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1. Todo se trata de relaciones

Como he fundamentado, la necesidad de estar en cercanía con otros seres humanos es radicalmente central. Desde los estudios de apego, nacemos diseñados para interactuar, ser receptivos y comunicarnos con otros; tendemos a configurar en la temprana infancia un patrón estable de relación que incluye formas de pensar, sentir y actuar con otros seres humanos y este patrón tiende a influir en nuestras relaciones adultas, en especial, la vida en pareja.

Me pregunto qué nos está pasando como sociedad que todo lo que estamos haciendo avanza en la dirección contraria. Las personas cada vez se sienten más solas. Todos: los adultos, los adolescentes y los niños. Hay un vacío cada vez más profundo en cada corazón. No están esos otros disponibles para llenar los vacíos del alma. Esos otros están demasiado ocupados, demasiado lejos, demasiado atrasados, demasiado estresados o deprimidos. Todos nosotros somos “esos otros” para alguien y, al mismo tiempo, esos necesitados.

Muchos adultos sobreviven el día haciendo lo que pueden entre lo que “tienen” que hacer, pero sus almas están vacías. Están perdidos en la multitud de los muchos que los rodean sin poder llegar a la intimidad emocional. Varios de ellos incluso no lo notan. Se mantienen lo suficientemente ocupados y activos para no caer en cuenta de sus sentimientos de soledad.

Pienso que muchos factores están produciendo estos efectos: la carrera del éxito que lleva a las personas a enfocarse en objetivos más que en procesos, distrayéndose de cultivar lo importante de cada momento presente; la tecnología que nos atrapa en mentiras sobre los amigos virtuales y nos seduce con su adictividad, alejándonos de la realidad y de las personas que amamos; y cada vez más frecuentes y severos trastornos emocionales, fundados en la infancia, que hacen vivir las relaciones como peligrosas, necesitando levantar murallas de defensa emocional. Los seres humanos estamos alejándonos de nuestro diseño esencial: ser seres relacionales, diseñados para conectarnos con otros seres humanos.

En Japón, hay una aplicación llamada LovePlus4 que genera parejas y citas virtuales, tanto personales como grupales. Rinko Kobayakawa es el personaje símbolo, simula a una chica perfecta. Se comunica a través de la aplicación del celular y es capaz de participar en cualquier actividad que se le incluya, conversar y expresar “emociones” a su dueño. Muchos hombres, algunos, jóvenes y solos, la eligen como pareja e incluso se casan con ella. Otros, llamados Soushoku-Kei, son hombres que no quieren una pareja amorosa real. Para ellos, Rinko es la chica perfecta que sabe lo que quieren oír, que no se queja, no demanda, comparte lo que sea. Es una proyección de ellos mismos. Nos puede parecer aberrante, pero no es tan distinto a las mascotas y amigos virtuales a los que nuestros hijos acceden. De hecho, aunque sean amigos reales compartiendo el mismo juego virtual, la experiencia relacional no puede ser la misma. A través de las pantallas no se conectan los corazones. No hay ojos que mirar ni piel que sentir.

No niego que la tecnología puede ser una aliada muchas veces y en muchos sentidos. Algunos de los padres que asesoro han encontrado en ella una manera de calmar su culpa o ansiedad cuando tienen que viajar y separarse de sus hijos. Les hablan por Facetime, les dejan videos, les hablan por audio o escriben por Whatsapp. Aunque claramente estas herramientas son mejor que nada, es importante asumir que no llenan el vacío de la ausencia. Cuando los padres viajan, por mucho que se hayan comunicado a través de la útil tecnología, sus niños estarán resentidos y ansiosos cuando se reencuentren. Si son pequeños, estarán pegados a sus piernas para evitar una nueva separación; si son más grandes, estarán callados y les costará compartir lo vivido. Algunos expresan su molestia portándose mal o buscan sentirse de nuevo seguros agradando a sus padres. No estoy diciendo que no sea conveniente viajar. Tan sólo estoy hablando del costo que tiene siempre la separación física o emocional, porque todo radica en las relaciones. Podemos evaluar las consecuencias de un viaje o un distanciamiento emocional y apuntar siempre a restaurar la relación, porque ésta es el sustento de nuestras almas.

Todos somos sensibles en extremo a las relaciones con otros, aunque no nos demos cuenta. Las experiencias de abandono o rechazo son vividas como alerta dolorosa y las evitamos a cualquier costo. La razón por la que nos pasa esto es nuestro diseño relacional, desde el cual anhelamos permanecer conectados, especialmente a “alguien” que nos calme y nos complete.

2. La relación primordial

La principal relación que necesitamos es la relación con el Padre. Nos ha creado tan relacionales como Él, para relacionarnos con Él. Muchos ya hemos descubierto que la plenitud sólo se encuentra en una profunda intimidad y conexión con nuestro creador. Pero para llegar a Él, tenemos que vivir todo un proceso relacional que puede tardar nuestra vida entera.

Tengo la certeza de que Dios ha tenido una idea “en mente” al crearnos según este diseño relacional. No puedo creer que sea un “sin sentido” nacer tan vulnerables, necesitados y dependientes para avanzar en nuestro crecimiento hacia mayores grados de independencia y autonomía. Nuestra intuición de padres nos lleva a intentar que nuestros hijos dejen de ser tan dependientes de nosotros e idealmente alcancen la absoluta autogestión de sus vidas.

En este punto necesito aclarar algo. En el campo de psicología clínica, se diferencia a las personas emocionalmente dependientes de las que no lo son. Se refiere a que algunas personas creen necesitar a “un otro” con el que establecen el vínculo dependiente, sintiendo que si no está, no pueden vivir. Por ejemplo, una joven que siente que si su pololo (novio) la deja, ella no podría sobrevivir porque cree que lo necesita como el aire que respira. Muchas personas con estos sentimientos buscan aferrarse a la persona en cuestión haciendo lo que sea necesario para mantenerlos cerca: a costa de anularse, acatar, someterse o lo que sea que se les pida. Y para no ser abandonados pueden desarrollar múltiples habilidades como manipular, llamar la atención o incluso permanecer en necesidad. Más adelante, relacionaré este estado de dependencia emocional con los vínculos tempranos.

Por el contrario, las personas que no son emocionalmente dependientes, sienten que quieren estar con otro, que les hace bien, los edifica, los complementa, pero sin vivirlo como una necesidad vital y, por lo tanto, sin necesidad de desplegar toda clase de trucos para atraer o atrapar al otro. Cuando somos pequeños, depender es natural y es una necesidad vital, pero el crecimiento normal nos hace evolucionar a sentimientos de menor fragilidad emocional. Llegamos a pensar que es posible procurarnos lo que necesitamos y eso nos da seguridad.

Sin que se entienda como contradictorio, en cierto sentido, todos los seres humanos nunca seremos totalmente “independientes”: en el plano emocional siempre necesitaremos de otro ser humano “especial” y “cercano”. En el ámbito de lo saludable, esta necesidad es moderada y realista y no está teñida por un temor irracional al abandono porque, de alguna manera, las relaciones se han registrado como seguras, confiables y predecibles.

En un sentido espiritual, tiendo a pensar que Dios nos ha hecho dependientes emocionalmente, para llegar a depender de Él. Al parecer, todo el proceso de llegar a experimentar la independencia, se trata de ser lo adecuadamente maduros y lo suficientemente listos para elegir depender de manera exclusiva del Padre. Cuando maduramos en la fe y aprendemos a depender de Él, vamos descubriendo la verdadera experiencia de la paz interior. Sin embargo, al mismo tiempo, Él nos alienta a avanzar y a confiar en lo que ya nos ha dicho y nos ha dado.

Cuando no confiamos en Dios, estamos inquietos, nos sentimos desvalidos, solos y en peligro. Yo pienso que estos sentimientos, reeditan los aprendizajes tempranos que experimentamos con las figuras significativas que nos cuidaron. Todos experimentamos momentos en que nos dieron lo que necesitábamos y momentos en que no nos comprendieron o no llegaron a tiempo. Todas estas experiencias, dependiendo del patrón de apego que configuran, son las que favorecen o interfieren en nuestro conocimiento de Dios y nuestra relación con él.

Así me explico la razón por la que Dios mencionó en su mensaje para los padres, que el primer llamado para nosotros es preparar la tierra. La tierra es el corazón de nuestros hijos. Se prepara esencialmente en los primeros 5 años de vida. Aunque te recuerdo que en Dios no hay tiempos límites para hacer ajustes, corregir, completar y restaurar un área que quedó pobremente resuelta.

Entonces, si la relación primordial es con Él y para llegar a esa perfecta relación tenemos que transitar por muchas experiencias relacionales, entiendo el interés del Padre en que éstas sean lo suficientemente edificantes para llevarnos a relaciones saludables, en las cuales confiamos, somos capaces de pedir, esperamos recibir, toleramos la falla del otro, restauramos la relación, etc. Él sabe que transitar en este mundo es difícil y sabe, que por muy fortalecida que esté nuestra relación con Él, no somos sólo seres espirituales, sino que tenemos emociones, pensamientos y necesidades de otros reales, tan de carne y hueso como nosotros mismos. Él sabe el peso que tiene para nosotros una pelea, un rechazo, una palabra de crítica. Él sabe cuánto nos puede aniquilar la carencia afectiva y cuán difícil es avanzar sin personas que nos sostengan o levanten cuando es necesario.

El Padre no está solamente interesado en que tengamos una buena relación con Él, sino en que vivamos en este mundo caído con la suficiente contención de otros que nos sostengan. Esto me lleva a mencionar la relevancia de la familia de la iglesia como un espacio de restauración y de sustitución. Porque aunque la familia nuclear y extendida es la primera fuente relacional, muchos necesitan un espacio nuevo, más completo o sano para madurar y crecer.

No obstante, los que pertenecemos a una congregación, sabemos que somos tan solo una comunidad de pecadores que viven en la gracia. Todos con las mismas carencias y las mismas fallas, hemos encontrado el amor de Dios y estamos dejando que Él nos restaure y nos cambie. Las iglesias no son comunidades perfectas, porque ningún ser humano lo es. Todos estamos siendo trabajados para llegar a serlo el día del encuentro con el Padre. El único secreto que marca la diferencia es cuán dispuestos estamos a ser transformados por Él. Una persona madura en la fe, puede llegar a ser “la persona especial” para otro. Aquella que marca la diferencia, que está cerca, que acompaña, que alienta, que está escuchando atentamente lo que Dios le sopla que el otro necesita.

Muchas personas especiales en una congregación hacen una gran diferencia para ayudar a otros “más pequeños” a encontrar al Padre. Por eso digo que esta familia nueva puede ser el espacio de restauración que Dios provee. Una comunidad de personas que con humildad reconocen su vulnerabilidad y sus fallas, líderes íntegros que se muestran tal y como son. Eso es la clave para ser padres y madres, guías de nuestros hijos, mentores de sus vidas, edificadores de su fe.

3. Relación entre padres e hijos y su impacto

Mi esposo, que es ingeniero, tiene una simple y práctica manera de pensar que admiro mucho porque generalmente ayuda a salir rápido de los conflictos o tomar decisiones de manera más eficaz. Sin embargo, aunque sea una desventaja para mí muchas veces, no me puedo desprender de mi pensamiento divergente que busca más de una solución o perspectiva. Aunque podría haber sido práctica como él, para explicar que hay modelos de relación entre padres e hijos, yo necesito llevarlos a niveles de análisis más complejos. Para los de mente complicada como la mía, será un viaje divertido, pero para los prácticos podría ser un camino un poco escabroso. Pido la sabiduría del Espíritu Santo para animarte a no saltarte los próximos párrafos y comprenderlos con mente amplia.

Para partir facilitando este análisis, explicaré la diferencia entre temperamento, carácter y personalidad más aceptada hoy, a modo de integración de diferentes autores, con una mirada actual y de una manera que nos aporte a los siguientes capítulos.

Dimensión comprensiva de la personalidad


El temperamento es la dimensión más biológica de la personalidad. Tiene un importante componente heredado y se manifiesta inmediatamente en cuanto el niño nace. Viene descrita en su biología a modo de reseteo cerebral y neuroendocrino. En este sentido, en cierto modo, se piensa que no se cambia ni se educa. Algunos autores la describen como la “materia prima” con que se nace y sobre ella vienen a interactuar los sucesos ambientales y relacionales. Diferentes autores describen y definen características del temperamento. Voy a considerar, con algunos mínimos retoques personales —porque me hace mayor sentido—, la lista de características temperamentales de Stella Chess y Alexander Thomas citada por Andrea Cardemil (2017) en su libro Apego Seguro:

Nivel de actividad. Qué tan inquieto y activo versus quieto y pasivo es un niño. En un extremo, tenemos a un bebé que patea y se mueve vigorosamente y un niño que salta, se sube a los sillones y parece no poder estar quieto. En el otro extremo, un bebé que puede ser descrito como una “foto” o un niño que puede pasar horas en la misma posición, lugar o actividad.

Regularidad de sus ritmos biológicos. Qué tan regulares son sus hábitos de sueño, alimentación y evacuación. En un extremo, tenemos a un bebé difícil de organizar sus horarios o predecir sus necesidades y en el otro, un bebé que es constante, que revela patrones estables en el horario que siente sueño, el tiempo que demora en sentir hambre y sus momentos habituales para defecar. O bien, podría ser un niño que a veces se despierta con hambre y otras no, lo mismo que a veces quiere comer cuando llega del jardín y otras no; a veces tiene sueño temprano y otras tarde y va al baño en cualquier momento. En el otro, un bebé o niño tan estable que se le puede conocer y predecir fácilmente.

Enfrentamiento a situaciones nuevas. Cuánto se tiende a aproximar versus alejar de situaciones y estímulos nuevos. En un extremo, podemos ver a un bebé que parece tenso ante personas y situaciones vividas por primera vez y un niño que ante algo nuevo, como por ejemplo, mostrarle un animalito que no conoce, se aleja o se esconde. En el otro extremo, un bebé que no parece asustarse con personas o situaciones nuevas y que frente al animalito se acercaría o lo querría tomar.

Adaptabilidad al cambio. Qué tan rápido se adapta a situaciones nuevas o de cambio versus una necesidad de tiempo mayor para la transición. En un extremo, un bebé o niño que se mostraría afectado de manera sostenida o más duradera por un cambio en la rutina o persona que lo cuida. En otro extremo, un bebé o niño que parecería igual, sin ser afectado, ante un cambio importante en su rutina o cuidadores. Para los niños que tienen dificultad de adaptabilidad, puede ser hasta difícil transitar desde una actividad a otra; por ejemplo, desde dormir a despertarse, desde jugar al tiempo de acostarse.

Sensibilidad a la estimulación. Qué tan sensible es ante los estímulos, lo que está relacionado a sus umbrales de respuesta. En un extremo, los bebés o niños con umbrales bajos, que son muy sensibles y, por tanto, se afectan al tono de voz, al trato, a los ambientes, a los estímulos amenazantes, etc. En el otro extremo, un bebé o niño que parece tener “cuero de chancho” como dice la gente, sin verse afectado por nada.

Intensidad de la respuesta. Qué tan intensa llega a ser la respuesta emocional una vez que percibe el estímulo. En un extremo, tenemos a un bebé que respondería de manera intensa al agua más caliente, un ruido más fuerte, al sueño, hambre o cansancio, o un niño que respondería intensamente ante la menor provocación. En el otro extremo, un bebé o niño que se ve tranquilo y apenas se puede captar que algo le molesta, aunque realmente le afecte.

Estado de ánimo predominante. Qué tan feliz y contento versus serio y analítico tiende a encontrarse. En un extremo, un bebé o niño que se ve serio, que parece mal humorado o pensativo y, por otro, un bebé o niño que sería descrito como “livianito de sangre”, se ve afable y de buen humor.

Persistencia. Qué tanto persiste en una actividad, idea o estado emocional versus si resulta fácil redirigir su atención a otra actividad, idea o emoción. En un extremo, vemos a un bebé que buscará el objeto que se le esconde o que no se distrae con facilidad porque elige seguir en aquello en lo que estaba o un niño que no se da por vencido cuando sobreviene un obstáculo, insiste en una idea, una actividad o un plan. En el otro extremo, un bebé que se olvida fácilmente del objeto o el acceso que se le niega, o un niño que se enfoca en una cosa nueva y abandona el obstáculo o la discusión.

Perceptibilidad. Qué tan atento y perceptivo es ante los estímulos y detalles del entorno. En un extremo, tenemos a un bebé que parece atento a todos los estímulos, sigue todo con la mirada y se puede cambiar fácilmente su foco de atención, o un niño que atiende a todo, incluso al vuelo de la mosca y, por eso, se ve distraído y le cuesta terminar los procesos. En otro extremo, se ve un bebé concentrado y enfocado, difícil de distraer o un niño que se concentra en una actividad por tiempo sostenido porque nada del entorno lo distrae ya que no lo percibe.

Aunque son representaciones extremas y de caricatura, es posible identificar que para cada característica nuestros hijos pueden estar más cerca de algún polo. Estas características de temperamento, son la materia prima.

El carácter, por su parte, es el conjunto de rasgos que se van formando a propósito de la interacción del ambiente y de las relaciones sobre esa materia prima. En este sentido, es educable, adquirido y moldeable. Tiene relación con las experiencias y el aprendizaje.

Finalmente, la personalidad es la integración de los aspectos descritos y de forma más amplia, de todos sus procesos físicos y psíquicos, conscientes e inconscientes, que determina no sólo un modo de ser, sino también un modo de actuar.

Es de sentido común aceptar que la mayor parte del desarrollo de los niños depende tanto de factores biológicos (por ejemplo, la raza, el sexo, aspecto físico, su temperamento o ciertas enfermedades) como de fuerzas ambientales (eventos, experiencias y relaciones con otros seres humanos). Los factores biológicos tienen un peso relativo mayor sobre algunas características; en tanto que el ambiente ejerce una mayor influencia sobre otras, como por ejemplo, el amor al prójimo y la generosidad, que son mediados por procesos mentales complejos como la voluntad y la motivación.

La compleja interacción de lo ambiental comprende aspectos como la cultura, el nivel socioeconómico, la familia extensa y nuclear, la posición específica entre los hermanos o no tenerlos, etc. Todas estas condiciones van configurando un medio en el cual el niño va registrando experiencias y configurando repertorios de conducta, que conformarán otros rasgos de su personalidad.

Sin pretender marear a mis lectores pero sí queriendo profundizar el análisis, diré que también otras características de la personalidad parecen ser producto de la continua interacción de factores biológicos y ambientales, siendo virtualmente imposible separar o estimar correctamente las contribuciones relativas a los dos tipos de determinantes. Por ejemplo, sobre la capacidad intelectual, se ha asumido que se nace con cierto potencial que el ambiente puede favorecer o no para su expresión final, o bien, las tendencias agresivas, que podrían vincularse con mayores niveles de testosterona y mayor nivel de actividad, se entrelazan también con situaciones ambientales como crianza agresiva y estresores presentes.

Todos estos factores, ya sean biológicos o ambientales, están íntima y estrechamente relacionados al conformar un ser individual, con una forma de ser y de comportarse única y particular. A cada paso del desarrollo están interactuando recíprocamente para influir uno y otro en mayor o menor medida para determinar un rasgo de la personalidad. Ellos se retroalimentan de manera circular. Por ejemplo, cuando un niño presenta cierta condición o característica física como nacer ciego o nacer con un pie más corto que el otro, esto influye o predispone el ambiente en el que el niño se va a desenvolver y en las interacciones de sus cuidadores con él.

No tiene sentido alguno, para efectos de la paternidad, entrar a calcular la influencia relativa de cada factor. Sin embargo, es relevante tener presente que están todos estos aspectos involucrados. Nos puede ayudar a comprender, por ejemplo, que si tu hijo es “muy intenso”, tenderás a agotarte, impacientarte, angustiarte o a defenderte de esa intensidad. Si eres consciente, podrás ser más comprensivo e, incluso, regular mejor tus emociones o actitudes, de modo que configures pautas relacionales favorables.

Este mismo análisis complejo e interconectado sirve para comprender en mayor detalle las interacciones recíprocas entre padres e hijos. Las formas de ser de ellos no constituyen factores aislados, sino que cada uno influye sobre el otro formando cadenas de interacciones. Un bebé “llorón” o un hijo rebelde no son hechos aislados, más bien lo podríamos pensar más globalmente, por ejemplo, como un bebé que llora porque no siente satisfechas todas sus necesidades; un hijo rebelde que puede estar queriendo liberarse ante un papá demasiado autoritario. De igual modo, los padres no somos agentes aislados: un papá enojón puede tener una hija inquieta que lo exaspera; o una mamá sobreprotectora, un hijo dependiente que le demanda atención.

Si sumamos los factores ambientales y biológicos de padres e hijos, podríamos considerar que todas las características de éstos entran en interacciones cada vez más complejas. Hay una fina y complicada vinculación entre lo que somos y nuestras interacciones con los demás y viceversa. Cada vez que acudes al llanto de tu hijo(a) o le das un abrazo, estás actuando desde ti como un todo, sumando factores heredados y ambientales de tu vida y él reaccionará hacia a ti, funcionando también como un todo y sumando los factores hereditarios y ambientales de su vida.

Cada uno llega a ser padre o madre con una determinada forma de ser, que es producto de factores complejamente combinados y una historia a su haber. Esta historia es el resultado de la crianza e interacciones con los propios padres, que a su vez tienen ciertas características y traen su propia historia; además, de experiencias vividas fuera del hogar, que quedan también registradas en el cerebro, que es tan plástico y moldeable. Son circuitos, herencias, cadenas. Sin importar el nombre, están presentes.

Bajo esta mirada acuciosa, puedo resaltar la importancia de la relación con los hijos. Porque lo que ellos reciban de nosotros no impactará sólo sus vidas, sino también la de las siguientes generaciones. Así mismo, cualquier mejora en la calidad de la relación, es un aporte que beneficia a nuestros hijos y a las futuras generaciones. Tal y como hay factores que quizás no podemos alterar, hay otros muchos que podemos modificar al ser conscientes y tomar decisiones sabias en relación a lo que descubrimos.

Tu hijo pequeño, tenga meses o algunos años, es un ser desprotegido frente al mundo. Se encuentra en proceso de crecer y le falta mucho por vivir, su proceso de desarrollo está inconcluso y sus experiencias aún no son determinantes. Pocos aspectos podrían ser irreversibles en este momento. Este tiempo es ideal para que tomes consciencia del poder que tienes en tus manos.

No sólo son graves las conductas como los golpes o el maltrato psicológico. Tal vez no has reflexionado sobre el hecho de que si no estableces conexión con tu hijo, o lo regañas duramente, estás influyendo en ese momento e instantáneamente en su proceso de desarrollo y en la conformación de su personalidad, puesto que todo se traduce en experiencias. Del mismo modo ocurre cuando comprendes algo que necesita y que no ha verbalizado o cuando lo perdonas por algo reprobable que hizo. Si piensas en eso, te darás cuenta de que hay un momento para tomar una decisión, un segundo clave para darte cuenta de las consecuencias de tus acciones y en el cual puedes decidir el futuro tuyo y el de tu hijo. En realidad, no es un momento, son miles de momentos cada día. Se dice que “una golondrina no hace verano” y, en cierto sentido, puede ser; pero cada pequeño momento, por sumatoria, llega a ser significativo y quedar registrado en su memoria y su corazón.

Ya he mencionado que tu hijo, incluso si es adolescente, está en alguna parte de su desarrollo inacabado, faltándole mucho aún por recorrer y careciendo de muchos recursos todavía. Tú ya viviste esas etapas y has alcanzado, bien o al menos medianamente, logros importantes: cuentas con un desarrollo motor adecuado que te permite ser independiente y autosuficiente para desenvolverte; manejas perfectamente el lenguaje como para comprender a otros y para comunicar a ellos tus necesidades, opiniones o sentimientos; has adquirido destrezas intelectuales y un pensamiento abstracto que te permiten pensar acerca de las cosas que ves y solucionar problemas a diario; has consolidado tu identidad y sabes quién eres y lo que quieres obtener; estás integrado a una sociedad que te reconoce como parte de ella y te adaptas a sus esquemas; logras la mayor parte de las veces controlar tu conducta y actuar guiado por tus intenciones personales; y posees valores de justicia y conceptos claros del bien y del mal. Adicionalmente, es de esperar que hayas logrado un manejo adecuado de tus emociones y un desarrollo avanzado de tu zona frontal del cerebro que te ayude en la toma de decisiones y otras funciones complejas. Aún si algo de esto no está lo suficientemente resuelto, es probable que a estas alturas de tu vida lo habrás compensado. Lo que falte y te afecte puedes ponerlo en las manos de Dios, porque Él jamás deja una obra inconclusa.

En todo caso, por todo lo que ya has logrado y desarrollado, porque sólo en años ya le llevas la delantera, tú puedes reflexionar lo que tu hijo no puede y pensar más allá y por los dos. Tú puedes, aunque quizás no perfectamente, controlar tu conducta y tolerar la frustración al menos mejor que él. Tú puedes darte cuenta de lo que te está pasando y lo que estás sintiendo con más claridad y certeza que él. También puedes decidir hacer un cambio cuando sea necesario, para tu bien y para el de tu hijo. Él, en cambio, no ha alcanzado un pleno desarrollo en ninguna de estas áreas todavía, por lo que tú tienes ventaja y todas las oportunidades de ganar; y para ello, sólo te hace falta desear lo mejor para tu hijo e incorporar a tu vida nuevas maneras de entender las situaciones y hacer las cosas.

Si tus hijos son mayores de 5 años, puedes creer que todo está dicho, pero no. Para Dios nada está dicho. Aun cuando no hubieras podido (por la razón que fuere) asentar un vínculo de apego seguro, como yo con nuestra hija mayor —como compartí en mi primer libro—, o aun cuando no hayas podido (por la razón que fuere) ayudar a tus hijos a regular sus emociones, hay todavía un cerebro plástico y disponible para ser favorecido divinamente de manera concreta y efectiva. Pero para llegar a intervenir e impactar sus vidas positivamente, necesitamos conectar con ellos y eso puede ser una tarea titánica en estos tiempos.

Pienso que lo que más nos dificulta la misión de conectar con los hijos es nuestra mente tan ocupada. Sin caer en estereotipos y basándome en la diferencia de cerebros de madres y padres, quiero mencionar que las madres estamos frecuentemente pensando en los hijos, pero tendemos a hacerlo orientándonos a la funcionalidad de nuestro “maternaje”; es decir, de satisfacer sus necesidades, primeramente las básicas como la alimentación, la protección y su bienestar físico. Podemos olvidar, entonces, fácilmente sus necesidades de tiempo y conexión sin función y sin objetivo, como simplemente estar juntos. Los padres, por su lado, pueden disociarse con facilidad, así que cuando están ocupados en otros asuntos se pueden olvidar de todo lo que involucra a los hijos. Estos tiempos actuales están siendo extremadamente demandantes para todos y el cansancio y el estrés pueden ser abrumadores.

Asumiendo la realidad de que no es posible lograr conexión, es decir, momentos de calidad relacional con los hijos, sin tener tiempo disponible, antes de adentrarme en las profundidades del apego seguro y de la regulación emocional, quiero desarrollar un piso básico, suficientemente firme de posibilidades de intercambio y momentos relacionales con los hijos. Para ello voy a detenerme a explicar algunos conceptos que he desarrollado desde mi experiencia clínica y que se basan en la observación de las interacciones y la comunicación entre padres e hijos.

Podría ser un ejercicio personal enriquecedor que antes de entrar al ítem siguiente puedas reflexionar acerca de tus características personales y las de tus hijos, con una mirada amplia —como vimos— y reflexionar acerca de cómo están interactuando éstas en la actualidad con ellos.

4. Tipos de interacciones y niveles de comunicación

Quiero profundizar aquí algunas ideas sobre la relación con los hijos y cómo ésta se logra construir de manera firme y cercana. He compartido estas ideas en artículos y charlas para padres, pero mi objetivo aquí es sistematizar la información para conectar esta necesidad de interacción emocional profunda de todo ser humano, enfocándome en los hijos y considerando la vida real y agitada que usualmente hoy llevamos los padres.

Existen muchos momentos de interacción con los hijos a lo largo de cada día. Describiré los tipos de momentos en que los padres interactúan con sus hijos proponiendo una clasificación que permita analizar las variadas expresiones de éstos en la vida familiar y los efectos que conllevan en la vida emocional de los hijos. En general, se requiere de dicha variedad para que los hijos se sientan plenos, puesto que cada tipo de interacción llena distintos aspectos de su ser, como parte de la familia y como hijo.

La diferencia en la personalidad de los hijos, que define sus necesidades más específicas, hace que algunos de estos tipos de interacción puedan ser más relevantes que otros y que su carencia o merma pueda tener un efecto negativo mayor.

A continuación, describo los tipos de interacción entre padres e hijos de una forma general que aplica a los hijos de todas las edades; sin embargo, queda implícito que la edad específica de los hijos aporta un matiz adicional del modo en que son vividas estas interacciones. Voy a compartir, a modo de ejemplo, las experiencias de mi última semana con mi hija de 22 años y mi hijo de 9, a fin de ampliar la comprensión de cada categoría, de profundizar la complejidad de nuestra vida de padres con acontecimientos reales y de motivarte a hacer tu propio análisis de las interacciones con tus hijos.

Tipos de interacción con los hijos

a) Interacciones de presencia

Son aquellas en que el hijo sabe que su padre o madre está presente en casa aunque no conversen ni se encuentren de manera alguna. Estar cerca de otro ser humano da una sensación sutil de seguridad y compañía, más aún si se trata del padre/madre, que son su figura de mayor seguridad. Los hijos suelen sentir que estando sus padres cuentan con protección y vigilancia atenta. Los padres pueden favorecer esa sensación haciendo notar su presencia con ruido, procurando conversar esporádicamente y evitando encerrarse en su dormitorio o zona de trabajo pasando inadvertidos. Cuando los padres pasan mucho tiempo fuera de casa, este sentimiento se seguridad y compañía se afecta, dependiendo de la edad y personalidad de sus hijos.

Mi hija, que está en sus rotaciones de práctica clínica como nutricionista, pasó esta semana más tiempo en casa del habitual; sin embargo, aunque yo pasé mucho tiempo en casa, estaba trabajando mucho. Yo sé que le aportaba saber que yo estaba allí, aunque estuviera ocupada. A veces, la saludé o le hice alguna pregunta trivial en mis recreos de trabajo para hacerme notar.

Mi hijo tiene una larga jornada de clases porque asiste a talleres extraprogramáticos. El poco tiempo que pasamos juntos durante los días hábiles, correspondió más a interacciones de las categorías siguientes. Sin embargo, en algunos momentos, yo estaba en la cocina y él tranquilo en su pieza haciendo algo personal con la seguridad de mi presencia en casa.

b) Interacciones de hábitos

Son los momentos habituales en que, por costumbre, los padres y los hijos se “encuentran” en algún momento o actividad, ya sea que conversen o no. Por ejemplo, cruzarse al instante de salir o entrar a la cocina, tomar desayuno o bajar juntos en el ascensor. Un padre puede aprovechar estos breves momentos para expresar cariño físico o reforzar, alentar, animar y destacar las cualidades de su hijo. Si estos transitorios instantes se usan para corregir o expresar enojo, reclamos u órdenes, se vuelven desagradables y los hijos comienzan a evitarlos (deja de tomar desayuno o baja por las escaleras en vez de usar el ascensor junto a sus padres). Estas interacciones son necesarias, dan la idea de que “eres parte de su vida” y que de algún modo “te encuentra” cerca.

Esta semana, como es habitual, tomo desayuno con mi hijo sentados a la mesa. Aunque sea corto, trato de que sea un momento tranquilo. Nos encontramos también mientras él alimenta a su mascota y yo preparo su almuerzo y en el auto mientras lo llevo y lo recojo del colegio. Lamentablemente, noté que desaproveché muchos de estos momentos, en especial los de la mañana, con órdenes respecto a sus responsabilidades o lo que espero que haga para salir a tiempo de casa.

Con mi hija nos encontramos menos haciendo algo al mismo tiempo, porque ella tiene otro orden para hacer sus rutinas. En algunas ocasiones nos encontramos en los pasillos o la escalera o haciendo algo en la cocina al mismo tiempo. Siempre fue una interacción cordial, no obstante, algunas veces me descubrí recordándole algo que tenía que hacer.

c) Interacciones de equipo

Son los momentos en que padres e hijos realizan juntos tareas de equipo como, por ejemplo, preparar juntos una cena, hacer una cama, retirar la mesa o guardar la mercadería comprada. Estos momentos son muy útiles para generar en ambos un sentido de complicidad, unidad y apoyo. Los padres pueden favorecer el vínculo y además formar a sus hijos si aprovechan estos espacios cotidianos para agradecer, destacar actitudes positivas y mostrarse afectuosos, amables y cooperadores. Si estos momentos se vuelven tensos y los padres los usan para reclamar, dirigir o criticar, la relación se deteriora y los hijos comienzan a buscar excusas para desligarse de ellos o participan enojados, procurando cumplir rápido la tarea para irse.

Con mi hija tuvimos algunos momentos espontáneos de ser equipo a fin de lograr que su hermano se apurara. De hecho, observo que en ocasiones asume un rol importante de apoyo. También trabajó para mí (remuneradamente) realizando un trabajo de búsqueda de actualizaciones en ciertos temas que me interesaban, lo que nos dio la oportunidad de ser equipo coordinando los temas.

Con mi hijo, noto que en general tenemos pocos momentos de este tipo; no obstante, esta semana lo ayudé a cuidar a su mascota y preparamos juntos algunas cosas para el colegio.

d) Interacciones de distensión

Son los momentos en que padres e hijos hacen juntos algo que los relaja, los distrae y entretiene; por ejemplo, ver una película, participar de un juego familiar, ver videos chistosos en internet, jugar a la pelota, etc. Estas instancias generan de manera espontánea sentimientos de cercanía y agrado, aumentan las ganas de estar juntos y atenúan los conflictos o dificultades pendientes. Algunos padres fomentan poco estas valiosas oportunidades de cercanía o se excluyen de ellas. Sin embargo, son altamente favorables para la relación con los hijos, por lo que vale la pena vencer el desgano, la seriedad, el estar tan ocupados y el cansancio para generar, participar y disfrutar de estos espacios.

Al hacer este ejercicio, observé que esta semana tuve con mi hijo menos momentos de diversión que lo habitual. Es frecuente que pasemos algún tiempo jugando a algún juego de mesa. Así que pienso que esta semana quedé al debe con diversión. Solamente vimos algunos videos divertidos de la hermana mayor, ya casada, que nos hicieron reír.

Con mi hija, pasamos momentos divertidos observando, comentando y riéndonos de los jugueteos de su gatita. También salimos a comprar algo que necesitaba y vimos una película con el papá y su pololo.

e) Interacciones de conversación

Son los momentos en que padres e hijos hablan sobre algún tema, ya sea de índole general o personal, en relación con ellos o terceros. Por ejemplo, cuando los padres preguntan por el día, cuando conversan de la prima accidentada, sobre planificar unas vacaciones o asuntos domésticos. Permite conocer aspectos del otro y de acuerdo a su nivel de profundidad, conectar con sus pensamientos y sentimientos. Habitualmente los padres usan estos momentos para recopilar información y dar dirección a sus hijos, lo que pudiera causar en ellos una tendencia a poner barreras. Sin embargo, existen estrategias para favorecer estos espacios, preguntando de maneras adecuadas y expresando las ideas de un modo que no genere interferencia. Los padres pueden sacar más partido a estos momentos desarrollando sus propias habilidades comunicacionales y siendo más sutiles al tratar de saber más sobre los hijos o cuando quieren transmitir enseñanzas.

Con mi hija mayor, tuvimos muchos momentos de conversación sobre la familia, su pasantía presente y la que sigue, su relación de pololeo, su gatita, la logística de la casa, los sermones de su iglesia y la mía y otras cosas varias. Con mi hijo conversamos cada día acerca de su jornada escolar y también acerca de sus actividades de interés, como su reunión de scout y el campamento que viene, me mostró sus nuevos trucos de magia y a veces me contó el secreto que escondían.

f) Interacciones de intimidad

Son los momentos en los que los padres e hijos se comunican íntimamente. Pueden comunicarse de manera hablada o simplemente estando juntos; pero implica necesariamente una conexión profunda que sólo se logra al compartir sentimientos muy íntimos. Por ejemplo, cuando hablan de sus temores, de sus inseguridades o conflictos más profundos, cuando expresan una honda necesidad o cuando se dan un abrazo genuino lleno de amor. Esta interacción requiere madurez emocional, entrega y varias habilidades interpersonales, que no siempre se han desarrollado adecuadamente. Este tipo de acontecimientos de tanto valor es menos frecuente y requiere de tiempo en los otros tipos de interacción para un avance en escala hasta niveles más profundos. Su presencia en la relación padre–hijo aporta el verdadero conocimiento del uno y del otro y permite experimentar un auténtico sentimiento de llenura y plenitud con otro ser humano. Los padres son los encargados y responsables de favorecer que este nivel se alcance, puesto que los hijos no han desarrollado aún todas sus habilidades interpersonales.

Esta semana tuvimos bellos momentos de cercanía con mi hija. Hubo un par de veces en que me compartió algunos sentimientos personales, le di besitos de despedida algunos días y, en una ocasión especial, vencí mi cansancio para pasar a su pieza y conversamos largo rato sobre algunas decisiones familiares y algunos asuntos de ella. Así que, como es grande, la relación suele ser de mucho intercambio y ambas logramos expresarnos y conectarnos profundamente.

Con mi hijo hay diarios abrazos y despedidas con besitos. Es una forma importante de conectarnos y expresarnos amor. También hablamos de cosas profundas en dos ocasiones, una cuando me expresó lo entusiasmado que estaba por su campamento que viene y me dejó saber algunas cosas que lo aburren o lo cansan. Se sintió libre para expresarme cuando no quería hacer algo o estaba desanimado.


La descripción de estos tipos de interacción te puede ayudar a examinar el patrón actual de interacción con tus hijos. ¿Qué tipo de interacción con tus hijos está predominando? ¿Cuál está faltando o notas que se da con menor frecuencia?

Aunque todos estos tipos suelen estar presentes, la personalidad especial de cada padre, favorecerá o dificultará algunas de las instancias descritas. En ocasiones, un padre o madre se “especializa” en un cierto tipo de interacción, lo que puede llevar a descuidar otros. De manera inadvertida, a veces la pareja parental se compensa, de modo que uno de los progenitores suple lo que al otro le falta. Sin embargo, puesto que cada padre aporta un aspecto relevante y la relación padre–hijo es personal, si un padre identifica ausencia de alguno de estos tipos, es beneficioso que haga un esfuerzo voluntario e intencionado para realizar un cambio en favor de la relación y un vínculo más cercano con sus hijos. Siempre es posible crecer y fortalecer el rol parental.

Desde otra perspectiva, me hace sentido analizar los momentos con los hijos de acuerdo a su nivel de profundidad en la conexión emocional. Los niveles que se pueden alcanzar en la comunicación con los hijos son pensados especialmente en las interacciones de conversación y las de intimidad, por cuanto ellas son una vía potencial para llegar a niveles profundos que sean hondamente satisfactorios y constructores de cercanía afectiva con los hijos. Mantener la conexión con ellos, de corazón a corazón, se trata de saber llegar a comunicarse en niveles más profundos. Pero como los hijos se encuentran aún en proceso de desarrollo y formación, son los padres los encargados de encausar las interacciones hacia la intimidad afectiva. Esto puede ser difícil para algunos padres o en algunos periodos de la vida de los hijos, por ejemplo, en la adolescencia. Sin embargo, ésta es mi misión principal: animarte y desafiarte a que Dios te revele cosas nuevas y te lleve más alto y más lejos en tu vida de padre o madre.

Niveles de comunicación con los hijos

Describiré a continuación mis postulados sobre los niveles de comunicación con los hijos, partiendo desde los niveles menos profundos, aunque no menos importantes, porque —como señalé— aquí ya nos encontramos con interacciones de conversación e intimidad, por tanto hay al menos cierta cercanía afectiva.

Quiero mencionar también que es difícil llegar directamente al nivel más profundo. Habitualmente es clave ir rondando los niveles más superficiales para generar confianza y un clima de interés que favorece y permite la apertura del corazón y el permiso a la vulnerabilidad. Siempre es difícil compartir los sentimientos más profundos y, por eso, es tan necesario un piso básico de confianza, receptividad y apertura. Es necesario saber que al otro le interesa escucharte, que le importa lo que digas y desea comprenderte.

a) Nivel 5: “Lo que yo veo”

Es el nivel más superficial. Se encuentra en las interacciones de conversación o en cualquier otra situación donde se pueda conversar. El tema es un hecho o circunstancia que se relata sobre otras personas o situaciones externas que se observan. Aportan un espacio para compartir las experiencias o acontecimientos que se observan del mundo o de los otros y son una prueba para llegar a niveles más profundos. Un padre astuto puede pesquisar datos desde sutiles evidencias. Por ejemplo, si un hijo dice “en la fiesta estaban todos fumando y nadie les decía nada”, quizá está buscando una oportunidad para investigar tu parecer acerca de ese comportamiento. Este nivel no es profundo porque no devela quién es el otro a simple vista y sólo permite hacerse hipótesis con poco sustento en evidencias y con un alto margen de error. Sin embargo, sin transitar por él, suele ser difícil llegar a los demás niveles. Un padre puede avanzar al nivel siguiente haciendo preguntas, cuando perciba que su hijo es receptivo y sea un buen momento para hacerlo.

b) Nivel 4: “Lo que yo vivo”

Es un nivel un poco más profundo, que también es posible de alcanzar en momentos de conversación, en los cuales padres e hijos cuentan acerca de algo que les ha acontecido. El tema aquí es un suceso personal, no de terceros, que es relatado al menos descriptivamente, aunque no implique reporte emocional. Un espacio construido para contarse mutuamente lo que se vive, permite a los hijos sentirse importantes a través de ser escuchados. Los padres pueden desaprovechar estos momentos cuando se muestran desatentos o distraídos o cuando interrumpen o aportan opiniones o sugerencias antes del tiempo suficiente para que el hijo se exprese. Algunos hijos suelen parecer estar muy bien entrenados para detectar el interés de los padres y se retraen si no tienen la seguridad de haber despertado interés. Otros parecen hablar y hablar a modo de desahogo, dando la impresión de que no les importara si se les escucha, como soltando palabras al viento. Los padres pueden llegar a creer que los hijos no están esperando tanta atención o que los temas no son relevantes. Sin embargo, he constatado que cuando no se ha construido bien la atención y el interés en este nivel de comunicación, posteriormente, cuando se llega a necesitar que el hijo cuente lo que está viviendo, es difícil lograrlo. Dicho de otra forma, se necesita una historia de experiencias previas en que el hijo sepa que su padre lo escuchaba, habiendo comprobado que sus asuntos son importantes, para que ese hijo comparta algo que realmente para su padre es importante saber.

c) Nivel 3: “Lo que yo pienso”

Es un nivel algo más profundo. Se encuentra en las interacciones de conversación o en situaciones donde se esté conversando. El tema es una idea u opinión del emisor sobre un acontecimiento del mundo, sobre otros o sobre sí mismos. Es más profundo, puesto que sí implica una revelación, pero sólo referente a pensamientos, sin “riesgo” de mostrar más allá. Es un gran momento para que los hijos se sepan escuchados, comprendidos, conocidos y respetados en sus opiniones o ideas sobre el mundo, los otros o sí mismos. Los padres sabios privilegian el escuchar las opiniones de sus hijos, antes que expresar las propias. Sin embargo, muchas veces, los padres tienden a dar sus puntos de vista más de lo que buscan escuchar los de sus hijos, de manera que éstos se aburren de atender a los padres y de sentirse no escuchados. Para que este nivel sea de mayor provecho, es conveniente que se dé espacio de expresión a ambos interlocutores y, especialmente, que los padres expresen interés por conocer las ideas de sus hijos y las respeten (aunque no opinen igual).

d) Nivel 2: “Lo que yo siento”

Involucra la expresión de sentimientos, por lo que se ha avanzado a la interacción de intimidad. Son los momentos en que los padres e hijos hablan de lo que sienten. Hay revelación y se sienten vulnerables, por lo que sólo se llega aquí cuando hay confianza y apertura. Puede llegar a expresarse temores, necesidades o conflictos profundos, que son de más difícil acceso, por lo que se requiere autoconocimiento y mucha reflexión. Estos espacios brindan la experiencia de una relación segura donde se puede mostrar vulnerabilidad y ser aceptado incondicionalmente. Los hijos se animan a expresar sentimientos cuando encuentran dicho espacio y los padres construyen los momentos propicios. Los padres facilitadores de este nivel suelen ser muy respetuosos de los sentimientos y ritmos de sus hijos y tienen la habilidad de plantear hechos combinados con hipótesis, de modo que el hijo pueda llegar a identificar los sentimientos que movilizan sus conductas. Por ejemplo, mostrándole su miedo de que los compañeros lo rechacen si opina algo diferente a ellos. Para ayudarlos a reflexionar o entenderse mejor, se puede cruzar el puente estratégicamente, haciendo preguntas directas después de haber construido un piso de acogida, por ejemplo: “Sé que has estado discutiendo con tu amiga, ¿cómo te sientes ahora?”. Los padres sabios se esfuerzan por no juzgar, criticar o promover la culpa, porque comprenden que los sentimientos surgen solos y que no se pueden cambiar a voluntad. Llegar a este nivel les brinda la oportunidad de enterarse de lo que sus hijos están sintiendo y de hacer algo por ellos cuando se requiera.

e) NIVEL 1: “Lo que yo siento contigo”

Se puede haber llegado al nivel profundo de expresión de sentimientos, pero éstos pueden estar aún referidos a lo que le pasa a uno frente a otros o frente a una circunstancia específica. Mas, cuando el tema es la misma relación y se expresa al otro lo que se siente —especialmente lo que se teme o necesita del otro—, se ha llegado a la máxima profundidad. Por ejemplo, se da cuando en un momento especial, de riqueza afectiva, un hijo consigue decir “has estado poco en casa este último mes, me he sentido solo y enojado” o “a veces no te busco porque temo que me rechaces”. Alcanzar este nivel no es fácil, porque requiere conocimiento de uno mismo, claridad y mucha valentía para expresarse. También depende mucho de las habilidades interpersonales con que se cuente, así como de la capacidad de autoanálisis. A los hijos les brinda una experiencia de crecimiento relacional, mayor confianza y seguridad sobre la expresión de emociones, lo que pueden extrapolar a otras relaciones. En el fondo, se modela una forma de relacionarse que es madura y saludable. Este nivel permite a los padres saber lo que sienten sus hijos en relación con ellos y es una poderosa oportunidad para ser conscientes de lo que va bien, así como de lo que pueden mejorar o fortalecer.

Haciendo un análisis de estos niveles en la relación con mis hijos esta semana recién pasada, pude observar que hubo momentos bien variados. Transitamos por todos los niveles y con los dos, al menos esta semana, llegamos a niveles más profundos. Observé el nivel 2 cuando mi hija me contó que se sentía tranquila frente a la pasantía que viene, pero con sentimientos encontrados porque le demandará más tiempo fuera de casa. Por un lado, me expresó que le alegraba el hecho de que estaría más ocupada y saliendo más de casa; pero por otro lado, eso mismo la pone triste porque implica dejar más tiempo a su gatita sola. Llegamos al nivel 1 un día en que le recordé algo que tenía que hacer y ella me expresó firmemente que no le gustaba que le dijera cómo tenía que hacer las cosas. Esto es posible porque en nuestra relación hay confianza y ella sabe que me puede decir lo que piensa y siente sin que yo me “ofenda”, aunque de hecho, a veces me ofende realmente. Ella sabe que aunque algo me duela, no destruye nuestra relación ni me desmorona a mí.

Con mi hijo, hubo momentos en que él me expresó, como niño simple y honesto que es, algunos de sus sentimientos respecto a las rutinas y responsabilidades. Y para mí el momento más profundo con él fue cuando me puse a su altura (él estando sentado), lo miré a los ojos y le expresé con lágrimas lo difícil que me estaba resultando supervisar todos los aspectos de su tratamiento alimentario y cuidados de su piel atópica. Le dije claramente que no quería ser el “carabinero” que lo supervisaba y que necesitaba sentirme sólo como la mami que lo amaba, junto con pedirle con toda firmeza que me ayude y se haga más cargo de su tratamiento.

Como pueden observar, tanto padres como hijos pueden llegar a expresarse en este nivel acerca de la relación.


Los niveles que planteo, forman un continuo en el que se transita de ida y vuelta. A veces, se avanza hasta el final, muchas veces se queda en el medio. Una buena comunicación no implica que el objetivo sea llegar siempre al nivel más profundo, ese es un momento reservado para las ocasiones especiales. Sin embargo, es relevante saber llegar, porque si nunca se logra hablar de la relación, no se dan claves al otro para dirigir las conductas y favorecer el vínculo.

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