Читать книгу Sentir, entender, amar, creer - Rafael Gómez Pérez - Страница 6

Оглавление

3. El corazón en el Nuevo Testamento

«Porque donde está tu tesoro, allí estará también tu corazón»

(Mateo 6, 21)

Como ha sido notado muchas veces, cuando se lee el Nuevo Testamento a continuación del Antiguo se advierte, por un lado, la continuidad; por otro, la diferencia. La diferencia radical es el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios.

En el Antiguo Testamento Yahvé se relaciona con el pueblo que ha elegido, pero a la vez está muy por encima, en la gloria de su majestad. En el Nuevo, el Hijo de Dios que es uno con el Padre y el Espíritu Santo, se hace hombre. Es Dios, pero a simple vista no es más que un hombre entre los hombres y mujeres de su tiempo, en su relativamente breve vida humana en la tierra.

En el Antiguo Testamento se podía atribuir a Yahvé un corazón, pero solo como una figura de lenguaje. En el Nuevo, Jesucristo tiene un corazón real, de carne. Y él mismo utiliza el término corazón para referirse a toda su única persona, la divina, quizá para que no se olvide de que tiene también una naturaleza humana.

Los autores de los libros que componen el Nuevo Testamento, todos judíos, conocen los libros sagrados de su tradición, del Génesis en adelante. El uso del término corazón para referirse a una multiplicidad de hechos, virtudes, vicios, emociones, pasiones… no podía pasarles inadvertido. De hecho, ellos también lo emplean ampliamente.

La lógica del corazón

Eran casi innumerables los preceptos de la ley mosaica, pero los mejores lectores de esa ley, en los años de Cristo, sabían que el central era el del Deuteronomio 6, 5: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente». Cuando (Mateo 22, 34-39) un fariseo, legista, pregunta a Jesús que cuál es el gran (megale) mandamiento, Jesús recita ese texto del Deuteronomio y confirma: «Este es el gran mandamiento y el primero (prote)». Y añade, sin que se lo pregunten: «El segundo (deutera), y semejante a este, es: “Amarás al prójimo como a ti mismo”» (Levítico 19, 18).

En Marcos (12, 28-34) quien pregunta es otro, con buena intención, y la respuesta es algo más amplia: «Escucha, Israel: el Señor, nuestro Dios, es un solo Señor, y amarás al Señor con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente y [se añade] con todas tus fuerzas. El segundo es este: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Mayor que estos otro mandamiento no hay”».

En Lucas (10, 25-29) pregunta un legista con ánimo de tentarle, y Cristo hace que el mismo que pregunta responda: «Amarás al Señor, Dios tuyo, con todo tu corazón, y con toda tu alma y con toda tu fuerza y con toda tu mente, y al prójimo como a ti mismo». Al preguntar de nuevo el legista «¿quién es mi prójimo?», se narra la parábola del buen samaritano, quizá, con la del hijo pródigo, la más entrañable de los Evangelios. En las dos tiene que ver el corazón.

En la del buen samaritano se dice que este, al ver al hombre malherido, «se le enterneció el corazón» (Lucas 10, 33), la misma expresión (Lucas 15, 20) que en la del hijo pródigo. La versión latina dice «misericordia motus est», siendo, como es patente, la misericordia cosa del corazón.

La lógica de los Evangelios es la lógica del corazón, de la misericordia. De la misericordia de Dios han de aprender los humanos: «Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia» (Mateo 5, 6).

El corazón, bien dispuesto, une. Se dice de los primeros cristianos que eran «un solo corazón y una sola alma» (Hechos 4, 32).

Es causa de paz, de descanso: «Aprended de mí, pues soy manso y humilde de corazón y hallaréis reposo para vuestras almas» (Mateo 11, 29). Será en adelante uno de los pasajes más comentados por los escritores cristianos, la consagración de la humildad, cuya hondura solo se ve en Cristo, que siendo Dios, «no vine a ser servido, sino a servir» (Mateo 20, 28).

Esa lógica no ahorra el sufrimiento, la angustia, la congoja. «A impulso de una gran congoja y angustia de corazón os escribí con abundantes lágrimas, no para que os entristezcáis, sino para que conozcáis el amor que os tengo» (2 Corintios 2, 4). Sentir en el corazón es hacerlo profundamente, no como esos que «se glorían en la faz [es decir, en la apariencia] y no en el corazón» (2 Corintios 5, 12).

Amar a los demás es «os tengo en el corazón» (Filipenses 1, 7). La distancia no hace disminuir el amor: «huérfanos de vosotros por breves momentos, con el cuerpo, no con el corazón» (1 Tesalonicenses 2, 17). «Amaos de corazón intensamente los unos a los otros» (1 Pedro 1, 22).

Corazón, mente, palabras, hechos

Como en el Antiguo Testamento, en el Nuevo el corazón es la sede de los pensamientos. «Arrepiéntete, pues, de esa maldad y ruega al Señor por si tal vez te sea perdonado el pensamiento de tu corazón» (Hechos 8, 22, Pedro a Simón el mago).

También de los propósitos: «animaba [Bernabé] a todos a perseverar en el propósito del corazón fieles al Señor» (Hechos 11, 23). Y esos propósitos están en el ámbito de la libertad: «El que se mantiene firme en su corazón, no viéndose forzado, sino que es dueño de hacer su voluntad, y esto ha resuelto en su corazón…» (1 Corintios 7, 37, a propósito de la elección entre virginidad o matrimonio). San Pablo insiste en esto: «Cada uno según que tiene determinado en su corazón: no de mala gana ni por fuerza, que Dios ama al que da con alegría» (2 Corintios 9, 7).

El discurso de Pedro sobre la conducta de Ananías y Safira, el matrimonio que vendió un campo para socorrer a las necesidades de la comunidad (pero se reservó fraudulentamente una parte), es una demostración del valor de la libertad: atribuye a Satanás posesionarse del corazón de Ananías. «¿Es que de no venderse dejaba de ser tuyo y, una vez vendido, no quedaba el precio en tu poder? ¿Cómo es que pusiste en tu corazón ese enredo?» (Hechos 5, 3-4).

Corazón quiere decir todo el ser humano, de él sale lo bueno o lo malo. «El hombre bueno, del buen tesoro de su corazón, saca lo bueno; y el malo, del malo saca lo malo; porque de la abundancia del corazón habla la boca» (Lucas 6, 45). «Las cosas que salen de la boca del corazón salen y estas son las que contaminan al hombre. Pues del corazón salen los malos pensamientos: homicidios, adulterios, fornicaciones, falsos testimonios, blasfemias» (Mateo 15, 18-19). Según Juan (13, 2) el diablo «puso en el corazón de Judas» la traición a Jesús.

Las palabras y hechos destacados se guardan en el corazón, como hicieron los que vivían cuando Juan el Bautista fue concebido (Lucas 1, 65). Pero singularmente María, la primera asistente a las maravillas de Dios: «María guardaba todas estas palabras, ponderándolas en su corazón» (Lucas 2, 19); «y su madre guardaba todas estas cosas en su corazón» (Lucas, 2, 51). Aparece también en la declaración de la parábola del sembrador (Lucas 8, 15). La semilla que cae en buena tierra (no a la vera del camino, ni entre piedras, ni entre espinas): «estos son los que, con corazón bueno y óptimo, la retienen y llevan fruto con su constancia».

Corazón es atención a lo interior (1 Pedro 3, 4). El corazón ha de ser el guía cuando se tiene responsabilidad sobre otros: «Apacentad la grey de Dios que está en vosotros, gobernando no por fuerza, sino de grado, según Dios; y ni por tope lucro, sino por inclinación de corazón» (1 Pedro 5, 2).

Lo bueno en el corazón

 limpieza: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mateo 5, 8). «Sigue más bien tras la justicia, la fe, la caridad, la paz, con los que invocan a Dios con limpio corazón» (2 Timoteo 2, 22);

 pureza: la caridad nace de un corazón puro (1 Timoteo 1, 5);

 obedecer de corazón (1 Romanos 6, 17) es obedecer en libertad, que es la mejor forma;

 fe: «y no titubeare en su corazón, sino que tuviere fe» (Marcos 11, 23);

 arrepentimiento o dolor de corazón: «sintieron traspasado de dolor su corazón» (Hechos 2, 37);

 sinceridad: que ensancha el corazón: «os he hablado de forma patente, nuestro corazón se ha dilatado» (2 Corintios 6, 11); «lleguémonos con sincero corazón, con plena convicción de fe, purificados los corazones de conciencia mala» (Hebreos 10, 22);

 sencillez: «partiendo el pan en sus casas, tomaban el sustento con regocijo y sencillez de corazón» (Hechos 2, 46). También Efesios 6, 5;

 alegría: Cristo anunciando su resurrección: «ahora ciertamente tenéis congoja, más otra vez os verá y se gozará vuestro corazón» (Juan 16, 22). Dios llena de alegría los corazones (Hechos 14, 17);

 ardor (por amor), como cuando los discípulos que iban a Emaús tardaron en reconocer a Cristo resucitado: «¿Acaso nuestro corazón no ardía cuando él nos hablaba en el camino?» (Lucas 24, 32);

 tristeza, si es por amor: «Antes, por haberos dicho yo estas cosas la tristeza ha llenado vuestro corazón. Pero os digo la verdad: conviene que yo me vaya» (Juan 16, 6);

 apertura a Dios, que es gracia de Dios: «Y cierta mujer por nombre Lidia, vendedora de púrpura en la ciudad de Tiatira, que adoraba a Dios, estaba escuchando; cuyo corazón abrió Dios para que prestase atención a lo que Pablo decía» (Hechos 16, 14);

 solicitud por los demás: «Y gracias a Dios, que inspira en el corazón de Tito la misma solicitud por vosotros» (2 Corintios 8, 16);

 luz para conocer: «iluminados los ojos de vuestro corazón» (Efesios 1, 18);

 se fortalece con la gracia (Hebreos 13, 9).

Lo malo en el corazón

 la dureza: «Moisés, en razón de vuestra dureza de corazón, os permitió repudiar vuestras mujeres» (Mateo 19, 8). Un grado menor de la dureza es el encallecimiento que Cristo reprocha a los discípulos: «¿Tenéis encallecido vuestro corazón? ¿Teniendo ojos no veis y teniendo oídos no oís?» (Marcos 8, 17-18). En san Pablo es frecuente: «según tu dureza e impenitente corazón» (Romanos 2, 5);

 la insensatez: «se entenebreció su insensato corazón» (Romanos 1, 21);

 la incircuncisión de corazón, es decir, no quitar de él lo contrario a la voluntad de Dios. Al final del largo discurso de Esteban, el primer mártir, se dice contra quienes lo iban a lapidar: «¡Duros de cerviz e incircuncisos de corazón y de oídos!» (Hechos 7, 51);

 celos amargos y espíritu de contienda: «pero si tenéis en vuestro corazón celos amargos y espíritu de contienda no os jactéis ni mintáis contra la verdad» (Santiago 3, 14);

 engaño: «si alguno piensa ser hombre religioso, no frenando su lengua, sino engañando su corazón, vana es su religión» (Santiago 1, 26);

 codicia: «que tienen el corazón curtido en la codicia» (2 Pedro 2, 14).

Otras maldades del corazón se señalan en el Nuevo Testamento (singularmente la soberbia, la avaricia, la envidia, la mala ira, la gula), pero no referidas explícitamente al corazón, sino a la persona que es sinónimo de corazón.

Una clave definitiva

Aunque referido al afán de posesión, al deseo de acumular tesoros en la tierra, enseñando que es preferible atesorar en el cielo, el final de ese pasaje tiene un valor esencial, que se adentra en la profundidad del ser humano, de su interioridad: «porque donde está tu tesoro, allí estará también tu corazón» (Mateo 6, 21).

El corazón es la conciencia y este sentido puede leerse en este pasaje de 1 Juan 3, 19-21: «En esto conoceremos que somos de la verdad, y en su presencia tranquilizaremos nuestro corazón, aunque el corazón nos reproche algo, porque Dios es más grande que nuestro corazón y conoce todo. Queridísimos: si el corazón no nos acusa, tenemos plena confianza ante Dios y recibiremos de Él cuanto pidamos, porque guardamos sus mandamientos y hacemos lo que es grato a sus ojos».

Sentir, entender, amar, creer

Подняться наверх