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La Bala

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A Ulises Zarazúa

La mujer cumplió con su ineluctable destino: murió en el escenario con el pecho destrozado por una bala. Recién iniciaba su acto, el desnudo principal de famoso e innombrable lugar, cuando fue asesinada por un tipo sin escrúpulos, un demente que, al parecer, la amaba al grado de matarla antes de ser rechazado por hembra tan exquisita.

Ni siquiera se había despojado de la primera prenda cuando la bailarina se percató que le habían disparado. Que una bala se dirigía a ella. Sorprendida por el hecho, de inmediato buscó en el público al causante de tan terrible acción. Entre el denso ambiente de espejos y luz negra, descubrió el arma homicida y atrás, al instante, reconoció al hombre que la había utilizado. Hasta ese momento lo comprendió: aquel sujeto que la hostigaba, que decía amarla con locura, era capaz de una barbaridad como la que acababa de cometer. Tuvieron razón sus compañeras, el despechado terminó por vengarse.

Sin embargo, no dejó de bailar, como a diario, estaba convencida de que tenía que demostrar por qué era la mejor chica de ese sitio. Pero una bala, habrá que admitirlo, distrae demasiado. Sobre todo a quien va dirigida. La cadencia y sensualidad características en la bailarina, se convirtieron en franca torpeza. Además, los hombres no la observaban con la atención y el deseo acostumbrados. Muchos optaron por observar el proyectil que pasaba sobre sus cabezas, despedazando las volutas de humo de los cigarrillos y el deseo emanado por los asistentes. Lo señalaban, y, algunos, hasta reían divertidos. Los que no querían tener nada que ver con la policía, prefirieron pagar su cuenta y se largaron. Fue demasiado para la bailarina estrella.

Detuvo el baile. Se permitió un breve sollozo, con un estilo histriónico inigualable, por si acaso en el público se encontraba un productor inteligente, uno nunca sabe. Y el animador, contrariado, le ordenaba que continuara hasta la muerte. Lo ignoró; molesta, llamó a los elementos de seguridad. Les reclamó a gritos haber permitido la entrada del sujeto, y lo imperdonable, que se haya colado con un arma. Los hombres lamentaron el terrible descuido, pidieron perdón y prometieron detenerlo hasta que llegara la policía. Por desgracia, por ella poco podían hacer, el loco ya había disparado.

No le fueron suficientes las disculpas, bajó del escenario, se dirigió a la oficina de su amante, el dueño del negocio. Entre lágrimas le explicó lo del loco, el hostigamiento, la interrupción, el disparo. Él, con franco aburrimiento, se limitó a la vieja promesa de hacer algo al respecto y ándele mamita, que la casa pierde. La invitó a que de inmediato subiera al escenario y tratara de terminar su acto antes de morir, los inspectores del ayuntamiento son cabrones y luego si uno no cumple, mamita, ya ves. No le permitió decir más.

Su segundo intento, y último, por continuar el baile resultó insoportable, la bala más cercana y la despreciable presencia del tipo que frente a ella sostenía el arma y todavía mantenía flexionado el dedo que la accionó, eran intolerables. El obsesionado que la seguía a todo lugar, el que noche a noche se sentaba en la misma mesa para repetir gesticulaciones obscenas y, después, las groseras invitaciones nunca aceptadas. Hasta que, cansada, pidió que fuera echado a patadas entre las amenazas que hoy se cumplían.

Bajó de nuevo. Decidida, fue directo al casi asesino. Lo empezó a insultar con una rabia inédita en ella. Reclamó, por fin, el asedio, su obstinación, la carrera meteórica que cortaba, y, sobre todo, su inevitable muerte. Quiso escupirlo, despedazarlo con sus propias manos y otras tantas cosas que ya no pudo hacer. El público ya le exigía que tenía que subir, la bala estaba a punto de llegar y ella abajo en algo ya inútil. Lo dejó en paz. Siempre hay que obedecer al público, se dijo a sí misma.

Calculó el tiempo restante, fue al baño, cambió su maquillaje, se arregló un poco el pelo y, por fin, subió al escenario, resignada.

De Samor y otros lugares cursis

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