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LA CASA DE MI ABUELA
ОглавлениеMi madre y yo vivíamos en una casa solitaria, a un cuarto de hora del pueblo, al lado de la carretera. El sitio era alto, claro, abierto y despejado.
La casa tenía balcones a tres fachadas. Desde allí dominábamos toda la ciudad, el puerto hasta la punta de la atalaya, y el mar. Veíamos, a lo lejos, las lanchas cuando entraban y salían, y por delante de nuestra casa pasaba la diligencia de Elguea, que se detenía en la fonda próxima.
En el mirador central de esta casita nuestra, transcurrieron los primeros años de mi infancia.
Los días de temporal, más que una casa, parecía aquello un barco; las puertas y ventanas golpeaban con furia, el viento se lamentaba por las rendijas y chimeneas, gimiendo de una manera fantástica, y las ráfagas de lluvia azotaban furiosamente los cristales.
En la casa vivíamos tres personas: mi madre y yo, y la vieja que había sido nodriza de mi madre, a quien llamábamos la Iñure. Me parece que estoy viendo a esta vieja. Era flaca, acartonada, la boca sin dientes, la cara llena de arrugas, los ojos pequeños y vivos. Vestía siempre de negro, con pañuelo del mismo color en la cabeza, atado con las puntas hacia arriba, como es uso entre las viudas del país.
No creo que la Iñure llegase a decir dos palabras seguidas en castellano; pero, en cambio, se expresaba en vascuence con una rapidez vertiginosa, en tono de persona que reza.
La Iñure tenía una hermana, la Joshepa Iñashi, que era, al mismo tiempo, cerora de la iglesia y mujer del sacristán. La Joshepa Iñashi vivía en una casa antigua y negra, próxima a la parroquia y dependiente de ésta. Como el sacristán era un simple, la cerora disponía lo que había de hacerse en los altares y el color de las casullas. Constantemente estaba consultando el añalejo. Cuando yo iba a casa de la Joshepa Iñashi, con la Iñure, solíamos meternos en la cocina y hacíamos hostias pequeñas y grandes, echando un poco de harina y agua en una plancha y calentándola al fuego.
Mi madre se pasaba casi todo el día con mi abuela; pero no quería ir a vivir con ella, conociendo de sobra el carácter dominador y absorbente de doña Celestina.
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La casa de mi abuela se llamaba Aguirreche, en vascuence, Casa de
Aguirre, y era, y sigue siendo, de las mejores del pueblo.
Tenía el aspecto severo de esos antiguos caserones de piedra del país vasco: el color negro, el tejado muy saliente, una fila de balcones muy espaciados, con los hierros llenos de florones y adornos; encima unas pequeñas ventanas, y un escudo grande en el chaflán.
La casa se hallaba incrustada entre casuchas negras, en la parte más baja de Lúzaro, rodeada de callejuelas tortuosas y húmedas.
En aquella época en que vivía mi abuela, solía verse Aguirreche casi siempre cerrada, lo que producía una impresión de tristeza, mitigada un tanto por las muchas flores que resplandecían en los balcones.
Entrando, se experimentaba una sensación de ahogo y de lobreguez. El zaguán, pintado de azul, era obscuro, con las paredes desconchadas y salitrosas; la escalera, de castaño, torcida y apolillada; en el rellano principal, dentro de una hornacina, brillaba una virgen pintada en tabla, dorada y estofada.
La casa de mi abuela tenía muchos cuartos con puertas de cuarterones, que nunca se abrían. Estos cuartos, de paredes encaladas, con las vigas del techo al descubierto y el piso con grandes tablas obscuras, ya combadas por el tiempo, estaban vacíos.
Mi abuela y mi tía Úrsula se hallaban poseídas por la manía de poner el suelo brillante, y las dos, y una muchacha, solían estar encerándolo y frotándolo hasta dejarlo como un espejo.
En la sala, síntesis y recapitulación de lo más selecto de Aguirreche, el lustre era ya sagrado. Aquel cuarto podía llamarse el altar de la familia; nada gozaba del honor de encontrarse allí si no tenía historia; las sillas de damasco rojo, los dos o tres veladores de laca, el espejo, el cuadro con la ejecutoria de los Aguirres, el arca… De cada cosa de éstas, mi abuela, o mi tía Úrsula, podían hablar media hora.
Del techo de aquella sala colgaba una fragata de marfil y de ébano, con todos sus palos, sus velas y sus cañones correspondientes.
En el sitio de honor, encima del sofá, se veía un dibujo iluminado. Representaba un barco luchando con las olas en medio de un temporal; el capitán aparecía atado al palo mayor, dando órdenes, y sobre el mar embravecido se veían tablas y cubas. El barco éste era La Constancia, fragata que mandó, durante mucho tiempo, el padre de mi abuela.
El dibujo tenía al pie esta inscripción:
«La fragata española La Constancia, al mando de su capitán don Blas de Aguirre, al amanecer del día 3 de febrero de 1793, en el meridiano de la isla Rodrigo, atormentada con mares gruesas del nordeste y sudeste, corriendo un huracán en su viaje de Manila a Cádiz, en el que perdió todos los gallineros de la toldilla, vasijería, cubas y varias tablas de obra muerta.
Pintado por Ant.° de Iturrizar.»
Yo me figuraba antes, recordando las exageraciones de mi abuela, que este cuadro tendría algún valor; pero después he visto que es un grabado de la época, en el cual se ponía al pie una leyenda explicativa, y servía a los marinos vascos de exvoto para llevarlo a la iglesia de Begoña, a la Virgen de Guadalupe o a Nuestra Señora de Iciar.
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A los lados de La Constancia se veían dos grabados en color, con sus respectivas leyendas: «Navío de línea, español, visto a proa de la amura de sotavento, en facha y saludando», decía en uno; en el otro: «Navío español del porte de 112 cañones, fondeado, visto por su medianía o portalón.»
Todavía estos dos grabados siguen haciendo compañía a La Constancia, en donde está mi bisabuelo atado al palo mayor, en el momento en que prometía un cirio a la Virgen de Rota.
Había también en casa de mi abuela, encerrados en marcos de caoba, unos grabados ingleses que representaban la batalla naval entre la fragata inglesa Eurotas y la francesa Clorinda, en 1814. Eran tres: en el primero se veían los dos buques, con las velas desplegadas, que iban acercándose; el segundo fijaba el preciso momento del fragor del combate, y en el último los dos navíos estaban desarbolados, a punto de irse a pique.
Otro cuadro iluminado que gozaba gran estimación en la casa, era uno que tenía en medio la Rosa de los Vientos, y a los lados, todas las banderas, gallardetes y matrículas del mundo.
En una categoría todavía superior estaban dos escapularios grandes que le dieron a mi abuelo las monjas de Santa Clara, de Lúzaro, y a los cuales él puso marco en Cádiz, y le acompañaron en sus viajes y en su vuelta al mundo.
Mi abuela daba una importancia tan extraordinaria a estas cosas, que yo creía que eran del dominio común, y que las hazañas de mi bisabuelo eran tan conocidas como las de Napoleón o las de Nelson.
Había también en la sala una brújula, un barómetro, un termómetro, un catalejo y varios daguerrotipos pálidos, sobre cristal, de primos y parientes lejanos. Recuerdo también un octante antiguo muy grande y muy pesado, de cobre, con la escala para marcar los grados, de hueso.
Sobre la consola solían estar dos cajas de té de la China, una copa tallada en un coco y varios caracoles grandes, de esos del mar de las Indias, con sus volutas nacaradas, que uno creía que guardaban dentro un eco del ruido de las olas.
Lo que más me chocaba y admiraba de toda la sala era una pareja de chinitos, metidos cada uno en un fanal, que movían la cabeza. Tenían caras de porcelana muy expresivas y estaban muy elegantes y peripuestos. El chinito, con su bigote negro afilado y sus ojos torcidos, llevaba en la mano un huevo de avestruz, pintado de rojo; la chinita vestía una túnica azul y tenía un abanico en la mano.
Al movimiento de las pisadas en el suelo, los dos chinitos comenzaban a saludar amablemente, y parecían rivalizar en zalamerías.
Cuando me dejaban entrar en la sala, me pasaba el tiempo mirándolos y diciendo:
—Abuelita, ahora dicen que sí, ahora que no. Ahora sí, ahora no.
[Ilustración]
Mi abuela poseía también un loro, Paquito, que dominaba el diálogo y el monólogo.
Se le preguntaba:
Lorito, ¿eres casado?
Y él contestaba:
Y en Veracruz velado.
A ja jai, ¡qué regalo!
Su monólogo constante era esta retahila de loro de puerto de mar:
¡A babor! ¡A estribor!
¡Buen viaje! ¡Buen pasaje!
¡Fuego! ¡Hurra, lorito!
Yo encontraba en las palabras de aquel pajarraco verde un fondo de ironía que me molestaba. La Iñure me contó que una vez, hace mucho tiempo, un loro que tenía un marino de Elguea lo denunció, y por él se supo que su amo había sido pirata.
A pesar de la ciencia y de las habilidades de todos los de su clase, Paquito me era muy antipático; nunca quería contestarme cuando le preguntaba si era casado, y una vez estuvo a punto de llevarme un dedo de un picotazo. Desde entonces le miraba con rabia, y, de cogerlo por mi cuenta, le hubiera atracado de perejil hasta enviarlo a decir sus relaciones al paraíso de los loros. También tenía mi abuela una caja de música, ya vieja, con un cilindro lleno de púas, a la que se le daba cuerda; pero estaba rota y no funcionaba.