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Fedro o de la belleza
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SÓCRATES: —Mi querido Fedro, ¿adónde vas y de dónde vienes?
FEDRO. —Vengo, Sócrates, de casa de Lisias,[1] hijo de Céfalo, y voy a pasearme fuera de muros; porque he pasado toda la mañana sentado junto a Lisias, y siguiendo el precepto de Acúmeno, tu amigo y mío, me paseo por las vías públicas, porque dice que proporcionan mayor recreo y salubridad que las carreras en el gimnasio.
SÓCRATES. —Tiene razón, amigo mío; pero Lisias, por lo que veo, estaba en la ciudad.
FEDRO. —Sí, en casa de Epícrates, en la casa Moriquia, que está próxima al templo de Zeus Olímpico.[2]
SÓCRATES. —¿Y cuál fue vuestra conversación? Sin dudar, Lisias te regalaría algún discurso.
FEDRO. —Tú lo sabrás, si no te apura el tiempo, y si me acompañas y me escuchas.
SÓCRATES. —¿Qué dices?, ¿no sabes, para hablar como Píndaro, que no hay negocio que yo no abandone por saber lo que ha pasado entre tú y Lisias?
FEDRO. —Pues adelante.
SÓCRATES. —Habla pues.
FEDRO. —En verdad, Sócrates, el negocio te afecta, porque el discurso, que nos ocupó por tan largo espacio, no sé por qué casualidad rodó sobre el amor. Lisias supone un hermoso joven, solicitado, no por un hombre enamorado, sino, y esto es lo más sorprendente, por un hombre sin amor, y sostiene que debe conceder sus amores más bien al que no ama, que al que ama.
SÓCRATES. —¡Oh!, es muy amable. Debió sostener igualmente que es preciso tener mayor complacencia con la pobreza que con la riqueza, con la ancianidad que con la juventud, y lo mismo con todas las desventajas que tengo yo y tienen muchos otros. Sería esta una idea magnífica y prestaría un servicio a los intereses populares.[3] Así es que yo ardo en deseos de escucharte, y ya puedes alargar tu paseo hasta Megara, y, conforme al método de Heródico,[4] volver de nuevo después de tocar los muros de Atenas, que yo no te abandonaré.
FEDRO. —¿Qué dices, bondadoso Sócrates? Un discurso que Lisias, el más hábil de nuestros escritores, ha trabajado por despacio y en mucho tiempo, ¿podré yo, que soy un pobre hombre, dártelo a conocer de una manera digna de tan gran orador? Estoy bien distante de ello, y, sin embargo, preferiría este talento a todo el oro del mundo.
SÓCRATES. —Fedro, si no conociese a Fedro, no me conocería a mí mismo; pero le conozco. Estoy bien seguro de que, oyendo un discurso de Lisias, no ha podido contentarse con una primera lectura, sino que volviendo a la carga, habrá pedido al autor que comenzara de nuevo, y el autor le habrá dado gusto, y, no satisfecho aún con esto, concluiría por apoderarse del papel, para volver a leer los pasajes que más llamaran su atención. Y después de haber pasado toda la mañana inmóvil y atento a este estudio, fatigado ya, había salido a tomar el aire y dar un paseo, y mucho me engañaría, ¡por el Perro! Si no sabe ya de memoria todo el discurso, a no ser que sea de una extensión excesiva. Se ha venido fuera de muros para meditar sobre él a sus anchas, y encontrando un desdichado que tenga una pasión furiosa por discursos, complacerse interiormente en tener la fortuna de hallar a uno a quien comunicar su entusiasmo y precisarle a que le siga. Y como el encontradizo, llevado de su pasión por discursos, le invita a que se explique, se hace el desdeñoso, y como si nada le importara; cuando si no le quisiera oír, sería capaz de obligarle a ello por la fuerza. Así, pues, mi querido Fedro, mejor es hacer por voluntad lo que habría de hacerse luego por voluntad o por fuerza.
FEDRO. —Veo que el mejor partido que puedo tomar es repetirte el discurso como me sea posible, porque tú no eres de condición tal que me dejes marchar, sin que hable bien o mal.
SÓCRATES. —Tienes razón.
FEDRO. —Pues bien, doy principio… Pero verdaderamente.
Sócrates, yo no puedo responder de darte a conocer el discurso palabra por palabra. A pesar de todo me acuerdo muy bien de todos los argumentos que Lisias hace valer para preferir el amigo frío al amante apasionado; y voy a referírtelos en resumen y por su orden. Comienzo por el primero.
SÓCRATES. —Muy bien, querido amigo; pero enséñame, por lo pronto, lo que tienes en tu mano izquierda bajo la capa. Sospecho que sea el discurso. Si he adivinado, vive persuadido de lo mucho que te estimo; pero, dado que tenemos aquí a Lisias mismo, no puedo ciertamente consentir que seas tú materia de nuestra conversación. Veamos, presenta ese discurso.
FEDRO. —Basta de broma, querido Sócrates; veo que es preciso renunciar a la esperanza que había concebido de ejercitarme a tus expensas; pero ¿dónde nos sentamos para leerlo?
SÓCRATES. —Marchémonos por este lado y sigamos el curso del Iliso, y allí escogeremos algún sitio solitario para sentarnos.
FEDRO. —Me viene perfectamente haber salido de casa sin calzado, porque tú nunca lo gastas.[5] Podemos seguir la corriente, y en ella tomaremos un baño de pies, lo cual es agradable en esta estación y a esta hora del día.
SÓCRATES. —Marchemos, pues, y elige tú el sitio donde debemos sentarnos.
FEDRO. —¿Ves este plátano de tanta altura?
SÓCRATES. —¿Y qué?
FEDRO. —Aquí, a su sombra, encontraremos una brisa agradable y hierba donde sentarnos, y, si queremos, también para acostarnos.
SÓCRATES. —Adelante, pues.
FEDRO. —Dime, Sócrates, ¿no es aquí, en cierto punto de las orillas del Iliso, donde Bóreas robó, según se dice, la ninfa Oritía?
SÓCRATES. —Así se cuenta.
FEDRO. —Y ese suceso tendría lugar aquí mismo, porque el encanto risueño de las olas, el agua pura y trasparente y esta ribera, todo convidaba para que las ninfas tuvieran aquí sus juegos.
SÓCRATES. —No es precisamente aquí, sino un poco más abajo, a dos o tres estadios, donde está el paso del río para el templo de Artemis Cazadora. Por este mismo rumbo hay un altar a Bóreas.
FEDRO. —No lo recuerdo bien, pero dime ¡por Zeus!, ¿crees tú en esta maravillosa aventura?
SÓCRATES. —Si dudase como los sabios, no me vería en conflictos; podría agotar los recursos de mi espíritu, diciendo que el viento del Norte la hizo caer de las rocas vecinas donde ella jugaba con Farmacia, y que esta muerte dio ocasión a que se dijera que había sido robada por Bóreas;[6] y aun podría trasladar la escena sobre las rocas del Areópago, porque según otra leyenda ha sido robada sobre esta colina y no en el paraje donde nos hallamos. Yo encuentro que todas estas explicaciones, mi querido Fedro, son las más agradables del mundo, pero exigen un hombre muy hábil, que no ahorre trabajo y que se vea reducido a una penosa necesidad; porque, además de esto, tendrá que explicar la forma de los hipocentauros y la de la quimera, y en seguida de estos las gorgonas, los pegasos y otros mil monstruos aterradores por su número y su rareza. Si nuestro incrédulo pone en obra su sabiduría vulgar, para reducir cada uno de ellos a proporciones verosímiles, tiene entonces que tomarlo por despacio. En cuanto a mí, no tengo tiempo para estas indagaciones, y voy a darte la razón. Yo no he podido aún cumplir con el precepto de Delfos, conociéndome a mí mismo; y dada esta ignorancia me parecería ridículo intentar conocer lo que me es extraño. Por esto es que renuncio a profundizar todas estas historias, y en este punto me atengo a las creencias públicas.[7] Y como te decía antes, en lugar de intentar explicarlas, yo me observo a mí mismo; quiero saber si yo soy un monstruo más complicado y más furioso que Tifón, o un animal más dulce, más sencillo, a quien la naturaleza le ha dado parte de una chispa de divina sabiduría. Pero, amigo mío, con nuestra conversación hemos llegado a este árbol, adonde querías que fuésemos.
FEDRO. —En efecto, es el mismo.
SÓCRATES. —¡Por Hera!, ¡precioso retiro! ¡Qué copudo y elevado es este plátano! Y este agnocasto, ¡qué magnificencia en su estirado tronco y en su frondosa copa! Parece como si floreciera con intención para perfumar estos preciosos sitios. ¿Hay nada más encantador que el arroyo que corre al pie de este plátano? Nuestros pies sumergidos en él, acreditan su frescura. Este sitio retirado está sin duda consagrado a algunas ninfas y al río Aqueloo, si hemos de juzgar por las figurillas y estatuas que vemos. ¿No te parece que la brisa que aquí corre tiene cierta cosa de suave y perfumado? Se advierte en el canto de las cigarras un no sé qué de vivo, que hace presentir el estío. Pero lo que más me encanta son estas hierbas, cuya espesura nos permite descansar con delicia, acostados sobre un terreno suavemente inclinado. Mi querido Fedro, eres un guía excelente.
FEDRO. —Maravilloso Sócrates, eres un hombre extraordinario. Porque al escucharte se te tendría por un extranjero, a quien se hacen los honores del país, y no por un habitante del Ática. Probablemente tú no habrás salido jamás de Atenas, ni traspasado las fronteras, ni aun dado un paseo fuera de muros.
SÓCRATES. —Perdona, amigo mío. Así es, pero es porque quiero instruirme. Los campos y los árboles nada me enseñan, y solo en la ciudad puedo sacar partido del roce con los demás hombres. Sin embargo, creo que tú has encontrado recursos para curarme de este humor casero. Se obliga a un animal hambriento a seguirnos, mostrándole alguna rama verde o algún fruto; y tú, enseñándome ese discurso y ese papel que lo contiene, podrías obligarme a dar una vuelta al Ática y a cualquier parte del mundo, si quisieras. Pero, en fin, puesto que estamos ya en el punto elegido, yo me tiendo en la hierba. Escoge la actitud que te parezca más cómoda para leer, y puedes comenzar.
FEDRO. —Escucha.
«Conoces todos mis sentimientos, y sabes que miro la realización de mis deseos como provechosa a ambos. No sería justo rechazar mis votos, porque no soy tu amante. Porque los amantes, desde el momento en que se ven satisfechos, se arrepienten ya de todo lo que han hecho por el objeto de su pasión. Pero los que no tienen amor no tienen jamás de qué arrepentirse, porque no es la fuerza de la pasión la que les ha movido a hacer a su amigo todo el bien que han podido, sino que han obrado libremente, juzgando que servían así a sus más caros intereses. Los amantes consideran el daño causado por su amor a sus negocios, alegan sus liberalidades, traen a cuenta las penalidades que han sufrido, y después de tiempo creen haber dado pruebas positivas de su reconocimiento al objeto amado. Pero los que no están enamorados, no pueden, ni alegar los negocios que han abandonado, ni citar las penalidades sufridas, ni quejarse de las querellas que se hayan suscitado en el interior de la familia; y no pudiendo pretextar todos estos males, que no han llegado a conocer, solo les resta aprovechar con decisión cuántas ocasiones se presenten de complacer a su amigo.
»Se alegará quizá en favor del amante, que su amor es más vivo que una amistad ordinaria, que está siempre dispuesto a decir o hacer lo que puede ser agradable a la persona que ama, y arrostrar por ella el odio de todos; pero es fácil conocer lo falaz de este elogio, puesto que, si su pasión llega a mudar de objeto, no dudará en sacrificar sus antiguos amores a los nuevos, y, si el que ama hoy se lo exige, hasta perjudicar al que amaba ayer.
»Racionalmente no se pueden conceder tan preciosos favores a un hombre atacado de un mal tan crónico, del cual ninguna persona sensata intentará curarlo, porque los mismos amantes confiesan que su espíritu está enfermo y que carecen de buen sentido. Saben bien, dicen ellos, que están fuera de sí mismos y que no pueden dominarse. Y entonces si llegan a entrar en sí mismos, ¿cómo pueden aprobar las resoluciones que han tomado en un estado de delirio?
»Por otra parte, si entre tus amantes quisieses conceder la preferencia al más digno, no podrías escoger sino entre un pequeño número; por el contrario, si buscas entre todos los hombres aquel cuya amistad desees, puedes elegir entre millares, y es probable que en toda esta multitud encuentres uno que merezca tus favores.
»Si temes la opinión pública, si temes tener que avergonzarte de tus relaciones ante tus conciudadanos, ten presente, que lo más natural es que un amante que desea que le envidien su suerte, creyéndola envidiable, sea indiscreto por vanidad, y tenga por gloria publicar por todas partes que no ha perdido el tiempo ni el trabajo. Aquel que, dueño de sí mismo, no se deja extraviar por el amor, preferirá la seguridad de su amistad al placer de alabarse de ella. Añade a esto que todo el mundo conoce a un amante, viéndole seguir los pasos de la persona que ama; y llegan al punto de no poder hablarse, sin que se sospeche que una relación más íntima los une ya, o va bien pronto a unirlos. Pero los que no están enamorados, pueden vivir en la mayor familiaridad, sin que jamás induzcan a sospecha; porque se sabe que son lícitas estas asociaciones, formadas amistosamente por la necesidad, para encontrar alguna distracción.
»¿Tienes algún otro motivo para temer? ¿Piensas que las amistades son rara vez durables, y que un rompimiento, que siempre es una desgracia para ambos, te será funesto, sobre todo después del sacrificio que has hecho de lo más precioso que tienes? Si así sucede, es al amante a quien debes sobre todo temer. Un nada le enoja, y cree que lo que se hace es para perjudicarle. Asíes que quiere impedir al objeto de su amor toda relación con todos los demás, teme verse postergado por las riquezas de uno, por los talentos de otro, y siempre está en guardia contra el ascendiente de todos aquellos que tienen sobre él alguna ventaja. El te cizañará para ponerte mal con todo el mundo y reducirte a no tener un amigo; o si pretendes manejar tus intereses y ser más entendido que tu celoso amante, acabarás por un rompimiento. Pero el que no está enamorado, y que debe a la estimación que inspiran sus virtudes los favores que desea, no se cela de aquellos que viven familiarmente con su amigo; aborrecería más bien a los que huyesen de su trato, porque vería en este alejamiento una señal de desprecio, mientras que aplaudiría todas aquellas relaciones, cuyas ventajas conociese. Parece natural, que dadas estas condiciones, la complacencia afiance la amistad, y que no pueda producir resentimientos. Por otro lado, la mayor parte de los amantes se enamoran de la belleza del cuerpo, antes de conocer la disposición del alma y de haber experimentado el carácter, y así no puede asegurarse si su amistad debe sobrevivir a la satisfacción de sus deseos. Los que no se ven arrastrados por el amor y están ligados por la amistad antes de obtener los mayores favores, no podrán ver en estas complacencias un motivo de enfriamiento, sino más bien un gaje de nuevos favores para lo sucesivo.
»¿Quieres hacerte más virtuoso cada día? Fíate de mí antes que de un amante. Porque un amante alabará todas tus palabras y todas tus acciones sin curarse de la verdad ni de la bondad de ellas, ya por temor de disgustarte, ya porque la pasión le ciega; porque tales son las ilusiones del amor. El amor desgraciado se aflige, porque no excita la compasión de nadie; pero cuando es dichoso, todo le parece encantador, hasta las cosas más indiferentes. El amor es mucho menos digno de envidia que de compasión. Por el contrario, si cedes a mis votos, no me verás buscar en tu intimidad un placer efímero, sino que vigilaré por tus intereses durables, porque, libre de amor, yo seré dueño de mí mismo. No me entregaré por motivos frívolos a odios furiosos, y aun con los más graves motivos dudaré en concebir un ligero resentimiento. Seré indulgente con los daños involuntarios que se me causen, y me esforzaré en prevenir las ofensas intencionadas. Porque tales son los signos de una amistad que el tiempo no puede debilitar.
»Quizá crees tú que la amistad sin el amor es débil y flaca; y, si fuera así, seríamos indiferentes con nuestros hijos y con nuestros padres y no podríamos estar seguros de la felicidad de nuestros amigos, a quienes un dulce hábito, y no la pasión, nos liga con estrecha amistad. En fin, si es justo conceder sus favores a los que los desean con más ardor, sería preciso en todos los casos obligar, no a los más dignos, sino a los más indigentes, porque libertándolos de los males más crueles, se recibirá por recompensa el más vivo reconocimiento. Así pues, cuando quieras dar una comida, deberás convidar, no a los amigos, sino a los mendigos y a los hambrientos, porque ellos te amarán, te acompañarán a todas partes, se agolparán a tu puerta experimentando la mayor alegría, vivirán agradecidos y harán votos por tu prosperidad. Pero tú debes por el contrario favorecer, no a aquellos cuyos deseos son más violentos, sino a los que mejor te atestigüen su reconocimiento; no a los más enamorados, sino a los más dignos; no a los que solo aspiran a explotar la flor de la juventud, sino a los que en tu vejez te hagan partícipe de todos sus bienes; no a los que se alabarán por todas partes de su triunfo, sino a los que el pudor obligue a una prudente reserva; no a los que se muestren muy solícitos pasajeramente, sino a aquellos cuya amistad, siempre igual, solo concluirá con la muerte; no a los que, una vez satisfecha su pasión, buscarán un pretexto para aborrecerte, sino a los que, viendo desaparecer los placeres con la juventud, procuren granjearse tu estimación.
»Acuérdate, pues, de mis palabras, y considera que los amantes están expuestos a los consejos severos de sus amigos, que rechazan pasión tan funesta. Considera, también, que nadie es reprensible por no ser amante, ni se le acusa de imprudente por no serlo.
»Quizá me preguntarás, si te aconsejo que concedas tus favores a todos los que no son tus amantes; y te responderé, que tampoco un amante te aconsejará la misma complacencia para todos los que te aman. Porque favores prodigados de esta manera no tendrían el mismo derecho al reconocimiento, ni tampoco podrías ocultarlos, aunque quisieras. Es preciso que nuestra mutua relación, lejos de dañarnos, nos sea a ambos útil.
»Creo haber dicho bastante; pero si aún te queda alguna duda, si es cosa que no he resuelto todas tus objeciones, habla; yo te responderé».
¿Qué te parece? Sócrates; ¿no es admirable este discurso bajo todos aspectos y sobre todo por la elección de las palabras?
SÓCRATES. —Maravilloso discurso, amigo mío; me ha arrebatado y sorprendido. No has contribuido tú poco a que me haya causado tan buena impresión. Te miraba durante la lectura, y veía brillar en tu semblante la alegría. Y como creo que en estas materias tu juicio es más seguro que el mío, me he fiado de tu entusiasmo, y me he dejado arrastrar por él.
FEDRO. —¡Vaya!, quieres reírte.
SÓCRATES. —¿Crees que me burlo y que no hablo seriamente?
FEDRO. —No, en verdad, Sócrates. Pero dime con franqueza, ¡por Zeus, que preside a la amistad!, ¿piensas que haya entre todos los griegos un orador capaz de tratar el mismo asunto con más nobleza y extensión?
SÓCRATES. —¿Qué dices? Quieres que me una a ti para alabar un orador por haber dicho todo lo que puede decirse, o solo por haberse expresado en un lenguaje claro, preciso y sabiamente aplicado. Si reclamas mi admiración por el fondo mismo del discurso, solo por consideración a ti puedo concedértelo; porque la debilidad de mi espíritu no me ha dejado apercibir este mérito, y solo me he fijado en el lenguaje. En este concepto no creo que Lisias mismo pueda estar satisfecho de su obra. Me parece, mi querido Fedro, a no juzgar tú de otra manera, que repite dos y tres veces las cosas, como un hombre poco afluente; pero quizá se ha fijado poco en esta falta, y ha querido hacernos ver que era capaz de expresar un mismo pensamiento de muchas maneras diferentes, y siempre con la misma fortuna.
FEDRO. —¿Qué dices, Sócrates? Lo más admirable de su discurso consiste en decir precisamente todo lo que la materia permite; de manera que sobre lo mismo no es posible hablar, ni con más afluencia, ni con mayor exactitud.
SÓCRATES. —En ese punto yo no soy de tu dictamen. Los sabios de los tiempos antiguos, hombres y mujeres, que han hablado y escrito sobre esta materia, me convencerían de impostura, si tuviera la debilidad de ceder sobre este punto.
FEDRO. —¿Y cuáles son esos sabios?, ¿o has encontrado otra cosa más acabada?
SÓCRATES. —En este momento no podré decírtelo; sin embargo, alguno recuerdo, y quizá en la bella Safo, o en el sabio Anacreonte, o en algún otro prosista encontrará ejemplos. Y lo que me compromete a hacer esta conjetura es que desborda mi corazón, y que me siento capaz de pronunciar sobre el mismo objeto un discurso que competiría con el de Lisias. Conozco bien que no puedo encontrar en mí mismo todo ese cúmulo de bellezas, porque no lo permite la medianía de mi ingenio; pero quizá los pensamientos que salgan de mi alma, como de un vaso lleno hasta el borde, procedan de orígenes extraños. Pero soy tan indolente que no sé cómo, ni de dónde, me vienen.
FEDRO. —Verdaderamente, mi noble amigo, me agrada lo que dices. Te dispenso de que me digas quiénes son esos sabios, ni de dónde aprendiste sus lecciones. Pero cumple lo que me acabas de prometer; pronuncia un discurso tan largo como el de Lisias, que sostenga la comparación, sin tomar nada de él. Por mi parte me comprometo, como los nueve arcontes, a consagrar en el templo de Delfos mi estatua en oro de talla natural, y también la tuya.[8]
SÓCRATES. —Tú eres, mi querido Fedro, el que vales lo que pesas de oro, si tienes la buena fe de creer que en el discurso de Lisias nada hay que rehacer y que yo pudiera tratar el mismo asunto sin contradecir en nada lo que él ha dicho. En verdad esto sería imposible hasta al más adocenado escritor. Por ejemplo, puesto que Lisias ha intentado probar que es preciso favorecer al amigo frío, más bien que al amigo apasionado, si me impides alabar la sabiduría del uno y reprender el delirio del otro, si no puedo hablar de estos motivos esenciales, ¿qué es lo que me queda? Hay necesidad de consentir estos lugares comunes al orador, y de esta manera puede mediante el arte de la forma suplir la pobreza de invención. No es porque, cuando se trata de razones menos evidentes, y por lo tanto más difíciles de encontrar, no se una al mérito de la composición el de la invención.
FEDRO. —Hablas en razón. Puedes sentar por principio que el que no ama tiene sobre el que ama la ventaja de conservar su buen sentido, y esto te lo concedo. Pero si en otra parte puedes encontrar razones más numerosas y más fuertes que los motivos alegados por Lisias, quiero que tu estatua de oro macizo[9] figure en Olimpia cerca de la ofrenda de los Cipsélides.[10]
SÓCRATES. —Tomas la cosa por lo serio, Fedro, porque ataco al que amas. Solo quería provocarte un poco. ¿Piensas verdaderamente que yo pretendo competir en elocuencia con escritor tan hábil?
FEDRO. —He aquí, mi querido Sócrates, que has incurrido en los mismos defectos que yo; pero tú hablarás, quieras o no quieras, en cuanto alcances. Procura que no se renueve una escena muy frecuente en las comedias, y me fuerces a volverte tus burlas repitiendo tus mismas palabras: «Sócrates, si no conociese a Sócrates, no me conocería a mí mismo; ardía en deseos de hablar, pero se hacía el desdeñoso, como si no le importara». Ten entendido, que no saldremos de aquí, sin que hayas dado expansión a tu corazón, que según tú mismo se desborda. Estamos solos, el sitio es retirado, y soy el más joven y más fuerte de los dos. En fin, ya me entiendes; no me obligues a hacerte violencia, y habla por buenas.
SÓCRATES. —Pero, amigo mío, sería muy ridículo oponer a una obra maestra de tan insigne orador la improvisación de un ignorante.
FEDRO. —¿Sabes una cosa?, que te dejes de nuevos desdenes, porque si no recurriré a una sola palabra que te obligará a hablar.
SÓCRATES. —Te suplico que no recurras.
FEDRO. —No, no. Escucha. Esta palabra mágica es un juramento. Juro, pero ¿por qué dios?, si quieres, por este plátano, y me comprometo por juramento a que si en su presencia no hablas en este acto, jamás te leeré, ni te recitaré, ningún otro discurso de quienquiera que sea.
SÓCRATES. —¡Oh!, ¡qué ducho!, ¡cómo ha sabido comprometerme a que le obedezca, valiéndose del flaco que yo tengo, de mi cariño a los discursos!
FEDRO. —Y bien, ¿tienes todavía algún mal pretexto que alegar?
SÓCRATES. —¡Oh dios!, no; después de tal juramento, ¿cómo podría imponerme una privación semejante?
FEDRO. —Habla, pues.
SÓCRATES. —¿Sabes lo que voy a hacer antes?
FEDRO. —Veámoslo.
SÓCRATES. —Voy a cubrirme la cabeza[11] para concluir lo más pronto posible, porque el mirar tu semblante me llena de turbación y de confusión.
FEDRO. —Lo que importa es que hables, y en lo demás haz lo que te acomode.
SÓCRATES. —Venid, musas [ligias], nombre que debéis a la dulzura de vuestros cantos,[12] o a la pasión de los ligienses (ligur)[13] por vuestras divinas melodías; yo os invoco, sostened mi debilidad en este discurso, que me arranca mi buen amigo, sin duda para añadir un nuevo título, después de otros muchos, a la gloria de su querido Lisias. «Había un joven, o más bien un adolescente, en la flor de su juvenil belleza, que contaba con gran número de adoradores. Uno de ellos, más astuto, pero no menos enamorado que los demás, había conseguido persuadirle de que no le tenía amor. Un día que solicitaba sus favores, intentó probarle que era preciso acceder a su indiferencia, primero que a la pasión de los demás. He aquí su discurso:
»En todas las cosas, querido mío, para tomar una sabia resolución es preciso comenzar por averiguar sobre qué se va a tratar, porque de no ser así se incurriría en mil errores. La mayor parte de los hombres ignoran la esencia de las cosas, y en su ignorancia, de la que apenas se aperciben, desprecian desde el principio plantear la cuestión. Así es que, avanzando en la discusión, les sucede necesariamente no entenderse, ni con los demás, ni consigo mismos. Evitemos este defecto, que echamos en cara a los demás; y puesto que se trata de saber si debe uno entregarse al amante o al que no lo es, comencemos por fijar la definición del amor, su naturaleza y sus efectos, y refiriéndonos sin cesar a estos principios y estrechando a ellos la discusión, examinemos si es útil o dañoso.
»Que el amor es un deseo, es una verdad evidente; así como es evidente que el deseo de las cosas bellas no es siempre el amor. ¿Bajo qué signo distinguiremos al que ama y al que no ama? Cada uno de nosotros debe reconocer que hay dos principios que le gobiernan, que le dirigen, y cuyo impulso, cualquiera que sea, determina sus movimientos: el uno es el deseo instintivo del placer, y el otro el gusto reflexivo del bien. Tan pronto estos dos principios están en armonía, tan pronto se combaten, y la victoria pertenece indistintamente, ya a uno, ya a otro. Cuando el gusto del bien, que la razón nos inspira, se apodera del alma entera, se llama sabiduría; cuando el deseo irreflexivo que nos arrastra hacia el placer llega a dominar, recibe el nombre de intemperancia. Pero la intemperancia muda de nombre, según los diferentes objetos sobre que se ejercita y de las formas diversas que viste, y el hombre dominado por la pasión, según la forma particular bajo la que se manifiesta en él, recibe un nombre que no es bueno ni honroso llevar. Así, cuando el ansia de manjares supera a la vez al gusto del bien, inspirado por la razón y a los demás deseos, se llama glotonería, y los entregados a esta pasión se les da el epíteto de glotones. Cuando es el deseo de la bebida el que ejerce esta tiranía, ya se sabe el título injurioso que se da al que a él se abandona. En fin, lo mismo sucede con todos los deseos de esta clase, y nadie ignora los nombres degradantes que suelen aplicarse a los que son víctimas de su tiranía. Ya es fácil adivinar la persona a la que voy a parar después de este preámbulo; sin embargo, creo que debo explicarme con toda claridad. Cuando el deseo irracional, sofocando en nuestra alma este gusto del bien, se entrega por entero al placer que promete la belleza, y cuando se lanza con todo el enjambre de deseos de la misma clase solo a la belleza corporal, su poder se hace irresistible, y sacando su nombre de esta fuerza omnipotente, se le llama amor».
Y bien, mi querido Fedro, ¿no te parece, como a mí, que estoy inspirado por alguna divinidad?
FEDRO. —En efecto, Sócrates, las palabras corren con una afluencia inusitada.
SÓCRATES. —Silencio, y escúchame, porque en verdad este lugar tiene algo de divino, y si en el curso de mi exposición las ninfas de estas riberas me inspirasen algunos rasgos entusiastas, no te sorprendas. Ya me considero poco distante del tono del ditirambo.
FEDRO. —Nada más cierto.
SÓCRATES. —Tú eres la causa. Pero escucha el resto de mi discurso, porque la inspiración podría abandonarme. En todo caso, esto corresponde al Dios que me posee, y nosotros continuemos hablando de nuestro joven.
«Pues bien, amigo mío, ya hemos determinado el objeto que nos ocupa, y hemos definido su naturaleza. Pasemos adelante, y sin perder de vista nuestros principios, examinemos las ventajas o los inconvenientes de las deferencias que se pueden tener, sea para con un amante, sea para con un amigo libre de amor. El que está poseído por un deseo y dominado por el deleite, debe necesariamente buscar en el objeto de su amor el mayor placer posible. Un espíritu enfermo encuentra su placer en abandonarse por completo a sus caprichos, mientras que todo lo que le contraría o le provoca le es insoportable. El hombre enamorado verá con impaciencia a uno que le sea superior o igual para con el objeto de su amor, y trabajará sin tregua en rebajarlo y humillarlo hasta verlo debajo. El ignorante es inferior al sabio, el cobarde al valiente, el que no sabe hablar al orador brillante y fácil, el de espíritu tardo al de genio vivo y desenvuelto. Estos defectos, y aun otros más vergonzosos, regocijarán al amante si los encuentra en el objeto de su amor, y en el caso contrario, procurará hacerlos nacer en su alma, o sufrirá mucho en la prosecución de sus placeres efímeros. Pero, sobre todo, será celoso; prohibirá al que ama todas las relaciones que puedan hacerle más perfecto, más hombre; le causará un gran perjuicio, y en fin, le hará un mal irreparable, alejándole de lo que podría ilustrar su alma; quiero decir, de la divina filosofía; el amante querrá necesariamente desviar de este estudio al que ama, por temor de hacerse para él un objeto de desprecio. Por último, se esforzará en todo y por todo en mantenerle en la ignorancia, para obligarle a no tener más ojos que los del mismo amante, y le será tanto más agradable cuanto más daño se haga a sí mismo. Por consiguiente, bajo la relación moral, no hay guía más malo, ni compañero más funesto, que un hombre enamorado.
»Veamos ahora lo que los cuidados de un amante, cuya pasión precisa a sacrificar lo bello y lo honesto a lo agradable, harán del cuerpo que posee. Se le verá rebuscar un joven delicado y sin vigor, educado a la sombra y no a la claridad del sol, extraño a los varoniles trabajos y a los ejercicios gimnásticos, acostumbrado a una vida muelle de delicias, supliendo con perfumes y artificios la belleza que ha perdido, y en fin, no teniendo nada en su persona y en sus costumbres que no corresponda a este retrato. Todo esto es evidente, y es inútil insistir más en ello. Observaremos solamente, resumiendo, antes de pasar a otras consideraciones, que en la guerra y en las demás ocasiones peligrosas, este joven afeminado solo podrá inspirar audacia a sus enemigos y temor a sus amigos y a sus amantes. Pero, repito, dejemos estas reflexiones, cuya verdad es manifiesta.
»También debemos examinar, en qué el trato y la influencia de un amante pueden ser útiles o dañosos, no al alma y al cuerpo, sino a los bienes del objeto amado. Es claro para todo el mundo, sobre todo para el mismo amante, que nada hay que desee tanto como ver a la persona que ama privada de lo más precioso, más estimado y más sagrado que tiene. Lo vería con gusto perder su padre, su madre, sus parientes, sus amigos, que mira como censores y como obstáculos a su dulce comercio. Si la persona amada posee grandes bienes en dinero o en tierras, sabe que le será más difícil seducirle y que le encontrará menos dócil después de seducido. La fortuna del que ama le incomoda, y se regocijará con su ruina, En fin, deseará verle todo el tiempo posible sin mujer, sin hijos, sin hogar doméstico, para alargar el momento en que habrá de cesar de gozar de sus favores.
»Un dios ha mezclado a la mayor parte de los males que afligen a la humanidad un goce fugitivo. Así la adulación, esta bestia cruel, este funesto azote, nos hace gustar algunas veces un placer delicado. El comercio con una cortesana, tan expuesto a peligros, y todas las demás relaciones y hábitos semejantes no carecen de ciertas dulzuras pasajeras. Pero no basta que el amante dañe al objeto amado, sino que la asidua comunicación en todos los momentos debe llegar a ser desagradable. Un antiguo proverbio dice, que los que son de una misma edad se atraen naturalmente. En efecto, cuando las edades son las mismas, la conformidad de gustos y de humor, que de ello resulta, predispone la amistad, y, sin embargo, semejantes relaciones tienen también sus disgustos. En todas las cosas, se dice, la necesidad es un yugo pesado, pero lo es sobre todo en la sociedad de un amante, cuya edad se aleja de la de la persona amada. Si es un viejo que se enamora de uno más joven, no le dejará día y noche; una pasión irresistible, una especie de furor, le arrastrará hacia aquel, cuya presencia le encanta sin cesar por el oído, por la vista, por el tacto, por todos los sentidos, y encuentra un gran placer en servirse de él sin tregua, ni descanso; y en compensación del fastidio mortal que causa a la persona amada por su importunidad, ¿qué goces, qué placeres, esperan a este desgraciado? El joven tiene a la vista un cuerpo gastado y marchitado por los años, afligido de los achaques de la edad, de que no puede librarse; y con más razón no podrá sufrir el roce, al que sin cesar se verá amenazado, sin una extrema repugnancia. Vigilado con suspicaz celo en todos sus actos, en todas sus conversaciones, oye de boca de su amante tan pronto imprudentes y exageradas alabanzas como reprensiones insoportables que le dirige cuando está en su buen sentido; porque cuando la embriaguez de la pasión llega a extraviarle, sin tregua y sin miramiento lo llena de ultrajes, que lo cubren de vergüenza.
»El amante, mientras su pasión dura, será un objeto tan repugnante como funesto; cuando la pasión se extinga, se mostrará sin fe, y venderá a aquel que sedujo con sus promesas magníficas, con sus juramentos y con sus súplicas, y a quien solo la esperanza de los bienes prometidos pudo con gran dificultad decidir a soportar relación tan funesta. Cuando llega el momento de verse libre de esta pasión, obedece a otro dueño, sigue otro guía, es la razón y la sabiduría las que reinan en él, y no el amor y la locura; se ha hecho otro hombre sin conocimiento de aquel de quien estaba enamorado. El joven exige el precio de los favores de otro tiempo, le recuerda todo lo que ha hecho, lo que ha dicho, como si hablase al mismo hombre. Éste, lleno de confusión, no quiere confesar el cambio que ha sufrido, y no sabe cómo sacudirse de los juramentos y promesas que prodigó bajo el imperio de su loca pasión. Sin embargo, ha entrado en sí mismo y es ya bastante capaz para no dejarse llevar de iguales extravíos, y para no volver de nuevo al antiguo camino de perdición. Se ve precisado a evitar a aquel que amaba en otro tiempo, y vuelta la concha,[14] en vez de perseguir, es él el que huye. Al joven no le queda otro partido que sufrir bajo el peso de sus remordimientos por haber ignorado desde el principio que valía más conceder sus favores a un amigo frío y dueño de sí mismo, que a un hombre, cuyo amor necesariamente ha turbado la razón.
»Obrando de otra manera, es lo mismo que abandonarse a un dueño pérfido, incómodo, celoso, repugnante, perjudicial a su fortuna, dañoso a su salud, y sobre todo, funesto al perfeccionamiento de su alma, que es y será en todos tiempos la cosa más preciosa a juicio de los hombres y de los dioses. He aquí, joven querido, las verdades que debes meditar sin cesar, no olvidando jamás que la ternura de un amante no es una afección benévola, sino un
apetito grosero que quiere saciarse:
Como el lobo ama al cordero,
El amante ama al amado.
»He aquí todo lo que tenía que decirte, mi querido Fedro; no me oirás más, porque mi discurso está terminado.
FEDRO. —Creía que lo que has dicho era solo la primera parte, y que hablarías en seguida del hombre no enamorado, para probar que se le debe favorecer con preferencia, y para presentar las ventajas que ofrece su amistad.
SÓCRATES. —¿No has notado, mi querido amigo, que, sin remontarme al tono del ditirambo, ya mi lenguaje ha sido poético, cuando solo se trata de criticar? ¿Qué será si yo emprendo el hacer el panegírico del amigo sabio? ¿Quieres, después de haberme expuesto a la influencia de las ninfas, acabar de extraviar mi razón? Digo, pues, resumiendo, que en el trato del hombre sin amor se encuentran tantas ventajas, como inconvenientes en el del hombre apasionado. ¿Habrá necesidad de largos discursos? Bastante me he explicado sobre ambos aspirantes. Nuestro hermoso joven hará de mis consejos lo que quiera, y yo repasaré el Iliso, como quien dice, huyendo, antes que venga a tu magín hacer conmigo mayores violencias.
FEDRO. —No, Sócrates, aguarda a que el calor pase. ¿No ves que apenas es medio día, y que es la hora en que el sol parece detenerse en lo más alto del cielo? Permanezcamos aquí algunos instantes conversando sobre lo que venimos hablando, y cuando el tiempo refresque, nos marcharemos.
SÓCRATES. —Tienes, querido amigo, una maravillosa pasión por los discursos, y en este punto no hallo palabras para alabarte; creo que de todos los hombres de tu generación, no hay uno que haya producido más discursos que tú, sea que los hayas pronunciado tú mismo, sea que hayas obligado a otros a componerlos, quisieran o no quisieran.
Sin embargo, exceptúo a Simmias el Tebano; pero no hay otro que pueda compararse contigo. Y ahora mismo me temo, que me vas a arrancar un nuevo discurso.
FEDRO. —No, ahora no eres tan rebelde como fuiste antes; veamos de qué se trata.
SÓCRATES. —Según me estaba preparando para pasar el río, sentí esa señal divina, que ordinariamente me da sus avisos, y me detiene en el momento de adoptar una resolución,[15] y he creído escuchar de este lado una voz que me prohibía partir antes de haber ofrecido a los dioses una expiación, como si hubiera cometido alguna impiedad. Es cierto que yo soy adivino, y en verdad no de los más hábiles, sino que a la manera de los que solo ellos leen lo que escriben, yo sé lo bastante para mi uso. Por lo tanto, adivino la falta que he cometido. Hay en el alma humana, mi querido amigo, un poder adivinatorio. En el acto de hablarte, sentía por algunos instantes una gran turbación y un vago terror, y me parecía, como dice el poeta Íbico, que los dioses iban a convertir en crimen un hecho que me hacía honor a los ojos de los hombres. Sí, ahora sé cuál es mi falta.
FEDRO. —¿Qué quieres decir?
SÓCRATES. —Tú eres doblemente culpable, mi querido Fedro, por el discurso que leíste, y por el que me has obligado a pronunciar.
FEDRO. —¿Cómo así?
SÓCRATES. —El uno y el otro no son más que un cúmulo de absurdos e impiedades. ¿Puede darse un atentado más grave?
FEDRO. —No, sin duda, si dices verdad.
SÓCRATES. —Pero qué, ¿no crees que el Amor es hijo de Afrodita, y que es un dios?
FEDRO. —Así se dice.
SÓCRATES. —Pues bien, Lisias no ha hablado de él, ni tú mismo, en este discurso que has pronunciado por mi boca, mientras estaba yo encantado con tus sortilegios. Sin embargo, si el amor es un dios o alguna cosa divina, como así es, no puede ser malo, pero nuestros discursos le han representado como tal, y por lo tanto son culpables de impiedad para con el Amor. Además, yo los encuentro impertinentes y burlones, porque por más que no se encuentre en ellos razón, ni verdad, toman el aire de aspirar a algo con lo que podrán seducir a espíritus frívolos y sorprender su admiración. Ya ves que debo someterme a una expiación, y para los que se engañan en teología hay una antigua expiación que Homero no ha imaginado, pero que Estesícoro ha practicado. Porque privado de la vista por haber maldecido a Helena, no ignoró, como Homero, el sacrilegio que había cometido; pero, como hombre verdaderamente inspirado por las musas, comprendió la causa de su desgracia, y publicó estos versos: No, esta historia no es verdadera; no, jamás entrarás en las soberbias naves de Troya, jamás entrarás en Pérgamo.
Y después de haber compuesto todo su poema, conocido con el nombre de Palinodia, recobró la vista sobre la marcha. Instruido por este ejemplo, yo seré más cauto que los dos poetas, porque antes que el Amor haya castigado mis ofensivos discursos, quiero presentarle mi Palinodia. Pero esta vez hablaré con cara descubierta,[16] y la vergüenza no me obligará a tapar mi cabeza como antes.
FEDRO. —No puedes, mi querido Sócrates, anunciarme una cosa que más me satisfaga.
SÓCRATES. —Debes conocer, como yo, toda la impudencia del discurso que he pronunciado, y del que tú has leído; si los hubiera oído alguno, tenido por persona decente y bien nacida, que estuviese cautivo de amor o que hubiese sido amado en su juventud, al oírnos sostener que los amantes conciben odios violentos por motivos frívolos, que atormentan a los que aman con sus sospechosos celos, y no hacen más que perjudicarles, ¿no crees que nos hubieran calificado de gentes criadas entre marineros que jamás oyeron hablar del amor a personas cultas? ¡Tan distante estaría de reconocer la verdad de los cargos que hemos formulado contra el amor!
FEDRO. —¡Por Zeus!, Sócrates, bien podría suceder.
SÓCRATES. —Así, pues, por respeto a este hombre, y por temor a la venganza del Amor, quiero que un discurso más suave venga a templar la amargura del primero. Y aconsejo a Lisias que componga lo más pronto posible un segundo discurso, para probar que es preciso preferir el amante apasionado que al amigo sin amor.
FEDRO. —Persuádete de que así sucederá; si tú pronuncias el elogio del amante apasionado, habrá necesidad de que Lisias se deje vencer por mí, para que escriba sobre el mismo objeto.
SÓCRATES. —Cuento con que le obligarás, a no ser que dejes de ser Fedro.
FEDRO. —Habla, pues, con confianza.
SÓCRATES. —Pero ¿dónde está el joven a quien yo me dirigía? Es preciso que oiga también este nuevo discurso, y que, escuchándome, aprenda a no apurarse a conceder sus favores al hombre sin amor.
FEDRO. —Este joven está cerca de ti, y estará siempre a tu lado por el tiempo que quieras.
SÓCRATES. —Figúrate, mi querido joven, que el primer discurso era de Fedro, hijo de Pítocles de Mirriúnte, y que el que voy a pronunciar es de Estesícoro de Hímera, hijo de Eufemo. He aquí, cómo es preciso hablar. No, no hay nada de verdadero en el primer discurso; no, no hay que desdeñar a un amante apasionado y abandonarse al hombre sin amor, por la sola razón de estar el uno delirante y el otro en su sano juicio. Esto sería muy bueno, si fuese evidente que el delirio es un mal; pero es todo lo contrario; al delirio inspirado por los dioses es al que somos deudores de los más grandes bienes. Al delirio se debe que la profetisa de Delfos y las sacerdotisas de Dodona hayan hecho numerosos y señalados servicios a las repúblicas de la Grecia y a los particulares. Cuando han estado a sangre fría, poco o nada se les debe. No quiero hablar de la Sibila, ni de todos aquellos, que habiendo recibido de los dioses el don de profecía, han inspirado a los hombres sabios pensamientos, anunciándoles el porvenir, porque sería extenderme inútilmente sobre una cosa que nadie ignora. Por otra parte, puedo invocar el testimonio de los antiguos, que han creado el lenguaje; no han mirado el delirio (μανία, manía) como indigno y deshonroso; porque no hubieran aplicado este nombre a la más noble de todas las artes, la que nos da a conocer el porvenir, y no la hubiera llamado μανική (maniké), y si le dieron este nombre fue porque pensaron que el delirio es un don magnífico cuando nos viene de los dioses. La actual generación, introduciendo indebidamente una t en esta palabra, han creado la de μαντική (mantiké). Por el contrario, la indagación del porvenir hecha por hombres sin inspiración, que observaban el vuelo de los pájaros y otros signos, se la llamó οἰονοϊστική, (oionoistiké), porque estos adivinos buscaban, con el auxilio del razonamiento, dar al pensamiento humano la inteligencia y el conocimiento; y los modernos, mudando la antigua ο en su enfática ω han llamado este arte οἰωνιστικὴ (oionistiké). Por lo tanto, todo lo que la profecía tiene de perfección y de dignidad sobre el arte augural, tanto respecto del nombre como respecto de la cosa, otro tanto el delirio, que viene de los dioses, es más noble que la sabiduría que viene de los hombres; y los antiguos nos lo atestiguan.
Cuando los pueblos han sido víctimas de epidemias y de otros terribles azotes en castigo de un antiguo crimen, el delirio, apoderándose de algunos mortales y llenándoles de espíritu profético, los obligaban a buscar un remedio a estos males, y un refugio contra la cólera divina con súplicas y ceremonias expiatorias. Al delirio se han debido las purificaciones y los ritos misteriosos que preservaron de los males presentes y futuros al hombre verdaderamente inspirado y animado de espíritu profético, descubriéndole los medios de salvarse.
Hay una tercera clase de delirio y de posesión, que es la inspirada por las musas; cuando se apodera de un alma inocente y virgen aún, la trasporta y le inspira odas y otros poemas que sirven para la enseñanza de las generaciones nuevas, celebrando las proezas de los antiguos héroes. Pero todo el que intente aproximarse al santuario de la poesía, sin estar agitado por este delirio que viene de las musas, o que crea que el arte solo basta para hacerle poeta, estará muy distante de la perfección; y la poesía de los sabios se verá siempre eclipsada por los cantos que respiran un éxtasis divino.
Tales son las ventajas maravillosas que procura a los mortales el delirio inspirado por los dioses, y podría citar otras muchas. Por lo que guardémonos de temerle, y no nos dejemos alucinar por ese tímido discurso, que pretende que se prefiera un amigo frío al amante agitado por la pasión. Para que nos diéramos por vencidos por sus razones, sería preciso que nos demostrara, que los dioses que inspiran el amor no quieren el mayor bien, ni para el amante, ni para el amado. Nosotros probaremos, por el contrario, que los dioses nos envían esta especie de delirio para nuestra mayor felicidad. Nuestras pruebas excitarán el desden de los falsos sabios, pero habrán de convencer a los sabios verdaderos.
Por lo pronto es preciso determinar exactamente la naturaleza del alma divina y humana por medio de la observación de sus facultades y propiedades.
Partiremos de este principio: toda alma es inmortal, porque todo lo que se mueve en movimiento continuo es inmortal. El ser que comunica el movimiento o el que lo recibe, en el momento en que cesa de ser movido, cesa de vivir; solo el ser que se mueve por sí mismo, sin poder dejar de ser el mismo, no cesa jamás de moverse; y aún más, es, para los otros seres que participan del movimiento, origen y principio del movimiento mismo. Un principio no puede ser producido; porque todo lo que comienza a existir debe necesariamente ser producido por un principio, y el principio mismo no ser producido por nada, porque, si lo fuera, dejaría de ser principio. Pero si nunca ha comenzado a existir, no puede tampoco ser destruido. Porque si un principio pudiese ser destruido, no podría él mismo renacer de la nada, ni nada tampoco podría renacer de él, si como hemos dicho, todo es producido necesariamente por un principio. Así, el ser que se mueve por sí mismo, es el principio del movimiento, y no puede ni nacer ni perecer, porque de otra manera el cielo entero y todos los seres, que han recibido la existencia, se postrarían en una profunda inmovilidad, y no existiría un principio que les volviera el movimiento, una vez destruido. Queda, pues, demostrado, que lo que se mueve por sí mismo es inmortal, y nadie temerá afirmar que el poder de moverse por sí mismo es la esencia del alma. En efecto, todo cuerpo que es movido por un impulso extraño, es inanimado; todo cuerpo que recibe el movimiento de un principio interior, es animado; tal es la naturaleza del alma. Si es cierto que lo que se mueve por sí mismo no es otra cosa que el alma, se sigue necesariamente, que el alma no tiene ni principio ni fin. Pero basta ya sobre su inmortalidad.
Ocupémonos ahora del alma en sí misma. Para decir lo que ella es sería preciso una ciencia divina y desarrollos sin fin. Para hacer comprender su naturaleza por una comparación, basta una ciencia humana y algunas palabras. Digamos, pues, que el alma se parece a las fuerzas combinadas de un tronco de caballos y un cochero; los corceles y los cocheros de las almas divinas son excelentes y de buena raza, pero, en los demás seres, su naturaleza está mezclada de bien y de mal. Por esta razón, en la especie humana, el cochero dirige dos corceles, el uno excelente y de buena raza, y el otro muy diferente del primero y de un origen también muy diferente; y un tronco semejante no puede dejar de ser penoso y difícil de guiar.
¿Pero cómo, entre los seres animados, unos son llamados mortales y otros inmortales? Esto es lo que conviene esclarecer. El alma universal rige la materia inanimada y hace su evolución en el universo, manifestándose bajo mil formas diversas. Cuando es perfecta y alada, campea en lo más alto de los cielos, y gobierna el orden universal. Pero cuando ha perdido sus alas, rueda en los espacios infinitos, hasta que se adhiere a alguna cosa sólida, y fija allí su estancia; y cuando ha revestido un cuerpo terrestre, que desde aquel acto, movido por la fuerza que le comunica, parece moverse por sí mismo, esta reunión de alma y cuerpo se llama un ser vivo, con el aditamento de ser mortal. En cuanto al nombre de inmortal, el razonamiento no puede definirlo, pero nosotros nos lo imaginamos; y sin haber visto jamás la sustancia, a la que este nombre conviene, y sin comprenderla suficientemente, conjeturamos que un ser inmortal es el formado por la reunión de un alma y de un cuerpo unidos de toda eternidad. Pero sea lo que Dios quiera, y dígase lo que se quiera, para nosotros basta que expliquemos, cómo las almas pierden sus alas. He aquí quizá la causa.
La virtud de las alas consiste en llevar lo que es pesado hacia las regiones superiores, donde habita la raza de los dioses, siendo ellas participantes de lo que es divino más que todas las cosas corporales: Es divino todo lo que es bello, bueno, verdadero, y todo lo que posee cualidades análogas, y también lo es lo que nutre y fortifica las alas del alma; y todas las cualidades contrarias como la fealdad, el mal, las ajan y echan a perder. El Señor omnipotente, que está en los cielos, Zeus, se adelanta el primero, conduciendo su carro alado, ordenando y vigilándolo todo. El ejército de los dioses y de los demonios le sigue, dividido en once tribus; porque de las doce divinidades supremas solo Hestía (Ἑστία) queda en el palacio celeste; las once restantes, en el orden que les está prescrito, conducen cada una la tribu que preside. ¡Qué encantador espectáculo nos ofrece la inmensidad del cielo, cuando los inmortales bienaventurados realizan sus revoluciones llenando cada uno las funciones que les están encomendadas! Detrás de ellos marchan los que quieren y pueden seguirles, porque en la corte celestial está desterrada la envidia. Cuando van al festín y banquete que les espera, avanzan por un camino escarpado hasta la cima más elevada de la bóveda de los cielos. Los carros de los dioses, mantenidos siempre en equilibrio por sus corceles dóciles al freno, suben sin esfuerzo; los otros caminan con dificultad, porque el corcel malo pesa sobre el carro inclinado y lo arrastra hacia la tierra si no ha sido sujetado por su cochero. Entonces es cuando el alma sufre una prueba y sostiene una terrible lucha. Las almas de los que se llaman inmortales, cuando han subido a lo más alto del cielo, se elevan por encima de la bóveda celeste y se fijan sobre su convexidad; entonces se ven arrastradas por un movimiento circular, y contemplan durante esta evolución lo que se halla fuera de esta bóveda, que abraza el universo.
Ninguno de los poetas de este mundo ha celebrado nunca la región que se extiende por encima del cielo; ninguno la celebrará jamás dignamente. He aquí, sin embargo, lo que es, porque no hay temor de publicar la verdad, sobre todo, cuando se trata de la verdad. La esencia sin color, sin forma, impalpable, no puede contemplarse sino por la guía del alma, la inteligencia; en torno de la esencia está la estancia de la ciencia perfecta que abraza la verdad toda entera. El pensamiento de los dioses, que se alimenta de inteligencia y de ciencia sin mezcla, como el de toda alma ávida del alimento que le conviene, gusta ver la esencia divina de la que hacía tiempo estaba separado, y se entrega con placer a la contemplación de la verdad, hasta el instante en que el movimiento circular la lleve al punto de su partida. Durante esta revolución, contempla la justicia en sí, la sabiduría en sí, no esta ciencia que está sujeta a cambio y que se muestra diferente según los distintos objetos, que nosotros, mortales, queremos llamar seres, sino la ciencia, que tiene por objeto el ser de los seres. Y cuando ha contemplado las esencias y está completamente saciado, se sume de nuevo en el cielo y entra en su estancia. Apenas ha llegado, el cochero conduce los corceles al establo, en donde les da ambrosía para comer y néctar para beber. Tal es la vida de los dioses.
Entre las otras almas, la que sigue a las almas divinas con paso más igual y que más las imita, levanta la cabeza de su cochero hasta las regiones superiores, y se ve arrastrada por el movimiento circular; pero, molestada por sus corceles, apenas puede entrever las esencias. Hay otras, que tan pronto suben, como bajan, y que arrastradas acá y allá por sus corceles, aperciben ciertas esencias y no pueden contemplarlas todas. En fin, otras almas siguen de lejos, aspirando como las primeras a elevarse hacia las regiones superiores, pero sus esfuerzos son impotentes; están como sumergidas y errantes en los espacios inferiores, y, luchando con ahínco por ganar terreno, se ven entorpecidas y completamente abatidas; entonces ya no hay más que confusión, combate y lucha desesperada; y por la poca maña de sus cocheros, muchas de estas almas se ven lisiadas, y otras ven caer una a una las plumas de sus alas; todas, después de esfuerzos inútiles e impotentes para elevarse hasta la contemplación del ser absoluto, desfallecen, y en su caída no les queda más alimento que las conjeturas de la opinión. Este tenaz empeño de las almas por elevarse a un punto desde donde puedan descubrir la llanura de la verdad, nace de que solo en esta llanura pueden encontrar un alimento capaz de nutrir la parte más noble de sí mismas, y de desarrollar las alas que llevan al alma lejos de las regiones inferiores. Es una ley de Adrasto, que toda alma que ha podido seguir al alma divina y contemplar con ella alguna de las esencias, esté exenta de todos los males hasta un nuevo viaje, y si su vuelo no se debilita, ignorará eternamente sus sufrimientos. Pero cuando no puede seguir a los dioses, cuando por un extravío funesto, llena del impuro alimento del vicio y del olvido, se entorpece y pierde sus alas, entonces cae en esta tierra; una ley quiere que en esta primera generación y aparición sobre la tierra no anime el cuerpo de ningún animal.
El alma que ha visto, lo mejor posible, las esencias y la verdad, deberá constituir un hombre, que se consagrará a la sabiduría, a la belleza, a las musas y al amor; la que ocupa el segundo lugar será un rey justo o guerrero o poderoso; la de tercer lugar, un político, un financiero, un negociante; la del cuarto, un atleta infatigable o un médico; la del quinto, un adivino o un iniciado; la del sexto, un poeta o un artista; la del séptimo, un obrero o un labrador; la del octavo, un sofista o un demagogo; la del noveno, un tirano. En todos estos estados, a todo el que ha practicado la justicia, le espera después de su muerte un destino más alto; el que la ha violado cae en una condición inferior. El alma no puede volver a la estancia de donde ha partido, sino después de un destierro de diez mil años; porque no recobra sus alas antes, a menos que haya cultivado la filosofía con un corazón sincero o amado a los jóvenes con un amor filosófico. A la tercera revolución de mil años, si ha escogido tres veces seguidas este género de vida, recobra sus alas y vuela hacia los dioses en el momento en que la última, a los tres mil años, se ha realizado. Pero las otras almas, después de haber vivido su primera existencia, son objeto de un juicio: y una vez juzgadas, las unas descienden a las entrañas de la tierra para sufrir allí su castigo; otras, que han obtenido una sentencia favorable, se ven conducidas a un paraje del cielo, donde reciben las recompensas debidas a las virtudes que hayan practicado durante su vida terrestre. Después de mil años, las unas y las otras son llamadas para un nuevo arreglo de las condiciones que hayan de sufrir, y cada una puede escoger el género de vida que mejor le parezca. De esta manera el alma de un hombre puede animar una bestia salvaje, y el alma de una bestia animar un hombre, con tal de que este haya sido hombre en una existencia anterior. Porque el alma que no ha vislumbrado la verdad, no puede revestir la forma humana. En efecto, el hombre debe comprender lo general; es decir, elevarse de la multiplicidad de las sensaciones a la unidad racional. Esta facultad no es otra cosa que el recuerdo de lo que nuestra alma ha visto, cuando seguía al alma divina en sus evoluciones; cuando, echando una mirada desdeñosa sobre lo que nosotros llamamos seres, se elevaba a la contemplación del verdadero Ser. Por esta razón es justo que el pensamiento del filósofo tenga solo alas, pensamiento que se liga siempre cuanto es posible por el recuerdo a las esencias, a que Dios mismo debe su divinidad. El hombre que sabe servirse de estas reminiscencias está iniciado constantemente en los misterios de la infinita perfección, y solo se hace él mismo verdaderamente perfecto. Desprendido de los cuidados que agitan a los hombres, y curándose solo de las cosas divinas, el vulgo pretende sanarle de su locura y no ve que es un hombre inspirado.
A esto tiende todo este discurso sobre la cuarta especie de delirio. Cuando un hombre apercibe las bellezas de este mundo y recuerda la belleza verdadera, su alma toma alas y desea volar; pero sintiendo su impotencia, levanta, como el pájaro, sus miradas al cielo, desprecia las ocupaciones de este mundo, y se ve tratado como insensato. De todos los géneros de entusiasmo éste es el más magnífico en sus causas y en sus efectos para el que lo ha recibido en su corazón, y para aquel a quien ha sido comunicado; y el hombre que tiene este deseo y que se apasiona por la belleza, toma el nombre de amante. En efecto, como ya hemos dicho, toda alma humana ha debido necesariamente contemplar las esencias, pues de no ser así, no hubiera podido entrar en el cuerpo de un hombre. Pero los recuerdos de esta contemplación no se despiertan en todas las almas con la misma facilidad; una no ha hecho más que entrever las esencias; otra, después de su descenso a la tierra, ha tenido la desgracia de verse arrastrada hacia la injusticia por asociaciones funestas, y olvidar los misterios sagrados que en otro tiempo había contemplado. Un pequeño número de almas son las únicas que conservan con alguna claridad este recuerdo. Estas almas, cuando aperciben alguna imagen de las cosas del cielo, se llenan de turbación y no pueden contenerse, pero no saben lo que experimentan, porque sus percepciones no son bastante claras. Y es que la justicia, la sabiduría y todos los bienes del alma, han perdido su brillantez en las imágenes que vemos en este mundo. Entorpecidos nosotros mismos con órganos groseros, apenas pueden algunos, aproximándose a estas imágenes, reconocer ni aun el modelo que ellas representan. Nos estuvo reservado contemplar la belleza del todo radiante, cuando, mezclados con el coro de los bienaventurados, marchábamos con las demás almas en la comitiva de Zeus y de los demás dioses, gozando allí del más seductor espectáculo; e iniciados en los misterios, que podemos llamar divinos, los celebrábamos exentos de la imperfección y de los males que en el porvenir nos esperaban, y éramos admitidos a contemplar estas esencias perfectas, simples, llenas de calma y de beatitud, y las visiones que irradiaban en el seno de la más pura luz; y, puros nosotros, nos veíamos libres de esta tumba que llamamos nuestro cuerpo, y que arrastramos con nosotros, como la ostra sufre la prisión que la envuelve.
Deben disimularse estos rodeos, debidos al recuerdo de una felicidad que no existe y que echamos de menos. En cuanto a la belleza, ella brilla, como ya he dicho, entre todas las demás esencias, y en nuestra estancia terrestre, donde lo eclipsa todo con su brillantez, la reconocemos por el más luminoso de nuestros sentidos. La vista es, en efecto, el más sutil de todos los órganos del cuerpo. No puede, sin embargo, percibir la sabiduría, porque sería increíble nuestro amor por ella, si su imagen y las imágenes de las otras esencias, dignas de nuestro amor, se ofreciesen a nuestra vista, tan distintas y tan vivas como son. Pero al presente solo la belleza tiene el privilegio de ser a la vez un objeto tan sorprendente como amable. El alma que no tiene un recuerdo reciente de los misterios divinos, o que se ha abandonado a las corrupciones de la tierra, tiene dificultad en elevarse de las cosas de este mundo hasta la perfecta belleza por la contemplación de los objetos terrestres, que llevan su nombre; antes bien, en vez de sentirse movida por el respeto hacia ella, se deja dominar por el atractivo del placer, y, como una bestia salvaje, violando el orden eterno, se abandona a un deseo brutal, y en su comercio grosero no teme, no se avergüenza de consumar un placer contra naturaleza. Pero el hombre, que ha sido perfectamente iniciado, que contempló en otro tiempo el mayor número de esencias, cuando ve un semblante que remeda la belleza celeste o un cuerpo que le recuerda por sus formas la esencia de la belleza, siente por lo pronto como un temblor, y experimenta los terrores religiosos de otro tiempo; y fijando después sus miradas en el objeto amable, le respeta como a un dios, y si no temiese ver tratado su entusiasmo de locura, inmolaría víctimas al objeto de su pasión, como a un ídolo, como a un dios. A su vista, semejante a un hombre atacado de la fiebre, muda de semblante, el sudor inunda su frente, y un fuego desacostumbrado se infiltra en sus venas;[17] en el momento en que ha recibido por los ojos la emanación de la belleza siente este dulce calor que nutre las alas del alma; esta llama hace derretir la cubierta, cuya dureza las impedía hacía tiempo desarrollarse. La afluencia de este alimento hace que el miembro, raíz de las alas, cobre vigor, y las alas se esfuerzan por derramarse por toda el alma, porque primitivamente el alma era toda alada. En este estado, el alma entra en efervescencia e irritación; y esta alma, cuyas alas empiezan a desarrollarse, es como el niño, cuyas encías están irritadas y embotadas por los primeros dientes. Las alas, desarrollándose, le hacen experimentar un calor, una dentera, una irritación del mismo género. En presencia de un objeto bello recibe las partes de belleza que del mismo se desprenden y emanan, y que han hecho dar al deseo el nombre de ἵμερος (hímeros), experimenta un calor suave, se reconoce satisfecho y nada en la alegría. Pero cuando está separada del objeto amado, el fastidio la consume, los poros del alma por donde salen las alas se desecan, se cierran, de suerte que no tienen ya salida. Presa del deseo y encerradas en su prisión, las alas se agitan, como la sangre se agita en las venas; hacen empuje en todas direcciones, y el alma, aguijoneada por todas partes se pone furiosa y fuera de sí de tanto sufrir, mientras el recuerdo de la belleza la inunda de alegría. Estos dos sentimientos la dividen y la turban, y en la confusión a que la arrojan tan extrañas emociones, se angustia, y en su frenesí no puede, ni descansar de noche, ni gozar durante el día de alguna tranquilidad; y, antes bien, llevada por la pasión, se lanza a todas partes donde cree encontrar su querida belleza. Ha vuelto a verla; ha recibido de nuevo sus emanaciones; en el momento se vuelven a abrir los poros que estaban obstruidos, respira y no siente ya el aguijón del dolor, y gusta durante estos cortos instantes el placer más encantador. Asíes que el amante no quiere separarse de la persona que ama, porque nada le es más precioso que este objeto tan bello; madre, hermano, amigos, todo lo olvida; pierde su fortuna abandonada sin experimentar la menor sensación; deberes, atenciones que antes tenía complacencia en respetar, nada le importan; consiente ser esclavo y adormecerse, con tal de que se vea cerca del objeto de sus deseos; y si adora al que posee la belleza, es porque solo en él encuentra alivio a los tormentos que sufre.
A esta afección, precioso joven, los hombres la llaman amor; los dioses la dan un nombre tan singular, que quizá te haga sonreír. Algunos homéridas nos citan, según creo, dos versos de su poeta, que han conservado, uno de los cuales es muy injurioso al amor y verdaderamente poco conveniente.
«Los mortales le llaman Eros, el dios alado;
los inmortales le llaman el Pteros, el que da alas».
Se puede admitir o desechar la autoridad de estos dos versos; siempre es cierto que la causa y la naturaleza de la afección de los amantes son tales como yo las he descrito.
Si el hombre enamorado ha sido uno de los que antes siguieron a Zeus, tiene más fuerza para resistir al dios alado que ha venido a caer sobre él; los que han sido servidores de Marte y le han seguido en su revolución alrededor del cielo, cuando se ven invadidos por el amor, y se creen ultrajados por el objeto de su pasión, se ven arrastrados por un furor sangriento, que los lleva a inmolarse con su ídolo. Así es que cada cual honra al dios cuya comitiva seguía, y le imita en su vida tanto cuanto está en su poder, por lo menos, durante la primera generación y mientras no está corrompido; y esta imitación la lleva a cabo en sus intimidades amorosas y en todas las demás relaciones. Cada hombre escoge un amor según su carácter, le hace su dios, le levanta una estatua en su corazón, y se complace en engalanarla, como para rendirle adoración y celebrar sus misterios. Los servidores de Zeus buscan un alma de Zeus en aquel que adoran, examinan si gustan de la sabiduría y del mando, y cuando le han encontrado tal como lo desean y le han consagrado su amor, hacen los mayores esfuerzos por desarrollar en él tan nobles inclinaciones. Si no se han entregado desde luego por entero a las ocupaciones que corresponden a esto, se dedican, sin embargo, y trabajan en perfeccionarse mediante las enseñanzas de los demás y los esfuerzos propios. Intentan descubrir en sí mismos el carácter de su dios, y lo consiguen, porque se ven forzados a volver sin cesar sus miradas del lado de este dios; y cuando lo han conseguido por la reminiscencia, el entusiasmo los trasporta, y toman de él sus costumbres y sus hábitos, tanto, por lo menos, cuanto es posible al hombre participar de la naturaleza divina. Como atribuyen este cambio dichoso a la influencia del objeto amado, le aman más; y si Zeus es el origen divino de donde toman su inspiración, semejantes a las bacantes, la derraman sobre el objeto de su amor, y en cuanto pueden le hacen semejante a su dios. Los que han viajado en la comitiva de Hera buscan un alma regia, y desde que la han encontrado, obran para con ella de la misma manera. En fin, todos aquellos que han seguido a Apolo o a los otros dioses, arreglando su conducta sobre la base de la divinidad que han elegido, buscan un joven del mismo natural; y cuando lo poseen, imitando su divino modelo, se esfuerzan en persuadir a la persona amada a que haga otro tanto, y de esta manera lo amoldan a las costumbres de su dios, y lo comprometen a reproducir este tipo de perfección en cuanto les es posible. Lejos de concebir sentimientos de envidia y de baja malevolencia contra él, todos sus deseos, todos sus esfuerzos, tienden solo a hacerle semejante a ellos mismos y al dios al que rinden culto. Tal es el celo de que se ven animados los verdaderos amantes, y si consiguen buena acogida para su amor, su victoria es una iniciación; y la persona amada, que se deja subyugar por un amante que ama con delirio, se abandona a una pasión noble, que es para él un origen de felicidad. Su derrota tiene lugar de esta manera.
Hemos distinguido en cada alma tres partes diferentes por medio de la alegoría de los corceles y del cochero. Sigamos, pues, con la misma figura. Uno de los dos corceles, decíamos, es de buena raza, el otro es vicioso. Pero ¿de dónde nace la excelencia del uno y el vicio del otro? Esto es lo que no hemos dicho, y lo que vamos a explicar ahora. El primero tiene soberbia planta, formas regulares y bien desenvueltas, cabeza erguida y acarnerada; es blanco con ojos negros; ama la gloria con sabio comedimiento; tiene pasión por el verdadero honor; obedece, sin que se le castigue, a las exhortaciones y a la voz del cochero. El segundo tiene los miembros contrahechos, toscos, desaplomados, la cabeza gruesa y aplastada, el cuello corto; es negro, y sus ojos verdes y ensangrentados; no respira sino furor y vanidad; sus oídos velludos están sordos a los gritos del cochero, y con dificultad obedece a la espuela y al látigo.
A la vista del objeto amado, cuando el cochero siente que el fuego del amor penetra su alma toda y que el aguijón del deseo irrita su corazón, el corcel dócil, dominado ahora y siempre por las leyes del pudor, se contiene, para no insultar al objeto amado; pero el otro corcel no atiende al látigo ni al aguijón, da botes, se alborota, y entorpeciendo a la vez a su guía y a su compañero, se precipita violentamente sobre el objeto amado para disfrutar en él de placeres sensuales. Por lo pronto, el guía y el compañero se resisten, se indignan contra esta violencia odiosa y culpable; pero al fin, cuando el mal no tiene límites, se dejan arrastrar, ceden al corcel furioso, y prometen consentirlo todo. Se aproximan al objeto bello, y contemplan esta aparición en todo su resplandor. A su vista, el recuerdo del cochero se fija en la esencia de la belleza; y se figura verla, como en otro tiempo, en la estancia de la pureza, colocada al lado de la sabiduría. Esta visión le llena de un terror religioso, se echa atrás, y esto le obliga a tirar de las riendas con tanta violencia, que los dos corceles se encabritan al mismo tiempo, el uno de buena gana, porque no está acostumbrado a hacer resistencia, el otro de mala porque siempre tiende a la violencia y a la rebelión. Mientras reculan, el uno, lleno de pudor y de arrobamiento, inunda el alma toda de sudor; el otro, insensible ya a la impresión del freno y al dolor de su caída, apenas tomó aliento, prorrumpió en gritos de furor, vertiendo injurias contra su guía y su compañero, echándoles en cara el haber abandonado por cobardía y falta de corazón su puesto y tratándoles de perjuros. Los estrecha, a pesar de ellos, a volver a la carga, y, accediendo a sus súplicas, les concede algunos instantes de plazo. Terminada esta tregua, ellos fingen no haber pensado en esto; pero el corcel malo, recordándoles su compromiso, haciéndoles violencia y relinchando con furor, los arrastra y los fuerza a renovar sus tentativas para con el objeto amado. Apenas se aproximan, el corcel malo se echa, se estira, y, entregándose a movimientos libidinosos, muerde el freno y se atreve a todo con desvergüenza. Pero entonces el cochero experimenta más fuertemente aún la impresión de antes, se echa atrás, como el jinete que va a tocar la barrera, y tira con mayor fuerza de las riendas del corcel indómito, rompe sus dientes, magulla su lengua insolente, ensangrienta su boca, le obliga a sentar en tierra sus piernas y muslos y le hace pasar mil angustias. Cuando, a fuerza de sufrir, el corcel vicioso ha visto abatido su furor, baja la cabeza y sigue la dirección que desea el cochero, y al percibir el objeto bello se muere de terror. Entonces solamente es cuando el amante sigue con modestia y pudor al que ama.
Sin embargo, el joven que se ve servido y honrado al igual que un dios por un amante que no finge amor, sino que está sinceramente apasionado, siente despertarse en él la necesidad de amar. Si antes sus camaradas u otras personas han denigrado en su presencia este sentimiento, diciendo que es cosa fea tener una relación amorosa, y si semejantes discursos han hecho que rechazara a su amante, el tiempo trascurrido, la edad, la necesidad de amar y de ser amado le obligan bien pronto a recibirle en su intimidad. Porque no puede estar en los decretos del destino, que se amen dos hombres malos, ni que dos hombres de bien no puedan amarse. Cuando la persona amada ha acogido al que ama y ha gozado de la dulzura de su conversación y de su sociedad, se ve como arrastrado por esta pasión, y comprende que la afección de todos sus amigos y de todos sus parientes no es nada, cotejada con la que le inspira su amante. Cuando han mantenido esta relación por algún tiempo y se han visto y han estado en contacto en los gimnasios o en otros puntos, la corriente de estas emanaciones que Zeus, enamorado de Ganímedes, llamó deseo, se dirige a oleadas hacia el amante, entra en su interior en parte, y cuando ha penetrado así, lo demás se manifiesta al exterior; y, como el aire o un sonido reflejado por un cuerpo liso o sólido, las emanaciones de la belleza vuelven al alma del bello joven por el canal de los ojos, y abriendo a las alas todas sus salidas las nutren y las desprenden y llenan de amor el alma de la persona amada. Ama, pues, pero no sabe qué; no comprende lo que experimenta, ni tampoco podría decirlo; se parece al hombre que por haber contemplado por mucho tiempo en otros ojos enfermos, sintiese que su vista se oscurecía; no conoce la causa de su turbación, y no se apercibe de que se ve en su amante como en un espejo. Cuando está en su presencia, siente en sí mismo que se aplacan sus dolores; cuando ausente, le echa de menos cuanto puede echarse; y siente una afección que es como la imagen del amor, y a la cual no da el nombre de amor, sino que la llama amistad. Sin embargo, desea como su amante, aunque con menos ardor, verle, tocarle, abrazarle y participar de su lecho, y sin duda no tardará en satisfacer este deseo. Mientras duermen en un mismo lecho, al corcel indócil le ocurre mucho que decir al cochero, y por premio de tantos sufrimientos pide un instante de placer. El corcel del joven amado no tiene nada que decir, pero experimentando algo que no comprende, estrecha a su amante entre sus brazos, y le prodiga los más expresivos besos, y mientras permanezcan tan inmediatos el uno al otro, no tendrá fuerza para rehusar los favores que su amante exija. Pero el otro corcel y el cochero lo resisten en nombre del pudor y de la razón.
Si la parte mejor del alma es la más fuerte y triunfa y los guía hacia una vida ordenada, siguiendo los preceptos de la sabiduría, pasan ellos sus días en este mundo felices y unidos. Dueños de sí mismos viven como hombres honrados, porque han subyugado lo que llevaba el vicio a su alma, y dado un vuelo libre a lo que engendra la virtud. Al morir, alados y aliviados de todo peso grosero, salen vencedores en uno de los tres combates que se pueden llamar verdaderamente olímpicos; y es tan grande este bien, que ni la sabiduría humana, ni el delirio que viene de los dioses, pueden proporcionar otro mejor al hombre. Si, por el contrario, han adoptado un género de vida más vulgar y contrario a la filosofía, aunque sin violar las leyes del honor, en medio de la embriaguez, en un momento de olvido y de extravío, sucederá sin duda que los corceles indómitos de los dos amantes, sorprendiendo sus almas, los conducirán hacia un mismo fin; escogerán entonces el género de vida más lisonjero a los ojos del vulgo, y se precipitarán a gozar. Cuando se han saciado, aún gustan de los mismos placeres, pero no con profusión, porque no los aprueba decididamente el alma. Tienen el uno para el otro una afección verdadera, pero menos fuerte que la de los puros amantes, y cuando su delirio ha cesado, creen haberse dado las prendas más preciosas de una fe recíproca; y creerían cometer un sacrilegio si rompieran los lazos que les ligan, para abrir sus corazones al aborrecimiento. Al fin de su vida, sin alas aún, pero ya impacientes por tomarlas, sus almas abandonan sus cuerpos, de suerte que su delirio amoroso recibe una gran recompensa. Porque la ley divina no permite que los que han comenzado su viaje celeste, sean precipitados en las tinieblas subterráneas, sino que pasan una vida brillante y dichosa en eterna unión, y, cuando reciben alas, las obtienen juntos, a causa del amor que les ha unido sobre la tierra.
Tales son, mi querido joven, los maravillosos y divinos bienes que te procurará la afección de un amante; pero la amistad de un hombre sin amor, que solo cuenta con una sabiduría mortal, y que vive entregado por entero a los vanos cuidados del mundo, no puede producir, en el alma de la persona que ama más que una prudencia de esclavo, a la que el vulgo da el nombre de virtud, pero que le hará andar errante, privado de razón en la tierra y en las cavernas subterráneas durante nueve mil años.
Aquí tienes, ¡oh Amor!, la mejor y más bella palinodia que he podido cantarte en expiación de mi crimen. Si mi lenguaje ha sido demasiado poético, Fedro es el responsable de tales extravíos. Perdóname por mi primer discurso y recibe este con indulgencia; echa sobre mí una mirada de benevolencia y benignidad; no me arrebates; ni disminuyas en mí por cólera, este arte de amar, cuyo presente me has hecho tú mismo; concédeme que, ahora más que nunca, esté ciegamente apasionado por la belleza. Si Fedro y yo te hemos ultrajado al principio groseramente, no acuses más que a Lisias, origen de este discurso; haz que renuncie a esas composiciones frívolas, y llámale hacia la filosofía, que su hermano Polemarco ha abrazado ya, con el fin de que su amante, que me escucha, libre de la incertidumbre que ahora le atormenta, pueda consagrar, sin miras secretas, su vida entera al amor dirigido por la filosofía.
FEDRO. —Me uno a ti, mi querido Sócrates, para pedir a los dioses que sigan ambos tu consejo por ellos y por mí. Pero en verdad, yo no puedo menos de alabar tu discurso, cuya belleza me ha hecho olvidar el primero. Temo que Lisias parezca muy inferior, si intenta luchar contigo en un nuevo discurso. Por lo demás, ahora, recientemente, uno de nuestros hombres de estado le echaba en cara, en términos ofensivos, el escribir mucho, y en toda su diatriba le llamaba fabricante de discursos. Quizá el amor propio le impedirá responderte.
SÓCRATES. —Yaya una idea singular, mi querido joven; poco conoces a tu amigo, si crees que se asusta con tan poco ruido. ¿Has podido creer que el que así le criticaba hablaba seriamente?
FEDRO. —Las trazas eran de eso, Sócrates, y tú mismo sabes, que los hombres más poderosos y de mejor posición en nuestras ciudades se avergüenzan de componer discursos y de dejar escritos, temiendo pasar por sofistas a los ojos de la posteridad.
SÓCRATES. —No entiendes nada, mi querido Fedro, de los repliegues de la vanidad; y no ves que los más entonados de nuestros hombres de estado son los que más ansían componer discursos y dejar obras escritas. Desde el momento en que han dado a luz alguna cosa están tan deseosos de adquirir aura popular, que se apuran a inscribir en su publicación los nombres de sus admiradores.
FEDRO. —¿Qué es lo que dices?, yo no te comprendo.
SÓCRATES. —¿No comprendes que a la cabeza de los escritos de un hombre de estado aparecen siempre los nombres de los que les han prestado su aprobación?
FEDRO. —¿Cómo?
SÓCRATES. —El senado o el pueblo o ambos, en vista de la proposición de tal… han tenido a bien… Y aquí se nombra sí mismo, y hace su propio elogio. En seguida, para demostrar su ciencia a sus adoradores, hace de todo esto un largo comentario. Y, dime ¿No es éste un verdadero escrito?
FEDRO. —Convengo en ello.
SÓCRATES. —Si triunfa el escrito, el autor sale del teatro lleno de gozo; si se le desecha, queda privado del honor de que se le cuente entre los escritores y autores de discursos, y así se desconsuela y sus amigos se afligen con él.
FEDRO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Es evidente que, lejos de desdeñar este oficio, le tienen en gran estimación.
FEDRO. —Convengo en ello.
SÓCRATES. —Pero qué, cuando un orador o un rey, revestido del poder de un Licurgo, de un Solón, de un Darío, se inmortaliza en un estado, como autor de discursos, ¿no se mira a sí mismo, como un semidiós durante su vida, y la posteridad no tiene de él la misma opinión, en consideración a sus escritos?
FEDRO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —¿Crees tú, que ningún hombre de estado, cualesquiera que sean su carácter y su prevención contra Lisias, pretenda hacerle ruborizar por su título de escritor?
FEDRO. —No es probable, conforme a lo que dices, porque sería a mi parecer difamar su propia pasión.
SÓCRATES. —Por lo tanto, es evidente que nadie puede avergonzarse de componer discursos.
FEDRO. —Conforme.
SÓCRATES. —Pero, en mi opinión, lo vergonzoso no es el hablar y escribir bien, sino el hablar y escribir mal.
FEDRO. —Es claro.
SÓCRATES. —¿Pero en qué consiste el escribir bien o el escribir mal? ¿Deberemos, mi querido Fedro, interrogar sobre esto a Lisias o a alguno de los que han escrito o escribirán sobre un objeto político o sobre materias privadas en verso, como un poeta, o en prosa, como el común de los escritores?
FEDRO. —¿Es posible que me preguntes si debemos? ¿De qué serviría la vida, si no se gozase de los placeres de la inteligencia? Porque no son los goces, a los que precede el dolor como condición necesaria, los que dan precio a la vida; y esto es lo que pasa con casi todos los placeres del cuerpo, por lo que con razón se les ha llamado serviles.
SÓCRATES. —Creo que tenemos tiempo. Lo que me parece es que las cigarras, que cantan sobre nuestras cabezas, y conversan entre sí, como lo hacen siempre con este calor sofocante, nos observan. Si nos viesen en lugar de mantener una conversación, dormir la siesta como el vulgo, en esta hora del mediodía al arrullo de sus cantos, sin ocupar nuestro entendimiento, se reirían de nosotros, y harían bien; creerían ver esclavos que habían venido a dormir a esta soledad, como los ganados que sestean alrededor de una fuente. Si por el contrario, nos ven conversar y pasar cerca de ellas, como el sabio cerca de las sirenas, sin dejarnos sorprender, nos admirarán y quizá nos darán parte del beneficio que los dioses les han permitido conceder a los hombres.
FEDRO. —¿Qué beneficio es ese? Me parece que nunca he oído hablar de él.
SÓCRATES. —No parece bien que un amigo de las musas ignore estas cosas. Se dice que las cigarras eran hombres antes del nacimiento de las musas. Cuando éstas nacieron, y el canto con ellas, hubo hombres, que de tal manera se arrebataron al oír sus acentos, que la pasión de cantar les hizo olvidar la de comer y beber, y pasaron de la vida a la muerte, sin apercibirse de ello. De estos hombres nacieron las cigarras, y las musas les concedieron el privilegio de no tener necesidad de ningún alimento, sino que, desde que nacen hasta que mueren, cantan sin comer ni beber; y además de esto van a anunciar a las musas cuál es, entre los mortales, el que rinde homenaje a cada una de ellas. Así es que, haciendo conocer a Terpsícore los que la honran en los coros, hacen que esta divinidad sea más propicia a sus favorecidos. A Eratón dan cuenta de los nombres de los que cultivan la poesía erótica; y a las otras musas hacen conocer los que las conceden la especie de culto que conviene a los atributos de cada una; a Calíope, que es la de mayor edad, y a Urania, la de menor, dan a conocer a los que dedicados a la filosofía cultivan las artes que les están consagradas. Estas dos musas, que presiden a los movimientos de los cuerpos celestes y a los discursos de los dioses y de los hombres, son aquellas cuyos cantos son melodiosos. He aquí materia para hablar y no dormir en esta hora del día.
FEDRO. —Pues bien, hablemos.
SÓCRATES. —Nos propusimos antes examinar lo que constituye un buen o mal discurso, escrito o improvisado. Comencemos este examen, si gustas.
FEDRO. —Muy bien.
SÓCRATES. —¿No es necesario para hablar bien conocer la verdad sobre aquello de que se intenta tratar?
FEDRO. —He oído decir con este motivo, mi querido Sócrates, que el que ha de ser orador no necesita saber lo que es verdaderamente justo, sino lo que parece tal a la multitud encargada de decidir; ni tampoco lo que es verdaderamente bueno y bello, sino lo que tiene las apariencias de la bondad y de la belleza. Porque es la verosimilitud, no la verdad, la que produce la convicción.
SÓCRATES. —No hay que desechar las palabras de los sabios,[18] mi querido Fedro, pero también es preciso examinar lo que ellas significan. Y lo que acabas de decir debe llamar toda nuestra atención.
FEDRO. —Tienes razón.
SÓCRATES. —Procedamos de esta manera.
FEDRO. —Veamos.
SÓCRATES. —Si yo te aconsejase que compraras un caballo para servirte de él en los combates, y ni tú ni yo hubiéramos visto caballos, pero supiese yo, que Fedro llama caballo al que mejor oído tiene entre los animales domésticos…
FEDRO. —Quieres reírte, Sócrates.
SÓCRATES. —Aguarda. La cosa sería mucho más ridícula, si, queriendo persuadirte seriamente, compusiese un discurso, en el que hiciese el elogio del asno, dándole el nombre de caballo, y si dijese que es un animal muy útil para la casa y para el ejército, que puede cualquiera defenderse montado en él, y que es muy cómodo para la conducción de efectos y bagajes.
FEDRO. —Sí, eso sería el colmo del ridículo.
SÓCRATES. —Pero ¿no vale más ser ridículo, pero inofensivo, que peligroso y dañino?
FEDRO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Cuando un orador, ignorando la naturaleza del bien y del mal, encuentra a sus conciudadanos en la misma ignorancia, y les persuade, no a tomar por caballo la sombra de un asno,[19] sino el mal por el bien; cuando, apoyado en el conocimiento que tiene de las preocupaciones de la multitud, la arrastra por malas sendas, ¿qué frutos podrá recoger la retórica de lo que haya sembrado?
FEDRO. —Frutos bien malos.
SÓCRATES. —Pero quizá, mi querido amigo, hemos tratado el arte oratorio con poco respeto, y quizá nos podría responder que de nada sirven todos nuestros razonamientos, que él no fuerza a nadie a aprender a hablar, sin conocer la naturaleza de la verdad, pero que si se le da crédito, es conveniente conocerla antes de recibir sus lecciones, si bien no duda en proclamar muy alto que, sin sus lecciones de bien hablar, de nada sirve el conocimiento de la verdad para persuadir.
FEDRO. —Y ¿no tendría razón para hablar así?
SÓCRATES. —Yo convendría en ello si las voces que se levantan por todas partes, confesasen que la retórica es un arte. Pero se me figura oír a algunos que protestan en contra y que afirman que no es un arte, sino un pasatiempo y una rutina frívola. «No hay, dice un laconio,[20] verdadero arte de la palabra, fuera de la posesión de la verdad, ni lo habrá jamás».
FEDRO. —También yo oigo esos rumores, mi querido Sócrates. Haz comparecer estos adversarios de la retórica, y veamos lo que dicen.
SÓCRATES. —Venid, apreciables jóvenes, cerca de mi querido Fedro, padre de los demás jóvenes que se os parecen; venid a persuadirle de que, sin conocer a fondo la filosofía, nunca será capaz de hablar bien sobre ningún objeto. Que Fedro os responda.
FEDRO. —Interrogad.
SÓCRATES. —En general, la retórica ¿no es el arte de conducir las almas por la palabra, no solo en los tribunales y en otras asambleas públicas, sino también en las reuniones particulares, ya se trate de asuntos ligeros, ya de grandes intereses? ¿No es esto lo que se dice?
FEDRO. —No, ¡por Zeus!, no es precisamente eso; el arte de hablar y de escribir sirve, sobre todo, en las defensas del foro, y también en las arengas políticas. Pero no he oído que se extienda a más.
SÓCRATES. —Tú no conoces más que los tratados de retórica de Néstor y de Odiseo, que compusieron en momentos de ocio durante el sitio de Ilión. ¿Nunca has oído hablar de la retórica de Palamedes?
FEDRO. —No, ¡por Zeus!, ni tampoco las retóricas de Néstor y Odiseo, a menos que tu Néstor sea Gorgias, y tu Odiseo Trasímaco o Teodoro.
SÓCRATES. —Quizá, pero dejémoslos. Dime, en los tribunales, ¿qué hacen los adversarios? ¿No sostienen el pro y el contra? ¿Qué dices a esto?
FEDRO. —Nada más cierto.
SÓCRATES. —¿Pelean y abogan por lo justo y lo injusto?
FEDRO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Por consiguiente, el que sabe hacer esto con arte hará parecer la misma cosa y a las mismas personas justa o injusta, según él quiera.
FEDRO. —¿Y qué?
SÓCRATES. —Y cuando hable al pueblo, sus conciudadanos juzgarán las mismas cosas ventajosas o funestas a gusto de su elocuencia.
FEDRO. —Sí.
SÓCRATES. —¿No sabemos que el Palamedes de Elea[21] hablaba con tanto arte que presentaba a sus oyentes las mismas cosas semejantes y desemejantes, simples y múltiples, en reposo y en movimiento?
FEDRO. —Ya lo sé.
SÓCRATES. —El arte de sostener las proposiciones contradictorias no es solo del dominio de los tribunales y de las asambleas populares, sino que, al parecer, si hay un arte que tiene por objeto el perfeccionamiento de la palabra, abraza toda clase de discursos, y hace capaz al hombre para confundir siempre todo lo que puede ser confundido, y de distinguir todo lo que el adversario intenta confundir y oscurecer.
FEDRO. —¿Cómo lo entiendes tú?
SÓCRATES. —Creo que la cuestión se ilustrará si tú sigues este razonamiento. ¿Se producirá más fácilmente esta ilusión en las cosas muy diferentes o en las que se diferencian muy poco?
FEDRO. —En estas últimas, evidentemente.
SÓCRATES. —Si mudas de lugar y quieres hacerlo sin que se aperciban de ello, ¿deberás desviarte poco a poco o alejarte a paso largo?
FEDRO. —La respuesta no es dudosa.
SÓCRATES. —El que se propone engañar a los demás, sin tenerse él mismo por engañado, ¿será capaz de reconocer exactamente las semejanzas y diferencias de las cosas?
FEDRO. —Es de toda necesidad que las reconozca.
SÓCRATES. —¿Pero es posible, cuando se ignora la verdadera naturaleza de cada cosa, reconocer lo que en las otras cosas se parece poco o mucho a aquella que se ignora?
FEDRO. —Eso es imposible.
SÓCRATES. —¿No es evidente que toda opinión falsa procede solo de ciertas semejanzas que existen entre los objetos?
FEDRO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —¿Y que no se puede poseer el arte de hacer pasar poco a poco a sus oyentes de semejanza en semejanza, de la verdadera naturaleza de las cosas a su contraria, evitando por su propia cuenta semejante error, si no se sabe a qué atenerse sobre la esencia de cada cosa?
FEDRO. —Eso no puede ser.
SÓCRATES. —Por consiguiente, el que pretende poseer el arte de la palabra sin conocer la verdad, y se ha ocupado tan solo de opiniones, toma por un arte lo que no es más que una sombra risible.
FEDRO. —Gran riesgo corre de ser así.
SÓCRATES. —En el discurso de Lisias, que tienes en la mano, y en los que nosotros hemos pronunciado, ¿quieres ver qué diferencia hacemos entre el arte y lo que solo tiene la apariencia de tal?
FEDRO. —Con mucho gusto, tanto más cuanto que nuestros razonamientos tienen algo de vago, no apoyándose en algún ejemplo positivo.
SÓCRATES. —En verdad es una fortuna la casualidad de haber pronunciado dos discursos muy acomodados para probar que el que posee la verdad puede, mediante el juego de palabras, deslumbrar a sus oyentes. Yo, mi querido Fedro, no dudo en achacarlos a las divinidades que habitan estos sitios; quizá también los cantores inspirados por las musas[22] que habitan por encima de nuestras cabezas, nos han comunicado su inspiración; porque he sido siempre absolutamente extraño al arte oratorio.
FEDRO. —Pase, puesto que te place decirlo; pero pasemos al examen de los dos discursos.
SÓCRATES. —Lee el principio del discurso de Lisias.
FEDRO. —«Conoces todos mis sentimientos, y sabes que miro la realización de mis deseos como provechosa a ambos. No sería justo rechazar mis votos, porque no soy tu amante. Porque los amantes desde el momento en que se ven satisfechos…»
SÓCRATES. —Detente. Es preciso examinar en qué se engaña Lisias y en qué carece de arte; ¿no es cierto?
FEDRO. —Sí.
SÓCRATES. —¿No es cierto que estamos siempre de acuerdo sobre ciertas cosas, y que sobre otras estamos siempre discutiendo?
FEDRO. —Creo comprender lo que dices, pero explícamelo más claramente.
SÓCRATES. —Por ejemplo, cuando delante de nosotros se pronuncian las palabras hierro o plata, ¿no tenemos todos la misma idea?
FEDRO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Pero que se nos hable de lo justo y de lo injusto y estas palabras despiertan ideas diferentes, y nos ponemos en el momento en desacuerdo con los demás y con nosotros mismos.
FEDRO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Luego hay cosas sobre las que todo el mundo conviene, y otras sobre las que todo el mundo disputa.
FEDRO. —Es cierto.
SÓCRATES. —¿Cuáles son las materias en que más fácilmente podemos extraviarnos, y en las que la retórica tiene la mayor influencia?
FEDRO. —Evidentemente en las cosas inciertas y dudosas.
SÓCRATES. —El que se propone abordar el arte oratorio, deberá haber hecho antes metódicamente esta distinción, y haber aprendido a distinguir, según sus caracteres diferentes, las cosas sobre las que fluctúa naturalmente la opinión del vulgo, y sobre las que la duda es imposible.
FEDRO. —El que sepa hacer esta distinción será un hombre hábil.
SÓCRATES. —Hecho esto, yo creo que antes de tratar un objeto particular, debe ver con ojo penetrante, y evitando toda confusión, a qué especie pertenece este objeto.
FEDRO. —Sin dada.
SÓCRATES. —Y el amor ¿es de las cosas sujetas a disputa o no?
FEDRO. —Es de las cosas disputables, ciertamente. De no ser así, ¿hubieras podido hablar como hablaste, sosteniendo tan pronto que el amor es un mal para el amante y para el objeto amado, como que es el más grande de los bienes?
SÓCRATES. —Perfectamente. Pero dime (porque en el furor divino que me poseía he perdido el recuerdo), ¿comencé mi discurso definiendo el amor?
FEDRO. —¡Por Zeus!, sí; no pudo ser mejor la definición.
SÓCRATES. —¿Qué dices?, las ninfas hijas de Aqueloo y Pan, hijo de Hermes[23] ¿son más hábiles en el arte de la palabra que Lisias, hijo de Céfalo? ¿O bien yo me engaño, y Lisias, comenzando su discurso sobre el amor nos ha precisado a aceptar una definición a la que ha referido toda la trabazón de su discurso y la conclusión misma? ¿Quieres que volvamos a leer el principio?
FEDRO. —Como quieras. Sin embargo, lo que buscas no se halla allí.
SÓCRATES. —Lee sin parar. Quiero oírle no obstante.
FEDRO. —«Conoces todos mis sentimientos, y sabes que miro la realización de mis deseos como provechosa a ambos.
»No sería justo rechazar mis votos, porque no soy tu amante. Porque los amantes, apenas se ven satisfechos, cuando sienten ya todo lo que han hecho por el objeto de su pasión».
SÓCRATES. —Estamos muy distantes de encontrar lo que buscábamos. No comienza por el principio, sino por el fin, como un hombre que nada de espaldas contra la corriente. El amante, que se dirige a la persona que ama, ¿no comienza por dónde debería concluir, o me engaño yo, Fedro, mi muy querido amigo?
FEDRO. —Ten presente, Sócrates, que no ha querido hacer más que el final de un discurso.
SÓCRATES. —Sea así; ¿pero no ves que sus ideas aparecen hacinadas confusamente? Lo que dice en segundo lugar, ¿debe estar en el punto que ocupa, o más bien en otro lugar de su discurso? Yo, si bien confieso mi ignorancia, creo, que el autor, muy a la ligera, ha arrojado sobre el papel cuanto le ha venido al espíritu. ¿Pero tú has descubierto, en su composición, un plan, según el que ha debido disponer todas las partes en el orden en que se encuentran?
FEDRO. —Me haces demasiado favor al creerme en estado de penetrar todos los artificios de la elocuencia de un Lisias.
SÓCRATES. —Por lo menos me concederás, que todo discurso debe, como un ser vivo, tener un cuerpo que le sea propio, cabeza y pies y medio y extremos exactamente proporcionados entre sí y en exacta relación con el conjunto.
FEDRO. —Eso es evidente.
SÓCRATES. —¡Y bien!, examina un poco el discurso de tu amigo, y dime si reúne todas estas condiciones. Confesarás que se parece mucho a la inscripción que dicen se puso sobre la tumba de Midas, rey de Frigia.
FEDRO. —¿Qué epitafio es ese, y qué tiene de particular?
SÓCRATES. —Helo aquí:
Soy una virgen de bronce, colocada sobre la tumba de Midas;
Mientras las aguas corran y los árboles reverdezcan,
De pie sobre esta tumba, regada de lágrimas,
Anunciaré a los pasajeros que Midas reposa en este sitio.[24]
Ya ves que se puede leer indiferentemente esta inscripción, comenzando por el primer verso que por el último.
FEDRO. —Tú te burlas de nuestro discurso, Sócrates.
SÓCRATES. —Dejémosle, pues, para que no te enfades, aunque en mi opinión encierra gran número de ejemplos útiles, que deben estudiarse, para huir a todo trance de imitarlos. Hablemos de los demás discursos. En ellos encontraremos enseñanzas, que podrán aprovechar al que quiera instruirse en el arte oratorio.
FEDRO. —¿Qué quieres decir?
SÓCRATES. —Estos dos discursos se contradicen; porque el uno tendía a probar que se deben conceder sus favores al hombre enamorado, y el otro al no enamorado.
FEDRO. —El pro y el contra son sostenidos con calor.
SÓCRATES. —Creía que ibas a usar de la palabra propia que es «con furor». Ésta es la palabra que yo esperaba; ¿no hemos dicho, en efecto, que el amor era una especie de furor?
FEDRO. —Sí.
SÓCRATES. —Hay dos especies de furor o de delirio: el uno, que no es más que una enfermedad del alma; el otro, que nos hace traspasar los límites de la naturaleza humana por una inspiración divina.
FEDRO. —Conforme.
SÓCRATES. —Hemos distinguido cuatro especies de delirio divino, según los dioses que lo inspiran, atribuyendo la inspiración profética a Apolo, la de los iniciados a Dionisio, la de los poetas a las Musas, y en fin, la de los amantes a Afrodita y a Eros; y hemos dicho, que el delirio del amor es el más divino de todos. Inspirados nosotros por el soplo del dios del amor, tan pronto aproximándonos como alejándonos de la verdad, y formando un discurso plausible, yo no sé cómo hemos llegado a componer, como por vía de diversión, un himno, decoroso sí, pero mitológico al Amor, mi dueño, como lo es tuyo, Fedro, que es el dios que preside a la belleza.
FEDRO. —Yo estuve encantado al oírlo.
SÓCRATES. —Sirvámonos de este discurso para ver cómo se puede pasar de la censura al elogio.
FEDRO. —Veamos.
SÓCRATES. —Todo lo demás no es en efecto más que un juego de niños. Pero hay dos procedimientos que la casualidad nos ha sugerido sin duda, pero que convendrá comprender bien y en toda su extensión al aplicarlos al método.[25]
FEDRO. —¿Cuáles son esos procedimientos?
SÓCRATES. —Por lo pronto deben abrazarse de una ojeada todas las ideas particulares desparramadas acá y allá, y reunirlas bajo una sola idea general, para hacer comprender, por una definición exacta, el objeto que se quiere tratar. Así es como dimos antes una definición del amor, que podrá ser buena o mala, pero que por lo menos ha servido para dar a nuestro discurso la claridad y el orden.
FEDRO. —¿Y cuál es el otro procedimiento?
SÓCRATES. —Consiste en saber dividir de nuevo la idea general en sus elementos, como otras tantas articulaciones naturales, guardándose, sin embargo, de mutilar ninguno de estos elementos primitivos, como acostumbra un mal cocinero cuando trincha. Así es como en nuestros dos discursos dimos primeramente una idea general del delirio; en seguida, a la manera que la unidad de nuestro cuerpo comprende bajo una misma denominación los miembros que están a la izquierda y los que están a la derecha, en igual forma nuestros dos discursos han deducido de esta definición general del delirio dos nociones distintas: el uno ha distinguido todo lo que estaba a la izquierda, y no se rehizo para dar una nueva división sino después de haberse encontrado con un desgraciado amor, que él mismo ha llenado de injurias bien merecidas; el otro ha tomado a la derecha, y se ha encontrado con otro amor, que tiene el mismo nombre, pero cuyo principio es divino; y tomándolo por materia de sus elogios, lo ha alabado como origen de los mayores bienes.
FEDRO. —Dices verdad.
SÓCRATES. —Yo, mi querido Fedro, gusto mucho de esta manera de descomponer y componer de nuevo por su orden las ideas;[26] es el medio de aprender a hablar y a pensar. Cuando creo hallar un hombre capaz de abarcar a la vez el conjunto y los detalles de un objeto, sigo sus pasos como si fueran los de un dios.[27] Los que tienen este talento, sabe Dios si tengo o no razón para darles este nombre, pero en fin, yo les llamo dialécticos. Pero, a los que se han formado en tu escuela y en la de Lisias, ¿cómo los llamaremos? ¿Nos acogeremos a ese arte de la palabra, mediante el que Trasímaco y otros se han hecho hábiles parlantes, y que enseñan, recibiendo dones, como los reyes, por precio de su enseñanza?[28]
FEDRO. —Son, en efecto, reyes, pero ignoran ciertamente el arte del que hablas. Por lo demás, quizá tengas razón en dar a este arte el nombre de dialéctica, pero me parece que hasta ahora no hemos hablado de la retórica.
SÓCRATES. —¿Qué dices? ¿Puede haber en el arte de la palabra alguna parte importante distinta de la dialéctica? Verdaderamente guardémonos bien de desdeñarla, y veamos en qué consiste esta retórica de que no hemos hablado.
FEDRO. —No es poco, mi querido Sócrates, lo que se encuentra en los libros de retórica.
SÓCRATES. —Me lo recuerdas muy a tiempo. Lo primero es el exordio, porque así debemos llamar el principio del discurso. ¿No es éste uno de los refinamientos del arte?
FEDRO. —Sí, sin duda.
SÓCRATES. —Después la narración,[29] luego las deposiciones de los testigos, en seguida las pruebas, y por fin las presunciones. Creo que un entendido discursista, que nos ha venido de Bizancio, habla también de la confirmación y de la sub-confirmación.
FEDRO. —¿Hablas del ilustre Teodoro?
SÓCRATES. —Sí, de Teodoro. Nos enseña también cuál debe ser la refutación y la sub-refutación en la acusación y en la defensa. Oigamos igualmente al hábil Éveno de Paros, que ha inventado la insinuación y las alabanzas recíprocas. Se dice también que ha puesto en versos mnemónicos la teoría de los ataques indirectos; en fin, es un sabio. ¿Dejaremos dormir a Tisias y Gorgias? Éstos han descubierto que la verosimilitud vale más que la verdad, y saben, por medio de su palabra omnipotente, hacer que las cosas grandes parezcan pequeñas, y pequeñas las grandes; dar un aire de novedad a lo que es antiguo, y un aire de antigüedad a lo que es nuevo; en fin, han encontrado el medio de hablar indiferentemente sobre el mismo objeto de una manera concisa o de una manera difusa.
Un día que yo hablaba a Pródico, se echó a reír, y me aseguró que solo él estaba en posesión del buen método, que era preciso evitar la concisión y los desarrollos ociosos, conservándose siempre en un término medio.
FEDRO. —Perfectamente, Pródico.[30]
SÓCRATES. —¿Qué diremos de Hipias? Porque pienso que el natural de Elis debe ser del mismo dictamen.
FEDRO:
¿Por qué no?
SÓCRATES. —¿Qué diremos de Polo con sus consonancias, sus repeticiones, su abuso de sentencias y de metáforas, y estas palabras que ha tomado de las lecciones de Licimnio, para adornar sus discursos?
FEDRO. —Protágoras,[31] mi querido Sócrates, ¿no enseñaba artificios del mismo género?
SÓCRATES. —Su manera, mi querido joven, era notable por cierta propiedad de expresión unida a otras bellas cualidades. En el arte de excitar a la compasión, en favor de la ancianidad o de la pobreza, por medio de exclamaciones patéticas, nadie se puede comparar con el poderoso retórico de Calcedonia.[32] Es un hombre que lo mismo agita que aquieta a la multitud, a manera de encantamiento, de lo que él mismo se alaba. Es tan capaz para acumular acusaciones, como para destruirlas, sin importarle el cómo. En cuanto al fin de sus discursos, en todos es el mismo, ya le llame recapitulación o le dé cualquier otro nombre.
FEDRO. —¿Quieres decir el resumen, que se hace al concluir un discurso, para recordar a los oyentes lo que se ha dicho?
SÓCRATES. —Eso mismo. ¿Crees que me haya olvidado de alguno de los secretos del arte oratorio?
FEDRO. —Es tan poco lo olvidado que no merece la pena de hablar de ello.
SÓCRATES. —Pues bien, no hablemos más de eso, y tratemos ahora de ver de una manera patente lo que valen estos artificios, y dónde brilla el poder de la retórica.
FEDRO. —Es, en efecto, un arte poderoso, Sócrates, por lo menos en las asambleas populares.
SÓCRATES. —Es cierto. Pero mira, mi excelente amigo, si no adviertes, como yo, que estas sabias composiciones descubren la trama en muchos pasajes.
FEDRO. —Explícate más.
SÓCRATES. —Dime, si alguno encontrase a tu amigo Erixímaco o a su padre Acúmeno y les dijese: —Yo sé, mediante la aplicación de ciertas sustancias, calentar o enfriar el cuerpo a mi voluntad, provocar evacuaciones por todos los conductos, y producir otros efectos semejantes; y con esta ciencia puedo pasar por médico, y me creo capaz de convertir en médicos a las personas a quienes comunique mi ciencia. A tu parecer, ¿qué responderían tus ilustres amigos?
FEDRO. —Ciertamente le preguntarían si sabe además a qué enfermos es preciso aplicar estos remedios, en qué casos y en qué dosis.
SÓCRATES. —Él les respondería que de eso no sabe nada, pero que con seguridad el que reciba sus lecciones sabrá llenar todas estas condiciones.
FEDRO. —Creo que mis amigos dirían que nuestro hombre estaba loco, y que habiendo abierto por casualidad un libro de medicina u oído hablar de algunos remedios, se imagina con solo esto ser médico, aunque no entienda una palabra.
SÓCRATES. —Y si alguno, dirigiéndose a Sófocles o a Eurípides, les dijese: —Yo sé presentar, sobre el objeto más mezquino, los desarrollos más extensos, y tratar brevemente la más vasta materia, sé hacer discursos indistintamente patéticos, terribles o amenazadores; poseo además otros conocimientos semejantes, y me comprometo, enseñando este arte a alguno, a ponerlo en estado de componer una tragedia.
FEDRO. —Estos dos poetas, Sócrates, podrían con razón echarse a reír de este hombre, que se imaginaba hacer una tragedia de todas estas partes reunidas a la casualidad, sin acuerdo, sin proporciones y sin idea del conjunto.
SÓCRATES. —Pero se guardarían bien de burlarse de él groseramente. Si un músico encontrase a un hombre que cree saber perfectamente la armonía, porque sabe sacar de una cuerda el sonido más agudo o el sonido más grave, no le diría bruscamente: —Desgraciado, tú has perdido la cabeza. Sino que, como digno favorito de las musas, le diría con dulzura: —Querido mío, es preciso saber lo que tú sabes para conocer la armonía; sin embargo, se puede estar a tu altura sin entenderla; tú posees las nociones preliminares del arte, pero no el arte mismo.
FEDRO. —Eso sería hablar muy sensatamente.
SÓCRATES. —Lo mismo diría Sófocles a su hombre, que posee los elementos del arte trágico, pero no el arte mismo; y Acúmeno diría al suyo, que conocía las nociones preliminares de la medicina, pero no la medicina misma.
FEDRO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Pero ¿qué dirían Adrasto, el de la elocuencia dulce como la miel, o Pericles, si nos hubiesen oído hablar antes de los bellos preceptos del arte oratorio, del estilo conciso o figurado, y de todos los demás artificios que nos propusimos examinar con toda claridad? ¿Tendrían ellos, como tú y yo, la grosería de dirigir insultos de mal tono, a los que imaginaron estos preceptos, y los dan a sus discípulos por el arte oratorio, o, más sabios que nosotros, a nosotros sería a quienes dirigirían sus cargos con más razón? —¡Oh Fedro! ¡Oh Sócrates!, dirían, en vez de enfadaros, deberíais perdonar a los que, ignorando la dialéctica, no han podido, como resultado de su ignorancia, definir el arte de la palabra; ellos poseen nociones preliminares de la retórica y se figuran con esto saber la retórica misma; y cuando enseñan todos estos detalles a sus discípulos, creen enseñarles perfectamente el arte oratorio; pero, en cuanto al arte de ordenar todos estos medios, con la mira de producir el convencimiento y dar forma a todo el discurso, creyendo ser esto cosa demasiado fácil, dejan a sus discípulos el cuidado de gobernarse por sí mismos, cuando tengan que componer una arenga.
FEDRO. —Podrá suceder que tal sea el arte de la retórica que estos hombres tan célebres enseñan en sus lecciones y en sus tratados, y creo que en este punto tú tienes razón. Pero la verdadera retórica, el arte de persuadir, ¿cómo y dónde puede adquirirse?
SÓCRATES. —La perfección en las luchas de la palabra está sometida, a mi parecer, a las mismas condiciones que la perfección en las demás clases de lucha. Si la naturaleza te ha hecho orador, y si cultivas estas buenas disposiciones mediante la ciencia y el estudio, llegarás a ser notable algún día; pero si te falta alguna de estas condiciones, jamás tendrás sino una elocuencia imperfecta. En cuanto al arte, existe un método que debe seguirse; pero Tisias y Trasímaco no me parecen los mejores guías.
FEDRO. —¿Cuál es ese método?
SÓCRATES. —Pericles pudo haber sido el hombre más consumado en el arte oratorio.
FEDRO. —¿Cómo?
SÓCRATES. —Todas las grandes artes se inspiran en estas especulaciones ociosas e indiscretas que pretenden penetrar los secretos de la naturaleza;[33] sin ellas no puede elevarse el espíritu ni perfeccionarse en ninguna ciencia, cualquiera que sea.[34] Pericles desarrolló mediante estos estudios trascendentales su talento natural; tropezó, yo creo, con Anaxágoras, que se había entregado por entero a los mismos estudios y se nutrió cerca de él con estas especulaciones. Anaxágoras le enseñó la distinción de los seres dotados de razón y de los seres privados de inteligencia, materia que trató muy por extenso, y Pericles sacó de aquí para el arte oratorio todo lo que le podía ser útil.
FEDRO. —¿Qué quieres decir?
SÓCRATES. —Con la retórica sucede lo mismo que con la medicina.
FEDRO. —Explícate.
SÓCRATES. —Estas dos artes piden un análisis exacto de la naturaleza, uno de la naturaleza del cuerpo, otro de la naturaleza del alma; siempre que no tomes por única guía la rutina y la experiencia, y que reclames al arte sus luces, para dar al cuerpo salud y fuerza por medio de los remedios y el régimen, y dar al alma convicciones y virtudes por medio de sabios discursos y útiles enseñanzas.
FEDRO. —Es muy probable, Sócrates.
SÓCRATES. —¿Piensas que se pueda conocer suficientemente la naturaleza del alma, sin conocer la naturaleza universal?
FEDRO. —Si hemos de creer a Hipócrates, el descendiente de los hijos de Asclepio, no es posible, sin este estudio preparatorio, conocer la naturaleza del cuerpo.
SÓCRATES. —Muy bien, amigo mío; sin embargo, después de haber consultado a Hipócrates, es preciso consultar la razón, y ver si está de acuerdo con ella.
FEDRO. —Soy de tu dictamen.
SÓCRATES. —Examina, pues, lo que Hipócrates y la recta razón dicen sobre la naturaleza. ¿No es así como debemos proceder en las reflexiones que hagamos sobre la naturaleza de cada cosa? Lo primero que debemos examinar, es el objeto que nos proponemos y que queremos hacer conocer a los demás, si es simple o compuesto; después, si es simple, cuáles son sus propiedades, cómo y sobre qué cosas obra, y de qué manera puede ser afectado; si es compuesto, contaremos las partes que puedan distinguirse, y sobre cada una de ellas haremos el mismo examen que hubiésemos hecho sobre el objeto reducido a la unidad, para determinar así todos las propiedades activas y pasivas.
FEDRO. —Ese procedimiento es quizá el mejor.
SÓCRATES. —Todo el que siga otro se lanza por un camino desconocido. No es obra de un ciego, ni de un sordo, tratar un objeto cualquiera conforme a las reglas del método. El que, por ejemplo, siga en todos sus discursos un orden metódico, explicará exactamente la esencia del objeto a que se refieren todas sus palabras, y este objeto no es otro que el alma.
FEDRO. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿No es, en efecto, por este rumbo por donde debe dirigir todos sus esfuerzos? ¿No es el alma el asiento de la convicción? ¿Qué te parece de esto?
FEDRO. —Convengo en ello.
SÓCRATES. —Es evidente, que Trasímaco o cualquier otro que quiera enseñar seriamente la retórica, describirá por lo pronto el alma con exactitud, y hará ver si es una sustancia simple e idéntica, o si es compuesta como el cuerpo. ¿No es esto explicar la naturaleza de una cosa?
FEDRO. —Sí.
SÓCRATES. —En seguida describirá sus facultades y las diversas maneras como puede ser afectada.
FEDRO. —Sin duda.
SÓCRATES. —En fin, después de haber hecho una clasificación de las diferentes especies de discursos y de almas, dirá cómo puede obrarse sobre ellas, apropiando cada género de elocuencia a cada auditorio; y demostrará cómo ciertos discursos deben persuadir a ciertos espíritus y no tendrán influencia sobre otros.
FEDRO. —Tu método me parece maravilloso.
SÓCRATES. —Por lo tanto, amigo mío, lo que se enseñe o componga de otra manera no puede serlo con arte, ya recaiga sobre esta materia o ya sobre cualquier otra. Pero los que en nuestros días han escrito tratados de retórica, de que has oído hablar, han hecho farsas con las que disimulan el exacto conocimiento que sus autores tienen del alma humana. Mientras no hablen y escriban de la manera dicha, no creamos que poseen el arte verdadero.
FEDRO. —¿Cuál es esa manera?
SÓCRATES. —Es difícil encontrar términos exactos para hacerte la explicación. Pero ensayaré, en cuanto me sea posible, decirte el orden que se debe seguir en un tratado redactado con arte.
FEDRO. —Habla.
SÓCRATES. —Puesto que el arte oratorio no es más que el arte de conducir las almas, es preciso que el que quiera hacerse orador sepa cuántas especies de almas hay. Hay cierto número de ellas y tienen ciertas cualidades, de donde procede que los hombres tienen diferentes caracteres. Sentada esta división, es preciso distinguir también cada especie de discursos por sus cualidades particulares.
Así es que hay hombres a quienes persuadirán ciertos discursos en determinadas circunstancias por tal o cual razón, mientras que los mismos argumentos moverán muy poco a otros espíritus. En seguida es preciso que el orador, que ha profundizado suficientemente estos principios, sea capaz de hacer la aplicación de ellos en la práctica de la vida, y de discernir con una ojeada rápida el momento en que es preciso usar de ellos; de otra manera nunca sabrá más de lo que sabía al lado de los maestros. Cuando esté en posición de poder decir mediante qué discursos se puede llevar la convicción a las almas más diversas; cuando, puesto en presencia de un individuo, sepa leer en su corazón y pueda decirse a sí mismo: «He aquí el hombre, he aquí el carácter que mis maestros me han pintado; él está delante de mí; y para persuadirle de tal o cual cosa deberé usar de tal o cual lenguaje»; cuando él posea todos estos conocimientos; cuando sepa distinguir las ocasiones en que es preciso hablar y en las que es preciso callar; cuando sepa emplear o evitar con oportunidad el estilo conciso, las quejas lastimeras, las amplificaciones magníficas y todos los demás giros que la escuela le haya enseñado; solo entonces poseerá el arte de la palabra. Pero cualquiera que en sus discursos, sus lecciones o sus obras, olvide alguna de estas reglas, nosotros no le creeremos, si pretende que habla con arte. —¡Y bien!, Sócrates, ¡y bien!, Fedro, nos dirá quizá el autor de nuestra retórica, ¿es así o de otra manera, a juicio vuestro, como debe concebirse el arte de la palabra?
FEDRO. —No es posible formar del asunto una idea diferente, mi querido Sócrates; pero no es poco emprender tan extenso estudio.
SÓCRATES. —Dices verdad. Por lo tanto examinemos en todos sentidos todos los discursos, para ver si se encuentra un camino más llano y más corto, y no empeñarnos temerariamente en un sendero tan difícil y lleno de revueltas, cuando podemos dispensarnos de ello. Si Lisias o cualquier otro orador nos puede servir de algo, es llegado el caso de recordarte sus lecciones y de repetírmelas.
FEDRO. —No es por falta de voluntad, pero nada recuerda mi espíritu.
SÓCRATES. —¿Quieres que te refiera ciertos discursos, que oí a los que se ocupan de estas materias?
FEDRO. —Ya escucho.
SÓCRATES. —Se dice, mi querido amigo, que es justo abogar hasta en defensa del lobo.
FEDRO. —¡Y bien!, atempérate a ese proverbio.
SÓCRATES. —Los retóricos nos dicen, que no hay para qué alabar tanto nuestra dialéctica, y que con todo este aparato metódico nos vemos privados de movernos libremente. Añaden, como decía yo al comenzar esta discusión, que es inútil, para hacerse un gran orador, conocer la naturaleza de lo bueno y de lo justo, ni las cualidades naturales o adquiridas de los hombres; que, sobre todo, ante los tribunales debe cuidarse poco de la verdad, sino solamente de la persuasión; que a persuadir deben dirigirse todos los esfuerzos, cuando se quiere hablar con arte; que hay casos en que debe evitarse exponer los hechos como pasaron, si lo verdadero cesa de ser probable, para presentarlos de una manera plausible sea en la acusación o en la defensa; que, en una palabra, el orador no debe tener otro norte que la apariencia, sin cuidarse para nada de la realidad. He aquí, dicen ellos, los artificios, que, aplicándose a todos los discursos, constituyen la retórica entera.
FEDRO. —Has expuesto muy bien, Sócrates, las opiniones de los que se suponen hábiles en el arte oratorio; recuerdo en efecto, que precedentemente hemos hablado algo sobre esto; estos famosos maestros miran este sistema como el colmo del arte.
SÓCRATES. —Conoces a fondo a tu amigo Tisias; que él mismo nos diga si por verosimilitud entiende otra cosa que lo que parece verdadero a la multitud.
FEDRO. —¿Podría definírsela de otra manera?
SÓCRATES. —Habiendo descubierto esta regla tan sabia, que es el principio del arte, Tisias ha escrito que un hombre débil y valiente que es llevado ante el tribunal por haber apaleado a un hombre fuerte y cobarde, y por haberle robado la capa o cualquier otra cosa, no deberá decir palabra de verdad, lo mismo que hará el robado. El cobarde no confesará que ha sido apaleado por un hombre más valiente que él; el acusado probará que estaban solos, y se aprovechará de esta circunstancia para razonar así: —Débil como soy, ¿cómo era posible que yo me las hubiera con un hombre tan fuerte? Éste, replicando, no confesará su cobardía, pero buscará algún otro subterfugio, que dará quizá ocasión a confundir a su adversario. Todo lo demás es por este estilo, y he aquí lo que ellos llaman hablar con arte. ¿No es así? Fedro.
FEDRO. —Así es.
SÓCRATES. —En verdad, para descubrir un arte tan misterioso, ha sido preciso un hombre muy hábil, ya se llame Tisias o de cualquier otro modo, y cualquiera que sea su patria; pero, amigo mío, ¿no podríamos dirigirle estas palabras?
FEDRO. —¿Qué palabras?
SÓCRATES. —Antes que tú, Tisias, hubieses tomado la palabra, sabíamos nosotros que la multitud se deja seducir por la verosimilitud a causa de su relación con la verdad, y ya antes habíamos dicho que el que conoce la verdad sabrá también en todas circunstancias encontrar lo que se le aproxima. Si tienes alguna otra cosa que decirnos sobre el arte oratorio, estamos dispuestos a escucharte; si no, nos atendremos a los principios que hemos sentado, y si el orador no ha hecho una clasificación exacta de los diferentes caracteres de sus oyentes, si no sabe analizar los objetos, y reducir en seguida las partes que haya distinguido a la unidad de una noción general, no llegará jamás a perfeccionarse en el arte oratorio, en cuanto cabe en lo humano. Pero este talento no le adquirirá sin un inmenso trabajo, al cual no se someterá el sabio por miramiento a los hombres, ni por dirigir sus negocios, sino con la esperanza de agradar a los dioses con todas sus palabras y con todas sus acciones en la medida de las fuerzas humanas. No, Tisias, y en esto puedes creer a hombres más sabios que nosotros, no es a sus compañeros de esclavitud a quienes el hombre dotado de razón debe esforzarse en agradar, como no sea de paso, sino a sus amos celestes y de celeste origen. Cesa, pues, de sorprenderte, si el circuito es grande, porque el término adonde conduce es muy distinto que el que tú imaginas. Por otra parte, la razón nos dice que por un esfuerzo de nuestra libre voluntad podemos aspirar, por la senda que dejamos indicada, a resultado tan magnífico.
FEDRO. —Muy bien, mi querido Sócrates; pero ¿será dado a todos tener esta fuerza?
SÓCRATES. —Cuando el fin es sublime, todo lo que se sufre para conseguirlo no lo es menos.
FEDRO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Basta ya lo dicho sobre el arte y la falta de arte en el discurso.
FEDRO. —Sea así.
SÓCRATES. —Pero nos resta examinar la conveniencia o inconveniencia que pueda haber en lo escrito. ¿No es cierto?
FEDRO. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿Sabes cuál es el medio de hacerte más acepto a los ojos de Dios por tus discursos escritos o hablados?
FEDRO. —No, ¿y tú?
SÓCRATES. —Puedo referirte una tradición de los antiguos, que conocían la verdad. Si nosotros pudiésemos descubrirla por nosotros mismos, ¿nos inquietaríamos aún de que los hombres hayan pensado antes que nosotros?
FEDRO. —¡Donosa cuestión! Refiéreme, pues, esa antigua tradición.
SÓCRATES. —Me contaron que cerca de Náucratis,[35] en Egipto, hubo un dios, uno de los más antiguos del país, el mismo a que está consagrado el pájaro que los egipcios llaman Ibis. Este dios se llamaba Tot.[36] Se dice que inventó los números, el cálculo, la geometría, la astronomía, así como los juegos del ajedrez y de los dados, y, en fin, la escritura.
El rey Thamos reinaba entonces en todo aquel país, y habitaba la gran ciudad del alto Egipto, que los griegos llaman Tebas egipcia, y que está bajo la protección del dios que ellos llaman Ammón. Tot se presentó al rey y le manifestó las artes que había inventado, y le dijo lo conveniente que era extenderlas entre los egipcios. El rey le preguntó de qué utilidad sería cada una de ellas, y Tot le fue explicando en detalle los usos de cada una; y según que las explicaciones le parecían más o menos satisfactorias, Thamos aprobaba o desaprobaba. Se dice que el rey alegó al inventor, en cada uno de los inventos, muchas razones en pro y en contra, que sería largo enumerar. Cuando llegaron a la escritura:
«¡Oh rey!, le dijo Tot, esta invención hará a los egipcios más sabios y servirá a su memoria; he descubierto un remedio contra la dificultad de aprender y retener.[37] —Ingenioso Tot, respondió el rey, el genio que inventa las artes no está en el caso que la sabiduría, que aprecia las ventajas y las desventajas que deben resultar de su aplicación. Padre de la escritura y entusiasmado con tu invención, le atribuyes todo lo contrario de sus efectos verdaderos. Ella no producirá sino el olvido en las almas de los que la conozcan, haciéndoles despreciar la memoria; fiados en este auxilio extraño abandonarán a caracteres materiales el cuidado de conservar los recuerdos, cuyo rastro habrá perdido su espíritu. Tú no has encontrado un medio de cultivar la memoria, sino de despertar reminiscencias; y das a tus discípulos la sombra de la ciencia y no la ciencia misma. Porque cuando vean que pueden aprender muchas cosas sin maestros, se tendrán ya por sabios, y no serán más que ignorantes, en su mayor parte, y falsos sabios insoportables en el comercio de la vida».
FEDRO. —Mi querido Sócrates, tienes especial gracia para pronunciar discursos egipcios, y lo mismo los harías de todos los países del universo, si quisieras.
SÓCRATES. —Amigo mío, los sacerdotes del santuario de Zeus en Dodona decían que los primeros oráculos salieron de una encina. Los hombres de otro tiempo, que no tenían la sabiduría de los modernos, en su sencillez consentían escuchar a una encina o a una piedra,[38] con tal de que la piedra o la encina dijesen verdad. Pero tú necesitas saber el nombre y el país del que habla, y no te basta examinar si lo que dice es verdadero o falso.
FEDRO. —Tienes razón en reprenderme, y creo que es preciso juzgar la escritura como el tebano.
SÓCRATES. —El que piensa trasmitir un arte, consignándolo en un libro, y el que cree a su vez tomarlo de este, como si estos caracteres pudiesen darle alguna instrucción clara y sólida, me parece un gran necio; y ciertamente ignora el oráculo de Ammón, si piensa que un escrito pueda ser más que un medio de despertar reminiscencias en aquel que conoce ya el objeto de que en él se trata.
FEDRO. —Lo que acabas de decir es muy exacto.
SÓCRATES. —Éste es, mi querido Fedro, el inconveniente así de la escritura como de la pintura; las producciones de este último arte parecen vivas, pero interrogadlas, y veréis que guardan un grave silencio. Lo mismo sucede con los discursos escritos; al oírlos o leerlos creéis que piensan; pero pedidles alguna explicación sobre el objeto que contienen y os responden siempre la misma cosa. Lo que una vez está escrito rueda de mano en mano, pasando de los que entienden la materia a aquellos para quienes no ha sido escrita la obra, y sin saber, por consiguiente, ni con quién debe hablar, ni con quién debe callarse. Si un escrito se ve insultado o despreciado injustamente, tiene siempre necesidad del socorro de su padre; porque por sí mismo es incapaz de rechazar los ataques y de defenderse.
FEDRO. —Tienes también razón.
SÓCRATES. —Pero consideremos los discursos de otra especie, hermana legítima de esta elocuencia bastarda; veamos cómo nace y cómo es mejor y más poderosa que la otra.
FEDRO. —¿Qué discurso es y cuál es su origen?
SÓCRATES. —El discurso que está escrito con los caracteres de la ciencia en el alma del que estudia, es el que puede defenderse por sí mismo, el que sabe hablar y callar a tiempo.
FEDRO. —Hablas del discurso vivo y animado, que reside en el alma del que está en posesión de la ciencia, y al lado del cual el discurso escrito no es más que un vano simulacro.
SÓCRATES. —Eso mismo es. Dime: un jardinero inteligente que tuviese semillas que estimara en mucho y que quisiese ver fructificar, ¿las plantaría juiciosamente en estío en los jardines de Adonis,[39] para tener el gusto de verlas convertidas en preciosas plantas en ocho días?, o más bien, si tal hiciera, ¿podría ser por otro motivo que por pura diversión o con ocasión de una fiesta? Mas con respecto a tales semillas, seguiría indudablemente las reglas de la agricultura, y las sembraría en un terreno conveniente, contentándose con verlas fructificar a los ocho meses de sembradas.
FEDRO. —Ciertamente, mi querido Sócrates, él se ocuparía de las unas seriamente, y respecto a las otras lo miraría como un recreo.
SÓCRATES. —Y el que posee la ciencia de lo justo, de lo bello y de lo bueno, ¿tendrá, según nuestros principios, menos sabiduría que el jardinero en el empleo de sus semillas?
FEDRO. —Yo no lo creo.
SÓCRATES. —Después de depositarlas en agua negra, no irá a sembrarlas con el auxilio de una pluma y con palabras incapaces de defenderse a sí mismas e incapaces de enseñar suficientemente la verdad.
FEDRO. —No es probable.
SÓCRATES. —No, ciertamente; pero si alguna vez escribe, sembrará sus conocimientos en los jardines de la escritura para divertirse; y formando un tesoro de recuerdos para sí mismo, llegado que sea a la edad en que se resienta la memoria, y lo mismo para todos los demás que lleguen a la vejez, se regocijará viendo crecer estas tiernas plantas; y mientras los demás hombres se entregarán a otras diversiones, pasando su vida en orgías y placeres semejantes, él recreará la suya con la ocupación de que acabo de hablar.
FEDRO. —Es en efecto, Sócrates, un honroso entretenimiento, si se le compara con esos vergonzosos placeres, el ocuparse de discursos y alegorías[40] sobre la justicia y demás cosas de que tú has hablado.
SÓCRATES. —Sí, mi querido Fedro. Pero es aún más noble ocuparse seriamente, auxiliado por la dialéctica y tropezando con un alma bien preparada, en sembrar y plantar con la ciencia discursos capaces de defenderse por sí mismos y defender al que los ha sembrado, y que, en vez de ser estériles, germinarán y producirán en otros corazones otros discursos que, inmortalizando la semilla de la ciencia, darán a todos los que la posean la mayor de las felicidades de la tierra.
FEDRO. —Sí, esa ocupación es de más mérito.
SÓCRATES. —Ahora que ya estamos conformes en los principios, podemos resolver la cuestión.
FEDRO. —¿Cuál?
SÓCRATES. —Aquella, cuyo examen nos ha conducido al punto que ocupamos, a saber: si los discursos de Lisias merecían nuestra censura, y cuáles son en general los discursos hechos con arte o sin arte. Me parece que hemos explicado suficientemente cuándo se siguen las reglas del arte, y cuándo de ellas se separan.
FEDRO. —Lo creo, pero recuérdame las conclusiones.
SÓCRATES. —Antes de conocer la verdadera naturaleza del objeto sobre el que se habla o escribe; antes de estar en disposición de dar una definición general y de distinguir los diferentes elementos, descendiendo hasta sus partes indivisibles; antes de haber penetrado por el análisis en la naturaleza del alma, y de haber reconocido la especie de discursos que es propia para convencer a los distintos espíritus; dispuesto y ordenado todo de manera que a un alma compleja se ofrezcan discursos llenos de complejidad y de armonía, y a un alma sencilla discursos sencillos, es imposible manejar perfectamente el arte de la palabra, ni para enseñar ni para persuadir, como queda bien demostrado en todo lo que precede.
FEDRO. —En efecto, tal ha sido nuestra conclusión.
SÓCRATES. —¿Pero qué?, ¿sobre la cuestión de si es lícito o vergonzoso pronunciar o escribir discursos, y bajo qué condiciones este título de autor de discursos puede convertirse en un ultraje, lo que hemos dicho hasta aquí, no nos ha ilustrado suficientemente?
FEDRO. —Explícate.
SÓCRATES. —Hemos dicho, que si Lisias o cualquier otro ha compuesto o llega a componer un escrito sobre un objeto de interés público o privado, si ha redactado leyes, que son, por decirlo así, escritos políticos, y si piensa que hay en ellos mucha solidez y mucha claridad, no sacará otro fruto que la vergüenza que tendrá, dígase lo que se quiera. Porque ignorar, sea dormido, sea despierto, lo que es justo o injusto, bueno o malo, ¿no sería la cosa más vergonzosa, aun cuando la multitud toda entera nos cubriera de aplausos?
FEDRO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Pero supóngase un hombre que piensa que en todo discurso escrito, no importa sobre qué objeto, hay mucho de superfluo; que ningún discurso escrito o pronunciado, sea en verso, sea en prosa, debe mirársele como un asunto serio (a la manera de aquellos trozos que se recitan sin discernimiento y sin ánimo de instruir y con el solo objeto de agradar), y que, en efecto, los mejores discursos escritos no son más que una ocasión de reminiscencia para los hombres que ya saben; supóngase que también cree que los discursos destinados a instruir, escritos verdaderamente en el alma, que tienen por objeto lo justo, lo bello, lo bueno, son los únicos donde se encuentran reunidas claridad, perfección y seriedad, y que tales discursos son hijos legítimos de su autor; primero, los que él mismo produce, y luego los hijos o hermanos de los primeros, que nacen en otras almas sin desmentir su origen; y supóngase, en fin, que tal hombre no reconoce más que estos y desecha con desprecio todos los demás; este hombre podrá ser tal, que Fedro y yo desearíamos ser como él.
FEDRO. —Sí, yo lo deseo, y así lo pido a los dioses.
SÓCRATES. —Basta de diversión sobre el arte de hablar; y tú vas a decir a Lisias, que habiendo bajado al arroyo de las ninfas y al asilo de las musas, hemos oído discursos ordenándonos que fuésemos a decir a Lisias y a todos los autores de discursos, después a Homero y a todos los poetas líricos o no líricos, y, en fin, a Solón y a todos los que han escrito discursos del género político, bajo el nombre de leyes, que si, componiendo estas obras, alguno de ellos está seguro de poseer la verdad, y si es capaz de defender lo que ha dicho, cuando se le someta a un serio examen, y de superar sus escritos con sus palabras, no deberá llamarse autor de discursos, sino tomar su nombre de la ciencia a la que se ha consagrado por completo.
FEDRO. —¿Qué nombre quieres darles?
SÓCRATES. —El nombre de sabios, mi querido Fedro, me parece que solo conviene a dios; mejor les vendría el de amigos de la sabiduría, y estaría más en armonía con la debilidad humana.
FEDRO. —Lo que dices es muy racional.
SÓCRATES. —Pero el que no tiene cosa mejor que lo que ha escrito y compuesto con despacio,[41] atormentando su pensamiento y añadiendo y quitando sin cesar, nosotros les dejaremos los nombres de poetas, y de autores de leyes y de discursos.
FEDRO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Cuéntaselo todo esto a tu amigo.
FEDRO. —¿Pero tú qué piensas hacer?, porque tampoco es justo que te olvides de tu amigo.
SÓCRATES. —¿De quién hablas?
FEDRO. —Del precioso Isócrates, ¿qué le dirás?, ¿o qué diremos de él?
SÓCRATES. —Isócrates es aún joven, mi querido Fedro; sin embargo, quiero participarte lo que siento respecto a él.
FEDRO. —Veamos.
SÓCRATES. —Me parece que tiene demasiado ingenio, para comparar su elocuencia con la de Lisias, y tiene un carácter más generoso. No me sorprenderá, que, adelantando en años, sobresalga en la facultad que cultiva, hasta el punto de que sus predecesores parecerán niños a su lado,[42] y que poco contento de sus adelantos, se lance a ocupaciones más altas por una inspiración divina. Porque hay en su alma una disposición natural a las meditaciones filosóficas.[43] He aquí lo que yo tengo que anunciar de parte de los dioses de estas riberas a mi amado Isócrates. Haz tú otro tanto respecto a tu querido Lisias.
FEDRO. —Lo haré, pero marchémonos, porque el aire ha refrescado.
SÓCRATES. —Antes de marchar, dirijamos una plegaria a estos dioses.
FEDRO. —Lo apruebo.
SÓCRATES. —¡Oh Pan y demás divinidades de estas ondas!, dadme la belleza interior del alma, y haced que el exterior en mí esté en armonía con esta belleza espiritual. Que el sabio me parezca siempre rico; y que yo posea solo la riqueza que un hombre sensato puede tener y emplear.
¿Tenemos que hacer algún otro ruego más? Yo no tengo más que pedir.
FEDRO. —Haz los mismos votos por mí; entre amigos todo es común.
SÓCRATES. —Partamos.