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Nota introductoria
Оглавление"Los poetas —escribió Octavio Paz a propósito de Fernando Pessoa— no tienen biografía. Su obra es su biografía". Pura López Colomé no es la excepción. Los datos de su vida se reducen a un puñado. Nació en la Ciudad de México en 1952. Su infancia se repartió entre esa ciudad y la península de Yucatán, de donde su familia es originaria. A la muerte de su madre, cuando tenía 11 años, su padre la envió a Dakota, EU, a un internado de monjas benedictinas. Aprendió inglés, alemán, latín, canto. Dio clases de idiomas y en la unam estudió Letras Hispánicas. Se casó con el bioquímico Alberto Darszon con quien tuvo dos hijos y con quien vive en una casa construida en el boscoso camino que de Cuernavaca lleva a Chalma. Editora, ensayista, traductora y poeta suele dedicarle una parte de su vida a cantar en coros.
Su verdadera vida, sin embargo, está en su obra que inició precisamente en su estancia en Dakota. La tradición benedictina, que preservó en la escritura la memoria de la antigüedad y cultiva uno de los cantos más sagrados del mundo cristiano, el gregoriano, fue su cuna. Allí, además de leer, traducir a Emily Dickinson, a W. B Yeats y a Patrick Kavanagh (con el tiempo traducirá a Hilda Doolittle, a Robert Hass y al premio Nobel Seamus Heaney, de quien fue amiga entrañable), comenzó a escribir sus primeros poemas que, arropados por el monacato están indisociablemente unidos al canto. Poesía y canto son en Pura una misma cosa. Lo es también su exquisito sentido de la palabra.
Para Pura, la palabra no es como suele entenderse, una unidad léxica constituida de sonidos articulados y significantes con la que nos comunicamos. Su experiencia es la del Logos, con el que, según Juan el Evangelista y la tradición judeocristiana. Dios creó al mundo, una palabra que habla en el lenguaje, pero que viene y está más allá de él. Semejante al profeta hebreo, el nabi, el que "habla en nombre de", y sobre el que aliento de yhwh sopla, y al poeta griego (el aedo, el rapsoda, "el que zurce") que, poseído por un daimon —un intermediario entre los dioses y los hombres— se deja llevar por él en su palabra —o por los recuerdos que Mnemosina y sus hijas, las Musas le susurran—, Pura vive y experimenta la poesía como una realidad sagrada que no sólo nos trasciende, sino que revela significados profundos que la reducción de la palabra a elementos puramente racionales y, en el peor de los casos, comunicativos, ha oscurecido y olvidado. A diferencia de ellos, sin embargo, no sabe ya nombrar su procedencia. Hija de un mundo del que la palabra de yhwh fue desalojada, en el que el daimon, Mnemosina y las Musas fueron reducidas a fábulas y el Logos encarnado a explicaciones teológicas, ese que habla en ella y que no sabe cómo nombrar, está muy cerca del vacío budista, del Nadie de Paul Celan —uno de sus poetas tutelares— o de la Nada de Eckhart, que Pura llama "tú".
Una imagen arquitectónica podría ilustrarlo mejor. En los tímpanos de las iglesias románicas hay un óvalo en forma de almendra que la tradición cristiana llama "mandorla". Dentro de ella aparece el Pantocrator —el Verbo, Cristo, resucitado en su trono—. Desde que la Iglesia asesinó en su nombre y el racionalismo lo sepultó bajo capas de interpretación, la "mandorla", dice un poema de Paul Celan, está vacía - "En la almendra [...]/ la Nada" Es un óvalo abierto a un misterio, un umbral que, pese a haber perdido el rostro y el nombre, continúa comunicando la claridad de su Palabra: "Me entraste al fondo de tu noche ebrio/ de claridad.// Mandorla", dice José Ángel Valente.
Imagino el interior de Pura como una mandorla vada, oscura como la noche de Juan de la Cruz, por la que sopla el aliento del "tú" y llena de sentido sus palabras. Nada, para Pura, escapa a él. Vuelta mandorla desde que el mundo benedictino la acogió, su vida entera, semejante a la Pitia de la antigüedad, al profeta hebreo, al monje y al místico ha estado a su servicio. Ese aliento del "tú" aparece lo mismo en sus poemas que en sus traducdones; lo mismo en su conversación que en su vida. A través de él, el pasado, el presente, la infancia, la muerte, el dolor, el mundo que ha rodeado a la poeta y la rodea, se transfigura y adquiere su substancia primera. Es como el viento, del que Jesús habla a Zaqueo (Jn. 3: 8:21), que sopla donde quiera, que escuchamos asombrados y que ya no sabemos de dónde viene y a dónde va, pero que limpia, sana, devuelve al mundo su transparencia. Quizá su poema más revelador en este sentido, lo que yo llamaría su ars poética, sea "La muerte del beso", incluido en esta antología, donde la Fons, la "Fuente", en el sentido de Juan de la Cruz (cuyo origen, como el viento, nadie conoce, "pues no le tiene", pero que riega y fecunda todo) dialoga con el (higo, el "Origen" que es el tiempo de la vida de la poeta y su palabra.
Ese aliento del "tú", del que están hecha la vida, los poemas y las traducciones de Pura, no tiene ya, por desgracia, el poder que tenía en la antigüedad de refundar el mundo. La poesía de Pura, como la de todos los poetas, ha sido relegada al espacio "monástico" de los recintos culturales y de las ediciones limitadas. Pero como en los monasterios pervive para aquellos que teniendo ojos saben todavía ver y teniendo oídos saben todavía escuchar.
La poesía de Pura es en este sentido de una exigencia que sólo se encuentra en los grandes poetas y en místicos de la estirpe de Eckhart y de Juan de la Cruz. No apela a la razón, sino a un saber que está más allá de ella, en esa Fons donde, dice "La muerte del beso": "tras los velos de silencio/ del lecho de la cámara profunda/ se escucha la palabra del Amado:/ soplo... breath... soplo."
Para entenderla, en el sentido del saber y del sabor, hay que leerla una y otra vez en voz alta, salmodiarla, cantarla, como lo hacen los monjes y las monjas con el gregoriano, de manera llana, simple, monódica, hasta descascarar sus palabras y sentir resonar el aliento del "tú".
Javier Sicilia
Barranca de Acapantzingo,
en el quinto mes de la pandemia.