Читать книгу Los mosaicos ocultos - Rafael Trujillo Navas - Страница 2

Оглавление

© Derechos de edición reservados.

Letrame Editorial.

www.Letrame.com

info@Letrame.com

© Rafael Trujillo Navas

Diseño de edición: Letrame Editorial.

ISBN: 978-84-18362-66-8

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

IMPRESO EN ESPAÑA – UNIÓN EUROPEA

.

A Isabel, por su bondad natural y su apoyo.

PRÓLOGO PARA LA OBRA LOS MOSAICOS OCULTOS

DE RAFAEL TRUJILLO NAVAS

Rafael Trujillo Navas comienza su andadura literaria en Sevilla, con la fundación junto a otros poetas del Grupo Poético Barro. Con el tiempo sus preferencias expresivas le llevaron específicamente a la narrativa y a lo largo de los últimos años ha sido premiado en múltiples ocasiones.

Con la novela Los mosaicos ocultos se afianza su vocación narrativa, que se expresa partiendo de su trayectoria literaria, en la que ya se puede apreciar su madurez para abordar narraciones de alcance y en la que las cualidades ya mostradas en su obra anterior: elaboración minuciosa de los personajes, penetración psicológica y fuerza e intensidad de los temas en las que tales cualidades se vierten y muestran en situaciones conflictivas y al límite. En esta novela se desarrollan con mayor extensión e intercambio las relaciones que se abren entre los distintos personajes.

La Poesía es una forma superior del conocimiento, dijo Vicente Aleixandre, al ser requerido sobre qué era para él la Poesía y esta dimensión desde luego es aplicable a la Literatura (buena Literatura) en general. Esta concepción se pone de manifiesto en la obra de Rafael Trujillo y de manera particular en Los mosaicos ocultos. La propia composición de esta novela muestra dicha visión en el autor, muy expresa en la formación, pero sobre todo en la transformación de la realidad.

A través de la impulsión de los recuerdos del personaje principal, la narración va recorriendo toda su trayectoria de vida y este va siendo consciente del desgaste que esa trayectoria va operando en su persona, fruto de sus contradicciones que como una inevitable y necesaria fatalidad le imponen las circunstancias y relaciones en las que se ve envuelto voluntaria e involuntariamente.

La sustancia objetiva de esta novela es ya de una fuerza evocativa indudable. Nos movemos en una acción que se desenvuelve en buena parte en la excavación de una villa romana, en el ámbito geográfico de Turquía, que en los términos subjetivos de la novela es una exhumación del pasado y en la que se cruzan, por una parte, la vocación por la Arqueología desde una sincera búsqueda en la historia de la expresión de la belleza y perfección de las civilizaciones antiguas, y, como estímulo y lección viva. En ello juega un papel el valor artístico y cultura del hallazgo y la conexión emocional con la narración de pasión, dominación violencia y venganza, contenida en el mosaico exhumado. Entra a formar parte de la novela la perversión de esa Arqueología en un mundo en el que nada de lo anterior: historia, arte y cultura, parece tener sentido si no va por delante el beneficio personal que ello pueda representar. En este bando se concitan muchos personajes e intereses. Los que se han convertido en profesionales a raíz del mundo de la cultura y de la ciencia y que acaban por olvidarse de estas para entregarse a sus fines egoístas. El mismo afán, corrupción y negocio de coleccionistas, marchantes y peritos venales, así como agentes oficiales, que ejercen como alcabala de paso, ya sean gobiernos o autoridades de facto; guerrilleros o terroristas.

En suma, forma parte del objeto de la novela el sometimiento final a la codicia y la inmoralidad, que como un contagio disperso y difuso invade a los personajes y su comportamiento —«el cinismo se aprende», dice uno de los personajes—, insensibles ante la violencia y muerte que puede aparejar. Todo a su vez en un escenario en que las guerrillas del Kurdistán y el Estado Islámico se hallan presentes.

Esta muy sucinta referencia del núcleo argumental de la novela es solamente y grosso modo una idea del escenario en que se desarrolla la verdadera trama social y psicológica que abarca a distintos personajes y que se presentan como actores de aquella. Personajes que se hacen presentes en una muy elaborada sucesión de escenas a modo de actos de una obra dramática y que discurren en momentos del pasado y presente.

Siendo conocida por sus narraciones la capacidad de Rafael Trujillo en la creación de un ambiente propicio a la introspección en los «entresijos del alma de los personajes», en Los mosaicos ocultos y favorecido por la dimensión de la obra, esta característica se hace más intensa y se hace más evidente. Se hace intervenir como parte activa de esa introspección al propio ambiente e incluso a los objetos y sensaciones asociadas, todo ello con una expresión literaria con alguna pincelada lírica, tales como: «…el desamparo que descendía por las paredes en busca de la silenciosa penumbra» o interactuando con ellos: «...se abismó en las vidrieras del pabellón. Se imaginó habitar dentro de ella, ser una figura en aquella fronda de cristal»; o fantaseando con la visión del mar ante un paisaje urbano y que surge de su estado de ánimo: «un mar proceloso teñido de hojas del color de la herrumbre y amarillos tostados».

Todo se mueve en Los mosaicos ocultos animado por la creación literaria, que supone por otra parte el ingreso en un mundo paralelo. Una realidad aparte donde Rafael Trujillo se introduce en busca de la autenticidad, la que subyace en la propia ficción de un mundo en el que se permite hallar ese acceso superior y privilegiado al conocimiento de la verdad, que él defiende.

Se diría que la verdad en el sentido de autenticidad o develación se hace patente en la ficción literaria. Algo alegórico de esta contradicción intrínseca de la creación literaria se deja ver de forma inversa en la realidad prosaica de la novela cuando uno de los personajes, característico de esa condición, dice: «El arte de mentir radica en el tono con el que se cuenta la verdad».

Esta capacidad de introspección, apoyada fundamentalmente en el uso del monólogo y observación interior, viene muy bien nutrida y acompañada por el despliegue de abundantes y excelentes recursos descriptivos y narrativos tanto de las actitudes y reacciones de los personajes como del paisaje, de ambiente rural o urbano. También de las actitudes, pensamientos y relaciones de los personajes y, en particular, de las relaciones sexuales, o más bien eróticas, en las que el lenguaje surge con naturalidad, desnudo de culpa, artificios y del peso de clichés culturales. El autor logra integrar la expresión instintiva de lo erótico con el sentimiento. A este efecto cabe indicar que la obra está atravesada en toda su extensión por una historia de amor sostenida y definitiva, forjada como parte indisoluble de afectos primigenios, generadores de una inevitable e intensa conexión.

En la citada riqueza de recursos narrativos se pone de manifiesto la calidad literaria de Los mosaicos ocultos, y se destaca en este aspecto el uso de referencias y técnicas teatrales, cinematográficas y de cómic, que enriquecen y acercan a los lectores y las lectoras a lo contado por el autor.

La novela discurre por una parte en Turquía, como se ha indicado, en cuanto a la situación de la excavación que comprende la parte que condiciona la trama. No obstante, sus personajes principales tienen su origen y circunstancias de herencia y encuadre social en primer término en Córdoba y Baena, pueblo del autor y en segundo término en Sevilla. Esta situación geográfica conecta la cultura mediterránea y latina de Andalucía que se manifiesta también en la similitud con la idiosincrasia de los personajes de Turquía.

Los mosaicos ocultos son en la novela los que componen la íntima y laberíntica condición del ser humano, que se monta con teselas de muchos colores y que en forma fluctuante o alternativa se muestran con belleza y nobleza o bien con miseria o indignidad y que nunca llegamos a conocer en su dimensión auténtica, pues se ocultan tras los muchos errores, grandezas e irracionalidad, que anidan en cada uno de nosotros.

Sevilla, 14 de enero de 2020

Ignacio González Vila

CAPÍTULO 1

¿Por qué se demora la noche? La oscuridad y sus monstruos serían de agradecer ahora. Al menos la negrura haría más confusas las caras, el barullo de muebles y ropas acumulados en una de las aceras del Brillante. Alfonso, el mayor de los hijos permanecía junto a la madre, aguantado las ganas de mirarla para no provocarle ese llanto manso de los últimos días. El menor de los dos, Milo, llevaba un tiempo sentado en el sillón de orejeras, con un balón manchado de barro entre las manos. Miraba el caminar de su padre, su falta de aplomo en el suelo. Verlo con aquel aspecto le provocaba un sentimiento chocante de pena y rencor a un tiempo. Le dolía tenerlo delante, el traje arrugado, las manchas de cal sobre la espalda, los faldones de la camisa sin arremeter, el dorso de la mano derecha arañada del roce de la cómoda. Seguía con sus ojos empequeñecidos de cansancio el ir y venir de su padre, a trancos irregulares, de soldadito articulado; parecía que alguien invisible lo empujase con mala hiel hacia la cabina telefónica y al llegar a ella tirase de él hacía atrás. Desde el sillón de cuero, bajo el cielo raso, con una actitud solemne, cómica en alguien de once años, lo observó gesticular con el teléfono pegado a una oreja y luego a la otra. Había urgencia en sus movimientos, cobardía por la manera de asentir con la cabeza, por su voz descontrolada, aunque por instantes esa voz se achantase y sonase a rezo. Oía los sollozos repentinos de su padre, tan inhábiles en una persona mayor. Indignos. Le avergonzaron aquellos sollozos, ignoraba que su padre fuese tan poca cosa.

Milo, apretó fuertemente el balón contra su pecho al sentir un miedo desconocido para él, una inseguridad adherida a las tripas. El mismo pavor helado que volvería a sobrecogerlo puntualmente durante media vida, en Túnez, en Baena, en la Isla de Creta, en Turquía, donde las circunstancias pusieran en funcionamiento su memoria y lo devolviesen a aquella noche de radical abandono.

Algunos de sus antiguos vecinos conducían sus coches sin girar del todo el cuello hacia la familia arrumbada en la acera. Curiosamente, los menos relevantes del barrio, dedujo Milo: Cristóbal Balbuena el de las churrerías, por ejemplo, o Chelo la matrona, contemplaban con el motor casi a ralentí el abrigo hecho con cobertores mal amarrados desde el aparador al respaldo de las sillas del comedor. Pertrechados en sus coches, a salvo de la miseria, eran estos los más ávidos en captar el desavío de la mujer, de sus hijos, de Teófilo, tan amigo a festejar cualquier evento. Satisfecha su curiosidad, aceleraban sus coches o aligeraban sus pasos hasta cruzar la verja de su jardín o perderse bajo la línea rasante de la calle.

La mujer, apenas contaba con fuerza para hablar con sus hijos y hacerles comprender el desastre sobrevenido en pocas semanas. Tomaba aliento y sus facciones de piel fina adquirían una entereza imposible de mantener más allá de un minuto. Les hablaba de la pronta llegada de la tía Eulalia, su hermana, de la aventura de vivir en el campo durante una temporada, de estudiar en un instituto público, menos ñoño que el de los padres salesianos. Y los dos la miraban con sus caras sucias de haber jugado en un jardín que ya no era de ellos, sin decir nada, con la necesidad de ser abrazados por su madre, entibiadas sus carnes y sus ánimos por ella.

Milo se retiró de la madre y se sentó sobre la acera, retrepado contra el paredón del chalet. Apoyó la barbilla en las rodillas y clavó la mirada en el reverbero de la farola encendida sobre el asfalto. Mantuvo sus ojos a la misma altura durante un tiempo indefinido, como al acecho; luego, aventó la atmósfera a su alrededor y más tarde se llevó el balón bajo la nariz y olió a tierra y a grama. Aquella noche pugnó por transfigurarse para sus adentros en un chucho sin pensamiento, desalmado, exento de la amenaza de la inseguridad cósmica de hacía un rato. Sus padres serían olores, animales empinados, sin apenas color, exuberantes de efluvios apetitosos, que emitían ruidos de enfado o muy cálidos, como si fuesen a acariciar a un bebé y no a un perro de mil leches. Sin embargo, de ser un chucho, su cabeza no debería haber retenido la imagen de la cara descompuesta de su padre y la boca seca de saliva. La declaración humillante de su malandanza; el juramento que vino después de la culpa: «Os compensaré en el futuro, aunque ahora venga lo peor». Milo, se lamió una mano y se rascó con el talón la otra pierna. De haber sido un can hubiese recordado sin gozo ni pesar las visitas del funcionario del juzgado, un hombre achaparrado, con una verruga poco más arriba de la frente y una nariz tuberosa. Firme aquí y en la otra cara, aquí, don Teófilo, dijo a su padre con resignación y la mirada inmóvil. Poco antes de la hora del almuerzo llegaron los del banco. Milo y su hermano trasladaron platos y mantel a la mesa de la cocina, mientras al otro lado de la puerta, un hombre de piel cerúlea, recitaba con tono aburrido, los muebles, adornos, alfombras y las pinturas cuya compra había costado bastante dinero y disgustos entre los padres de Milo. «Raquel, mírame, razona: dentro de unos años esos cuadros valdrán el triple, confía en mí». La mujer punteaba en un listado los objetos dictados por su compañero. Milo odió los aspavientos de la mujer. La dureza reflejada en el rostro de ella al pasar delante del artefacto de ropas y muebles en la acera, la omisión de un saludo, de unas palabras dirigidas a Raquel, a ellos. ¡Mezquina!

Durante la noche los hermanos habían abierto un agujero en los setos del chalet habitado hasta ayer mismo por la familia. Agrandaron la brecha, desoyendo la prohibición titubeante del padre, hasta que sus cuerpos se internaron en el parterre delantero del chalet. Allí estaban los muebles de los dormitorios, el armazón de las camas, los colchones protegidos con un plástico, diseminados por el césped, con destino inmediato a La Partición. En aquel momento, la luna iluminaba la fachada delantera de la casa, el camino de losas de barro cocido que acababa a un paso del agua espectral de la piscina, donde tantas veces habían buceado con los ojos abiertos y enrojecidos por el cloro en busca de la moneda lanzada por la madre, por la tía Eulalia. Al cabo del tiempo, harían lo mismo, en competencia con Berta, usando tornillos de aperos en las aguas verdosas del Guadajoz.

¿En qué momento se había ido todo a la mierda? Alfonso buscó una respuesta, mientras miraba a su hermano deambular a cuatro patas, husmear el suelo y mordisquear ramitas de yerba. No compliquéis la cosa, puñeta, ¡venid aquí! El padre quiso imponerse; pero les riñó por reñir, con sus facciones carnosas enmarcadas en la abertura del seto. Tardaron en saltar desde el tabique a la acera y en dirigirse hacia la madre. Ella apenas había cambiado de posición, estaba sentada en la butaca adamascada de su dormitorio, con el abrigo echado sobre los hombros, acercándose a los ojos los papeles del juzgado para releerlos al principio con incredulidad y luego impresionada. Milo se enroscó en el sillón y apoyó la cabeza en el brazo de cuero. Su campo de visión abarcaba hasta la carretera por la que se va al hospital de los Morales, enclavado en la sierra, especializado antiguamente en tuberculosis y otras enfermedades de bronquios. Veía el tránsito de algún coche, de motos cuyos escapes atronadores parecían taladrar la noche. Era muy tarde y ellos aún allí, a la espera de comenzar a olvidar el chalet, como si el olvido de algo fuese desearlo y cumplirse. «¡Pobre!», exclamó Milo. Su padre sabía jugar con las palabras, llenarle a uno la cabeza con ellas hasta que le salían por los oídos convertidas en chorros de ruido. Lo observaba y podía escucharlo un poco. Consultaba el reloj de la esposa, al suyo le saltó la esfera al subir la puerta del parking, sería la rabia de tener a su lado al operario municipal, a la espera de llevarse el Range Rover al depósito.

Un viento antojadizo de finales de otoño agitó las hojas de los álamos del chalet de la marquesina de hierro y cristal. La cobija de mantas se infló y Teófilo tuvo que lastrarla en su centro con el peso de una mochila. Milo recreó su mirada en la masa voluble de las copas de los árboles y escuchó un fragor parecido al de las aguas del río. Esos estímulos le fueron cerrando los párpados hasta dormirlo. Su hermano se le acercó y lo vio abrazado al balón, con un pegote de barro en el pabellón de la oreja. En silencio fue en busca de la toalla de baño de estrellas de coral y se la echó sobre las piernas. De vuelta al lado de su madre distinguió al fondo de la calle a dos personas apeándose de sus motos de depósito abultado. Ambos las anclaron al bordillo y luego se desprendieron de sus cascos. Movieron a uno y otro lado sus cabezas rapadas. Alfonso miró con una actitud interrogativa a su padre; pero este estaba arrellanado con mala postura en uno de los sillones de teca. Desvió los ojos hacia su madre sumida en la lectura reiterativa del fajo de papeles sellados y los desvió de nuevo hacia su padre. Apretó una mano contra otra y renegó con la cabeza. No quería despertarlo, pero los motoristas seguían allí. Los óvalos de sus caras estaban orientados claramente hacia ellos. Oía los ronquidos entrecortados de su padre, la retahíla de frases truncadas, de lamentos; veía las tarascadas defensivas arañando el aire. Milo dormía como un bendito y su madre estaba tan asustada que advertirla de la presencia de los motoristas la asustaría aún más.

Si al menos fuese de día, los de la esquina no estarían mirándolos tan de seguido, borrosos en la humareda de sus cigarros. Estarán alimentando maldades.

Alfonso se incorporó y avanzó unos metros hacia la esquina de la calle. Distinguía los clavos incandescentes de los cigarros y percibía las risas de los motoristas. Nada podría hacer él solo contra ellos, lo voltearían de un empellón, a la familia al completo si era menester. Podrían robarlo todo si las motos admitieran tanta carga, o hacer cosas con su madre o con Milo, cosas que repudió la mente de Alfonso al instante. Con los brazos vencidos y pegados a los muslos se sentó sobre el arca y ojeó a su madre. «Vas a quedarte ciega, mamá, mañana esos papeles dirán lo mismo». Ella plegó los documentos, los metió en el sobre y luego los guardó con cuidado en su bolso de piel de avestruz. No la había visto dar una cabezada, ni cerrar los ojos cuya perplejidad no había desparecido de ellos desde que se encontró fuera de la casa, sin otras pertenencias que las arrumbadas en la acera y el mobiliario no incautado, cuyo traslado al jardín se había realizado durante la mañana.

El rugido de las motos alertó a Alfonso y este llamó a su padre y le empujó en el hombro. La mujer advirtió pasivamente el lento avance de las motocicletas hacia ellos. Las motos continuaron a velocidad de escolta hasta detenerse a la altura del boscaje de cobertores y sillas. Las pantallas de los cascos apenas dejaban distinguir los rasgos de los motoristas, salvo la dirección de sus miradas que parecían haber sopesado cada una de las personas y de los objetos presentes allí. Uno de ellos paró el motor pero volvió a conectarlo cuando el otro le hizo la señal de avance.

Durante un tiempo, los cuatro permanecieron muy juntos, aprovechando el calor de sus cuerpos contra el relente de la amanecida. De súbito, los potentes faros de un coche disiparon la atmósfera grisácea a lo largo de la calle. Varios flashes seguidos impulsaron a Teófilo y a sus hijos a marchar con nerviosismo hacia los focos de luz cegadora. Deslumbrados, zarandearon manos y brazos en línea con el parabrisas del todoterreno. La mujer de hombros cuadrados y pelo largo se apeó del coche y abrazó a los niños y los besó en la cabeza. Los pucheros en las facciones huesudas de Eulalia anticiparon el apretón entre las dos hermanas. Eulalia contuvo entre sus brazos el cuerpo vulnerable de su hermana y lo remeció con mimo. Teófilo y Damián, el marido de Eulalia, hablaron sin emoción. Todo estaba dicho y convenido desde hacía algo más de una semana, amén de las conversaciones interminables por teléfono entre sus esposas.

La mañana se había afianzado aunque el sol irradiase aún una luz demasiado endeble para calentar. Eulalia le propuso a su hermana ir a desayunar mientras venían los de la camioneta para cargar los enseres. Raquel, más animada, se secó la punta de su nariz enrojecida con un pañolito granate, y se lo introdujo en la bocamanga del abrigo. «El bar La Alemana está abierto a esta hora, Eulalia». «Pues vamos allí; nos sentará bien echarle algo al estómago antes de irnos». Teófilo esperaría a los de la mudanza. Eulalia tomó a Raquel de un brazo y jaleó sonriente a Milo, el cual ya había desistido de sustituir su corazón y su alma por el de un perro con malas pulgas. Aunque estuviese hecho de piel de lobo lo sucedido le dolería bien adentro, pensó con los brazos cruzados sobre el pecho, mientras divisaba la anodina hilera de coches y autobuses que bajaban de los pueblos de la sierra hacia la ciudad.

Desde la puerta del bar destacaba la mujer corpulenta, pelirroja, con cejas rojizas pintadas. Bregaba detrás de la barra de azulejos con clientes, tostadas y vasos largos de café con leche. Enseguida reconoció a Raquel y le indicó con la barbilla una mesa limpia junto al ventanal. Damián anotó el pedido y se lo entregó a la dueña cuyas manos mojadas la pasaron de una brazada a uno de los camareros. Los chorros a presión del café y de la leche generados por la máquina, el murmullo de los madrugadores, añadidos al choque de platos y vasos en el fregadero, dificultaban una conversación más o menos serena. Eulalia alargó la mano hacia Raquel y le recogió los mechones de pelo castaño tras las orejas; luego, mientras un camarero pecoso servía los desayunos, le pintó a su hermana los labios blanquecinos. Los niños y el marido de Eulalia untaban mantequilla y mermelada en las rebanadas de pan tostado. Damián bosquejó para su sobrinos sobre unas servilletas de papel, las obras hechas en La Partición desde el verano. Les contó con los labios relucientes de mantequilla, la renovación del establo y el arreglo con zahorra y arena gruesa del ribazo del río donde solían bañarse. Tras la sobremesa, las dos mujeres se dirigieron al servicio, como también hicieron Damián y los niños con aire de satisfacción después de haber desayunado. Damián se acercó a la barra y cogió la bolsa con el sándwich que le entregó la germana cuyos brazos de grasas oscilantes circundaron las cabezas de unos muchachos sentados en taburetes. La mujer hizo una señal a Raquel y cruzó el pasillo de la barra. Se le acercó. Fe y coraje, algo así intentó transmitirle la mujer de alzada totémica, con la cara plastificada de sudor y las manos siempre mojadas. Raquel le dio las gracias con esa finura tan agradable para quienes la habían tratado, un tanto apurada por no dar con el nombre de la alemana.

Cuando Milo rodeó la esquina junto a su hermano y vio la cómoda de todos los días, habitualmente repleta de ropa interior y jerséis, volvió a percibir la sensación de no estar anclado a ningún sitio, de ir flotando sobre el suelo. Su respiración fatigosa alertó a Raquel y a Eulalia. Las palabras consoladoras de su madre y sus manos sobre las mejillas descoloridas de Milo le devolvieron a este el resuello, aunque no le evitaron la impresión de estar desnudo, a la vista de cualquiera, en el centro de una enorme carpa vacía, cuando vio a tres hombres en mono gris y el logotipo «Mudanzas Albea» a la espalda, izando sin apego los enseres palpados mil veces por él y los suyos. Cruzaron la calle y se acercaron al sitio de carga. Eulalia se cercioró a ojo del encaje de cada cosa en la batea del vehículo. Entretanto, Teófilo introdujo su mano en la bolsa que le ofreció su esposa y extrajo un sándwich envuelto en papel de aluminio y un vaso de café para llevar. Mordisqueó el pan tierno, pero el apetito competía con el sufrimiento. Lo arrojó casi entero a la bolsa. Solo pudo beberse el café con las dos pastillas de ansiolíticos y detener la insistencia de su esposa.

Cuando los de la mudanza acabaron de echar los largueros y las cabeceras de unas camas, Teófilo tomó a Alfonso por la muñeca y consultó su reloj con la imagen de Mickey en la esfera. Les comunicó al concuñado y a las dos hermanas que los agentes judiciales no tardarían en llegar para abrir la verja y poner los precintos. Le hizo entrega de una lista de los artículos pendientes de carga al hombre del porte más decidido y del mapa de carreteras con el trayecto punteado desde el Brillante hasta La Partición.

Eulalia limpió los churretes de rímel de las ojeras de su hermana. Aquella no había sido consciente de las lágrimas de Raquel hasta que no la vio mirar los tejados siena, la chimenea de piedra y metal del chalet. Pronto serían otras las personas con derecho a decidir cuáles iban a ser las habitaciones para dormir o para estar, las lámparas más a juego con los muebles o las plantas más gratas a la vista en el parterre; los nuevos dueños que impregnarían de su particular olor a humanidad las estancias y los pasillos; personas ajenas a cuanto había ocurrido en esa casa, cuando fue habitada por ellos; ajenos para siempre a las voces de Alfonso y de Milo, de Teófilo, de ella misma; a sus enfados, a sus melindres, a las conversaciones corrientes o graves entorno a la mesa, o tumbados sobre sus camas, o en bañador sobre las toallas echadas sobre el césped.

Damián señaló el coche, guió con gestos vagos los asientos en los que debían sentarse Raquel, Eulalia y los niños; Teófilo subió con docilidad en el asiento del acompañante. Durante el trayecto, Milo acercó su cara al cristal y tuvo la impresión de ir entre edificios ocres y apagados por una ciudad resguardada como un insecto en una gigantesca gota de ámbar. Coches y peatones adquirieron en su mente la difusa consistencia de un recuerdo, de cosas y seres imaginarios. Más ningún humano, caviló, puede sacudirse lo vivido como si fuese arena en las plantas de los pies. Cuando cruzaron el Campo de la Victoria, ninguno había pronunciado palabra, salvo la tía Eulalia, cuyas puntualizaciones constantes sobre el itinerario a seguir le hacían menear la mollera a Damián y resoplar como una de sus vacas.

Milo torció el gesto al divisar una bandada de gaviotas en pleno vuelo sobre el extenso vertedero situado a un lado de la carretera, a escasos kilómetros de la ciudad. La asociación de las gaviotas con los cerros de basura en descomposición, en lugar de con el mar abierto y las playas era demasiado discordante para su mente. Sabía por los documentales televisivos que una persona con el estómago vacío podría llegar a comer ratas o basura e incluso devorar a sus congéneres. Meditó con inquietud que ninguno de los que iban en el coche estaba exento de padecer hambre caníbal, y, fantaseó con la idea de terminar recorriendo los campos de noche, en busca de animales de cualquier especie para no perecer.

Los relatos de Eulalia sobre sus hijos, expulsaron los fantasmas del magín de Milo, y este se puso a escuchar los despistes de su primo Antonio. Cuando el coche viró al encuentro del carril de Izcar, Damián tomó el relevo de su esposa y refirió con un balanceo de su sesera monda, la pelea de Berta a puño pelado con otra compañera del equipo de rugby. Milo rio con ganas. «Es un animalito esa niña», terció Damián mirando de reojo a Teófilo.

El camino empeoró a la altura de la alameda de los pinos blancos. Los aguaceros y las profundas rodadas de los tractores habían convertido el paso en un barrizal intransitable. Milo escrutó entre los troncos verdosos de los pinos el espejeo del río y percibió desde la lejanía un aroma a madreselva y a hinojos. El recuerdo de Berta fue inevitable. Su imagen en pantalones cortos y chanclas de goma, con un galápago en la palma de la mano reinó en su cabeza hasta que divisó a través del parabrisas el amplio cobertizo descrito en La Alemana por Damián, las tablas de alfalfa, el maizal y en último término las copas de los membrillos y de los manzanos. No tardaron en ir por un camino de gravilla a cuyo término se erigía el caserío de La Partición.

CAPÍTULO 2

Las últimas lluvias habían reventado las acequias. Una lengua de limo había penetrado bajo la puerta y emporcado los suelos de una gacha amarilla muy tenaz al barrido del escobón y al baldeo de Luisa, la hija del aparcero de La Partición, Gervasio Pulido. Nadie había dado aviso de la pronta llegada de la familia de doña Eulalia a la huerta, de que la casa residencial debía estar adecentada cuanto antes. El aparcero escuchó las quejas de Eulalia sin mover un músculo, salvo sus labios resecos que jugaban con una pajita pálida. El hombre prestó atención a los meneos de paciente negación de don Damián, buscó un atisbo de comprensión con la mirada en Teófilo y en Raquel, mientras rasgaba con la puntera de su bota la capa amarillenta. Aquello era una menudencia comparada con la pelea sin cuartel que había librado su familia al completo días atrás. Habían abierto a punta de azadón nuevas venas en el fango para darle alivio a las aguas, bregado en plena noche por mantener la noria fija en su eje; pero «las aguas cuando vienen tan mal dadas desobedecen al mismo Dios, doña Eulalia». Gervasio chifló largo y voceó el nombre de Luisa y de Paulino. «Los becerros, por contra, están más gordos, ¿quiere usted verlos, don Damián?». Teófilo y Damián enfilaron al ritmo de Gervasio hacia los cobertizos. Las dos hermanas y los niños aguardarían en el jardín hasta que los hijos del aparcero dejasen limpios los suelos de la casa.

Olía a río, a paja. La nariz de Milo distinguía en el aire el vaho a bosta de vaca procedente del establo. A gallinaza, a palomar. El acceso al gallinero era a través de una puerta de chapa verde disimulada entre la enredadera o entrando por la casa de labor. A Milo, sin saber por qué, le venía un leve cosquilleo en sus partes cuando a la hora de la siesta, acompañado por Berta, le llegaba el tufo a orín fuerte y a excrementos en la vaquería.

Fuera del recinto, Alfonso imitaba a voz en grito la hinchada de un hipotético partido de fútbol, en el que él recorría el campo de juego en posesión del balón, regateaba, burlaba al contrario con habilidad y al final, animado por un público ficticio, chutaba a un portero imaginario ubicado entre un cardo borriquero y un arbolillo sin hojas. Milo se quedó sentado en uno de los bancos de hierro, frente a su madre y a su tía Eulalia. Observó cómo la piel de su madre había adquirido vida, una tonalidad rosada. Raquel estaba más resuelta que durante la noche. El miedo o la desesperación le habían soltado la lengua. Habló con su hermana, sin cuidarse de la presencia de Paulino Pulido, el mocetón jorobado con cara aviejada y unos ojillos escondidos bajo un entrecejo que parecía esculpido en el hueso. Alfonso seguía recreando los berridos de unos hinchas animándolo a tirar a puerta y a marcar otro y otro y otro golazo imparable. Eulalia deshizo con un palito de polo una hilera de hormigas. «¿Vas a solicitar el reingreso de maestra, Raquel?». «En cuanto pueda. Aceptaré cualquier plaza que me ofrezca la delegación, de preescolar, de educación especial, inglés, francés, ¡chino!…». Raquel rio con pena. Observó a Alfonso tras el enrejado, sudoroso, obstinado, envuelto en el bullicio que salía de su boca. Alentó a Milo a jugar con Alfonso; pero Milo se quejó de una molestia en el tobillo, de estar harto de las fullerías de su hermano, que les diera patadas en las espinillas a sus futbolistas de aire, le dijo. Elevó las piernas hasta el asiento del banco y las rodeó con los brazos. Se concentró en la maña de Paulino para colmar la pala con barro, verterlo en la espuerta y repartirla con sus andares humillados en el campo. A Milo se le iba la vista a la joroba. Se la imaginó por dentro llena de gas y no de un amasijo de huesos truncados y carne mortal. Le fascinaba la desenvoltura de Paulino, agachándose, alzándose, porteando espuertas con aquel incordio del tamaño de un bebé colgado a la espalda.

Desde el interior de la casa se oía el laboreo de los Pulido en la zona ajardinada. Luisa apuntaba el chorro de agua hacia los arriates y Paulino achicaba el limo o corregía las plantas dobladas fijándolas a guías de caña.

Las hermanas ordenaban la ropa de la familia de Raquel en unos armarios celestes, con celosías en la parte alta de las puertas. Milo no perdió detalle de la conversación entre ellas. Se hizo el dormido. Eulalia se interesó con discreción por Mauricio Menéndez Viaga, por si los estaba ayudando. «La unión de los Mur con los Menéndez Viaga ha sido muy estrecha desde que padre y el padre de Mauricio estaban en vida. Acuérdate de que La Partición la compró padre por un chavo, Raquel». Eulalia le pulsó la barriga a Milo para que se levantase de la cama. «Pensaba decírtelo hoy… por teléfono no…». Raquel se sentó en la cama, entrecruzó los dedos y miró la espalda de su hermana. Milo seguía en la habitación, atento, contemplando las tierras limítrofes a La Partición, los álamos previos al río. «Nos ha hecho un préstamo considerable. Con ese dinero y con vuestra ayuda, hemos pagado la fianza, la obra de reforma del chalet, los recibos pendientes. Los gastos de abogado han corrido de su cuenta… “La minuta del bufete la pago yo. Es un regalo de mi parte”, nos ha recalcado». Se oían los pliegues y despliegues de las sábanas limpias, de las colchas; el enfundado de las almohadas realizado con nervio por Eulalia. Raquel se incorporó, fue hacia Milo y lo besó en la coronilla. Eulalia dejó las mudas de las camas sobre una silla y abrazó a su hermana. «No llores, tonta. No vamos a dejarte sola con el problema… Ven aquí». Raquel recobró la compostura y le sugirió a Milo que fuese donde Teófilo y el tío Damián. Cuando estuvieron a solas en la habitación, Raquel le contó a su hermana que Mauricio llamó a Teófilo desde Irán. «Quiere hablar conmigo, supongo que para tranquilizarme. Se ha ofrecido a acompañar a Teófilo a juicio».

Milo deambuló por la segunda planta. En el cajón inferior de uno de aquellos nichos con baldas estaban los bañadores atiesados por el desuso y entre estos uno blanco, el usado por Berta el verano pasado. Lo examinó por dentro y pensó en unos pechos pequeños, acaso más abultados que los suyos, en un pubis, en la hendidura marcada en el bañador cuando salía del agua. Se pasó la prenda por la cara con fruición. Con ella en el cuello ascendió por una escalera con peldaños de madera a la cámara, el antiguo palomar ubicado ahora en la torreta del corral. Los flotadores, la polvorienta máquina de coser, el instrumental de veterinaria en desuso del tío Damián; los cuadros piadosos sobre el suelo, las canastas, los sombreros de palma chafados; las sandalias de goma para andar entre guijarros y las arenas calientes. Objetos muertos; los cadáveres polvorientos y cubiertos de telarañas de las cosas, vivas en un tiempo ya gastado de cielos rasos y aguas resplandecientes. Deslizó la palma de la mano por la pared pintada con gruesas capas de cal y le vinieron a la mente los arrullos y el alabeo de los palomos al posarse sobre las piqueras, el impacto del plomo de la escopeta de aire comprimido de Berta contra la pechuga prieta de los zuritos. Milo venció el pequeño cerrojo de una de las trampillas. Desde allí sus ojos se llenaron de campo. Con el sol en la cara, el pelo alocado por la corriente observó el establo. Divisó a los tres hombres junto a la puerta. Representaban los vértices de un triángulo isósceles: los ángulos de la base eran su padre y el tío Damián y el de la cúspide Gervasio. Hablaban cada uno plantado en su ángulo, de espaldas a sus sombras. Con la incorporación de Ramón Pulido, el otro hijo de Gervasio el triángulo se transformó en un trapecio de personas conversando a distancia, sin gestos de aprobación o reprobación discernibles. Ramón Pulido era entonces un mocetón de pelo entreverado, con andares de pistolero de wéstern, fumador como Paulino. Milo apenas había cruzado palabra con él, casi siempre lo había visto en el tractor, afanado en el establo, con el riego del maíz o el reparto de leche y hortalizas. Ramón y Gervasio ordeñaban las vacas de madrugada. Más tarde subían las cántaras llenas de leche a la furgoneta para llevarlas a la cooperativa. Las frutas y las hortalizas de temporada se repartían en los puestos del mercado de abastos. En la furgoneta de un azul desteñido por el sol, Ramón llevaría a Alfonso y a Milo hasta el instituto. El regreso a La Partición lo harían en uno de los autobuses de la línea de la campiña. Podrían apearse en la parada del puente, distante del cruce de la huerta a unos veinte minutos si se avivaba el paso. Teófilo y Raquel habían preparado a sus hijos el día del desahucio. El penoso ir y venir de La Partición al instituto era para que cursaran dos trimestres completos de curso; de las materias del tercero podían examinarse en septiembre, Raquel hablaría con los tutores, ellos debían preocuparse solo en estudiar. El grave sigilo de Milo y Alfonso indicó una aceptación a regañadientes del primero. Iba a ser una andanada diaria, salvo fines de semana, seguramente en un autobús pueblerino, cutre comparado con el pulcro autocar salesiano. A Milo no le sorprendió tanto aquella medida; pero sí el tono y la seriedad empleados por su padre. Teófilo les habló sin ahorrarles una pizca de las posibles penalidades futuras, como si estuviese instruyendo a dos hombres incautos para habérselas en un entorno hostil, mucho peor al acostumbrado hasta ese momento. Quizás ahí, durante esa charla en la que Alfonso mantuvo un aplomo soldadesco, Milo abandonó la infancia de golpe.

Milo descendió a la segunda planta, besó el bañador de Berta y lo devolvió a su sitio. La charla ruidosa de su madre y de su tía Eulalia se fundió con las carcajadas de Antonia, la esposa de Gervasio. La matrona de los Pulido era una mujerona pletórica de cara colorada y de una generosidad apabullante con las personas y los animales (su amor a los animales influiría a la larga en Berta). Cuando Milo apareció en la sala, Antonia, lo apretó contra sus pechos de ama de cría y le estampó un beso rotundo. La mujer rio al medirlo con la vista desde los pies hasta la coronilla. «¡Qué guapo! Eres un calco de tu mamá», sentenció Antonia sin soltarlo de la mano. Contó algunas anécdotas del campo y su familia. Las Mur rieron con los mohines y la forma de contar de Antonia. Era una de esas personas tocada por la batuta de Dios, que encontraba motivo de chanza en cualquier cosa, hasta en las hortalizas pochas o en los complicados arreglos de la ropa de Paulino. Milo reparó en las sandalias sin calcetines de Antonia, en sus mangas cortas. En diciembre iba vestida como en agosto. Mucha ropa encima era mala para el trabajo, decía ella. Antonia le limpió el sudor de las mejillas a Alfonso. «Garañón», lo llamaba. Milo se acercó a Antonia y le preguntó dónde estaba la carabina de aire comprimido de Berta, que la había buscado entre las cosas viejas de la cámara y nada. Antonia miró a la hermanas y a Milo. Se puso las manos en la cintura y peroró en general: Tenía guardada la escopeta bajo llave en su casa. Estaba dispuesta a no entregársela a don Damián, ni a doña Eulalia, si él y Berta seguían fusilando palomos. Los palomos eran criaturas de Dios y no eran dañinos como las ratas del río o los gorgojos de los manzanos. Emilio se rascó en el brazo y doblegó la mirada. El último verano, el tío Damián les había propuesto elegir otras piezas de caza a cambio de recompensas: «Ya, el tío Damián nos dijo: “ratas en lugar de palomos”, Antonia». Cuando ella se fue, Eulalia llamó a Milo, lo aferró de los hombros y lo miró a los ojos: «En vacaciones puede llegar a La Partición otra de esas carabinas, si dejáis a los palomos en paz». La sonrisa ilusionada de Milo iluminó por un momento las delicadas facciones de su madre. Raquel era feliz al ver un viso de esperanza en sus hijos. La tufarada a cebolla frita sirvió de reclamo para que las mujeres fuesen hacia la cocina donde Luisa faenaba entre sartenes.

Teófilo y Damián aguardaron la hora del almuerzo en la casa de labor, adosada a la residencial por la fachada trasera, aunque la del aparcero no contaba con cámara y sus plantas tenían menos altura. Gervasio les sacó unas sillas a la entrada empedrada, a unos cuantos metros de la caseta del perro. La vieja mastina agitó la cabeza blanca e hizo sonar la cadena en señal de alerta; pero siguió echada con medio cuerpo en el interior de la caseta. Sus ojos algo rasgados y gachos desplegaron una mirada casi humana sobre los dos hombres cuyos olores había reconocido.

«¿Cómo crees que acabará todo esto?», preguntó Teo persiguiendo con la vista un torbellino de pájaros trigueros. El sol de diciembre y la humedad del río le hicieron sudar a Damián, por cuya calva resbalaban gotas de sudor hasta frenarse en las arrugas de su frente y empaparle las cejas. «Inspecciono mataderos, queserías, explotaciones cárnicas… de leyes ando corto… tan corto como tú has andado de sentido común, Teófilo». «Lo sé…», respondió mirándose los zapatos manchados de estiércol. «El bufete de los hermanos Almenara que lleva tu caso es de los mejores de Madrid, al menos caro es; lo sé de oídas. Si Mauricio ha contratado esos abogados, como me has dicho, vas a estar en buenas manos, Teófilo». Damián tampoco quiso tranquilizarlo dándole falsas esperanzas. Un desfalco de tal cuantía, amén del acto de malversación, de falsedad contable y documental, no era un asunto menor, había que ser realista, le dejó caer el veterinario dándole una palmada de aliento. Teófilo se izó de la silla con coraje y al punto se desinfló. Meditaba aislado en su burbuja, sordo al discurso bien intencionado de Damián. «Es justo pagar ahora… Lo siento por Raquel, mis hijos…», murmuró.

Atardecía cuando Damián y Eulalia marcharon hacia Madrid. Sus trabajos, sus hijos no les permitían estar allí más tiempo. Raquel, cómoda por naturaleza, debía aprender a hacer economías y batallar con casi unos adolescentes. La ausencia de Teófilo era segura, según le había dado a entender Mauricio secretamente a ella. No serán dos resentidos —se repetía Raquel, se lo juraba— deberán sobrevivir a la bancarrota, a la mancha de tener un padre extraviado.

El relajo se instauró poco a poco, el desaliento perdió lastre en la familia de Teófilo. Este procuraba estar con sus hijos desde la mañana hasta la noche. No había tiempo que perder. Los tres recorrían La Partición con sus mochilas a la espalda desde una linde a otra, charlaban con las gentes de las huertas aledañas (el nuevo vecindario de camisa remangadas y piel castigada por las calores y los aires), y descubrían el curso del Guadajoz, sus vados de lechos cubierto de piedras verdosas, traicioneras. Ninguno de ellos quería quedarse a solas por no darle vueltas a la cabeza y remover los ánimos. La incertidumbre corroe menos el ánimo si se está en movimiento, quiso transmitirle Teófilo a su hijo menor una mañana. Lo encontró tumbado en el camastro, sin interés por salir a vagabundear por los campos con su padre y Alfonso. Durante las noches le vino bien a la familia de Teófilo compartir cena y anécdotas con la familia de Gervasio. Antonia intuyó lo acontecido, quizás por eso se esmeró en contar las ocurrencias más jugosas. A ella misma le hacían reír sus chanzas, hasta decirlas a borbotones y malgastar su gracia. Milo ya conocía las crisis de risa incontrolada de Antonia, se amorataba y llegaba a perder la conciencia. En esos ataques Paulino se angustiaba, balbuceaba de miedo, la abanicaba y le daba friegas de agua en los brazos y la nuca. Años más tarde, Antonia se fue al otro mundo durante una de sus crisis de hilaridad irrefrenable.

Una de aquellas noches, Teófilo recibió una llamada telefónica. Milo presenció el diálogo embrollado de su padre, sus facciones inseguras, de una inseguridad contagiosa. Pero ni la noche de la llamada ni las siguientes hubo reunión en la casa de labor. Teófilo obligó a Milo a irse a la cama y entretenerse con Alfonso si no tenía sueño. «Vete a tu cuarto y llama a tu madre». Su voz sonó tomada; tenía los ojos secos, alucinados, clavados en las vigas del techo. Milo besó a su padre y fue a darle aviso a Raquel. Subió a la segunda planta, donde habían colocado muebles, los ordenadores y libros de texto. Desde la habitación se escuchaban las recriminaciones histéricas de Raquel, unos gemidos desgarradores en plena noche. Milo, identificó el llanto impulsivo y torpón de su padre, el de un hombre que casi ha olvidado llorar o que ha vivido con la fortuna de haber carecido de motivos para hacerlo. Milo acabó durmiéndose a pesar de su excitación, de haber parado a tiempo el avenate de Alfonso. Intentó brincar de la cama y presentarse en pijama delante de ellos, en defensa de Raquel. Metería la pata, iba a empeorarlo todo si se presentaba allí rabioso y cagado, ¿acaso iba a arremeter contra Teófilo?, le explicó con vehemencia a Alfonso, revolviéndose ambos en el suelo. La noche siempre, para mal o para bien, dedujo Milo, mientras elevaba sus manos por encima de su rostro y las movía como si fuesen dos pájaros enjaulados en la oscuridad. Invocó el sueño; pero las palabras rotas por el dolor, o los silencios abiertos como profundas zanjas entre sus padres lo mantuvieron insomne. Milo reparó en las facciones de su hermano sobre la almohada, su boca entreabierta, los dientes acaballados, su cabello crespo como el de un jabalí. Envidió su inconsciencia, su ingenua brutalidad.

Vislumbró el rellano al que conseguía llegar una bruma luminosa procedente de la planta de abajo. Durante un rato su mente buscó ruidos distintos a la charla mal avenida de sus padres. Sus oídos se llenaron de una profusión de mugidos de vaca, de los broncos ladridos de la mastina desencadenados a esas horas; le llegaban los chirridos de la noria y el canto de los mochuelos, mezclados con aleteos inquietantes, con la remecida del follaje. Abstraído en la respiración del campo se quedó dormido hasta rayar el día.

Milo despertó sobresaltado debido a una trepidación de motores y charlas foráneas. Su hermano seguía dormido, demasiadas patadas al balón y el cansino cacareo de sus admiradores invisibles. Mejor dejarlo, se dijo Milo mientras abría con cuidado el postigo de madera azulenca y escudriñaba amodorrado el patio.

El traqueteo de los motores había cesado. De uno de los coches se apearon dos policías y se dirigieron entre toses mañaneras hacia la puerta de la casa. No fue necesario pulsar el timbre porque Teófilo acompañado de Raquel salió a su encuentro. Uno de los policías le mostró un papel; pero él declinó, se negó a leerlo, con la presencia de aquellos dos guardias tenía bastante.

En segundo término, junto a la fuente de la carpa de piedra, un hombre alto, de aspecto extranjero, más bien fornido, esperó a que los guardias terminasen de hablar con Teófilo. Cuando callaron, el hombre se acercó con los brazos extendidos hacia Teófilo. Se abrazaron. Los sollozos de Teófilo provocaron los de Raquel. «Hoy dictan la sentencia, Mauricio», Teófilo apretó la mano de Raquel. Los guardias habían retrocedido un palmo para respetarle al procesado un momento de intimidad. Raquel se abrazó con vehemencia a Teófilo y le susurró al oído sin dejar de rodearlo con sus brazos. Milo necesitó en ese instante saber con urgencia qué le había dicho a su padre, ¿acaso ella lo había perdonado?, o, simplemente, le había entregado los menguados restos de calor y esperanza que tanto necesitaba para sí misma. Milo, observó impávido cómo su padre era escoltado por los policías judiciales hacia un coche gris, aparcado al lado de un BMW azul marino.

«Se ha negado a que sus hijos lo vean esposado, Mauricio. No quiere que yo esté presente en la sala del juzgado, “los niños te necesitan ahora más que yo”, me ha dicho». Raquel caminaba al lado de Mauricio, detrás de su esposo y de los hombres. Hablaron. Milo estaba demasiado lejos para oírlos y descifrar sus gestos. Cuando los coches llegaron al cruce y desaparecieron por el camino, más la visión de su madre envuelta en una polvareda dejada por los neumáticos, Milo echó a correr en pijama y descalzo hacia ella. «¿Por qué has dejado que se lo lleven?».

CAPÍTULO 3

Adnan estuvo tentado de sentarse en la estrada de la Facultad de Historia, de concederle descanso a sus piernas. Contempló con delectación la calma que reinaba en el campus. Pero siguió adelante. Lo esperaba Nazim. El hombre virtuoso, cuyo trato había justificado las maldades cometidas por Adnan a solicitud imperativa del catedrático. Se internó en el edificio y anduvo por pasillos contándose las pastosas pisadas de sus botas de caza, escuchando el concierto silbante de sus bronquios obstruidos por el tabaco. La fatiga era mucha, la visión le flaqueó, apenas identificaba a las personas que de vez en cuando se perfilaban a lo lejos, salían o entraban en la biblioteca, en los servicios, en las aulas prácticamente vacías a esas horas de la tarde. Cuando llegó a la puerta del despacho de Nazim Abdulah, se arrepintió durante un instante de haberlo telefoneado desde la cima del hallazgo. Había ido de caza con un muchacho de mantenimiento de la universidad, Ibrahim. Caminaban en contra del viento, cuando a Ibrahim le intrigó una oscuridad tras la yerba seca. Se aventuró seguido por Adnan y halló una brecha profunda y piedras. La cosa podía ser de interés para el catedrático, el profesor Cemal y la profesora Fadilah. Pero Adnan había puesto demasiado énfasis en darle la noticia al primero. ¿Y si el coste presupuestario de excavar aquellos vestigios fuese mayor que su beneficio? Adnan quedó más tranquilo al cavilar que tal vez había sido precisamente su celo desmesurado el factor decisivo a ojos de Nazim para que este lo hubiese colocado en la plantilla de oficios de la universidad. Otra razón habría sido, pensó, el rigor con el que lo habían visto capitanear a las cuadrillas de trabajadores, la mayoría becarios extranjeros. Y sin ninguna duda su lealtad y entrega, la servidumbre de chivarle cuanto oía, veía o se le antojaba de algún interés arqueológico.

Adnan aporreó la puerta y no oyó respuesta. Giró el pomo y entró con suavidad en el despacho en penumbra. Caminó con su botas de cazador sobre la alfombra de los genios y las grullas y encontró tras la mesa la blanda fisonomía de Nazim, divinizada por el reflejo azulado del ordenador.

—Eres cabezón; me sentiría mejor si te supiese en la cama, recuperándote del día de caza… En fin, ya que estás aquí te felicito. Siéntate —le dijo Nazim, llevándose las gafas de montura de carey a la frente y restregándose con los dedos sus ojos congestionados de estar fijos en la pantalla.

—Habrán sido las escorrentías de las lluvias la que han abierto la tierra y dejado al descubierto los restos —dijo Adnan poniendo sus manos velludas sobre la mesa.

Nazim comenzó a frotar los gruesos cristales de sus gafas con el pañuelo del bolsillo de la chaqueta. Escuchaba con serenidad la crónica del hombre vestido de camuflaje, perfumado con un sutil olor a pólvora.

—¿Y el trozo que has visto está estropeado?

Nazim empañó con su aliento los cristales y volvió a frotarlos con el pañuelo de seda.

—El pedazo que se alcanza a simple vista, de un metro cuadrado o así —se valió de las manos para estimar la superficie—, está bien, como si nadie la hubiese pisado todavía.

—Exageras Adnan y tú no sueles exagerar.

Nazim se caló las gafas y se quedó mirando aquellos dedos de falanges peludas sobre el tablero.

—Pero dime, aunque no seas experto: ¿crees que merece la pena echarle una ojeada?

—Lo creo. Huelo a yacimiento.

—¿Y dices que se trata de un mosaico, Adnan, sin haber visto más que un fragmento de algo?

—Sí.

A Nazim le irritaba la seguridad de aquel hombre de granito, certero la mayoría de las veces. Escuchaba sus explicaciones; pero la mente del catedrático estaba muy lejos de su encargado de confianza en ese momento, de aquellos dedos trabajados, de la barba espesa, como pintada con crema de zapatos sobre la carne. Estaba en las últimas cuando lo encontró una mañana de hacía años en el puerto de Estambul, tirado como un desperdicio entre cajas vacías de pescado. Nazim recordó los vómitos de sangre de Adnan, las dos manos apretándose el estómago para contener sus intestinos dentro del cuerpo, tripas azules en la memoria del catedrático.

¿Qué estará pensando esa cabeza talentosa mientras le cuento?, se preguntó Adnan, daría la nómina de un mes por saber si la cabeza de pelo ondulado y gris, había calificado de interés el supuesto mosaico. Quizás tras las primeras palabras había descartado el asunto. ¿Me está entendiendo?, ¿me he explicado mal?

Los ojos de Nazim, agigantados por las lentes, encararon como dos focos cenicientos a Adnan. Abrió las manos de súbito.

—¿Lo has enterrado?

Nazim juntó las palmas de las manos y apoyó su barbilla sobre la punta de sus dedos.

—Es una gruta honda, bastante ancha, profesor —lo llamaba «profesor» aunque fuese catedrático, quizás porque cuando se conocieron Nazim aún no era el catedrático de Historia Clásica y Antigüedades de la Universidad de Ankara—. Hemos ocultado la zona de interés lo mejor que hemos podido. Tuvimos que ir a Villa Aquilae a por arpillera…

—¿Le has hablado de la cuestión a la profesora Fadilah?

Adnan se vino abajo, ¿aún no confiaba en él?

—No estaba; pero de haberla visto tampoco le hubiese dicho nada —encendió un cigarro con permiso de Nazim. Continuó informándole—: Hemos tendido las lonas y sobre las lonas tierra y sobre la tierra forraje.

Nazim plegó la pantalla del ordenador y organizó con lentitud los papeles y las revistas en la mesa.

—Bien hecho —asintió el catedrático.

Adnan se puso de pie a la par que Nazim. Salieron al corredor y se detuvieron al llegar al campus. El catedrático inhaló la honda fragancia vegetal y mordió la boquilla de su pipa. Adnan se sentía honrado por ir al lado de Nazim; lo hubiese acompañado gustosamente al apartamento de lujo donde este vivía, en el distrito Çankaya. Cuando llegaron al parking de la universidad, Nazim puso su maletín sobre el techo del coche y luego dejo caer su mano regordeta sobre el hombro de Adnan.

—Ya te llamaré, a lo mejor dentro de una semana.

El catedrático entró quejoso de sus kilos dentro del coche.

—Vigila el sitio, Adnan. Tápalo mejor. Ni una palabra… —voceó señalándolo con la pipa.

Transcurrido algo más de una semana se citaron en el aeropuerto. Tomaron varios tés y un surtido de hojaldres con mermelada de rosas. El catedrático colocó bajo la mesa el maletín de muestras y se excusó con Adnan antes de sumirse en la tablet. El catedrático había acudido al aeropuerto solo, sin su segundo adjunto, el profesor Cemal, y sin la primera, Fadilah, la directora de Villa Aquilae y de las prospecciones en marcha ubicadas en el término de Ganziantep. Adnan le acercó la caja de dulces a Nazim; pero este no advirtió el gesto del capataz y continuó ensimismado en la tablet. Adnan estaba acostumbrado a ver a Nazim concentrado en una pieza arqueológica o en los estratos de un corte del terreno, murmurando, con palabras traducidas en gestos, en ademanes característicos. Respetaba profundamente los soliloquios de Nazim, a veces conseguía descifrar los movimientos de sus labios aplastados, caídos a un lado por el peso de la pipa. Después de tanto tiempo a su lado, lograba adivinar, el instante mismo en el que la mente del catedrático había alumbrado una idea afortunada, y, en qué momento esa idea perdía fuerza o era empujada por otra aún más brillante, la definitiva.

—¡Menos presupuesto para el año que viene…! —saltó de improviso el catedrático, atisbando a través de la ventanilla del avión el manto lanoso formado por las nubes.

Adnan lo miró de reojo. Estaba acostumbrado a oírle sus lamentaciones antes de cada curso académico. Solía predicar en los claustros, en las aulas, en el bar de la universidad el escaso presupuesto asignado a su departamento para las numerosas excavaciones que tenía a su cargo. Pero Adnan sabía que los proyectos del departamento salían adelante sin merma. Nazim disfrutaba poniendo las cosas mal a conciencia, con la intención vedada de duplicar su valía ante los profesores y encargados de excavación. Era como decirles a todos: Merezco doble aplauso de vosotros, uno por haber engrosado las arcas del departamento, y otro por haberlo hecho en época de penurias. Adnan admiraba en Nazim incluso su habilidad para decir embustes.

El catedrático recostó la cabeza en el reposacabezas, cerró los ojos y exhibió hacia el techo del avión una sonrisa irónica.

—En noviembre, es mala fecha para excavar donde has dicho, Adnan, a pocos kilómetros de la presa.

Adnan, dejó de curiosear en las páginas del Hürriyek, lo dobló y lo devolvió al bolsillo del asiento delantero.

—Podemos delimitar el recinto, calificarlo de zona de interés arqueológico y esperar a mayo, todo ello si el hallazgo fuese tan bueno como crees —dijo Nazim ajustándose el cinturón de seguridad.

El encargado también se atuvo a la señal de aterrizaje y apretó el cierre del cinturón. Se aclaró la voz para acallar el pitido lúgubre de sus bronquios y darle su opinión al catedrático:

—Excavar con lluvia en campo abierto es poco práctico, los artefactos superficiales se pierden en el barro o se hacen añicos debajo las excavadoras, no los puedes distinguir bien aunque los focos de las máquinas estén dados y tengas un guía con buena vista.

Nazim aguardó a que estuviesen en el hall del aeropuerto para sincerarse con Adnan respecto a la muestra descrita.

—Si se trata de un mosaico debe tratarse de una villa, una de tantas halladas en las costas del mediterráneo. No consta en ningún país la construcción de un mosaico aislado, no tiene sentido.

Adnan escuchaba al catedrático y esperaba paciente el coche que él había alquilado desde la universidad.

—¿Has visto en un radio amplio desde el agujero señales de construcciones, piedras talladas, esquirlas de vasijas, prominencias geométricas en el terreno? —preguntó el catedrático dentro del Land Rover Discovery.

Adnan maniobró con el volante, condujo en línea recta y continua.

— Algunas, aunque no hemos tenido tiempo de sondear los alrededores.

—Como mucho encontraremos piezas similares a las halladas en Villa Aquilae por Fadilah y su equipo. De todas maneras has hecho bien en contármelo

Adnan conducía con suavidad. Tarareaba en un tono muy bajo un son sudamericano inventado en opinión del catedrático, cuya visión parecía atenta a la carretera. Nazim se interesó por la familia de Adnan. La había tratado someramente, en Jimened Hospital, cuando este estuvo ingresado en un estado casi agonizante. El catedrático conservaba en su memoria la imagen de la esposa de Adnan. Era una muchacha casi adolescente, de expresión dolorida y cejas juntas, tocada con un hiyab. Nazim, recordaba el momento en el que ella entró en la sala de espera con un niño flacucho de pelo azabache y una niña de más edad con unos ojos sorprendidos en su cara redonda, tocada con un hiyab blanco como la madre. La mujer deambuló con sus hijos de la mano y preguntó a una enfermera por la persona que había socorrido a su marido. La esposa de Adnan y sus hijos fueron hasta Nazim Abdulah. Le hicieron una reverencia y besaron su mano de blancura cardenalicia.

—¿Aynur es ya doctora? —Nazim volvió al presente.

—¿Mi hija?, dentro de unos meses lo será. «¡Cuando me llamen doctora Aynur, me importará menos morir porque habré conseguido mi meta!», nos dice con su humor negro —añadió Adnan con un sentimiento difícil de captar en unos rasgos tan broncos.

El coche cabeceaba por un camino de cunetas cegadas por la mala hierba. El vehículo dejaba a su paso una nube que hacía invisible el paisaje reflejado en el retrovisor y en los espejos laterales. Nazim contemplaba la vertiginosa sucesión de cardos y alcaparras, meditando a un tiempo en la opinión dada por Aynur a su padre: «me importará menos morir porque habré conseguido mi meta». Cumplido su proyecto esencial —ser médica—, la muerte no sería para ella una despedida nefasta. La muerte duele doblemente a quienes dejan cosas relevantes por hacer, a quienes su propósito más definitorio va a quedar inconcluso debido a su marcha. En realidad, ¿cuál había sido para él ese objetivo primordial, el que debería estar acabado antes de diluirse en la nada?, filosofó, intentando calcular el balance de sus aspiraciones: ¿cuántas de ellas había abandonado por el camino?, ¿cuántas otras, factibles e importantes para él seguían en la carpeta de pendientes?, ¿cuántas dejará a medias? No pudo terminar su contabilidad porque el frenazo ante la puerta enrejada de Villa Aquilae abortó su cavilación.

Nazim había aprovechado precisamente la asistencia de Fadilah y su equipo a un congreso en Berlin para visitar la villa y de paso valerse de instrumental para indagar muy por encima el punto de interés señalado por Adnan.

—Profesor, espere en el coche; yo me acerco a la caseta y cojo herramientas.

Nazim desoyó la sugerencia de Adnan y se apeó del vehículo. Alzó la cabeza y sintió un vértigo de gloria al hallarse bajo la gigantesca cubierta afianzada al suelo por un esqueleto metálico casi aéreo.

—Con esta cubierta no hay que temer el desplome de los tapiales ni la erosión, Adnan —afirmó Nazim escrutando los puntos de la estructura donde estaban instaladas las cámaras de seguridad—. Es bueno ese estudio de arquitectura de Sao Paulo, y económico. Estoy en deuda con Fadilah por haberle trasmitido a los brasileños a pie de obras mi enfoque sobre la cubierta.

Le había alegrado pasar por la Villa Aquilae, comprobar una vez más que la inversión había valido la penas. Fadilah era una magnífica arqueóloga y aún mejor directora de conjuntos arqueológicos. Pecaba de moralista, de llevar a sus últimas consecuencias, con vehemencia, su visión rígida y convencional de lo correcto en Arqueología. Quizás una futura catedrática —Nazim había pensado en ella como sustituta en el puesto— debía tener ese talante… a saber si una vez en dicho puesto, transcurridos algunos años, mantener dicha actitud se convertía en un estorbo, como en cierto modo le ocurrió a él.

Estaba nublado. Adnan desconfió del avance de las nubes, similares a las masas blancas y negras de una radiografía. Circularon despacio alrededor del conjunto. Nazim no pidió dar una vuelta final; pero el encargado adivinó el deseo del catedrático, había aprendido a adelantarse a sus caprichos aunque le resultasen absurdos algunos de ellos. Asomó la cara por la ventanilla y maldijo.

—Si nos mojamos nos mojamos. Me doy por satisfecho con haber visto la cubierta de Villa Aquilae. Quizás debíamos proteger la estructura moderna para el futuro, en lugar de limpiar y mimar tanta puta piedra, ¿tú qué dices a eso, conservar lo nuevo y olvidarnos de la Arqueología clásica? —rio al ver en apuros al conductor.

—Eso digo yo: ¿qué pasará con nuestros propios vestigios, con los de aquellos que nos sucedan, al cabo de siglos o de miles de años?

De nuevo se escuchó la risa aguda de Nazim, incapaz de localizar las coordenadas en el mapa digital abierto en la pantalla. Villa Aquilae se encontraba a unos sesenta kilómetros de distancia del punto geográfico del hallazgo. El Google Earth ofrecía una maraña intrincada de caminos y de cuadrículas de colores sólidos. Adnan confió en su retentiva, aquella zona era uno de sus lugares habituales para cazar palomas torcaces y animales de pelo. Al cabo del rato, se adentraron en una plantación de pistachos y poco más adelante despuntaron los riscos y las lomas incultas.

Adnan se detuvo y señaló un monte grande, con una de sus paredes en vertical.

— En aquella cima, profesor.

— Los montes Anti-Tauro —abrió la ventanilla y orientó los prismáticos hacia la cumbre aplanada, encrespada de matorral—. ¿Y cómo subimos allí, Adnan? De haber contado en Ankara con una foto de esa mole, hubiese pensado en contratar un helicóptero en Malatya —chasqueó la lengua.

—He solicitado un Discovery por esa razón —se puso un cigarro entre los labios—. La pendiente es llevadera, incluso sin la tracción en las cuatro ruedas. Ibrahim y yo la subimos a pie, con la impedimenta de caza a cuestas y varios perros latiendo delante nuestra.

Nazim escuchaba al encargado. Le jodía tanta determinación. El vehículo emprendió el ascenso. Se caló a media cuesta, patinó, renqueó en el tramo final hasta coronar el monte. El catedrático se dirigió hacia un rumor de aguas bravas. Desde su posición entreveía las riberas del Eúfrates. La presa se adivinaba tras unos cerros cubiertos de pinos. Se giró y desplegó la mirada a su alrededor.

—Me esperaba un terreno más llano, Adnan —dijo con un matiz de desengaño—. Es un suelo sinuoso, plagado de morros y desniveles.

Adnan lo dejó atrás, sin prestarle mucha atención. Se echó al hombro un rollo de cuerda alpina, cogió un hato de herramientas y desapareció tras unos espinos.

Las nubes se desplazaban hacia el oeste empujadas por el mismo viento que azotaba la ropa del catedrático. Los tobillos se le doblaban al andar sobre el suelo sembrado de piedras demasiado geométricas. Se detuvo, tomó aire y fijó en las prominencias de aquella cumbre desmochada. Ruinas… eran ruinas de una villa, como ya le había adelantado a Adnan en la universidad. Se acomodó las pesadas gafas en el ceño pero el sudor las hizo resbalar por el dorso de la nariz. Le asediaban las moscas y el bamboleo de la cámara de fotos en el costado. Suspiró al escuchar a escasos metros las paletadas sobre la tierra.

Nazim se quedó inmóvil al oír la voz de Adnan desde el fondo de la tierra:

—¡Quédese donde está profesor!

Tras uno minutos, el encargado fue hacia el catedrático con la cuerda.

—¡Ahí es! —señaló una zanja amplia, ocluida por arbustos—. Es honda, pero se baja por un terraplén, ¿lo ve? Le ayudo.

Adnan anudó la cuerda bajo las axilas y la desmesurada cintura del catedrático. Descendieron despacio, Nazim delante, Adnan detrás sujetando el cabo libre de la soga. Llegaron sin incidencias al pie de la zanja. Adnan había despejado de maleza el espacio.

—Es un yacimiento, profesor, se puede ver algo de la obra de fábrica. Ahora es cosa de usted y su equipo si es de interés o no.

Adnan vació una botella de agua sobre el área de losa visible. Se agachó, cogió unas cuantas piedrecitas de tono azul oscuro, siena y otras de un azul más claro.

—Tome… ¿Qué le parecen estas teselas?

Nazim observó en la palma blanduzca de su mano las piedras del mosaico: pequeños cubos, otras con forma de gusanos de mármol. Adnan captó la expresión seria del profesor, su sorpresa.

—Son teselas griegas. Francamente… —sus penosos ojos enfocaron tras los cristales al encargado—. Son… son… excepcionales.

El catedrático se las guardó en el bolsillo interior de la chaqueta. Se aproximó hacia la franja visible del mosaico. Le ordenó a Adnan que echase a un lado las lonas protectoras y apuntase bien el reflector. Nazim no se atrevió a agacharse debido a su peso, inclinó el busto y se quedó absorto al distinguir un laberinto de teselas, algunas de milímetros.

—Ibrahim y yo nos quedamos como usted ahora, parados.

Nazim aleteó con los brazos. Deseó el cese de cuanto palpitaba a su alrededor, el silencio absoluto. En ese instante, le violentaba cualquier distracción, la voz del encargado, la jerga lejana de los pistacheros, los pájaros, las máquinas fumigadoras, el mugido de sus propias vísceras, cualquier estímulo que agrietase el estado místico en el que había penetrado después de mirar con detenimiento el mosaico.

—Las primeras teselas azules, casi negras, son plumas, plumas de avestruz. —Adnan se puso en cuclillas y las señaló con el dedo empujado por la voz precipitada del profesor—. Las marrones representan una parte del cuerpo humano, el costado y una fracción del muslo de una mujer, de una mujer árabe ó mediterránea, cubierta con un faldellín. Lo que tienes bajo el dedo ahora es el faldellín.

Nazim transpiraba. Sus piernas vacilaron. Disparó ráfagas de fotografías desde todos los ángulos accesibles, algunas sin sentido. Adnan empujó con el pie un lado de la pala hasta hendirla en una de las paredes.

—No he querido ahondar más, como me sugirió Ibrahim, hasta que usted viese esto y me diese permiso para quitar tierra.

Nazim revoloteó la cámara y le hizo el gesto de quedarse quieto.

—¡Deja la puta pala! —La cámara fotográfica cayó al suelo. Nazim enrojeció de ira—. Haz solo lo que yo te diga, ¿entendido?

Adnán llevó la pala sin alterarse al saco de las herramientas. Escupió la colilla ensalivada del cigarro apagado y adoptó una actitud de escucha.

—Toma muestras del mortero del mosaico con la espátula, con mucho cuidado. Y mete en las bolsas pequeñas las teselas sueltas, una bolsa por cada color diferente. Ten estas que tengo en el bolsillo.

Adnan obedeció al momento. Abrió la caja de muestreo de campo y extrajo cucharaditas del material base donde estaban incrustadas las teselas. Nazim pudo recoger la cámara del suelo y volvió a fotografiar todo lo visible.

—Extrae un poco con la espátula de aquel polvo, es polvo de teja molida —Adnan se orientó por la trayectoria del enfoque de las gafas de Nazim—. ¡Y de la mancha rojiza de la pared!, puede ser pintura al fresco.

El catedrático miraba el pavimento con ansia; le pidió ayuda al encargado para sentarse en un realce del terreno, donde se apilaban las arpilleras. Nazim tenía las piernas algo hinchadas y optó por quitarse las botas y los calcetines. El rostro de barba montaraz se enterneció al ver los pies descalzos del profesor sobre la losa humedecida. Nazim se empleó en rascar con la cuchara en torno a la parte descubierta. Hizo fotos con las manos sucias de tierra.

—Mira estas verdes. —Adnan clavó la vista en las teselas señaladas—. Pueden ser figuras vegetales. Están bien afianzadas al lecho, no las toques —añadió el catedrático.

Dedicaron tiempo y esfuerzo, —Nazim según se lo permitió su obesidad—, a extender las lonas complementarias y las arpilleras retiradas de Villa Aquilae. Se aseguraron en ocultar el sitio replantando por encima, jaras, tomillo, helechos.

Cuando salieron a la superficie, Nazim miró en circulo, a la defensiva. No le cupo duda: era una villa grecorromana, aunque incomprensible, de planta muy atípica, nada comparable con las conocidas en Turquía, en Italia, en el ámbito territorial del Imperio. Antes de subir al coche oteó a lo lejos la cárcava cubierta por encinas y pedruscos moteados de líquenes.

—¿Vas de cacería por aquella quebrada? A lo mejor al profesor Cemal le gustaría soltar a sus pajarracos allí, en aquella espesura.

—A los halcones le va más la llanura. Cuando aprieta el calor las víboras se refugian en las ramas de los árboles y pueden dejarse caer sobre tu espalda, eso no le gustaría al profesor Cemal. Ibrahim ha cobrado jabalíes de buen porte allí —dijo Adnan mientras descendían por la ladera.

—¡Ibrahim, Ibrahim! —clamó el catedrático con un deje bíblico, repasando la galería de fotos en el visor de la cámara.

La tarde se les echó encima. Almorzaron de camino a Villa Aquilae. Adnan depositó las herramientas en la caseta procurando que guardasen el mismo orden en el que estaban colocadas. Antes de embarcar, entregaron el coche a la compañía de alquiler del aeropuerto y se lavaron manos y rostro en los lavabos. Durante el vuelo a Ankara, el encargado quiso saber el veredicto final del catedrático.

—¿Trae cuenta excavarlo, profesor?

Nazim se removió en el asiento. Lo miró.

—Cuando lleguemos a Ankara, ponte en contacto con uno de tus parientes; que vigile la zona. Le pagaremos lo que pida, Adnan.

—¿Eso quiere decir que habrá excavación? —preguntó el encargado satisfecho.

El catedrático dejó transcurrir el tiempo. Bebieron el zumo que les sirvió la azafata. Nazim se limpió la boca con la servilleta y respondió con cierta incomodidad. Eso no es asunto tuyo, decía su rostro.

—Quizás, con ayuda externa; quiero decir, con la colaboración de una empresa extranjera. Fadilah, Cemal o yo no podemos hacernos cargo de más proyectos y además nos faltan especialistas. Es una excavación muy compleja para nosotros, Adnan —su mente iba maquinando mientras le respondía con cautela.

Al llegar a Ankara fueron en un taxi directamente a la universidad. Nazim aseguró las muestras extraídas en un cajón de la estantería, bajo llave. Cerró la puerta de su despacho y le dio a entender al encargado Adnan que debían hablar del asunto antes de irse cada uno a su casa. Adnan se sintió valorado por la necesidad del catedrático de comunicarse con él. Nazim encendió su pipa, le dio varias chupadas y se liberó de las gafas durante un instante. La mirada grisácea, disminuida pareció medir el torso del encargado, su cabeza de pelo crespo. Adnan supo que el temblor apenas perceptible en las manos del catedrático y sus labios fundidos en una raya morada, eran el adelanto de una advertencia implacable.

—Será un secreto más entre usted y yo… Sabe que no abriré la boca en ningún caso —se adelantó Adnan.

Nazim se lo agradeció con palabras y gestos, le agradó que se hubiese adelantado a su petición. Fumaron sin hablar durante una pausa.

Nazim descargó un puñetazo sobre la mesa que le provocó una reacción refleja en el encargado.

—¡Ibrahim…!, ¿qué me dices de tu pareja de caza?

Adnan humilló la mirada y apagó el cigarro.

—Ha trabajado conmigo en Villa Aquilae y en la costa, de guía de maniobras con la pala y el bulldozer; no se le ocurrirá decir nada… Respondo de él ante usted. Nazim detuvo sus ojos en la cara de Adnan y a este lo recorrió un escalofrío.

—Lo siento por el tal Ibrahim —el catedrático puso su mano sobre la del encargado y le habló casi con ternura—, no ha debido tener la fortuna de dar con aquel agujero.

Adnan agachó la cabeza e intentó levantarla de nuevo, pero le faltó valor para encontrarse con las pupilas congeladas tras los limpios cristales de las gafas del gran hombre.

CAPÍTULO 4

Pedaleaba con violencia a través del Puente de las Delicias. Pensó con desamor en Miriam, su esposa, la Paulova. Cuando giró hacia la avenida de la Palmera se rindió a la visión frontal del Astro Rey. Moderó el pedaleo e intentó recitar los nombres del Sol. Una deidad anaranjada, suspendida sobre la línea cúbica del horizonte. A pesar de su absoluta falta de fe pidió fuerza y sabiduría al dios de los antiguos. Minutos después cruzaba la puerta del edificio acristalado de la empresa de Gestión Integral Patrimonio Histórico. Dio los buenos días al vigilante de seguridad y acopló su bicicleta en uno de los resortes. Oyó el clic de la puerta principal y entró con la pequeña mochila al hombro. La colgó sobre la chaqueta en la percha de su despacho de paredes transparentes y conectó el ordenador. Maldijo. Había intentado desechar de su mente las imágenes recientes de Miriam, su cuerpo desnudo, cubierto con la toga de jueza, su mala leche acumulada durante años. La memoria le devolvía los registros vocales de Miriam, agudos e hirientes con sus familiares o con los de él, si acometían de guasa contra sus aires entre señoriales y ejecutivos, o de forma vaga contra los yerros y contradicciones judiciales en el país. En cambio, su registro vocal era el de una soprano dramática si el asunto versaba sobre la educación apropiada para Sergio, el hijo de ambos. Habían discutido por ese motivo durante la noche. Miriam insistía hasta la ordinariez en que el niño debía ser matriculado en alguno de los colegios bilingües privados, sometido a las mismas reglas de conducta y de estilo elegidos por sus colegas para sus hijos. Le fatigaba seguir rumiando el trance de su matrimonio y concentrarse en las reuniones fijadas para el día. Descargó un palmetazo en la mesa, como quien tira de la cadena del wáter y deja correr la mierda. Al carajo Miriam y al carajo la temida encerrona entre los Moll y Gareth Cranston.

La puerta abierta del despacho de coordinación dejaba a la vista la estampa de figurín de Álvaro Uclés, el coordinador de operaciones de GIPH. Tachaba con placer las cifras finales de la peritación sobre las piezas ofertadas por Carles Moll, un empresario mallorquín dedicado a la organización de congresos. Nada le decían a Carles ni a su familia aquellos objetos remotos transmitidos de generación en generación de los Moll. Ni sus manos ni su sensibilidad, ni su vista reaccionaban ante aquellas joyas arqueológicas. Pero Carles y su hija Silvia no eran tontos, su carencia de sensibilidad guardaba una relación inversamente proporcional a sus intereses económicos. Barruntaban su elevado precio para coleccionistas o museos y exigían por ellos una buena tajada.

Álvaro Uclés enrolló distraídamente el informe y se pasó la mano por el pelo apelmazado hacia atrás con laca. Torció los labios un tanto desilusionado y se reclinó en el sillón de cuero rojizo, demasiado espacioso para un cuerpo más bien menudo.

—He leído tu tasación, técnicamente intachable; sin embargo, has elevado su valor en libras esterlinas a casi cuatro veces más de lo hablado con Gareth Cranston —dijo con sus labios finos, algo violáceos.

Los dos viraron la mirada hacia la mesa de cristal donde se encontraba expuesto el lote. Bajo la luz indirecta de los focos resplandecía el cofre de taracea en plata y marfil y delante la colección de utensilios quirúrgicos en plata labrada.

—Coincido contigo en que son magníficos y en línea con el valor de lotes similares dados en el mercado —afirmó sinceramente el coordinador, repasando con mirada de mercader cada una de la piezas.

—¿Si la peritación es «intachable» por qué has tachado precisamente el importe?

—Deberías saberlo, llevas años en la empresa.

Álvaro desplegó un ademán conciliador. Caminó hacia el expositor con los brazos en jarra. Se detuvo a una cuarta de las piezas y peroró de espalda, pasando un dedo por los libros manuscritos en árabe sobre Oftalmología.

—¿Desayunamos? Invito yo —dijo.

Antes de pisar la acera, Álvaro se acomodó las hombreras de la chaqueta y los tirantes a la cinturilla del pantalón. Con dedos hábiles se afianzó el nudo de la corbata burdeos y se miró los zapatos negros de cordones. Su baja estatura, unida a sus andares envarados y a su cara indumentaria, le conferían una apariencia demasiado estudiada para resultar elegante. Entraron en el bar del Ciudad de Sevilla y ocuparon una de las mesas, la barra no era lugar propicio para lo que iban a tratar, nadie sabe quién está oyendo y qué hará con lo oído, ¿contarlo para darse pábulo?, ¿venderlo?, ¿intercambiarlo por otro chisme? Álvaro sorbió el zumo de naranja y se secó sus labios con una servilleta de hilo. Mordió el cruasán con mantequilla mientras removía el café espumoso.

—Pon ciento cincuenta mil libras y en paz —dijo Álvaro condescendiente aunque con un rebuscado matiz imperativo.

—Álvaro, ya sabes que me falta estómago para eso.

—Seamos sinceros: tienes en tu haber y en el de GIPH trabajos realizados de más enjundia y más comprometidos que este lote y no has puesto pegas. Te recuerdo tu valoración de las piezas precolombinas vendidas al museo de Costa Rica, o la transacción de los torques y de los brazaletes de oro que tú mismo desenterraste en Porcuna —dijo Álvaro a la defensiva, cuestionado en el fondo por su laxitud moral.

Al salir del hotel el viento limpio del otoño los hizo caminar a contracorriente. Álvaro temió por su pelo y le costó mantener su marcha envarada hacia la sede.

—Vendrán alrededor de las doce; te sobra tiempo para enmendar la tasación —dijo, haciendo crujir bajo sus zapatos hechos a mano las hojas doradas caídas en la acera.

Estuvo pendiente del intercambio de saludos con los compañeros de GIPH. Álvaro era de esas personas que dan una importancia desmesurada al hecho de ser o no ser saludado por alguien. Comentaba la calidad del saludo recibido, el énfasis empleado, su tono afectivo, respetuoso, irónico, malévolo, mecánico, retador. Cualquier matiz desapercibido normalmente para cualquiera, Álvaro solía captarlo y lo expresaba con nitidez.

—¿Enmendar la tasación? ¡No me has convencido, Álvaro!

—Ya; pero debemos favorecer a Gareth, nuestro jefe me comunicó el valor aproximado que deberías asignarle al lote. Si no te ha comentado nada al respecto ha sido por miedo a tus reparos, o por contar con un valor objetivo, con el límite mínimo de la compra —replicó Álvaro deseoso de pasar a otro tema—. Voy a hablar con los del impacto en la urbanización del barrio de Ávila, intuyo que hemos ganado el concurso de proyectos, mira sus caras —añadió yendo hacia el equipo técnico.

Media hora antes de la reunión con Gareth Craston y Carles Moll, Álvaro arqueó sus cejas y consultó someramente el último folio de la tasación corregida.

—Yes… Oye, que esta chapuza no se te pegue a las tripas ¿okey? —dijo Álvaro empequeñecido en el vasto sillón.

Poco después entraba en el despacho un hombre espigado, pelirrojo, blancuzco, con la punta y las aletas de la nariz enmarañadas de venitas moradas. Saludó con apretones de su mano helada y se dirigió a Álvaro en un español de megáfono de aeropuerto. Sir Gareth se caló unas gafitas de lectura y leyó la descripción del lote y el valor. Asomó sus ojos grises, de párpados encarnados por encima de los cristales de lupa y se aclaró la voz.

—Un muy excepcional precio dado, señores —dijo con los folios de la tasación pegados al muslo —. ¿Disponemos de los objetos ya, Álvaro?

El coordinador se fijó en la puerta de la sala y al mismo tiempo le indicó a sir Gareth el lugar donde estaban expuestas las piezas.

—¡Don Carles!, pase, pase por favor —anunció Álvaro yendo hacia un hombre casi de la misma altura suya, calvo y ancho. Este venía acompañado de Silvia Moll, la hija y heredera del negocio familiar.

Padre e hija leyeron la tasación de cabo a rabo. El arqueólogo respondió a cada una de las preguntas formuladas por los interesados. Carles Moll hizo un amago de expresar su opinión; pero la voz autoritaria de Silvia lo inhibió.

—Sinceramente, en otros sitios nos han valorado estas piezas a un precio muy superior al estimado por ustedes —dijo Silvia molesta.

—Hemos considerado los parámetros de valoración usuales, como el valor de adjudicación respecto a lotes similares en las casas de subastas citadas en el informe, y, francamente… —les explicó el arqueólogo jefe del departamento de Arqueología, mientras Álvaro estuvo al acecho del mínimo gesto de Carles Moll.

Gareth Cranstom, cruzó las piernas y adoptó la actitud de un espectador de cine que no acaba de captar la trama de la película.

Los Moll, rezagados de sir Gareth y de los expertos de GIPH se acercaron al expositor. La tensión y el recelo podían palparse en el ambiente, una poca más de presión y la reunión se habría ido al garete.

Álvaro se aproximó discretamente al arqueólogo y le susurró, exhibiendo un aire de comunicación interna, natural entre compañeros de la misma empresa:

—Tranquilo. Si el trato no cuaja todos pierden menos GIPH. Ellos deben apoquinar sus dietas. Nosotros, pasaremos a los Moll de todos modos la minuta de peritación y gestión.

—¿Qué tenemos? —preguntó Gareth Cranston, levantando la barbilla y mirando las piezas como si se tratasen de baratijas de latón mostradas en un mercadillo.

—Se han dedicado varias semanas en la investigación, análisis y documentación de este conjunto, propiedad de la familia Moll —dijo el responsable de Arqueología de GIPH. Luego, se calzó un guante blanco y cogió un instrumento cónico acabado en un vástago y este a su vez en un círculo ovalado y se lo mostró al señor Cranston—. Esto es una jeringa, quizás una de las primeras jeringas hipodérmicas en la historia de la Medicina.

—Danos una visión amplia del lote, los detalles pueden ser explicados a instancia de cada cuál —le pidió Álvaro Uclés en un intento de aplacar la tirantez de Silvia Moll y la arrogancia de sir Cranstom.

—Bien. Este instrumental quirúrgico perteneció a Ibn Wāfid, cirujano cuya labor fue desarrollada en Toledo y en Córdoba en el siglo XI. Por tanto, no se trata del instrumental empleado por el gran Albucasis, sino por su discípulo. Lógicamente, esta circunstancia influye bastante en su valor. El cofre, marcado con las iniciales de Ibn Wāfid, contenía el instrumental y los tres tomos de oftalmología dados por perdidos según hemos constatado, además de un compendio quirúrgico sobre traumatología sin traducción al hebreo, ni al latín. Todas las herramientas, incluso las tijeras de puntas curvadas o en forma de cucharilla están labrados en plata de ley antigua. Según se deduce de lo investigado, además de las jeringas, las cizallas y estas ruedas dentadas son creaciones propias de Ibn Wāfid, no exactamente de su maestro, según rezan los datos.

Un silencio admirativo llenó la espaciosa habitación. El conjunto de plata desprendía un resplandor misterioso. La actitud de Gareth Cranston pasó de ser arrogante a prudente. Durante un rato prolongado se dedicó al examen meticuloso de los artículos etiquetados y distribuidos sobre un paño de terciopelo rojo. Acercó su cara alargada al lote y aspiró los utensilios, los tomos encuadernados en piel de camello. A la vista de todos aproximó el oído derecho a las piezas, como si fuese capaz de percibir el eco doliente de enfermos moribundos, el ruido metálico de los instrumentos quirúrgicos, lanzados quizás contra el suelo por un cirujano impotente para arrebatarle un cuerpo a la muerte, ante la cual la ciencia médica es solo un artificio dilatorio de la hora final.

Regresaron más taciturnos a sus asientos, encastillados cada cual en su ambición o en su orgullo como Silvia Moll. Álvaro ofreció un receso para que cada cual hiciese sus cuentas, la ganancia mínima a obtener a costa del otro, pues lo ganado por uno casi siempre es en detrimento de otro. Silvia y Carles Moll se ausentaron durante la pausa, ¿debían rebajar la cifra esperada o mantenerla? Para los Moll, el vinculo sentimental con sus antecesores se había debilitado de generación en generación, a duras penas la memoria guarda imágenes de los abuelos, casi nadie de sus bisabuelos y menos aún de parientes anteriores a estos, como el de aquel Moll del cual sus descendientes actuales solo conocen una leyenda reescrita cada vez que es contada. Según Carles, aquel antecesor suyo se topó con el tesoro a principios del mil ochocientos, en el derribo de una fábrica de munición de Valencia. A Carles Moll le costaba aceptar que alguien pudiese pagar cantidades astronómicas por un cuadro, o por artilugios antiguos, tan curiosos como inútiles al fin y al cabo. El revés sufrido tras la demostración de que los instrumentos habían pertenecido Ibn Wāfid —se ignora si este llegó a ser el discípulo aventajado o el menos lúcido del maestro— y no a Albucasis como los Moll habían creído; y, por otro lado, el hecho de que la colección no había sido declarada en su tiempo y su legalización clandestina había sido satisfecha por la gestión de Álvaro Uclés mediante uno de los contactos de GIPH en el Ministerio de Cultura, forzaron a Carles a considerar el valor de tasación determinado en dicha empresa.

Los Moll titubearon al entrar en el despacho y tomar asiento. Tanto Carles como su hija se mostraron más vulnerables a los ojos encajados en los párpados sin pestañas de Gareth Cranston, que estudiaron la afabilidad que Carles mantenía en la conversación con Álvaro y con el arqueólogo jefe. La mirada gris se tornó inquisitiva al demorarse en la osamenta cuadriforme de Silvia Moll, en el irritante castañeteo de maracas de sus pulseras huecas, al son de la inquietud de su mano surcada de tendones correosos. Con las gafas montadas sobre la nariz cuya punta y aletas exhibían una red de varices tan delicadas como las de sus mejillas, aproximó su boca a la oreja de Álvaro y le murmuró algo inaudible para el resto. Este lo miró con un sesgo interrogativo, pasándose levemente la palma de la mano por su pelo brillante.

Los Moll dejaron de hablar con el arqueólogo, se cruzaron de brazos y aguardaron la palabras de Álvaro.

—¿Alguna observación por parte del señor Cranston? —inquirió Carles sentado al filo del sofá, sonriente.

—Sir Gareth asumiría la factura de GIPH si al final se acepta el precio de tasación — anunció Álvaro Uclés mientras giró su cabeza hacia Silvia.

Carles miró a su hija y le suplicó su parecer. En el rostro de Silvia Moll, maquillado hasta recordar una máscara de gigantes cabezudos, se dibujó un mohín despectivo antes de musitarle su conformidad.

—De acuerdo, señor Cranston —dijo Carles mirándolo con naturalidad por primera vez desde que fueron presentados en el despacho.

El mallorquín se irguió sonriente y estrechó la mano de sir Gareth quien se mostró con una sencillez opuesta a la suficiencia exhibida al principio. Silvia Moll se retiró los mechones de pelo separados por una raya y no pudo disimular su agrado ante las buenas maneras del inglés, cuya edad era inferior en mucho a la de Carles Moll.

Se firmaron los documentos llevados por una muchacha con el pelo trenzado y unos bracket fijados en su dentadura que le desgraciaba la sonrisa. Resuelto el papeleo, Álvaro Uclés acompañó a los Moll hasta la calle donde los esperaba un taxis para su traslado al aeropuerto.

El coordinador de GIPH, junto a un Gareth Cranston jubiloso de párpados decaídos, supervisaron el proceso de embalaje de cada pieza en las cajas de seguridad llevado a cabo por el arqueólogo jefe. El precioso equipo de Ibn Wāfid llegaría a Londres procedente de Barcelona en un vuelo nocturno con llegada al London Heathrow Airport al cabo de unos días. En este caso no habría ningún problema con el escáner del aeropuerto, aseguró el coordinador.

Sir Gareth con su gabardina doblada sobre el brazo y un portafolios de piel gris apretado bajo el sobaco, escoltado por los de GIPH, caminó por la avenida Manuel Siurot hasta que llegaron al mismo bar de hacía una horas. Álvaro Uclés elevó la mirada hacia las facciones acaballadas de Gareth Cranston y le sugirió tomar un aperitivo en la terraza. Este aún de pie, brazo en alto y cerveza en mano, brindó por el dueño de GIPH, en su ausencia.

—Nos conocemos desde hace mucho —dijo sir Gareth— . Nos presentaron en Túnez; entonces él andaba enrolado en una investigación sobre la ciudad de Dougga —añadió.

—Un estudio sobre el desarrollo y el hundimiento de Dougga, que sigue siendo una referencia válida sobre el Imperio Romano del norte de África —apostilló el arqueólogo con un matiz orgulloso.

—Él ha cambiado poco en esa intrepidez suya de enrolarse en batallas arqueológicas; encuentra la paz batallando —dijo sir Gareth mirándose la sortija heráldica afianzada en el dedo corazón.

Álvaro Uclés se unió a ellos tras haber hablado por teléfono en el hall. Luego bromearon a costa de los Moll. Les hacía gracia que estos hubiesen estado tan perdidos sobre valor real de las alhajas heredadas.

Álvaro le habló de la tasación original a sir Gareth, quien estuvo de acuerdo con ella aunque riese a carcajadas enseñando sus dientes pajizos. Al cabo de la segunda cerveza con almendras, sir Gareth absorbió con un pañuelo alunarado la secreción de sus párpados flácidos, después lo guardó en el interior de su gabardina y adelantó el torso hacia los técnicos de GIPH.

—¿Se han entrevistado ya con el señor Manfred Heber? —inquirió Gareth en voz baja, algo forzado.

Álvaro Uclés sonrió y estiró su cuello entumecido, antes de responderle a Gareth que estaba enterado solo a medias de la solicitud de Manfred Heber.

—Les resultará un pintoresco hombre, tanto como sus libros y su petición; pero durante unos años fue mi cuñado. Ahora es mi socio. Está empeñado en esas copias de las cráteras griegas —expresó sir Gareth liberado del sello mundano impreso en su pose escéptica

—Sir Gareth, me han asignado a mi ese asunto algo extravagante de su ex cuñado; me pondré en contacto con usted en cualquier caso —contestó el arqueólogo acariciándose la barbilla.

—Muy agradecido —le contestó.

Gareth Cranston le pidió al camarero que cargasen las cervezas a la cuenta de su habitación, se puso la gabardina y se despidió de los técnicos de GIPH con apretones de manos y reverencias protocolarias, algo risibles para el arqueólogo y de buen tono para el coordinador.

De vuelta hacia la sede de GIPH, Álvaro Uclés caminaba con soltura, liberado del suplicio de parecer distinguido, aunque precisamente ser o parecer distinguido constituía uno de sus objetivos personales. Miraba hacia un punto indefinido del final de la avenida, inmerso en sus preocupaciones de trabajo. Salvo GIPH y su debilidad por el lujo pocas cosas tenían peso para él.

—¿Has visto las cráteras enviadas por Strani?

—Unas copias excepcionales, sí. Ese museo francés se las tragará a la primera, no van a comprobar nada de nada, saben que son copias —dijo el arqueólogo desde el umbral de su despacho.

—Tendremos que encargarle a Strani algunas más, las que quiere el socio de sir Gareth.

El resto de la jornada transcurrió rápido. Después del almuerzo, los del equipo de arqueología dieron los últimos retoques al plan de conservación de patrimonio histórico de Saltalla, cuyo contrato había sido adjudicado a GIPH y estaba a punto de finalizar.

—Pasado mañana lo explicaré en el ayuntamiento. Como sabéis los planes municipales son unas de mis actividades estrella, incluso más que las excavaciones —les dijo con evidente ironía el arqueólogo jefe a parte del grupo desde el aparcamiento de bicicletas.

Una atmósfera sucia pendía sobre la avenida. Guiaba la bicicleta con tiento, esquivaba los coches paralizados y respiraba con asco la exhalación de los tubos de escape. Las piernas le pesaban ahora; sin embargo, parecían dotadas de una voluntad propia y de haber decidido por sí mismas ir hacia uno de los bancos de ladrillo del Paseo de las Delicias. Después de lo sucedido durante la mañana su cabeza tenía materia para discurrir; sin embargo, el pensamiento se le fue hacia su hijo. A esas horas estaría recibiendo la clase de inglés en el salón, triscándose de las cejas de puro nerviosismo, loco por despedirse de la profesora, una sobrina pija del magistrado Agustín Valiño, mentor jurídico y guía espiritual de Miriam. Durante unos segundos tuvo la visión del cuerpo de Sergio tironeado por una bulla de manos avariciosas, insensibles al tacto de la carne, incapaces de captar si disputaban por un niño o por un muñeco de trapo. La figuración le hizo escupir en el suelo y reanudar la marcha. Se internó en Los Remedios y desde la distancia divisó el bloque donde vivía, la terraza corrida de la primera planta, la fronda de los maceteros, una mancha verde intercalada en la blancura del inmueble. La ventana del salón y la de la cocina estaban iluminadas, la silueta de Miriam transitó de un rectángulo de luz a otro, marcial, enaltecida seguramente por los zapatos de tacón fino. Las piernas del ciclista volvieron a darle impulso a la bicicleta mientras sus manos se aferraron al manillar, dispuestas a mantenerlo en línea recta hasta alejarse de aquel lugar.

CAPÍTULO 5

Luís Castro consultaba con creciente angustia el reloj. Faltaba media hora escasa para que terminase la clase y le era imposible comprimir en ese tiempo una explicación comprensible sobre los modelos atómicos proyectados en la pantalla. Desde su pupitre, Milo atendía con interés la exposición de don Luis, el cual señalaba con el puntero los núcleos y las órbitas de electrones de los átomos. Milo tuvo la íntima convicción de que aquel hombre de mirada dislocada les estaba desvelando el cosmos infinitesimal que bulle dentro de la materia engañosamente inanimada, en un diamante, en el corcho de una botella, en la cagada de un palomo, en un hierro. Estar en posesión de ese conocimiento era un regalo para el intelecto. Milo hubiese permanecido en su sitio hasta que don Luis diese por concluida la clase. Pero el remoloneo de las cabezas de sus compañeros, los balanceos en sus asientos y los amagos de guardar los textos en las mochilas, junto a la voz cada vez más atropellada de don Luis anticipaban el pitido de la sirena y la abrupta interrupción de la lección número cinco de Física y Química.

Milo esperó en el pasillo a Teresa Luque y a Cándido (el Bambú, apodado años más tarde en la universidad). Los tres atajaron por la pista de tartán y de los campos de baloncesto hasta cruzar la verja sedienta de pintura verde. Giraron hacia las viviendas de ladrillos vistos de los peones camineros. Teresa Luque en pantalón blanco y polo negro se mofó, por el mero hecho de provocar unas risas, de las órbitas imprevisibles descritas por las pupilas de don Luis, de su pestilencia a cebolla y de su toqueteo inconsciente en la bragueta. Milo fue incapaz de hablar en profundidad con ellos de la magia implícita en los postulados sobre el átomo de Rutterford y de Bohr. A pesar del poco entusiasmo de Teresa aquel día sobre las explicaciones de don Luis, llegó a estudiar Física e impartiría clases de Electromagnetismo en una escuela técnica.

Pero entonces los tres habían vivido poco para permitirse vaticinios sobre donde le llevarían sus pasos. Milo, por ejemplo, salió de la clase sobre modelos atómicos con el propósito de licenciarse en el futuro en Física, aunque antes había albergado la idea de licenciarse en Bellas Artes (dado su gusto y habilidad para el dibujo y la pintura) o arquitecto técnico como era Teófilo. Durante los cursos posteriores, las clases sobre Historia Antigua impartidas por don José Cano, el director del instituto, unidas a las andanzas con José Antonio Mora —amigo incuestionable de Milo— sobre las ruinas de Iponuba lo fueron inclinando hacia dicha disciplina.

Como casi todos los días de instituto, Cándido acompañó a Teresa hasta su casa sin importarle prolongar su caminata para llegar a la suya. Milo prefirió adentrarse en el parque. Se detuvo en un banco bajo la copa del nogal chino e hizo un redondel con el índice y el pulgar y vio a través del espacio acotado por sus dedos a sus dos compañeros varados en el cruce. Teresa Luque tan esbelta, cruzada de brazos, recogiéndose el pelo tras sus grandes orejas, tímida, a la espera de que se hiciera un claro en el tráfico; Cándido muy cerca de ella, contándole al oído, acechando sus reacciones, riéndose solo él de sus propias gracias, desequilibrado por el peso de la mochila, tan flaco que apenas llenaba los pantalones y la camisa con escudos militares. Poco pesarán los malos recuerdos en sus memorias, —caviló Emilio—; tanto como las masas de los electrones que viajan en este instante, en cualquier partícula de la materia, a través de sus elegantes e invisibles elipses, en el universo ampliado miles de veces en esta nuez que tengo entre los dedos. Leves y fáciles recuerdos: encuentros familiares, tambores de Semana Santa; abuelos, tíos, primos y durante semanas el mar turquesa de Málaga… Vidas alegres dibujadas en un bloc. Dibujos amarillos, naranja, esmeralda, del color del cielo raso. Los oigo en los recreos y en el parque y callo, me miran con los ojos convertidos en preguntas antipáticas y yo callo e intento hablar de películas o de las miserias del instituto. Les digo que nos hemos trasladado porque mi madre es maestra y quiere una plaza en una de las escuelas de aquí.

Camina meditabundo, bajo la sombra del nogal, triturando bajo sus zapatillas de deporte las nueces podridas que le salen al paso: ¡Crac!, ¡crac!, ¡Crac! Pero ni Teresa ni Cándido, ni sus familias se tragan las medias mentiras o las verdades dichas con boquita de muñeco. ¿Dónde me has dicho que trabaja tu padre, Milo?, ¿cuándo va a venir por aquí? ¡Cabrones! Los adultos o casi adultos, los compañeros y compañeras del instituto, están al corriente del desahucio, de la prisión del cabeza de familia; pero aún así nos preguntan, quieren ver nuestras caras como globos rojos y presenciar cómo clavamos los ojos en sus putos zapatos brillantes. ¡Cabrones! El bestia de Alfonso ya ha tenido de las suyas por tanta mala leche —ríe con una fruición vengativa—, al hijo del mancebo le rompió un brazo y al delegado de su curso le partió otro, otro brazo a la altura del codo, bajo la cancha de baloncesto. Dos brazos quebrados como si fuesen mondadientes. Esas peleas han encumbrado a Alfonso ante los de su equipo. Les piden demostraciones y el bruto aprovecha los recreos y se vale de colaboradores para enseñar su técnica, las tretas para romperle el brazo o partirle la ceja a alguien o tumbarlo de un rodillazo en los huevos o en el estómago. Aprenderé de mi hermano, se dice.

Milo escuchó dar las dos y media en las campanas de la Iglesia de Guadalupe y dejó de reinar con mala bilis. Aligeró por el Llano del Rincón y siguió hacia la carretera. Podía haber acortado por otras calles para llegar al molino de los naranjos, su casa prestada; sin embargo, haber pasado por el parque de arriates victorianos le había aliviado su pesadumbre y hecho del destierro un acto menos bárbaro. Caminaba agarrado a los tirantes de la mochila, fijándose en los coches cuyo destino podía ser la ciudad, donde Carlitos Malavé y Esteban Varo habrían salido del colegio haría casi una hora. Los añoraba; añoraba incluso a los salesianos más imbéciles como el padre Jerónimo o al padre Fuentes y el olor a patio interior de toda la ciudad. ¿Qué barbaridad habría cometido su padre para embadurnarlos de mierda? Pensó en la renuncia de Raquel a seguir peleando por devolverles un poco de la abundancia perdida. El aroma de los aligustres variaron el curso de su pensamiento; la fragancia de estos árboles los traspasaba como el canto de las cornejas, les hacían presentir el verano; los aligustres le hablaban del sopor de las tardes perezosas de julio y agosto, de Berta, de tarajes, de escopetas terciadas, de los gorriones desplomándose desde los aleros de las casas a la calle los días de fuerte calor.

El portalón del molino estaba abierto y un Nissan Patrol con una lancha enganchada aparcado bajo los naranjos. Los rebotes del balón contra el suelo y los balonazos contra el muro indicaban la presencia de Alfonso. Milo presionó con el puño la lancha neumática. Raquel estaba apoyada sobre la barandilla del distribuidor de la escalera externa, entusiasmada y gritona por los encestes de Alfonso y de Mauricio. Milo ascendió por la escalera y se dejó besar por su madre. «Se ha presentado con esa lancha para navegar contigo y con tu hermano por el río», le contó Raquel. Ella le confesó que temía dejarlos ir; que cuando era niña, cada verano algún bañista era sorbido por un remolino y vomitado días después, hinchado y sin ojos, le contó.

Mauricio les explicó durante el almuerzo que había venido a Baena debido a la plaga de Prays, que la plaga había atacado a las plantaciones de olivar. Aunque su hermano Alejandro era el gerente de la sociedad limitada constituida en 1918 por su abuelo, se encontraba hospitalizado debido a una operación de columna vertebral. Por otra parte, Andrés Menéndez Viaga, uno de sus tíos, el olivarero por antonomasia de la familia, se encontraba en Puglia cerrando el contrato de la venta de aceite exportado por la sociedad familiar.

«Son estas bestezuelas las que se alimentan de las flores, de su corola y de sus ovarios, ávidas de azúcar, ¿las veis?» Milo, con el ojo casi pegado a la lupa apreció las larvas color avellana. Alfonso apenas dedicó un segundo a la observación, le faltó paciencia. Para Raquel las galerías horadadas en las hojas de olivo, las polillas plateadas o las minúsculas larvas que hacían contorsiones sobre el mantel no representaban una novedad, había escuchado muchas veces mentar a su padre esa maldición: «¡Prays!» La visión de las hojas y de las orugas retrotrajeron a Raquel a la habitación con ventanas y balcones hacia la carretera donde se encontraban ahora gracias a Mauricio; a cuando sus padres, Eulalia y ella pasaban allí el periodo más intenso de la molienda de aceituna, el corazón del invierno. Incluso cuando las dos hermanas se marcharon a estudiar a Granada, les gustaba pasar las vacaciones de Navidad allí. Entre el padre de Raquel y el de Mauricio había existido una relación de estrecha amistad y de lealtad en los negocios. Cuando ambos vivían, el padre de Raquel gestionaba la explotación olivarera de los Menéndez Viaga y toda la venta del aceite producido en las fábricas de estos repartidas entre Jaén y Córdoba. La extensa huerta de la Partición fue vendida por Menéndez Viaga al padre de Raquel por un precio bajo, como una muestra de gratitud y afecto. Más tarde, heredada la propiedad, Raquel vendió su parte a Eulalia para la compra del chalet ahora embargado. Sin embargo, no eran aquellas circunstancias las evocadas por la madre de Milo, sino la imagen brumosa de su padre dejándose la vista bajo la luz de una lámpara de mesa, escudriñando a través de sus gafas de lectura un ramillete de hojas taladradas y de aceitunas con esos gusanos dentro del hueso, devorando sus corazones de almendra.

Raquel abarcó con una mirada poética a sus hijos y al hombre de atractivo perenne, quien volaba con la facilidad de un pájaro sobre los escollos más aborrecibles. ¿Por qué has tenido que ser así?, se interrogó Raquel absorta en la pose atenta del menor de sus hijos. «Vamos a iniciar la travesía a unos ciento cincuenta metros o así, desde el puente de la Maturra a Izcar, quizás tengamos que tirar del bote en algún bajío. —A Mauricio le encantaba poner a prueba a quienes lo rodeaban, hablar de posibles peligros para hacer más meritoria su aventura. Como el capitán de un barco de vela, a contraluz, de espaldas al sol, distribuía las tareas a la marinería—: Milo, tú irás al timón; Alfonso, si te liberas del partido de baloncesto, a los remos, y yo manipularé el motor, la pértiga y ayudaré al de los remos». Raquel advirtió un intento de seriedad responsable en la tiesura de las mejillas de Milo y la consabida aptitud de Mauricio para embrujar hasta a los adoquines de la acera. Según lo experimentaba ella, trascendiendo aquel momento, los ademanes, las palabras y la fuerza de Mauricio transmitían casi siempre el mismo mensaje: Y esto que deseo no es un capricho, ni el juego de un tahúr: te quiero a ti, a mi lado, para que compartas conmigo el cuento que acabo de contarte, tan realizable que ni siquiera merece llamarse cuento. La camisa campera remangada de Mauricio, sus antebrazos vigorosos, con el vello formando una onda suave; sus incipientes arrugas en la frente, bajo los ojos; bronceado por sus correrías en los campos de excavación, le provocaron a Raquel una sensación vergonzosa. Se excusó y luego se perdió en algún lugar de la casa. La soledad llama al deseo para escapar de sí misma, pensó ella. Imperdonable, se dijo en la habitación de sus hijos, después de lo que estaba pasando su marido.

Mauricio guardó las hojas y las aceitunas picadas en una cajita de diapositivas y luego le pidió a Milo y a Alfonso que lo acompañasen para enseñarles el manejo de la lancha. Se despidió de Raquel con la mano, desde la lancha.

Dos días más tarde, se presentó subido en una vespa en el patio del molino. Milo lo esperaba junto a la lancha, con el pantalón hasta la rodilla y la camiseta de manga larga que Mauricio les había regalado a cada hermano con ocasión de una visita a las ruinas romanas de Almedinilla. Raquel lo saludó desde el descansillo de la escalera y le ofreció café. A Milo le transmitió fortaleza ver a su madre contenta. Raquel se mostró algo aprensiva. Le preguntó a Mauricio con una expresión dolorosa qué garantías le daba este de que no les ocurriría nada malo ni a Milo ni a él. Mauricio bromeó con ella y le devolvió su pregunta del revés: «¿Y quién nos asegura a Milo y a mí que tú en la calle del Moral, o a Alfonso en el partido de hoy no vais sufrir un accidente?» El manotazo aniñado de ella sobre el brazo de Mauricio les confirmó a Milo y a Alfonso —equipado este de jugador de baloncesto, horas antes de que comenzara el partido— el buen humor de la madre.

Mayo comenzaba con su atmósfera preñada de melaza y un sol adolescente. Mauricio conducía por la carretera estrecha y falta de alquitrán. De cuando en cuando el coche y el soporte de la lancha botaban con brusquedad y se percibía un gemido de hierros desencajados. A derecha e izquierda olivos en flor sobre las lomas calcáreas, molestas a la vista de tan blancas; al frente los collados ferrosos, bellos y estériles incluso para las cabras.

Mauricio miraba de reojo y sentimiento al muchacho caviloso. Está roto por dentro, se dijo; no ha digerido aún lo de Teófilo… saberlo preso, expulsado temporalmente de la vida corriente, requisadas sus horas; privado de quienes a pesar de los hechos lo añoran y tienen por desmedida y amañada la dura sentencia. Le propinó a Milo una palmada animosa en la pierna. «¡Ánimo timonel!». Aumentó el volumen de la radio para entender mejor el desastre ocurrido en el Hipercor de Barcelona. Tras una pausa llena de maldiciones, templó y quiso conocer la opinión de Milo sobre el atentado. Y según mandaban los fueros inclementes de su edad, Milo, condenó con tirria ciega a los terroristas. «Debían ser desmembrados por caballos, como harían los Hunos si regresaran de la muerte: cuatro caballos para arrancarles de un tirón piernas y brazos y otro caballo más para descabezarlos», le respondió con las manos puestas en el salpicadero, envarado en el asiento. Mauricio amagó una fría sonrisa y se apresuró a cambiar de tema por no remover la ira instintiva del muchacho. Le propuso una futura visita a la Cueva del Yeso. Cuando yo vuelva de Libia, donde voy a un congreso de Arqueología en el norte de África, iremos. Milo, le comunicó con una suficiencia (muy ocurrente para Mauricio) que ya conocía la Cueva del Yeso, que había entrado con su amigo José Antonio Mora, más de una vez. Le describió con un énfasis apasionado y fantasioso las paredes revestidas de cristales de yeso, de cómo estos se transformaban en espejos y reflejaban la luz de las linternas y hacían visibles los grandes espacios de la cavidad, cuyos techos estaban cegados por colonias de murciélagos con sus cuerpecillos de ratón y sus caritas de cerdo, que al contacto de los reflejos se desprendían del enjambre peludo y se desparramaban por todos sitios, emitiendo agudísimos chirridos; le habló de grutas transfiguradas en suntuosos salones cuyo suelo era un lago y en los cuales las estalactitas estaban fundidas a las estalagmitas y formaban columnas como huesos de mastodontes prehistóricos. Mauricio había estado en la Cueva del Yeso en una prospección superficial, en pos de algún hallazgo paleontológico; pero guardó silencio al respecto, prefería escuchar la versión de su pupilo, una versión quizás fantasiosa, exenta de tecnicismos, de clichés de manual y de hipótesis geológicas fusiladas la mayoría de la veces por pedantes de relumbrón. En su momento, le recomendaría leer a distancia, en ejercitarse en decirle «NO, A LOS MAESTROS».

Mauricio aparcó sobre la orilla arenosa del Guadajoz y saludó a una de sus tractoristas. La mujer de aspecto cimarrón desprendía la fetidez del insecticida recién aplicado contra el Prays. Ayudó a Mauricio y a Milo a llevar la lancha desde el soporte hasta la orilla. Ella debía recogerlos en Izcar al cabo de unas horas. La tractorista vestida con un mono amarillo canario y una gorra de tejido vaquero con la leyenda de Yale University, subió al coche, lo arrancó y condujo a través de los bancales de arena hasta arribar a la carretera. Con un largo pitido del claxon quiso despedirse de ellos; pero Mauricio y Milo ya navegaban en las aguas del Guadajoz, medio ocultos por la floresta. La corriente los empujaba con mucho genio. Mauricio obligó al timonel a ponerse el chaleco salvavidas. Habían perdido de vista los maizales y el puente. Avanzaban por una lengua de agua verdosa, serpenteante, con espumarajos en los márgenes, rebelde al rumbo querido por el timón. Milo, apenas podía identificar con precisión si el rápido aleteo originado en el boscaje procedía de unas tórtolas o de unos patos, o de lo que asomaba la cabeza y luego la sumergía de sopetón era un barbo o un galápago. La lancha escoraba hacia una margen o hacia otra al capricho de las aguas. El primer tramo sería el peor le había adelantado Mauricio cuando deslizaron la Zodiac hasta el centro del cauce (y no le faltó razón). Aquel río era otro río cuando se bañaban Berta y él en la parte de los abejarucos, se dijo Emilio, las aguas eran perezosas en aquel lugar, estaban como dormidas en los entrantes, frente al gran muro de tierra arenisca agujereado. Mauricio maniobró con la pértiga hasta atracar tras una roca con apariencia de sesos esculpidos, cubierta por una retícula de finísimas ramitas rojas.

Los tripulantes con las ropas mojadas y el pelo salpicado de pelusas rieron palpitantes de emoción. Habían fondeado en una pequeña ensenada cuya agua estaba cubierta por una nata verde. Por encima de sus cabezas, los recortes de cielo podían atisbarse a través del tamiz verdinegro de los tarajes. Mauricio extrajo del portaequipajes de la lancha el mapa plastificado del Guadajoz y trazó con el dedo la parte del río aún por navegar. Comentó cada tramo; los obstáculos seguros, las zonas de aguas benignas, los posibles vados. Milo miraba el mapa pero su pensamiento le invocó a Teófilo; los momentos memorables, las bromas en el chalé, sus exageraciones, los viajes al extranjero, los baños; los baños secretos de media noche en el río, en las playas. Alfonso, él y Teófilo en el mar, vigilados por una luna africana. Tuvo la mala sensación de haber traicionado a su padre, de estar gastando parte de su alegría con un extraño; cercano, ¡bien!; amigo de su madre y de su tía Eulalia, ¡bien también!; pero la sangre reclamaba su parte.

«Esa de ahí me ha prestado más oídos que tú. —La culebra zigzagueó en la chopera con un pez sacudiéndose entre las fauces—. ¿Lo estás pasando bien?». Milo respondió con una afirmación, aunque en sus adentros esta afirmación precisaba para ser veraz del todo, la presencia de Teófilo, inhalando las miasmas del río, con su despreocupación y sus fanfarronadas.

Cuando se zamparon los bocadillos de tortilla y las coca-colas, se ajustaron los chalecos salvavidas y Mauricio empujó con la pértiga desde la orilla y enderezó la lancha. Las aguas se habían vuelto más oscuras. El ronquido del motor desencadenó en la espesura una desbandada general de pájaros sobresaltados, tórtolas y jilgueros en su mayoría, identificó Milo tras observar sus vuelos, forma de las alas y de la cola. Podía dedicar su vida entera a estudiarlos, pensó Milo río abajo, sintiendo con gusto el roce en la cara de la corriente de aire. Mauricio apenas movía el timón. La lancha transitaba por aguas profundas, bajo una techumbre de ramas tumbadas desde las márgenes y entrecruzadas en el centro del río. Solo el ruido del motor barrenaba aquel nimbo de foresta y silencio, donde el Guadajoz se ensanchaba generosamente. Mauricio apagó el motor y se abstrajo en las aguas sombreadas y en aquella fronda exuberante de tarajes, cañaverales y choperas. Milo había dejado de evocar a Teófilo, a rememorar situaciones vividas en el chalet. Aquella selva tiraba de él, lo absorbía, parecía saber de su congoja. El bote escoró con rapidez hacia la orilla. El ruido a desagüe obligó a Mauricio a ponerse de pie. La lancha giraba en el sentido del agua, atraída por el embudo abierto en la derecha del cauce. El motor detonó y bramó de continuo. A Mauricio se le fue el color de la cara. Le dio un fuerte empellón a Milo hacia la trasera de la lancha y él se aprestó en la proa. Con el dorso arqueado y los brazos convertidos en dos palas de una hélice furibunda, Mauricio varió el movimiento en círculo de la lancha. Valiéndose del empuje de uno de los remos contra el tronco de un taray medio acostado sobre el cauce propulsó la lancha hacia el lado opuesto. Milo estaba en cuchillas, con la pértiga hundida en el agua, sin haber podido tocar con la punta el fondo. El motor berreaba encastrado en la popa, vibraba con estrépito, exhalando humo y peste a gasolina mal quemada. Mauricio se le acercó tembloroso, con un pómulo amoratado de un golpe del remo. Milo sintió el vacilante abrazo de Mauricio, su desorientada satisfacción al ver que al muchacho estaba aún pasmado de la fuerte impresión, pero ileso. Lo del remolino quedaría solo para los dos, ni Raquel ni Alfonso, ni Teófilo, debían saberlo. «Conozco bien a tu madre, se acobardaría», le avisó Mauricio. «No se lo cuentes, sufriría mucho, es probable que no os dejase venir conmigo en una travesía similar». Milo lo comprendió. Mauricio no soltó el timón a partir del incidente.

Se sucedieron tramos de riberas peladas, donde las tierras de cultivo se habían comido la floresta y la presencia de los grandes invernaderos de plástico comenzaban su andadura. El encanto místico de los parajes anteriores había sido sustituido por un horizonte de trigo y de girasol y de sábanas de hortalizas dispuestas en disciplinados surcos.

El sol pegaba sobre las cabezas de Mauricio y de Milo carentes de cascos y de gorras, olvidados en el molino. Milo se sacó la camiseta y se la encasquetó sobre la cabeza al recordar la monserga de su madre sobre las insolaciones. En la playa, en la piscina del chalets, en La Partición, Raquel obligaba a sus hijos a usar gorra o sombrero de paja. Después de haber remolcado la lancha a tiro de cuerda a través de un vado de guijarros y aguas cantarinas, acribillados por mosquitos obsesivos y alguna mordedura de mosca, Mauricio hizo señales con la mano hacia el bosque de eucaliptos de la margen derecha. Milo movió la camiseta en el aire con viso triunfante al ver a la mujer de amarillo canario bajo los eucaliptos. Al poco que orillaron junto al bosque, la lancha estaba fijada al soporte y ellos en el coche. Se encontraban felizmente cansados de bregar en el río, con la piel quemada y la ropa tomada de salitre. Mauricio oía la rasquiña de Milo y le insistió en que era mejor no rascarse para no extender el veneno bajo la piel. Milo y Berta estaban habituados a los picotazos y a las mordeduras de las moscas negras y se aliviaban aplicándose mutuamente una mezcla de barro y vinagre en los ronchones. Pero Milo no quiso revelarle a Mauricio aquel remedio; cuanto había sucedido entre Berta y Milo ingresaba en un santuario erigido por ambos, sin más sacerdotes, ni más fieles que ellos dos. Mauricio partiría al día siguiente con los de la Universidad de Granada hacia Trípoli y luego iría a Londres durante unas semanas. Aprovecharía para visitar a su hija María, le refirió. Luego quiso cerciorarse de si Milo estaría dispuesto a navegar en otro río, en el Guadalquivir, en el Ebro quizás. «¡Sí, claro!… Ha sido una pasada de las buenas, la mejor», le contestó. Milo hizo sus planes a corto plazo: cuando llegasen al pueblo, iría a la cochera —el club atlético de baloncesto—, donde estaría reunida la peña de Alfonso. Se apuntaría con ellos al mojete de espárragos. Milo les iba a contar a esos zanquilargos de carnes blancas lo del descenso por el Guadajoz aunque fuese para darles envidia.

Eran las dos de la tarde pasadas cuando Milo se apeó del coche en la calle Mesones y se despidió de Mauricio. No quiso ir al molino a asearse y cambiarse de ropa, deseó ser visto con la camiseta y las zapatillas de deporte veteadas de fango, con aspecto de filibustero.

El vocerío y las proclamas se oían desde la Casa de la Tercia, mucho antes del cocherón donde festejaban Alfonso y su equipo la victoria aplastante contra el club montillano. Milo se abrió paso entre jugadores embrutecidos por el triunfo y la cerveza. Buscó a Alfonso entre aquella masa humana ensordecida por sus propios gritos, incapacitada para prestar atención a cualquier tema ajeno al partido de baloncesto. Alfonso lo señaló desde lejos y se rio de las trazas de su hermano. «Le das un aire a… ¿cómo se llama, coño?… ¡Paulino Pulido, el jorobado!, joder ¡Brinda por ese 103: 67!» Alfonso le ofreció la copa de alpaca y Milo bebió cerveza vitoreado por un corrillo de jugadores desaforados. A continuación metió el tenedor de plástico en el perol y tomó varias sopas de revuelto. A ninguno de aquellos le habría interesado un pimiento su travesía en la Zodiac; siendo justos, tampoco él les habría aguantado el rollo del baloncesto, se dijo camino de la Plaza de la Constitución. Sentía cargadas las articulaciones y pinchazos de las agujetas en piernas y brazos. Quizás su esfuerzo había sido mayor que el de aquellos larguiruchos de movimientos pandos manejados por su hermano. La tensión en la lancha había sido mucha, especialmente cuando el embudo los atraía para bebérselos, caviló observando la fachada del molino de los naranjos.

Emilio abrió la puerta auxiliar con el deseo de ir al frigorífico y coger alguna fruta, los espárragos ya se le habían bajado a los tobillos. Miró extrañado la lancha, las algas y los trozos de plantas adheridas a estribor, ¿qué hacía allí? Pasó su mano por la proa chata. El paseo había sido una experiencia genial, memorable. Si fuese por él repetirían el mismo trayecto mañana mismo, dentro de una hora aunque en ese instante estuviese breado de pinchazos. Desde lejos, hacia el fondo del patio se fijó en los gansos. Graznaban entre aleteos inútiles. Tenían hambre, a su madre se le había olvidado vaciarle la cubeta de sorgo en los comederos. Se vio a sí mismo contándole su hazaña fluvial a Mora y a Teresa, especialmente lo del remolino traicionero y lo de la culebra. Subió las escaleras fantaseando, previendo cada movimiento para ahorrarse aguijonazos en los músculos. Una luz madura se extendía sobre la mesa como un velo dorado. La fresca penumbra lo reconfortó, le produjo una laxitud de siesta. Anduvo por la cocina, por el cuarto de baño, por el salón. Se creyó solo, aunque oía ruidos confusos, respiraciones, fuertes soplidos. Sus pies progresaron a cámara lenta por el piso de madera. Los latidos se adelantaron a su comprensión inmediata de lo que estaba viendo a escasos metros. Sintió sus vísceras congeladas. La impresión lo dejó inmóvil, con la mente parada, ningún pensamiento vino a socorrerlo. Los halló desnudos, acoplados con desespero. Entrevió el sujetador del color rosado y el vestido de rayas arrojados sobre la cama; los zapatos de tacón marrones ladeados sobre el suelo, quizás quitados o sacados con precipitación. Les sobraría la ropa, la misma piel les sobraría. Milo casi obedece al impulso incoercible de presentarse en la habitación, de interrumpir las mutuas embestidas. Se tapó los oídos con las manos, pero los suspiros de puta de ella atravesaron sus manos y se imprimieron en sus tímpanos. El cuerpo empezó a obedecerle. Retrocedió atemorizado, rígido. Salió del molino con la urgencia orgánica de huir, de llegar en autoestop hasta el centro penitenciario. Deseaba con todo su ser estar con su padre, aunque fuese dentro de una celda pintada de miseria, pero abrazado a Teófilo.

CAPÍTULO 6

Emilio fue consciente de su tensión al sentir el tibio abrazo del vapor. La noche de antes, mientras cenaban, se excusó con el catedrático y Cemal de acompañarlos a los baños. Fue la insistencia del profesor la que lo obligó a cancelar su visita a Santa Sofía, lo cual lo contrarió. Había recibido el flechazo desde que divisó por primera vez sus minaretes y el color rojizo de sus fachadas. Desde entonces, cuando había pisado Estambul no perdía la ocasión de visitarla como quien se reencuentra con su amante extranjera. Una vez dentro del Templo, tenía la costumbre de inundarse en la claridad difusa que penetraba por las altas ventanas; frotaba sus dedos índice y pulgar como si estuviese acariciando aquella luz sedosa, entre el naranja y el oro, oriunda de un sol ancestral. Cuando cumplía este ritual, a Emilio lo penetraba la sensación de haber palpado un pasado enclaustrado durante siglos entre aquellos muros. Para él existían otros santuarios, otros enclaves lo mismo de meritorios; pero a decir verdad, en ninguno de ellos había comulgado de una manera tan física con la Historia misma.

—El baño une. Los hombres relajados y desnudos somos más humildes y menos porfiados —le dijo Nazim a la entrada del hammam.

Y alguna razón llevaba, pensó Emilio, bajo la cúpula de la sala caliente, tumbado boca arriba sobre una losa de mármol. Se percató de cómo la toalla de listas rojas y blancas, la llamada futa, se iba aflojando gradualmente. De ponerse en pie y atravesar la sala, la futa resbalaría desde su caderas hasta sus talones y su polla dejaría de ser un secreto para Nazim y el profesor, sentados en una bancada hexagonal, clavados los codos sobre los muslos y las cabezas sudorosas entre las manos.

Pensó en Sergio, en Miriam de un modo desordenado hasta que sus evocaciones se fueron diluyendo como el vapor en lo alto de la cúpula, una cúpula calada de orificios en forma de estrella por los que caían los chorros de luz blanquecina sobre los cuerpos amansados por el vapor. Emilio se sobrepuso a la molicie, se ciñó la tela a la cintura y fue donde el catedrático y el profesor.

—Todo es más fácil en el hammam. Tu jefe fantaseó alguna vez con construirse un hammam, ¿no te lo ha contado? —dijo Nazim risueño.

Emilio se fijó en el charquito de sudor estancado entre los pechos y la barriga prominente de Nazim, en su cara de poros dilatados por el calor. En ese instante, este le pareció una copia desfigurada del Nazim real, el célebre catedrático de Arqueología de Ankara.

Cemal adoptaba con indolencia las posturas indicadas por el masajista. En la sala podía apreciarse el sigiloso trasiego de quienes se incorporaban e iban al encuentro del agua fría, y, el de aquellos otros que ingresaban con la impronta de la calle aún prendida en sus caras. El calor los aflojaba por dentro y por fuera y los impelía hacia algún sitio donde arrumbarse como morsas sobre las playas.

Nazim adelantó el torso de tetas colgantes y observó largamente a Emilio.

—Tu jefe delega en ti asuntos trascendentes por lo que veo. Te está pasando el testigo —se secó los sobacos y la nuca con la tela, indiferente a mostrarse desnudo, orondo, con los genitales refugiados entre las ingles—. Quiere que te lances a tu primer vuelo, como uno de esos pollos de halcón de Cemal.

Nazim confirmó la hora de la reunión, ¿después del baño, podría ser?, ¿mejor al día siguiente?, sondeó Emilio.

—Necesito tiempo; quiero releer el contrato aunque me fío de la opinión de Álvaro Uclés —expuso Emilio, mientras notaba en la espalda el roce áspero del guante del masajista.

—El coordinador ha estudiado el contrato y le parece correcto, salvo la cláusula referida a la subcontrata de maquinaria pesada, que según él debe ser aceptada por GIPH con carácter previo a la formalización de alguna de ellas —dijo Cemal con voz lastimera, derrotado por el masaje.

—Y estoy de acuerdo con el coordinador, aún así mi obligación es leerlo —repuso Emilio.

Nazim hizo stop con la mano al masajista destinado a amasarle sus carnes fofas. Asentía a Cemal y a Emilio con muecas de sus labios.

—Has traído el documento de apoderamiento para la firma, ¿en turco y en español como quedamos con el coordinador? —le preguntó Nazim.

Emilio consideró ociosa la pregunta del catedrático.

—Lo tienes aquí, Nazim, en tu casa. ¿No te acuerdas que te lo di en Ankara? —terció Cemal con expresión extraviada—. Uclés los ha mandando por SEUR.

—Cierto, tengo los papeles arriba.

El catedrático apuntó la frente hacia la arquería. En la piscina encontraron pocos bañistas. El contacto con el agua provocó los aspavientos y la respiración entrecortada de los tres. Los músculos habían recuperado en un tris el tono disipado en la sala caliente. El chapuzón duró unos minutos, un chapoteo inicial y unas brazadas infantiles en un rincón de la piscina. A ninguno de ellos le apeteció más reposo en el espacio de temperatura neutra. Nazim andaba justo de tiempo, debía acudir a una cita con un antropólogo de la Universidad de Heildelberg en el hotel de Marmara. Llegaría a la cita una media hora tarde o quizás más, les explicó mientras se hidrataban con zumo de granada en un bar cercano al hamman. Emilio lo vio alejarse bregando con su obesidad y su lujosa cartera de piel de cocodrilo, sin prisa alguna por tomar un taxi en dirección a Beyoğlu.

Emilio y Cemal, sin saber muy bien qué hacer antes de la reunión, optaron por acercarse al puerto y luego echar un vistazo en las librería de Istikal.

Los turistas formaban estoicas colas para embarcarse en uno de los ferris del Bósforo. Ellos anduvieron entre los puestos y entre las palomas color tormenta que picoteaban al pie de la Mezquita Nueva. Emilio compró dos mazorcas de maíz cocidas y le entregó una a Cemal. Tomaron asiento en las escalinatas de la mezquita, rodeados de un nubarrón de palomas. El ir y venir de los transbordadores, el gorjeo de los palomos más las expresiones extranjeras y turcas producían un rumor promiscuo, ni europeo ni oriental, interpretó Emilio. Cemal, mascando maíz abarcó con su mirada el estuario, el nervioso hormigueo humano bajo el Puente Gálata.

—Ya lo hemos hablado otras veces, la identidad de Estambul es todas y ninguna, por eso es Estambul.

A Emilio no le extrañó la opinión de Cemal, proclive con frecuencia a las síntesis atinadas. Era una de sus imposturas cuando finalizaba una investigación, despachar con un par de frases el devenir de una civilización entera. Emilio miró con reconocimiento la fisonomía de frente amplia y mandíbulas estrechas de Cemal. En realidad, este había sido su tutor en Arqueología del Oriente Medio. Nazim lo había recibido en Ankara y en Estambul para su formación de posgrado. Solía evaluar someramente su avance y de paso enmendarle la plana a Cemal, sin fundamento en ocasiones, por el solo hecho de afirmar su posición de catedrático ante un mero profesor de su departamento. Los meses que Emilio estuvo bajo la tutela de Cemal habían sido los más fructíferos de su estancia en el extranjero. Emilio había confesado públicamente que sin las aportaciones de Cemal aún estaría pringado con la tesis. En compensación y porque consideraba a Cemal un referente seguro en Arqueología, Emilio le facilitaba la difusión de cuantas comunicaciones científicas y participaciones en eventos institucionales o empresariales le eran posibles en España. El nombre de Cemal Yüzbashyan aparecía en no pocas publicaciones realizadas por GIPH.

—¿Sigues tomando cerveza a orillas del Guadalquivir?

Emilio se dejó coger del brazo por Cemal.

—Ya conoces aquello, la ciudad que tú has bautizado como «¡La segunda Estambul!» ¿Recuerdas la curda de la última vez que estuviste allí?

—¿Cómo pude beber tanta cerveza en tan pocas horas?

Emilio le dijo entre risas:

—Dabas barquinazos de una acera a otra, joder.

—Es automático, cuando estoy en Sevilla recuerdo Estambul y viceversa.

La brisa del Cuerno de Oro desviaba la humareda y la peste a caballa de las barcazas a los bajos del puente. Cemal olisqueó la manga de su chaqueta. Según este, los bocadillos de caballa a la plancha era una tradición inventada para el turista, como la rehabilitaciones dudosas de callejuelas, fachadas, iglesias o construcciones de la Edad Media en Europa. A pesar del panegírico de Cemal, Emilio se empeñó en comer en uno de aquellos bares.

—¿Pedimos algo genuino, Cemal, bocadillos de caballa, por ejemplo? —preguntó con sorna.

Cemal consintió a pesar del humazo de las barcazas.

—Por cierto, no te he preguntado por Miriam, ¿qué tal le va?

Emilio abrió los ojos sin encarar a Cemal. Cuando tragó el bocado se limpió la boca y luego abrió las manos como quien alega ignorancia.

—Bien, estará bien, supongo.

Cemal se pasaba el alimento morosamente de un lado a otro de la boca. Con el ceño fruncido las arrugas de su frente convergían en su duro entrecejo. Se encogió de hombros y pareció masticar sus pensamientos al unísono con la caballa y el pan.

—A veces no sé si le pesa más la toga que el cuidado del niño —se sinceró Emilio.

—El trabajo de una jueza es absorbente. Eso confesó ella cuando nos vimos en tu casa.

Quizás haber sacado a colación el asunto, le provocó a Emilio un flahs de un Carlitos Malavé hablándole sobre la Paulova, cuando eran universitarios.

Emilio se interesó por la extensa familia de Cemal. Uno de sus tíos paternos había recién muerto de cáncer y una prima también se había ido por una sobredosis de caballo, por lo demás, pocos cambios, le reportó Cemal mientras pagaba los bocadillos. Para Emilio, Cemal, se había instalado —como en cierto modo le había ocurrido a Miriam— en un modelo de vida planificado, inmune a las sorpresas; en una sucesión de porciones de tiempo prefabricadas, consumidas en el caso de este, por la atención a sus hijos, a su labor en la Universidad de Ankara (donde también trabajaba de administrativa Sarila, su esposa) y en su pasión por la cetrería, sus halcones tenían nombre propio y los apellidaba Yüzbashyan, como a los de su casta. Miriam coincidía con Cemal en la adición a la rutina y se diferenciaba por completo de él en la entrega de la jueza al atletismo social, batir el récord social era una de las claves esenciales para entenderla. Casi al final del puente, Cemal le hizo seña a Emilio para que se acercase.

—Este fue el sitio donde Nazim se topó con Adnan medio muerto —Emilio se acuclilló y tocó el suelo.

—Estaba medio destripado —dijo el profesor meneando su cabeza en forma de pera, como lamentándose de un suceso ocurrido hacía años sobre el cual solo había conocido las versiones de otros.

El propio Adnan, traducido por su hermano Medmeh, con un cigarro pegado a los labios y una expresión ausente, le había confesado a Emilio su antigua dedicación al contrabando de recambios para barco, complementaria a su oficio de albañil. Lo hizo para poder con los gastos de su casa. Adnan le había dado a entender que tiró de navaja para defender esos dineros de más. Que casi lo vacían como a un cordero, le contó, y que a la postre, gracias a aquella cuchillada conoció al catedrático y se hizo con una trabajo seguro en la plantilla de oficios de la universidad.

Los efectos del baño y la caminata les habían hecho mella y aún debían reunirse con Nazim. Vagaron por las librerías de confianza de Cemal. Miraban los libros con avaricia, como si de un golpe de vista quisieran discernir lo escrito sobre sus lomos. Emilio hojeó en los terminales los títulos en inglés y tras una vacilación adquirió una novela de Orhan Pamuk, Me llamo rojo.

—Un regalo para Sergio —le susurró Cemal tras la espalda.

Emilio cogió el estuche de cincuenta lápices de colores de Faber-Castell y abrazó a Cemal.

—Si no le gustan, siempre podrás usarlos en tus dibujos.

Cemal consultó la hora y le dio con el codo a Emilio. Nazim había dejado el encargo a un propio para que los recogiese en el puerto, en torno a las tres de la tarde. Ambos retrocedieron por el camino y aguardaron en el muelle.

—Sinceramente, ¿qué opinión te merece el proyecto? —preguntó Emilio absortó en una mancha de aceite flotante sobre el agua.

Cemal adelantó los labios y se rascó en la cara.

—Si hay más mosaicos como el de la nubia, el trabajo habrá merecido la pena —Cemal se cruzó de brazos y se alejó unos pasos de Emilio—. Ahora bien, con Nazim nunca se sabe cómo acaban los proyectos, te prevengo —añadió oteando las aguas.

—¿Por qué no ha contado para este trabajo con Fadilah Salik, es una arqueóloga muy reconocida sobre el Imperio Romano de Oriente? —dijo Emilio leyendo las letritas doradas del estuche de lápices.

Cemal levantó el brazo y lo movió de un lado a otro. La brisa le había inflado la chaqueta y alocado su pelo endeble, unas hilachas mantenidas a duras penas en la cima y a los lados de la cabeza.

—Fadilak al comienzo de ser profesora titular, denunció a Nazim en varias ocasiones por mala praxis y asuntos peores. Con el tiempo retiró las denuncias y se disculpó con él ante el claustro en pleno —dijo Cemal tras la pausa.

El práctico maniobró entre los cascos de los barcos hasta arribar a aguas francas. Iban en un balandro provisto de motor, con la palabra Simorg entre las garras de una ave majestuosa roturada en la proa.

Hablaron sobre la ingeniera, del pasmo de Adnan al verla trepar entre los riscos a pleno sol, amojonando aquí y allá, incansable.

—Es un buen fichaje para GIPH, Cemal.

—¿Teníais referencias sobre ella antes de que trabajase en GIPH?

—Muchas, todas buenas.

El práctico se rodeó y habló con Cemal. El balandro se agitó por la estela dejada por uno de los ferris a su paso hacia el mar Negro. Emilio contempló de punta a punta el paseo marítimo, las casonas, los palacetes alzados a orillas del agua. El práctico de camisa blanca amarró el balandro en el atracadero de la propiedad de Nazim y los condujo al palacete de madera rojiza. Tanto Cemal como Emilio se habían hospedado ocasionalmente en el yali donde residía Nazim cuando estaba en Estambul. Los otros palacetes y mansiones los tenía repartidos entre las partes europea y asiática de la ciudad. Y, por lo que le contó Cemal, estaba sondeando la adquisición de viviendas de arquitectura tradicional en otras provincias.

Una empleada de la casa, conocida de Emilio de su estancia anterior, los acomodó en el hall de paredes revestidas de tapices, uno de ellos del siglo XVIII según Nazim, en el que una muchedumbre de jenízaros a caballo, regentados por Mehmed II, van a galope tendido por las llanuras de Anatolia.

Nazim y su esposa, Deniz, recibieron con familiaridad a Cemal y a Emilio. Antes de subir a la segunda planta, donde estaba situado el estudio de Nazim, tomaron café y dulces de pistacho en el salón de planta circular. Los invitados miraron con sigilo los fragmentos de friso y la cabeza de caballo de factura griega, conocedores de los yacimientos de procedencia y de su autenticidad. Deniz y Cemal hablaban sobre sus familias, una conversación cuyo significado escapaba al entendimiento de Emilio. Nazim, con las manos cruzadas sobre el vientre, callado, daba la impresión de aburrirle la verborrea de Deniz, cuyos párpados maquillados emulaban al de las antiguas egipcias: la sombra casi negra sobre el párpado superior y la sombra verde sobre el de abajo. Emilio deseó iniciar la reunión y no distraerse en formalidades de buen tono. El friso y la cabeza de caballo le transmitían inquietud, como las piezas ubicadas en los pasillos y en las habitaciones de arriba. Cuando estuvo alojado en el palacete, durante la primera semana de su formación, había supuesto que estaban allí temporalmente, hasta que Nazim las transfiriese al Ministerio y fuesen depositadas en un museo nacional o devueltas al país de origen.

Nazim se levantó y arqueó las cejas. La pausa del café había concluido. Ascendieron por unas escaleras dignas de un plano cinematográfico de Visconti hasta el estudio, ubicado en la fachada trasera del palacete. Nazim descorrió los visillos de gasa anaranjada y dio paso a la última luz del día. Prefirió dar el último toque al plan del yacimiento de Malatya cómodamente, en los sillones situados sobre la alfombra de fondo celeste y pavos reales.

—¿Encontraremos algo que merezca la pena después de haber removido toneladas de tierra? —preguntó Nazim consultando en el ordenador de Cemal los datos sobre el movimiento de tierras.

Emilio desplazó el cuerpo al filo del asiento y miró las facciones blandas del catedrático.

—Por lo menos ya contamos con un trozo de mosaico equiparable a los de Pompeya o a los del Bardo —adelantó Emilio desorientado por la falta de entusiasmo que denotaba la pregunta de Nazim.

—En eso estoy de acuerdo —dijo Cemal en apoyo de Emilio.

Cemal buscó los cuadros de jornadas, maquinarias y costes finales de las operaciones de excavación gruesa y se los mostró al catedrático, quien tenía la boquilla de la cachimba entre los dientes manchados y se frotaba la cara como si se estuviese aplicándose una loción de afeitar. Los miró durante unos minutos.

—Como mucho —su mano alabeó en el aire un instante— vamos a exhumar una más de las muchas villas patricias desperdigadas por los territorios del Imperio; olvidémonos de hallar una segunda villa da Casale o una segunda Zeugma. El mosaico promete, Emilio, y no descarto que algunos más estén ahora esperándonos bajo tierra. Pero debemos ser objetivos, hasta ahora solo contamos con un trozo de mosaico e ignoramos el deterioro de la parte que falta —manifestó Nazim con voz prudente.

Ambos acataron la llamada a la franqueza del catedrático, porque sabían por experiencia que casi siempre las expectativas en Arqueología quedaban muy por debajo a los logros prácticos, la mayoría de las veces a unas huellas raquíticas de ciudades evaporadas en la nada, de muros, de huesos rotos… una miseria de lo fantaseado antes de hundir la pala en la tierra.

Nazim los estudió tras los cristales chispeantes de reflejos, luego entresacó de la cartera de piel un plano, lo desplegó con manos inhábiles y se los mostró como si les enseñase un cartel.

—Este es el terreno autorizado para la excavación —la cabeza de Nazim quedaba oculta tras el mapa—. La única novedad que hemos acordado, es que la superficie quede dividida a efectos de la excavación en dos zonas, la Zona A, que es donde se encuentra la exhumación parcial del mosaico y de la cual Emilio será el único director de excavación, y, la Zona B, prácticamente casi toda la superficie restante, de la cual la dirección técnica será compartida entre vosotros dos. Cemal, tú eres profesor de la universidad; tienes clases, doctorados, publicaciones, congresos…, por eso tu dedicación al yacimiento no puede ser a tiempo completo.

Los futuros directores se avinieron a la distribución de responsabilidades propuestas por Nazim.

—¿Y los técnicos de GIPH, entre ellos la ingeniera geóloga, dónde estarán asignados? —preguntó Emilio.

—Ella estará a cargo de la entibación de zanjas, cargas admisibles en la cima del talud, análisis de suelo, y, por lo que Uclés y tú nos habéis dicho, del soporte informático —enumeró Nazim.

Deniz mandó a una sirvienta al estudio por si les apetecía té o más café a los reunidos. Nazim negó con el dedo y los demás con un gesto. La mujer encendió la lámpara de pie e hizo una reverencia apenas perceptible antes de retirarse. Tras la luz de las bombillas, en la desvaída penumbra, dos atletas de sonrisa forzada a cincel, de ojos abiertos (copias romanas de dos kuros griegos), celaban a un lado y otro del anaquel las joyas bibliográficas. Emilio, durante su anterior estancia en el palacete, ya había tocado, olido y abierto aquellos manuscritos ilustrados. De buena gana se ausentaría de la reunión para repasar aquellos libros irresistibles.

Nazim puso un pellizco de tabaco en la cazoleta y se tomó un tiempo en prenderla a su gusto. Cuando la vaharada de humo se disgregó y volvieron a verse las caras, los atravesó a ambos con una mirada borrosa.

—Como sabéis nadie debe dar un solo dato sobre el yacimiento, nadie —relegó con desprecio la pipa al cenicero—. Sigilo total al respecto.

—Nazim, va a ser muy complicado mantener a Fadilah al margen —dijo Cemal renegando con su cabeza de macrocéfalo.

—Fa-di-lah, Fa-di-lah —tarareó Nazim tamborileando con los dedos en el brazo del sillón—. Seguramente será catedrática en poco tiempo. Aprecio la carrera científica de esta mujer más que nadie en Europa, aún así no debe husmear en el yacimiento, ni acercarse a la Zona A. Es problemática, demasiado estricta. Mentidle si fuese necesario, ¿está claro?

El semblante de Nazim se concretaba tras un vaho con aroma a higos. Emilio recordó con la rapidez de un escalofrío la advertencia de Cemal sobre las peculiaridad del catedrático en la ejecución de proyectos.

—Emilio, cuando te acogimos en la Universidad de Ankara mantuviste relación con tus compatriotas, aquel equipo de arqueólogos y arqueólogas alicantinos y con los del Instituto Alemán de Arqueología radicados entonces en Göbekli Tepe, ¿no es así Cemal? —le preguntó sin apartar la línea de sus ojos de Emilio —. Aquellos contactos tuyos fueron buenos, un científico está obligado a dialogar con otros científicos. La ciencia tiene mucho de acuerdo comunitario y la verdad y la mentira también, estas se han construido a conveniencia de cada época de la Historia —teorizó Nazim en espera de una respuesta de Emilio.

—En realidad tuve un par de encuentros con los de la Universidad de Alicante, por aprender algo más sobre la cultura de el Obéid, como me aconsejó Cemal por cierto; no creo yo que aquello… —Emilio se sintió espiado.

El catedrático se tiró de las perneras de los pantalones grises hasta descubrir sus calcetines burdeos y se aproximó a Emilio.

—Aquello no repercute en nada si te comprometes a dejar en suspenso un posible reencuentro con ellos, al menos mientras dure nuestra tarea. No deseo la intromisión de curiosos.

Nazim observó a un Emilio cambiante, serio en principio, inseguro después, meditabundo más tarde y decidido al fin.

—Exageras, Nazim; pero si te quedas más tranquilo me comprometo a mantenerme tan mudo como esas estatuas de piedra —ladeó la cabeza hacia los dos kuros— que vigilan tus manuscritos.

—Verás, Emilio —Cemal le habló con un tono de total confianza. Puso la mano sobre la rodilla de este—; yo creo que él te dice eso por extremar la precaución, por mantenernos lejos de los cleptómanos de hallazgos, hipótesis, incluso de ideas sueltas que pululan en nuestro ámbito, gente que te sacaría los ojos por hacerse con datos para sus publicaciones y engrosar sus currículums.

Nazim asintió eclipsando los rostros del profesor y del arqueólogo tras una densa bocanada de humo.

Cemal miró con sus ojos saltones al catedrático antes de pasar al siguiente punto.

—En cuanto a los equipos de trabajo: en la primera fase, estarán los becarios y becarias cuyos datos se han enviado mediante fax a Álvaro Uclés. A estos equipos hay que añadir algún personal de oficios de la universidad y puede que voluntarios. Adnan, nuestro Adnan, coordinará, de acuerdo en todo contigo y conmigo —miró con sesgo autoritario a Emilio— la actividad material de la excavación y el manejo de la maquinaria pesada —añadió.

Nazim se incorporó y echó a andar pesadamente por el estudio ajustándose la faja tras la camisa. Murmuró. Corrió los visillos y volvió hacia Emilio y Cemal. Apoyó sus manos sebosas sobre el respaldo de la butaca y se quedó mirando la alfombra.

—Por el momento, la Zona A queda vedada para todos excepto para vosotros, la técnica de GIPH, Adnan y el personal de oficios que este seleccione, dos o tres personas a lo sumo. Por cierto, no quiero ver en esa zona al tierno amigo de Adnan.

—Podemos acotar la zona en un recinto especial, si quieres —propuso Emilio.

—Tendríamos en ese caso un recinto pequeño dentro del perímetro autorizado —describió Cemal ni a favor ni en contra.

—La propuesta de Emilio es interesante. Cemal, hablamos de asegurar lo más valioso de la villa, la Pars Dominica —las últimas palabras las pronunció Nazim con una tonalidad grandilocuente.

La reunión se prolongaba. Cenaron los tres solos en uno de los comedores de la primera planta, y sin solución de continuidad se vieron de nuevo en el estudio.

—Repasa estos papelotes. —Nazim sopesó durante un minuto la carpeta con el escudo de la universidad y la dejó caer a plomo sobre el escritorio.

Nazim y Cemal hablaban en turco mientras Emilio leía las condiciones. Miriam habría detectado de un vistazo cualquier inconsistencia en las condiciones estipuladas entre GIPH y la Universidad de Ankara; sin embargo, la sola idea de pedirle a ella ese favor enervaba a Emilio. Cemal miraba con arrobo las páginas de un manuscrito en piel de becerro nonato sobre las invasiones bárbaras en la isla de Iona, adquirido en Zaragoza por Nazim a través de su intermediario europeo, sir Gareth Cranston. Emilio se sumó con el contrato firmado en la mano a la contemplación de las miniaturas y los ornamentos en oro y plata que embellecían los pliegos de vitela. El catedrático gozó viéndolos entusiasmados con las láminas hasta más allá de la media noche.

CAPÍTULO 7

La despedida del grupo de Teatro Universitario Buhofante había finalizado hacía horas. Carlitos Malavé y Emilio de la Rocha estaban aún sobre el escenario desierto, sentados en los tronos de pan de oro del atrezo. En su última actuación, el grupo había puesto en escena la versión más injuriosa de las compuestas por Carlitos basada en la obra Ubú rey, de Alfred Jarry. La versión de Carlitos tenía un punto de ingenio. Partía de un Ubú rey cuya ceguera iba en aumento conforme crecía su despotismo, de tal modo que tras muchas tropelías cometidas en calidad de rey solo podía verse así mismo, mientras los demás aparecían ante sus ojos como una procesión de sombras.

Los dos actores aficionados habían presenciado cómo la platea se había vaciado de público al término de la declaración de Carlitos Malavé sobre la disolución de Buhofante, seguida de las reverencias emocionadas de los actores del reparto y de una ovación poco entusiasta de los espectadores. El grupo de teatro al completo desmontó los decorados e hizo acopio de los elementos del atrezo en la zona de camerinos. Solo aquellas dos pomposas poltronas, destinadas en la obra a padre Ubú y madre Ubú, ocupadas ahora por Emilio y por Malavé, estaban en su emplazamiento original. Los restantes miembros del grupo marcharon hacia el bar La Prensa donde sellarían entre cervezas y tapas la extinción de Buhofante. Pese a la insistencia de Miriam y la de algunos miembros más para que fuesen juntos al bar, Emilio y Carlitos se resistieron a abandonar con tanto desapego el teatro. Al parecer, solo ellos dos compartían la sensación de pérdida, de haber sacrificado por su propia mano un sueño, o al menos la de haberlo despachado prematuramente.

Encastillados en sus tronos burlescos, dentro del círculo luminoso proyectado por un foco de la diabla, contemplaban los asientos corridos del patio de butacas, el entarimado del escenario donde habían gastado muchas horas birladas al estudio y al dulce abandono de deambular por las calles del casco antiguo, por los cines donde daban películas de ensayo, por las fiestas universitarias, transitando de una cama ajena a otra. «Nos han faltado huevos, Emilio. Podíamos haber vendido los apuntes y los libros. A tomar por culo las carreras y luego habernos dedicado al teatro ¿sabes? A la puta mierda el rollo de sacrificarnos por conseguir cobijo tras una licenciatura». Emilio lo miró. No le apetecía discutir sobre lo de siempre, que si la juventud malgastada, que si la satisfacción de obrar según el deseo y no sobre un deber inventado y relativo. Pero Carlos continuó su soliloquio: «Nos armamos hasta los dientes para lidiar con una quimera llamada PORVENIR, que nos acecha con un millón de ojos desde el futuro», dijo Carlos repantingado, con las manos cruzadas tras la nuca. Emilio le argumentó que era otra quimera vivir pegado al presente: «No digas tonterías, la previsión o la planificación está dentro de nuestro cerebro, es como un defecto de fábrica», teorizó este con la cabeza posada en el incómodo respaldo de la poltrona de padre Ubú. Carlos abrió una lata de Coca-cola, bebió un poco y se la ofreció a Emilio. «¡No son jilipolleces, filósofo de los cojones! —saltó Carlos con voz desafinada—. Nos adiestran para controlar el tiempo antes de que nazca, como si los días por venir fuesen ya cosa cierta, un patrimonio seguro, ¡qué estupidez!». Emilio silbó un chorro de aire mudo, giró la cabeza sobre el respaldo de la poltrona, harto de la ociosa disquisición de Carlos. «Creo que le estás dando un sesgo trascendente al simple hecho de que se nos ha acabado el chollo del teatro. Te veo muy jodido con el tema, supéralo».

Emilio escrutaba el armazón de cables y poleas de la tramoya; contó sin finalidad las tablas horizontales del escenario, madera castigada por pasos firmes o dubitativos, o tan leves como los de un fantasma; por taconeos, danzas, mimos y ejercicios ensayados hasta el límite por la vehemencia de Carlitos Malavé, director de Buhofante. Desde el fondo del patio de butacas, a través de la puesta abierta, veía carteles de las películas de Pasolini y del teatro independiente Tabanque y le parecieron papeles rancios, de los primeros tiempos en la universidad. «¿Te acuerdas, Emilio? Al poco de ensayar en este teatro acariciaste la idea de abandonar la carrera y trasladarte a Madrid para dedicarte a la interpretación de verdad, ¿te acuerdas? —Malavé rio con amargura y continuó hablándole —: Te empapaste el método Stanislavki y acto seguido el de Grotowski». Emilio, con la mirada perdida en los mecanismos de la tramoya y la mata de pelo caída hacia atrás, tosió. «Y aquella pasión temporal me valdrá siempre Caaaaarloooos, especialmente el concepto de teatro pobre de Grotowski —arrugó la lata en su mano y se la lanzó a Malavé que la cogió al vuelo—. Todavía me gusta darle vueltas al planteamiento del teatro pobre. —Descendió de la poltrona, echó el culo hacia las butacas y se pegó un peo estentóreo. Luego, se aupó de nuevo en el sillón real—. Lo vivido en Buhofante ya forma parte de nuestro acervo y se reflejará más tarde o más temprano en nuestros actos, en nuestro modo de pensar, a veces de un modo latente, sin darnos cuenta». Carlitos lo había escuchado arrancándose pelos de las cejas, una de sus manías. «¿Y me acusas a mí de filosofar, so cabrón?», inquirió Malavé, liado con sus cejas. Durante un momento miró con una matiz retador a Emilio: «Pues sabes qué te digo, Heródoto de pacotilla, que mañana va a ir a la clase de Anatomía Patológica su puta madre. Prefiero dirigir a un grupo de teatro callejero que pasar la vida pasando consulta en un ambulatorio».

Emilio descendió del asiento con mal pie y rodó sobre el escenario. Las carcajadas de Carlos resonaron en el teatro. «Te gusta exagerar, eres un profesional en eso, Carlitos. Llevas el drama en la sangre, no te lo discuto —se quejó del golpe en la cadera e hizo acopio de mala leche—. Me estoy acordando ahora de tus caídas en el campo de fútbol de los salesianos, montabas la de Dios por un porracillo de mierda…, ahí estaba el Malavé con la cara descompuesta, enroscado en el césped y los ojos casi fuera de sus órbitas; y a la postre el padre Lázaro te daba agua de la cantimplora y te pegaba una tirita en la rodilla y listo, al partido otra vez. Y tú salías al campo como si nada, entre aplausos, con ese brío heroico que tanto te molaba».

Carlos saltó desde la poltrona de padre Ubú al entarimado. Abrió los brazos y con voz altisonante y ademan engolado tomó prestadas las palabras de Lope de Vega referidas a las musas y se las endilgó a un público imaginario: «más de ciento, en horas veinticuatro, pasaron de las musas al teatro». Se volvió con los brazos en cruz hacia Emilio y le dijo: «Todo tu cuerpo me grita que ya no amas la magia del teatro». Había resignación en las palabras de Carlos, una soledad limpia de clichés interpretativos a pesar de la teatralidad de sus palabras y de sus gestos. Se dirigieron en silencio a uno de los camerinos y recogieron sus mochilas. Emilio apagó el foco de la diabla y encendió la de la puerta de salida. «Es que me cuesta entender tus cambios, te lo digo en serio, Emilio. De un tiempo a esta parte, solo tienes ojos para este cacho de ánfora, aquel jeroglífico escrito a punzón o aquel túmulo, ¿qué grandeza ves en eso, comparada con la de poder multiplicarte en incontables personajes?». Emilio le habló de la salud mental de cambiar de forma de pensar y de sentir, de ejercitarse en cambiar de vez en cuando el mobiliario interior. Carlos desechó la abstracción de Emilio con un gesto despectivo de la mano y le dijo diabólicamente al oído: «No quieres disgustar a tu benefactor, ¿a que por ahí van los tiros?» El rostro de Emilio denotó crispación. Le replicó con un «¡Bah!» y apretó el paso por una de las aceras del puente de San Telmo. Le extrañaron las miradas largas, los cuchicheos, las risas ahogadas o explícitas de quienes se cruzaban con ellos en sentido contrario. ¡¿Qué miráis, coño?! , decía el ademán altivo de Emilio. Carlos se esforzó en mantener el paso de su amigo, lo retuvo del hombro al final del puente y le pidió disculpas. «Carlos, ¡me cago en diez! Me jode que lo metas a él. Y todo porque tu creación, Buhofante, se halla ido a la porra. Necesitas hacer pupa porque estás frustrado». Malavé repitió sus disculpas y le chocó la mano a la fuerza. «Cuento con ayuda económica, es cierto; pero nadie ha condicionado mi elección profesional, he podido elegir Bellas Artes o Biología. Al final me he decantado por la Historia Antigua, para hacerme arqueólogo, porque, al menos por el momento, es lo que más me llena. Ha sido una decisión muy pensada, autónoma y no compartida». Su compañero lo comprendió antes de que Emilio le contase nada, sabía cómo era Emilio. Quizás para enfriar los ánimos, le dijo: «Tampoco es malo necesariamente decidir influenciado, todos, queramos o no, estamos influenciados —echó el brazo amistosamente sobre los hombros de Emilio—. Mi abuelo Carlos era médico y a veces creo que su fantasma, una mañana de septiembre, me trincó de la oreja y me llevó a la Facultad de Medicina. Lo admito y no sufro por ello». Emilio intentó calmarse, pero quiso legitimar su elección de estudios en su propia biografía: «Te acuerdas cuando venías invitado al pueblo, te acuerdas de nuestros recorridos por el cerro de Iponuba, de aquellas cajas de zapatos repletas de cascotes de cerámica íbera, de la pequeña cabeza de buey que conservo como talismán». Carlos asintió y le contestó sin mal rollo: «Las caminatas por Iponuba, mis resbalones en aquel cerro fueron un castigo para mí, so cabrón; me hacías arrancar con las manos trocitos de cerámica rojiza que atesorabas para mostrárselas a Mauricio cuando se pasase por el molino».

Carlos había neutralizado el malhumor de su amigo antes de llegar a la Plaza del Altozano. Le confesó que no le apetecía encontrarse con los del grupo, que le iba a deprimir demasiado asistir al entierro de Buhofante. Emilio se fijó en la gente anquilosada en torno a las mesas altas cubiertas de vasos y de tapas, contiguas a las puertas de los bares. Una humareda con olor a pescado frito recorría los chiringuitos a la vera del río. Carlos le propuso a Emilio «ponerle cuernos al puto grupo». Podían meterse a ver la película de Anthony Minghela, El paciente inglés, que la crítica la ponía bien, que Miriam, Teresa y Bustos la habían visto y hablaban maravillas de ella. «¿Entonces, nos damos la vuelta?», le preguntó Carlos. Emilio miró a Carlos con grima, abrió los ojos y la boca y se palpó la cara. Advirtió en ese momento que habían olvidado quitarse el maquillaje de padre Ubú y madre Ubú. La risotada a dúo y sus retorcimientos atrajeron las miradas de los curiosos, que rieron por contagio. Cuando se calmaron, Emilio entró avergonzado en la primera farmacia de guardia que encontraron y compró algodón y toallitas desmaquillantes. Sentados en el escalón de una sucursal del Banco Santander se limpiaron recíprocamente las caras entre risas convulsivas. Arrojaron los algodones y las toallitas sucias a una cuba de obra y se dirigieron con una sensación de liviandad en la cara hacia el punto de reunión. «Joder, joder, tenemos la cabeza en el culo, Carlitos». Habían salido del teatro y entregado las llaves en el rectorado de la universidad. En la conserjería nadie había reparado en ellos. Luego caminaron un buen trecho y no habían sentido quemazón, peso o tirantez en la cara. «Así nos miraban y se reían de nosotros —dijo Emilio palpándose la cara algo escocida—; pero lo más curioso es que nos hemos visto el careto uno a otro y como si nada, estamos volados».

Desde lejos podían distinguir a través de las ventanas alargadas a los miembros de Buhofante. Carlos, tuvo la impresión de estar recordando una escena interpretada por el grupo Buhofante tras unos cristales y no la de estar viendo a sus componentes de carne y hueso en La Prensa, tomando cervezas y altramuces, cascando sin aliento. Quiso traducir los gestos desmañados de Esteban Varo; la languidez del braceo de Bustos por encima de la mesa; el porte insulso de Miriam yendo a la barra. Se fijó en el simpático encuadre de Cándido Ugía y de Rosi Calero anticipando los polvos de la noche en el piso de ella. A estas alturas, la presencia de Miriam le produjo a Carlos un rechazo evidente. Se había esforzado mucho con Miriam, habían repetido durante horas en el parque o en el piso de esta, movimientos de danza, de expresión corporal, de dominio del espacio escénico. Después de tanta dedicación no había conseguido de ella ni siquiera una figurante de medio pelo. Quizás las causas habían sido, pensó, además de sus modales cursis, aprendidos en la televisión, la austeridad de su mente, cuya principal comportamiento intelectual era el de retener artículos legales y jurisprudencia. Carecía de la plasticidad espiritual necesaria para negarse a sí misma y ser otra distinta, incluso antagónica a su naturaleza, sobre un escenario. Cuando entraron en el bar, a Emilio lo invadió una dulzura insufrible para Carlos. La mirada cachonda de Miriam atravesó la atmósfera viciada del bar y se prendió a Emilio. Carlos observó a Miriam, el trazo redondo de su cara, su indumentaria con prendas tejanas y un pañuelo con estrellitas metálicas en la cabeza, a sabiendas de que a Emilio le privaba la ropa vaquera en una chica. Carlos, vitoreado por los componentes de Buhofante, ocupó el lugar destacado que le habían reservado. La congoja por la pérdida del grupo no le dejó abrir la boca, solo pudo ofrecerles a ellos (y sobre todo a sí mismo) algunas lágrimas muy sentidas. Recibió besos, abrazos, palabras reconfortantes. Emilio, en nombre de Buhofante, le hizo entrega de una máscara de la tragedia clásica, con una leyenda en la placa del basamento:

En agradecimiento a Carlos Malavé Ruiz

Director del grupo de Teatro Universitario Buhofante

Emilio, a pesar de ser partícipe y promotor de aquel reconocimiento, le resultaban faltos de hondura los agasajos dedicados a su buen amigo. Se mantuvo en un segundo plano al grupo y vio a Carlos sofocado bajo un laberinto de interpelaciones cruzadas, alternas con aspavientos y expresiones elegíacas por la extinción de Buhofante. Carlos Malavé interpretó como pudo el papel de homenajeado, aunque tenía claro que la extinción del grupo, suponía para los demás la liberación de los ensayos y de la servidumbre de dar representaciones en universidades de todo el país. Y no le faltaba razón, Miriam, seguida por Esteban Varo y Teresa Luque estaban festejando su cese permanente como actores y la libertad ganada, y no precisamente la liquidación de una actividad desarrollada durante dos cursos, con momentos inolvidables y divertidos, pero onerosa para sacar los cursos año por año.

En varias ocasiones despejaron la mesa de platos y vasos vacíos. Les hicieron relatar a Carlos y a Milo el papelón de ir por la calle maquillados de padre Ubú y de madre Ubú. Las cervezas y los brindis y los apretones de manos y los abrazos y las confesiones emotivas se sucedieron hasta el cierre del bar. Salieron en tropel a la calle, ansiosos de aire, de correr por las calles de puro frenesí. Así habían sido los remates de muchas de sus representaciones y ensayos, una explosión vital, de entrega al vértigo del desorden.

Bustos, encaramado a un contenedor de basura, se desnudó de cintura para arriba y recitó a dúo con Carlos Malavé a Espronceda en la Canción del Pirata y luego, sin solución de continuidad, a Niemöller en el poema Y cuando vinieron…

Avanzaron desmadrados por calles y plazas vacías. Emilio intentó hacer el pino en la Plaza de San Lorenzo, pero su cuerpo se combó y se pegó el batacazo contra el tronco de una palmera; Miriam, curada de complejos en ese momento se atrevió a ejecutar algunos pasos de ballet clásico tan groseros que fueron aclamados con silbidos burlescos y palmas lentas por Carlos Malavé y Esteban Varo. Sudaban gloria y dejaban a su paso un aroma sacrosanto de ron de caña y de hachís. Miriam, debido a la repetición de sus pasos de foutté y arabesque, acabó doblando su cuerpo y vomitando sobre el escaparate de una perfumería. Emilio acudió a socorrerla y en un segundo plano Esteban Varo, quien no pudo mantener su mirada ida sobre ella y se limitó a apartarse el flequillo de la frente con zarandeos repentinos de su cuello. Rosi Calero se desplomó sobre un banco y se negó a agarrarse del brazo de alfeñique de Cándido Ugía. Con la ayuda de Carlos Malavé pudieron ponerla de pie y confiársela a Cándido. Miriam se unió a la pareja y los tres marcharon con pasos inestables hacia el piso compartido por las dos estudiantes de Derecho.

El ambiente se había cargado de humedad. Aunque salir fuera del bar les había disipado la mente y devuelto alguna coherencia a sus palabras, los cuerpos demandaban recogimiento y extenderse sobre una cama. Los bares de la Alameda de Hércules habían cerrado y esa soledumbre aceleró la despedida de Bustos y Teresa de Carlos y de Emilio que caminaron hacia el centro.

Carlos deshizo sobre la llama del mechero la piedrecita marrón verdosa y mezcló la pasta caliente con el tabaco de un cigarro. Tenía buen tiento para liar porros, pero esta vez sus dedos perdieron tacto y le salió un churro. «Se te nota lo que llevas encima, cabrón, pásalo». Carlos lo prendió, dio una calada y mantuvo el humo encerrado en sus pulmones durante un momento, hasta despedirlo. Emilio, ajeno al monólogo de Carlos, paseó la yema de su dedo índice sobre las figuras del friso del Centro Vida; las miraba queriendo ver más allá de sus rasgos carcomidos por la intemperie, reducidos ahora a trasuntos de rostros y cuerpos abigarrados esculpidos en ladrillo. «¡Despierta, coño…trae! —le señaló el porro—. Vamos a andar rápido, así entramos en calor». Emilio, le devolvió una pava aceitosa y avanzó unos metros imitando el paso militar prusiano. Carlos hizo lo mismo hasta que ambos apoyaron la cabeza sobre una esquina y su hilaridad desbocada durante un buen rato los noqueó. Se internaron en el pub Half Moon. Sentados en sus taburetes y derrengados sobre la barra pidieron dos cubalibres de ron.

Juntaron las pesetas que llevaban y se las fundieron en frutos secos. Carlos dio un palmetazo en la barra, había recordado algo: «¿Qué hará el Bambú (como le apodaban a Cándido) con Rosi esta noche?». «Metérsela —replicó Emilio—. El canijo no pierde comba, se habrá frotado las manos al ver a Rosi pedo perdida». Emilio se fijó en el rostro picado de pequeñas depresiones de Carlos: «Mala pelleja tienes tú para el maquillaje de actor», le dijo.

Habían salido del Half Moon. Paradójicamente, gobernaban sus piernas y sus lenguas mejor que cuando entraron al pub. «Milo, yo no tengo coño, por eso me escama que estés aquí conmigo y no dándole matraca a la Pavlova», dijo con la voz borracha y sus ojos de gato apagados. Emilio, de buen humor, se fue tras él y le dio un empellón hacia adelante. «Y tú, podías haberte encamado con Teresa Luque y se me apuras con Rosi, a pesar de la ofensiva del canijo». «¡Puaf!», exclamó Carlos parado ante un indigente dormido entre cartones sobre un banco. «Por lo que sé, la noche que actuamos en Comillas, ellas se jugaron a los chinos quien de las dos lo hacía contigo primero». Emilio se detuvo y lo miró con extrañeza. Rio. Rieron a la par con ganas. «¿Y por qué no me pusiste al tanto en Comillas, huevón?, ¿cómo has permitido que esas dos hayan jugado conmigo como si fuese un playmobil?» La conversación despertó al indigente, un viejo con largas guedejas canas, con uñas largas y negruzcas, de mirada paranoica, tocado con una gorra con la bandera americana grabada en el frontal. El hombre con un fraseo ininteligible emergió de sus frazadas de cartón y le arrojó a Emilio un tetrabrik de vino tinto. «¡Fuera hijos de puta, maricones!», exclamó con una expresión espantada.

Ambos siguieron vagando. Cuando llegaron a la catedral, Carlos habló con cautela. «Debí haberte contado el juego que se traían contigo, quizás no lo hice porque me hubiese gustado ser yo la prenda de la apuesta, soy un envidioso de la hostia colega». Carlos había bajado la cabeza y comenzó a tirarse de las cejas. Milo le hizo sitio en un escalón de cara a la muralla del Alcázar. «Eres un gallo caliente Carlitos, ¿todas para ti?». Al escuchar el tono benévolo de Emilio, Carlos dejó sus cejas en paz, rio y se puso a su lado con la mirada suspendida sobre las almenas de la muralla.

Los camiones de la basura iban a punta de gas por la avenida, se detenían y al poco se escuchaba los brazos de la grúa alzar los contenedores y volcarlos formando estrépito. Las mangueras de agua arrastraban la suciedad de las aceras y el pavimento hacia los sumideros.

La reserva de Carlos comenzó a desvelarse. Carlos tenía la máscara griega entre sus manos, se la puso delante de la cara y miró a través de las pupilas agujereadas en el bronce. «Magnífica visión: las almenas se están clavando en la madrugada». «Déjate de chorradas y guarda el regalo». Y Carlos así lo hizo antes de decirle: «Emilio, espero que mis palabras y tu comprensión no se enreden por el mucho alcohol y el hachís que llevamos encima. El asunto es de más calado para ti que esa tontería de Teresa y de Rosi». Emilio se recogió el pelo tras la oreja y adoptó una pose de paciente atención. «Te noto con Miriam, cómo te diría …». Emilio puso cara de aburrimiento y lo miró: «¿Atrapado, quieres decir?». Carlos enfatizó una mueca afirmativa, respiró hondo y se rascó en las rodillas con nervio. Emilio se dirigió al perfil puntiagudo de Carlos Malavé. Abría y cerraba el capuchón del mechero. «Me pides mucho para la nochecita que llevamos —dijo Emilio con apariencia de cortar la conversación—. Hoy por hoy no sabría decirte en qué punto de cocción está mi sentimiento por ella: ¿estoy colado o medio colado o infra colado por Miriam? A veces planteas cosas de adolescente Carlos, y ya vas por tercero de Medicina, cojones». El perfil del ex director de Buhofante permaneció hierático. Cogió el mechero Zippo de la mano de Emilio y encendió un cigarro. «Nos conocemos desde la guardería, Milo, demasiado tiempo y demasiado bien, para no advertir cuando el otro está a punto de cometer un error. No te fíes de ella. Miriam es de las que guarda su ponzoña para el momento propicio». Ambos parecían estar quemados de todo, abstraídos en cómo las piedras imponían su forma y su color exacto a la penumbra cada vez más tenue. «Quieres sentir la punzada del amor por la Pavlova; pero no eres tan buen actor, no puedes con el papel, se te cae sobre el escenario y es entonces cuando veo en tu cara desamor, falta de ilusión». Emilio se puso de pie con brusquedad y todo su cuerpo reaccionó como un solo músculo en tensión. «¿Desamor?, no te entiendo un carajo, ¡qué coño desamor! —replicó iracundo—. Te cae mal porque ha sido ella la que ha convencido a los demás para liquidar el grupo de teatro. Te cae mal por su aspecto pueblerino, por su empeño de llegar a ser jueza, en alguien que no apeste a estiércol y a abono como apesta la casa donde ha vivido». Carlos miraba acobardado a Emilio, a su espléndido pelo cruzándole el rostro y el temblor prendido en las manos y en la boca. «Aunque me odies te lo voy a decir: te estás equivocando, Miriam no es la tuya, Milo».

Carlos lo recordó en otro tiempo, en la Partición:

Milo se le acerca por el lado de la casa de labor, bajo la luz devoradora de mediodía. Le agita la mano con júbilo y a él le cuesta imitarlo, mucha timidez entonces, quién lo diría ahora —¿tímido Carlitos, el director de Buhofante?—. Permanece junto al Volskwagen gris de su padre, el inspector Vicente Malavé Rosales. ¡Ve, Carlos!, ¡anda, ve!, le conmina el padre. Y él maleta en mano, da unos pasos vergonzosos y se ampara del sol a la sombra de los eucaliptos cercanos a la casa. Una turba de perros le ladra y a continuación lo husmean. «Deja que te huelan, quieren conocerte, no los mires», le dice su padre acercándose a Eulalia y a Raquel. La primera, la tía de Milo, lleva un sombrero de paja y unas tijeras de hojas curvadas. Parece una propia del lugar. Es una mujer animosa, que le habla de Milo y de los primos de Milo, de rosarios por la tarde y de misas. «Así que tú eres Carlos, el amigo de mis sobrinos Milo y Alfonso». Soy amigo de Milo, piensa el muchacho de orejas algo separadas y la cara atacada de espinillas. Alfonso es un metepatas rayado con el fútbol, un bocazas que nunca será mi amigo, piensa, mientras Milo viene hacia él y le da un abrazo como cuando se despidieron en el colegio de los padres Salesianos. ¿Y esa?, se pregunta para sus adentros, mientras por encima del hombro de Milo, observa a la muchacha en pantalón corto, camiseta de tirantes y el pelo tan corto como el suyo. La muchacha no se le acerca, ni lo saluda, solo lo atraviesa con su mirada azul.

Ahora, Carlos siente arrepentimiento o vergüenza, no lo sabe muy bien. «Soy el puto bocazas de siempre, Milo, no me hagas caso». Esta vez, Carlos, no oye una respuesta de perdón o de condena, debe conformarse con seguir por la acera de la catedral el ruido que hacen las hebillas de las botas de Emilio y el trajín del camión de la basura.

CAPÍTULO 8

Los mirlos lo despertaron temprano. Sus silbidos lo trasladaron durante un momento al chalet del Brillante, a la presencia intempestiva de los mirlos en los aleros, posados sobre el sauce del jardín, recorriendo a pasitos cortos y rápidos el césped. Entonces les gustaba oír sus cantos, ahora le recordaban su propio fracaso. Se tapó la cabeza con el embozo y creó su propia noche en el hueco de la sábana, un refugio íntimo y desconectado del mundo. Pero el ruido de afuera del molino y el trasteo de sus hijos en el cuarto de baño lo empujaron a la violencia del día. La luz diurna le resultó odiosa. Se encogió entre las sábanas. Esperaría a que cerrasen la puerta para levantarse. Aun le costaba mirarlos; ser visto por ellos en pijama, apagado cuando otros iban por las calles con sus rostros despiertos, inducidos por un quehacer adecuado a la lógica cotidiana, respetable aunque fuese trivial o ruin, nadie percibe eso desde fuera. Se les habrá hecho tarde, de ahí las voces destempladas del mayor, el agrio despertar heredado de su tío Juan, pensó. ¡Milo, apura, cojones! Y Milo tiraba de la cisterna del wáter y buscaba a última hora alguna chorrada, sus dibujos, sus trozos de cerámica del cerro. Llegarían tarde a la primera clase. Las prisas a última hora debidas al cuajo de Milo les disculpó del beso paterno. Los oyó bajar las escaleras a trompicones. «¡Milooo, corre!», escuchó desde la cama. En el fondo. Teófilo agradecía que no entrasen en su dormitorio. Se hubiesen dejado caer bruscamente sobre la cama y él hubiese notado el tacto vital de sus carnes jóvenes, frías, limpias; los besos con olor a dentífrico en sus bocas mal enjuagadas. Eran su freno, quizás la razón que lo obligaba a abrir los ojos cada mañana. Con su esposa el vínculo era más tenue, mucho más tenue. Ella subsistiría sin él. Seguían mirándola con secreta lujuria amigos y compañeros de su colegio, como si se imaginasen a sí mismos lamiéndole el cuello de ave. Ella podría rehacer su vida. Aventurarse en un segundo matrimonio con un hombre menos equivocado. Él había perdido mucho más que un chalet, unos ahorros y tres años y medio apartado de la vida; se había perdido a sí mismo. En la entrada de la prisión le hizo entrega al funcionario de la ropa de calle, de sus enseres y del Teófilo de la Rocha de siempre, inmaculado, porque a la celda entró aquel otro Teófilo desconocido para sus conocidos habituales, alguien perdido sin remedio, al que compadecer desde lejos, sin mirarlo, sin detenerse a saludarlo un instante, de quien hablar a otros con reticencia, a hurtadillas, a quien despellejar entre amigos por el mero hecho de sentirse a salvo de haber caído en lo mismo. Somos de una pasta mejor que la tuya, Teófilo. ¿Cómo se había comportado él, de no haber sido condenado, con alguien que había cometido el mismo error? De un modo parecido a ellos, eso era lo malo, se dijo.

Tanteó el suelo con los dedos de los pies hasta dar con las pantuflas. Se entretuvo durante un rato amasándose la cara rasposa, aún escurrida, mientras pensaba en los desconchados del muro lindero con el jardín. Se pondría manos a la obra; había visto cacharros de pintura en la cochera. Le vendría bien entretenerse para no darle vueltas a sus problemas; además, era una manera de agradecerle a Mauricio haberlos acogido. Abrió las ventanas y el balcón del dormitorio y recibió en la cara el vómito de la mañana, aquella luz que iluminaba hasta las tripas. Las encajó hasta dejar la habitación en penumbra. Dudó de si se acostumbraría alguna vez a aquella vivienda con suelo de madera. Se sentía más extraño en aquel molino y en aquel pueblo. En otros tiempos, de novios y de recién casados, habían estado en aquella casa y lo pasaron bien entonces, quizás porque su vida estaba en otro sitio, por ser un forastero. Su trabajo y su actividad en general habían estado repartidos entre la ciudad y las costas andaluzas. Toda su energía la gastaba en la promoción, construcción y venta de apartamentos de lujo o de bungalows para ahorradores de clase media, limítrofes a las playas superpobladas. El dinero entraba en la cartera apenas sin esfuerzo en aquellos tiempos.

Raquel y Eulalia sí se reconocían entre aquellas paredes, en el patio empedrado, entre las hileras de naranjos. Habían vivido allí con su familia durante los meses más intensos de la molienda de aceitunas. Para ellas aquellos meses eran como un anticipo de las vacaciones navideñas.

Miró distante el armario ropero de tres puertas, la descalzadora a juego con el ropero, rematados ambos con una cenefa de alas de ángel, la horrible lámpara con brazos de madera, uno de ellos desencajado, con la tulipa vuelta del revés. Se vistió sin pasar por la ducha, el contacto con el agua le resultaba repulsivo como les ocurre a los perros con rabia. En la prisión era al contrario, la lluvia de la alcachofa le producía la sensación de haberse zafado durante unos minutos de la estrechez a la que lo recluían las miradas de los otros. Fluyó del dormitorio principal a la sala cuya oscuridad estaba rayada por rendijas de sol de las persianas. Encendió la luz y lo envolvió la confortable sensación de hallarse de noche, a salvo de la embestida de las horas laborables. Fue hacia el mueble del radio-tocadiscos, un armatoste dejado allí por algún Menéndez Viaga. La madera no se había descascarillado, podían dar por el unos buenos dineros en un rastrillo o en un anticuario, Mauricio sabía de eso. Sintonizó al azar la radio y detuvo la aguja en la emisora de RNE de música clásica. Arriba del mueble, sobre la pared, observó las fotografías en gran tamaño de su suegro, Dionisio Mur al lado de Mauricio Menéndez Viaga (padre) delante de la máquina oleícola adquirida por el empeño del primero; a los pies de ambos, en cuclillas, sonreían a la cámara el grupo de peones de la fábrica. Según había oído, a partir de aquella máquina centrifugadora los Menéndez Viaga remozaron el equipamiento de todas sus almazaras. En otra fotografía, un grupo de personas con vasos y cubiertos entre las manos festejan en torno a un gran perol; entre ellos, el padre de Raquel con gafas de cristales ahumados y Mauricio (padre) en camisa blanca y corbata, con el brazo extendido y una copa en la mano apuntando al objetivo de la cámara, como invitando a un brindis a quienes mirasen en el futuro aquella foto.

Desde la cocina escuchaba una pieza musical majestuosa e innominada para él. Volcó la cafetera sobre uno de los vasos sucios dejados en el fregadero y atacó el trozo de empanada del día anterior. El sabor del atún y del café frío y amargo se le mezcló en el paladar. En un arranque impulsivo apagó la luz de la cocina y abrió la ventana que daba al patio. Se abrió el pijama y expuso su pecho al sol en actitud retadora. ¡A la puta mierda la oscuridad! Arreglaría la cocina y las camas más tarde, cuando terminase el inventario de los cacharros de pintura; las herramientas y el material que faltaran las pagarían ellos de su bolsillo, un regalo ridículo para Mauricio. Bajó hacia el patio en batín y pantuflas, con la última porción de empanada envuelta en una servilleta de papel. Tocó la puerta de una de las cocheras, la madera estaba áspera, astillada en la parte de abajo. Después de haber adecentado el paredón les daría varias manos de Titanlux a esas puertas y a la baranda. Él había pintado en el pabellón de internos muchos metros de pared y también muchos hierros a las órdenes de los reclusos de oficios. En el molino tenía tajo donde seguir aplicando lo aprendido. Con la boca llena de empanada, resoplando gansamente, dispuso sobre el empedrado la hilera de rodillos y de brochas. Poca cosa podría aprovecharse de aquel montón; salvo las cubetas, los mangos y algunas brochas planas, lo demás era mejor tirarlo. Teófilo, hizo y rehízo una lista mental con lo imprescindible para empezar con el muro. Subió las escaleras excitado, repasando a viva voz cada artículo, convencido al fin de que estaba fuera del centro penitenciario, exento del horario marcado, de las reglas, de la hostilidad flotante en la atmósfera, siempre a punto de estallar, bastaba una mala contestación, un empujón casual, los ánimos cargados, la inquina hacia el nuevo o hacia el del al lado… Porque a mí me sale de los huevos, eso decían algunos antes de agarrar por el cuello. Nada más estar obligados a verse todos los días o por estar hacinados en una granja de hombres defectuosos; de soportar la peste a cocido de col, a salchichas, a detergente, pegada a las paredes, al pelo, a las pieles algo crudas de quienes llevan más tiempo.

Al entrar de nuevo en la casa abrió el balcón, ahora sí de par en par, y permaneció de pie, mirando a la carretera. Por fin había dejado de esconderse de la luz natural, de quienes pasaban por la acera y fortuitamente apuntaban la vista hacia la fachada, hacia la puerta del molino, hacia donde él estaba ahora. Teófilo se exhibía en el voladizo, atribuyéndole gratuitamente a quienes pasaban posibles juicios susurrados al oído de quienes llevaban al lado. Debe ser el marido de Raquel Mur, la guapa de las dos hermanas. Ahora están viviendo de la caridad, en el molino de los Viaga. Ese hombre es el marido de Raquel Mur, sale poco a la calle, apenas se le conoce… ¿En batín y tomando el sol a estas horas?, quizás está enfermo, operado de cáncer. Teófilo se sonrió de sus propias suposiciones. ¡Qué más da si murmuran!, pensó, cortando el aire con la mano. Compuso la ropa de la cama como le había indicado Raquel y sin solución de continuidad la de sus hijos, dos cafres que han aprendido a tumbarse sobre la colcha con los zapatos puestos. Antes, cuando estaban bajo la batuta de los Salesianos, el aseo y los modales formaban parte de ellos mismos, como sus huesos y sus uñas. Olió las almohadas de sus camas. Minutos antes había hecho lo mismo con la suya, frotó su nariz roma en la leve ondulación dejada por la cabeza de Raquel. Los había pisoteado. «Raquel, no preguntes, todo lo que hago es en beneficio de los tres… ¡Mira este chalet!, ¡mira cómo van vestidos tus hijos, su colegio!» Teófilo se propinó a sí mismo un puñetazo en la boca. Se pasó el dorso de la mano por el labio inferior y se fijó en el manchón de sangre. Lo he hecho por mí y no por ti, Raquel, ni por los niños; he tenido hambre de más y más; he mirado con ojos de ciego el vaso para no ver dónde estaba el borde, para ganar dinero con desahogo y no decirme: ¡quieto Teo, ya no más! Así debería haberle hablado a ella y más tarde a Alfonso y a Milo. Muchas noches había llenado sus insomnios en la celda 304, con esa confesión imaginaria, pero nunca dicha.

La presencia de Milo sorprendió a Teófilo remangado sobre el fregadero, con las manos atareadas entre platos costrosos de salsa, cubiertos y la olla a presión. No lo había escuchado entrar. El tiempo había volado para su padre y había dado de sí en el instituto para el hijo. Teófilo le dio explicaciones a Milo sobre el trocito de papel higiénico pegado en el labio, un choque tonto con el mango de un rodillo. Milo se adentró en las habitaciones y se fijó con alegría en el balcón y en las ventanas abiertas, en las lámparas apagadas. «¡¿Ya no te vienen arcadas con la luz del día, papá?!» Lo miró con una felicidad nerviosa, presionando su cabeza sudorosa contra el costado de Teófilo. «No las cierres, hijo, que las vea abiertas tu hermano», le pidió a Milo. Este también se remangó la chaqueta del chándal y se dedicó a prepararle a su hermano las patatas y sacar del frigorífico el tupper de carne guisada. No tardarán, pensó Milo mientras recogía las mondas de las patatas y las arrojaba a la bolsa de basura. Él sabía lo que se tardaba desde la estación de autobuses al molino, porque antes había sido él quien esperaba a su madre plantado en el andén. Milo dejó de acompañarla un día, antes de la excarcelación de Teófilo, sin esgrimir motivo alguno. Abominaba estar a solas con ella, ver la televisión juntos, reírle las bromas y sus chistes sin gracia, sus ñoños relatos sobre la juventud de Raquel y de Eulalia entre Granada, Baena y Córdoba. La distancia de Milo con respecto a su madre parecía irreversible. Milo se escapaba a las alamedas, a Iponúba, a poner trampas para pájaros, a navegar temerariamente en el lago de la antigua vía del ferrocarril sobre un par de travesaños embarrados atados con sogas (perdía el que caía antes al agua y se emporcaba de cieno); pero de estos avatares nada sabían Raquel y Alfonso, tan dado este a los chivatazos por el placer de presenciar una discusión. Raquel atribuía la cerrazón afectiva y la rebeldía de Milo al crecimiento; su voz sonaba a catarro nasal y si estaba soliviantado desafinaba con gallos estridentes. Por otra parte, Milo no tenía el mismo aguante que Alfonso. Este había sobrellevado la debacle familiar con una entereza casi de adulto, quizás por eso Raquel tenía en su mente y muy adentro de su corazón al menor de sus hijos, el más problemático y querido. A Teo sí le seguía sus chascarrillos y le pedía que le contase anécdotas carcelarias, ¿qué cosas hacían?, ¿cómo era la gente en aquel sitio…? Los de fiar, los peligrosos, las peleas. Milo se adhería a cualquier propuesta de Teo, aunque fuese una de sus fantasías, como la de recorrer España por la costa, cuando pudiesen cambiar el embrague desgastado del Renault desechado por Eulalia. Con el tiempo, Milo volvería a ser el mismo, esperaba Raquel con la aprensión y la culpa de que el desahucio sumado a lo de Teo le hubiese creado al niño un trauma verdaderamente serio.

Teófilo comenzó su aseo a la hora del almuerzo, mientras llegaban Raquel y el mayor. Cantaba una canción de Serrat; en realidad un chapurreo. ¿Qué momento sería el bueno para hablarle de Raquel y de Mauricio?, se preguntaba Milo. Desde que Teófilo llegó, Milo había perdido algunas oportunidades de informarle de lo sucedido en el molino mientras estuvo en prisión. No era tan difícil, se lo diría de corrido: Mauricio ha venido de visita mientras tú no estabas, con eso sería suficiente. Por lo menos la rabia y la vergüenza ya no serán para mí solo, volvió a decirse Milo, tras apagar la radio y ver a Teófilo surcar el salón en calzoncillos y pantuflas, agazapado entre los muebles, con espuma de afeitar en los lóbulos de las orejas.

Quizás el autobús se había averiado o andaba perdido en el enrevesado circuito de la campiña. Antes, cuando Raquel cubría las vacantes por las escuelas de la campiña o de la sierra, se desplazaba en el coche hasta que este se rindió en la carretera, entre girasoles chamuscados por la solana. Mauricio ha venido al molino mientras tú no estabas, algunas veces ha traído y ha llevado a mamá en su coche, ¿te lo ha contado ella?, es más claro hablarle así, aunque omitiría el hecho de haberlos sorprendido más de una vez en el rellano de la escalera, hablando entre ambos con las caras muy juntas, como un actor y una actriz que van a besarse en los labios; dicho así no se dejaría nada en el bote, salvo que los había visto como a dos perros pegados, pensó Milo, mientras su padre acudió a la llamada de la puerta.

Alfonso entró maldiciendo de la línea de autobuses blancos y rojos de Alsina Graells, con retraso a la llegada. Lanzó la mochila sobre una de las butacas y se fue hacia la cocina con una bolsa de la que asomaban hojas de acelgas. Al poco se presentó Raquel rezongando también contra la empresa de autobuses, con sus tediosas paradas: caseríos, pueblos, cruces. Llegó desfallecida, con la cartera colgada de uno de los hombros y en el otro el manido bolso de Loewe comprado en otros tiempos. Giró la cabeza hacia ambos lados con la boca abierta por la inesperada sorpresa. Los cristales de la vitrina reflejaban las casas contiguas a la carretera, la fuente del pequeño parque; las bandejas, la sopera de alpaca irisaban por la luz desbordada. Teófilo suspiró cuando sintió en su cuello la mano aprobatoria de Raquel y el calor de sus labios sin pintar. Apartó su mirada, tan pronta a las lágrimas, de ella y la fijó en las baldas de la vitrina, en la enciclopedia de Elayotécnia, cinco tomos en recia encuadernación de un verde pajoso, editados en los sesenta. Milo los observaba sin saber a qué atenerse, superado por la alegría verdadera de Raquel, por sus palabras motivadoras dedicadas a Teófilo, quien no pudo evitar los pucheros y la llantina (tan indignas para Milo en un adulto). Alfonso, se presentó en el salón secándose las manos en un delantal, ¿qué había ocurrido, coño? Milo tomó la vez de su madre y dio explicaciones a su hermano: «Ya no le asquea la luz del día como desde que llegó al molino. Mañana quiere salir a la calle». Alfonso hizo a un lado a Milo y fue hacia Teófilo con una risa eufórica. Le dio un abrazo prieto, de jugador victorioso, uno de esos abrazos pantagruélicos que solían darse los de su equipo, un tumulto de facciones acaloradas y de brazos plateados del sudor.

Durante el almuerzo, averiguado con patatas fritas y el guiso congelado del día anterior, Teófilo bien afeitado y el trozo de papel higiénico pegado al labio, con unos pantalones chinos anchos para sus caderas y sus piernas de ahora, con una elegante camisa de pana y un fino jersey negro expuso su plan inmediato de pintura. «Cuando acabe de pintar, iniciaré la búsqueda de un empleo, el que sea, Raquel. Os voy a sacar de este agujero». Los nervios y el escozor del labio partido, lo distraían del hecho de concentrarse en la comida y meter la cuchara. Raquel comía despacio, con un movimiento delicado de las mandíbulas y elevaba sus ojos hacia él, toda oídos a pesar del madrugón, del revoloteo de sus párvulos en la clase y del martirio del autobús. Durante una pausa en la que solo se oía masticar a los suyos y el paso esporádico de algún vehículo, le informó a su marido de la transferencia reciente de Eulalia. «Con ese dinero podemos comprar otro coche nuevo, barato por descontado». Calmosa, pendiente de su marido, le habló de la voluntad de su hermana de reunirse en diciembre toda la familia en La Partición. «Por estar juntos en una fecha tan especial ¿sabes?, y de paso quieren que les digas cómo pueden ayudarte a salir de la mala racha, algo así me han dicho por teléfono Damián y mi hermana. ¿Iremos, no te parece?». Teófilo asintió pero le respondió con un toque de firmeza: «Raquel, iremos si antes no encuentro un trabajo».

Después de recoger la mesa, Alfonso se fue a jugar un partido de fútbol y Raquel fue a cambiarse al dormitorio pero se quedó dormida al instante sobre la cama. Al poco, Teófilo se tumbó a su lado con los ojos activos, como si se estuviese contemplando a sí mismo evolucionando en el techo, encaramado a la escalera apoyada en el muro del jardín; se figuraba con la ropa vieja y una gorra, con un mango terminado en una espátula, rayendo las barrigas de pintura formadas por la humedad. Tenía experiencia, de hecho su primer empleo al terminar sus estudios de aparejador, había sido de comercial de pinturas para la edificación. Contaba con dieciocho meses certificados como pintor en el centro penitenciario, una experiencia valiosa que debía omitir en el curriculum y en las entrevistas, así como su último destino laboral en la sociedad inmobiliaria. «Lo haré bien», le dijo a la lámpara del brazo roto.

Milo se había trasladado al dormitorio, dos camas con colchas estampadas con dibujos de monumentos de París como trazados a brochazos. Aspiró cerca de las camas. Olía a genitales, a paja, a las pajas de Alfonso y a las suyas. Estuvo un rato sentado ante la mesa de estudio, dándole vueltas a la posibilidad de que su madre hubiese detectado el mismo olor. La cara le ardió de vergüenza. No lo haré más en el cuarto, aunque me ahogue de ganas, se juró, antes de encender el flexo y abrir un bloc de dibujo. Cogió lápiz y goma de borrar y extrajo de una caja de puros vacía una cabeza de arcilla poco más grande que una ciruela. La observó a la luz de la bombilla azulada. Su antigüedad le confería un raro poder, un alma. Había dado con ella antes de la llegada de Teófilo, en el Cerro del Minguillar. Iba con José Antonio Mora. Descendieron por un terraplén deslizándose con el culo y las nalgas sobre la tierra y los cardos secos. Tras el brusco frenazo de talón, la vio en una de sus huellas, esperándolo. «Es una figura votiva, Milo, es íbera o romana», había sospechado Mauricio sobre ella. Era la versión difundida por Milo en el instituto, ajeno entonces a que el misterio inmanente a aquella cabeza trazaría una de las líneas maestras de su vida, porque la otra tal vez había arrancado o arrancaría en poco tiempo en La Partición. Acabado otro más de los numerosos dibujos de la cabeza, de trozos de cerámica con listas rojizas extraídos de Iponuba y de piedras que por su pulimento y trazado amigdaloide le evocaban un mundo prehistórico, bajó hacia el patio. Un dulce calambre recorrió su estómago mientras cruzaba el jardín en dirección a la cochera. Faltaba un mes y algunos días más para estar en La Partición. Aquellas navidades no les darían tregua a las ratas. Saltó y se azotó en el culo como si fuese un potro espoleado, agradecido por vivir. Ahora era su compañera de caza y La Partición los que reinaban en su persona y no el desagradable asunto de Raquel y Mauricio.

Milo entró en la cochera y halló a Teófilo diluyendo con aguarrás la pintura encostrada en las herramientas, restregándolas fuertemente con el estropajo de la cocina. Le ayudó a organizar un rincón donde poner las herramientas y los bidones de pintura. Esa misma noche sacaría la carabina de su funda de saco para aceitarla, ideó. «¡Milo!, te estoy hablando… estás alelado», se quejó Teófilo en guantes de goma y con un estropajo en la mano. Entre la tufarada de aguarrás y la brusca inmersión en la realidad por la llamada de Teófilo se esfumaron las complacientes imágenes de Milo. «Verás, Milo —Teófilo le habló algo apurado—, Alfonso tiene mañana un examen de Química a primera hora y no puede acompañarme a la droguería, así que… he pensado que tú… Mamá podría justificar tu ausencia en el instituto», le dijo Teófilo mirando los aperos colgados de las paredes, con un tono de falsa indiferencia. Milo se puso el dedo índice en los labios con ademán de estar sopesando la petición de su padre, hasta que al fin accedió a acompañarlo con una satisfacción delatada por la expresión de su cara.

A la mañana siguiente, Raquel se marchó a primera hora a la estación de autobuses y más tarde Alfonso se fue camino del instituto. Milo y su padre repasaron en la sala la lista de materiales. Si los precios estimados no se desviaban mucho de los reales, la obra de pintura no sería cara como le había dicho Raquel. Con el dinero transferido por Eulalia habría de sobra para un coche barato, un Ford Fiesta por ejemplo, pagar la pintura, la ropa de invierno y quizás para otros gastos corrientes, en opinión de Teófilo. Eulalia disfrutaba desprendiéndose de cosas en favor de otros; aunque Teófilo siempre había sospechado que la caridad de su cuñada era dictada por su férreo catolicismo y no porque le brotase del fondo de corazón.

Milo le propuso a su padre ir a un bar y ahorrarse el latazo de poner rebanadas de pan duro en el tostador y recalentar la leche y el café. A Milo le habían atraído las cafeterías y los bares desde muy niño, el acto casi sensual de sentarse en un taburete, bajo las lentas aspas de un ventilador de techo, y que le sirvieran el desayuno en la barra, como habían hecho antes del éxodo familiar, en el Café de la Isla.

Cuando se afianzó la mañana salieron a la calle. Emilio vigilaba de reojo a su padre, sus gestos caminando por la acera, sin la protección de las paredes y los techos de las habitaciones, expuesto al flujo corriente de las calles. Quizás era la situación idónea para contarle todo, pensó Emilio, aligerando el paso para alinearse con él. Debía emplear las menos palabras posibles, no enrollarse, por ejemplo: ella y Mauricio han hecho eso; o, decirle por encima: ¿Pregúntale a mamá qué ha pasado entre ella y Mauricio?, pensó.

Iban por calles de pocos vecinos, rodeando esquinas, dejando a los lados solares despoblados, casas baratas. «Vamos en dirección contraria a los bares mejores y a la droguería, ¿no te das cuenta, papá?». Teófilo llevaba puesto el abrigo azul de paño grueso. La bufanda de Alfonso le cubría el rostro. «Te has vestido como si fuese invierno riguroso ¿no tienes calor?», le preguntó Milo. Teófilo seguía enfilando calles sin nadie intencionadamente, dando rodeos, respirando a través de la bufanda. Milo se fijó en los titubeos de Teófilo al saludar, ¿conocía a quienes saludaba al paso? Milo se sentía avergonzado cada vez que su padre profería aquellos adioses sofocados por la lana, sus remilgadas reverencias de cabeza, el ofrecimiento de su mano insegura, sudorosa. Hasta que se internaron en un bar, hubo veces en las que esta mano se mantuvo durante una pausa en el vacío, ofrecida ante paisanos que por su mutismo y su frente arrugada trataban de recordar quién demonios era aquel forastero grandote, friolero, en compañía de un zagal al que sí les sonaba haberlo visto en algún lado.

Los mosaicos ocultos

Подняться наверх