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TENGO QUE HABLAR DE MÍ MISMO

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Tengo que hablar de mí mismo: en unas memorias es inevitable. Además de mi apatía e indolencia, exagerada un tanto por mis convecinos los luzarenses para presentarme como un tipo estrambótico, soy un sentimental y un contemplativo.

Me gusta mirar, tengo la avidez en los ojos; me quedaría contemplando horas y horas el pasar una nube o el correr una fuente. Quizá viviendo en tierra se hubiera desarrollado en mí el sentido musical, como en muchos de mis paisanos; en el mar se ha ampliado, se ha alargado mi sentido óptico.

Muchas veces me he figurado ser únicamente dos pupilas, algo como un espejo o una cámara obscura para reflejar la Naturaleza.

Soy, además, al decir de mi familia, un tanto novelero, un tanto curioso y amigo de novedades. Pero, ¿qué es la curiosidad—digo yo para defenderme—sino el deseo de saber, de comprender lo que se ignora?

A mí me gusta ver; y si hay una molestia o un peligro para satisfacer mi curiosidad, no tengo inconveniente en afrontarlo.

Soy también patriota a mi modo, sin sentido tradicional alguno. No conozco la historia de España, y realmente no me preocupa gran cosa. Si me preguntaran quién fué Wamba o Atanagildo, me vería en un gran aprieto; pero, a pesar de no conocer nada o casi nada la historia de mi país, cuando después de un largo viaje he visto desde lejos la costa de España, he sentido siempre una gran impresión.

El recuerdo de la patria, y sobre todo de Lúzaro, de este rincón de la costa vasca donde he nacido y donde vivo, ha estado siempre presente en mi espíritu. No lo considero como un mérito; no tengo esa tendencia exclusivista de las gentes mi pueblo. La tierra para el labrador, el mar para el marino. Discutir si esto es mejor que aquello, me parece una tontería.

Lúzaro me gusta; pero el haber nacido en él, y el que mi familia haya vivido aquí muchos años, no creo constituya ninguna superioridad.

Pienso lo mismo que un masón a quien conocí en Liverpool. Este masón había llegado al grado treinta y tres, o cuarenta y tres, no sé a cuál; pero al más alto de todos. Los días de fiesta, el hombre se ponía el frac, un mandil y una porción de placas y triángulos, se marchaba a la logia y volvía perfectamente borracho. En la casa todo el mundo le admiraba, y el buen señor, que era muy ingenuo, me decía:

—Mi padre me hizo ingresar en la logia a los catorce años; tengo sesenta y cinco y he llegado al último grado. La gente le encuentra a esto mucho mérito, pero yo, la verdad, no le encuentro ninguno.

Era un hombre sencillo el honrado masón.

Lo mismo que aquel albañil de la albañilería celeste, me sucede a mí con el mérito de mi familia de haber vivido mucho tiempo en Lúzaro. Esto no es obstáculo para que me encuentre en mi pueblo como en ningún otro.

Muchas veces, en mi camarote, navegando por el Atlántico o por el mar de las Indias, al pensar en Lúzaro sentía el recuerdo intenso de un monte, de una peña, de un hayal. Veía con la imaginación levantarse Lúzaro sobre el mar, con el río que penetra por su flanco, y veía los montes a un lado y a otro llenos de maizales y de robles.

Entonces me gustaba cantar, en voz baja, zortzicos y sones de tamboril, y, al oírmelos a mí mismo, creía andar por las callejuelas de mi pueblo, oler el olor del heno, contemplar las rocas del Izarra azotadas por el mar, y el cielo azul pálido surcado por nubes blancas.

Se comprende mi entusiasmo por Lúzaro; soy de aquí, y de aquí es toda mi familia. Además, mi vida se puede clasificar en dos períodos: uno el pasado en Lúzaro, en el cual me han ocurrido los hechos más trascendentales y más agradables de mi existencia; otro, el del mar, en que no me ha sucedido nada, por lo menos nada bueno, y en que he vivido con el corazón frío y la retina impresionada.

Mi familia ha sido de Lúzaro, y ha sido de marinos. Sobre todo, por parte de mi madre, por los Aguirres, la genealogía marítima es abundante e inacabable.

Mi padre, Damián de Andía, fué también capitán de barco. Murió en el mar, en el Canal de la Mancha. Una noche, cerca del Finisterre inglés, naufragó la corbeta que mandaba, la Mary-Rose; sólo un marino pudo salvarse.


A pesar de que yo era muy niño, recuerdo bastante bien a mi padre. Era un tipo indiferente y algo burlón; tenía la cara expresiva, los ojos grises, la nariz aguileña, la barba recortada; por mis informes debía ser un tipo parecido a mí, con el mismo fondo de pereza y de tedio marineros; ahora, que no era triste; por el contrario, tenía una fuerte tendencia a la sátira. Sentía una gran estimación por las gentes del Norte, noruegos y dinamarqueses, con quienes había convivido; hablaba bien el inglés, era muy liberal y se reía de las mujeres.

Parecía haber nacido para burlarse de todo y para encogerse de hombros; pero su sátira no encerraba veneno; se reía sin amargura y sin pena.

Era de estos vascos que dejan todo su lastre de intolerancia y de fanatismo al pisar el primer barco. Había echado la sonda en la sima de la estupidez y de la maldad humanas y sabía a qué atenerse.

Mi abuela no se entendía bien con él y arrastraba a su hija, a mi madre, a ponerse en contra de su marido. Sin duda el instinto de suegra le cegaba. Él cedía, riendo, y mi abuela rabiaba.

Cuando mi padre llegaba a Lúzaro se reunía con otros pilotos, marineros y pescadores, y charlaba con ellos, y algunas veces cantaba y alborotaba, en su compañía, por las calles.

Todos los que le conocieron me han asegurado que era un hombre de gran corazón. He sentido siempre una gran pena por no haberle llegado a conocer. Hubiéramos sido buenos amigos.

Mi abuela, doña Celestina de Aguirre, no quería a mi padre; después de pasados muchos años la he oído hablar en contra de él. Es muy triste que el rencor de las personas alcance hasta los muertos; pero, ¿quién no tiene algo de podrido en el alma?

Los motivos de mi abuela para no querer a mi padre eran un tanto lejanos. Mi padre había nacido en Elguea, pueblo rival de Lúzaro. Para mi abuela, las tres millas y media de costa que hay entre Lúzaro y Elguea separan dos mundos aparte: la seriedad de los de Lúzaro, de la petulancia, volubilidad y fatuidad de los de Elguea.

Otra causa de enemistad de doña Celestina para su yerno, provenía de ser mi abuela paterna hija de un quincallero suizo, establecido en Elguea.

Doña Celestina había conocido a la hija del quincallero, en su juventud, cuando las dos eran solteras, y parece que se desarrolló entre ellas una gran antipatía.

Para doña Celestina, la sangre del quincallero suizo me ha perdido; el bazar, con sus aros y sus pelotas de goma, ha perturbado la marcha del severo barco con sus velas y sus anclas. Mi abuela me dijo muchas veces, de chico, que yo salía a mi padre. Entonces no podía comprender bien la terrible acusación encerrada en esta semejanza.

Mi abuela tuvo siempre grandes ambiciones escondidas, el orgullo del nombre, y un amor extraordinario por su abolengo. Para ella, la familia de los Aguirres constituía lo más selecto de la raza, y la profesión de marino, por ser la más frecuente entre los de su estirpe, era aristocrática y distinguida por excelencia.

Doña Celestina, en su fuero interno, debía suponer que las demás familias de Lúzaro, exceptuando dos o tres, habían nacido, como los hongos, entre la hierba, o que quizá sus individuos estaban modelados con el fango del río.

No era fácil convencer a mi orgullosa abuela de que no tenía precisamente una gran trascendencia para el mundo el que un Aguirre apareciera o no apareciera en Lúzaro en el siglo xv. A doña Celestina le parecía todo cuanto se refiriese a los Aguirres de una capital importancia, y no sentía ningún escrúpulo en mentir, si era para mayor gloria de su familia.

De vivir hoy, ¡cómo se hubiera indignado la buena señora con las ideas del médico joven que tenemos en Lúzaro! Este médico es hijo de un camarada de mi infancia, del piloto José Mari Recalde.

Nuestro joven doctor se entretiene ahora en medir cráneos; se ha metido en el osario del Camposanto, y allí anda, ayudado por el enterrador, llenando de perdigones las venerables calaveras de nuestros antepasados, pesándolas y haciendo con ellas una porción de diabluras.

Recalde tiene talento, ha estado en Alemania y sabe mucho; pero yo, la verdad, no creo gran cosa en sus afirmaciones.

Según él, en la raza blanca no hay más que dos tipos: el cabeza redonda y el cabeza larga: Caín y Abel.

El cabeza redonda, Caín, es violento, orgulloso, inquieto, sombrío, minero, aficionado a la música; el cabeza larga, Abel, es tranquilo, plácido, inteligente, agricultor, matemático, hombre de ciencia. Caín es salvaje, Abel, civilizado; Caín es religioso, fanático, reaccionario, adorador de dioses; Abel es observador, progresivo, no le gusta adorar y estudia y contempla.

Para Recalde, yo soy todo lo contrario de lo que era para mi abuela. Según el doctor, la sangre de los Aguirres me ha estropeado; sin la nefasta influencia de esa raza violenta de Caínes de cabeza redonda, yo hubiera sido un hombre de un tipo admirable; pero esa sangre inquieta se ha cruzado en mi camino.

—Usted—me suele decir Recalde—es uno de los tipos verdaderamente europeos que tenemos en Lúzaro. Su abuelo, el suizo, debía ser un dolicocéfalo rubio, un germano puro sin mezcla de celta ni de hombre alpino. Los Andías son de lo mejor de Elguea, del tipo ibérico más selecto. ¡Lástima que se cruzaran con esos Aguirres de cabeza redonda!

—No te preocupes por eso—le suelo decir yo, riendo.

—¡No me he de preocupar!—replica él—. Si usted fuera uno de esos bárbaros de cabeza redonda como mi padre, por ejemplo, yo no le diría a usted nada; pero como no lo es, le recomiendo que tenga usted cuidado con sus hijos y con sus hijas: no les permita usted que se casen con individuos de cabeza redonda.

Verdaderamente sería el colmo de lo cómico impedir a un hijo que se casara con una buena muchacha por tener la cabeza redonda; pero no sería menos cómico oponerse a un matrimonio porque el abuelo del novio o de la novia hubiese sido en su tiempo zapatero o quincallero. En estas cuestiones, los jóvenes suelen tener mejor sentido que los viejos, porque no atienden más que a sus sentimientos.

Contaba una criada de mi casa, la Iñure, que un indiano rico de su pueblo, ex negrero, que estaba muy incomodado porque su hijo quería casarse con una muchacha pobre, hizo a la chica esta advertencia:

—Yo, como tú, no me casaría con mi hijo. Ten en cuenta que yo he sido negrero y que en mi familia ha habido dos personas que fueron ahorcadas.

—Eso no importa—contestó la muchacha—. Gracias a Dios, en mi familia ha habido también muchos ahorcados.

Realmente, esta muchacha discurría muy bien.

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