamos: lo que es aborrecido por todos los dioses, es impío, y lo que es amado por todos ellos es santo, y lo que es amado por los unos y aborrecido por los otros, no es ni santo ni impío, o es lo uno y lo otro a la vez. ¿Quieres que nos atengamos a esta definición de lo santo y de lo impío?

EUTIFRÓN. —¿Quién lo impide, Sócrates?

SÓCRATES. —No es cosa mía, Eutifrón; mira si te conviene hacer tuyo este principio, y sobre él me enseñarás mejor lo que me has prometido.

EUTIFRÓN. —Por mí no tengo inconveniente en sentar que lo santo es lo que aman todos los dioses, e impío lo que todos ellos aborrecen.

SÓCRATES. —¿Examinaremos esta definición para ver si es verdadera, o la recibiremos sin examen y habremos de tener esta tolerancia con nosotros y con los demás, dando rienda suelta a nuestra imaginación y a nuestra fantasía, en términos que baste que un hombre nos diga que una cosa existe para que se le crea, o es preciso examinar lo que se dice?

EUTIFRÓN. —Es preciso examinar, sin duda; pero estoy seguro, que el principio que acabamos de sentar es justo.

SÓCRATES. —Eso es lo que vamos a ver muy pronto: sígueme. ¿Lo santo es amado por los dioses porque es santo, o es santo porque es amado por ellos?

EUTIFRÓN. —No entiendo bien lo que quieres decir, Sócrates.

SÓCRATES. —Voy a explicarme. ¿No decimos que una cosa es llevada y que una cosa lleva? ¿Que una cosa es vista y que una cosa ve? ¿Que una cosa es empujada y que una cosa empuja? ¿Comprendes tú que todas estas cosas son diferentes y en qué difieren?

EUTIFRÓN. —Me parece que lo comprendo.

SÓCRATES. —La cosa amada ¿no es diferente de la cosa que ama?

EUTIFRÓN. —Vaya una pregunta.

SÓCRATES. —Dime igualmente; ¿la cosa llevada es llevada porque se la lleva, o por alguna otra razón?

EUTIFRÓN. —Porque se la lleva, sin duda.

SÓCRATES. —¿Y la cosa empujada es empujada porque se la empuja, y la cosa vista es vista porque se la ve?

EUTIFRÓN. —Ciertamente.

SÓCRATES. —Luego no es cierto que se ve una cosa porque es vista, sino por lo contrario; ella es vista porque se la ve. No es cierto que se empuja una cosa porque ella es empujada, sino que ella es empujada porque se la empuja. No es cierto que se lleva una cosa porque es llevada, sino que ella es llevada porque se la lleva. ¿No es esto muy claro? Ya entiendes lo que quiere decir, que se hace una cosa porque ella es hecha, que un ser que padece, no padece porque es paciente, sino que es paciente porque padece. ¿No es así?

EUTIFRÓN. —¿Quién lo duda?

SÓCRATES. —Ser amado, ¿no es un hecho o una especie de paciente?

EUTIFRÓN. —Ciertamente.

SÓCRATES. —Sucede con lo que es amado lo mismo que con todas las demás cosas; no se ama porque es amado, sino todo lo contrario; es amado porque se le ama.

EUTIFRÓN. —Esto es más claro que la luz.

SÓCRATES. —¿Qué diremos de lo santo, mi querido Eutifrón? ¿No es amado por todos los dioses, como tú lo has sentado?

EUTIFRÓN. —Ciertamente.

SÓCRATES. —¿Y es amado porque es santo, o por alguna otra razón?

EUTIFRÓN. —Precisamente porque es santo.

SÓCRATES. —Luego es amado por los dioses porque es santo; mas ¿no es santo porque es amado?

EUTIFRÓN. —Así me parece.

SÓCRATES. —Pero lo santo, ¿no es amable a los dioses porque los dioses lo aman?

EUTIFRÓN. —¿Quién puede negarlo?

SÓCRATES. —Lo que es amado por los dioses no es lo mismo que lo que es santo, ni lo que es santo es lo mismo que lo que es amado por los dioses, como tú dices, sino que son cosas muy diferentes.

EUTIFRÓN. —¿Cómo es eso, Sócrates?

SÓCRATES. —No cabe duda, puesto que nosotros estamos de acuerdo, que lo santo es amado porque es santo, y que no es santo porque es amado. ¿No estamos conformes en esto?

EUTIFRÓN. —Lo confieso.

SÓCRATES. —¿No estamos también de acuerdo en que lo que es amable a los dioses, no lo es porque ellos lo amen, y que no es cierto decir que ellos lo aman porque es amable?

EUTIFRÓN. —Eso es cierto.

SÓCRATES. —Pero, mi querido Eutifrón, si lo que es amado por los dioses y lo que es santo fuesen una misma cosa, como lo santo no es amado sino porque es santo, se seguiría que los dioses amarían lo que ellos aman porque es amable. Por otra parte, como lo que es amable a los dioses no es amable sino porque ellos lo aman, sería cierto decir igualmente que lo santo no es santo sino porque es amado por ellos. Ve aquí que los dos términos amable a los dioses y santo son muy diferentes; el uno no es amado sino porque los dioses lo aman, y el otro es amado porque merece serlo por sí mismo. Así, mi querido Eutifrón, habiendo querido explicarme lo santo, no lo has hecho de su esencia, y te has contentado con explicarme una de sus cualidades, que es la de ser amado por los dioses. No me has dicho aún lo que es lo santo por su esencia. Si no lo llevas a mal, te conjuro a que no andes con misterios, y tomando la cuestión en su origen, me digas con exactitud lo que es santo, ya sea o no amado por los dioses; porque sobre esto último no puede haber disputa entre nosotros. Así, pues, dime con franqueza lo que es santo y lo que es impío.

EUTIFRÓN. —Pero, Sócrates, no sé cómo explicarte mi pensamiento; porque todo cuanto sentamos parece girar en torno nuestro sin ninguna fijeza.

SÓCRATES. —Eutifrón, todos los principios que has establecido se parecen bastante a las figuras de mi ancestro, Dédalo.[6] Si hubiera sido yo el que los hubiera sentado, indudablemente te habrías burlado de mí y me habrías echado en cara la bella cualidad que tenían las obras de mi ascendiente, de desaparecer en el acto mismo en que se creían más reales y positivas; pero, por desgracia, eres tú el que las ha sentado, y es preciso que yo me valga de otras chanzonetas, porque tus principios se te escapan como tú mismo lo has percibido.

EUTIFRÓN. —Respecto a mí, Sócrates, no tengo necesidad de valerme de tales argucias; a ti sí que te cuadran perfectamente; porque no soy yo el que inspira a nuestros razonamientos esa instabilidad, que les impide cimentar en firme; tú eres el que representas al verdadero Dédalo. Si fuese yo solo, te respondo que nuestros principios serían firmes.

SÓCRATES. —Yo soy más hábil en mi arte que lo era Dédalo. Éste solo sabía dar esta movilidad a sus propias obras, cuando yo, no solo la doy a las mías, sino también a las ajenas; y lo más admirable es que soy hábil a pesar mío, porque preferiría incomparablemente más que mis principios fuesen fijos e inquebrantables, que tener todos los tesoros de Tántalo con toda la habilidad de mi ancestro. Pero basta de chanzas, y puesto que tienes remordimientos, ensayaré aliviarte y abrirte un camino más corto, para conducirte al conocimiento de lo que es santo, sin detenerte en tu marcha. Mira, pues, si no es de una necesidad absoluta que todo lo que es santo sea justo.

EUTIFRÓN. —No puede ser de otra manera.

SÓCRATES. —¿Todo lo que es justo te parece santo, o todo lo que es santo te parece justo? ¿O crees, que lo que es justo no es siempre santo, sino tan solo que hay cosas justas que son santas y otras que no lo son?

EUTIFRÓN. —No puedo seguirte, Sócrates.

SÓCRATES. —Sin embargo, tú tienes sobre mí dos ventajas muy grandes, la juventud y la habilidad.

Pero, como te decía antes, confías demasiado en tu sabiduría. Te suplico, que deseches esa apatía, y que te apliques un momento; porque lo que yo te digo no es difícil de entender, no es más que lo contrario de lo que canta un poeta:

¿Por qué se tiene temor de celebrar

a Zeus que ha creado todo?

La vergüenza es siempre compañera del miedo.

No estoy de acuerdo con este poeta; ¿quieres saber por qué?

EUTIFRÓN. —Sí, tú me obligas a decirlo.

SÓCRATES. —No me parece del todo verdadero, que la vergüenza acompañe al miedo, porque se ven todos los días gentes que temen a las enfermedades, la pobreza y otros muchos males, y sin embargo, no se avergüenzan de tener este temor. ¿No te parece que es así?

EUTIFRÓN. —Soy de tu dictamen.

SÓCRATES. —Por lo contrario, el miedo sigue siempre a la vergüenza. ¿Hay hombre, que teniendo vergüenza de una acción fea, no tema al mismo tiempo la mala reputación que es su resultado?

EUTIFRÓN. —Cómo no ha de temer.

SÓCRATES. —Por consiguiente no es cierto decir:

La vergüenza es siempre compañera del miedo.

Sino que es preciso decir:

El miedo es siempre compañero de la vergüenza.

Porque es falso que la vergüenza se encuentre dondequiera que esté el miedo. El miedo tiene más extensión que la vergüenza. En efecto, la vergüenza es una parte del miedo, como lo impar es una parte del número. Dondequiera que hay un número, no es precisión que en él se encuentre el impar, pero dondequiera que aparezca el impar hay un número. ¿Me entiendes ahora?

EUTIFRÓN. —Muy bien.

SÓCRATES. —Esto es precisamente lo que te pregunté antes: ¿si dondequiera que se encuentre lo justo allí está lo santo, y si dondequiera que se encuentre lo santo allí está lo justo? Parece que lo santo no se encuentra siempre con lo justo, porque lo santo es una parte de lo justo. ¿Sentaremos este principio, o eres tú de otra opinión?

EUTIFRÓN. —A mi parecer, este principio no puede ser combatido.

SÓCRATES. —Ten en cuenta lo que voy a decirte; si lo santo es una parte de lo justo, es preciso averiguar qué parte de lo justo tiene lo santo, como si me preguntases, qué parte del número es el par, y cuál es este número, y yo te respondiese que es el que se divide en dos partes iguales y no desiguales. ¿No lo crees como yo?

EUTIFRÓN. —Sin duda.

SÓCRATES. —Haz pues el ensayo de enseñarme a tu vez, qué parte de lo justo es lo santo a fin de que indique a Méleto que ya no hay materia para acusarme de impiedad; a mí que tan perfectamente he aprendido de ti lo que es la piedad y la santidad y sus contrarias.

EUTIFRÓN. —Me parece a mí, Sócrates, que la piedad y la santidad son esta parte de lo justo que corresponde al culto de los dioses, y que todo lo demás consiste en los cuidados y atenciones que los hombres se deben entre sí.

SÓCRATES. —Muy bien, Eutifrón; sin embargo, falta alguna pequeña cosa, porque no comprendo bien lo que tú entiendes por la palabra culto. ¿Este cuidado de los dioses es el mismo que el que se tiene por todas las demás cosas? Porque decimos todos los días, que solo un jinete sabe tener cuidado de un caballo; ¿no es así?

EUTIFRÓN. —Sí, sin duda.

SÓCRATES. —El cuidado de los caballos ¿compete propiamente al arte de equitación?

EUTIFRÓN. —Ciertamente.

SÓCRATES. —Todos los hombres no son a propósito para enseñar a los perros, sino los cazadores.

EUTIFRÓN. —Sólo los cazadores.

SÓCRATES. —Por consiguiente el cuidado de los perros pertenece al arte venatorio.

EUTIFRÓN. —Sin dificultad.

SÓCRATES. —¿Pertenece solo a los labradores tener cuidado de los bueyes?

EUTIFRÓN. —Sí.

SÓCRATES. —La santidad y la piedad es del cuidado de los dioses. ¿No es esto lo que dices?

EUTIFRÓN. —Ciertamente.

SÓCRATES. —¿Todo cuidado no tiene por objeto el bien y utilidad de la cosa cuidada? ¿No ves hacerse mejores y más dóciles los caballos que están al cuidado de un entendido picador?

EUTIFRÓN. —Sí, sin duda.

SÓCRATES. —¿El cuidado que un buen cazador tiene de sus perros, el que un buen labrador tiene de sus bueyes, no hace mejores lo mismo a los unos que a los otros, y así en todos los casos análogos? ¿Puedes creer, que el cuidado en estos casos tienda a dañar lo que se cuida?

EUTIFRÓN. —No, sin duda, ¡por Zeus!

SÓCRATES. —¿Tiende pues a hacerlos mejores?

EUTIFRÓN. —Ciertamente.

SÓCRATES. —La santidad, siendo el cuidado de los dioses, debe tender a su utilidad, y tiene por objeto hacer a los dioses mejores. ¿Pero te atreverías a suponer que, cuando ejecutas una acción santa, haces mejor a alguno de los dioses?

EUTIFRÓN. —Jamás, ¡por Zeus!

SÓCRATES. —No creo tampoco que sea ese tu pensamiento, y ésta es la razón por la que te he preguntado cuál era el cuidado de los dioses, de que querías hablar, bien convencido que no era este.

EUTIFRÓN. —Me haces justicia, Sócrates.

SÓCRATES. —Éste es ya punto concluido. ¿Pero qué clase de cuidado de los dioses es la santidad?

EUTIFRÓN. —El cuidado que los criados tienen por sus amos.

SÓCRATES. —Ya entiendo; ¿la santidad es como la sirviente de los dioses?

EUTIFRÓN. —Así es.

SÓCRATES. —¿Podrías decirme lo que los médicos operan por medio de su arte? ¿No restablecen la salud?

EUTIFRÓN. —Sí.

SÓCRATES. —El arte de los constructores de buques ¿para qué es bueno?

EUTIFRÓN. —Sin duda, Sócrates, para construir buques.

SÓCRATES. —¿El arte de los arquitectos, no es para construir casas?

EUTIFRÓN. —Ciertamente.

SÓCRATES. —Dime, ¿para qué puede servir la santidad, este cuidado de los dioses? Es claro, tú debes saberlo; tú que pretendes conocer las cosas divinas mejor que nadie en el mundo.

EUTIFRÓN. —Con razón lo dices, Sócrates.

SÓCRATES. —Dime, pues, ¡por Zeus!, lo que hacen los dioses de bueno, auxiliados de nuestra piedad.

EUTIFRÓN. —Muy buenas cosas, Sócrates.

SÓCRATES. —También las hacen los generales, mi querido amigo; sin embargo, hay una muy principal, que es la victoria que consiguen en los combates. ¿No es verdad?

EUTIFRÓN. —Muy cierto.

SÓCRATES. —Los labradores hacen igualmente muy buenas cosas, pero la principal es alimentar al hombre con los productos de la tierra.

EUTIFRÓN. —Convengo en ello.

SÓCRATES. —Dime, pues. ¿De todas las cosas bellas que los dioses hacen por el ministerio de nuestra santidad, cuál es la principal?

EUTIFRÓN. —Ya te dije antes, Sócrates, que es difícil explicar esto con toda exactitud. Lo que puedo decirte en general es que agradar a los dioses con oraciones y sacrificios es lo que se llama santidad, y constituye la salud de las familias y de los pueblos; a la vez que desagradar a los dioses es entregarse a la impiedad, que todo lo arruina y destruye, hasta los fundamentos.

SÓCRATES. —En verdad, Eutifrón, si hubieras querido, habrías podido decirme con menos palabras lo que te he preguntado. Es fácil notar, que no tienes deseo de instruirme, porque antes estabas en el camino, y de repente te has separado de él; una palabra más, y yo conoceré perfectamente la naturaleza de la santidad. Al presente, puesto que el que interroga debe seguir al que es interrogado, ¿no dices que la santidad es el arte de sacrificar y de orar?

EUTIFRÓN. —Lo sostengo.

SÓCRATES. —Sacrificar es dar a los dioses. Orar es pedirles.

EUTIFRÓN. —Muy bien, Sócrates.

SÓCRATES. —Se sigue de este principio, que la santidad es la ciencia de dar y de pedir a los dioses.

EUTIFRÓN. —Has comprendido perfectamente mi pensamiento.

SÓCRATES. —Esto consiste en que estoy prendado de tu sabiduría, y me entrego a ti absolutamente. No temas que me desentienda ni de una sola de tus palabras. Dime, pues, ¿cuál es el arte de servir a los dioses? ¿No es, según tu opinión, darles y pedirles?

EUTIFRÓN. —Ciertamente.

SÓCRATES. —Para pedir bien, ¿no es necesario pedirles cosas que tengamos necesidad de recibir de ellos?

EUTIFRÓN. —Nada más verdadero.

SÓCRATES. —Y para dar bien, ¿no es preciso darles en cambio cosas que ellos tengan necesidad de recibir de nosotros? Porque sería burlarse dar a alguno cosas de las que no tenga ninguna necesidad.

EUTIFRÓN. —Es imposible hablar mejor.

SÓCRATES. —La santidad, mi querido Eutifrón, ¿es por consiguiente una especie de tráfico entre los dioses y los hombres?

EUTIFRÓN. —Si así lo quieres, será un tráfico.

SÓCRATES. —Yo no quiero que lo sea, si no lo es realmente; pero dime: ¿qué utilidad sacan los dioses de los presentes que les hacemos? Porque la utilidad que sacamos de ellos es bien clara, puesto que no somos partícipes del bien más pequeño que no lo debamos a su liberalidad. ¿Pero de qué utilidad son a los dioses nuestras ofrendas? ¿Seremos tan egoístas que solo nosotros saquemos ventaja de este comercio, y que los dioses no saquen ninguna?

EUTIFRÓN. —¿Piensas, Sócrates, que los dioses pueden jamás sacar ninguna utilidad de las cosas que reciben de nosotros?

SÓCRATES. —¿Luego para qué sirven todas nuestras ofrendas?

EUTIFRÓN. —Sirven para mostrarles nuestra veneración, nuestro respeto y el deseo que tenemos de merecer su favor.

SÓCRATES. —Luego, Eutifrón, ¿lo santo es lo que obtiene el favor de los dioses, y no lo que les es útil ni lo que es amado de ellos?

EUTIFRÓN. —No, yo creo que por encima de todo está el ser amado por los dioses.

SÓCRATES. —Lo santo, a lo que parece, es aún lo que es amado por los dioses.

EUTIFRÓN. —Sí, por encima de todo.

SÓCRATES. —¡Hablándome así extrañas que tus discursos muden sin cesar, sin poder fijarse! ¿Y te atreves a acusarme de ser el Dédalo que les da esta movilidad continua, tú que mil veces más astuto que Dédalo, los haces girar en círculo? ¿No te apercibes de que vuelven sin cesar sobre sí mismos? ¿Has olvidado, sin duda, que lo que es santo y lo que es agradable a los dioses no nos ha parecido la misma cosa, y que las hemos encontrado diferentes? ¿No te acuerdas?

EUTIFRÓN. —Me acuerdo.

SÓCRATES. —¡Ah!, ¿no ves que ahora dices que lo santo es lo que es amado por los dioses? Lo que es amado por los dioses, ¿no es lo que es amable a sus ojos?

EUTIFRÓN. —Ciertamente.

SÓCRATES. —De dos cosas una: o hemos distinguido mal, o si hemos distinguido bien, hemos incurrido ahora en una definición falsa.

EUTIFRÓN. —Así parece.

SÓCRATES. —Es preciso que comencemos de nuevo a indagar lo que es la santidad; porque yo no cesaré hasta que me la hayas enseñado. No me desdeñes, y aplica toda la fuerza de tu espíritu para enseñarme la verdad, Tú la sabes mejor que nadie, y no te dejaré, como otro Proteo, hasta que me hayas instruido; porque si no hubieses tenido un perfecto conocimiento de lo que es santo y de lo que es impío, indudablemente jamás habrías fulminado una acusación criminal, ni acusado de homicidio a tu anciano padre, por un miserable colono; y lejos de cometer una impiedad, hubieras temido a los dioses y respetado a los hombres. No puedo dudar que tú crees saber perfectamente lo que es la santidad y su contraria; dímelo, pues, mi querido Eutifrón, y no me ocultes tus pensamientos.

EUTIFRÓN. —Así lo haré para otra ocasión, Sócrates, porque en este momento tengo precisión de dejarte.

SÓCRATES. —¡Ah!, qué es lo que haces, mi querido Eutifrón, esta marcha precipitada me priva de la más grande y más dulce de mis esperanzas, porque me lisonjeaba con que después de haber aprendido de ti lo que es la santidad y su contraria, podría salvarme fácilmente de las manos de Méleto, haciéndole ver con claridad que Eutifrón me había instruido perfectamente en las cosas divinas; que la ignorancia no me arrastraría a introducir opiniones nuevas sobre la divinidad; y que mi vida sería para lo sucesivo más santa.

Obras Completas de Platón

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