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Prólogo

Somos contingentes, podríamos ser de una manera o podríamos, más radicalmente, no ser. Somos imperfectos y nos resulta fácil imaginar un mundo mejor, limpio de tantas máculas que lo afean. Nuestro conocimiento es limitado, expuesto a mil incertidumbres que lo oscurecen. Somos seres históricos, hijos de una tradición particular y variable que nos condiciona y nos explica. Teniendo presente todo lo anterior, un cierto relativismo hace justicia a nuestra mudable condición y, paralelamente, un cierto escepticismo en el ser y el conocer parece convenir a las vicisitudes de nuestra naturaleza.

Ahora bien, siendo como somos, sentimos un anhelo que nos trasciende. Somos particulares capaces de presentir la difusa generalidad de las cosas, individuos singulares abiertos a la totalidad del ser, conciencias personales dotadas de una imaginación abarcadora del universo entero. Aunque nuestra experiencia es fragmentaria, somos aptos de concebir un absoluto que está por encima de las antinomias irresolubles que afligen nuestra existencia.

Peregrinos del absoluto sugiere esa doble dimensión. Los peregrinos somos nosotros, que recorremos el camino de la vida. El absoluto —eso que por definición está «absuelto», libre e independiente de cualquier limitación— se cierne sobre los peregrinos más allá del camino y, desde su atalaya inalcanzable, nos incita, nos convoca, nos interpela como una alternativa, quizá imposible pero atrayente, a la insuficiencia de nuestra vida mortal.

En principio, la relación que tenemos con lo absoluto es de distancia infinita. De un lado nosotros, de otro lo absoluto, que por eso mismo es lo absolutamente otro de nosotros. Ninguna de nuestras potencias ordinarias nos pone en conexión directa con ello porque seguimos secuestrados por los límites de la experiencia.

Pero he aquí que determinados estados alterados del espíritu humano, fuera de la experiencia ordinaria, obran lo inesperado en algunos individuos carismáticos que logran peraltarse hasta el absoluto, convulsionando la cotidianidad en que habitualmente moramos. Ha habido filosofías, como las de Plotino, Nicolás de Cusa, Leibniz o Hegel, que han tratado de apresar el absoluto en el concepto. Pero la palanca, el resorte de esa alteración maravillosa de la conciencia suele ser un sentimiento extático que desborda los cauces por donde discurre la normalidad humana y da a parar a lo inefable, lo indecible, lo indefinible, lo inabarcable, confundiéndose en las aguas de esta inmensidad.

La mística nos descubre una grandeza abarcadora que está más allá de las cosas humanas y con respecto a la cual estas, anudadas entre sí, toman los contornos que le son propios. Somos relativos en comparación con otra realidad que no lo es: así que lo absoluto conocido por el sentimiento místico nos constituye en la contingencia trascendente que somos. Los estudios que componen Peregrinos del absoluto serían, por esta razón, oportunos en cualquier época de la cultura, porque atañen a la invariable condición humana. Pero lo son particularmente en la nuestra, toda vez que la Modernidad tardía ha declarado su descreimiento sobre cualquier modalidad de absoluto. Hemos pasado del sano relativismo —que nos protege frente al riesgo de beatería hacia lo que no merece misticismo ninguno— a un relativismo furioso, obnubilado, que nos desposee de la idea de Todo y clausura cualquier forma de mística, privándonos, por tanto, de una experiencia constitutiva de lo humano.

Los doce testimonios que nos presenta Rafael Narbona, la mitad de ellos del pasado siglo XX, contemporáneos nuestros, conforman una galería impresionante de místicos, cada uno a su manera, pero unidos por el elemento común de ser escritores que usan la literatura para registrar su vivencia extrema y comunicarla a los demás. La mayoría son místicos del Dios bíblico, Ser supremo, pero no faltan místicos inversos de la Nada también suprema, de la eternidad de la gran poesía, del divino arte de la imaginación o del erotismo febril que transgrede los confines dados. Cada uno de los retratos dibuja un ensayo sobrehumano de ser humano; el conjunto nos convence sobre la necesidad de dotarnos de una capa de misticismo que sacuda nuestra cotidianidad intrascendente y le haga incisiones, mellas y hendiduras, aunque sea por algunos instantes, para que se permee de algo mayor. El estilo del ensayo, escrito como en trance que imita el de los retratados, contribuye decisivamente al resultado.

Rafael Narbona ha acertado, en mi opinión, en el tema y en la forma de contarlo. Estas líneas solo quieren ser una invitación a la lectura de este bello libro.

Javier Gomá Lanzón

Peregrinos del absoluto

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