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ОглавлениеII. EL MUNDO SEGÚN LOS EGIPCIOS
1. CONTEXTO INICIAL
Si deseamos trazar una historia de las interpretaciones que hoy nos constituyen, y de aquellas que nos constituyeron en el pasado, es difícil ir más lejos del Egipto Antiguo. Allí se inician la escritura y sofisticadas manifestaciones artísticas capaces de comunicarnos, a los seres humanos del presente, algo sobre el mundo interpretativo que entonces existía. Antes de eso los rastros que encontramos están constituidos por fósiles y por algunos artefactos y herramientas muy rudimentarias, que aunque nos entregan información valiosa sobre la vida en épocas más remotas, poco nos dicen sobre las concepciones que entonces suscribía nuestra especie. Quizás más adelante encontremos formas de ir todavía más lejos en el desarrollo de una historia de la cultura. Actualmente, por desgracia, es poco lo que logramos cuando nos adentramos en un pasado más remoto que el Egipto Antiguo.
Por lo que sabemos, en Egipto se inventa la escritura alrededor del tercer milenio antes de nuestra era. Ello marca lo que convencionalmente se considera el inicio de la historia, que no es otra cosa que el comienzo de la historia registrada. Sabemos que desde el año 5450 a.C. diversas poblaciones hasta entonces semi nómadas inician un lento proceso de asentamiento en ambas riberas del río Nilo. Se trata de una zona particularmente fértil debido a las crecidas del río, que se repiten todos los años y que fertilizan la tierra, haciéndola propicia para su explotación agrícola. Las crecidas anuales del Nilo durarán hasta 1968, cuando se construye la gran represa de Aswan. El valle del Nilo es una zona extensa que cubre alrededor de 900 kms desde Aswan hasta el Delta, en el norte, en donde se encuentra la desembocadura del río en el mar Mediterráneo. El Mediterráneo, sin embargo, jugará un papel secundario en el desarrollo de la antigua civilización egipcia que será, fundamentalmente, una civilización de río.
Ese proceso de asentamiento da lugar al desarrollo de diversas comunidades que inician un proceso sostenido hacia una forma de vida sedentaria a través del cultivo de algunos productos básicos, la domesticación de animales y el uso de metales para la construcción de armas y herramientas. Heródoto, el gran historiador griego proclamado por muchos como el padre de la historia, luego de una larga visita a Egipto, acuñará una frase que resuena desde entonces: “Egipto es un don del Nilo”.
Con los griegos mantenemos un mismo hilo conductor que nos ha hecho considerarlos, durante mucho tiempo, el punto de partida de nuestra cultura occidental. De ellos hemos heredado el alfabeto, parte de nuestros idiomas y tradiciones que remiten de manera inconfundible a ellos. Los griegos fueron, además, quienes inventaron la historia como disciplina sistemática y, al hacerlo, quedaron situados como el inicio de nuestra propia historia. Posteriormente, a través de la influencia del cristianismo, nos integramos con una segunda tradición que nos conduce y nos conecta con el mundo hebreo. Para muchos el mundo occidental se constituye a partir de un tejido que reconoce en lo fundamental dos hebras culturales diferentes: la tradición greco-latina y la tradición judeo-cristiana. Todo lo restante, incluyendo a las culturas de Mesopotamia y Egipto, parecía pertenecer a corrientes históricas diferentes, a veces incluso asimiladas del mundo cultural oriental. Pero estas culturas, que como ningunas tuvieran un papel destacado en la historia, son parte de nuestras propias raíces occidentales. Afortunadamente ello está siendo crecientemente reconocido y se han hecho importantes avances en esta dirección durante el último tiempo.
No es extraño señalar, sin embargo, que durante un largo período hemos tenido una mirada histórica de un marcado helenocentrismo, a través del cual hemos colocado a Grecia como el origen de nuestro mundo cultural. La historia anterior a la griega era observada con la mirada que de ella nos transmitían los propios griegos. Creemos que ello es el resultado de al menos dos factores. Primero, el ya indicado hecho de que fueron precisamente los griegos quienes desarrollaron la historia como disciplina sistemática y, al hacerlo, dejaron la marca de su mirada en la forma de registrar la historia que los antecedía, así como en la que los acompañaba. El segundo factor guarda relación esta vez no con una determinada mirada histórica, sino con acontecimientos históricos muy concretos que helenizan buena parte del mundo antiguo. Nos referimos al período helenístico que se inaugura con las conquistas de Alejandro Magno, específicamente con su toma de posesión del gran imperio persa de la época. Al quedar una vasta zona de Europa, Asia y África bajo control macedónico, los nuevos soberanos helenizan ese mundo y comienzan a llamar tanto a las ciudades como a los dioses de las naciones conquistadas con nombres helenizados.
La historia de Egipto es un caso en cuestión. Baste señalar que el propio nombre de Egipto es un nombre griego, nombre que los mismos egipcios no utilizaban para referirse a su tierra y a la nación que en ella se desarrolló. Egipto proviene del término griego AIGUPTOS, que significa país. Hay quienes sostienen, sin embargo, que el vocablo griego provenía a su vez del nombre de uno de los templos dedicados al dios Ptah en Menfis, templo que era llamado Hwt-ka-Ptah (“la mansión del ka –espíritu o fuerza vital– de Ptah”), lo que es expresivo de las múltiples influencias que la antigua cultura egipcia ejerce sobre la griega. No olvidemos que en el último período de la historia del Egipto Antiguo –período que durará 300 años–esta región estará bajo la soberanía de reyes griegos. Para los propios egipcios, sin embargo, su tierra se llamaba Kemet, vocablo que significa “tierra negra”, en referencia al cieno que el Nilo depositaba sobre la tierra con sus crecidas. Con este nombre los egipcios distinguían las tierras del valle de las del desierto, a las que llamaban Deshret o “tierra roja”. No es descartable que el vocablo latíno para designar al desierto (DESERTUM) proviniera a su vez del vocablo egipcio.
El uso de nombres griegos para referirse a la historia anterior a los griegos es un fenómeno frecuente. Ocurre lo mismo con Mesopotamia, que es igualmente un nombre griego que significa “entre dos ríos”, y que los griegos utilizaban para referirse a las tierras que se encontraban entre los ríos Tigris y Éufrates, en el territorio actualmente ocupado por Irak. Zoroastro, de igual forma, era el nombre que los griegos le daban al gran profeta persa Zaratustra. Los ejemplos abundan.
2. UN POCO DE HISTORIA
Desde el momento de los primeros asentamientos en el valle del Nilo (5450 a.C.), impulsados por drásticos cambios climáticos, se extiende un período que hoy denominamos Pre-dinástico, el cual tendrá una duración de alrededor de 2.500 años. Algunos señalan como su fecha de término alrededor del año 3100 a.C., otros lo hacen en el 2950 a.C. Durante este período Pre-dinástico se van conformando progresivamente dos reinos. Uno de ellos está en el sur del valle, en lo que representa el Alto Egipto, y recibirá el nombre de Shemau; el otro se ubica al norte, en lo que representa el Bajo Egipto –no olvidemos que el Nilo baja de sur a norte hacia el Mediterráneo–, y se llamará Ta-Mehu. La presencia de estos dos reinos será uno de los elementos centrales en el origen de la concepción dualística en la cultura egipcia. Una de las tareas más importante del faraón será la de acometer y preservar “la unidad de las dos tierras” (SEMA TAWY).
En efecto, los egipcios creían que los orígenes del país y su Estado se remontaban al momento en que un primer gobernante llamado Menes, del cual no existe evidencia arqueológica, logró acometer “la unidad de las dos tierras” al inicio del Período Dinástico Temprano, alrededor de año 3100 a.C. Es precisamente en esa época cuando se inicia la historia de la gran civilización egipcia, con la aparición de la primera dinastía faraónica. Esta historia se cierra más de 3.000 años después, cuando en el año 30 a.C., con la muerte de Cleopatra, cae la última dinastía, la dinastía Ptolomaica.
Tres mil años es mucho tiempo. Si consideramos que el inicio de la gran civilización egipcia marca simultáneamente el inicio de lo que hemos convencionalmente denominado historia –es decir, el período que se inicia con la invención de la escritura, y que diferenciamos del período anterior, que llamamos prehistoria–, podemos darnos cuenta de que la historia del Egipto antiguo cubre más del sesenta por ciento del conjunto de la historia de la humanidad. Poder encontrar los múltiples vínculos que nos unen a ese importante período histórico reviste por tanto de una gran importancia. A su vez, sorprende que seamos tan ignorantes sobre este período y, todavía más, que por lo general tengamos tan poco interés por saber más sobre él.
Ese gran pedazo de historia que representa el Egipto antiguo ha sido dividido en diversas etapas. Uno de los criterios importantes de esta división ha sido la incapacidad que algunas veces encontraron las dinastías faraónicas para preservar “la unidad de las dos tierras”. En efecto, en varias oportunidades durante esos más de 3.000 años Egipto enfrenta la separación de sus dos grandes zonas. A veces ello sucede por disputas internas; otras veces por invasiones a través de las cuales pueblos vecinos pasan a controlar alguna de esas zonas y obligan a los soberanos egipcios a replegarse en la otra.
El conjunto de la historia del Egipto Antiguo ha sido divido en diez grandes etapas. Es conveniente hacer una breve mención de ellas. La primera etapa remite a la prehistoria de Egipto, es llamada Período Pre-dinástico y cubre el período que va desde el año 5450 a.C. hasta 3100 a.C., cuando se constituirá la Primera Dinastía. Este período marca el inicio de la agricultura, de la producción de objetos de greda y de las primeras herramientas en cobre.
En seguida tenemos el Período Dinástico Temprano, que se inicia el año 3100 a.C. y que durará algo más de 400 años. Su inicio se produce con la primera experiencia de “unidad de las dos tierras” y la fundación de la ciudad de Menfis –nombre otorgado por los griegos a la antigua ciudad de Men-nefer–, capital del imperio situada inmediatamente al sur del Delta, en el Bajo Egipto, y punto de encuentro de los dos reinos.
Menfis será por excelencia la ciudad imperial de los egipcios, el lugar en el que muchos de los faraones son coronados y un centro religioso importante, aunque durante ciertos períodos el gobierno es trasladado a otras ciudades. En esta etapa florecerán la Primera y la Segunda Dinastía. Será en este período cuando surgirán las primeras formas de escritura. Con la Tercera Dinastía, Heliópolis se convierte en un importante centro para el culto religioso del sol –al que se identificaba con el dios Ra–, dedicado también a la observación y adoración de las estrellas.
Más adelante, la figura del dios Ra se fusionará con la figura del dios Atum, constituyendo una divinidad única, Atum-Ra. Ra será considerado como la expresión del sol naciente, símbolo luego compartido con Khepri, el escarabajo, y Atum como la expresión del sol del atardecer.
ESCRIBA
Los egipcios estuvieron siempre conscientes de la importancia de la escritura. Habiendo reconocido en su mitología el gran poder del lenguaje, entendían que la escritura permitía abolir las limitaciones temporales del habla y extenderla infinitamente en el tiempo. Gracias a la escritura, la palabra devenía eterna. De allí la importancia que para ellos tomaba el registrarla en las paredes de los mausoleos, en los sarcófagos, en las mismas momias. La persona fallecida quedaba así acompañada eternamente por el poder sacramental de la palabra. Michael Rice nos señala que “registrar y preservar un nombre era entre los egipcios una cuestión esencial, porque si el nombre pervivía, entonces, la esencia vital de la persona podría perdurar en el tiempo”. Si esta era la creencia, no es extraño que ello pudiera motivar la construcción de mastabas (grandes tumbas de piedra) y pirámides para preservar el cuerpo y la palabra de los faraones para la eternidad. A partir de la Quinta Dinastía se desarrollan los textos de las pirámides, los textos religiosos más antiguos del mundo.
Posteriormente, en el año 2686 a.C., con la Tercera Dinastía surge el período que se conoce como Reino Antiguo, que durará aproximadamente 500 años. Durante este se construyen las primeras pirámides, y de él provienen los primeros textos piramidales, los cuales aparecen como inscripciones en las paredes de los pasillos y las habitaciones mortuorias para relatar la vida del faraón, su muerte y lo que se creía que le sucedería después de morir. El Reino Antiguo termina con la disolución de la Sexta Dinastía en el año 2181 a.C., cuando el imperio se desmembra.
Este hecho marca el inicio de una etapa conocida como el Primer Período Intermedio, en el que regirán de la Séptima a la Decimoprimera Dinastía. Estas gobernarán desde Herakleópolis –al sur de Menfis– y luego desde Tebas o Luxor, aún más al sur, en el centro del Alto Egipto. Este período tendrá una breve duración de 126 años.
En el año 2055 a.C. se inicia la etapa conocida como Reino Medio, que durará nuevamente alrededor de 400 años. Su inicio está marcado por la reunificación de los dos reinos, lograda por Mentuhotep II de la Decimoprimera Dinastía, que ya gobernaba desde el Primer Período Intermedio.
La etapa siguiente es conocida como el Segundo Período Intermedio, durará cien años y se inicia en 1650 a.C. Se trata de un período marcado por la invasión de los hiksos, término tomado de la palabra egipcia hekaw-khasut, que significaba “gobernantes de tierras extranjeras”. Los hiksos forman la Decimoquinta y Decimosexta Dinastía, tras lo cual deben replegarse a la zona norte. Mientras gobernaban los reyes hiksos de estas dos dinastías, desde Tebas –en el sur– gobiernan los reyes propiamente egipcios de la Decimoséptima Dinastía.
Tebas pronto se convertiría en la ciudad más grande del mundo. En ella se adoraba al dios Amun, dios también conocido como el Oculto. Este dios llegará a convertirse en la principal divinidad de las clases de los faraones, convirtiéndose prácticamente en el dios nacional de todo Egipto. Más adelante, tanto Amun como el dios Atum serán fusionados con Ra, el dios sol, y se hablará tanto de Amun-Ra como de Atum-Ra. Ambos serán entonces identificados con el sol.
AMUN
En el año 1550 a.C., el imperio logra reunificarse tras la expulsión de los hiksos, y los kushitas son derrotados por Ahmose, primer faraón de la Decimoctava Dinastía, considerada quizás la dinastía más gloriosa por los gobernantes posteriores. Con ella se inicia la etapa que se conoce como Reino Nuevo, que durará nuevamente cerca de 500 años. Este importante período estará marcado por el reinado de tres dinastías diferentes. En la primera de estas dinastías destacan dos faraones. El primero es Amenofis IV o Akenatón, cuyo gobierno de 16 años es recordado por su intento de implantar el monoteísmo en Egipto alrededor de la figura del dios Atón, revolución religiosa que fracasa al enfrentar una fuerte resistencia de la casta sacerdotal.
NEFERTITI
Akenatón es el esposo de Nefertiti, una de las mujeres más bellas de la Antigüedad. Durante su período se construye una nueva capital del reino en la localidad de Amarna. El último faraón de esta dinastía es el célebre Tut o Tutankhamón, que sucede a Akenatón y hace regresar la capital del reino a Tebas. Como centro religioso, Menfis recupera su importancia, pues es ahí donde Tutankhamón deja uno de los centros mortuorios más destacados de la historia de Egipto.
La Decimonovena dinastía es aquella a la que pertenece Ramsés II (1279 - 1213 a.C.), gran estratega militar que derrota a los hititas y se casa con una princesa de los derrotados. Ramsés II establece la capital en el Delta, bordeando el istmo de Suez. Se destaca por sus construcciones y el embellecimiento de templos en Luxor y Karnak. La mayor parte de los faraones de la Vigésima Dinastía adoptarán también el nombre de Ramsés, y seguirán por la senda abierta por Ramsés II hasta ser derrotados e invadidos por los tanitas, en el año 1069 a.C.
La invasión de los tanitas abre una nueva etapa en la historia del antiguo Egipto, etapa que conocemos con el nombre de Tercer Período Intermedio, que se extiende de 1069 a 747 a.C. y que se prolonga, por lo tanto, algo más de 300 años hasta su culminación en la Vigesimocuarta Dinastía, que será una dinastía local. Durante esta etapa, Egipto no sólo es invadido por los tanitas, sino también por los bubastitas y los libios. Egipto vuelve a dividirse. El norte es gobernado por reyes del Delta, mientras que en el sur lo hacen los Altos Sacerdotes de Tebas y otros gobernantes locales.
La novena etapa en la historia de Egipto es conocida como el Período Tardío. Esta tiene una duración de algo más de 400 años, desde 747 a 332 a.C., cubriendo desde la Vigésimo quinta a la Trigésima Dinastía. Las primeras de estas dinastías expresan el gobierno de los pueblos kushitas y saítas sobre Egipto. Posteriormente las fuerzas asirias conquistan el país y, para demostrar su poderío, destruyen la ciudad de Tebas. Las restantes dinastías de este período corresponden a los reyes persas, que en el año 525 a.C. conquistan Egipto y lo integran a uno de los imperios más extensos que conoce la Antigüedad. Entre estos reyes está la figura de Darío I, el más destacado de los monarcas persas. El Período Tardío llega a su fin cuando Alejandro Magno, rey de Macedonia, derrota a los persas y se apodera en el año 332 a.C. del imperio que estos habían conquistado y organizado.
La décima y última etapa de la historia del Egipto Antiguo es el llamado período Ptolomeico, que inicia una sucesión de reyes griegos tras la conquista de Egipto por parte de Alejandro Magno. La capital de Egipto se traslada hacia la costa del Mediterráneo –que fue siempre el centro del desarrollo del mundo greco-romano– hasta Alejandría, ciudad construida en homenaje al gran líder macedónico y famosa, entre otras cosas, por su gran faro y su inmensa biblioteca. Luego de la temprana muerte de Alejandro, en 323 a.C., el imperio por este conquistado será dividido entre sus generales. El sucesor de Alejandro en Egipto será Filipo Arrhidaeus, medio hermano de Alejandro. Más adelante, sin embargo, de entre los nuevos soberanos griegos en Egipto surge la dinastía Ptolomeica. Con la sola excepción de Cleopatra, todos los soberanos de esta dinastía llevarán el nombre de Ptolomeo; estos serán en total 15. Cleopatra, mujer sobresaliente tanto por su inteligencia como por su belleza, quien tendrá amores primero con Julio César y luego con Marco Antonio, buscando preservar la autonomía de Egipto frente al poder ascendente de los romanos en la cuenca del Mediterráneo, será la última soberana de esta dinastía. Aliada con Marco Antonio, Cleopatra es derrotada por los romanos y, antes de enfrentar su sometimiento al poder imperial de Roma, se suicida haciéndose picar por una áspid vennsa en el año 30 a.C.
Ese año marca el término del Egipto Antiguo. A partir de entonces –luego que Egipto es saqueado por los romanos– este deviene una provincia más del Imperio Romano. La historia posterior la conocemos bastante más. Durante el Imperio Romano, Egipto recibirá la influencia y animosidad del cristianismo frente a sus antiguas tradiciones religiosas y culturales. Con todo, Alejandría devendrá uno de los centros culturales cristianos más destacados. Más adelante, en el siglo VII, Egipto será invadido por los árabes, los que continuarán la labor de destruir su pasado y lo integrarán al mundo musulmán, del cual todavía forma parte. Su antiguo pasado glorioso se nos hará cada vez más distante, en la medida que se olvide cómo leer su particular sistema de escritura, los jeroglíficos.
Sólo aprenderemos a descifrar los jeroglíficos a partir de 1828, gracias al trabajo que realizara el francés Jean-François Champollion (1790-1832) sobre un texto escrito simultáneamente en jeroglíficos egipcios, en griego y en demótico sobre una roca oscura de basalto, la famosa piedra Rosetta encontrada durante la expedición de Napoleón a Egipto en 1799, justamente cerca de la ciudad de Rosetta, en el Delta. En esta piedra se relatan las ceremonias religiosas que tuvieron lugar con motivo de la coronación de Ptolomeo V, en el año 205 a.C., y que fueron grabadas en 196 a.C.
PIEDRA ROSETTA
La piedra Rosetta será trasladada a Inglaterra tras la derrota de Napoleón ante los ingleses, y pronto se volverá uno de los tesoros que se guardan actualmente en el Museo Británico de Londres. El desciframiento de los jeroglíficos que permite la piedra Rosetta desencadena un proceso que dista de concluir, en el cual se inicia el gran redescubrimiento del Egipto Antiguo a una escala que no tenía antecedentes previos.
No es, sin embargo, la historia social, política o militar de Egipto la que nos interesa en esta oportunidad. Aunque esta sea un contexto quizás imprescindible, lo que realmente nos interesa es el reconocimiento de la influencia cultural que Egipto ejercerá sobre nosotros, a la vez que buscamos explorar, aunque sea de manera muy limitada, la mirada que ellos les daban al mundo y a la vida.
3. LOS MITOS EGIPCIOS DE LA CREACIÓN
A. Dos primeros mitos de la creación: Elefantina (Aswan) y Hermópolis (Khemnu)
Durante la extensa historia del Egipto Antiguo se constituyen distintos centros religiosos de importancia. En una religión de carácter politeísta como era la de Egipto, estos distintos centros albergaban y mantenían el culto dirigido a diferentes dioses, y en cada uno de ellos se desarrollaban corrientes mitológicas diferentes. El mundo religioso de Egipto distaba de ser homogéneo. Sus diferencias se expresaban tanto geográficamente como en el transcurso de su historia, donde algunas de estas corrientes alcanzaban mayor o menor influencia. Toda religión desarrolla sus versiones sobre la creación del mundo y la humanidad; en Egipto encontramos distintos mitos fundacionales, asociados cada uno de ellos con centros religiosos diferentes.
Así por ejemplo en Elefantina –ubicada sobre la ribera opuesta de Aswan, cerca de la primera catarata del Nilo, casi en el límite sur– el dios creador era Khnum, dios del Alto Egipto, el cual era representado por una cabeza de carnero. Su residencia en el sur permitía que los egipcios lo consideraran como el dios que controlaba las corrientes de las aguas del Nilo a través de una manilla o llave que, al girar, permitía el flujo de más o menos agua. Khnum jugaba un rol importante en las crecidas anuales del río, junto con el dios Hapy, que era representado con características fisonómicas bisexuales.
Se sostenía en Elefantina que Khnum habría creado a los demás dioses, al mundo natural y a los seres humanos. Otras fuentes lo hacen sólo responsable de ser el creador de la humanidad. Esta creación se había realizado modelando la arcilla, tal como lo hicieran los antiguos habitantes de la zona. Posiblemente se trate del más arcaico de todos los mitos egipcios de la creación.
KHNUM
Para crear un ser vivo, Khnum producía dos estatuillas de arcilla. La primera representaba el cuerpo de la persona y la segunda –que se ubicaba detrás– su alma o personalidad (ka). Muchas veces esta segunda figura era designada como el doble.
El ka era normalmente representado por dos brazos doblados en ángulo recto, apuntando hacia arriba. Es necesario señalar que el nombre era considerado como parte determinante de la personalidad: sin nombre no era concebible la individualidad i, como veremos más adelante, la posibilidad de resucitar a la vida eterna. Al integrarse estas dos estatuillas del cuerpo y la personalidad nacía el nuevo ser, que integraba sus dos principios constitutivos. Complementariamente, los egipcios sostenían que todo ser humano poseía también una sombra. Esta aparentemente no jugaba ningún papel destacado sino hasta luego de la muerte, cuando la sombra retornaba al cuerpo y se integraba al resto de los elementos de la personalidad.
En Hermópolis Magna (Khemnu), situada en la zona de Egipto Medio (a no ser confundida con la ciudad de Hermópolis en el Delta), existía un mito de la creación muy diferente. Según este, la creación se llevó a cabo a través de una concentración inicial de cuatro elementos fundamentales organizados en pares, integrados cada uno por una dimensión masculina y otra femenina. Estos cuatro elementos eran el agua (integrada por Nun y Naunet), el aire o poder oculto (integrado por Amun y Amaunet), la oscuridad (integrado por Kut y Kauket) y finalmente lo informe, lo indeterminado e infinito, muchas veces interpretado con la fuerza de las crecidas del Nilo (integrado por Huh y Hauhet, divinidades del agua, que eran representadas en forma de rana).
Estas personificaciones divinas de los cuatro elementos básicos del universo eran reconocidas con la expresión egipcia KHUM y la expresión griega OGDOADA (que significa grupo de ocho). Los cuatro dioses masculinos eran representados con cabezas de sapos, mientras que los cuatro dioses femeninos eran representados con cabezas de serpientes. En un cierto momento estos ocho dioses interactuaron de tal forma que produjeron una explosión de energía, con la cual la creación tuvo lugar.
A partir de ese momento encontramos dos versiones diferentes de lo que habría sucedido. En la primera versión, de las aguas emerge una colina de tierra llamada “Isla de la Llama” o “Divina Isla Emergente”, en la cual el dios Thot –dios de la palabra y de la sabiduría–, asumiendo la forma de un ibis, pájaro de gran tamaño, habría puesto un huevo que luego se rompería para que desde su interior saliera el Sol, que de inmediato se eleva al cielo. De este modo, la creación es fruto de la palabra, cuyo poder divino simbolizaba Thot, dios adorado en Hermópolis. Thot era reconocido como el inventor de la escritura y el patrón de los escribas.
THOT
Existe una segunda versión de este mito del origen egipcio, donde lo que emerge del elemento primordial de las aguas habría sido una flor de lotus, personificada en la figura de la diosa Nefertem, que al abrir sus pétalos dejó salir al sol, el cual era identificado con el dios Horus, quién se encarnaba en todos los faraones. Michael Rice nos señala que “el nombre Horus era el nombre más sagrado que un rey podía poseer. Era su fuente de poder, como rey y como dios”.
B. El mito de la creación de Heliópolis (Inun)
Según la cosmovisión del centro religioso de Heliópolis, situado al norte, no muy distante de Menfis en la zona del Bajo Egipto, antes de la creación sólo existía el caos indiferenciado, informe, indefinido, indeterminado y oscuro, un espacio sumido en un olvido cargado de niebla y agua inerte viscosa que lo cubría todo, y que era personificado a través del dios Nun. Es importante retener esta imagen, pues de ella se van a nutrir diversas tradiciones posteriores.
De este estado, habría emergido una colina de cieno, material que el Nilo depositaba en el valle con sus crecidas. Desde allí se habría autogenerado el dios solar y creador Atum (término que significaba “el todo” o “el que es completo”). Dado que en el estado previo a la creación no existían entes, Atum requiere crearse a sí mismo para luego, en la medida en que no existe posibilidad de una unión sexual, continuar la creación consigo mismo para sentar las bases del posterior proceso de procreación sexual. Se trata primero de un acto de auto impregnación donde Atum se da placer a sí mismo con sus propios dedos, masturbándose y llevando luego su semen a la boca para desde ahí escupirlo. Este semen escupido, espetado desde la boca, es manifestación de la palabra primordial y originaria, con todo su gran poder generativo.
La teología de Menfis hará todavía más explícita la participación de la palabra en la creación. Según esta, el acto de la creación implica la generación de orden, el cual está simbolizado en la diosa Maat. La creación es el tránsito del caos al orden. Sin embargo, el caos no desaparece. Orden (Maat) y caos (Isfet) estarán siempre en lucha; siempre cabe la posibilidad de perder el orden y volver al caos, pues el caos acecha. La principal responsabilidad del faraón será precisamente servir a la diosa Maat por medio de la preservación del orden, la justicia y la verdad, todos estos atributos propios de la diosa. Simultáneamente, en su capacidad de cumplir con esta tarea y de preservar la unión de las dos tierras, el faraón da testimonio de que es efectivamente la personificación del dios Horus.
MAAT
De la forma antes descrita, por tanto, Atum se crea a sí mismo y crea enseguida dos dioses: Shu (dios masculino y personificación divina tanto del espacio como del aire) y Tefnut (diosa femenina y personificación divina del tiempo, la Luna y la humedad) los cuales, a partir de ese momento, pueden iniciar un proceso normal de procreación sexual. De la unión de Shu y Tefnut, surgen Geb (dios de la tierra) y Nut (diosa del cielo) que son separados a la fuerza por Shu, quien coloca a Nut (elemento femenino) por sobre la tierra. Atum encabeza la Enéada (del vocablo griego que significa “grupo de nueve”) y recibe el nombre de Toro de la Enéada.
De Geb y Nut nacerán a su vez el dios Osiris, la diosa Isis, el dios Seth y la diosa Nephtys, cuatro dioses hermanos que tendrán un papel fundamental en la mitología egipcia. Estos cuatro dioses están emparejados. Osiris tiene como esposa a Isis, y Seth tiene como esposa a Nephtys. Todos estos dioses conforman la Enéada de Heliópolis, integrada por Atum, Shu, Tefnut, Geb, Nut, Osiris, Isis, Seth y Nephtys.
C. El mito de Osiris, Isis y Horus
De Osiris e Isis nacerá Horus, dios que se encarna en el faraón y que tiene como misión preservar el orden, la justicia y la verdad, atributos que se identifican con la gran diosa Maat, como está dicho. Es también tarea del faraón garantizar “la unidad de las dos tierras”. El faraón, por lo tanto, es considerado el representante de los dioses en la tierra, pues él mismo es un dios (Horus).
HORUS
La figura de Horus –con la que se representa al faraón– representa el décimo elemento (piramideón), constituyéndose así la sagrada década del orden, que en la concepción de Heliópolis regirá tanto el cielo (a través de la Enéada de nueve dioses) como la tierra (residencia del Faraón).
OSIRIS
Por su parte, la convivencia de los cuatro dioses hermanos Osiris, Isis, Seth y Nephtys no será fácil. Se indica que el nacimiento de Osiris estuvo acompañado por señales positivas. Antes de su aparición predominaban la guerra y el canibalismo, en un estado de gran barbarismo y desorden. Muy pronto, Osiris llegará a ser el dios de la región del Delta –región donde fue siempre venerado–y luego rey de todo el Egipto. Ello le permite restablecer el orden y enseñarle a su pueblo el arte del trabajo agrícola, el respeto por la ley y por los dioses. Todo ello produce un fuerte resentimiento en su hermano Seth quién lo convence de que entre en un cajón mortuorio para luego encerrarlo y matarlo. Desde ese momento Osiris se convierte en el dios de la otra vida, del más allá donde van todos los muertos. Seth, en cambio, pasa a representar la maldad. El cuerpo de Osiris será posteriormente cortado en 14 pedazos por el mismo Seth, que serán dispersados en distintos lugares. Isis, su hermana y esposa, inicia entonces la búsqueda de todos esos pedazos. Con la excepción del pene, que había sido tragado por un pez (lo que quizás habla del gran poder fertilizante de las aguas del Nilo), logra reunir el resto de los pedazos y, luego de construirle un pene artificial, logra darle sepultura. Una segunda tradición sostiene que el pene de Osiris fue posteriormente recuperado y guardado en la ciudad de Menfis, el principal centro de poder político del Imperio. Es posible que este mito sea también la razón por la cual los sacerdotes egipcios no comían pescado.
ISIS Y NEPHTYS
Luego de la muerte de Osiris, que dejaba vacante el trono de Egipto, se produce una gran lucha entre Seth y Horus, hijo de Osiris y de Isis, que buscaba la ocasión para vengar a su padre. Con la ayuda de Isis, Seth será finalmente derrotado y obligado a retirarse al desierto, donde habita desde entonces, aunque suele sin embargo aparecer inesperadamente en Egipto para hacer el mal. Durante la lucha, Seth logra arrancarle el ojo a Horus y lo lanza al océano, donde será encontrado por Thot, dios de la sabiduría y la palabra. Más adelante, el ojo de Horus será identificado con la Luna, y se convertirá en un símbolo popular de protección, portado por muchos como amuleto. Luego de derrotar a Seth, Horus se hace del trono de Egipto, trono que en su nombre ocuparán todos los faraones, como su personificación.
Egipto produce otros mitos de la creación de menor influencia, en los cuales no profundizaremos. Uno de ellos, según nos relata Michael Rice, involucra directamente a la diosa Maat. Según este mito, “cuando el creador decidió iniciar el proceso de creación, su primer acto fue acercar a Maat a sus labios y besarla”. No nos indica Rice cual fue este dios creador. ¿Fue acaso el propio Atum en el momento anterior a su masturbación? No hemos logrado determinarlo. Nos señala también Rice un mito “según el cual el proceso de la creación había comenzado con el grito solitario de las aves acuáticas en los pantanos”. ¿Se refiere acaso a una parte de los mitos de Hermópolis Magna que hace que la creación se inicie a partir del agua? Tampoco hemos podido precisarlo. Ambos relatos, se caracterizan sin embargo por su gran fuerza poética.
D. La piedra Shabaka
Uno de los mitos de la creación más sobresalientes, no obstante, proviene de otro centro religioso, quizás el más antiguo e importante durante la historia del Egipto Antiguo. Se trata del centro religioso y de gobierno de Menfis, ciudad supuestamente fundada por Menes, creador de la Primera Dinastía y primer unificador de los dos reinos de Egipto. Como hemos dicho, Menfis se encuentra al sur del Delta, 24 kms al sur de la actual ciudad de El Cairo.
El mito de la creación de Menfis ha sido descubierto no hace mucho, pues aparece inscrito en un gran trozo negro de granito conocido como la Piedra Shabaka. Aunque no tan famosa como la piedra Rosetta, célebre por cuanto nos entregó las llaves para descifrar el mundo egipcio, la Piedra Shabaka destaca por la importancia de lo que en ella se relata. Esta es una piedra rectangular de 93 por 138,5 cms, que tiene una cavidad en el centro y varias ranuras que salen desde ahí a la periferia, pues fue usada como instrumento para moler granos en el período posfaraónico. Esta piedra fue regalada al Museo Británico por el conde Spencer en 1805.
A ambos extremos de la piedra encontramos una columna de jeroglíficos en las que aparece escrito un relato. El centro de la piedra lamentablemente se ha perdido debido a la cavidad y a las ranuras que salen de ella. Inmediatamente después que este texto comenzara a ser descifrado se consideró que nos entregaba “la más antigua formulación de una weltanschauung filosófica que conocemos”, al decir de James Henry Breasted en 1901. Los visitantes al Museo Británico difícilmente dejan de rendirle homenaje a la Piedra Roseta; pocos, sin embargo, logran apreciar el inmenso valor de la Piedra Shabaka.
PIEDRA SHABAKA
En la columna del extremo izquierdo de la piedra se nos indica que el faraón Shabaka –perteneciente a la Vigésimo quinta Dinastía, correspondiente al Período Tardío– habría encontrado en “la Casa de su padre Ptah” (refiriéndose al Templo del dios Ptah) un antiguo texto proveniente de sus antepasados, el cual, comido por los gusanos como estaba, debió ser copiado en esta piedra para asegurarle vida eterna a su contenido.
Los diferentes centros religiosos de Egipto estaban conscientes de sus diferencias y sus distintos relatos competían entre sí. Una de las modalidades que asumía esa competencia consistía en hacer que los relatos propios fueran más comprehensivos que aquellos de sus centros rivales, relatos que fueran capaces de absorber dentro de sí lo que los otros contaban. Para entender adecuadamente la mitología egipcia es muy importante relacionarla con los acontecimientos históricos que tenían lugar en el momento cuando determinados relatos emergen. La mitología egipcia no es algo estático (como en rigor no es ninguna mitología, ni ninguna teología); se trata de relatos en permanente evolución, marcados por la historia.
El mundo mitológico politeísta egipcio no sólo es expresión del reconocimiento de la existencia de las múltiples fuerzas que ellos perciben en el mundo, sino también expresión de muchos otros factores. Entre ellos cabe destacar, por ejemplo, los esfuerzos de integrar en narrativas comprehensivas los mitos locales de muy diversas regiones al interior de un amplio territorio. Muchas veces la evolución que exhiben determinados mitos y la emergencia de mitos nuevos guarda relación con cambios políticos importantes, según los cuales el poder cambia de manos y determinadas regiones ganan preeminencia sobre otras. Lo que acontece en la arena política se refleja en la esfera mitológica o simplemente religiosa. Otras veces, determinados cambios en los relatos mitológicos apuntan a desplazamientos o reestructuraciones sociales importantes. Por ejemplo, el desarrollo en el tiempo de sectores medios urbanos como resultado de la expansión de la burocracia estatal, del crecimiento de las estructuras militares, de la expansión del comercio y de las actividades productivas, así como el mismo crecimiento de las castas sacerdotales, da lugar a la emergencia de nuevas inquietudes que, a su vez, se expresan en importantes alteraciones en la topografía mitológica, ya sea mediante la aparición de nuevos mitos y la progresiva desaparición de otros, ya sea por la integración de mitos que antes estaban separados o por el cambio en la supremacía que se establecía entre ellos.
Cuando abordamos el mito de la creación de Menfis tenemos que hacernos algunas preguntas que ligan el relato mitológico con la historia política. Cabe preguntarse, por ejemplo, sobre las inquietudes que pueden haber conducido al faraón Shabaka a requerir que ese antiguo texto fuera copiado para asegurarle mayor vida. Cabe preguntarse también por el origen del texto que el faraón ordena copiar, y por las circunstancias históricas que acompañaban lo que allí se relata. Sobre todo esto se han realizado abundantes investigaciones.
El faraón Shabaka era un faraón kushita proveniente de Nubia, zona ubicada al sur de Egipto, que gobierna en el período que va de 712 a 698 a.C. Se le ha descrito como un faraón negro de la africana Etiopía. Shabaka participó en el proceso de reunificación de las dos tierras, proceso que da inicio al Período Tardío. Para afirmar su autoridad, fija su residencia en Menfis, la ciudad imperial de las murallas o de la muralla blanca, y origen del Egipto imperial. En su intento por ser percibido como expresión de una línea de sucesión con la gran historia imperial, para así asegurar su legitimidad, Shabaka busca modelar su reino a la usanza de los faraones del Reino Antiguo. El presentarse como defensor del antiguo mito de Menfis le ayuda a Shabaka en esta tarea.
¿Cuál era el origen de aquel texto que Shabaka ordena copiar? Es difícil precisarlo, y ha habido una amplia especulación al respecto. En un momento se pensó que dicho texto pertenecía al Reino Antiguo. Esa interpretación ha sido actualmente descartada y existe un elevado consenso en situar ese texto en el Reino Medio, más concretamente en el período que corresponde con la Vigésima Dinastía, el cual oscila entre los años 1186 y 1069 a.C.
Luego de la derrota de la iniciativa de Akenatón (Amenofis IV) para instaurar el monoteísmo en torno al dios Atón, la capital del imperio es trasladada por Tutankhamón desde Amarna, la capital inaugurada por Akenatón, a Menfis, centro religioso del dios Ptah. El mito de la creación de Menfis representa un esfuerzo de adecuación mitológica (religiosa) a las nuevas condiciones políticas. Sin embargo ello no se realiza reafirmando la mitología pasada, sino generando un nuevo relato interpretativo. Todo esto hace pensar que el mito de la creación de Menfis es posterior al de Heliópolis. En el mito de la creación de Menfis vemos que el concepto de la creación desarrollado por Heliópolis es absorbido y colocado en un lugar subordinado al dios Ptah, venerado en Menfis.
Aunque la presencia de Ptah en los relatos mitológicos ha sido confirmada, en el Reino Antiguo predominaban las interpretaciones mitológicas desarrolladas en Heliópolis; como nos señala Win van den Dungen, Ptah, dios venerado en Menfis, era concebido como el guardián de la unión de las dos tierras. Menfis, la ciudad de las murallas, era la ciudad dinástica por excelencia; allí habitualmente los faraones eran coronados y esta frecuentemente hacía las veces de capital del imperio, cuando los faraones instalaban en ella la residencia imperial. Se reconocía de igual forma que a través de su Gran Palabra el faraón garantizaba la preservación del orden y su lengua –encarnada normalmente en la figura del dios Thot– conducía la barca de la rectitud y de la verdad, identificados estos atributos con la diosa Maat. Hasta entonces sólo se reconocía la autoridad conferida a la palabra del faraón. Con todo, Heliópolis ya se erigía como un centro religioso de gran importancia.
E. El mito de la creación de Menfis (Men-Nefer)
Como apreciamos anteriormente, en el mito de Heliópolis, el gran dios creador es Atum, quien genera el proceso creativo a través del placer que con sus manos se proporciona a sí mismo.
Lo que postula el relato de la creación de Menfis es que, siendo válido el relato de Heliópolis, sin embargo se desconocía que el dios Atum había sido a su vez creado por el gran dios Ptah. Para Menfis, el dios creador supremo es Ptah, dios que es proclamado como “el padre de los dioses y de quien emergiera toda forma de vida”. La supremacía de Ptah sobre Atum es el núcleo de la teología de Menfis.
En la columna derecha de la Piedra Shabaka se nos relata el proceso de la creación según la teología de Menfis. Allí se indica que Ptah genera el universo a través de un doble proceso.
PTAH
Primero, el universo es concebido en su corazón. El corazón del dios es el origen primero de todo lo existente: para los egipcios el corazón es el órgano de la creatividad, el pensamiento y la voluntad. De la misma manera, el corazón funciona como memoria y sirve como síntesis de todo lo que una persona ha hecho, tal como veremos posteriormente en el mito del juicio final. Pero la participación del corazón en la creación no es suficiente.
Una vez que el corazón de Ptah ha jugado ese primer rol, se requiere que todo aquello que este concibió sea hablado en voz alta por la lengua. Es sólo cuando la lengua dice lo que el corazón ha concebido, cuando el universo es creado. Sin el poder generativo de la palabra no es posible acometer el proceso de la creación. Todo lo que se crea resulta del hecho de que Ptah declara sus nombres. No olvidemos que ya según el mito de Heliópolis era necesario que Atum se colocara su propio semen en la boca y lo escupiera para que el acto creativo pudiera realizarse.
El acto fundamental de creación de Ptah es precisamente la creación de Atum. Una vez creado Atum, a este le corresponderá seguir adelante con el proceso creativo en términos prácticamente idénticos a los señalados por la mitología de Heliópolis. Atum es, a su vez, el creador de los ocho dioses restantes de la Enéada. Pero en la medida que Ptah ha sido el creador de Atum, aquel es visto como el creador de la Enéada. No es extraño, por tanto, que se lo invoque como “Ptah el Grande, corazón y lengua de la Enéada”.
La creación, en el mito de Menfis, requiere por tanto de dos grandes protagonistas en el proceso creativo. Primero se necesita a Ptah, el Gran Creador, quien inicia el proceso a través de la creación de Atum. Pero en seguida el proceso creativo se ha continuado a través de la participación activa del mismo Atum. La idea de dos dioses creadores será retomada posteriormente en otras tradiciones religiosas.
En la línea 53 de la piedra Shabaka leemos:
“El que se ha manifestado como corazón, bajo el aspecto de Atum, el que se ha manifestado como la lengua, bajo el aspecto de Atum, es Ptah, el gran Poderoso, quien ha infundido [la vida a todos los dioses] y a sus kau”.
Y en la línea 54:
“Así se manifestó la supremacía del corazón y de la lengua sobre todos los ‘demás’ miembros, según la enseñanza [que quiere] que el corazón es el elemento dominante de cada cuerpo y que la lengua es el elemento dominante de cada boca; [corazón y boca] pertenecientes a todos los dioses, a todos los hombres, a todos los animales, a todos los reptiles, a todo lo que vive, uno concibiendo y la otra ordenando cuanto aquel desea”.
En la línea 55:
“Su Enéada está en su presencia, bajo la apariencia de dientes y labios; ellos [son el equivalente] del semen y las manos de Atum. Así pues, la Enéada de Atum nació por medio de su semen y de sus dedos; la Enéada [de Ptah], en verdad, son los dientes y los labios de su boca, que pronunció el nombre de todas las cosas, y de la que brotaron Shu y Tefnut”.
En las líneas 58 y 59:
“...es el corazón, por consiguiente, quien permite que todo conocimiento se manifieste; y es la lengua la que repite lo que el corazón ha concebido”.
“Así nacieron todos los dioses y [fue] completada la Enéada. Pues toda palabra divina cobró su ser según lo que había pensado el corazón y había ordenado la lengua. Así fueron creados igualmente los kau y las hemesut, que procuran todas las provisiones y todos los alimentos benéficos, gracias a aquella palabra.”
El mito de la creación de Menfis, tal como es relatado en la Piedra Shabaka, representa la primera manifestación histórica de que disponemos en que se afirma el poder generativo de la palabra. Esta concepción puede ser mucho más antigua, pero en el mito de la creación de Menfis tenemos un registro histórico de ella. Sabemos que este poder de la palabra no era algo que sólo le era asignado a los dioses. El texto nos señala que no sólo los dioses poseen corazón y boca, sino también los hombres y, en rigor, todo lo que vive. El faraón gobernaba haciendo uso de este poder de la palabra. A través de ella aseguraba el orden, la justicia y la verdad, de la que era responsable como representante de los propios dioses en la tierra y encarnación del dios Horus. Esta era su herramienta principal para preservar la unidad de las dos tierras, que le estaba confiada. También sus funcionarios hacían uso del poder de la palabra, según lo atestiguan diversos testimonios históricos.
Como ejemplo de lo anterior, examinemos un trozo de una inscripción grabada en las rocas de Uadi Hammamat, que recoge el relato de la expedición al país de Punt que realizó Henu, funcionario y Amigo Único del rey Mentuhotep III (2010-1998 a.C., según algunos, 2004-1992 a.C., según otros) durante el Reino Medio. El texto, mandado a escribir por el propio Henu, es pródigo en autoalabanzas en las que este se describe en los siguientes términos:
“Alguien que ha sido estimado por el que le ha hecho, de quien se dice que es útil, según la opinión de su señor; alguien que obra con autoridad en su presencia, que no presta atención a los descontentos, que pronunciando una palabra las cosas se realizan, como si fuera un dios”.
En efecto, el faraón y sus funcionarios operan como lo hicieran los dioses. Pero cada ser humano revela hacerlo de la misma manera en el ámbito particular de su dominio y autoridad, sea este el hogar, el trabajo, su propia vida. Todos somos soberanos en determinados ámbitos. Cabe sin embargo preguntarse si así como pareciéramos descubrir que operamos como si fuéramos dioses, ¿no será acaso que hemos construido a nuestros dioses a imagen y semejanza del faraón, de sus funcionarios y de nosotros mismos?
4. EL PODER DE LOS NOMBRES
En Egipto el Estado y la religión aparecen fusionados, formando un bloque compacto que resultaba esencial para preservar el orden social y garantizar la supervivencia del reino. El faraón es considerado un dios y recibe el apoyo de una poderosa casta de sacerdotes, los que a su vez cuentan con el servicio de una legión de escribas. Los sacerdotes son los guardianes del conocimiento, de los textos sagrados. Son ellos los que administran el poder mágico de la escritura y tienen acceso a los procedimientos secretos que permiten predecir las crecidas del Nilo y anticipar las sequías, una de las mayores calamidades con las que la naturaleza azota a Egipto, expresando con ello la voluntad de los dioses.
El acceso a la palabra es visto, por tanto, como un factor fundamental en la preservación del orden. Es importante destacar que los que tienen acceso al misterioso poder de la escritura son menos del uno por ciento de la sociedad egipcia. Ligados a lo anterior existen factores adicionales que le conceden a la palabra un poder particular. Ya hemos visto el papel creador, generativo, que los mitos de la creación (y muy particularmente el de Menfis) le conceden al verbo, a la palabra en su expresión activa. En ellos vemos cómo la acción de nombrar constituye las cosas y les confiere su fuerza vital.
Pero hay un aspecto adicional que refuerza el mismo sentido. El nombre es considerado la esencia del poder de la propia divinidad. No se trata tan sólo de que esta, con su palabra, manifieste el inmenso poder de que dispone. Ese mismo poder está a su vez asociado al nombre mismo de la divinidad. Los dioses egipcios son usualmente llamados por distintos nombres pero, además de esos nombres, ellos tienen un nombre oculto que mantienen en misterio. De llegar a conocerse ese nombre, quien lo conozca estará en condiciones de ejercer su propio poder sobre la divinidad. Es fundamental, por lo tanto, para un dios mantener en secreto su verdadero nombre. El nombre del dios Amun, recordémoslo, significa “el oculto”. Se trata de un nombre que hace explícito el hecho de que el nombre que se usa para nombrarlo no es su propio nombre.
El mito de Isis y del nombre secreto del dios sol (Ra) es expresivo de lo anterior. Tal mito nos relata que el dios Ra tenía muchos nombres, pero que sólo él conocía su nombre auténtico, en el cual residía la llave de su poder supremo. Cualquiera que descubriera ese nombre sería capaz de reivindicar el derecho a compartir con Ra el lugar supremo en el panteón de todos los dioses. Isis, que era muy inteligente –al punto que se decía de ella “que poseía más discernimiento que un millón de dioses”–, resolvió emplear una estratagema para hacerse del nombre de Ra.
RA
Como Ra era entonces anciano y babeaba, Isis recogió saliva que este dejó caer y la mezcló con tierra, de manera de moldear con ello un demonio en forma de culebra. No olvidemos la importancia y capacidad generativa que la mitología egipcia le confería a la saliva. Lo vimos en el mito de la creación de Heliópolis, donde la acción creativa de Atum provenía precisamente de su saliva. La saliva de Ra, en este mito, simboliza por tanto el propio poder creativo del propio dios. Sabiendo Isis que Ra solía salir a caminar todos los días por los alrededores de su palacio, buscó un punto en ese camino donde poner la culebra que acababa de moldear. Cuando Ra pasó por ese lugar, la culebra lo mordió, tal como Isis lo había previsto. El veneno de la culebra hizo de inmediato que Ra sintiera un dolor insoportable. Sin saber como curarse, convocó a todos los demás dioses y les pidió que lo ayudaran a eliminar el dolor.
Ninguno de ellos pudo hacer nada. Entonces se hace presente Isis que, conociendo la fuente del dolor, le ofrece curarlo a condición de que Ra la confíe su nombre. “Dime tu nombre, divino padre mío, pues un hombre revive cuando se le llama por su nombre”. Cuenta el mito que Ra hizo todo lo posible por mantener su nombre en secreto. “Yo soy aquel”, le decía, “que ha hecho el cielo y la tierra, el que ha elevado las montañas ...”, y guardaba para sí su nombre. “Dímelo, pues”, le replicaba Isis, “y el veneno saldrá de tu cuerpo”. Mientras más callaba Ra, más fuerte resultaba su dolor. No pudiendo soportarlo más, le señala: “acerca tu oreja, hija mía Isis, de forma que mi nombre pase de mi cuerpo a tu cuerpo”. Y al hacerlo, quedó liberado del dolor que lo aquejaba. A partir de ese momento, la diosa Isis acompaña a Ra en la cabecera del panteón de los dioses.
ISIS
Es interesante que el mito no le revele a quien lo escucha el nombre secreto de Ra; este queda en el misterio. Aparentemente, la preservación de este misterio era considerada una condición para que los dioses mantuvieran la capacidad de inspirar asombro y reverencia en los creyentes. Pero incluso los demás nombres de los dioses, aquellos por los cuales todos los nombraban proveían de un determinado poder de estos. Sólo en la medida que una fuerza tuviese un nombre a partir del cual pudiese ser nombrada, era posible que se la honrara, se le hiciera ofrendas y se estuviera en condiciones de atraerla a quien las hacía parte de su poder. Para quienes adoraban a una divinidad, saber cómo nombrarla era estar en condiciones de poder ejercer un cierto poder sobre ellas.
El carácter secreto del nombre auténtico de los dioses es reconocido en múltiples otras instancias. Un himno de la época de Amenofis II señala: “Sus nombres son múltiples, no se conoce su número”. Otro himno de la época de Ramsés II canta: “Él es demasiado grande para que se le pregunte, demasiado poderoso para que se le conozca. La muerte se abatirá sobre quien pronuncie su nombre misterioso, inconocible”. La noción del carácter inefable del nombre de Dios tendrá una muy clara influencia posterior en el pueblo hebreo.
Esto que reconocíamos para los dioses se manifiesta también entre los seres humanos. Se consideraba que el hecho de conocer el nombre de un enemigo permitía neutralizar su poder. De allí que los egipcios realizaran diversos rituales en los que escribían el nombre de un enemigo en una tablilla de arcilla o en un muñeco que simbolizaba un prisionero cautivo y, recitando las palabras mágicas que los sacerdotes les entregaban y que eran sólo conocidas por ellos, buscaban que tales personas fueran destruidas o quedaran en la total impotencia.
5. LA MAGIA DE LOS NÚMEROS
No sólo los nombres poseen en Egipto un especial poder simbólico. Lo mismo acontece con los números, que son tratados confiriéndoles dos dimensiones aparentemente opuestas. Por un lado, los números cumplen funciones extremadamente prácticas y se los considera un instrumento al servicio de desafíos concretos; aparecen involucrados en el complejo sistema impositivo egipcio, que permitía al Estado obtener los recursos con los cuales se financiaba tanto el faraón como la nobleza, la elite sacerdotal, la burocracia estatal y los ejércitos. El sistema impositivo egipcio no era uniforme, y algunos pagaban proporcionalmente más impuestos que otros. Uno de los criterios utilizados era la altura de las tierras poseídas con respecto al nivel del Nilo. Pues bien, un sistema impositivo de este nivel de complejidad requería de una capacidad de cálculo importante.
Un segundo aspecto que promovía el desarrollo de las matemáticas eran los ciclos naturales. La economía egipcia descansaba muy fuertemente en la agricultura, y ella exigía ciertos ordenamientos cuantitativos. Los egipcios desarrollaron los primeros calendarios y reconocieron el ciclo anual de las estaciones. Para estos efectos no sólo desarrollan un significativo conocimiento sobre los números, sino que impulsan simultáneamente un sofisticado estudio de la astronomía. Esto les permitía no sólo dividir el año en sus cuatro estaciones, sino también en 12 unidades de 30 días cada una, completando 360 días; más adelante añadirán 5 días adicionales. Cada una de estas soluciones era justificada mitológicamente, y existe un mito que nos explica la razón de este cambio de 360 a 365 días en el año.
NUT Y GEB
Según la versión griega de este mito, Nut y Geb gustaban de adherirse el uno al otro, tanto que no dejaban espacio alguno entre ambos. Este hábito molesta al dios Atum, quien ordena a Shu, padre de ambos y dios del aire, que los separe. Shu lo hace colocándose entre Nut y Geb, impidiendo que se tocaran. Nut, sin embargo, ya había quedado embarazada de Geb y así se ve obligada a confesárselo a Atum, quien al saberlo la insulta, aunque le permite dar a luz a su hijo. Sin embargo, le prohíbe hacerlo en cualquiera de los 360 días en los que entonces estaba dividido el año. Nut, desconsolada, pide la ayuda a Thot, dios de la palabra y de la sabiduría, quien logra convencer a Atum de que le añada al año 5 días más. Ello le permite a Nut dar a luz a sus cinco hijos: Osiris, Horus, Seth, Isis y Nephtys (nótese que en este mito Horus aparece como hermano de los otros cuatro, mientras que en otros mitos se le describe como hijo de Osiris e Isis). Durante esos cinco días adicionales, los egipcios harán grandes celebraciones religiosas en honor a estos cinco dioses.
De la misma forma como los egipcios dividían el año en 12 meses, lo hacían con el día y con la noche. Cada uno de estos tenía 12 horas, ambos sumaban 24 horas. Las horas de los egipcios, sin embargo, eran flexibles en la medida que debían mantenerse siendo 12, independientemente de la duración del día y de la noche. Mientras transcurría el año y esta medida cambiaba, era necesario hacer estimaciones diferentes para poder así calcular la misma hora en cualquier estación.
Quizás uno de los aspectos que más estimulaba el desarrollo de las matemáticas eran las crecidas anuales del Nilo. Aunque ocurría en una misma época del año, no lo hacían exactamente el mismo día y a la misma hora. Sucedía incluso que en algunos años la crecida del Nilo era muy reducida, y ello afectaba severamente la agricultura, produciendo hambrunas catastróficas, a partir de las cuales morían muchos. En algunos casos, incluso, la esperada crecida no se producía, con consecuencias incluso más desastrosas. Había otros años en que las crecidas eran inesperadamente mayores de lo habitual, lo que conllevaba otros efectos, no menos negativos. La capacidad de predecir el tipo de crecida del río representaba para los egipcios una importante aspiración, pues ello les permitía precaverse de algunas de estas consecuencias. Para ello el desarrollo de las matemáticas, administradas por sacerdotes y burócratas del Estado, confería un poder no despreciable.
En un orden de cosas diferente, las matemáticas proveían también un conocimiento muy útil para llevar a cabo importantes obras de ingeniería. Entre estas hay que destacar por ejemplo las importantes obras de irrigación desarrolladas por los egipcios. Pero quizás más importante son las grandes obras de arquitectura que nos han legado. Nos referimos a las monumentales pirámides, a los lujosos palacios y cementerios, a los templos y centros religiosos, etcétera. Todas estas obras son el testimonio del extraordinario desarrollo que los egipcios alcanzan en las matemáticas. Sin ellas, ninguna de estas obras hubiera sido posible.
Sin embargo, más allá del uso práctico que los egipcios hacen de los conocimientos matemáticos que desarrollan, simultáneamente confieren a los números propiedades mágicas especiales. Para los egipcios, el pensamiento mágico no es una forma particular de pensamiento separable de otras formas, como hoy podemos concebir. Para los egipcios, mirados desde nuestros ojos, todo está compenetrado por la magia y el sentido mágico de las cosas no logra separase de otros sentidos posibles. Es importante, por lo tanto, aprender a colocarse al interior de esa particular mirada egipcia.
Su mundo es un mundo mágico y no existe la posibilidad de un mundo que no lo sea. Mito y realidad, vigilia y sueño, vida y muerte, lo concreto y lo abstracto, todo está compenetrado; todo es parte de una integración indiferenciada y de un mismo fluir incesante. A tal punto el mundo egipcio es un mundo que no le confiere un lugar separado del mito que no disponían de una palabra para hablar de la religión o de lo religioso. En su mirada, todo es religioso. Los seres humanos, los dioses, el mundo y los planetas pertenecían todos a un mismo orden cósmico. Ninguno de ellos habita en mundos aparte. No es de extrañar que en el año 500 a.C. Heródoto escriba que “de todas las naciones del mundo, los egipcios son los más felices, los más sanos y los más religiosos”.
Pocos dominios expresan con mayor claridad la fusión que los egipcios hacían entre su sentido práctico y su sentido religioso que el tratamiento que les conferían a los números. A la vez que se considera que para los egipcios los números designan cantidades concretas, también para ellos son expresiones de principios creadores de la naturaleza. Los números y los elementos que constituyen el universo no son vistos primariamente como pares e impares, sino –antes de ello– como masculinos y femeninos. En la medida que los egipcios consideran que los números poseían cualidades mágicas, todo lo que existe en la naturaleza se somete necesariamente a su poder. Los números, por lo tanto, rigen la naturaleza, pues poseen funciones cósmicas. El nacimiento del simbolismo de los números se remonta a la época del Reino Antiguo, entre los años 2575 y 2150 a.C. Su influencia todavía nos llega en muy distintas versiones. Pitágoras fue uno de los principales canales de transmisión al respecto.
El número es un ente vivo cuya función se define a través de sus relaciones y su forma. Este ente puede por tanto ser un varón, una mujer, un niño o una figura geométrica. Plutarco nos ilustra cómo los egipcios concebían un triángulo rectángulo cuyos lados miden 3, 4 y 5 unidades, tal como el que ilustramos a continuación.
TRIÁNGULO
Según Plutarco, los egipcios concebían el lado vertical como masculino –identificándolo con Osiris–, la base como femenina identificada con Isis y la hipotenusa como el resultado de ambos, identificado este con Horus, el hijo de ambos. En efecto, Osiris equivale a 3, que es el primer número impar y perfecto. Isis equivale a 4, que es el cuadrado de 2 y el primer número par. Horus, que corresponde al lado de 5 unidades, es el resultado de la suma de 2 y 3. Démonos cuenta que no estamos lejos del teorema de Pitágoras sobre los lados del triángulo rectángulo (a2 + b2 = c2).
Examinemos brevemente cómo los egipcios trataban a cada número del 1 al 8. El 1, en rigor, no era considerado en sí mismo un número. Se trata de la unidad absoluta que todo lo contiene, y que por sí misma no puede generar nada adicional. No es ni par ni impar, sino ambos a la vez. Si uno le añade 1 a un número par, este se convierte en impar y viceversa. Por lo tanto, el 1 contiene a todos los opuestos del universo. Pero nos hemos adelantado. Para abordar la concepción egipcia de los números es preciso conectarla con el propio proceso de la creación.
Tal como hemos expuesto, antes de la aparición de la vida el universo era un abismo primordial –el vocablo abismo viene del griego y significa sin fondo–, líquido, infinito, informe, indiferenciado, inerte, inactivo, sin límite ni sentido. Se trata de un caos primordial, un océano cósmico que era identificado con la figura del dios Nun. Esta concepción del origen previo a la creación es interesante, pues nos muestra la cercanía que exhibe con las posiciones que adoptarán más adelante tanto Tales como Anaximandro, lo cual nos permite reconocer las profundas raíces egipcias que exhibe el nacimiento de la filosofía griega.
El acto de la creación expresa la emergencia de la diosa Maat, personificación del orden cósmico. Maat no es creada: ella surge en la medida que la creación tiene lugar, se trata del propio espíritu del acto creativo como generación de orden. Esto es de alguna forma reconocido por Nun, tal como aparece en una sección del Papiro Bremner-Rhind:
“Todavía no había encontrado el lugar sobre el cual podía reinar, que concebí entonces el proyecto de Ley y Orden Divinos (Maat) a fin de crear todas las formas. Estaba solo, no había creado todavía a Shu ni a Tefnut: no había nadie más que pudiese actuar a mi lado”.
En el acto de concebir el orden, Nun da lugar a Atum. Nun es el dios del caos. Atum es el dios de la creación; se trata de un dios creador, creado en su propio acto creador. En uno de los Textos de las Pirámides esto es reconocido:
“Te saludamos Atum. Te saludamos a ti, que has venido a la existencia de ti mismo. Por este acto, eres grande, tú, Montaña por sobre las Montañas. Por este acto, eres engendrado, tú, Khepri”.
Khepri es uno de los nombres conferidos al dios sol, nombre que apunta a su capacidad de haberse generado a sí mismo. El término Khepri significa “aquel que llega a ser”. Khepri es el nombre del sol de la mañana, y se le representa a través de la figura del escarabajo, así como Atum-Ra era asociado con el sol de la tarde.
ESCARABAJO
Cuando nada existía, el Uno ordena la creación a través del sonido de su voz. En el Libro de los Muertos se lee:
“Soy el eterno... Soy aquel que ha creado la palabra... Soy la palabra ...”.
Atum –más adelante Atum-Ra– ejecuta el acto de la creación por el poder de su palabra. Pero nuestra frase anterior no está dicha en la lengua de los egipcios antiguos. Cada atributo especial, cada propiedad, cada expresión de una manifestación particular, es encarnada para ellos en un dios. Los dioses son la expresión de toda forma de energía vital. Por tanto, el propio poder de la palabra de Atum-Ra es reconocido como un dios, el dios Thot, que los griegos equipararán con Hermes. Nun da lugar a Atum –más adelante Atum-Ra–, quien a través de su propio acto creador da lugar a Thot y a Maat, la diosa del orden. Shu y Defnut serán los primeros dioses propiamente creados y no surgidos del proceso creador.
La creación no sólo da lugar al orden. El orden es simultáneamente el principio de la diferenciación y de la primera relación formal. La expresión primordial de la diferenciación es la dualidad, expresada esta en el número 2. Para los egipcios el mundo se rige por la ley de la dualidad, por el imperio del 2. Todo el mundo egipcio expresa esta separación en 2. Tenemos las “dos tierras”, el Alto y el Bajo Egipto, que todo faraón tiene la obligación de mantener unidas. Tenemos la Tierra Negra (Kenet), que se refiere a las tierras del valle del Nilo (a Egipto), y la Tierra Roja (Deshret), el desierto, tierra en la que residen los muertos y donde se construyen las pirámides y tumbas, pues la sequía del desierto ayudaba a una mejor conservación de los cuerpos. Tenemos los dos principios básicos del orden (Maat) y el caos (Isfet). También el principio de lo femenino y de lo masculino, que diferenciaba tanto a los dioses como a los humanos. Y la dualidad del cuerpo y del alma (ka). La creación normalmente procedía de a pares. Lo hemos visto tanto en la creación de Shu y Tefnut como en la de Geb y Nut.
Así como en Egipto se consideraba que toda creación tenía una doble naturaleza, se afirmaba también que esta tenía un triple poder. Para los egipcios, por tanto, todo fenómeno es doble en su naturaleza y triple en su sentido. Una vez que se transitaba de la unidad a la dualidad, los dos elementos de la dualidad se reencontraban en la trinidad. La triangulación asegura la relación entre el creador y sus dos seres creados: Atum, por un lado, Shu y Tefnut, por el otro. Estamos en el imperio del 3. En el Papiro de Leyde se señala: “todos los neteru son tres: Amun, Ra, Ptah... Su nombre secreto es Amun, su cara es Ra, su cuerpo es Ptah”. NETERU es el nombre plural de NETER, término con el que se designaba a los principios, funciones o manifestaciones temporales de la divinidad.
El número 4 expresa estabilidad, duración y solidez. Hizo falta que Atum, el dios creador, asegurara la creación de cuatro dioses –Shu, Tefnut, Nut y Geb– para que luego, de estos dos últimos, surgieran cuatro más: Osiris, Isis, Seth y Nephtys. En el Antiguo Egipto los centros religiosos y de formación cosmológica eran cuatro: Heliópolis (Inun), Menfis (Men-Nefer), Tebas (Ta-Apet) y Hermópolis (Khemnu). De la misma forma, los egipcios fueron los primeros que plantearon que los elementos básicos de la naturaleza son cuatro: el agua, la tierra, el aire y el fuego. El primero de todos ellos es el agua, simbolizada en el dios Nun, pero de ella surgen los otros tres. Así nos lo relata Plutarco: “...la naturaleza del agua, la fuente y origen de toda cosa, engendra tres elementos primarios: la tierra, el aire y el fuego”.
El 5, ya lo hemos visto, expresa la relación entre el 2 –primer par– principio femenino personificado por Isis, y el 3 –primer impar–, personificado por Osiris en cuanto principio masculino. La personificación del 5 es Horus, hijo de ambos, que aparece en el triángulo rectángulo de lados 3, 4 y 5 que ya hemos examinado. El número 5 contiene los principios de la polaridad (el 2) y de la reconciliación (el 3). Gracias a él, el universo se hace comprensible. Se lo representa por la figura de la estrella de cinco puntas o pentagrama, o por dos líneas superiores sustentadas en tres líneas inferiores.
El 6 es para los egipcios la representación cósmica del mundo material, y el símbolo del tiempo y del espacio. No olvidemos que los egipcios dividían el tiempo en de 6. El año tiene 12 meses, correspondientes con los 12 signos del zodíaco, los meses tienen en un principio 30 días, los días tienen 24 horas (12 horas el día y doce horas la noche), la hora tiene 60 minutos. El espacio tiene 6 unidades dimensiones: arriba y abajo, adelante y atrás, a la derecha y a la izquierda. El cubo representa la expresión geométrica perfecta del seis, conteniendo el espacio, el volumen y el tiempo; las estatuas solían colocarse en una base cúbica. La figura divina puesta sobre tal base expresa el dominio del espíritu sobre la materia.
El 7 representa el carácter cíclico del mundo. En él se integran el 3, el espíritu, y el 4, la materia. Se lo graficaba colocando 3 líneas verticales sobre 4 igualmente verticales. Las pirámides son expresión del número 7 pues su base –que las sustenta en la tierra– es cuadrada, y sus lados –que se elevan hacia el cielo– son triangulares. Osiris es el séptimo dios de la genealogía divina (luego de Nun, Atum, Shu, Tefnut, Geb y Nut), y nace del principio de la tierra (Geb) y del cielo (Nut). Osiris aparece asociado múltiples veces al número 7 y a sus múltiplos. No olvidemos que también se le asociaba con el número 3. De esta forma, es necesario subir 42 escalones (7 x 6) antes de alcanzar la entrada del templo, y Osiris preside el Juicio Final acompañado por 42 (7x6) jurados y asesores. En ese mismo juicio el difunto debía pronunciarse sobre 42 prohibiciones para ganar la vida eterna. De la misma forma el pilar Tet, símbolo sagrado de Osiris, contenía 7 escalones.
Con el 7 se llega al final del ciclo, y el número 8 representa el inicio de un nuevo ciclo. Es importante reiterar el carácter cíclico que los egipcios le conferían al tiempo, influidos por la recurrencia anual de las crecidas del Nilo. Con el número 8 emerge la figura de la octava, que se expresa en los sonidos y en la armonía de la música. No en vano el número ocho era asociado a Thot, quien le ofrece el sonido de la palabra a Ptah para que este proceda al acto de la creación. No olvidemos tampoco que el número 8 aparece en el mito de la creación de Hermópolis (Khemnu), que se articulaba en torno a la Ogdoada, conformada por 4 dioses masculinos y 4 femeninos.
6. LA MUERTE , EL JUICIO FINAL Y EL RETORNO DEL CORAZÓN Y LA LENGUA
No es posible entender el espíritu egipcio si no entendemos su concepción sobre la muerte y la importancia que a esta le concedían. Sus obras más espectaculares son las pirámides y los templos mortuorios, testimonios del papel que la muerte poseía en sus vidas. Los escritos más destacados que nos dejaran los egipcios son escritos mortuorios, relatos narrados en las paredes de las pirámides o en los sarcófagos de sus muertos, muchos de ellos buscando asegurar, a través de la inmortalidad de la palabra escrita, la propia inmortalidad del difunto por medio del relato de sus obras. Otros, procuran ayudar al propio difunto en su camino posterior a la muerte, de manera que –por ejemplo– este no olvidara las palabras que debía pronunciar en el juicio final que le esperaba al morir, juicio que se realizaba ante la presencia de Osiris, dios del mundo del más allá.
Los egipcios le conferían un carácter particularmente trágico a la muerte. Ello se expresa en uno de sus mitos más importantes: aquel que relata la muerte de Osiris en manos de Seth, así como la peregrinación de Isis para encontrarlo y hacerlo volver a la vida. Para los egipcios no existe una separación tajante entre la vida y la muerte, de la misma forma como tampoco separan radicalmente la vigilia del sueño. Muerte y sueño (a través de las pesadillas) son experiencias en las que el individuo enfrenta el peligro del caos (Isfet).
Los egipcios creían que a través de los sueños accedemos a dimensiones de nuestra existencia que durante la vigilia nos están ocultas. Los sueños requieren ser descifrados, pues en ellos nos hablan los dioses y nos ofrecen la posibilidad de predecir el destino. Quien exhibe la capacidad de descifrar los sueños es altamente recompensado por ello; esta era una de las funciones que estaba en manos de los sacerdotes. No en vano la Biblia nos relata el gran prestigio que en la corte faraónica alcanzara José, dada su particular capacidad de interpretar los sueños. Sigmund Freud, más adelante, al desarrollar su propia teoría de la interpretación de los sueños se percibirá a sí mismo en la senda abierta por José, su antepasado, como él mismo lo atestigua en la correspondencia que mantiene con Thomas Mann, luego de que este publicara su trilogía sobre el personaje de José.
Algo equivalente acontecía con la muerte, que no es considerada por los egipcios un punto de término, sino un hito en el que se compromete la posibilidad de una transición entre dos mundos, entre dos tipos diferentes de vida. Uno de los objetivos más importantes en la vida de todo egipcio es llegar en las mejores condiciones al momento de la muerte, momento en el cual enfrenta su juicio en presencia de los dioses. Tarde o temprano todos estaremos obligados a someternos a este juicio, y en él se determinará si nos desintegraremos para siempre o alcanzaremos la vida eterna.
El mito del juicio final que sigue a la muerte es uno de los más bellos mitos egipcios. Según él, todo ser humano debe someterse a este particular ritual al morir. Una vez fallecido, debe presentarse ante un gran tribunal presidido por Osiris, el dios de la vida del más allá y de la resurrección. Varios acompañan normalmente a Osiris. Detrás de él están Isis, su esposa, y Nephtys, su hermana. A su lado suelen encontrarse el dios Horus –hijo de Osiris y expresión del poder divino del faraón–, el dios Thot –dios de la sabiduría y de la palabra–, y la diosa Maat, diosa del orden y de la justicia. Muchas veces los frescos que describen este juicio colocan también a los cuatro hijos de Horus, dibujados en menores proporciones.
Delante de Osiris y frente al difunto se encuentra una gran balanza manejada por el dios Anubis, dios de los muertos y patrón de los embalsamadores. A los pies de la balanza está Ammit (o Ammut), extraño y repulsivo animal de cabeza de cocodrilo, tronco de león y trasero de hipopótamo, quien espera el resultado del juicio que está por comenzar. Rodean el tribunal 42 jueces y asesores, entre los cuales encontramos tanto mujeres como hombres.
JUICIO DESPUÉS DE LA MUERTE
Una vez frente al tribunal, el difunto debe declarar cómo se ha comportado enrelación a 42 prohibiciones que el tribunal exige se hayan respetado durante la vida. Estamos en el momento protagónico de la lengua. El incumplimiento de cada una de estas prohibiciones –sostiene el mito– le ha añadido peso al corazón de un individuo. Una vez que ha realizado sus declaraciones en forma oral, el difunto debe tomar su corazón y colocarlo en uno de los platos de la balanza que maneja Anubis. Este es el instante en el que el corazón del difunto se vuelve fundamental. En el otro plato Maat, la diosa del orden y la justicia, coloca la pluma de avestruz que lleva en su cabeza. Dentro de un cierto rango de variación permitido, si el corazón pesa más que la pluma de Maat, el difunto es entregado a Ammit para que lo devore. Ello implica que el individuo no será agraciado con la vida eterna y su camino ha terminado. Tanto su cuerpo como su alma (ka) están condenados a su disolución o descomposición. Pero si su corazón se mantiene en la balanza y no pesa más que la pluma de Maat, su espíritu (ka) y su cuerpo ganan inmortalidad. La vida eterna. De allí la importancia que los egipcios le confieren al embalsamamiento de los muertos. El embalsamamiento es un procedimiento supervisado por Anubis para asegurar la preservación del cuerpo en la eventualidad de que el individuo salve con éxito su juicio final.
ANUBIS
Dada que esta posibilidad está abierta, los egipcios construyen inmensas pirámides y mausoleos para sus grandes personajes, de manera que el difunto pueda encontrar a su lado todo aquello que le haga falta en su otra vida y pueda mantener una vida en el más allá de acuerdo a su rango. Muchas veces cerca del sarcófago de un gran faraón se colocaban también las tumbas de sus sirvientes, los que eran sacrificados luego de la muerte del faraón, de manera que pudieran seguir sirviéndolo después de muerto. Al parecer, este sacrificio era asumido con gran devoción por quienes eran sometidos a él, pues les aseguraba poder seguir sirviendo a su faraón.
Uno de los mayores peligros de desintegración se producía no sólo porque Ammit devoraba el corazón y el cuerpo se descomponía. El arte del embalsamamiento abría la posibilidad de asegurar la preservación del cuerpo. Sin embargo, uno de los problemas más serios residía en la desintegración del alma (ka). Una de las expresiones de esta desintegración se manifestaba en el olvido del nombre del difunto. El olvido del nombre de un individuo equivalía a su muerte eterna. La escritura, una de las invenciones más notables de los egipcios, atribuida al dios Thot, permitiría garantizar la inmortalidad de los nombres.
ANUBIS
La presencia de Anubis, patrón de los embalsamadores, y de Thot, patrón de los escribas, no era casual en el juicio. La escritura no era vista, por lo tanto, sólo como un desarrollo de importantes consecuencias prácticas, aunque las tuviese. Entenderlo sólo así implica no haber comprendido todavía el espíritu egipcio. La escritura era por sobre todo un invento que les permitía a los egipcios proyectarse hacia la inmortalidad.
7. EL ARTE FUNERARIO
El arte en Egipto tiene un profundo sentido mágico. Lo que ha llegado a nuestros días es sólo una parte de él, aquella relacionada con el arte funerario. Ello se debe en parte al hecho de que los egipcios enterraban a sus muertos en el desierto, y a que gran parte de las expresiones artísticas ligadas a su existencia regular fueron progresivamente destruidas tanto por las crecidas del Nilo, como por las sucesivas conquistas bélicas de otros pueblos, además del desgaste producido por el propio tiempo. Pero incluso lo que nos llega de estas expresiones artísticas no funerarias aparece fuertemente cargado de magia. Es el caso, por ejemplo, del frecuente uso de amuletos entre los egipcios.
En relación con el propio arte funerario, es importante destacar algunos rasgos especiales. Lo primero es reconocer que, salvo lo que rodeaba las pirámides y otros centros mortuorios, todo lo que se ha encontrado en el interior de ellas no estaba hecho para el ojo público, sino para cumplir funciones más allá de la muerte. Las estatuas, por ejemplo, eran producidas para ofrecerle al difunto un cuerpo alternativo al suyo, para cuando llegara el momento en el que su ka –su alma o personalidad– volviera al cuerpo previamente abandonado, en caso que este no hubiera logrado conservarse adecuadamente. Por ello, las estatuas que los egipcios producían de sus muertos no los representaban ancianos y malsanos, sino siempre jóvenes y bellos, para que así fuera el cuerpo en el que pudieran seguir viviendo eternamente.
Al terminar una estatua funeraria, el artista ejecutaba un ritual que replicaba aquel que se realizaba una vez terminado el trabajo de embalsamamiento de un cuerpo. Este ritual –conocido como la Apertura de la Boca– consistía en repetir una fórmula mágica que provenía muy probablemente del Egipto Antiguo, y que era atribuida directamente al dios Ptah, a la vez que se le acercaba a la boca del difunto –o de la estatua, según fuera el caso– una vara impregnada con estimulantes que despertarían sus sentidos y lo prepararían para el momento de su resurrección. “Soy el maestro del secreto”, declaraba el artista Iritisen al concluir sus estatuas y ejecutar el ritual. “He practicado la magia en todas sus formas”.
8. EL CARÁCTER CÍCLICO DE LA VIDA
La concepción de la muerte de los egipcios nos deja de manifiesto el carácter cíclico de su interpretación de la vida y del universo. Tal como nos muestra el mito de Osiris, es posible transitar de la vida a la muerte para luego volver a nacer a una vida diferente. El mito del juicio final es una réplica del mito de Osiris a escala humana. No es extraño que sea el propio Osiris quien lo presida. Él nos muestra que el ciclo no está garantizado. Es preciso ganarlo día a día con nuestro comportamiento. Cuando el ciclo logra mantenerse triunfa el orden, y es Maat quien resulta victoriosa. Cuando el corazón del difunto hace caer el plato de la balanza donde ha sido depositado –elevando por tanto el plato con la pluma de Maat–, el equilibrio se ha roto, el individuo llega al fin de su camino y es Isfet –el caos– quien ha triunfado. Los principios de orden y caos no sólo eran representados por Maat e Isfet, también se les representaba con las figuras en lucha de Horus y Seth.
La presencia de esta visión cíclica volvemos a observarla en el mito que relata el recorrido diario del dios sol, Atum-Ra. Este se desplaza al interior de su propio ciclo, que lo obliga a transitar del día a la noche. Pero cada noche Atum-Ra debe enfrentarse con el dios malévolo representado por la serpiente Apofis. Lo que más puede hacer el sol es ganar en ese enfrentamiento y superar la oscuridad de esa noche; no está en su poder destruir a Apofis para siempre. De triunfar una noche, sabe que volverá a enfrentar a Apofis la noche siguiente. Su triunfo sólo le asegura un día más. En la madrugada de ese día, el dios sol aparece bajo la figura de Khepri, el dios escarabajo, expresión del sol matutino. Pero si alguna vez el sol llega a perder en su enfrentamiento con Apofis, ya no podrá volver a aparecer a la mañana siguiente. No habrá mañana, sino noche y oscuridad para siempre, y el ciclo de la vida se habrá detenido. Los seres humanos podemos ayudar al dios sol para que esto no suceda: podemos hacerlo con nuestros rezos y rituales. Pero nada descarta la posibilidad de que quedemos sumergidos en la noche eterna. Ese ciclo tampoco está garantizado. Este era uno de los mayores miedos con los que vivían los egipcios, pues sabían que su existencia dependía de este enfrentamiento que se realizaba todas las noches. Ese miedo los hacía muy temerosos a los eclipses, que concebían como un asalto sobre la Luna realizado por Apofis, una demostración de su presencia y su poder.
El tercer ciclo del que dependía la sobrevivencia de los egipcios eran las crecidas del Nilo, ciclo que garantizaba la actividad agrícola y la vida del conjunto de la población. Por experiencia, los egipcios sabían que este ciclo podía alterarse, que las crecidas no eran siempre iguales, que incluso en algunos años estas no tenían lugar. Sabían de las serias consecuencias de estas alteraciones. Como ya hemos dicho, Khnum, dios del sur, era quien ejercía el control de las corrientes del Nilo, y como tal era responsable de las crecidas. Las crecidas ocurrían entre los meses de julio y octubre de cada año, y ello le confería a la vida en Egipto una obligada circularidad. Cuando examinamos el mundo egipcio se tiene la sensación de que lo que ellos consideran que realmente mueve la historia son estos diferentes ciclos y los dioses asociados a ellos. Los seres humanos parecieran ser personajes menores al interior de ellos.
9. EL OCULTISMO EGIPCIO
Otro rasgo central del espíritu egipcio es su ocultismo. No en vano uno de sus dioses más importantes fue Amun, “el oculto”. El mundo egipcio reconoce dos espacios diferentes. El primero es el espacio de lo visible, que da cuenta de lo que está al alcance de todos. Pero mucho más importante que el anterior es un segundo espacio, que da cuenta de un mundo oculto. Ambos mundos están entrelazados, y no es posible separarlos por completo. Sin embargo, el secreto del acontecer del mundo visible no reside en sí mismo, sino que está guardado en el mundo que se esconde. Para entender cabalmente el acontecer del mundo visible es fundamental poder acceder al mundo de lo oculto.
Desde esta perspectiva se genera una temprana modalidad interpretativa que posteriormente los griegos denominarán metafísica, aunque la metafísica griega será de muy distinto carácter. Toda metafísica postula un mundo más allá del mundo físico de lo visible. Sin embargo, a pesar de las diferencias de sentido que griegos y egipcios le confieren al término, este vocablo es también usado hoy en día para referirse no sólo a la metafísica griega, sino también a disciplinas y tradiciones ocultas como aquellas que nacen en Egipto.
No todos pueden acceder al mundo de lo oculto. Para poder hacerlo son necesarios conocimientos que por su propia naturaleza requieren ser protegidos, mantenidos en secreto y registrados de manera tal que no cualquiera pueda acceder a ellos. El conocimiento del mundo oculto deviene entonces un conocimiento oculto. Sólo unos pocos acceden a este, y lo hacen a través de un cuidadoso proceso de iniciación, normado por los Altos Sacerdotes o sus sustitutos. Pero no se trata tan sólo de un proceso de aprendizaje. Se trata simultáneamente de un proceso de disciplina y purificación para quienes son escogidos. Quien culmina dicho proceso es iniciado en aquellos misterios que permiten asomarse al mundo secreto, y realizar en él algún tipo de desciframiento.
Las tradiciones ocultas son muy antiguas, y evolucionan muy lentamente, perfeccionando una compleja simbología. En ellas confluyen el estudio de los astros, la observación de algunas plantas y también de animales con supuestos poderes especiales, un aprendizaje que busca descifrar diferentes rasgos corporales de los individuos, la fabricación de amuletos y el desarrollo de múltiples disciplinas y prácticas rituales complementarias. La astrología, cuyos orígenes apuntan tanto a Egipto como a Mesopotamia, representa una de estas disciplinas. Cabe señalar, sin embargo, que los egipcios no conocían el zodíaco. Este será importado a Egipto desde Babilonia en el período ptolomeico. Como la astrología, las prácticas de lecturas de cartas y de la palma de la mano, así como la adivinación, son otras expresiones de esta tradición ocultista. Muchas de estas prácticas todavía subsisten en nuestros días, y suelen ejercer un atractivo muy especial en muchos.
En todas las prácticas descritas suele aparecer un fenómeno interesante: la lectura. El iniciado en el ocultismo se atribuye un poder especial para leer, para descifrar aquello que para otros pareciera ser completamente imposible de ver o de entender. El iniciado observa la realidad como un texto escrito simbólicamente, de manera cifrada, en el que se guardan importantes secretos a los cuales sus conocimientos le dan acceso. El Alto Sacerdote tiene por tanto el poder de develar lo que se oculta, de sacarlo a la luz, de retirarlo de la sombra.
Esta lectura puede dirigirse hacia muy distintos lados. Algunos pueden leer aquellas dimensiones ocultas de la personalidad, o bien las dimensiones ocultas de determinadas circunstancias o encrucijadas. Muchas otras veces se sostiene la capacidad de poder leer el futuro, lo que implica el supuesto de que este ya está escrito, y que solamente no encontramos el texto que lo contiene o la manera de descifrarlo. En esta versión, el futuro ya está determinado. Nuestra impresión de que el futuro está abierto es sólo el reflejo de nuestra ignorancia.
Para quienes participan en la corriente del ocultismo no suele tener mayor importancia participar en la construcción del futuro. Esta participación es muchas veces vista como el resultado de una ilusión, pues el futuro ya está definido. Sólo podemos hacer lo que el destino ya tiene escrito para nosotros; hagamos lo que hagamos, sólo nos cabe cumplir con nuestro destino. Si buscamos arrancar de él, lo que estaremos haciendo es caminar a su encuentro y asegurar su implacable cumplimiento. Desde esta perspectiva, lo más importante, por tanto, es aprender a descifrar los mensajes en los cuales el futuro esconde su secreto. A pesar del tiempo transcurrido el espíritu de Egipto está todavía vivo, y muchas veces lo encontramos presente en nosotros mismos. Cuando nos observamos, solemos encontrar en nuestro interior un inconfundible sustrato egipcio.
Weston, febrero de 2005
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