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GERMINACIÓN

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Proceso por el que una semilla o una espora sale de un período de dormición.

Soy payés agroecológico desde hace unos años y, a pesar de haber descubierto mi pasión y de reafirmarla un poco más cada día, tengo la sensación de que cuanto más aprendo, menos sé. Cada cosa nueva que asimilo e interiorizo me abre una puerta al abismo, a la información, a posibilidades inacabables y al infinito, lo que es tan apasionante como asfixiante. Vértigo. Intentaré que estas páginas sirvan para concentrar y sintetizar parte de lo que he aprendido y para allanar el camino hacia este magnífico abismo que es la agricultura y el mundo campesino, así como para transmitir la pasión que me despierta.

Esta pasión por la agricultura nace de la necesidad imperante de averiguar de dónde procede lo que nos hace falta para vivir, en primer lugar, y de los miles de dudas y propuestas nuevas, satisfactorias y emocionantes que surgen a partir de esta primera inercia. Además, la posibilidad de autoabastecerme y no depender de los mercados —¡es solo una idea!— me pareció una propuesta muy coherente para concentrar mis reflexiones, desilusionado como estaba tras mi participación como activista político en ciertos ámbitos y tras ver como la mayor parte de la militancia no practicaba de forma individual las exigencias colectivas. La excesiva tutela paternalista de los estados y la burocracia, que van del brazo con los defensores del economicismo, han reducido la libertad individual y colectiva a un estúpido repertorio de derechos catalogables y, a menudo, más costosos de lo que nos podemos permitir. Consideré que la vida campesina y la autosuficiencia eran un modo adecuado de alcanzar ciertos objetivos sin exigir nada a nadie.

La agricultura va mucho más allá del cultivo de alimentos y vivir de la tierra; es una conexión indudable con la historia de la humanidad y su desarrollo. El trabajo de la tierra, la relación con el entorno, la piedra, la carne o el fuego, el sudor, el agotamiento y el aire en la nuca, la madera, el viento, los dedos entumecidos, el sol, el agua, la vida y la muerte; tiene la inmensa capacidad de obligarnos a aceptar los eventos tal como se producen y a intentar ofrecer lo mejor de nosotros para que se desarrollen como uno espera. Nos ata, pero nos hace libres.

De las pocas cosas que he sacado en claro estos últimos años, la más esencial es haber sido capaz de considerar los problemas como una contingencia que hay que resolver. Cuando no existe ninguna opción realista para corregir los acontecimientos desafortunados que se nos presentan, tenemos que ser capaces de aceptarlos como un tránsito y no como una frustración. Si contamos con diversas posibilidades, escogemos la mejor; si no hay ninguna, el problema se ha terminado.

Los motivos que a veces llevan a un campesino a perder una cosecha son diversos: una helada negra, una granizada, una plaga, una enfermedad que no se ha aprendido a prevenir… Pero en ningún caso la ofuscación cambiará nada. Así que debemos aferrarnos a la posibilidad de salvar lo que se pueda —si es el caso— y a pensar en las mejores opciones para que en los años siguientes no se repita esta situación. El problema de la agricultura, que es al mismo tiempo su gran virtud, es que todo aquello que no funciona, por el motivo que sea, en la temporada actual tendrá que esperar a la siguiente.

La inercia que nos conduce a la impaciencia, al quererlo todo para hoy, fracasa cuando se enfrenta al clima y a los ciclos naturales. Las prisas tienen poco que hacer contra la temperatura, las estaciones, el paso del tiempo o las inclemencias climáticas. Nada es para hoy mismo cuando se trabaja en el campo. Y muchas cosas ni tan siquiera lo son para mañana. Esto puede generar múltiples sensaciones o reacciones según el contexto de la situación y la persona que la padece, pero, sin duda, el tiempo siempre saldrá victorioso. Y creo que, a pesar del riesgo que comporta, este es un valor imprescindible que muchos de nosotros hemos perdido —yo incluido— y que, a mi parecer, debemos recuperar con urgencia.

No sé en qué momento la percepción de los elementos que me rodean ha cambiado o tan solo ha brotado como si hasta ahora hubiera estado hibernando, pero soy consciente de que he experimentado un cambio en lo que respecta a la sensación que me provocan ciertas situaciones cotidianas después de trabajar en contacto con ellas y de querer entender su presencia. La humedad, la hierba mojada a finales de verano y el brillo del rocío a primera hora sobre el verde desvaído y la tierra negra, las puestas de sol breves y rojizas a finales de otoño y la sensación de tranquilidad que transmite el cultivo; la violencia y el caos de la lluvia y del viento, del calor extremo y las épocas de sequía. Contemplar un tomate, un calabacín, cualquier fruto, y percibir todo lo que lo conecta con el universo. La savia que se mueve; las raíces que viajan y hablan entre ellas, que interactúan y absorben el agua repleta de nutrientes disponibles gracias a los miles de seres vivos que forman el suelo; el aire seco y cortante que riza las hojas y que se pasea por todas partes, imperceptible; el sol que calienta las cortezas y la tierra húmeda; el agua que todo lo alimenta y los polinizadores que todo lo conectan. Incluso yo, sembrando las semillas y supervisando su crecimiento. Y todos nosotros al mismo tiempo, en una coordinación perfecta que permite que todo viva y se manifieste a su manera, para después desfallecer y morir, para volver a formar parte de lo que antes ha propiciado la vida, favoreciendo la aparición de más vida.

La relación con la vida y la muerte avanza en una dirección muy diferente de la que hemos establecido en conjunto, me parece, y me planteo este asunto con grandes dificultades para comprenderlo o, al menos, cuestionarlo. La muerte, o la descomposición de un cuerpo en concreto, no debería percibirse como una pérdida, sino como un intercambio o una transformación, una metamorfosis —como ya contemplaba Goethe en su Teoría de la naturaleza—,1 sobre todo si entendemos que el crecimiento no se basa en una mera carrera contra el tiempo ni en un aumento del volumen de los cuerpos y los elementos, sino que implica una transformación permanente, un cambio, que no es mayor ni menor que el de un nacimiento o un deceso.

Esto, aunque sea difícil —o imposible— gestionarlo de igual manera en las diferentes situaciones que el hecho implica —pérdida de un cultivo, una bestia del ganado, un amigo, un familiar, un animal doméstico, bosques o elementos físicos del paisaje con los que mantengamos un estrecho vínculo emocional—, creo que es imprescindible para el desarrollo tanto individual como colectivo y para que aprendamos a relacionarnos con el entorno.

Buena parte de las religiones han contemplado la muerte como un ascenso, un viaje, un desplazamiento hacia lo que en cada caso consideraban que era más o menos cierto o que estaba más o menos de acuerdo con sus contextos históricos; creo que los dioses no son, en general, más que una reducción fácilmente inteligible del Todo, del entorno y el tiempo, y que «reunirse» con los dioses, o «ir» a sus dominios, tras la muerte no es otra cosa que un intercambio o una transformación. Una que trasciende la consciencia y el cuerpo humano —o cualquier otro cuerpo no humano— en una suma de nuevas utilidades post mortem.

La aparición de sentimientos o valores éticos vinculados, sobre todo, a la vida urbana y a la falta de contacto con lo que está vivo y en movimiento, lo dinámico, lejos de permitirnos comprender los procesos naturales en los que estamos inmersos y de los que formamos parte tanto como cualquier otro elemento, los personaliza y les otorga una perspectiva humanizada y sospechosamente antropocéntrica, imperante a pesar de los límites que comporta.

La misma perspectiva —imprescindible, diría, especialmente en el momento en el que vivimos— que nos insta a tratar a los animales y los cultivos con respeto y dignidad, en ocasiones conduce, por desgracia, a una dramatizada defensa de los diferentes seres que habitan nuestro entorno —en especial de los mamíferos, con los que, no por casualidad, nos sentimos identificados—, a los que dotamos de necesidades y sentimientos humanos que, lejos de saber con certeza si en efecto los sienten o sufren, tengo la sensación de que no son más que una proyección de nuestras propias debilidades.

Lo que durante la historia de la humanidad se ha aceptado como un acontecimiento indispensable y equilibrado, la ingestión de carne, que permite que sociedades humanas de todo el mundo se autoabastezcan de alimentos sin depender del transporte, de cadenas comerciales ni de vitaminas sintetizadas, curiosamente, hoy parece suscitar una gran y apasionada confrontación. Esta pasión nos lleva a humanizar a los animales y a tratarlos con una condescendencia dogmática y religiosa más allá de la lógica del respeto y la dignidad. A menudo lo hacemos incluso con una pátina de superioridad moral —ridícula a mi modo de ver, y que, me atrevería a decir, muestra menosprecio hacia los animales que supuestamente defendemos—, cuando los tratamos como seres indefensos y angelicales que debemos proteger como si fueran de cristal.

Con estas palabras no pretendo justificar las prácticas que nos conducen a menospreciar a los animales y vegetales, a privarlos de salud, dignidad y libertad de movimientos y a proporcionarles una alimentación indigna, por no hablar de los devastadores efectos que estas prácticas tienen sobre el medio ambiente y sobre la salud de los que se «benefician» de ellas. Yo mismo arriesgaría mi vida por la mayoría de mis animales. No se puede defender lo indefendible. Pero entiendo que relacionarse con la vida y la muerte de forma continua proporciona una visión probablemente menos personalista de lo que esto implica.

Eliminemos la industria cárnica, sí, y recuperemos los rebaños en el bosque y la cría extensiva, el ganado doméstico y el respeto por los que nos darán la vida. Y, sin querer coartar la opinión de nadie, soy consciente de que la rectitud y el obrar correctamente —la moral— desde la perspectiva humana, en general, dependen de los intereses y los contextos socioeconómicos en los que estas cuestiones se plantean.

Las personas tenemos ideas más brillantes, pésimas o absurdas en función de nuestro entorno, que las condiciona. La moral se vende en la opinión pública. Así, de igual forma que en una región y en una época determinadas el sacrificio ritual de animales, o incluso de personas, se veía con absoluta normalidad y como respuesta a una necesidad, nosotros —el mal llamado «primer mundo»— nos escandalizamos por comer pollos criados en pleno bosque o por labrar con mulas y caballos, mientras esterilizamos a nuestros perros, los llevamos atados, los obligamos a vivir en pisos y los privamos de lo que desean: revolcarse entre heces, perseguir animales —matarlos si es preciso— y reproducirse. Los sistemas de valores mutan y se adaptan a los requerimientos de cada época y de las personas que la habitan, a menudo sin que esto implique ninguna «certeza» científica.

Romper la tierra

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