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DOSSIER: EL ESTILO DEL ESCRITOR
ОглавлениеUna historia son dos cosas al mismo tiempo: lo que se cuenta en ella y la manera en que se cuenta. Si descuidas uno de esos aspectos, estás renunciando al 50% de tu poder para impactar al lector.
Contenido y forma.
El contenido y la forma se necesitan mutuamente ya que se refuerzan. Lo original no es una cosa o la otra, sino la combinación de ambas. Un contenido viejo y una forma vieja pero combinados de un modo nuevo pueden ser el escrito más original del mundo.
Un estilo natural surge del vocabulario y del nivel lingüístico de la persona que escribe, y no a través de expresiones y términos prestados.
A continuación, algunos estilos que dificultan la naturalidad en el lenguaje.
Para ello, se resume a continuación los cuatro estilos a los que suele tender nuestra escritura cuando comenzamos a escribir, y que Ángel Zapata analiza en profundidad en su libro: La práctica del relato.
Un estilo debería ser fluido, claro, sencillo y parco en palabras. Te sugiero que leas la novela corta, Seda, de Alessandro Baricco, es un monumento a la sencillez y a la economía de palabras.
Menos es más.
El estilo, como la elegancia, no debe verse aunque sí percibirse. Si se ve demasiado, es artificioso y cae en el histrionismo literario. El estilo es un medio, no un fin en sí mismo. Muchos autores, cuando se obsesionan con su estilo… ¡dejan de escribir! Se obsesionan con la forma.
Un escritor puede ser:
1 emisor (escribe para sí mismo)
2 receptor (escribe para los demás)
3 literario (cuida mucho la forma)
4 científico (cuida el contenido)
Yo te sugiero el punto medio: un poco de todo y mucho de nada.
Para empezar, muchos noveles escriben imitando el estilo de sus autores preferidos. Borges es el más imitado.
No es una mala idea para empezar, incluso leer libros de ese autor mientras escribes tu texto. Aunque, con el tiempo, encontrarás tu propio estilo sin buscarlo.
Cuanto más leas más se construirá tu estilo en torno a lo que te gustó leer. De hecho, el estilo es un cóctel de estilos en el que hay muchas influencias, y lo cierto es que todos los escritores están influidos por otros, anteriores a ellos.
1) Estilo Formal
Estamos hartos de los textos administrativos, de los manuales de instrucciones y el de los libros de texto que, por regla general, garantizan el aburrimiento del lector.
Curiosamente, es un estilo que se pega con increíble facilidad. Sin embargo, más vale ser consciente de cuándo lo estamos usando y evaluar si es acertado su uso.
Un ejemplo de escritura narrativa en la que predomina el tono formal podrían ser estos párrafos:
“Después de la excitación inicial —lógica en esa situación— nos pusimos a charlar. Al poco rato nos dimos cuenta de que nuestro encuentro no había sido casual. A pesar de que ella tenía muy claras sus intenciones, y así me lo repitió varias veces, aquella tarde nos confesamos mutuamente nuestras penas, y empezó esta relación que ha dado un vuelco a mi vida. [...] Al cabo de dos o tres encuentros llegué a la conclusión de que ella había decidido borrar de su mente cualquier posibilidad de mantener una relación estable con un hombre. No sé qué experiencias llegó a tener, pero empecé a pensar que no me explicaba con detalle sus relaciones pasadas”.
Aparentemente bien. Y sin embargo, falla el tono del discurso.
Este texto informa, pero no permite imaginar, porque los hechos están contados desde el tono formal.
2) Estilo enfático
En oposición al estilo formal, el estilo enfático implica una cercanía excesiva entre el autor y sus lectores... Aunque este recurso puede ser de útil, como estilo, como forma expresiva, es un lastre.
Podemos verlo en este párrafo:
“Intentaré, si puedo, arreglar mi habitación, que huele a podredumbre. Las sábanas tienen un tacto viscoso, viscosidad repulsiva de lagarto. Al pasar las manos por el cabezal de madera intentando atrapar su frescor, rezuma una baba que me sacude. Mi cuerpo exuda miasmas de agua estancada. Siento asco, y no puedo controlar el vómito que se esparce por el piso. Líquido rosa de mí interior, incontenible, pringoso”. Howard Phillips, Lovercraft.
Resulta demasiado, ¿no? Se trata, sí, de un párrafo bien escrito, pero la intensidad es excesiva: la habitación, los objetos, las sensaciones y las reacciones… Abruma al lector hasta hacerse no creíble.
3) Estilo retórico y poético
El exceso de retórica hace ilegibles los textos, se hace empalagoso. Sin embargo, esta es otra tendencia que nos acecha cuando escribimos con intención literaria.
Borges, la sobriedad por excelencia, en sus textos primeros resultaba bastante retórico. Sus textos eran líricos, retóricos y, en definitiva, artificiales. Veamos un ejemplo de una de sus obras de juventud (El tamaño de mi esperanza):
“Hace ya más de medio siglo que un paisano porteño, jinete de un caballo color de aurora y como engrandecido por el brillo de su apero chapiao, se apeó contra una de las toscas del bajo y vio salir de las leoninas aguas (la adjetivación es tuya, Lugones) a un oscuro jinete llamado solamente Anastasio el Pollo, y que fue tal vez su vecino en el anteayer de ese ayer. Se abrazaron entrambos y el overo rosao del uno se rascó una oreja en la clin del pingo del otro, gesto que fue la selladura y reflejo del abrazo de sus patrones. Los cuales se sentaron en el pasto, al amor del cielo y del río y conversaron sueltamente y el gaucho que salió de las aguas dijo un cuento maravilloso”.
Al margen del vocabulario y la ortografía criolla, el texto tiene tal complejidad retórica que se convierte en un auténtico laberinto. Cansa.
4) Estilo asertivo
El estilo asertivo sería aquél que se apoya en la afirmación, aunque representa un obstáculo para la naturalidad de la prosa porque las personas no solemos hablar así, mediante afirmaciones, sino que nuestro discurso está lleno de matices.
En el estilo asertivo se prescinde del todo de la subjetividad y las emociones, y puede ser apropiado para un informe técnico, una noticia del periódico o cualquier texto en donde prima el valor informativo, pero no es adecuado para la narrativa.
Veamos el siguiente párrafo:
“El mechero escupió una luz azul y amarilla y el cigarrillo comenzó a desvanecerse en una ascendente y fina capa de humo grisáceo. Tras la primera calada me dejé arrastrar por el efímero deleite del sabor amargo de la nicotina y recordé aquella sensación de mareo vertiginoso en espiral que me había producido mi primer pitillo [...] Recorrí con la vista la habitación. Las cosas permanecían en esa eterna mudez que produce miedo. Todo estaba estática y estéticamente preparado: las patas de la silla milimétricamente separadas de las juntas de las baldosas, la soga a un metro sesenta del asiento, las cortinas echadas, el ánimo vencido”.
El narrador va afirmando una serie de hechos sin apenas matices. Ni siquiera escuchamos su discurso, sino una lista impersonal, casi robótica. Por decirlo de algún modo, el narrador no transmite al lector el hecho estar contando algo.
Vamos a ver, en el otro extremo del estilo asertivo, un párrafo de J. D. Salinger, de su relato: El período azul de Daumier-Smith:
“Mi padre y mi madre se divorciaron durante el invierno de 1928, cuando yo tenía ocho años, y mi madre se casó con Bobby Agadganian a fines de esa primavera. Un año más tarde, en el desastre de Wall Street, Bobby perdió todo lo que tenían él y mamá, excepto, al parecer, una varita mágica. De todos modos, prácticamente de la noche a la mañana, Bobby se transformó de ex agente de Bolsa y vividor incapacitado en un tasador vivaz, si bien algo falto de conocimientos, de una sociedad norteamericana de galerías y museos de arte independiente. Unas semanas más tarde, a principios de 1930, nuestro terceto un poco heterogéneo se trasladó de Nueva York a París, más conveniente para el nuevo trabajo de Bobby. Yo tenía a los diez años un carácter frío, por no decir glacial, y tomé la gran mudanza, por lo que recuerdo, sin ninguna clase de traumas. La mudanza de vuelta a Nueva York, nueve años después, a los tres meses de la muerte de mi madre, fue lo que me alteró, y de un modo terrible”.
Si nos fijamos, a través de expresiones como: ”al parecer”», «prácticamente», «si bien», «un poco», «por no decir», «por lo que recuerdo» o «de un modo terrible»… el protagonista va matizando sus afirmaciones.
Podríamos decir que el propio narrador no suscribe al cien por cien algunas de sus afirmaciones; que a la vez que cuenta su historia, dialoga con ella y consigo mismo. Estos elementos que hemos señalado se llaman «modalizadores», y su función dentro de un texto escrito consiste en restar peso a los enunciados rotundos.
«Tal vez», «casi», «quizá», «algunas veces», «en cierto modo», «algo», «un poco», «en parte», «podría ser», «hasta donde yo sé»... son algunos de los modalizadores más frecuentes; y la diferencia entre los dos textos estriba en el uso o la omisión de este tipo de elementos.