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Capítulo 1

El Perú hacia 1821

1. LA REALIDAD GEOGRÁFICA Y POBLACIONAL*

1.1 La desarticulación del espacio

Al finalizar el proceso independentista, el Perú se enfrentaba a diversos y gravísimos dilemas de carácter geográfico que, en las décadas sucesivas, no solo se agudizarían, sino que atentarían contra la unidad del país y su desarrollo material. Eran problemas que, sin duda alguna, ya se habían perfilado desde las postrimerías del dominio hispano (siglo XVIII), pero que las contingencias de la guerra emancipadora ahondaron en extremo1. ¿Y cuáles eran estas dificultades? Básicamente las siguientes: a) un territorio (aunque físicamente reducido de manera sustantiva respecto al período anterior) que mostraba aún unas fronteras sumamente amplias y en algunos sectores imprecisas y carentes de delimitación2; b) una ausencia casi absoluta de vías de comunicación terrestre (caminos) que por cierto, arraigó la desarticulación de la joven nación3; c) un predominio apabullante de la costa sobre la sierra, con evidentes y graves perjuicios para la zona andina4; d) la preeminencia de la capital (centralismo) que, a la larga, desembocaría en el monstruoso “Lima-centrismo” con las consabidas y nefastas consecuencias que registra la historia; e) la brecha o abismo social entre una elite costeña (cultural, política y económicamente fuerte) y la gran masa indígena (ignorante, marginada y explotada) ubicada en el ande; y f) el desuso o abandono de la arteria principal del virreinato (la ruta Lima-Buenos Aires) en perjuicio de cientos de comarcas aledañas5. En su conjunto, estos seis dilemas, entre otros, constituyeron lo que Jorge Basadre denominó con propiedad las “tensiones internas”, para diferenciarlas de las “tensiones externas” que, por esos días, también agobiaron tenazmente al país (Gerbi, 1965, p. 103; Basadre, 1968, t. I, p. 205).

Por la naturaleza propia del presente apartado, solo nos ocuparemos en las líneas que siguen del segundo dilema, o sea, de la desarticulación del espacio. ¿La razón? Nos interesa que el lector comprenda en toda su magnitud las enormes dificultades que tuvieron que sortear las fuerzas militares patriotas (como las realistas también) en su contínuo desplazamiento por lugares o parajes inhóspitos, desprovistos de apropiadas vías de comunicación. Sin caminos, transitando por apartadas e ignotas regiones, recorriendo despobladas y desafiantes cordilleras, descendiendo abruptamente al abrigo de los valles, tornando a subir a los hielos de las punas y soportando las inclemencias del clima, miles de soldados tuvieron que vivir cotidianamente de la mano con el aislamiento y el peligro. No tenían otra alternativa. En este sentido, en un país como el nuestro con una geografía tan espléndida y variada, pero terriblemente agreste, los caminos representan no solo los brazos naturales de la unión e integración, sino también los medios indispensables que facilitan la fluidez y la seguridad del transporte. Su ausencia, obviamente, se convierte en un freno insalvable que —repetimos— atenta no solo contra la unidad territorial, sino también contra la expansión y el progreso del país. Y esto, justamente, fue lo que ocurrió en el amanecer de nuestra vida republicana, convirtiéndose, asimismo, en el escenario previo de las campañas guerreras que más tarde se sucederían.

Según testimonios de la época, hacia la década de 1820 (y durante casi toda la centuria) geográfica o territorialmente la unidad del Perú estuvo en peligro. La mencionada carencia de caminos atentó contra esa realidad. A pesar de ello —dice Antonello Gerbi (1965)— el Perú quería conocerse mejor, hacerse más unido y más ramificado, más orgánico y más fluído; hacerse, en definitiva, más grande, siendo más suyo6. Tan caro anhelo se convirtió, consciente o inconscientemente, en un objetivo geopolítico de largo aliento en la mente de nuestros compatriotas7. Sin embargo, la cruda realidad parecía contradecir o frustrar dicho empeño. En efecto, la falta de caminos, las distancias gigantescas de un confín a otro y la propia intrincada geografía, propiciaron la desintegración territorial de manera natural. De este modo, las tres clásicas regiones (costa, sierra y selva) vivieron casi de espaldas entre sí y al ritmo de sus propias contingencias. Si las comunicaciones entre la costa y la sierra eran muy irregulares, las de aquélla con la selva eran casi inexistentes o, en todo caso, sumamente esporádicas. Así, la costa, presa de las luchas políticas, se alejaba de la sierra, se olvidaba de la selva y hasta presentaba escasa atención al medio marino al cual se asomaba tímidamente. La etapa prodigiosa del fertilizante marino aún no se había iniciado. La costa —dice Basadre en Perú: problema y posibilidad (1992)— se “serranizaba”, por un lado, y perdía contacto con la sierra, por el otro. La selva casi no contaba en los planes nacionales. De este modo, emergía el abismo entre el Estado empírico y el Perú profundo o real, germen de gravísimas y perdurables desavenencias. Veamos algunos ejemplos que ilustran lo dicho.

Un mes de viaje y de fatigas se necesitaba para ir de Lima a las principales ciudades del interior del país; en cambio, el resto del mundo se hallaba a pocos días o semanas de ameno y confortable viaje por mar. “En Lima —escribía Jorge Squier en las postrimerías de la era del guano— se sabe mucho menos del Cuzco que de Berlín, y por un limeño que ha ido al Cuzco hay cien que han visitado París”8. Desde la rica, agitada y elegante cenefa costeña, la sierra aparecía como un telón de fondo, con sus pinturas de espantosas y hoscas montañas en zigzag. ¿Qué rutas se utilizaban para llegar a la zona andina? Dos caminos principales conducían de Lima a la cordillera. El uno, al norte, por el valle de Canta, llevaba a las ricas minas de plata de Cerro de Pasco; el otro, al sur, por la quebrada de Matucana, conectaba con los grandes y abundantes valles de la sierra central (Tarma, Junín, Huancayo) y más al sur con Ayacucho, Huancavelica, Cusco y Puno. En ambos casos, las dificultades eran innumerables e insalvables (el peligro se acentuaba en la época de lluvias por los temidos huaicos que invadían e interrumpían las vías). Como se verá posteriormente, estas contingencias las vivieron en diversas oportunidades las fuerzas militares patriotas en su difícil ascenso a la sierra en búsqueda del ejército realista. Las Memorias de García Camba (1919) y de Miller (1975), dan cuenta detallada de aquellas penurias que miles de soldados experimentaron en parajes “donde nunca antes el hombre había puesto sus plantas”.

La comunicación con la lejana y misteriosa región selvática fue, a no dudarlo, mucho más complicada y riesgosa. Un viaje de Lima a Iquitos o viceversa, resultaba no solo demasiado largo, peligroso y agotador, sino también excesivamente oneroso. Si el viajero salía de Iquitos (la “isla urbana selvática”) hacia Lima, después de varios días de navegar el caudaloso Amazonas, llegaba a Belém (Estado de Pará, Brasil) en el Atlántico. Aquí tenía dos opciones: la ruta del norte o la ruta del sur. En el primer caso, ascendía por la costa nor-este, atravesaba el Caribe y llegaba al puerto de Colón; el paso del Atlántico al Pacífico lo hacía necesariamente por el istmo mediante la ruta mixta fluvial-lacustre9. Una vez en el puerto de Panamá (Pacífico), descendía por la vía marítima bordeando el litoral de las actuales repúblicas de Colombia y Ecuador e ingresaba al mar peruano, haciendo eventualmente escala en los puertos de Guayaquil y Paita; por último, arribaba al puerto del Callao. ¿La duración del viaje? Aproximadamente, cuatro a cinco semanas (dependiendo de las condiciones de la travesía y del tipo de embarcación). En el segundo caso (ruta del sur), el viajero partía de Belém, bordeaba la extensa costa sureste de América del Sur, atravesaba el peligroso Estrecho de Magallanes, ascendía por el largo litoral chileno (tocando en Valparaíso), arribaba a los puertos peruanos de Iquique o Arica y continuaba ascendiendo hasta llegar al Callao ¿Cuánto duraba el viaje? Casi tres meses.

Como puede advertirse, las dificultades de comunicación en general eran, pues, múltiples y enfadosas. Sobre los caminos andinos, Juan Jacobo Tschudi, viajero, explorador y científico suizo que recorrió el país entre 1838 y 1842, nos ha dejado el siguiente testimonio válido igualmente para nuestro período: “Por desagradable y pesado que sea el viaje en la costa del Perú, en la cordillera es más difícil y peligroso. En la costa el camino es plano y solo el quemante calor del sol o la mano asesina amenazan al viajero. Aquí, en cambio, el camino va por valles abruptos, rocas escarpadas y montañas solitarias; pasa en angostas veredas a lo largo de terribles abismos en cuyas simas brama un torrente; baja en forma casi vertical a gargantas insondables; se pierde en los heleros de las cumbres y en los traicioneros pantanos de las altiplanicies. Hasta el cielo aumenta las dificultades del camino con peligrosas tormentas y torrenciales lluvias que duran semanas enteras o con espesas nevazones que en pocos instantes borran la última huella, apenas visible, del camino”. En cuanto al clima, en las “angostas quebradas de las regiones bajas, reina un calor sofocante; en las cordilleras, un frío mortal; y en el altiplano, soplan vientos cortantes y helados” (Tschudi, 1966, p. 212)10.

En otra parte de su meticuloso e interesante relato, Tschudi no solo describe su propia experiencia, sino que reitera los inconvenientes del camino serrano. Dice:

Frecuentemente en este camino se tropieza el viajero con largas filas de mulas que bajan de la cordillera; entonces, hay que buscar alguna pequeña entrada y pegarse junto a la pared rocosa para dejar pasar la recua cargada. Con el cuidadoso y lento paso que tienen las mulas, se pierde mucho tiempo en cada uno de estos encuentros. Una vez tuve que quedarme más de dos horas en un angosto promontorio para permitir el paso de unas doscientas mulas que apenas tenían sitio al lado de la mía para poner las patas en el extremo exterior del sendero. En muchos puntos es completamente imposible retroceder o ceder el paso; solamente lanzando al precipicio a uno de los animales que se encuentran puede el otro seguir adelante. Las muchas curvas y las rocas sobresalientes impiden toda posibilidad de ver lejos y, por tanto, poder hacerse a un lado a tiempo. (pp. 222-223)

Finalmente, al reseñar los famosos tambos o aposentos dispersos en el perdido paraje andino, dice con no ocultable repulsa:

Quien ha pasado la noche allí, guardará un recuerdo inolvidable de estos albergues. Varias veces me ví obligado, por la casualidad o la necesidad, a pernoctar en este tambo, pero jamás me fue posible pasar dentro la noche entera; aunque nevara o lloviera tenía que salir al aire libre. Una india anciana es la hostelera, ayudada en el trajín diario por su hija a quien rodean varios niños haraposos. Para la comida preparan un chupe de ají, agua y papas, el cual se puede encontrar comible solo después de larga jornada. Para dormir, los viajeros se echan uno al lado del otro sobre el suelo húmedo. La previsora anciana da a sus huéspedes sendas pieles de oveja y, luego, los cubre a todos juntos con una sola frazada de lana. ¡Ay del que acepte este abrigo! Lo pagará caro, pues en las pieles, mantas y ropas de los indios pululan los piojos y las pulgas. Los cuyes y las ratas corren sobre los cuerpos y las caras de los durmientes. El viajero espera con ansias la madrugada para poder escapar de este sucio y desconsolador tambo. (Tschudi, 1966, pp. 223-224)

Pero lo curioso es que los obstáculos no solo se circunscribían al interior del país ni específicamente a la región andina. El mismo autor refiere lo difícil que era, por ejemplo, trasladarse un poco más allá de las murallas de la antigua ciudad capitalina (Miraflores, Chorrillos, Lurín, etcétera). Para llegar a esos lugares se utilizaba el llamado ‘balancín’, un tipo de calesa halado por tres caballos: “Es uno de los vehículos más desagradables que hayan sido construídos jamás, ya que hace sentir al pasajero doblemente el más ligero golpe que recibe” (Tschudi, 1966, p. 136). La falta de buenos caminos —prosigue— impide usar vehículos cuando se va más lejos de la ciudad.

Solamente a lo largo de la costa, al sur de Lima (Cañete, Chincha, Pisco), se logra hacer con grandes dificultades y a un costo considerable un recorrido de unas 40 leguas. Para tal viaje se lleva siempre alrededor de 60 a 80 caballos que son arreados junto al coche, ya que hay que cambiarlos cada media hora en vista de que el pesado carruaje se mueve solo con la mayor dificultad sobre la arena fina de un pie de espesor. (Tschudi, 1966, pp. 136-137)

Sin embargo, las dificultades físicas del terreno se multiplicaban cuando a lo largo del camino merodeaban los malhechores en demanda de sus eventuales víctimas. En este sentido, ni siquiera el camino de Lima al Callao (aparentemente el más transitado y protegido) ofrecía comodidad y seguridad al viandante; además de la soledad y la escasez de vigilancia, los asaltantes —dice Robert Proctor, viajero y escritor inglés de la época— merodeaban impunemente “a vista y paciencia de los custodios” (citado por Puente Candamo, 1959, pp. 26-28). Para evitar ser víctima de los atracos, por lo regular el viajero hacía el trayecto en grupo o, si gozaba de solvencia económica (como era el caso de los acaudalados comerciantes), lo hacía con resguardo a cargo de agentes particulares contratados para ese fin o de su propio personal11.

¿En qué condiciones se realizaba el recorrido a nuestro principal puerto? El citado Tschudi (1966) las describe así:

La distancia del Callao a Lima es de dos leguas. El camino va por arena profunda y nada consistente; a ambos lados hay campos sin cultivar y matorrales bajos que sirven de guarida a los bandoleros. A la derecha, poco después de salir del Callao, se deja el villorrio de Bellavista (antiguamente un espléndido lugar de recreo para excursiones de placer), las ruinas de un viejo pueblo indígena y algunas haciendas que quedan más al interior. A la izquierda, el terreno pantanoso está cubierto de cañaverales que se extienden hasta la orilla del mar. A mitad del camino entre el Callao y Lima hay una capilla y un convento de la Virgen del Carmen; el lugar se llama La Legua por hallarse a una milla española de distancia de ambas ciudades. Los caballos y las mulas están tan acostumbrados a descansar en este sitio, que resulta difícil hacerlos pasar de largo. (pp. 56-57)12

Por su parte, el inglés Proctor agrega:

El camino, notablemente ancho, es frecuentado por grandes arrias de mulas llevando sus cargas para Lima. Allí van mezcladas mercaderías procedentes de todo el mundo y del litoral del Perú: manufacturas británicas, con sus pulidos embalajes, marcas y número; barricas de harina norteamericana, dos por mula; botijas de aguardiente de pisco traídas del sur del país, con capacidad de diez y ocho galones, hechas de fuerte arcilla provistas de una especie de canasta lateral; sedas y algodones de India y China; fardos de tabaco de Guayaquil; y pilones de azúcar de la costa norte del Perú, en forma de pequeños timbales. Los indios arrieros presentan el aspecto más grotesco imaginable. Los demás son negros o mestizos y notablemente altos: sus facciones obscuras bajo los inmensos sombreros aludos del país, a veces de color natural (blancos), otras pintados de negro; y sus piernas largas colgando desnudas a ambos lados de la bestia, con enormes calzones holandeses, les dan aspecto salvaje y feroz, contribuyendo a aumentarlo sus largos rebenques y gritos de enojo o estímulo, para las mulas. (Citado por Puente Candamo, 1959, p. 43)

De este modo, pues, las distancias tanto en Lima como en el interior acabaron no solo siendo considerables, sino también dificultosas. En este contexto, el correo que unía Lima con Arequipa, por ejemplo, tardaba trece días; el que la unía con Cusco, doce. Los barcos de vela demoraban dieciocho días para llegar a Islay (Basadre, 1968, t. I, p. 208). Es difícil dar una información de las distancias que por entonces primaban. Por otro lado, no se empleaban carruajes; no había todavía navegación a vapor; los desiertos que separaban al sur de Lima y la región central, eran una barrera difícil de flanquear. Viajar —como hemos visto— era toda una aventura. Tal vez pueda ayudar a comprender esta situación la narración que hizo Flora Tristán (1971) de su recorrido de Islay a Arequipa, en medio de la arena candente y de un sol calcinante13.

¿Y cuál era el medio de carga más usado antes de la aparición del ferrocarril y del buque a vapor? Los testimonios concuerdan en señalar que tanto en los despoblados y áridos caminos de la costa como en los riesgosos senderos de la sierra, la mula fue el medio de transporte comercialterrestre por excelencia14. Su rol protagónico y sus excelsas cualidades son ponderadas por Tschudi (1966):

Las mulas cumplen un papel muy importante en este país; por los pésimos caminos, son casi el único medio que posibilita las comunicaciones comerciales a escala mayor. Por regla general, son fuertes, hermosas y trotadoras. Las mejores son criadas en Piura y traídas en grandes recuas a Lima para ser vendidas aquí. Las de buen paso son escogidas para montar; las grandes y fuertes para las calesas; las demás se destinan a llevar carga. El precio por una mula regular es de unos 100 pesos duros; por animales algo mejores se paga el doble o triple y por los ejemplares superiores hasta diez veces ese precio. La resistencia de estos animales (aún con escasa alimentación y malos cuidados) es asombrosa, siendo ésta la razón por la cual los extensos y secos arenales no ofrecen obstáculos insuperables al tránsito. Sin ellos (verdaderas ‘naves del desierto’) sería imposible viajar por gran parte de la costa. (p. 140)

Según se afirma, miles de mulas mensualmente recorrían el vasto territorio transportando mercaderías de uno a otro extremo, afianzando así el circuito comercial inter regional; los encargados de conducirlas eran los indios arrieros expertos en estos trajines. Pero, al mismo tiempo que las mulas cumplían esta función básica (expansión de la actividad mercantil), también desempeñaban una labor, quizás, más enaltecedora y perdurable: la difusión cultural e ideológica. En efecto, desde Lima periódicamente salían recuas de mulas conduciendo las últimas publicaciones (libros, periódicos, revistas) a los diferentes y más importantes lugares del interior: Trujillo, Arequipa, Cusco, Puno. De igual manera, hoy existe la total certidumbre de que en los días de la efervescencia revolucionaria, tanto los patriotas peruanos como los generales de la libertad (San Martín, Sucre, Bolívar) utilizaron este medio para difundir sus textos o mensajes subversivos. Al respecto, Proctor dice:

Sobre el lomo de estos magníficos animales subrepticiamente los anuncios de la libertad llegaban a los lugares más apartados e inhóspitos del territorio. Incluso, desde mucho antes de su arribo al Perú, los agentes de San Martín utilizaron con habilidad y discreción este formidable recurso. (Citado por Puente Candamo, 1959, p. 51)

Indirectamente, pues, la mula fue parte vital de la difusión de las ideas libertarias antes y durante nuestro período.

Ahora bien, en su libro varias veces citado, los Caminos del Perú (1965), Antonello Gerbi menciona algo que es interesante consignar. Según él, los medios de comunicación y de transporte entraron en crisis desde los albores de la etapa republicana debido, entre otras causas, a la revolución tecnológica e industrial que desplazaba al antiguo privilegio del camino y del corcel. “La máquina a vapor estaba por llegar, jadeante y bufando, a las costas del Pacífico. Montada primero sobre un navío y, después, sobre una locomotora encendida, hacía girar grandes ruedas cuyas palas abofeteaban las olas y ruedecillas de hierro que resbalaban encima de largas barras enclavadas en el suelo”. Era el progreso enfrentándose a lo tradicional; lo moderno versus lo arcaico. En esta disyuntiva, el anhelo de los peruanos se orientó por entero hacia los nuevos y maravillosos inventos. Ya en 1827, apenas un año después que se había establecido la primera línea regular de navegación a vapor (de Inglaterra a la India) se formuló un proyecto análogo para el Perú. Y desde el año 1826 se concedió a una compañía privada el proyecto de establecer un ferrocarril entre Lima y el Callao. En 1840 se realizó el primer sueño: el vapor Perú de la Pacific Steam Navigation Company (naviera inglesa) llegó al Callao15; y diez años después (1851) el primer ferrocarril de Sudamérica corrió entre la capital y el puerto16. El entusiasmo público se encauzó impetuoso hacia las vías férreas. La formidable sugestión de la prosperidad llevada por los trenes a otros países, la ocasión de tener entre nosotros un vehemente empresario norteamericano (Henry Meiggs), las tenaces ambiciones de primacía técnica y civil, la presión de mil intereses, y la misma facilidad para financiar en Europa su construcción (con la garantía del recurso guanero), aseguraron a las ferrovías una prioridad absoluta sobre cualquier otra obra pública, y, naturalmente, sobre los arcaicos, sencillos y humildes caminos (Gerbi, 1965, p. 79).

Obviamente, entre la mula y la locomotora no es posible hacer parangones. La máquina, en el siglo del progreso material, tenía todas las ventajas sobre la bestia. Solo los poetas —observa dicho autor— se lamentaban de que no hubiera caminos para las “musas peregrinantes”. El satírico Felipe Pardo se escandalizaba (1859) de ver en la sierra:

Caminos tan estrechos y escarpados,

que es preciso llevar la carga en hombros,

y de una peña atados a otra peña,

puentes, ¡qué horror! de sogas y de leña17

Y el melancólico Juan de Arona (1872) gemía:

Viajo, y todo es arena, insolaciones,

o inaccesibles cumbres y arduos cerros 18

Pero, ambos deploraban que, en vez de mejorar las comunicaciones (caminos), se hubiera despilfarrado tan malamente los ingentes rendimientos del guano o los fáciles millones de las islas de Chincha. La bonanza fiscal —bien lo sabemos— provenía, en efecto, del prodigioso fertilizante marino. Y el guano no tenía necesidad de caminos para ser explotado, vendido y exportado. El abono natural —refiere el viajero alemán Ernesto Middendorf (1973)— ni siquiera tocaba tierra firme: de los islotes era embarcado directamente en los veleros; desaparecía en el horizonte sin haber visto un camino terrestre. Desde ultramar llegaba en pago los cuantiosos giros sobre Londres. Aquellas esterlinas se habrían podido destinar a cualquier cosa, menos a construir caminos: era demasiado fuerte la resistencia psicológica a una inversión tan lejana de la fuente inmediata de la prosperidad; cien mil kilómetros de caminos no habrían mermado en una sola libra las entradas fabulosas y providenciales del fertilizante natural.

Al influjo de esta riqueza efímera, el camino existente a lo largo de la costa languidecía por la amplia y fácil competencia de las naves a través del sistema de cabotaje19. Efectivamente, el cabotaje, entre otras cosas, asestó un golpe mortal al tráfico terrestre costanero. Recuérdese que durante el virreinato, la habilitación del puerto de Arica ya había perjudicado al comercio limeño y destruído el ramo de trajineros o arrieros. El paso regular de los veleros de uno a otro puerto, casi logró suprimir el movimiento paralelo entre uno y otro valle. Desaparecieron el acarreo con bueyes, las lentas caravanas de carretas y los cortejos de mulas enjalmadas. Pequeñas ciudades que vivían de aquel tráfico, hasta puertos como Paita, y lejanos centros de intercambio, como Ayacucho, sufrieron un ataque de parálisis (Romero Pintado, 1984, t. VIII, vol. 1, pp. 329-335). Y eran bien pocas las personas que volvían la mirada hacia la sierra. Todos los ojos estaban fijos en los islotes blancos, en las blondas velas de los bergantines y en las doradas letras de la Gran City (Londres). ¿Qué riqueza se podía esperar de aquellas montañas ceñidas y herméticas? Hasta el tributo de los indígenas andinos, otrora puntal del fisco, se había podido abolir merced a los ingresos del guano. Los propios gastos del Cusco (la otrora gran capital quechua) eran cubiertos a la sazón por las repletas arcas del erario de Lima. La sierra —dice Gerbi (1965)— retrogradaba así de “tío rico de América” a “pariente pobre” del tesoro público y, como tal, se le daba las espaldas sin mucha pena.

Concluimos el apartado con la inclusión de algunas apreciaciones del citado Tschudi sobre Lima, “la ciudad más grande y más interesante fundada por los españoles en Sudamérica” y, de lejos, “la urbe más rica del Continente”. Acerca de los alrededores de la capital, expresa:

La impresión que causa la ciudad de Lima al extraño no es favorable de primera intención, ya que los barrios periféricos consisten en casitas semiderruidas y sucias, las calles llenas de toda índole de inmundicias y basura; pero, mientras más se acerca el viajero a la Plaza Mayor, más hermoso y característico se torna el aspecto, de modo que resulta fácil olvidar el desagrado causado por la primera impresión. (pp. 80-81)

Sobre su distribución física dice:

Lima está dividida en cinco cuarteles, y éstos, a su vez, en diez distritos y 46barrios. Tiene, aproximadamente, 3380 casas, con 10 605 puertas que dan a la calle. Hay 56 iglesias y conventos; estos últimos ocupan casi una cuarta parte de la superficie de la ciudad. Hay 34 plazas públicas delante de las iglesias y 419 calles, la mayoría muy mal pavimentadas, pero que cuentan con veredas. (p. 80)

Finalmente, al referirse a las viviendas hace el siguiente extenso comentario:

La mayoría de las casas son de un piso, algunas tienen dos. Cuentan con dos entradas por el frente. Una de ellas es el zaguán junto al cual se encuentra la puerta de la cochera donde se guarda la calesa. Dando sobre esta, o sea junto a la puerta principal, suele haber un cuarto pequeño con una ventana cerrada por medio de una reja de madera, detrás de la cual se sientan las bellas limeñas para observar a los transeúntes sin ser vistas. También ven con agrado que algún galán venga a ‘guardar la reja’. El zaguán conduce a un patio grande, a cuyos costados hay cuartos pequeños. Frente a la entrada principal se halla propiamente la vivienda misma, la cual suele estar rodeada de una pequeña y primorosa baranda. A través de una gran puerta doble se penetra a una sala espaciosa cuyo mobiliario consiste en una hamaca, un sofá y una larga fila de sillas. Sobre el suelo hay decorativas esteras de paja. Una mampara de vidrio lleva a una segunda habitación, algo más pequeña, llamada la cuadra, decorada en forma elegante, frecuentemente muy lujosa y con alfombras de lana. Aquí se recibe a las visitas. Junto a la cuadra se hallan los dormitorios, comedor, cuartos para niños y demás. Por medio de una segunda puerta, la cuadra comunica con el traspatio, el cual suele estar decorado con hermosas pinturas al fresco. Aquí están la cocina, el corral y un primoroso jardín. El primer patio se comunica con el segundo por un callejón por el cual se llega a los caballos. Cuando falta el callejón, como suele ser en algunas casas más pobres, los caballos tienen que ser conducidos a través de la sala y de la cuadra. Si la casa tiene dos pisos, su disposición es algo diferente. En este caso, la cuadra, que comunica con el balcón, se encuentra encima del zaguán; delante de ella, la sala. Las demás habitaciones están construidas sobre los cuartos que rodean la sala. Sobre la cuadra y sala del primer piso, no hay habitaciones en el segundo piso sino una terraza amplia, de piso de piedras de laja, con una balaustrada que da sobre el patio. Esta terraza sirve de lugar de recreo para adultos y niños; se le adorna con macetas de flores y se protege contra el sol por medio de un enorme toldo. El techo de la casa es plano y consiste de caña cubierta con esteras y empastado con barro o cubierto de ladrillos livianos. Parte de las ventanas de las habitaciones se abren en el techo. Las demás ventanas, que son muy pocas, están colocadas a ambos lados de las puertas y tienen artísticas rejas de fierro que suelen ser lujosamente adornadas. Las puertas y ventanas se mantienen abiertas casi todo el tiempo debido al calor. Algunas casas se distinguen por sus bellos decorados, tal como ocurre con la afamada Casa de Torre Tagle, cerca de la concurrida iglesia de San Pedro. (Tschudi, 1966, pp. 81-82)

1.2 El dilema demográfico

En términos cuantitativos, no se conoce con exactitud el número total de pobladores que tenía el país al concluir la gesta emancipadora20. La inestabilidad política, la crisis económica y los azares propios de la prolongada campaña militar, por un lado, y las dificultades geográficas antes descritas, por otro, impidieron la realización de un censo que nos hubiese permitido conocer el rostro humano del Perú de aquellos días de manera precisa y satisfactoria21. Ante esta enorme e insalvable dificultad, no queda otra opción metodológica que recurrir a la comparación e inferencia estadística y elaborar un cuadro provisional que nos permita aproximarnos al paisaje social del Perú en el período inicial republicano. En efecto, de acuerdo a los datos disponibles sabemos que en enero de1796 el virrey Francisco Gil de Taboada y Lemos presentó su Memoria y en ella calculaba que el “Reyno tenía más de 1 300 000 habitantes” (citado por Puente Candamo, 1959, p. 4). ¿Cómo obtuvo el dato? Él mismo lo dice: “a través principalmente de las matrículas para el cobro de la contribución personal de indígenas de predios rústicos y urbanos”.

Según esta cifra censal, el orden de los grupos (de mayor a menor) era el siguiente: indios, mestizos, blancos, pardos y esclavos negros; con clara preeminencia del primero. Asimismo, señala que la región sur albergaba al 52 % de la población total; la del centro al 28,3 %; y la del norte al 19,1 %. En este caso, la mancha india predominaba en la parte meridional del territorio (Gootenberg, 1995, pp. 28-29). En este contexto, ¿a cuánto ascendía la población de Lima y cómo estaba compuesta? Según R. J. Shafer (1958), la capital tenía una población aproximada de 52 000 individuos, incluyendo 17 000 españoles (peninsulares y criollos). De este total, casi 5000 eran religiosos o vivían en comunidades religiosas. Por otro lado, la ciudad tenía no menos de 400 mercaderes, 60 fabricantes, 1027 artesanos, 2900 sirvientes libres de raza mestiza y 9200 esclavos. En una palabra, “la población estaba drásticamente compartimentada en razas y condiciones” (p. 157).

Casi tres décadas más tarde, la Guía de forasteros (publicada en 1828)22 refiere que la población peruana era de tan solo 1 249 723, distribuida del siguiente modo:

DepartamentosHabitantes
Arequipa13 6 81 2
Ayacucho159 608
Cusco216 382
Junín200 839
La Libertad230 970
Lima149 1 1 2
Puno156 000

¿Qué significan comparativamente ambas cifras? Que durante esos treintaidós años que mediaron entre el paso del siglo XVIII al XIX, se ha producido una evidente merma en el total de la población23. ¿Las causas? Varias y de diversa índole: físicas, políticas, militares, vitales, etcétera. Por ejemplo, los terremotos que ocurrieron en el tránsito de ambas centurias sepultaron a miles de personas bajo los escombros de sus viviendas de adobe. La guerra de liberación (con sus prolongadas y fatigosas campañas) causó un gran número de bajas, principalmente de indios y negros. El destierro y la emigración voluntaria alejaron a cientos de personas afincadas en el país (españoles y criollos ricos que emigraron a España). Las enfermedades y epidemias (como consecuencia natural de una deficiente atención médica y de la falta de limpieza de las calles) provocaron un alto índice de mortandad. Por último, la muerte natural (con una esperanza de vida muy corta) ocasionó que el número de defunciones fuera el doble que el de nacimientos24.

En 1836 (bajo la gestión del citado general Andrés de Santa Cruz) se llevó a cabo —según opinión generalizada hasta antes del descubrimiento de Gootenberg— el primer censo de la etapa republicana que arrojó un total de 1 373 736 pobladores distribuídos en las tres regiones (Arca Parró, 1945, p. 28)25. Comparativamente con la cifra de 1828, advertimos una recuperación demográfica más o menos significativa26.

Llevado a cabo durante el desbarajuste económico-financiero y las luchas armadas de la etapa inicial del caudillismo castrense, este censo (destinado a ser repetido a lo largo de los años siguientes) apareció por primera vez en la Guia de forasteros de 1837, “sin dar razón alguna de su metodología e, incluso, de los recuentos mismos”, como lo advierte Gootenberg (1995), y agrega:

Esta vez los funcionarios no registraron distinciones étnicas, debido (es de suponer) a sus nuevos ideales de una sociedad libre de castas. El antropólogo George Kubler (1952) sugiere que llamarlo ´censo´ es dignificarlo, otorgándole un título inmerecido. No obstante, él y otros autores continúan citando sus cifras como si fuesen un hecho producto de la realidad. (pp. 11-12)

Por otro lado, y como dato adicional a todo lo expresado, cabe recordar que para la instalación del primer Congreso Constituyente (que se realizó el 20 de setiembre de 1822), el número de representantes del pueblo fue de 69 diputados propietarios y de 38 suplentes; este número se obtuvo al determinarse “que hubiese un diputado propietario por cada 16 500 almas o por cada fracción igual o mayor a la mitad, de cada una de las once secciones en que se dividía el territorio27.

Ahora bien, al margen de la inexistencia de la cifra censal para nuestro período (que por inferencia la ubicamos en 1 200 000 personas) podemos plantear las siguientes consideraciones de carácter general:

a) En su conformación, el marco o la estructura social existente desde comienzos del dominio hispano no sufrió mayor modificación con el paso de la etapa colonial a la republicana (los mismos grupos sociales pervivieron, produciéndose un ligero cambio en el rol o estatus de algunos de ellos). En este contexto —observa Gootenberg (1995)— el temprano siglo XIX representa un período en el cual la otrora dominante sociedad blanca estuvo debilitada por las tensiones generadas por la decadencia económica, el caos político y la incertidumbre institucional de la transición poscolonial.

b) El Perú inició su vida independiente como una república de propietarios y hacendados criollos, pero también de chacareros mestizos, pastores indígenas y esclavos negros.

c) En su dinámica vital, el Perú (como la gran mayoría de las naciones del continente) no era un país densamente poblado.

d) La población predominante continuó siendo la indígena, seguida por los mestizos, los blancos y los negros (el pujante proceso de mestización sería posterior). Según el mencionado Kubler (1955), las mayorías indígenas llegaron a su punto más alto precisamente en el período posterior a la Independencia. Un 59,3 % de la sociedad republicana era “india”; su caída a 54,8 % en 1876 se hizo evidente al iniciarse la senda moderna del mestizaje (citado por Gootenberg, 1995, p. 14).

e) La sierra, igualmente, prosiguió siendo el hábitat principal de aquellos pobladores mayoritarios y marginados. En este caso, la sierra sur, particularmente, fue el núcleo principal del asentamiento indígena, con un altísimo porcentaje de la población total; le seguían la sierra central y la sierra norte. Sin ser numerosa, también había un cierto porcentaje de población aborigen en la costa, aunque era superada por la población mestiza y criolla (Armas, 2014, capítulo I, p. 377).

f) El Perú, poblacionalmente, fue un país rural por excelencia y donde la mayor parte de los indígenas vivía integrando las aproximadamente cinco mil comunidades; aunque también —según el citado autor— había muchos de ellos que laboraban en las chacras y haciendas de todo el país (en los valles interandinos o costeños, fundamentalmente bajo el sistema del yanaconaje).

g) El fenómeno migratorio interno fue escaso e insignificante.

h) El índice de analfabetismo alcanzó niveles sumamente altos.

i) La estructura laboral y el aparato productivo en general, descansó en los sectores populares-marginales de escasos recursos (indios, negros y mestizos).

j) La escasez de fuerza de trabajo fue, sin duda alguna, uno de los factores principales que por un tiempo prolongado frenó la expansión económica, como se verá posteriormente.

Obviamente, todo lo antes referido se reflejó en la conformación y dinámica de las ciudades. Al comenzar el siglo XIX, las ciudades del Perú tenían escasa población. Su característica era rural por excelencia por su dependencia casi absoluta de la actividad agraria que proporcionaba a las ciudades todo lo necesario para su subsistencia. Si Lima, la capital, tenía en gran parte ese sesgo (teniendo como centro el valle del Rímac), las otras ciudades de provincias eran prácticamente —en frase de Emilio Romero (1970)— “burgos cerrados”. Arequipa era la segunda ciudad más poblada y su peculiaridad campesina era intensa. En las poblaciones de los Andes (el Perú profundo) era todavía mayor la dependencia del campo. La ciudad era apenas un sitio de estancia en las épocas en que no había actividad agropecuaria, que absorbía a las familias pudientes, para vivir en las grandes casonas de las quebradas o del valle.

En muchas de estas ciudades andinas la población no pasaba de 20 000 habitantes para las más populosas, siendo un promedio de 5000 el de las otras. El grupo de propietarios, comerciantes y hacendados era más reducido así como el de los escasos artesanos. La gran mayoría estaba formada por la población indígena que trabajaba en los campos produciendo abastos de mercado a precios irrisorios, casi siempre fijados por un Cabildo formado por los hacendados o antiguos encomenderos, a su conveniencia, dejando ganancias ridículas, mezquinas, que no hacían sino empobrecer más al productor, al trabajador y a la tierra misma28.

En suma, a comienzos del siglo XIX no había una sola ciudad con rasgos urbanos, pues ella (a tenor de la experiencia foránea) habría requerido una vinculación con la actividad industrial, inexistente entonces en nuestro medio. Bajo esta perspectiva, la población peruana era en su gran mayoría de carácter rural, dispersa y sin constituir verdaderos centros poblados masivos; simultáneamente, aquellos pueblos formados sobre los antiguos asientos incaicos, mantuvieron su nomenclatura casi de manera íntegra a través de los tres siglos de vida colonial (Romero Padilla, 1970, t. II, p. 10).

El caso de Lima fue, particularmente, sui generis e ilustrativo; desde los albores de la etapa independentista fue siempre la ciudad más poblada a nivel nacional, aunque con ciertos altibajos29. El científico y viajero austriaco Tadeo Haenke (1761-1817) que la visitó en junio de 1790, estimó su población en 53 000 habitantes, en la que: 17 000 eran españoles, 4000 indios, 9000 negros y el resto “de las castas resultantes de estas tres principales, sin contar con los clérigos, monjas y beatas”30. Asimismo, calculó en 300 el número de las casas de nobles y descendientes de los conquistadores, de empleados del rey o comerciantes enriquecidos, de hacendados y propietarios.

Todos tenían un séquito numeroso de criados y esclavos. A esta clase, económicamente la más numerosa, seguían los eclesiásticos, abogados, escribanos, médicos, catedráticos y empleados particulares. A continuación y como dependientes de ellas se encontraban los grupos de artesanos, funcionarios menores y comerciantes. En la última escala social estaban los indígenas, en condición de yanaconas o trabajadores aparceros en los valles de la costa y de “colonos” o siervos en la sierra.

Sobre el grupo de los artesanos capitalinos, que el citado viajero calculó en más de 1000, hallamos una extensa clasificación: plateros, herreros, zapateros, sastres, talabarteros, silleros de montar, pasamaneros, bronceros, pintores, carpinteros, hojalateros, relojeros, impresores, albañiles, canteros, escultores, guitarreros, tintoreros, chocolateros, cerereros, sombrereros y botoneros “casi todos reducidos a gremios para asegurar el pago de las alcabalas” al igual que los pulperos cuyas tiendas sumaban 130. Las mujeres se ocupaban en labores de costura, bordados, tejidos domésticos, zurcidos, botonería, perfumes, florerías y dulcerías. Las mujeres de color, las más humildes, se desempeñaban como chicheras, vivanderas y cocineras; la mujer española rechazaba en su conjunto esas actividades manuales. Finalmente, existían, en apreciable cantidad, ociosos de ambos sexos debido a la carencia de industrias en qué poder encontrar sana ocupación, a excepción de algunos telares de pasamanería (Haenke, 1901, p. 83).

Según la información proporcionada por este ilustre viajero nacido en Tribnits (Bohemia), las trescientas familias arriba mencionadas mostraron una conducta zigzagueante frente al poder. Hacia 1820, por ejemplo, eran enteramente fieles a la Monarquía y a la Iglesia Católica; sin embargo, al poco tiempo firmaron el Acta de la Independencia con el general San Martín y, luego, al volver los españoles a ocupar la capital en 1823-1824 festejaron el retorno de las tropas monárquicas. Lo que importaba —afirma el citado Romero Padilla (1970)— era permanecer con sus propiedades y sus masas de siervos indígenas trabajadores. Símbolo de esta situación social fueron Torre Tagle, Berindoaga y el general Juan Pío Tristán, nombrado último virrey del Perú, quien no aceptó el cargo y escribió a Bolívar una carta pidiéndole una transacción entre la Monarquía y la República; finalmente, declinó al más alto cargo en el ya vencido virreinato para adherirse a la república y mantener íntegra su propiedad y sus rentas.

En el análisis comparativo de la situación demográfica de las ciudades en este período de nuestra historia, otro caso interesante por su proyección y significado fue el de Arequipa. A diferencia de otras ciudades de fines del XVIII y comienzos del XIX, la ciudad del Misti —dice Alberto Flores Galindo (1977)— estaba compuesta principalmente por españoles y mestizos; en los alrededores mismos de la ciudad los indios escaseaban. Según un testimonio de 1795 (la revisita de Joaquín Bonet mencionada por este autor), más de 36 000 habitantes conformaban la población arequipeña, de los cuales 22 712 eran españoles (62 %), 4908 mestizos (13 %) y 5099 indios (14 %). El porcentaje restante estaba conformado por negros y mulatos. El citado Tadeo Haenke (1901), que también visitó dicha ciudad, agrega:

Hay gran número de familias nobles, por haber sido allí donde más han subsistido los españoles, tanto como por lo óptimo del clima y la abundancia de víveres, como por la oportunidad del comercio por medio del puerto que solamente dista 20 leguas. (p. 64)

De acuerdo al mismo viajero, no abundaban los mendigos ni los indios forasteros.

Sobre la situación económica de Arequipa en el primer decenio de su vida independiente, todo indica que ella era sinónimo —en opinión del citado Flores Galindo (1977)— de postración. En efecto, hacia 1825 el prefecto de Arequipa, Francisco de Paula Otero, se refería en los siguientes términos a la situación productiva de la localidad:

El aguardiente pensionado, los granos malogrados, las minas abandonadas y las mulas entregadas a la voracidad de las tropas; todo ha contribuido a formar un cadáver de este lugar que en el pasado fue brillante y próspero. Las levas, la mortandad y la dispersión de su población, han convertido a la región que hoy pisamos en un suelo nulo en todos los ramos de su subsistencia. (Citado por Quiroz Paz Soldán, 1976, p. 89)

Tal vez la mejor descripción de Arequipa de aquellos días corresponde al súbdito inglés Samuel Haigh (1920), que recorrió el Perú entre 1824 y 1827 (en Arequipa permaneció 19 meses)31. Al hablar del aspecto físico de la ciudad, dice:

Las calles, como de costumbre en ciudades españolas, trazadas en ángulo recto, son bien aplanadas, pero no se mantienen tan limpias como sería de desear, aunque el agua corre en las principales. La ciudad está mal alumbrada, exceptuando las arterias mayores donde cada propietario está obligado a encender un farol en su puerta. La plaza es grande y allí está instalado el mercado. (p. 32)

Luego pasa a ocuparse de la clase alta arequipeña y por fuerza tiene que tratar de las familias de los clérigos poderosos:

Hay en Arequipa muchas familias de grande opulencia: la de Goyeneche es considerada como la más rica. La forman tres hermanos y una hermana. Uno es obispo, otro general al servicio de España y el tercero, comerciante. El padre se hizo rico muchos años ha, como tendero adquiriendo tierras en las cercanías, cuyo valor ha aumentado enormemente. Como no hay bancos ni banqueros, la gente da dinero a interés o guarda el oro y la plata en zurrones depositados en alguna pieza segura de su morada. Arequipa está todavía sujeta al dominio de los omnipotentes clérigos, muchos de los que representan a la ciudad en el Congreso. (p. 78)

Constata, asimismo, la temprana presencia de los británicos en Arequipa dedicados a la actividad minera, a la producción lanar y, sobre todo, a la labor mercantil, puntualizando los lazos matrimoniales entre esos migrantes y la clase alta arequipeña. Por último, pondera la belleza de las mujeres arequipeñas “que no igualan en encantos personales a ninguna que haya visto en otras ciudades americanas”; pero se desencanta del total aburrimiento que se vive allí: “No hay diversión en los alrededores, ni montería, caza o pesca. A veces se organizan paseos a la sierra para cazar guanacos, pero es diversión pobre. Realmente, nunca he visto un lugar tan aburrido como éste…” (citado por Flores Galindo, 1977, p. 39).

Poblacionalmente, la ciudad de Arequipa mostró a lo largo de nuestro período un sostenido incremento en términos relativos. En el ámbito político, su participación fue, asimismo, destacada. En la actividad económica, la emergencia de grupos urbanos artesanales y campesinos, su ubicación como ciudad-enclave entre sierra y mar y su planta urbana, fueron factores decisivos de su visible crecimiento. Además, en Arequipa jugó un papel fundamental la temprana influencia europea a través de la acción de los comerciantes. Entre ellos destacaron los ingleses y, en menor escala, los franceses y los españoles, quienes llegaron a tener considerable influencia en la comercialización y exportación de lana y de otros productos extractivos, así como en la importación de artículos manufacturados que luego eran redistribuídos por todo el sur. De esta manera, desde un inicio y durante toda la centuria decimonónica, Arequipa se afirmó —como ya se dijo— en la segunda ciudad del país, y se alzó en contínuo desafío frente a Lima (Ponce, 1975, p. 56; Flores Galindo, 1977, pp. 48-49).

Ahora bien, en términos conceptuales juzgamos conveniente puntualizar algo que puede resultar un contrasentido a la luz de una incorrecta interpretación histórica. Las ciudades de aquella época —repetimos— eran escasamente pobladas y de índole predominantemente rural; el urbanismo (con los patrones que hoy le asignamos) aún no mostraba atisbos de una aparición ni siquiera modesta. A pesar de ello, el germen revolucionario, la aspiración libertaria y el ímpetu nacionalista se va a dar en ellas y no precisamente en el populoso campo. ¿La razón? Es probable que las óptimas condiciones intelectuales de sus pobladores (en comparación con la orfandad e ignorancia de los indígenas) y las innovaciones tecnológicas que suelen expandirse más rápidamente en las ciudades, influyeran en aquella actitud colectiva de búsqueda y concreción de una vida mejor y autónoma. Ahora entendemos, por un lado, el porqué las ciudades entonces más consolidadas (Piura, Trujillo, Lima, Arequipa, Tacna, Cusco, Puno) se convirtieron en el epicentro del quehacer revolucionario y, por otro, el porqué los Libertadores focalizaron su propaganda ideológica en ellas.

Pero, por cierto, a esta particular coyuntura hay que adicionarle los acontecimientos internacionales que entonces gravitaban en el escenario mundial. En efecto, a principios del siglo XIX, la invasión napoleónica a la península ibérica motivó la caída de la monarquía española, precipitando así la búsqueda de una solución autónoma en las colonias americanas. Consecuentemente, con las Cortes de Cádiz se abrieron nuevas posibilidades para los revolucionarios del Nuevo Mundo. La existencia de un imperio sin monarca legítimo, la representatividad colonial a las Cortes mediante elecciones, la difusión de ideas renovadoras por la prensa, derivaron de modo inevitable en ganancia del sector criollo y de una solución política que lo colocó en situación dominante. En este proceso —dice Fernando Ponce (1975)— la importancia de las ciudades estuvo en el hecho de que ampararon y estimularon un tipo de acción revolucionaria. En ellas se realizó la agitación social entre los sectores o grupos de mayores recursos y se trató de organizar actos políticos que permitieran al menos una mayor participación horizontal de los ciudadanos. La actividad política criolla estuvo, pues, ligada a las ciudades. Incluso, esta actividad política de agitación se expresó en una contienda singular en la cual a menudo el apellido (Torre Tagle, Riva Agüero, Berindoaga, Ramírez de Arellano) protegió de la dura represión virreinal a criollos de fortuna implicados en actividades subversivas. No obstante, debe anotarse que en forma organizada no existió una cadena definida de comunicación entre ciudades de una misma provincia virreinal. Tampoco entre las ciudades y el campo. En realidad, la comunicación de objetivos políticos comunes de liberación de España se realizó de preferencia con otras capitales de provincias americanas, usualmente mediante la fraternidad discreta de logias y sociedades secretas. En otros casos, la presencia de agentes especiales tuvo que ver con movimientos de agitación y rebelión (Ponce, 1975, p. 53).

Contrariamente —señala este mismo autor— la rebeldía campesina fue, por lo regular, de carácter local, zonal o algunas veces regional. Escasamente logró una difusión amplia. Se puede citar, sin embargo, dos excepciones notables por la fuerza alcanzada, su extensión y los efectos que tuvieron. Se trata de los movimientos indígenas de Juan Santos Atahualpa (1742-1756) y de Tupac Amaru II (1780-1781). La expresada localización de esfuerzos facilitó el control por las autoridades coloniales. Debe indicarse, además, que en los intentos subversivos campesinos, los objetivos se circunscribieron a la reivindicación de la tierra y a la liberación de la opresiva red de funcionarios relacionados a la percepción de tributos. En el caso de las dos rebeliones mencionadas, lo que se pretendía era “extinguir” corregidores, suprimir mitas, alcabalas, aduanas y muchas “prácticas perniciosas” (citado por Bonilla, 1981, p. 64). Los grupos criollos, en cambio, se inspiraban en corrientes ideológicas europeas. Sus esquemas, por lo común, estaban cargados de idealismo. No estaban política ni económicamente preparados. Tampoco mostraban coherencia específica de medios y formas ejecutivas. Consecuentemente, no llegaron a impactar al campesinado (Roel, 1970, p. 86; Ponce, 1975, p. 51).

2. EL ACONTECER POLÍTICO*

2.1 La gestión gubernamental de San Martín

Como se señaló en la Introducción, históricamente el régimen sanmartiniano se inscribe en el momento inicial de nuestro tormentoso quehacer político, inaugurando así la hegemonía extranjera en los destinos aurorales de nuestra zagal nación. Esta presencia (como la de Bolívar más tarde), sin duda alguna va a constituir un decisivo elemento perturbador en el frustrado intento peruano de constituir un aparato estatal independiente o totalmente autónomo, libre de la intromisión foránea. Asimismo, la castración de esta legítima aspiración nacional, a la larga, atentaría contra la conformación temprana de una clase política sólida, pujante y moderna, tal como ocurrió en otras partes de la región donde no existió ni la tutela ni la injerencia prolongada de agentes externos. Obviamente, el fenómeno fue complejo, agobiante y con muchas aristas, a tal punto que durante casi un lustro dificultó la consolidación del incipiente Estado nacional. Pero estos años, después de todo, nos dejaron algo mucho más trascendente y perecedero que ya hemos insinuado en páginas precedentes: la esperanza (hecha ilusión colectiva) en un país más grande y libre para las futuras generaciones, amén de la primera Constitución Republicana y de las leyes básicas para la organización de la flamante República.

El general José Francisco de San Martín y Matorras (llamado el “Aníbal de los Andes” por su compatriota y más importante biógrafo Bartolomé Mitre), fue, indiscutiblemente, el primer y más importante estratega de América del Sur. Sus émulos obtuvieron brillantes y sonadas victorias, pero ninguno llegó a igualarlo en talento militar, ni alcanzó su altura en las concepciones de gran aliento. Él pertenece a esa clase de generales que vencieron siempre, sabiendo poner todas las ventajas a su favor antes de emprender una campaña. La improvisación contrariaba su natural inclinación y temperamento; por eso, desdeñándola como propia del talento subalterno, se entregó siempre a la más reflexiva meditación antes de señalar los rumbos a seguir. En consecuencia, la obra de San Martín en América es netamente militar. Su carácter —como veremos de inmediato— no era propio para grandes empresas políticas y su ambición de mando estuvo siempre limitada por las necesidades de la guerra; sus más furibundos detractores reconocen que solo aceptó el gobierno como un medio, en países de reciente creación, para obtener el triunfo de las armas que habían de darnos la libertad. El político e historiador chileno Benjamín Vicuña Mackenna (1924) anota:

San Martín más que un hombre, simbolizó enteramente una misión, alta y contrastable, terrible a veces, sublime otras. Solo bajo este aspecto providencial y casi divino, es como la historia debe enjuiciar su gran nombre y su gran carrera, llena toda ella de admirable unidad. (p. 72)

¡Justo reconocimiento a un hombre de tan inconmensurable talla! Pero, ¿qué puede decirse de la personalidad y del quehacer del egregio militar argentino? Sin ánimo de esbozar una biografía completa, ni mucho menos, a continuación reseñamos los principales hitos de su larga trayectoria vital, siguiendo un orden cronológico y secuencial de los acontecimientos. Natural de Yapeyú (localidad de la provincia argentina de Corrientes), nuestro personaje nació el 25 de febrero de 1778; por lo tanto, era cinco años mayor que el venezolano Simón Bolívar, su futuro competidor en la gesta emancipadora. Fueron sus padres el capitán Juan de San Martín y Gregoria Matorras; ambos de origen español. A los tres años se trasladó con sus progenitores y sus tres hermanos a Buenos Aires, donde aprendió las primeras letras; dos años después, la familia emigró a España. En Madrid, cursó sus estudios escolares en el reputado Seminario de Nobles. En 1789 fue incorporado como cadete en el Regimiento de Murcia, combatiendo (adolescente aún) en Orán contra los moros y, poco después, en el Rosellón contra los franceses. Sus ascensos a segundo subteniente y a teniente segundo los logró en 1793 y 1795, respectivamente. En la desigual guerra contra los ingleses, fue herido gravemente y hecho prisionero en 1798; tres años más tarde, se reincorporó al ejército en calidad de voluntario. A partir de entonces (1801) y merced a su destacada actuación en las filas españolas mereció sucesivos ascensos.

Al iniciarse la década de 1810, empezó ya a dar muestras de su deseo de contribuir a la libertad de América. Para tal propósito, de Cádiz se trasladó a Londres, donde ingresó a la célebre Logia Lautaro (flamante sociedad masónica fundada por el patriota venezolano Francisco de Miranda); allí conoció al chileno Bernardo O´Higgins, que más tarde sería su entrañable amigo y confidente de muchas aventuras guerreras. De la capital inglesa, el 19 de febrero de 1812 se embarcó en la fragata George Canning con rumbo a Buenos Aires, arribando tres semanas después a su destino. De inmediato, se le reconoció el grado de teniente coronel de caballería y la Junta de Mayo le encomendó organizar el Escuadrón de Granaderos a Caballo. El 12 de noviembre de ese año contrajo matrimonio con María de los Remedios Carmen de Escalada, natural de Buenos Aires y dama de elevada posición social y económica. Al mes siguiente (7 de diciembre), fue ascendido a coronel y al mando de dicha unidad logró un espectacular triunfo contra superiores fuerzas desembarcadas por los españoles. Desde entonces, su prestigio militar se agrandó. Fue nombrado jefe de una expedición enviada en auxilio del ejército patriota que operaba en el Alto Perú y, posteriormente, jefe del Ejército del Norte en diciembre de 1813. Días después (19 de enero), fue ascendido a la alta clase de general; en esta condición se trasladó a Tucumán con el arduo objetivo de instruir y disciplinar a sus hombres. Por su extraordinaria capacidad de organización y empatía, se le confió el cargo de gobernador intendente de Cuyo en agosto de 1814.

Con el decidido apoyo de su compatriota el general Ignacio Álvarez Thomas, a la sazón director supremo de las Provincias Unidas del Río de la Plata, organizó el denominado Ejército de los Andes; dos años después (agosto de 1816), fue nombrado su general en jefe. ¿El objetivo? Restablecer, en primera instancia, la libertad de Chile; para ello, atravesó la desafiante e imponente cordillera por el paso de Mendoza. Logró una rotunda victoria en la batalla de Chacabuco, tomando posesión de Santiago. A pesar del revés sufrido en Cancha Rayada, rehízo prontamente su ejército y obtuvo una victoria definitiva en Maipú, consolidando así la independencia de ese país. Retornó a Buenos Aires a informar a las autoridades pertinentes sobre lo acontecido. Establecido nuevamente en la capital chilena, se dedicó de lleno a los preparativos de la Expedición Libertadora del Perú, contando con el apoyo decidido del director de Chile, general Bernardo O'Higgins; al frente de ella, salió de Valparaíso el 20 de agosto de 1820. Su arribo a la bahía de Paracas (Pisco) se efectuó el viernes 8 de septiembre, ante la expectativa general. Ese mismo día, lanzó dos vibrantes e importantes proclamas: una al Ejército Libertador del Perú y la otra a los habitantes del país (reproducidas por Denegri, 1972, pp. 274-275 y 276-278).

Desde aquel estratégico lugar, ordenó ejecutar, entre otras, las siguientes medidas: dos grupos de avanzada se dirigirían hacia Chincha y Nazca, respectivamente, con el fin de afianzar las posiciones patriotas; el general Juan Antonio Álvarez de Arenales, al mando de una dotación numerosa y bien equipada, se dedicaría a recorrer la zona interior del país (sierra central) para excitar la adhesión de los pueblos a la causa de la libertad; el almirante Thomas Cochrane se encargaría de hostigar a las naves realistas surtas en el Callao y sus alrededores; y él, en persona, establecería el cuartel general en la localidad de Huaura, al norte de Lima (uno de los valles más fértiles de la costa norte y lugar decisivo para su estrategia). Casi simutáneamente a estas, ocurrieron algunos hechos que, a la larga, coadyuvaron al triunfo patriota:

a) El reputado regimiento Numancia (compuesto de 650 plazas y considerado como el mejor batallón español por su disciplina y el de mayor confianza del virrey), con sus oficiales al frente, abandonó a comienzos de diciembre de 1820 el ejército realista y se incorporó en Huaura a las filas independientes (esta defección fue el preámbulo del motín de Aznapuquio y, sin duda alguna, constituyó un duro golpe para la causa real y un refuerzo considerable para el Ejército Libertador).

b) La expedición enviada a la sierra central y encabezada por el general Arenales obtuvo un significativo triunfo en Pasco.

c) Las diferentes montoneras de esa zona se plegaron a la causa de la libertad.

d) Las localidades norteñas de Lambayeque, Trujillo, Piura, Maynas y Cajamarca, declararon su independencia.

e) El virrey Joaquín de la Pezuela fue depuesto por un grupo de oficiales adictos al general José de La Serna (motín de Aznapuquio), lo que creó una crisis institucional político-militar.

f) La nueva autoridad virreinal solicitó al Libertador una entrevista que se llevó a cabo en Punchauca, pero sin resultados tangibles o propicios.

g) El desplazamiento de las fuerzas patriotas hacia Lima, en tanto que los realistas (con el virrey a la cabeza) optaron por evacuarla.

h) En una reunión de cabildo abierto, el vecindario limeño se pronunció a favor de la Independencia el 15 de julio de 1821 y, trece días después, el propio Libertador la proclamó solemnemente en la Plaza de Armas en medio del júbilo general y sin derramamiento de sangre, tal como él deseaba.

Los sucesos que después ocurrieron en torno a la figura histórica del hijo de Yapeyú y de su quehacer en el Perú, se describen en apartados posteriores. Y a todo esto, ¿cómo era físicamente nuestro personaje y qué rasgos psicológicos caracterizaron su magnética personalidad? Quienes lo conocieron y lo trataron lo describen de la siguiente manera: de estatura medianamente alta, de hombros anchos y de silueta atlética, caminaba siempre erguido, con paso lento y seguro y mostrando una prestancia militar inigualable. Sus piernas y brazos largos, armonizaban con su corpulenta configuración física. Su rostro le proporcionaba un atractivo particular frente al bello sexo. Su cabeza bien proporcionada, lucía cabellos negros y lacios, permanentemente bien dispuestos. Sus ojos grandes se hallaban poblados por cejas y pestañas igualmente bien acicaladas. Su nariz recta y perfilada, su boca de tamaño normal y su mentón bien dispuesto, iban acordes al tamaño de su rostro. Su tez cobriza era resultado de su casi permanente exposición a la intemperie o a la inclemencia del clima por razones de su profesión. Era un excelente jinete y un incansable cabalgante cuando las circunstancias así lo requerían. Siendo un hombre prudente y cauto, jamás rehuyó el peligro ni temió enfrentarse a la muerte en el cumplimiento del deber.

De mirada fija y tranquila (casi tierna), ella sin duda alguna reflejaba la serenidad de su espíritu. De igual forma, su temperamento plácido y sosegado, era fruto de un ánimo ajeno a las perturbaciones cotidianas e insulsas. Hombre caballeroso y de finos modales, solía escuchar con mucha atención a sus interlocutores, sin hacer distingos por motivos económicos, sociales o étnicos; por ejemplo, a los indios de la comunidad guaraní los llamaba afectuosamente “mis hermanos guaraníes”, pues con ellos había convivido en épocas pasadas. Conductualmente, era un tipo introvertido y ajeno a posturas exhibicionistas o banales, rehuyendo halagos o lisonjas baratas. En cambio, mostraba siempre una actitud firme y decidida, fruto de una acción correctamente meditada o pensada. Era ajeno no solo al lucro, sino también a los bienes materiales y a los goces terrenales, mostrando siempre un comportamiento discreto y sobrio en todos los detalles de su vida (incluidos los de su vida íntima). En este sentido, ni la gloria ni el poder lo embriagaban; todo lo contrario. Siempre rechazó que le quemaran incienso o le colocaran vistosos laureles en sus sienes.

El oficial naval y viajero escocés Basilio Hall (1788-1844), que conoció a San Martín y tuvo con él una larga entrevista en el Callao el 25 de julio de 1821, lo describe del siguiente modo:

A primera vista, había poco que llamara la atención en su aspecto; pero, cuando se puso de pie y empezó a hablar, su superioridad fue evidente. Nos recibió muy sencillamente, vestido con un sobretodo suelto y gran gorra de pieles, y sentado junto a una mesa hecha con unos cuantos tablones yuxtapuestos sobre algunos barriles vacíos. Es hombre hermoso, alto, erguido, bien proporcionado, con nariz perfilada, abundante cabello negro e inmensas y espesas patillas oscuras, que se extienden de oreja a oreja por debajo del mentón; su color es aceitunado oscuro, y los ojos, que son grandes, prominentes y penetrantes, son negros como azabache, siendo todo su aspecto completamente militar. Es sumamente cortés y sencillo, sin afectación en sus maneras, excesivamente cordial e insinuante, y poseído evidentemente de gran bondad de carácter; en suma, nunca he visto persona alguna cuyo trato seductor sea más irresistible. En la conversación sostenida, abordaba inmediatamente los tópicos sustanciales, desdeñando perder tiempo en detalles superfluos; escuchaba atentamente y respondía con claridad y elegancia de lenguaje, mostrando admirables recursos en la argumentación y facilísima abundancia de conocimientos, cuyo efecto era hacer sentir a sus interlocutores que ellos eran también entendidos en la materia. Empero, nada había ostentoso o banal en sus palabras, y aparecía ciertamente, en todos los momentos, perfectamente serio, y profundamente poseído de su tema. A veces se animaba en sumo grado y entonces el brillo de su mirada y todo cambio de expresión se hacían excesivamente enérgicos, como para remachar la atención de los oyentes, imposibilitando esquivar sus argumentos. Esto era más notable cuando trataba de política, tema sobre el que me considero feliz de haberlo oído expresarse con frecuencia. Pero, su manera trabquila era no menos sorprendente y reveladora de una inteligencia poco común; pudiendo también ser juguetón, bromista y familiar en el trato, según el momento, y cualquiera que haya sido el efecto producido en su mente por la adquisición posterior de gran poder político, tengo la certeza de que su disposición natural siempre fue y es buena y benevolente. (Hall, 1920, cap. V, pp. 115-116)

En una palabra, pues, la rectitud en todos los actos de su vida, su eterna devoción por la libertad, su desprendimiento personal (que, incluso, rayaba en el sacrificio), su reconocida modestia o sencillez (ponderada por amigos y enemigos) y su calidad de gente honesta y proba, fueron las principales cualidades que adornaron la fecunda y proverbial existencia del egregio general argentino. Sin embargo, en el final de su vida no disfrutó de la tranquilidad y el sosiego que él, con toda legitimidad, se merecía. En efecto, atormentado por el nefasto barullo político que se vivía en los países que él había libertado y agobiado por las limitaciones pecuniarias que le impidieron una digna vejez, falleció en la lejana ciudad francesa de Boulogne-sur-Mer el 17 de agosto de 1850, a los 72 años de edad. Sus últimos años fueron de sufrimiento; el reumatismo, que permanentemente lo agobiaba, lo obligaba a recurrir al opio para disminuir los recurrentes e intensos dolores. Además, padecía de cataratas y poco a poco fue perdiendo la vista, siendo su única hija (Merceditas) prácticamente su lazarillo. Según se afirma, meses antes de su deceso, el presidente del Perú, general Ramón Castilla, le envió una extensa y emotiva misiva donde no solo le expresaba la gratitud de nuestra nación por haberla liberado del yugo español, sino también por su procedimiento noble y desprendido en los vaivenes políticos que lo llevaron a abandonar el país. Además, le informaba del propósito del gobierno nacional de asumir el puntual abono que se le había asignado con todo derecho. Gesto que, en medio de todas las penurias, probablemente lo reconfortó en su trance final (Mendiburu, 1931-1933, t. 6, pp. 75-78; Mitre, 1938, pp. 26-28; Milla Batres, 1986, t. VIII, pp. 203-205; Tauro, 2001, t. 15, pp. 2388-2389).

Hasta aquí, la reseña de los principales rasgos biográficos del llamado “Santo de la Espada” y de quien dijo (al momento de abandonar nuestro país en setiembre de 1822) que el Perú constituía su segunda patria. Prosigamos con el desarrollo del tema materia del presente apartado.

Como ya se ha dicho, la presencia de San Martín en nuestro territorio se inició con el desembarco de la Expedición Libertadora del Perú en la bahía de Paracas (Pisco) el 8 de setiembre de 1820. En efecto, con un ejército de 4000 hombres, entre chilenos y argentinos, y con suficientes elementos para equipar otro de 15 000, arribó a nuestras playas con el claro objetivo de acabar con el poder español instalado desde siglos atrás. Para ello la toma o posesión de Lima era vital e imprescindible, casi una obsesión en él. Recordemos que desde mucho antes, cuando en 1814 empezaba a organizar su ejército de gloria, había dicho proféticamente: “Mientras no poseamos Lima, la guerra americana no concluirá”. Con este convencimiento, dividió sus tropas en dos alas que partiendo de Paracas (la una por el mar y la otra por tierra) debían encerrar a Lima en un círculo de hierro, casi como una gigantesca tenaza. El almirante Cochrane y el general Arenales, respectivamente, fueron los responsables de ejecutar tan delicada misión. Además, los agentes peruanos en Lima le habían descrito, minuciosamente, los pasos necesarios para la realización del plan. De esta manera, la capital quedó cercada por mar y tierra, incomunicada con el interior (de donde le venían los alimentos) y del exterior (del que esperaba auxilios). Al respecto, Porras (1950) anota:

Por entonces la peste y las enfermedades hacían en Lima, y en ambos campamentos (Huaura y Aznapuquio), más estragos que la guerra misma. Morían diariamente 20 ó 30 hombres a consecuencia de las tercianas características de los valles de la costa. Ambos ejércitos se diezmaban. En la ciudad la situación era angustiosa. Escaseaban el pan y la carne. El cerco de las indiadas montoneriles era cada vez más apremiante. (pp. 22-23)

Establecido ya en su cuartel general de Huaura sin mayores contratiempos e inconvenientes y de acuerdo a lo previsto, San Martín, ostentando el título de Capitán General y Jefe del Ejército Libertador del Perú, se dedicó de lleno a elaborar los documentos normativos necesarios y, sobre todo, a preparar el plan de posesión u ocupación de la ansiada capital; para ello, contó con la colaboración de sus dos inmediatos secretarios: Bernardo Monteagudo (Guerra y Marina) y Juan García del Río (Gobierno y Hacienda). Expidió el primer documento oficial de carácter político con el que —según su criterio— se normaría la vida administrativa del país. Fue el llamado “Reglamento Provisional de Huaura”, fechado el 12 de febrero de 1821; lleva su firma y la de los indicados secretarios. Consta de veinte considerandos y en su parte introductoria se lee: “El Reglamento Provisional establece la demarcación del territorio que actualmente ocupa el Ejército Libertador del Perú y la forma de administración que debe regir hasta que se constituya una autoridad central por la voluntad de los Pueblos Libres”. Fue publicado en la Gaceta del Gobierno de Lima Independiente (t. I, n.° 10, pp. 41-42).

En la mencionada localidad, recibió la invitación del virrey La Serna que se hallaba acampado en Aznapuquio, a 25 kilómetros también al norte de Lima, a fin de sostener una entrevista para examinar y discutir la situación del país, antes de llegar a un enfrentamiento frontal. Recordemos que por entonces, y en diversas partes del orbe, estaban de moda las entrevistas y la consiguiente pacificación entre las fuerzas adversarias. Al respecto, Raúl Porras (1950) escribe:

Por ejemplo se celebró la entrevista entre el insurgente Agustín de Iturbide y el virrey Juan O´Donojú en Méjico, que dio por resultado el tratado de Córdoba. La entrevista y el abrazo entre Simón Bolívar y el general español Pablo Morillo, en Santa Ana, que dio como consecuencia no solo el armisticio de Trujillo, sino también el acuerdo de regularización de la guerra que puso punto final a las atrocidades y a las bárbaras represalias en las épicas bregas venezolanas. Hasta el despótico Narizotas don Fernando VII, sintió la urgencia de modificar su política de latigazos, para dulcificar la voz con zalameras promesas de pacificación y manifiestos de concordia. En la misma península, los ejércitos quisieron deponer las armas fratricidas y acaudillados por un joven oficial —Rafael Riego— se negaron a venir a América en son de guerra y opresión y obligaron, más bien, a dicho monarca a restablecer la Constitución de Cádiz, que otorgaba la ciudadanía a los americanos, les daba la lírica libertad de opinar y suprimía las tétricas y temibles mazmorras inquisitoriales. (pp. 22-23)

En los meses de mayo y junio de 1821 se realizaron las programadas entrevistas (primero entre los parlamentarios patriotas y realistas y, luego, entre el propio San Martín y el virrey La Serna) con el propósito de encontrar una salida al inminente enfrentamiento. Estas conferencias, que tuvieron como escenario la localidad de Punchauca, han sido objeto de controvertidos juicios históricos. Así, Porras (1950) afirma:

Muchos autores han dudado de la sinceridad de los propósitos de ambos caudillos, empeñados en ganar tiempo y mejorar posiciones, y consideran la discusión, no obstante la efusión de su momento culminante, como estratagema militar del uno o artimaña diplomática del otro para finalizar la guerra. (p. 29)

¿Ellas fueron un fracaso para el generalísimo San Martín? En términos políticos y con cara al futuro inmediato, juzgamos que sí. Seguimos citando a Porras (1950):

Los más fieles biógrafos del militar argentino se empeñan en disculpar a éste de los tratos monarquistas de Punchauca, negándoles trascendencia y convicción principista, en tanto que otros consideran el paso dado por el victorioso caudillo, como una claudicación de su mensaje revolucionario o un oscurecimiento inexplicable de su destino. (pp. 29-30)

Los dos juicios siguientes, confirman esta apreciación histórica. Para Bartolomé Mitre (1938), en Punchauca su egregio compatriota se internó innecesariamente en un callejón sin salida, apartándose de su ruta de Libertador, porque “la República estaba en el orden natural de las cosas” y “la Monarquía era un plan artificial o violento de gobierno”. Por su parte, el historiador chileno Gonzalo Bulnes (1897) considera la célebre entrevista “como el momento en que, transformado el soldado en gobernante, se inicia el descenso de su gloria”.

Ante resultados nada propicios, San Martín retomó sus planes. En diez meses se hizo dueño de la costa: el núcleo principal del virreinato peruano. Sus barcos, mandados por el sagaz y experimentado Cochrane, destruyeron la flota española. Inmediatamente, tomó posesión de Lima y estableció su gobierno. Dueño del mar, flameando en los Castillos del Callao la bandera nacional y reducidos los enemigos a las provincias interiores, el panorama se mostraba auspicioso. Al respecto, en una carta a O’Higgins fechada en la capital el 23 de diciembre de 1821, le expresaba con abierto optimismo:

Todo va bien. Cada día se asegura más la libertad del Perú. Yo me muevo con pies de plomo, sin querer comprometer una acción general. Mi plan es bloquear a Pezuela. Él pierde cada día y la moral de su ejército se mina sin cesar. Yo aumentando mis fuerzas progresivamente. La insurrección cunde por todas partes como el rayo. En fin, con paciencia y sin precipitación, todo el Perú será libre en breve tiempo. (Citado por Vargas Ugarte, 1966, t. VI, p. 131)

Tenía razón el parsimonioso general; sin embargo, la última parte de su testimonio no vino a cumplirse, precisamente, por causa casi suya. ¿Cómo así? Teniendo todo a su favor,

fácil habría sido forzar a los realistas a deponer las armas o arrojarlos al otro lado del Desaguadero. Arenales en la sierra y Miller en la costa, bastaban para mantenerlos en jaque y debilitarlos. La colaboración de los guerrilleros afianzaría su desgaste. Pero todo esto exigía esfuerzo, actividad y decisión. Por desgracia, San Martín prefirió gobernar e implicarse en los entresijos de la administración pública, contraviniendo a lo acordado con el Estado de Chile, antes de emprender la campaña. Su inacción le hizo perder el crédito entre los jefes que le obedecían y la malaventura de las expediciones a Ica y de Intermedios acabaron de desprestigiarlo. (Vargas Ugarte, 1966, t. VI, p. 131)

Ciertamente, la desocupación de la capital por los realistas tuvo un duro impacto psicológico, político y militar en algunos sectores de la sociedad, especialmente, en la engreída nobleza criolla. Hacía trescientos años que la histórica Ciudad de los Reyes había representado el símbolo del poder de España, como centro de cultura, de civilización y de la economía virreinal. Aquí convergían las materias primas que servían tanto para la alimentación de la población, como para sostener la guerra. Igualmente, en Lima se hallaba avecindada la nobleza, que disponía de enorme poder económico y que podía servir a la causa del rey en los trances complicados y dramáticos; pero aquí también se encontraba la fábrica de pólvora, el tesoro, la aduana y los artículos indispensables para vestir a la tropa, así como el comercio más importante del territorio nacional.

Todo esto, sin duda alguna, representaba ayuda efectiva cuando las urgencias de la guerra la requiriesen. No solo porque el hambre es mala consejera, sino por la inestabilidad causada por las contínuas deserciones del ejército español, las autoridades realistas decidieron evacuar Lima y acantonarse en los lugares arriba mencionados de nuestra serranía.

La desocupación no solo fue espectacular, sino también teñida de ciertas conductas singulares. Por ejemplo, los grupos de los encumbrados nobles, sobre todo aquellos que se hallaban estrechamente vinculados a la causa real, sintieron pánico, desconcierto e incertidumbre. El marino, viajero y escritor escocés Basilio Hall, testigo de esos días, relata que la salida del virrey La Serna estuvo unida a escenas de desorientación de sus partidarios.

En los caminos las gentes asustadas iban por la carretera, envuelta en polvo, juntamente con los carros que llevaban sus efectos, como si fueran a salvarse de algún cataclismo. San Martín entró a Lima, sin disparar un tiro, como un guerrero que la hubiera tomado con el espíritu. Pernoctó en la casa del marqués de Montemira, a quien el virrey dejó el gobierno y después se dirigió a Palacio, la mansión que solo los virreyes la habían ocupado antes. (Citado por Puente Candamo, 1959, t. I, pp. 45-46)32

De esta manera, San Martín tomó posesión de la capital tal como él lo había previsto y deseado: sin derramamiento de sangre y sin la aureola de conquistador o invasor mostrenco.

Ahora bien, en el terreno político cabe plantearse dos preguntas válidas en ese momento y necesarias para entender no solo los prolegómenos de la jura de la Independencia, sino también el accionar del Libertador del Sur a partir de ese instante: una de carácter específico y la otra de índole general. En el primer caso: ¿cómo se gestó y qué rol jugó la suscripción del acta de la sesión de cabildo abierto del domingo 15 de julio de 1821 que hemos mencionado líneas arriba?; y, en el segundo caso: ¿cuál fue la actuación de San Martín en el Perú a partir del 28 de julio de ese año?

Sobre la memorable sesión, el insigne historiador jesuita Rubén Vargas Ugarte (1886-1975) consigna una valiosa información que, por sus detalles, vale la pena consignar. Según ella, dos días antes y de incognito, el general San Martín ingresó a Lima, alojándose, primero, en la residencia del marqués de Montemira (gobernador de la ciudad) y, luego, en el propio palacio virreinal. Descubierta su presencia, el pueblo lo aclamó con vivas y expresiones de júbilo. El día 14, el ilustre visitante dirigió un breve oficio al cabildo, presidido por el conde de San Isidro, en el cual manifestaba que “deseando proporcionar, cuanto antes sea posible, la felicidad del Perú, me es indispensable consultar la voluntad de los pueblos” (oficio de San Martín de fecha 14 de julio de 1821) e indicaba que, para ese efecto, se convocase

una junta general de vecinos honrados, que representando al común de habitantes de esta capital, expresen si la opinión general se halla decidida por la Independencia. Para no dilatar este feliz instante, parece que V.E. podría elegir, en el día, aquellas personas de conocida probidad, luces y patriotismo, cuyo voto me servirá de norte para proceder a la jura de la Independencia, o a ejecutar lo que determine la referida junta, pues mis intenciones no son dirigidas a otro fin, que favorecer la prosperidad de la América. (Oficio de San Martín al Cabildo de Lima de fecha 14 de julio de 1821)

El cabildo de Lima (con la presencia de todos sus regidores) le contestó el mismo día, para hacerle saber que estaba haciendo “la elección de las personas de probidad, luces y patriotismo, que reunidas el día de mañana, expresen espontáneamente su voluntad por la Independencia” (oficio del Cabildo de Lima a San Martín de fecha 14 de julio de 1821). Suscribían el documento, entre otras personas, el propio conde de San Isidro, el conde de la Vega del Ren, el marqués de Corpac, Juan Echevarría y Manuel Pérez de Tudela. En efecto y de manera inmediata, el conde de San Isidro resolvió citar para el día siguiente, a las once de la mañana, a un cabildo abierto, en el cual tomarían parte todos los vecinos principales, remitiéndose la respectiva esquela de invitación a través de los serenos.

El día 15 comenzaron a acudir, a la hora indicada, el arzobispo, los nobles con títulos de Castilla, los miembros del coro metropolitano y cuanto de más preciado tenía Lima; sin embargo, previendo los organizadores que la sala del ayuntamiento no podría dar cavida a todos y que muchos no podrían firmar el acta, se dispuso dejarla expuesta en la secretaría para que todos cuantos quisiesen suscribirla lo pudiesen hacer con toda facilidad y comodidad. Cosa que así ocurrió.

Abierta la sesión, se dio lectura al oficio remitido por el indicado general e inmediatamente solicitó hacer uso de la palabra el doctor José de Arriz, destacado catedrático de la Universidad Mayor de San Marcos. En un breve pero vibrante discurso expresó:

Ya nuestro pueblo participa del mismo entusiasmo: vuelven los que se hallaban emigrados: salen de las cavernas los otros que se hallaban escondidos para no ser arrastrados por ese ejército que abandonando la ciudad no perdonó a inválidos y enfermos, quienes veían su ruina y sacrificio en cada paso de esa incierta jornada. Ya se alistan todos nuestros jóvenes y ofrecen sus vidas a la Patria y a su justa causa. Está echada la suerte: y desde el antiguo Palacio, habitación que fue de los virreyes, nos avisa ayer el Señor General que nos congreguemos para deliberar si es llegado el punto, el momento de nuestra suspirada declaración. ¿No concurriremos al voto unánime y sentimiento general de todos? ¿Lo dilataremos? ¿Lo deliberaremos? ¿Nos arredrará el terror vano o cualquiera que sea el peligro incierto de lo futuro? Esta ciudad es la primera de esta América. Por trescientos años ha sido el centro del gobierno, ejemplo regulador de todo. Cusco, Arequipa, Huamanga, todas las villas y poblaciones del reino tienen en estos momentos fijos en ella los ojos: ansían por su valerosa decisión: anhelan por su testimonio, aunque demorado, siempre loable, de los esfuerzos heroicos que han repetido para sacudir el yugo de la opresión. (Citado por Vargas Ugarte, 1966, t. VI, p. 131)

Concluida la disertación, el alcalde solicitó al mismo catedrático y al doctor Manuel Pérez de Tudela, redactar el acta y, reabierta la sesión, se le dio lectura. En ella se declaraba “que la voluntad general estaba decidida por la Independencia del Perú de la dominación española y de cualquier otra extranjera”. Una copia de ella se envió a San Martín y todos los asistentes la suscribieron, comenzando por el conde de San Isidro, el arzobispo Bartolomé María de Las Heras, Francisco Javier de Echagüe, el conde de la Vega del Ren, el conde de las Lagunas, Toribio Rodríguez de Mendoza, Francisco Xavier de Luna Pizarro, José de la Riva Agüero, el marqués de Villafuerte, el marqués de Casa Dávila, Tomás Méndez y Lachica, Hipólito Unanue, Mariano José de Arce, Francisco Javier Mariátegui, José Pezet, Simón Rávago, Francisco Vallés, Pedro de la Puente, etcétera. En el entorno de la Plaza de Armas, el pueblo arremolinado daba entusistas vivas a la Patria; y pasando de la retórica a la acción, no solo derribó el busto del Monarca, sino que arrojaron a la calle las armas reales que decoraban la fachada del cabildo, sustituyéndolas por letreros que decían: “Lima Independiente”. Inicialmente el acta fue suscrita el mismo 15 de julio por 300 personas y como hubo prórroga decretada dos días después, el número aumentó considerablemente. Según el citado Basilio Hall, la cifra superó la cantidad de 2000 ciudadanos. Debe mencionarse que el texto del acta fue publicado en la Gaceta del Gobierno de Lima Independiente el 16 de julio de 1821 (t. I, n.° 1, pp. 1-4; reproducido por Denegri, 1972, pp. 383-385).

Enterado San Martín de la histórica decisión, ordenó que la jura de la Independencia se efectuara lo antes posible y con la “pompa y majestad correspondiente a la grandeza del asunto”. Para ello, por decreto de fecha 22, señaló el sábado 28 para la augusta ceremonia. Una comisión especial nombrada por el cabildo se ocupó de disponerlo todo para la celebración de la jura. Se ordenó, por un lado, que el vecindario iluminase sus casas a partir del viernes 27 hasta el domingo 29; y, por otro, que las corporaciones levantaran arcos triunfales en el trayecto que había de seguir la distinguida comitiva (Vargas Ugarte, 1966, t. VI, pp. 173-176).

A la luz de lo ocurrido, ciertamente la suscripción de la mencionada acta tuvo hondas y significativas repercusiones no solo en el seno de la colectividad limeña (otrora baluarte del poder real en América del Sur), sino también —como veremos luego— en los planes estratégicos del ilustre patriota argentino. Fue, sin duda alguna, la motivación o el impulso psicológico que en esos días inciertos se necesitaba; la firmeza y la vehemencia con que se actuó, afianzó el espíritu libertario tanto de la población como de la soldadesca en su conjunto.

¿Y cómo se llevó a cabo la mencionada jura de la Independencia? El mismo padre Vargas Ugarte (1966), nos proporciona una información extensa e igualmente pormenorizada y rica en detalles que a continuación transcribimos. Dice:

Amaneció por fin el venturoso día y, según los relatos de la época, hasta la naturaleza parece que quiso tomar parte en el regocijo, porque descorriéndose el cortinaje de nubes que en este tiempo cubre el cielo de Lima, se dejó ver el sol en todo su esplendor. Lima esperaba ansiosa este momento, de modo que cuando al alba las campanas de los templos empezaron a vibrar, lanzando al aire sus alegres sones, los vecinos a porfía llenaron las calles y plazas, ávidos de gozar del espectáculo. La Gaceta del Gobierno de Lima Independiente, del 1 de agosto de 1821, nos ha dejado en sus columnas la más verídica relación del suceso. De ella vamos a tomar los datos que siguen, completándolos con lo hallado en otras fuentes contemporáneas. La iluminación y fuegos de la noche y el general repique de campanas habían contribuido a esparcir por el ambiente la más viva alegría. En la mañana salió por las puertas del viejo Palacio de Pizarro una de las más lucidas cabalgatas que se habían visto en los últimos tiempos. Precedía la Universidad y los colegios a ella incorporados, luciendo los doctores sus clásicos bonetes. Seguían los prelados y miembros de las comunidades con sus hábitos diversos, luego los militares con sus relucientes casacas y áureos entorchados, los títulos de Castilla con sus mantos y veneras de las órdenes a que pertenecían, los graves oidores con sus garnachas y, finalmente, los miembros del cabildo secular con los alcaldes y regidores. San Martín, en brioso corcel, iba acompañado por el marqués de Montemira, a quien como gobernador de Lima desde la salida del Virrey, el conde de la Vega del Ren le cedió el estandarte patrio que condujo hasta el tabladillo de la Plaza de Armas; a su izquiera iba el conde de San Isidro, alcalde de la ciudad e inmediatamente detrás el citado conde de la Vega del Ren, el estado mayor, ayudantes y jefes del Ejército Libertador. Cerrando la comitiva iban los afamados Húsares. A los flancos iban desplegados los alarbarderos de Lima, a las órdenes de su capitán don Ignacio Cordova.

En la Plaza Mayor y entre el callejón de Petateros y la pila de la Plaza se levantó un tabladillo, desde donde el Libertador había de flamear el Pabellón Nacional. El concurso tomó el lado derecho, y volvió a tomar el centro para dirigirse al tablado. Hicieron calle los miembros de la comitiva y, rodeado el estrado por los alabarderos, subió a él San Martín, tomó de manos del marqués de Montemira el Pabellón Nacional y elevándolo en alto, pronunció estas palabras: ´Desde este momento el Perú es libre e independiente, por la voluntad general de los pueblos y por la justicia de su causa que Dios defiende´. Los gritos de: ¡Viva la Patria!, ¡Viva la Libertad!, ¡Viva la Independencia!, resonaron por todos los ámbitos de la Plaza Mayor en la cual, según los datos de Tomás Guido, se veían reunidas más de 16 000 almas.

En las calles que forman el cuadro de la Plaza se hallaba formado el Regimiento n° 8, con las banderas de Buenos Aires y Chile y la artillería, cuyos cañones saludaron la enseña bicolor. La comitiva continuó luego por la calle de Mercaderes y en la Plazuela de La Merced, donde se alzaba el segundo tablado, se repitió la misma escena; otro tanto se hizo en la Plaza de Santa Ana, delante del convento de las descalzas y, finalmente, en la Plaza de la Inquisición, frente a la casa de este Tribunal.

En todo el trayecto los vivas y las aclamaciones fueron continuos y el pueblo demostró su alborozo aplaudiendo a San Martín. Regresó éste a Palacio y desde uno de los balcones del mismo presenció la entrada de la comitiva del almirante Cochrane con sus ayudantes. Distribuyéronse al público las medallas acuñadas por José Boqui, con motivo de tan fausto suceso, y el Colegio de Abogados arrojó sobre la multitud buena cantidad de monedas y salvilla de plata. Casi todos los vecinos lucían en la solapa la escarabela bicolor, mandada hacer para esta ocasión y en el recorrido se levantaron arcos de triunfo, sobresaliendo el que tomó a su cargo el consulado. Terminado este acto, los miembros del cabildo pasaron a su sede y en el balcón principal, frente a la Plaza, se expuso a la vista de todos el Pabellón Nacional, que quedó allí durante todo el día.

La iluminación de la noche en la ciudad fue espléndida. En el ayuntamiento se dispuso un magnífico sarao, para el cual se concertó a la orquesta dirigida por el agustino fray Cipriano Ramírez, alternando con ella la música del Regimiento n.o 8 a cargo del músico mayor Matías Sarmiento. Las esquelas fueron distribuidas entre lo más selecto de la sociedad y los invitados fueron atendidos por el alcalde, conde de San Isidro y los regidores. Concurrió, dice un testigo de esos días, el bello sexo, tan exquisitamente adornado con joyas, plumas y bandas de la Patria, percibiéndose en ellas los realces y hermosuras de las tres gracias descritas por la mitología. San Martín ingresó a la sala en traje de gran parada, rodeado de sus generales y ayudantes y luego se inició el baile sirviéndose poco después ricas viandas y licores finos hasta bien entrada la noche.

Al siguiente día tuvo lugar en la catedral el solemne Te Deum, entonado por el arzobispo don Bartolomé María de Las Heras, y la Misa de Acción de Gracias, a la cual asistieron todos cuantos habían tomado parte en la Jura, incluyendo al mismo Cochrane y sus ayudantes. La oración gratulatoria la pronunció el franciscano fray Jorge Bastante. Terminados los oficios, volvió San Martín a Palacio con todo el brillante séquito que le acompañaba y se renovaron las aclamaciones de la multitud que llenaba la Plaza. El cabildo secular se reunió inmediatamente a fin de prestar juramento de fidelidad a la Patria, haciéndolo en primer lugar el alcalde, en manos del regidor más antiguo, don Francisco de Zárate, y luego los demás regidores.

En la noche invitó San Martín a una recepción en Palacio a lo más selecto de la capital y la fiesta rivalizó en esplendidez con la tenida la noche precedente en la casa del cabildo. De este modo vinieron a tener término las solemnidades de la Proclamación de la Independencia, las cuales quedaron grabadas en los limeños de aquel tiempo, pudiendo decir cada uno de ellos lo que poco tiempo después decía don Félix Devotti: ´Mi corazón aún se conmueve al recordar aquellas memorables palabras de voluntad y justicia, con que a la faz del mundo invocó San Martín por testigo al Ser Supremo: ¡Dios Eterno! Tú viste entonces la sinceridad de nuestros juramentos: los repetiremos a todas horas y antes bajaremos al sepulcro con gloria que sufrir la ignominiosa cadena. Tú has protegido nuestra causa: ella es la tuya: es la causa de la misma justicia. (Vargas Ugarte, 1966, t. VI, pp. 176-178)

Por su lado, el general Tomás Guido, confidente y amigo personal de San Martín, además testigo de esos hechos, en carta a su esposa de fecha 6 de agosto de 1821 narra lo sucedido de esta manera:

El 28 del mes anterior se juró en esta capital la Independencia del Perú. No he visto en América un evento ni más lúcido ni más numeroso. Las aclamaciones eran un eco continuado de todo el pueblo. Yo fui uno de los que pasearon ese día el estandarte del Perú Independiente. Jamás podría premio alguno ser más lisonjero para mí que ver enarbolado el estandarte de la libertad en el centro de la ciudad más importante de esta parte de América, cumplido el objeto de nuestros trabajos en la campaña. Varias escenas tocantes se vieron ese día entre el bajo pueblo y sus demostraciones fueron tan candorosas como sincero el gozo que asomaba en los semblantes de todos. En esa misma noche se dio refresco y baile en el cabildo. Ninguna tropa logró contener la aglomeración de gente y no pudo lucir el ambigú que se preparó para los convidados. En la noche siguiente se dio en el palacio del General San Martín un baile, al que asistieron todas las señoras. Esto requeriría una descripción particular para lo que no tengo tiempo. (Citado por Vargas Ugarte, 1966, t. VI, p. 177, nota n.° 4)

Sobre la segunda interrogante arriba formulada: ¿cuál fue la actuación de San Martín en el Perú a partir del 28 de julio de 1821?, puede decirse lo siguiente. El viernes 2 de agosto de ese año, el Libertador expidió un decreto (que empezó a regir desde el día siguiente) por el cual asumía en su persona el “mando político y militar de los departamentos libres del Perú”, con el título engolado de “Protector de la Libertad”33; para ello, daba como causal la necesidad de continuar vigorosamente la guerra de la independencia, proclamada y jurada el 28 de julio, en cumplimiento de la voluntad del vecindario consignada en el acta del 15 del mismo mes juliano34. He aquí las razones de esta medida expresadas por el propio San Martín en los considerandos del indicado dispositivo: “la obra quedaría incompleta, y mi corazón poco satisfecho, si yo no afianzase para siempre la seguridad y la prosperidad futuras de los habitantes de esta región”. Luego dice que, al permanecer los enemigos en el territorio, “justo es que continúen resumidos en mi persona el mando político y el militar”. Declara “que no le mueve ambición alguna, pero la experiencia de diez años de revolución le ha enseñado que la convocación intempestiva de un Congreso sería más bien perjudicial a la causa”. Muchos, además, le instan “para que continúe al frente de la administración del Estado”, razón por la cual “he creído conveniente acceder a esos deseos”. Advierte “que nadie puede dudar de la pureza de mis intenciones” y expone la inconveniencia de reuniones de asambleas populares, cuando aún “se halla el enemigo en el interior del país”. Asimismo, señala que conviene “a los intereses de la nación la instalación de un gobierno poderoso que lo preserve de los males que pudieran producir la guerra, la licencia y la anarquía”. Finalmente, anuncia que “el actual decreto solo tendrá fuerza y vigor hasta tanto que se reúnan los representantes de la Nación Peruana, y determinen sobre su forma y modo de gobierno”35. En una carta a su amigo Bernardo O’Higgins (6 de agosto de 1821) reitera este proceder: “Faltaría a mis caros deberes, si dejando lugar, por ahora, a la elección personal de la suprema autoridad del territorio que ocupo, abriese un campo para el combate de las opiniones, para la colisión de los partidos y para que se siembre la discordia que ha precipitado a la esclavitud o a la anarquía a los pueblos más dignos del continente americano…”36. La respuesta de O’Higgins es sumamente interesante y en ella aprueba íntegramente la conducta del Protector de unir en su persona el mando político y militar.

Está claro, entonces, que San Martín optó por asumir él mismo ambos poderes. Al parecer y, de acuerdo a su propia manifestación o insinuado por sus consejeros más cercanos, no había otra alternativa: el orden o el desborde político. Sin embargo, el ilustre militar argentino procedía en forma distinta a lo que había hecho en Chile, donde después de la batalla de Maipo entregó el mando al mencionado político y general chileno Bernardo O’Higgins, reteniendo él la jefatura del Ejército Libertador. Pero —observa José Agustín de la Puente Candamo (prominente estudioso de la etapa independendista en el Perú)— las circunstancias eran distintas en uno y otro país. Chile había quedado libre de enemigos; en cambio, los españoles conservaban un poderoso ejército en el Perú, disponían de enormes recursos de dinero y hombres para mantener y proseguir la lucha y eran dueños de las dos terceras partes del territorio peruano, factores que no podían ser desestimados en el momento de organizar el nuevo régimen.

Aún algunos de los nacionalistas más intransigentes aceptaron la instauración de un gobierno de transición que fue el del Protectorado, como un paso prudente y oportuno hacia el ordenamiento definitivo (Puente Candamo, 1971, pp. 325-326).

A propósito, ¿cuál fue la reacción de la población ante la medida política asumida por San Martín? El divisionismo. Muchos aceptaron y apludieron la decisión; pero no pocos también (los liberales sobre todo) la condenaron y rechazaron por considerarla arbitraria, atentatoria contra la voluntad popular e innecesaria. En razón de esto último, se publicó el decreto de 7 de agosto “garantizando la seguridad de las personas y sus propiedades”. Entre los primeros, vale decir, entre quienes incondicionalmente apoyaron la medida, estuvieron Bernardo O’Higgins y Bernardo Monteagudo, el compañero fiel e imprescindible, pero también el causante de mil desgracias para el Libertador (razón por la cual se le dio en llamar el “ángel malo” de San Martín; el historiador chileno Gonzalo Bulnes en su libro publicado en 1897 lo llama “el ángel maléfico”). Con una energía asombrosa, el controvertido ministro validó y justificó públicamente la actitud sanmartiniana. Al justificar a San Martín, naturalmente, se justificaba a sí mismo, pues era evidente que la decisión del Protector hallaba apoyo plenísimo e inspiración muy honda en las autorizadas ideas de su cercano e incondicional colaborador. Antítesis de esta postura, fue la de José de la Riva Agüero y Sánchez Boquete (conde de Pruvonena), quien de manera radical y violenta desbarató el fondo del asunto. Refiriéndose a San Martín dijo: “Y se alzó contra su voceada independencia, declarándose Jefe Supremo por sí mismo y apoyado por el ejército”. Por su parte, el venerable obispo Bartolomé María de Las Heras (a quien el círculo íntimo de San Martín fustigó de manera inmisericorde e injusta) también se manifestó contrario a la medida de San Martín, aunque con mayor mesura y discreción. En una oportunidad expresó: “Se declaró Protector universal del Perú, abrogándose un gobierno soberano y absoluto, con todas las atribuciones de un monarca” (citado por Puente Candamo, 1971, p. 83). Igualmente, la opinión del inquieto marino lord Cochrane fue contraria a la disposición de San Martín; en una extensa carta fechada el 7 de agosto de 1821, luego de muy variadas y razonables argumentaciones, le manifiesta, aunque veladamente, su contrariedad por la medida. En la misma línea que la de estos tres últimos personajes, el virrey José de La Serna le dice a San Martín el 22 de agosto del mismo año: “El haberse V.E. eregido por sí mismo como la suprema autoridad del país que llama libre, a pesar de cuanto para ello alega y puede alegar, es en mi concepto un acto de aquellos que en un sistema puramente despótico puede ser admitido”. Por su lado, La Abeja Republicana, que en su oposición al Protector fundamenta la causa de su existencia, llega a sostener que “el General San Martín despojando a los pueblos de sus legítimos derechos, reasumió en sí el mando político y militar” (citado por Puente Candamo, 1971, pp. 28-30). En resumen, para San Martín –decían los líderes nacionalistas– solo debía retener el supremo mando militar, pues exonerado de los cuidados y responsabilidades de una administración civil naciente, que podía confiarse perfectamente a uno de los más preclaros hijos de la nación, el Comandante en Jefe del Ejército Libertador podía llevar vigorosamente la guerra hacia la rápida conclusión, o sea, hasta la destrucción total del enemigo.

Como se puede apreciar, frente a la polémica autodecisión sanmartiniana de asumir los dos poderes simultáneamente (político y militar) la reacción pública se polarizó. Idéntica situación encontramos entre los historiadores: José Pacífico Otero y Mariano Felipe Paz Soldán la aprueban; Bartolomé Mitre, Benjamín Vicuña Mackenna y el padre Rubén Vargas Ugarte la critican; Sebastián Lorente y José de la Riva Agüero y Osma expresan sus reservas; Ricardo Rojas y Adulfo Villanueva son los extremos del elogio constante y de la oposición también permanente, respectivamente.

Entre los defensores, el argumento principal puede sintetizarse del siguiente modo. El Protectorado, históricamente, se presenta como un momento de transición entre un personalismo bien intencionado y el orden jurídico y político que crea la primera Constitución del Perú, sancionada por el Congreso Constituyente de 1822. Por lo tanto —afirman— resulta pueril entretenimiento de la imaginación discutir sobre si fue o no necesario el Protectorado y si fue o no pertinente en esos álgidos momentos. Las condiciones sociopolíticas de la revolución por la independencia —concluyen— exigían el fortalecimiento de la autoridad y su concentración en un hombre. En cambio, el razonamiento de los oponentes es mucho más drástico. Se preguntan con no exenta ironía: ¿era esta, nada más que esta, la tan soñada libertad?, ¿podían considerarse verdaderamente libres los hijos del Perú, o habían hecho nada más que desligarse de la sartén hispana a la brasa tucumana?

Por de pronto se murmuraba ya en voz baja que el general San Martín no era más peruano de lo que parecía ser el español La Serna. Aún más, no satisfacía en absoluto el hecho de que después de San Martín, y muchas veces por encima de él, comenzaba a mandar en la medianamente libre familia peruana otro ciudadano argentino: Bernardo Monteagudo, de Tucumán. (Citado por Giurato, 2002, II, p. 86)

¿Fue realmente un error el de San Martín concentrar en sus manos el poder civil y el mando militar con el título de Protector? Si nos atenemos a la crítica y comprometedora situación en que se hallaba el país en sus diferentes aspectos, por un lado, y si consideramos la presencia y el enorme poder militar del ejército realista, por otro, tenemos que convenir en lo acertado de la decisión del Libertador37. Pero, si miramos también la experiencia de Chile en esos momentos (que el mismo San Martín había impulsado), no se puede dudar de lo ventajoso que hubiera sido seguir y aplicar en el Perú la misma fórmula que en aquel país; separando el poder político del militar, sin duda alguna, se conciliaba un gobierno más fuerte, más legítimo y menos expuesto a reacciones justamente nacionalistas. Además, no debe olvidarse que la intención principal de la venida de San Martín al Perú era, exclusivamente, de carácter militar: desterrar el poder español y poner término a la guerra independentista de América. En este sentido, si en el decreto mencionado hubiese expresado claramente que su propósito era poner fin a la lucha y que para ello dejaría los cuidados de la administración civil a cargo de otra persona, poniéndose él al frente del ejército, no habría dado lugar a las suspicacias que se suscitaron y habría apuntado al objetivo principal. En otras palabras, si el ilustre argentino hubiese tenido más visión del devenir histórico y hubiese repetido lo realizado en la patria de O’Higgins años atrás, su preclara figura no tendría discusión en este pasaje de nuestra historia. San Martín —ya se ha dicho— no era un hombre de gobierno (un estadista) y careciendo de esas dotes menos podía evitar las funestas consecuencias cuyas causas él mismo involuntariamente puso en juego. No ponemos en tela de juicio los sanos propósitos del Gran Libertador (presumiblemente influenciado por su íntimo círculo de colaboradores, en especial por el insidioso Monteagudo) ni cuestionamos su legítima y personal opción ideológica, pero juzgamos que dadas las expectativas soberanas del momento y las aspiraciones colectivas de vivir en total libertad, al caudillo de Yapeyú le faltó lo que hoy se llama “apertura” política. No era cuestión de ambiciones personales (como se ha sugerido más de una vez) ni de movidas fraudulentas; por naturaleza psíquica, San Martín no era un sujeto egocéntrico ni mucho menos una personalidad tipo enredadera (que todo lo acapara para sí); pero tal vez no se dio cuenta en ese instante de la imperiosa necesidad de compartir el poder con quienes, con mayor legitimidad y por derecho propio, les correspondía. Desde esta perspectiva, el ilustre militar sureño nadó contra la corriente; pronto, las críticas y los reproches se dejaron oír en varias direcciones38.

Ahora bien, el mismo día 3 de agosto de 1821 en que asumió el Protectorado, San Martín organizó y puso en marcha su gobierno en base a un minúsculo (pero dinámico y eficaz) Consejo de Estado integrado por tres hombres —a su juicio— no solo los más representativos e idóneos, sino también los de su absoluta confianza y prestigio público. Ellos eran: Juan García del Río (originario de Nueva Granada), ministro de Estado y Relaciones Exteriores; Bernardo Monteagudo (de nacionalidad argentina), ministro de Guerra y Marina; e Hipólito Unanue (natural del Perú), ministro de Hacienda. Los tres, en ese momento, tenían un común denominador: ejercían la tarea periodística con celebrado éxito. Si hasta entonces —dice un historiador del periodismo peruano— los hombres más prestigiosos en el quehacer político habían sido los abogados y los médicos, en aquel año lo serían quienes tenían por oficio el periodismo, ocupando lugar prominente en la marcha de los asuntos públicos (Miró Quesada Laos, 1957, p. 56). Pero, al margen de esta coincidencia ocupacional de carácter circunstancial, es interesante anotar lo que dice Raúl Porras (1974): entre García del Río (que simbolizaba lo quimérico) y Monteagudo (que representaba la malquerencia), Unanue personificaba el equilibrio y la sensatez. Utopía (García del Río), radicalismo (Monteagudo) y constructivismo (Unanue). Probablemente en esta marcada diferencia caracterológica, la experiencia de los años vividos (tenía entonces Unanue 65 años de edad) y su reconocida ecuanimidad, inclinaron la balanza a favor de nuestro compatriota.

El caso de Unanue merece un breve comentario. Por sus méritos de vecino distinguido y hombre de ciencia, por su actitud abierta para con los insurgentes, por sus múltiples coincidencias políticas y por la necesidad de contar con consejeros hábiles, San Martín llamó al sabio peruano a colaborar con el Protectorado en un ramo difícil, complejo e incómodo: el manejo de la economía nacional. A partir de entonces y hasta su alejamiento definitivo del país en el segundo semestre de 1822, el Protector tuvo en Unanue un apoyo de primer nivel, que supo hidalgamente reconocer. En una carta personal fechada en Lima el 29 de agosto de 1822 dirigida precisamente a su fiel colaborador, le dice:

Antes, ahora y cuando yo ya no tenga más destino que el de un particular, digo y diré que el viejo, honrado y virtuosísimo Unanue es uno de los consuelos que he tenido en el tiempo de mi incómoda administración en el Perú… (Citado por Neira, 1967, p. 59)

En los comienzos del Protectorado, se cantaba jubilosamente en Lima y en otras partes el siguiente estribillo reproducido por el citado Miró Quesada (1957):

¡Viva la patria

de los peruanos!

¡Mueran los godos,

que son tiranos!

Al margen de este pasajero entusiasmo popular, sin duda alguna, los cambios planteados por San Martín durante su breve administración (que apenas duró un año y días) abarcaron diversos aspectos de la vida nacional39. ¿El objetivo? Por un lado, sentar las bases de las instituciones que hacía necesarias la nueva etapa de la historia independiente que con él se iniciaba y, por otro, clarificar el horizonte del país con cara al futuro. Por ejemplo, en el terreno político e internacional, se promulgó el Estatuto Provisorio con fecha 8 de octubre de 1821; se logró la capitulación de los castillos del Callao (21 de setiembre); se participó en el afianzamiento de la Independencia de Quito mediante una división que a las órdenes del coronel Andrés de Santa Cruz concurrió a la campaña de Pichincha (mayo de 1822); se propició la entrevista de Guayaquil entre ambos Libertadores (26 y 27 de julio de 1822, quedando a cargo del gobierno el marqués de Torre Tagle).

En el ámbito económico (donde las reformas fueron un tanto radicales), se pasó de un régimen monopolista al libre comercio, siguiendo la tendencia de la época; se organizó la hacienda pública y se dinamizó (no obstante los escasos recursos) la actividad productiva; se creó una contribución patriótica voluntaria que degeneró en empréstito forzoso para atender a las necesidades del ejército; se dio un Reglamento de Comercio, gravando las mercaderías extranjeras con el 20 %, las sudamericanas con el 18 % y las nacionales con el 16 %; se suprimieron las aduanas terrestres y se declararon libres de derechos el azogue, los libros, los instrumentos científicos para la enseñanza y toda clase de maquinaria; se prohibió la exportación de plata o el oro en barras o en pasta y se gravó la plata amonedada con el 5 % y el oro con el 2,5 % (Ugarte, 1980, pp. 81-82).

En el aspecto jurídico-laboral, se declaró libres a todos los nacidos en el Perú después del 28 de julio de 1821; quedaron suprimidas las servidumbres personales (28 de agosto de 1821, incluida la esclavitud negra); se suprimió, igualmente, el tributo de los indígenas que pesaba desde los tiempos coloniales; quedó suprimido el trabajo forzado en las minas conocido con el nombre de “mita”; se abolieron las penas de tormento y de azotes; se dictó un reglamento para la más pronta administración de justicia40; y se establecieron los tres poderes del Estado: Ejecutivo, Legislativo y Judicial41.

En el campo militar, se crearon los primeros cuerpos del Ejército peruano con el nombre de “Legión Peruana de la Guardia”, siendo su primer comandante en jefe el mariscal de campo Marqués de Torre Tagle; también se expidieron los primeros decretos organizando la Marina de Guerra del Perú.

En el orden educativo y cultural, se fundó la Biblioteca Nacional (decreto de 28 de agosto de 1821); se fomentó la enseñanza primaria en la ciudad de Lima, adoptando el sistema lancasteriano; se estableció la primera Escuela Normal para la formación de profesores; se decretó la libertad de imprenta (estableciéndose las penas necesarias para los que abusaran de ella)42; se creó la Orden del Sol (decreto de 8 de octubre de 1821) y se oficializó el Himno Nacional43. En el campo periodístico, se consideró como órgano oficial del Estado a la Gaceta del Gobierno44.

Finalmente, en el ámbito religioso (donde muchas de las acciones llevaron el estigma de Monteagudo) las medidas se caracterizaron por su constante violencia y su espíritu anticlerical: se prohibieron los repiques de campana o se redujo su duración; se proscribió el entierro de cadáveres en las iglesias; se renovaron las leyes que moderaban los lutos; se reglamentó (excediéndose en sus atribuciones) la emisión de los votos monásticos, no pudiendo profesar los hombres antes de los 30 años y las mujeres antes de los 25; se supervisó a los sacerdotes que ejercían su ministerio en las Casas de Ejercicios de la capital. Estas y otras medidas extremas, que a no dudarlo mellaron el ánimo de un pueblo secularmente católico, no solo provocaron la renuncia irrevocable (con olor a expulsión) de la primera autoridad eclesiástica, el anciano y emérito arzobispo Bartolomé María de Las Heras, sino que ocasionaron también el descrédito popular y la total repulsa hacia los gobernantes (Vargas Ugarte, 1945, p. 39).

Obviamente, fue en el terreno político e ideológico donde los esfuerzos gubernamentales se concentraron con mayor ímpetu45. En este caso, el punto primordial de la preocupación oficial estuvo focalizado en la definición de la forma de gobierno del naciente Estado: ¿Monarquía o República? Dilema colosal que entonces se vivió frenéticamente y al cual se dedicó muchísimo esfuerzo, tiempo y energía en su conjunto. El asunto, inevitablemente, se llegó a polarizar y a menudo se optaron posiciones intransigentes.

¿Qué significación histórica tuvo el duelo ideológico de aquel momento inicial de la República, entre adversarios que igualmente eran patriotas y peruanos?, es la pregunta que hasta hoy conserva vigencia. Fundándose en consideraciones sociológicas, históricas, jurídicas, políticas y filosóficas, los próceres defendieron sus puntos de vista con el calor propio de la controversia. Ambos grupos estaban convencidos de que era preciso exponer, ante los pueblos, recién liberados de la servidumbre, los fundamentos teóricos de la organización del Estado. En consecuencia, de la vacilación inicial se pasó a la discusión y al análisis pertinentes.

Efectivamente, la controversia adquirió las formas del debate oral y de la polémica periodística. ¿El escenario? La prensa y la Sociedad Patriótica de Lima, respectivamente. ¿Los protagonistas? Los liberales (propugnadores del sistema republicano y, por tanto, del constitucionalismo) y los conservadores (partidarios del régimen monárquico y, por ende, del autoritarismo). Un resumen de las principales características de esa formidable efervescencia doctrinaria e ideológica se ofrece en las páginas siguientes46.

El gran debate, el choque dialéctico entre los adictos al gobierno fuerte (monárquicos) y los simpatizantes del régimen democrático (liberales) se llevó a cabo en el salón de sesiones de la Universidad de San Marcos, donde deliberó la citada Sociedad Patriótica convocada e impulsada por el gobierno para “discutir las cuestiones que tengan un influjo directo o indirecto sobre el bien público”47. Es uno de los momentos tribunicios de la emancipación, en el que el uso pleno del verbo se hizo con ribetes de violencia oral y escrita. Para este momento se habían acumulado decenas de años de educación en la lógica aristotélica, en los sofismas del escolasticismo y en la literatura candente y teórica de los libros prohibidos de Montesquieu y Rousseau (Neira, 1967, pp. 156-157; Porras, 1974, pp. 197-198). Unanue fue elegido por aclamación como vicepresidente de la Sociedad. El cargo de presidente no fue sometido a voto. Se adjudicó directamente a Bernardo Monteagudo; ocupado como estaba en otros afanes, quien prácticamente dirigió los debates fue nuestro prestigioso compatriota. Por ello —dice Germán Leguía y Martínez (1972)— su elección denota la confianza que tenían las dos facciones en su honestidad y, si no en su imparcialidad, por lo menos en su rectitud e independencia de criterio. Fueron electores censores: Francisco Xavier de Luna Pizarro, José Cavero y Salazar, Francisco Valdivieso y Manuel Pérez de Tudela. En la lista de miembros no aparece José Faustino Sánchez Carrión, quien será, en realidad, el ideólogo victorioso de la Sociedad, aún sin presentarse nunca en ella (Leguía y Martínez, 1972, p. 73).

¿Cuál era el objeto de la magna asociación? Básicamente, la Sociedad se había reunido para deliberar sobre tres puntos cruciales48. El primero (el más grave y candente) era definir la forma de gobierno más adaptable al Estado peruano, según su extensión geográfica, su población, costumbres y grado que ocupaba en la escala de la civilización. El segundo, averiguar las causas por las que en Lima se había retardado el avance de la revolución. Y, el tercero, elaborar un ensayo sobre la necesidad de mantener el orden público para concluir la guerra y perpetuar la paz49. Concluidas las formalidades de rigor y establecidas las comisiones respectivas, se dio inicio al análisis de los asuntos propuestos. Sobre lo acontecido, el citado Francisco Javier Mariátegui relata de manera pormenorizada el ambiente y los episodios de aquellas discusiones entre los hombres de pensamiento que se interesaban por el destino final de la Independencia50. Por ejemplo, manifiesta que el 1 de marzo de 1822 (primera sesión pública), el clérigo José Ignacio Moreno (muy conocido en el país “por su servilismo y oposición a todo lo que fuera capaz de engrandecer al hombre”) en términos un tanto matemáticos y recordando a Montesquieu, fundamentó las razones por las cuales no debía optarse por la República Representativa51. Sostuvo la tesis de que la difusión del poder político debía estar en razón directa de la ilustración del pueblo y en razón inversa de las dimensiones de su territorio. Su pensamiento aplicado al Perú, significaba que las masas ignorantes, casi esclavas, no estaban en aptitud de ejercer las funciones políticas “hecho que es propio de las democracias, donde cualquier hombre puede ocupar cargos públicos, por su capacidad y virtudes”. En el lenguaje de Moreno, por consiguiente, no eran muchos los que debían gobernar sino uno solo. La monarquía, por lo tanto, era la única forma de gobierno adaptable al Perú. La extensión del territorio, de otro lado, era incompatible con el orden de la democracia. El gobierno de ese tipo —anotó— había surgido históricamente en territorios pequeños, como ocurrió en la antigüedad. Consecuente con su pensar, terminó sugiriendo el establecimiento de un gobierno de un solo hombre: “Mande uno, y que uno solo sea Rey”, dijo citando a Aquiles en la Iliada.

La refutación a la exposición de Moreno corrió a cargo de Manuel Pérez de Tudela (con debilidad) y, sobre todo, del presbítero Mariano José de Arce, quien se encargó de demoler al orador monarquista. Comenzó cuestionando los principios mismos de Montesquieu. Dijo: “Luego del descubrimiento del gobierno representativo no interesa que el territorio sea grande o pequeño; lo que importa es cómo se le conduzca”. Y afirmó que Moreno, a pesar de su elocuencia, no lo convencía, “tal vez porque sus argumentos son idénticos a los que muchas veces oyó para sostener el cetro de Fernando VII”. Terminó señalando que la exposición de Moreno “era una tardía y trasnochada expresión del absolutismo”. Sin duda alguna, la intervención de Arce (sólida y mortífera a la vez) provocó desagrado y fastidio en el ministro Monteagudo que presidía la sesión. Ante este malestar, Luna Pizarro que había permanecido atento y en silencio siguiendo el debate, hizo uso de la palabra para sostener

que se abstenía de refutar las ideas vertidas por Moreno, pues era menester que previamente se reconociese a los miembros de la Sociedad Patriótica el derecho de oponerse a las ideas expuestas en su seno y se les garantizase que no habrían de sufrir por ellas el menor daño. (Luna Pizarro, 1959, p. 86)

Sostuvo también que toda discusión sobre la forma de gobierno conveniente al Perú debía ser tratada únicamente en el seno del Congreso, cuya reunión había anunciado el Protector, y en el cual estarían amparadas las opiniones de los representantes por la inviolabilidad que les reconocía la ley. Finalmente, sostuvo que, lejos de limitarse la discusión a un esclarecimiento académico “debía invitarse a los escritores para que escribiesen acerca del tema, pues así se conocería el sentimiento y la voluntad de los pueblos” (Luna Pizarro, 1959, p. 87)52.

Terció en el debate el conservador bogotano Fernando López Aldana (1784-1841), quien insinuó que, antes de elegir la fórmula monárquica, era necesario previamente analizar quién debería ser la cabeza gobernante. Señaló los males “de que fuera un descendiente de los incas o un príncipe europeo, y que el único que quedaba era el propio Protector”53. José Alvarez le interrumpió, para señalar que la cuestión no era de carácter práctico (quién sería el rey), sino teórico (qué gobierno debería tener el Perú). Como el debate se diluía, Hipólito Unanue recordó que el tema propuesto era si se debía optar por una Monarquía Constitucional o una Democracia Representativa.

Centralizado el debate, la discusión se orientó a definir la forma política más apropiada para el país54. La ofensiva corrió a cargo del gobierno. San Martín y su entorno (sin ocultar su fervoroso e innegable rechazo al republicanismo) consideraban que no era el momento oportuno de crear una República bajo el modelo de Estados Unidos porque las condiciones culturales, sociales y políticas eran totalmente distintas a las nuestras; consecuentemente, auspiciaron la formación de una Monarquía Constitucional similar a la de Inglaterra55. La intención del Protector, fundada sobre todo en la experiencia inestable e incierta que entonces se vivía tanto en Argentina como en Chile, era establecer en el Perú el mencionado régimen monárquico-constitucional56. Consecuente con ello —dice Raúl Porras (1950)— preparó en unión de Monteagudo, consejero falaz y sigiloso, de García del Río, acérrimo realista, y de un significativo grupo de condes y marqueses limeños, un proyecto encaminado a la búsqueda de un varón fuerte y activo (príncipe) de alguna de las casas reinantes de Europa. Para tal efecto, dos comisionados (el citado García del Río y el inglés Diego Paroissien) partieron para Inglaterra llevando la lista de los candidatos, que encabezaba el príncipe de Sussex Cobourgh57. En realidad García del Río y Paroissien fueron nombrados por el Protector como Plenipotenciarios de nuestro país ante los gobiernos europeos. Llevaban como instrucciones públicas tratar de obtener el reconocimiento de la independencia del Perú en Europa, de conseguir un empréstito y se les facultó para contratar expertos de diversas ciencias e industrias útiles para la flamante nación. Con carácter de “instrucciones reservadas”, se les comunicó el acuerdo del Consejo de Estado (de fecha 24 de diciembre de 1821) para solicitar un príncipe europeo que asumiese el trono de una Monarquía Constitucional a establecerse en el Perú58. Los considerandos del acta de dicho Consejo señalan:

Para conservar el orden interior del Perú y a fin de que este Estado adquiera la respetabilidad exterior de que es susceptible, conviene el establecimiento de un gobierno vigoroso, el reconocimiento de la Independencia y la alianza o protección de una de las potencias de las de primer orden en Europa. (Citado en Odriozola, 1863-1877, p. 102)

Esta misión fue cancelada al retirarse San Martín del gobierno en setiembre de 1822.

A la luz de las evidencias que rodearon a sus gestores, la opción sanmartiniana por la Monarquía Constitucional era, pues, una consecuencia natural de ese espíritu59. Se ha dicho (Rojas, 1933, p. 214) que San Martín aquilataba el valor de las tradiciones españolas, las costumbres impuestas sobre las almas de sucesivas generaciones, la ignorancia de las masas, las supersticiones y la ausencia completa de la función pública en hombres absorbidos por la obediencia del esclavo. Es lógico, por consiguiente, que pensara en la monarquía como forma de gobierno. En este sentido, San Martín no tuvo la visión de Bolívar, a pesar de su genio militar, sobre la arquitectura política que debían adoptar las jóvenes nacionalidades de América. Un trono en el continente —conforme al pensamiento de Sánchez Carrión— representaba un grave peligro para el porvenir de los pueblos que acababa de libertar. Sánchez Carrión y los patriotas que contribuyeron con sus ideas al establecimiento de la libertad en el Perú, no podían aceptar la supervivencia del sistema político monárquico, aún cuando se cambiaran las personas de los gobernantes.

Antes de proseguir con el análisis del tema en cuestión, consideramos de enorme utilidad transcribir (sin mayores comentarios) las valiosas reflexiones de Raúl Porras sobre el espíritu republicano que —según él— profesó en el fondo el cuestionado Protector. Aquí el extenso testimonio publicado en la revista limeña Mar del Sur, correspondiente a julio-agosto de 1950:

No cabe negar, ante los documentos no solo de Punchauca, sino de antes y después de este trance, que San Martín albergó sinceramente planes monárquicos, aunque no fuera esta la forma de gobierno que más se amoldase a su espítitu y a su misión revolucionaria. Si los documentos oficiales no hablasen, lo dirían los actos del Protectorado encaminados a implantar el gobierno monárquico en el Perú, y las confesiones íntimas de las cartas de San Martín. Están ahí para demostrarlo, en forma inconfundible, el envío de los comisionados a Europa a buscar un príncipe, las discusiones de la Sociedad Patriótica regidas por Monteagudo y el murmullo popular que bautizó a San Martín con el burlón epíteto de ‘Rey José’. Y lo ratifican la carta a O’Higgins de 30 de noviembre de 1821, en que confiesa la ‘imposibilidad de erigir estos países en repúblicas’ y el propio adiós sincerísimo del héroe al pueblo del Perú, en que declara que está aburrido de oír decir que quiere hacerse soberano.

Existieron, pues, el plan monárquico y el resquemor público contra San Martín. Pero, tanto la adopción de la fórmula monarquizante como el abandono de ella, fueron imposiciones del ambiente que no modificaron el pensamiento íntimo del héroe ni alteraron su convicción democrática. San Martín fue democráta pero no solo teórica y verbalmente. Fue ética y constitutivamente republicano. Lo fue en su carácter y en todos sus actos, y en mayor medida que Bolívar y otros caudillos de América. No predicó o declamó sobre la democracia, sino que la ejerció en todos los momentos de su vida, sobre todo en el trance decisivo del usufructo del poder, que no aceptó sino como expresión de la opinión pública, del que no abusó nunca y el que no tuvo interés en retener, sino para afirmar el propósito esencial de la libertad.

Cuando se habla de las convicciones republicanas o monárquicas de los caudillos de la Independencia, es necesario entender, previamente, el concepto que en aquella época se tenía de dichos términos. Y es Montesquieu el maestro y el Espíritu de las Leyes el decálogo insustituible. Ellos nos enseñan, con lección aceptada entonces por todos, que la base de una monarquía es el honor, o sea, las distinciones que el rey prodiga a sus servidores que son el objeto de todas las aspiraciones; que el temor lo es de un gobierno despótico; y que la virtud es la esencia propia del régimen republicano. La virtud republicana consiste para Montesquieu: en el amor a la patria y a las leyes, en la preferencia del interés público sobre el particular, en el desprendimiento de sí mismo, la moderación y, particularmente, en el culto de la igualdad y de la frugalidad. Dentro del concepto montesquiano, San Martín fue paradigma de estas virtudes patricias. Las enseñó con el ejemplo y sacrificó a ellas su conveniencia personal y su gloria. Desde Buenos Aires a Cuyo y de Santiago a Lima, su vida es una demostración constante de abnegación y desprendimiento, de contemplación preferente del bien público con mengua y olvido de interés personal. Rechaza en Buenos Aires el poder político, teniéndolo en las manos en 1812, porque quiere alejar del nuevo estado toda sombra de pretorianismo, renuncia a sus emolumentos de Gobernador de Cuyo para aliviar las cargas del Estado, rehúye los honores del triunfo en Chile después de Chacabuco y entra de incógnito a Lima, después de haber rendido, sin derramamiento de sangre, por obra de su estrategia humana, la capital del virreinato austral y el mayor baluarte del poder español en América. Su paso por Chile y Perú, desechando honores y trofeos, alejando de su lado a los oportunistas y a los aduladores, protegiendo a la ilustración, dando muestras de modestia y de frugalidad en la mesa y en el vestido, desterrando lo pomposo, lo hueco y lo estentóreo del ambiente cortesano de Lima, proscribiendo las entradas fastuosas al estilo virreinal y las arengas serviles e hiperbólicas, prolongación de los panegíricos coloniales, perfilan al demócrata de verdad y de corazón. La de San Martín es una de las pocas auténticas conciencias republicanas que se halla en la historia de América. El pensamiento de un conductor de pueblos no puede seguir una inquebrantable línea dogmática, sino que tiene que flexibilizarse y aceptar las influencias del momento histórico en que vive. San Martín guardó durante toda su vida un celoso respeto por la opinión pública. No hay duda de que al llegar al Perú, sede de la aristocracia americana, sintió la sugestión monárquica del ambiente y se decidió a hacerla servir a su plan de libertad, como una fórmula de transición hacia la ideal meta republicana. Era patente el contraste entre la nobleza ilustrada y el pueblo como base mayoritaria de esa sociedad. San Martín y sus consejeros sabían bien que el régimen republicano exigía ‘virtud y civilización’ y ellos traían, además, la desconsoladora experiencia de los primeros pasos republicanos en Argentina y en Chile, que en un ambiente más homogéneo, habían producido la anarquía, el desorden civil y el cesarismo demagógico. La violencia también se hallaba presente. Todo esto gravitó para retrasar, en un medio que aparecía como escasamente preparado, la implantación del gobierno representativo. La fórmula sagaz y conciliadora pareció ser, en aquel instante, la monarquía constitucional.

La profesión de fe republicana del hijo de Yapeyú vuelve a manifestarse, nítida y pura, en su magnánimo gesto de Guayaquil, cediendo el paso a Bolívar para no encender la guerra civil, en la convocatoria del Congreso peruano para despojarse ante él del poder que le quemaba las manos y en las palabras de su mensaje de despedida al Perú, que encierran la más noble lección que haya recibido nuestra democracia.

El pensamiento político de San Martín tuvo, pues, una palpitación de diástole y de sístole propia de todo ritmo vital. Pero en esa oscilación pendular había una tensa línea oculta de su fe republicana. Su innato republicanismo arrancaba de su decepción juvenil, en España, ante la degradada monarquía de Fernando VII, que le forzó a truncar su brillante carrera militar y a sacrificar familia y amigos, para venirse a América y afiliarse a las logias antimonárquicas de la libertad. Esta fue la orientación cardinal de su vida.

Los pasajeros desalientos y expresiones de angustia de sus cartas íntimas ante los contrastes cotidianos de la experiencia democrática en el subcontinente. Sin embargo, siempre mostró su íntima e insobornable convicción democrática. Dígalo su carta a su amigo y compatriota, el general Tomás Guido de 1827 que proclama, de acuerdo con su conducta de toda la vida: “Odio a todo lo que es lujo y distinciones, a todo lo que es aristocracia; por inclinación y principios, amo el gobierno republicano y nadie, nadie lo es más que yo”.

En resumen, es posible que para algunos miembros de aquella ilustre generación, la monarquía hubiera sido el gobierno más sensato y cauto para pueblos sin cultura ni preparación cívica y que la república, al mismo tiempo, hubiera constituido una fórmula de gobierno poco experimentada y sujeta a contingencias peligrosas. (pp. 29-31)

Hasta aquí el exhaustivo análisis del insigne historiador y diplomático natural de Pisco. Prosigamos con el desarrollo del tema.

Infortunadamente para el Protector, la estrategia empleada en el seno de la Sociedad Patriótica no fue la más acertada desde un inicio. Si lo que Monteagudo se proponía —observa Francisco Javier Mariátegui— era sembrar la semilla monárquica a través de las discusiones, fue sin duda alguna un riesgo demasiado elevado confiar sus planes a marqueses, condes, comerciantes o militares sin mayor experiencia política, doctrinaria e ideológica. Resultaba difícil que esa gente sin cultura y sin dotes oratorios echaran las bases ideológicas de la forma de gobierno que convenía al Protectorado y a los que pensaban en la monarquía. Monteagudo era un hombre inteligente, por quien San Martín y Bolívar sentían respeto y admiración. Debió, por lo mismo, pensar en la incorporación de sujetos que fuesen capaces de tomar parte en controversias que exigían preparación, cultura e ingenio. Su propósito, en consecuencia, debió ser más concreto y pragmático: propagar entre sus interlocutores los fundamentos filosóficos del Estado monárquico.

Carentes de esa preparación básica, los incautos monarquistas fueron fácilmente encimados por los fogueados y, muchas veces, beligerantes liberales, no obstante ser minoría. Aquí nuevamente el valioso testimonio de Raúl Porras (1974):

Son ampliamente conocidos los episodios de aquella discusión, la tésis del canónigo Moreno, secuaz de Monteagudo, sobre la inadaptabilidad de la forma republicana al Perú, por la extensión de su territorio, desfavorable para los comicios, y por la ignorancia y analfabetismo de sus habitantes. La embestida vigorosa del clérigo arequipeño Mariano José de Arce; la elusión de Luna Pizarro; la serena intervención de Tudela impugnando el régimen monárquico, y la aparición del pliego misterioso firmado con el seudónimo de ´El Solitario de Sayán´, que contenía el más intemperante alegato en contra de la monarquía. La carta del solitario, escrita por Sánchez Carrión, no se leyó en la Sociedad ni pudo imprimirse, pero se leyó en las plazas y en los cafés en que los flamantes ciudadanos acudían a gritar ¡Viva la República! La carta puso al descubierto la parcialidad del ministro y desató auténtica opinión republicana. Pero también prácticamente aniquiló a la Sociedad Patriótica y canceló la intentona monarquista. Fue el primer triunfo democrático de Sánchez Carrión, limpio, puro, doctrinario, sin sombra de personalismo y de medro, de abajo a arriba, de anónima a poderosa, con solo la fuerza intrépida del ideal. (pp. 23-24)

Uno de los republicanos que más sobresalió en el seno de esa institución por su ecuanimidad, sensatez y elocuencia, fue el prestigioso jurista Manuel Pérez de Tudela. Natural de Arica, este personaje exhibía entonces el prestigio de haber librado batalla por los perseguidos del régimen colonial, de haberse empeñado en una campaña ardorosa en favor de la libertad mediante panfletos que circulaban clandestinamente; pero el respeto que inspiraba el prócer derivaba, sobre todo, de haber sido el autor del acta de la Independencia. No tenía la juventud de Sánchez Carrión, pues ya era un hombre maduro, que andaba por los cincuenta años, ni el espíritu belicoso o demagógico que caracterizaba a otros republicanos. En sus ideas, por eso, aparece equilibrado, con cierta ponderación en el pensamiento, que lo alejaba de toda postura ambigua. El 8 de mayo de 1822, el ilustre jurisconsulto expuso su alegato a favor del sistema republicano de gobierno. Sus ideas provocaron en los asistentes a la Sociedad, principalmente en el público espectador, gran entusiasmo que se tradujo en vibrantes vivas y estruendosos aplausos. Se cuenta que este fervor popular por la República disgustó sobremanera a Monteagudo y a los monarquistas, a tal punto que algunos de ellos quedaron asombrados de cómo los partidarios de las ideas liberales habían aumentado intempestivamente.

Las sociedades civiles son unos cuerpos lentos en formarse. El hombre naturalmente libre, cede con dificultad a la voz del magistrado, y no puede establecerse el orden, sino a pasos tardíos, pero sólidos. Es necesario observar el tiempo, el carácter dominante, su posición natural y política, el progreso de los conocimientos, su relación con los estados inmediatos y hacer una feliz combinación con la naturaleza de los asociados. (Citado por Porras, 1963, p. 81)

A todas luces, Pérez de Tudela argumentaba su planteamiento con un criterio sociológico evolucionista, haciendo uso también de las ideas del filósofo francés Étienne de Condillac a quien glosa en varios puntos de su brillante exposición. El raciocinio de Pérez de Tudela abogando por el gobierno popular representativo, expuesto en lenguaje frío y lógico, constituyó el golpe definitivo a las ideas monárquicas del eclesiástico Moreno. Así lo comprendió Monteagudo, pues cuando se publicó la disertación por el secretario de la Sociedad en el semanario El Sol del Perú el rudo ministro hizo retirar los respectivos ejemplares60.

Durante las sesiones sucesivas, Pérez de Tudela, Arce, Mariátegui, La Torre, Luna Pizarro, republicanos de tendencias liberales, mostraron a los monarquistas, de sentimientos y convicciones conservadoras, las ventajas de los gobiernos populares de carácter democrático. Francisco Javier Mariátegui (1925) refiere que “Las sesiones representaron torneos oratorios y la barra concurrente, que aplaudía a los hombres que encarnaban sus ideas, sonreía ante los adversarios, sin llenarlos de insultos o silenciarlos, mediante la cachiporra” (p. 42). Monteagudo, a pesar de su temperamento apasionado, comprendiendo que la libertad de discrepar es inherente a la naturaleza humana, expidió —de acuerdo a lo dicho— un decreto por el que se reconocía que los miembros de la Sociedad Patriótica no eran responsables por las ideas que expusieran, es decir, que la libertad de pensar no debía someterse a ninguna condición previa.

El gran ausente físicamente de la magna asamblea fue el ilustre hijo de Huamachuco, José Faustino Sánchez Carrión. En efecto, Sánchez Carrión no pudo intervenir personalmente en los debates de los fundadores de nuestra nacionalidad, pero envió sus famosas Cartas políticas firmadas con el seudónimo de “El Solitario de Sayán”, para que el secretario, Francisco Javier Mariátegui, les diera lectura61. Era un alegato vibrante en favor de la República y contrario a la Monarquía. Monteagudo, cuyo talento era notorio, utilizó la argucia de que el documento no estaba firmado por determinada persona. “El Solitario de Sayán” —en su opinión— solo era un seudónimo. La defensa escrita de la ideología republicana, en este caso, la sostenía un anónimo. Mediante esta maniobra, el astuto ministro evitó que sus teorías fueran refutadas por Sánchez Carrión. Los documentos no fueron leídos íntegramente, frustrándose el plan de los liberales, de manera momentánea. Sin embargo, por iniciativa del propio Unanue, más tarde se les dio lectura en la sesión del 12 de abril de 1822.

Es improbable —afirma Raúl Porras (1974)— que el sabio peruano hubiese dejado pasar las cartas sin haberlas leído previamente. Debió haberse percatado, con toda seguridad, del impacto e influencia que iban a tener en el seno de la corporación: la lógica avasalladora de Sánchez Carrión no solo pulverizaría las apreciaciones del clérigo Moreno, sino que inclinaría la balanza definitiva al lado liberal. Si Unanue no hubiese admitido la lectura de las cartas, otro hubiese sido, tal vez, el inventario ideológico final. ¿Cuáles eran las ideas-eje en los documentos mencionados? Sánchez Carrión no admite las limitaciones que a la fórmula representativa oponen sus contrarios, señalando la despoblación del país, sus costumbres, cultura y extensión del espacio. Lo que le preocupa es algo mucho más perenne y trascendental: hallar la fórmula que frene o evite el despotismo, la adulación y el servilismo entre la gente peruana. Para él, el monarquismo, aún el constitucional, no es útil, no por razones de estadista sino de moralista. Con un sistema monárquico, se pregunta ¿qué seríamos?; debilitada nuestra fuerza y avezados al sistema colonial ¿cómo hablaríamos en presencia del monarca? “Yo lo diré: seríamos excelentes vasallos y nunca ciudadanos; tendríamos aspiraciones serviles, y nuestro placer consistiría en que S.M. extendiese su real mano para que la besásemos”. “Un trono en el Perú —agrega— sería más despótico que en el Asia, teniendo en cuenta la blandura del carácter peruano y su falta de celo por la libertad”. Desde esta perspectiva, Sánchez Carrión temía (y con sobrada razón) que el monarquismo degradase al hombre peruano a un sistema en donde “el medio de adular es el exclusivo medio de conseguir”. Por último, invoca el clima común americano que entonces era prioritario. Proféticamente señala que la libertad del Perú depende de la solidaridad e intervención del continente. “No infundamos desconfianza”, solicita con la convicción que le caracterizaba (Porras, 1974, pp. 28-29; Neira, 1967, pp. 160-161; Puente Candamo, 1971, p. 327).

El efecto inmediato de las memorables Cartas fue obligar a que el prelado Moreno abjurase de su conducta. En una intervención de bajo tono, lamentó que se “hubiese interpretado mal su discurso”. Afirmó (en un arrepentimiento tardío) no apoyar la fórmula de un Gobierno Absoluto “por los terribles e inmensos males que acarrea a la población”. Para demostrar lo dicho, publicó un breve folleto aclarando su posición principista y los móviles de su intervención. En él afirma, por ejemplo, que defendió a la monarquía “solo porque Unanue le había designado para ello”, y que en política prefería para el Perú “un gobierno fuerte que se encarne en el Ejecutivo emanado de la soberanía popular”. Sin embargo, no apoyó la idea de un Congreso Nacional62.

A partir de entonces, se discutirían otros asuntos en la Sociedad, pero el debate de índole doctrinario e ideológico fue, prácticamente, ultimado a favor de los partidarios de la República Representativa, pues no volvió a haber, luego de la lectura de las Cartas de “El Solitario de Sayán” otra intervención monárquica. En este sentido, puede afirmarse que el conflicto entre autoritarios y liberales se inclinó en setiembre de 1822, a favor definitivamente de los últimos, al instalarse de inmediato el primer Congreso Constituyente de nuestra vida republicana (Neira, 1967, p. 161). Sin duda alguna —según Porras (1974)— fue el primer triunfo democrático de Sánchez Carrión, limpio, puro, doctrinario, sin sombra de personalismo y de medro, de abajo a arriba, de anónimo a poderoso, con solo la fuerza intrépida del ideal.

¿Por qué se optó por la fórmula de gobierno republicano? Mucho se ha escrito al respecto y seguramente se seguirá escribiendo, sin hallar una sola respuesta. A la luz de la experiencia histórica, juzgamos que nuestros antepasados votaron a favor de la República porque experimentaron y soportaron en carne propia los males que llevaba el virreinato en sus entrañas. Las minorías ilustradas tuvieron la feliz intuición de que la monarquía implicaba el privilegio, la diferencia de castas, las separaciones artificiales, el exilio de los descontentos, el achatamiento de los dignos y altivos y, sobre todo, la marginación política y social en desmedro del bien común, la libertad y la igualdad humana. Esto último, se convirtió casi en un mito o utopía en la mente de algunos afiebrados liberales. Sobre ello, Basadre en el Prólogo al libro mencionado de Santiago Távara (1951) hace una curiosa e interesante reflexión que bien vale la pena citar:

Las necesidades angustiosas que aquejaban al país —dice— no se iban a curar con los discursos de los doctrinarios que pretendían organizar la República, según los principios que ellos suponían mejores, en la plaza de la Inquisición, en el antiguo salón de actos de la Universidad de San Marcos; porque las ambiciones de los hombres, la fuerza de las bayonetas y también los perentorios deberes que podrían crear los momentos históricos de suprema crisis, no se iban a detener ante algunas palabras escritas en hojas de papel. El problema era de distinta naturaleza. El país necesitaba, por cierto, constituirse políticamente. Pero para ello había que visualizar, ante todo, cuáles eran las fuerzas sociales que podían asegurar la independencia, primero, y, luego, la paz, el progreso, el bienestar y cuáles eran los elementos de perturbación que había que frenar o eliminar, pues venían a resultar factores adversos para una pronta terminación de la guerra de la Independencia, casi tanto como los propios ejércitos españoles. (p. 57)

Planteamiento mucho más radical corresponde a Luis Alayza y Paz Soldán (1944) cuando dice:

Novelerías o no, las discusiones sobre monarquía o república agriaron los ánimos en un principio, dividieron luego hondamente al país, impopularizaron a San Marín, Unanue y Bolívar para siempre, y arrastraron a los colaboradores del Libertador caraqueño hasta los horrores del crimen político. A ello se deben las misteriosas muertes de Sánchez Carrión y de Monteagudo. (p. 66)

Este fue, en resumen, el entorno histórico de aquella intensa jornada que durante casi medio año tuvo lugar en el seno de la Sociedad Patriótica. Para Basadre (prólogo al citado libro de Távara), lo interesante de ella estuvo expresada en dos situaciones: a) en la actitud pública y viril de la oposición que se enfrentó no solo a la aceptación fatalista de los acontecimientos, sino también al dominio ejercido “desde arriba” que, en ese momento, pretendía imponer ideas o fórmulas políticas; y b) en la conducta del público asistente que, de manera decidida y abierta, se mostró favorable al planteamiento de los oradores republicanos. Aquí aparece lo que el soció-logo alemán, Karl Mannheim, llama en su libro Ideología y utopía (1936) la “espiritualización de la política”; es decir, surgen por primera vez las clases que antes no habían tenido conciencia de su propio sentir histórico. Para nosotros, el resultado final de la Sociedad Patriótica se reflejó en las dos siguientes realidades: a) el triunfo de los liberales y b) el desengaño de San Martín y su cúpula por el fracaso de la fórmula monárquica. La primera, se tradujo en la conformación e instalación de la Asamblea Constituyente; y, la segunda, en la dimisión y el alejamiento definitivo del Libertador argentino de nuestro suelo. Antes de analizar ambas situaciones, consideramos pertinente consignar algunos datos sobre el quehacer de aquel hombre que en ese lapso ejerció un poder casi omnímodo: Bernardo Monteagudo Cáceres (1790-1825).

Comparativamente, pocos personajes como el polémico ministro de Guerra y Marina fue tan abominado y vituperiado en aquellos días, no solo por el enorme poder que concentró, sino también por su nefasta política represiva e intolerante63. Al respecto, el siguiente juicio de Pedro Dávalos y Lissón (1924) es concluyente:

La imaginación popular limeña de entonces, había creado en torno de Monteagudo una leyenda de perversidad y depravación exagerada, pero con fundamentos que justifican el odio que se le tenía. Solo fue sincero en su apasionamiento por las ideas antiespañolas. Fue odiado por la aristocracia capitalina y por los círculos liberales. (p. 198)

Nacido en Tucumán en 1790, Monteagudo desde muy joven estuvo vinculado no solo a los afanes literarios y jurídicos entonces predominantes, sino también a la inquietud política reinante (ver Apéndice biográfico). Sin embargo, con el correr de los años experimentó una extraña y virulenta metamorfosis en su percepción política e ideológica: de un exaltado liberalismo (republicano y demócrata) pasó a un abierto y recalcitrante conservadurismo (monárquico y autoritario)64. En el primer caso, editó Mártir o Libre (1812) y en el segundo El Censor de la Revolución (1820); en ambos casos puso en práctica sus grandes dotes de periodista y polemista. Sin duda alguna, un personaje de larga y controvertida existencia y una de las figuras de mayor relieve en el escenario americano de su época.

Según se afirma, su vasta cultura, su fina destreza diplomática, el “tono europeo” que le admiraría poco después Bolívar, y sus convicciones políticas inflexibles, lo designaban para ocupar los ministerios claves de la administración sanmartiniana, convirtiéndose en el hombre clave de su egregio compatriota. Poseedor de una inteligencia clara —dice Leguía y Martínez (1972)— cautivaba por sus conocimientos amplios e ideas vigorosas. De temperamento fuerte e irascible, causaba adhesiones y repulsas al mismo tiempo (Mariano Felipe Paz Soldán, el historiador clásico peruano de la Independencia fue un admirador suyo; mientras que José Faustino Sánchez Carrión, el gran tribuno de la República, su más ácido crítico y adversario). Orador influyente sobre las masas populares, solía compararse con el francés Louis de Saint-Just65. Librepensador en asuntos religiosos, se ensañó —como ya hemos visto— con el alto clero limeño, despojándolo de muchos de sus antiguos privilegios. “En varias ocasiones se mostró capaz de acción decidida y fructuosa, y éxito hubiera tenido si no hubiera estado dominado por cierta turbación y perplejidad en las ideas, producto de su espíritu liviano y tormentoso”, nos dice Dávalos y Lissón (1924, p. 175).

Dueño de una pluma elocuente y de una vitalidad sin par, se transformó durante el Protectorado en el irreemplazable oráculo del gobernante de turno. En el orden personal, se dice que Monteagudo era un narciso: siempre aseado, pulcro en el vestir y ostentando valiosas alhajas. Hasta en la fecha de su trágico deceso, guardó esta peculiar forma de ser. Dice Dávalos y Lissón (1924):

El día de su asesinato, vestía pantalón blanco, frac azul y sombrero alto de pelo. Ostentoso como era, en esa su útima hora de aquella prima noche, provisto iba de un lujoso y preciado reloj, de onzas de oro en número de cuatro y de un riquísimo prendedor de brillantes. (p. 218)

Desde el Ministerio en Lima, poniendo de manifiesto sus cualidades de Saint-Just criollo, expidió medidas drásticas contra los españoles y los patriotas. Es posible que las circunstancias exigieran un gobierno fuerte, desde que la revolución por la Independencia, suponía la guerra ideológica, política y militar contra los que no la deseaban. Monteagudo, sin embargo, fue arrastrado por decisiones infecundas, que lo hicieron odioso ante el pueblo. Manuel Nemesio Vargas (1940) relata:

Un día que estaba de mal humor mandó a reunir a los homosexuales de Lima y los hizo marchar en procesión a cavar fosas en el Campo Santo; al verlos pasar, un número considerable de tapadas, que como se sospecha lo componían las meretrices de la capital, los siguieron, llenándolos de insultos e improperios. (p. 198)

Actos como este, que podían provocar las sonrisas de algunos, sin duda alguna provocaron numerosas antipatías populares contra el ministro del protector. Al margen de lo anecdótico del caso referido por nuestro ilustre historiador independentista, Monteagudo se comportó como un verdadero tiranuelo, ya que apelando a todos los medios posibles (incluyendo amenazas, detenciones, destierros y fusilamientos) persistía en el mantenimiento del orden público que él conceptuaba indispensable para completar la Independencia todavía dependiente de las armas.

“Prepotente irreductible, con sus tendencias sanguinarias y sus debilidades sibaríticas, a pesar de su vida inquieta y un tanto falta de sinceridad, fue Monteagudo un hombre de ideas fijas sobre lo que debía ser la revolución emancipadora en el Perú”, anota Dávalos y Lissón (1924, p. 219). Simultáneamente, jamás ocultó su temor a la anarquía que sobrevendría al instalarse el régimen republicano. En una oportunidad, expresó:

Estas guerras entre patriotas y realistas que ahora presenciamos, parecerán cosa de engañifa y de risa al lado de las horrorosas y sangrientas que vendrán entre los vencedores, el día que los españoles salgan de aquí y la República sea un hecho consumado para estos incultos pueblos. (Citado por Dávalos y Lisson, 1924, p. 177)

Consecuente con este pensar, Monteagudo en sus actos públicos pretendió seguir dos principios orientadores: desespañolizar el Perú y luchar contra las ideas democráticas inducidas por el republicanismo (Neira, 1967, p. 162). “Es preciso —decía con vehemencia— inculcar el odio a los españoles; odio que es el único motor de la revolución. El influjo de España en ninguna parte está más radicado que en Lima” (Monteagudo, 1896, p. 68); y atribuía esta situación al crecido número de residentes peninsulares, a la influencia de sus caudales y a las razones peculiares de su población. Ese odio —en su opinión— era indispensable y había que “convertirlo en una pasión popular” que borrase “hasta los últimos vestigios de esa veneración habitual”. He aquí —admitía con orgullo— el “primer motivo de mi conducta pública”. Empleó todo los medios a su alcance para inflamar ese odio contra los peninsulares, porque intuía que por esa sumisión aún se ataba a la nueva república a las supervivencias coloniales. Sin embargo, no hay en él un odio racial (no obstante su condición de mulato). “Este es mi sistema —diría con jactancia— no mi pasión”.

Cuando llegué a Lima había más de 12 000 godos; antes de mi separación, no llegaban a 600 los que quedaban en la capital. Esto es hacer la revolución. Porque creer que se puede entablar un nuevo orden de cosas con los mismos elementos que se oponen a él es una simple quimera66. (p. 66)

A todas luces, Monteagudo representaba el radicalismo y la ruptura absoluta con el pasado colonial. En él, actitudinalmente, primaba un furibundo antiespañolismo67. Sin duda alguna, esta conducta agresiva contra los súbditos españoles (a quienes perseguía con la misma convicción y ensañamiento con el que un bolchevique acosaba a un burgués), está asociada a su vehemente percepción de que a través de ello se lograría un gobierno autónomo. Por eso —señala Hugo Neira (1967)— su tendencia a la monarquía, pues no veía otra ruta alterna. Por eso, también, decidió restringir las ideas liberales. Había vivido perseguido por esas mismas ideas que ahora combatía. Pero —dirá— “ya me encuentro libre de esa fiebre mortal y perniciosa”. Santiago Távara (que lo conoció y que no ocultó su fobia hacia él) escribió:

Hombre de carácter altivo y violento que con pretensiones de gran hombre ultrajaba a los godos por odio intolerante, y a vuestros señoritos por orgullo y porque eran blancos, Monteagudo era uno de esos hombres acres que no tienen compasión, que fríamente o por cólera hacen el mal, los que por desgracia en circunstancias críticas son indispensables. (p. 72)

Otro escritor del siglo XIX, Pedro Dávalos y Lisson (1924), juzgando su conducta dice:

En el poder, Monteagudo cometió una serie de estropicios. A los comerciantes españoles los dejó en la ruina, y en la misma situación puso a casi todos los condes y marqueses de Lima. Hoy con los dedos de la mano se les puede contar. Los que no se han muerto, o ido a España, tuvieron que refugiarse en los Castillos del Real Felipe o andan deambulando por la sierra, buscando la protección del virrey o la de sus tropas. (p. 102)

Por todas estas razones, puede decirse de Monteagudo que el suyo fue el único caso de radicalismo en la revolución peruana68.

Precisamente por ello, el odio de la capital contra él no tiene parangón. Atacado, calumniado (y más tarde asesinado) la venganza colectiva pronto se manifestaría. En efecto, advertidos de los planes despóticos de Monteagudo (un “monstruo de crueldad” lo llamaría el conde de Pruvonena en su documento mayor), cansados de sus permanentes patrañas, enardecidos por sus aventuras galantes, enfadados por el sistema de espionaje montado y, sobre todo, recelosos del inmenso poder que ostentaba, rápidamente los patriotas liberales y gente de otros círculos (incluso allegada al Protectorado) se conjuraron para derrocar al siniestro ministro69. ¿La ocasión? La ausencia en Lima del Libertador. ¿La fecha? El 25 de julio de 1822. Efectivamente, aquel día, encontrándose San Martín en Guayaquil conferenciando con Bolívar, un tumulto popular lo depuso, obligándolo a renunciar. Riva Agüero y Sánchez Boquete (uno de los principales instigadores de su caída) en un folleto titulado Lima Justificada en relación a los sucesos de esa fecha dice que “los pobladores parecían más bien leones de Arabia que pacíficos ciudadanos”70 (p. 98). A no dudarlo, el violento derrocamiento de Monteagudo, que afectó la sensibilidad de San Martín, no era otra cosa que el epílogo de un estado de ánimo de desconfianza, hostilidad y rencor que vivía latente en el ánimo de los limeños contra un extranjero que, provisto de vasto ingenio y singulares dotes de gobernante, unido a la plena confianza del Protector, se había transformado paulatinamente en el verdadero árbitro del primer gobierno del Perú. Monteagudo fue expulsado del país y viajó a Ecuador y Guatemala. En su ausencia, y en virtud de una proposición formulada por Sánchez Carrión (su enemigo eterno e implacable), el Congreso Constituyente en su sesión del 7 de diciembre de 1822 decretó “extrañar permanentemente a don Bernardo Monteagudo del territorio de la República, y que en caso de presentarse en él, está fuera de la protección de la ley”71. Sobre su final como hombre público investido de gran poder, el historiador José de la Riva Agüero y Osma (1965) ha escrito:

Todo se reunió en contra de Monteagudo: el rencor de los parientes maltratados, de los perseguidos, los horrorizados por su crueldad, los vejados por sus insultos y groserías, las aspiraciones contrariadas de los republicanos y la inquieta ambición de Riva Agüero. El acta que pidió su deposición está suscrita por muchos vecinos distinguidos, por casi todos los antiguos conspiradores patriotas, y por los representantes más caracterizados y honorables de la clase media y del clero72. (p. 102)

Como queda dicho, la destitución y el destierro de Monteagudo afectaron sobremanera a San Martín. Su decepción —dice Bartolomé Mitre (1938)— fue honda cuando sus amigos le relataron que su ministro había sido depuesto por las multitudes y con la anuencia y la simpatía del Cabildo y de los personajes visibles de Lima. En este sentido, su deposición constituía una censura a su gobierno. Sabía perfectamente que su antiguo auditor y ministro tuvo que ser protegido por una compañía del batallón “Numancia”, para que su vida no corriera peligro. De este modo, la decisión del Protector de alejarse del país, se fortaleció con el desengaño que le proporcionaba Lima. Además, pudo comprobar que su propuesta política no tenía futuro, ni sustento popular, ni aceptación en la opinión pública. En menos de un semestre el infortunado general había confrontado sucesivamente tres experiencias dolorosas e ingratas: a) el fracaso en el seno de la prestigiosa Sociedad Patriótica, al no prosperar la fórmula monárquica sustentada por el régimen; b) el desencuentro en Guayaquil con su homólogo el Libertador venezolano, reacio a los proyectos sanmartinianos; y c) el mencionado motín popular de julio de 1822 contra su compatriota y hombre de confianza.

San Martín fue consciente que todo ello no solo era un freno a su proyecto político, sino también una clara invitación a retirarse del país. Así lo entendió y así lo asumió con una entereza y un desprendimiento dignos de hombres de su inmensa talla moral. Las siguientes frases dichas por él al marino escocés Basilio Hall (1924) lo retratan de cuerpo entero:

No aspiro a la fama de conquistador del Perú. ¿Qué haría yo en Lima si sus habitantes me fueren contrarios? No quiero dar un paso más allá de donde vaya la opinión pública. La opinión pública es un nuevo resorte introducido en los asuntos de estos países: los españoles, incapaces de dirigirla, la han comprimido. Ha llegado el día en que va a manifestar su fuerza y su importancia. (p. 64)

Santiago Távara, que no fue muy piadoso con él, sin embargo rinde homenaje a la sinceridad, al desinterés y a la altura de miras del Protector y dos veces parece elogiar su dimisión hecha, precisamente, para no adoptar “la mezquina medida de hacerse caudillo político de un solo bando”. Aquí sus palabras:

Después de la expulsión de Monteagudo y a su retorno de Guayaquil, el general San Martín se dio cuenta que navegaba contra viento y marea; y encontrando que los minúsculos restos del ejército que gloriosamente había conducido, eran los primeros en oponerse a sus planes políticos, convocó (20 de septiembre de 1822) el Congreso Constituyente que había ofrecido convocar en el decreto del 3 de agosto de 1821 y en el Estatuto Provisorio de octubre del mismo año. Adoptó esta conducta noble en lugar de la mezquina medida de hacerse caudillo político de un solo bando. Instalado el primer Congreso del Perú, San Martín solamente abrió sus sesiones, y acto continuo renunció al Protectorado, puso la insignia del poder sobre la mesa, salió, se dirigió a Palacio, montó en el caballo que estaba preparado, partió para el Callao, llegó y se embarcó, dando a la vela para Chile a los dos o tres días, después de renunciar al empleo de Generalísimo de las Armas, que el Congreso le decretó para que permaneciera entre nosotros. Renuncia sincera y efectiva, y la que junto con el doctor José Gregorio Paredes del Ministerio de Hacienda, son las únicas que hemos visto hechas de buena fe: todas las siguientes de esta clase o de otra han sido farsas, incluso las de Bolívar. (Távara, 1951, p. 222)73

Otros autores, no han sido tan benévolos en enjuiciar el retiro intempestivo del Protector y las consecuencias dolorosas que de él se derivaron. Pedro Dávalos y Lisson (1924), por ejemplo, dice sin tapujos:

A San Martín, de alguna manera, hay que juzgarlo culpable de cuanto sucedió después, a causa de haber dejado todo en manos inexpertas: gobierno y ejército quedaron en acefalía, dejó al Perú al borde de un precipicio y abrió las puertas al genio ambicioso de Bolívar. (p. 113)

Por su parte, José de la Riva Agüero y Osma en su libro La historia en el Perú (1965) escribe:

El cardinal error que cometió San Martín en el Perú, fue la convocatoria de un Congreso Constituyente en medio de la encarnizada e incierta guerra, frente a enemigos pujantes que ocupaban la mitad del territorio. Tenía con esto que reproducirse el lastimoso espectáculo de discordias, que fueron la invariable compañía y el necesario efecto de todos los Congresos instalados en plena lucha de la emancipación hispanoamericana. (p. 211)

Testimonios ambos que encierran crueles verdades74.

Efectivamente, la ausencia de San Martín, cuyo prestigio se hallaba vigorizado por sus acciones heróicas, debía producir desorientación, pesimismo, aplanamiento y un potente desborde de pequeñas ambiciones entre civiles y militares. No bastaba haber jurado la Independencia del Perú, no era suficiente haber instalado el primer Congreso ni haber promulgado la primera Constitución. A la naciente nacionalidad se le presentaban dos graves problemas: la conclusión de la guerra y la perspectiva sombría de un estado caótico. Como veremos luego, la división y la discordia en el seno del flamante Congreso, la inepcia de la Junta Gubernativa, las derrotas de Torata y Moquegua, el golpe militar de Riva Agüero (el primero de su género en la vida republicana), las obsecuencias de Santa Cruz (al apoyar a Riva Agüero) y el personalismo de Torre Tagle (que pensaba más en su ostentación que en el destino de la patria) ofrecían un cuadro negativo, suficiente para engendrar el pesimismo.

Los últimos momentos del Protector en la capital limeña los pasó en compañía de su amigo y confidente el general Tomás Guido, natural de Buenos Aires. Precisamente ante los reclamos insistentes de su fiel compatriota para que desistiera de abandonar el Perú, San Martín le expresó:

Aprecio los sentimientos que acaloran a usted, pero en realidad existe una dificultad que no podría ya vencer, sino a expensas de la suerte del país y de mi propio crédito; y a tal cosa no me resuelvo. Le diré a usted con franqueza: Bolívar y yo no cabemos en el Perú. He penetrado en sus miradas arrojadas y he comprendido su desabrimiento por la gloria que pudiera caberme en la prosecución de la campaña. Él no excusaría medios, por audaces que fuesen, para penetrar en esta República seguido de sus tropas; y quizá entonces no me sería dado evitar un conflicto a que la fatalidad pudiera llevarnos, dando así al mundo un humillante escándalo. Los despojos del triunfo a cualquier lado que se inclinara la fortuna, los recogerían los maturrangos, nuestros implacables enemigos, y apareceríamos convertidos en instrumentos de pasiones mezquinas. No seré, yo, mi amigo, quien deje tal legado a mi patria; prefiero perecer antes que hacer alarde de laureles recogidos a semejante precio. ¡Eso no! Entre, si puede el general Bolívar, aprovechándose de mi ausencia, si lograse afianzar en el Perú lo que hemos ganado, y algo más, me daré por satisfecho; su victoria sería de cualquier modo victoria americana… (Citado por Giurato, 2002, t. II, p. 146)

Patético y profético testimonio que no requiere de comentario adicional alguno75.

Para concluir, juzgamos de toda justicia histórica reproducir el mensaje de despedida que San Martín pronunció en el seno del Congreso Constituyente el día de su instalación, que fue el mismo de su dimisión. Dice:

Presencié la declaración de los Estados de Chile y del Perú; existe en mi poder el estandarte que trajo Pizarro para esclavizar el Imperio de los Incas y he dejado de ser hombre público, he aquí recompensados con usura diez años de revolución y de guerra. Mis promesas para con los pueblos que he hecho la guerra están cumplidas: hacer la independencia y dejar a su voluntad la elección de los gobiernos. La presencia de un militar afortunado (por más desprendimiento que tenga) es terrible a los Estados que de nuevo se constituyen. Por otra parte ya estoy aburrido de oír decir que quiero hacerme soberano. Sin embargo, siempre estaré dispuesto a hacer el último sacrificio por la libertad del País, pero en clase de simple particular y no más. En cuanto a mi conducta pública, mis compatriotas (como en lo general de las cosas) dividirán sus opiniones: los hijos de éstos dirán su verdadero fallo. Peruanos: os dejo establecida la representación nacional. Si depositáis en ella entera confianza, cantad el triunfo, si no, la anarquía os va a devorar. Que el acierto presida vuestros destinos, y que estos os colmen de felicidad y de paz. (Citado por Puente Candamo, 1971, p. 76)

2.2 El primer Congreso Constituyente

La etapa previa a la instalación de esta magna Asamblea, estuvo revestida de una serie de circunstancias (dificultades, desencuentros, malquerencias e incertidumbres) que bien vale la pena registrar, aunque sea de manera sucinta, en las páginas que siguen.

Cuando San Martín convocó al Congreso Constituyente por decreto de 27 de diciembre de 1821, la libertad del Perú era todavía sumamente precaria porque, aparte de Lima y de las provincias del norte que habían proclamado la Independencia, el resto del territorio peruano no reconocía otra autoridad que la del altivo virrey La Serna, instalado en el Cusco desde el mes de julio de ese mismo año en que evacuó la capital limeña, dejándola en manos del Ejército Libertador76. No obstante —como ya se señaló— el general San Martín, cumpliendo su promesa a los pueblos del Perú, creyó necesario reunir una Asamblea Constituyente que estableciera las bases democráticas y jurídicas del nuevo Estado a través de la Constitución que más se ajustara a la realidad del país. Y suponiendo que para el año siguiente la guerra habría terminado, fijó el 1 de mayo como fecha de instalación del primer Congreso Constituyente del Perú. Dice Porras (1974): “Una revolución sin Asamblea Constituyente debió parecer a los patriotas de 1821 (admiradores entusiastas de la Revolución Francesa) desairada e incompleta. Fue por eso anhelo unánime, desde la proclamación de la Independencia, la convocatoria a un Congreso Constituyente”77 (p. 54).

La tarea, infortunadamente, no fue fácil. ¡Qué iba a serlo! El fantasma de la guerra complicaba el panorama en direcciones múltiples. Convocar a los pueblos para que contribuyeran a elaborar la primera Constitución, equivalía a pensar en la norma teórica cuando el drama del Perú exigía que se resolviera, primero, la acción militar. Los próceres se dieron cuenta, sin embargo, que era indispensable organizar el órgano popular de la soberanía a fin de que el pensamiento político (que se había decidido por la República) adoptara la forma de una naciente democracia. En el mencionado mes de diciembre de 1821 los pueblos fueron convocados para constituir el primer Congreso del Perú, bajo el designio de “establecer la forma definitiva de gobierno y dar la Constitución que mejor convenga al Perú, según las circunstancias en que se hallan su territorio y su población”. Consecuentemente, los poderes conferidos por los pueblos a sus diputados se ajustarían a ello, exclusivamente, y serían “nulos los actos que se excedieran de aquéllos”. El entusiasmo popular —dice Leguía y Martínez (1972)— debió suplir los inconvenientes de la dura realidad. Los hombres, que por primera vez hablaban de libertad sin los parámetros del régimen colonial, se disponían a votar y elegir.

¿Qué sentimientos embargaron a San Martín y a Monteagudo cuando firmaron el decreto de convocatoria a elecciones? No es difícil suponerlo. Se trataba de uno de los primeros actos legales (y formales) para organizar el nuevo Estado, lo que por sí encerraba una enorme carga emocional para sus animadores. Las emociones de ambos personajes debieron fluctuar íntimamente entre la esperanza y el pesimismo, entre el entusiasmo y la percepción de inestabilidad de las cosas que el futuro de por sí depara.

Las generaciones venideras apreciarán el valor que tiene el pensamiento de convocar el primer Congreso en la historia del país, y fijar su instalación para el mismo día en que se celebre el primer aniversario de ese acto memorable, que puso la muerte por barrera entre nosotros y la tiranía, como único medio que nos resta entre ser esclavos o libres. (Decreto del 27 de abril de 1822 firmado por San Martín)

En el dispositivo se percibe la retórica de Monteagudo. Los departamentos ocupados por las fuerzas del virrey —según lo estipulado— también tendrían representantes aunque el sufragio tuviera un carácter simbólico. La aspiración consistía en que los pueblos hicieran uso de un derecho que no habían conocido. Como sede del anhelado conciliábulo (cuál símbolo espiritual e histórico), fue señalado el local de la prestigiosa y antigua Universidad de San Marcos, ente académico por excelencia en el ámbito continental.

Estando ocupados por las fuerzas realistas los departamentos del surandino (Cusco, Arequipa, Huamanga, Huancavelica y Puno), la primera dificultad que se presentaba para la conformación del Congreso era la de una representación popular disminuida. Por esta razón y de acuerdo a los decretos de 29 de junio, 8 de agosto y 3 de setiembre de 1822, se dispuso que los vecinos de esas localidades que se hallaban en Lima, eligieran diputados suplentes (cada 15 mil habitantes tenían derecho a elegir uno); sistema con el que se pretendió hacer extensivo a las provincias de Potosí, Charcas, Cochabamba y La Paz, pero que fue impracticable por el escaso número de naturales de dichos lugares en la capital. Esta y otras dificultades impidieron que el Congreso se instalase en la fecha señalada por el mencionado decreto del 27 de diciembre de 1821. En tal virtud, cuatro meses después, por decreto de 27 de abril de 1822, se prorrogó la convocatoria para el día 28 de julio (primer aniversario de la jura de la Independencia). Pero, lamentablemente, en esa segunda fecha tampoco se pudo materializar el propósito; hubo que esperar dos meses más. Por fin, con la nómina completa de diputados, cuyos poderes habían sido examinados y validados por la Comisión nombrada por el Supremo Gobierno, calificándolos de legales, San Martín, de regreso de la fracasada entrevista de Guayaquil, por conducto de su ministro de Gobierno, y reputando haber el número suficiente de representantes, dispuso que se instalase el Congreso el sábado 20 de setiembre de 182278.

Esa fecha —según refieren testimonios de la época— fue un día espectacular, lleno de agitación y de significado histórico79. La noche anterior se realizó en las iglesias limeñas del cercado una rogativa general. Se amnistió a los reos políticos. El día de la ceremonia (espléndida en todo sentido), los diputados electos, encabezados por el propio Protector, se dirigieron de Palacio a la Iglesia Metropolitana, a implorar la asistencia divina mediante la misa del Espíritu Santo que celebró el deán gobernador eclesiástico del Arzobispado, ilustrísimo señor Francisco Javier de Echagüe80. El Protector tomó juramento a los jubilosos representantes, de dos en dos. Concluido este acto, el gobernador eclesiástico entonó el Te Deum (cantándose después el himno Veni Sancti Spiritus a cargo de un coro de jóvenes acólitos); en la Plaza Mayor, una salva de veintidós cañonazos repetida en la del Callao y en los buques de la Armada (comandada por lord Cochrane), así como un repique general, acompañaron hasta el salón principal del Congreso a los diputados en unión del Jefe Supremo.

Refiriéndose a este singular e histórico momento, un observador de la época nos ha dejado el siguiente valioso y pormenorizado testimonio:

El tránsito de Palacio a la Iglesia Matriz estuvo acompañado de bandas de música, que tocaban aires patrióticos recientemente compuestos. Diputados y autoridades se colocaron a los lados del Protector. Vestían de negro. Todo el boato y la cortesanía de una ceremonia virreinal se lucía por la ocasión. Jurados ya, se dirigieron a pie desde la Catedral a la Plaza de la Inquisición. Por sobre sus cabezas vibraba en el aire un repique enloquecedor… A las diez de la mañana de aquel día solemne, Lima recibió la impresión de un acontecimiento que nunca había sucedido: la instalación de la magna Asamblea. El absolutismo, en la esperanza confiada de los pueblos, terminaba en ese instante. Los próceres comprendían que, en ese momento, el Perú iniciaba su derrotero hacia la creación de la democracia.

El ministro de Gobierno y Relaciones Exteriores, doctor Francisco Valdivieso, con voz vibrante, hizo la pregunta sagrada que imponía graves deberes para la patria: “¿Juráis por la santa religión católica, apostólica y romana, como propia del Estado, mantener la integridad soberana del Perú; no omitir medio para libertarlo de sus opresores; desempeñar fiel y lealmente los poderes que os han confiado los pueblos y llenar los altos fines para los que habéis sido convocados?”. En seguida, todos tocaron los evangelios. San Martín, que había permanecido silencioso y flanqueado por el citado ministro y por el general Tomás Guido, dijo luego: “Si cumpliereis lo que habéis jurado, Dios os premie y si no, él y la patria os demanden”. Cuando concluyeron las palabras del Protector, nuevamente repicaron las campanas. En las calles, transportados por un hilo psicológico común, hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, cultos e ignorantes, se echaron a cantar, caminar y beber como si ese minuto de fugaz alegría fuera a durar mucho tiempo. Cuando en el interior del recinto se hizo el silencio en las filas de los diputados y en las galerías que estaban llenas de anónimos espectadores que forman el pueblo, el Capitán de los Andes se puso de pie, despojándose del pecho la banda de dos colores, que lucía un sol de oro bordado, y con un gesto de desprendimiento exclamó: “Al deponer la insignia que caracteriza al Jefe Supremo del Perú, no hago sino cumplir con mis deberes y con los votos de mi corazón. Si algo tienen que agradecerme los peruanos, es el ejercicio del Supremo Poder que el imperio de las circunstancias me hizo obtener. Hoy que felizmente lo dimito, yo pido al Ser Supremo el acierto, luces y tino que necesitan para hacer la felicidad de sus representados. ¡Peruanos! Desde este momento, queda instalado el Congreso Soberano y el pueblo reasume el Poder Supremo, en todas sus partes”. Los concurrentes, puestos de pie y sin excepción alguna, ovacionaron al gallardo general. Había en la voz del Protector, un dejo de amarga alegría. En seguida, ganó la puerta del Congreso acompañado de sus diputados y de sus ministros. Sobre la mesa acababa de dejar seis pliegos cerrados. (Citado por Leguía y Martínez, 1972, p. 67)81

A partir de ese instante, el destino del Perú pasó de la protección de San Martín y de su ejército, a la fórmula ortodoxa y liberal de una Asamblea de la que emanaba el poder y el gobierno mismo. Al respecto, Basadre (1968) dice: “Con el Congreso Constituyente empezó a gestarse la historia de la República del Perú. Es el nuestro un Estado concebido como un bello ideal y llevado luego penosamente a la realidad” (t. I, p. 4).

Al retirarse San Martín, los diputados presentes decidieron elegir una Junta Provisional. La designación de presidente de esta recayó en Toribio Rodríguez de Mendoza y de secretario en José Faustino Sánchez Carrión. Acto justo y simbólico al mismo tiempo.

El maestro y el discípulo, que prepararon la revolución ideológica, volvían a encontrarse en el instante en que el sueño se convertía en realidad. Acto seguido, se dio comienzo a la elección de la Junta Directiva del Congreso. Fueron elegidos el clérigo liberal Francisco Xavier de Luna Pizarro (más tarde arzobispo de Lima) como presidente; Manuel Salazar y Baquíjano, conde de Vista Florida, como vicepresidente; y secretarios Sánchez Carrión con 53 votos y Francisco Javier Mariátegui con 3182. En su discurso de inauguración, Luna Pizarro destacó la trascendencia de la solemne instalación del Congreso Constituyente, declarando que desde ese momento “la soberanía residía en la nación y su ejercicio en el Congreso que la representaba legítimamente”83. De este modo, la autonomía, la independencia y la libertad del Perú, formalmente, empezaban con la Asamblea que en ese instante se establecía. Ese era el cuerpo político que, conforme a las teorías de los filósofos de la Enciclopedia, debía dar la norma reguladora de la vida de los ciudadanos del flamante Estado.

Los diputados se percataron de que el Perú, en el momento en que se producía la instalación del Congreso, quedaba sin la autoridad ejecutiva que había mantenido San Martín en sus manos; en consecuencia, lo designaron Generalísimo de las Armas del Perú, en tanto se votaba una moción de gracias “por los eminentes servicios que tiene prestados a la Nación”. Simultáneamente, se acordó dirigirse al prefecto del Departamento de Lima, coronel de milicias José de la Riva Agüero y Sánchez Boquete, autorizándolo para que continuase en sus funciones y supervisase el mantenimiento del orden público “como único Jefe de Estado que existe en la capital, entre tanto proceda la Asamblea a elegir el Poder Ejecutivo”. El representante por Puno, el poeta José Joaquín Olmedo, solicitó que el Congreso ratificase la declaración de la Independencia del Perú. Por su parte, Sánchez Carrión pidió designar a todas las autoridades civiles, militares y ecleciásticas, exceptuando la administración del Poder Ejecutivo y el Consejo de Estado. Finalmente, el presidente propuso abrir los pliegos dejados por San Martín, no sin antes haberse tomado acuerdo unánime para que no se leyesen los que contuvieran ribetes de corte secreto. A las 5 de la tarde se levantó la sesión (que fue completamente pública) citándose para dos horas más tarde. El acta de instalación fue firmada por los diputados presentes, y al hacerlo —dice una crónica de la época— “un ligero tremor en las manos se hacía perceptible” (citada por Paz Soldán, 1962, p. 270). ¿Esperanza?, ¿fanatismo por la libertad?, explosión optimista del alma, porque las cadenas se rompían? De todo ello había un poco en esos supremos momentos.

Sobre el quehacer de Luna Pizarro en el Congreso se ha escrito bastante; unos para ensalzarlo y otros para denostarlo84. Lo cierto es que al elegírsele como presidente del Congreso, se refrendaban sus servicios patrióticos y se rendía homenaje a su vigorosa capacidad intelectual y al brío de su espíritu revolucionario. Como mentor intelectual de la Asamblea, infundió su carácter y sus ideas decisivamente en casi todo los actos y por su influjo habría de crearse la Junta Gubernativa, órgano tripartito de gobierno que conciliaba las formalidades constitucionales con sus íntimas y avasalladoras expectativas de retener el poder para el Congreso. En el recinto legislativo, Luna Pizarro aplicó brillantemente la experiencia adquirida al observar el funcionamiento de las Cortes de Cádiz y, aunque no se prodigó en los debates, su actividad se multiplicó en los conciliábulos que prepararon las decisiones graves. Impresiones recogidas por sus contemporáneos, hacen saber que “su figura enjuta y raquítica formaba contraste con sus ojos vivos, centellantes, que arrojaban fuego y electrizaban al improvisar un discurso en la tribuna, o sostener una discusión”; y que “a estas dotes acompañaba maneras suaves y atractivas y cierta dulzura de carácter, en su trato familiar, que contrastaba de un modo asombroso con la exaltación que sufría al encontrar oposición” (Paz Soldán, 1962, p. 290). Se afirma que durante su presidencia al frente de la indicada Asamblea (que duró solo un mes: 20 de setiembre al 20 de octubre) “solía pasear su ascética figura por los viejos claustros a los cuales daban los salones ocupados por las diferentes comisiones, a fin de orientar y estimular sus trabajos”. Mariano José de Arce preguntó irónicamente en alguna oportunidad si Luna Pizarro pensaba que los diputados eran aún colegiales de San Fernando (Lorente, 1880, p. 78)85.

¿Por cuántos miembros estuvo conformado el Congreso Constituyente y quiénes fueron? De acuerdo a la relación que aparece en el decreto de 17 de diciembre de 1822 de la Junta Gubernativa aprobando las “Bases de la Constitución Política de la República Peruana”, 63 diputados constituían la membresía de la flamante corporación legislativa, caracterizán-dose por el predominio casi absoluto de criollos notables de la época y, en gran número, brillantes teóricos de tendencia liberal. ¿Su mérito? Principalmente, el haber dado la primera Constitución Política y el haber decidido que el Perú fuera una república democrática (Denegri, 1972, p. 515). Observa Jorge Basadre (1968): “Fue este Congreso una reunión variopinta de hombres beneméritos e ilustres. Muchas de las figuras mejores del momento, en el clero, el foro, las milicias, el comercio, las letras y las ciencias sentáronse entonces en los escaños legislativos” (t. I, p. 5). En este sentido y en vista de las circunstancias ya mencionadas que no permitían una elección popular que reflejara la presencia de todos los pueblos de la nación (ocupación de gran parte del territorio por las armas españolas), puede decirse que la elección de los miembros de la Asamblea fue semejante a la que suele hacerse en las instituciones académicas: por los títulos del saber, la virtud o el patriotismo. Esta situación un tanto anómala, llevó a dicho autor a decir que la Asamblea adoleció de una representatividad deseable. Aquí sus palabras:

Si se examina con objetividad la forma cómo fueron escogidos en 1822, tanto los representantes por los departamentos libres como los suplentes nombrados con la finalidad de acoger a los ciudadanos de las zonas que aún no lo estaban, se verificará que existió una notoria inautenticidad. La incorporación de los diputados electos se hizo por las respectivas mesas preparatorias electorales. El personal del Congreso estuvo en gran parte compuesto por ciudadanos residentes en Lima, muchos de los cuales ni siquiera conocían geográficamente las provincias que les fueron otorgadas. Es decir, la primera Asamblea Constituyente estuvo muy lejos de ser representativa. (Basadre, 1980, p. 19, nota n.° 6)86

Esta limitación, ciertamente, no atentó contra la calidad e idoneidad de la inédita institución. Al contrario, como señala Raúl Porras (1974): “la Asamblea de 1822 es acaso la más docta corporación que ha tenido la República, verdadero areópago de la nacionalidad” (p. 79). En su heterogénea composición encontramos abogados, eclesiásticos, médicos, militares, comerciantes, empleados, propietarios particulares y otros profesionales. Once diputados titulares y tres suplentes eran peruanos de nacimiento; nueve eran oriundos de la Gran Colombia; tres eran argentinos; uno era chileno; y uno era natural del Alto Perú (Porras, 1974, pp. 30-31; Basadre, 1980, p. 17). Según refiere Juan Pedro Paz Soldán (1920) estos extranjeros fueron como peruanos por ley de 15 de febrero de 1825 (un año después de proclamada la dictadura de Bolívar). Ellos eran: Tomás Forcada, José Gregorio Paredes, Miguel Tenorio, Jerónimo Agüero, Francisco Argote, Miguel Otero, Felipe Antonio Alvarado, Ignacio Ortiz de Zevallos, Ignacio Alcázar, José Joaquín de Olmedo y Alejandro Crespo87.

De los representantes que a continuación mencionamos, muchos de ellos —dice Porras (1974)— no solo eran antiguos y conspicuos liberales, sino también acérrimos defensores de la libertad y que podían exhibir como credenciales los más altos títulos patrióticos88. Rodríguez de Mendoza había enseñado en el renombrado Convictorio de San Carlos valores libertarios a una generación luchadora; Luna Pizarro había conspirado con Pezet, con Unanue y con Tafur (médicos todos) en San Fernando; Sánchez Carrión y Mariátegui eran de los más audaces carolinos de su época y acababan de ganar la batalla de la República contra Monteagudo89; Pérez de Tudela había redactado el Acta de la Independencia, aprobada por el cabildo limeño el 15 de julio de 1821. La Asamblea era, además, preclara por los timbres del saber y de la probidad de sus integrantes. La mayoría de sus miembros había respirado el ambiente fresco y revitalizante de los claustros universitarios. El maestro chachapoyano Rodríguez de Mendoza (que había realizado la más decisiva transformación filosófica de la mentalidad peruana) pudo contar con más de una veintena de discípulos en los escaños en la sesión inaugural, en la que le eligieron presidente de la mesa provisoria; Unanue y Méndez y Lachica representaban a la generación brillante del dieciochesco Mercurio Peruano; el sabio Paredes (autor de las famosas y útiles Guías), Tafur y Pezet a las matemáticas y la medicina; Arce, Cuéllar, Pedemonte (rector de San Carlos) y Luna Pizarro, eran los más rotundos prestigios del clero; Olmedo iba a preparar en el Congreso una victoria para su mejor canto; Araníbar, Pérez de Tudela, Galdeano, Figuerola (que había hecho el brillante elogio a San Martín) y Sánchez Carrión, representaban al foro; Ferreyros brillaría en la república como hombre de letras (Porras, 1974, p. 66).

Ante esta pléyade de valiosos e importantes personajes (que a partir de entonces se denominaría la “representación nacional”) el atribulado Protector dimitió su cargo, con frases magnánimas que ya hemos glosado en páginas anteriores. Con razón o sin ella, Leguía y Martínez (1972) reprocha al Congreso el haberle negado al general argentino la posibilidad de dirigir transitoriamente los destinos del país en un instante tan crítico:

El Congreso ni por razones de política, ni por razones de orden público y por último ni por consideración y gratitud a los servicios que había prestado al Perú en la iniciación de la gesta libertadora, le confió a San Martín el mando provisional del Estado hasta que hubiera de elegirse al peruano que debía encargarse de la Magistratura Suprema. Por el contrario, expidió un decreto el día 21 del mismo mes de setiembre para el nombramiento del órgano ejecutivo que estaría formado por tres personas, quienes constituirían la primera Junta de Gobierno del Estado independiente. (Leguía y Martínez, 1972, p. 97)

Un caso anecdótico por estos días de intenso trajín, fue la juramentación de Unanue; lo referimos por la importancia del personaje y por lo que él generó en el seno del Congreso. Como bien sabemos, el connotado sabio fue elegido representante por el departamento de Puno, aún sin dejar sus funciones ministeriales90. Esta situación le impidió incorporarse a la Asamblea conjuntamente con los demás diputados electos. Pero sí lo hizo el día 23 en que presentó sus credenciales para tomar asiento en el escaño que le correspondía. Pero había un requisito esencial que debía llenarse conforme a los reglamentos vigentes. Un ministro de Estado no podía terminar sus funciones sin el previo juicio de residencia que debía o no eximirlo de responsabilidad. La cuestión previa al juicio de residencia planteada por un meticuloso legalista, no llegó a prosperar en el Congreso, pues era tal el prestigio y la personalidad de Unanue que ante él cedieron las consignas escritas, uniformándose la opinión de la Asamblea por el ingreso inmediato del representante de Puno. Los diputados más conspicuos como Sánchez Carrión, Mariátegui, Pezet, o sea, el grupo dirigente del Congreso, los más autorizados, los más capaces, los que orientaban a la opinión pública dentro y fuera del sagrado recinto, fueron los que rechazaron la cuestión previa del juicio de residencia, “considerándola ofensiva para la honorabilidad y la investidura del ministro, y contraria al sentimiento general de los peruanos”. Con cierto patriotismo, fruto de la antigua consideración al sabio, Sánchez Carrión, con la frase encendida del tribuno, exclamó dirigiéndose a Unanue: “Viejo respetable, tan conocido en la Europa y cuya elocuencia nos ha encantado siempre; célebre entre las gentes de letras”; y agregó “Repetiré mil veces que el nombre de Unanue es muy respetable y en el acto debe recibírsele el juramento y comenzar el ejercicio de su diputación”. El acuerdo del Congreso fue inmediato, juramentando el ilustre sabio el mismo día 23 (citado por García Rosell, 1978, p. 96).

Casi desde el inicio y con claridad hasta 1823, el Congreso estuvo controlado por su presidente, Luna Pizarro, y por un hombre de leyes de enorme prestigio intelectual y revolucionario, Sánchez Carrión quien no solo sería “el ave que enseña su plumaje” (según metáfora de Basadre) sino también la voluntad que se traduce en acción; ambos, convencidos y fervorosos republicanos91. Como lo señala acertadamente Porras (1974, p. 63), el primer momento de la Asamblea fue de arrebato lírico, de exaltación gratulatoria a los héroes, espadas de honor, inscripciones lapidarias, citas clásicas, repiques de campanas y la oratoria encendida de los corifeos de la libertad, mojada de ternura en la “leche del Contrato Social” (frase del filósofo e historiador escocés Thomas Carlyle) y rebosante de humanidad, de justicia, de patriotismo y de filantropía. Sin embargo, con el correr del tiempo este temperamento casi afín, poco a poco fue resquebrajándose hasta mostrar visibles variantes entre liberales doctrinarios, rivaagüerinos y bolivarianos. Basta revisar las actas del Congreso para percatarnos de ello92.

¿Cuál fue la principal tarea del prócer Congreso? Aquella que, indudablemente, lo prestigia y perenniza en los anales de la historia nacional: la promulgación de la primera Carta Política en noviembre de 1823, que no solo estableció el ordenamiento político-jurídico mantenido esencialmente hasta nuestros días, sino que ha sido considerada como el más genuino de los documentos producidos en el pensamiento revolucionario de la Independencia93. Para los febriles constituyentes, saturados del Espíritu de las Leyes y del Contrato Social, era en la facultad de darse las leyes, en la que un pueblo palpaba la realidad de su soberanía. Además, en los ejemplos clásicos habían aprendido que se llamaban “ciudades libres” a las que se gobernaban por leyes. En este sentido para ellos la imagen de la Patria se confundía con la imagen de la Ley. “El patriotismo —escribió Sánchez Carrión— no envuelve en último análisis otros deberes que los que consigna el fructuoso y constante estudio de sus leyes”; y el presidente de la Asamblea, Carlos Pedemonte y Talavera, al iniciarse el debate de la Carta, enaltece la tarea legislativa que van a realizar, afirmando: “Un país independiente, por el simple hecho de serlo no es todavía para sus moradores una patria. Patria es una asociación de individuos formada bajo leyes justas”. Y cuando se refiere a la necesidad de terminar su labor antes de que concluya la guerra de la emancipación, exclama: “¡La campaña decisiva va a abrirse! Plegue al cielo que cuando destruído el último enemigo vengan nuestros victoriosos guerreros a decirnos: Está conquistada vuestra Independencia; y nosotros podamos responderle: También ya está construída vuestra Patria” (citado por Porras, 1974, p. 98).

Con criterio acertado, la Asamblea juzgó que, previamente, debían sentarse las Bases del sistema político que se adoptaría para la Constitución. Con este objeto, el presidente Luna Pizarro designó una Comisión ad hoc compuesta por él mismo, Unanue, Olmedo, Pérez de Tudela y Figuerola. Los más reposados, y los más conspicuos. Los agitados, los radicales como Sánchez Carrión, las discutirían después, pero aceptándolas con ligeras modificaciones. Mientras la Comisión trabajaba en su delicado encargo y ante la carencia de normas que regularan la vida pública (solo existían los decretos y leyes del Protectorado), Sánchez Carrión quiso salvar el escollo presentando una moción en la sesión del 5 de octubre, concebida en estos términos:

Quedan, por ahora, en su vigor y fuerza todas las leyes, decretos, órdenes y reglamentos que regían antes de la instalación del Congreso, siempre que no estén en oposición con el nuevo orden de cosas y con las declaraciones que se expidan por la autoridad nacional, constituída por la expresa voluntad de los pueblos. (Citado por Porras, 1974, p. 77)

El camino de la República continuaba, por tanto, al amparo de aquella legislación sanmartiniana, hasta que el Congreso adoptara el sistema definitivo de la vida política.

Después de casi seis semanas de ardua labor, la Comisión dio por concluido su cometido. En efecto, ante la expectativa general de los diputados, el 4 de noviembre se leyó el dictamen respectivo que no era otra cosa que el cuerpo de las Bases de la futura Carta Magna94. Integrado por 24 items expuestos esquemáticamente, allí se exponían los principios rectores del espíritu republicano, representativo y popular que adoptaría la Constitución. Las Bases, nombre que se asumió para designar las normas estimadas como fundamentales para la organización del nuevo Estado, tenían carácter transitorio, desde que existían aún varios departamentos que estaban sometidos a la acción prepotente y depredatoria de los españoles. En las Bases, sin embargo, se fijaron los principios directrices de la flamante organización estatal. El 16 de diciembre de 1822 el virtuoso documento fue sancionado por unanimidad por la representación y rubricado con “vivas y aplausos a la patria soberana”.

Sobre estas Bases, pues, surgiría la nueva estructura política y jurídica del Perú. Pero, ¿cuáles eran los postulados directrices del documento? Entre otros, las Bases proclamaron tres grandes principios: de autonomía, de liberalismo republicano y de representación popular. “La soberanía reside esencialmente en la nación: ésta es independiente de la monarquía española y de toda dominación extranjera y no puede ser patrimonio de ninguna persona ni familia”, se lee en la introducción del documento. Significaba esta declaración la muerte de las aspiraciones monárquicas que mantenían todavía latentes algunos miembros de la nobleza y del entorno de San Martín. De aquellos tres principios genéricos, se desprendieron los siguientes preceptos dirigidos a tutelar la libertad de los ciudadanos, la libertad de imprenta, la seguridad personal y de domicilio, la inviolabilidad de la propiedad, el secreto de la correspondencia, la igualdad ante la ley, la voz activa y pasiva de todos los ciudadanos en las elecciones populares, la igual repartición de contribuciones en proporción a las facultades de cada uno, el derecho de libre petición a los poderes públicos, la independencia del poder judicial, el establecimiento del catolicismo como religión oficial del Estado, la abolición de las confiscaciones, de las penas crueles e infamantes, de los empleos y privilegios hereditarios, del comercio de negros, la libertad de vientres, etcétera. Se proclamó, asimismo, el principio de la división de poderes. Los próceres no olvidaron, en las Bases que juraron solemnemente, el postulado de que todos tienen necesidad de la instrucción, debiendo ser atendida por la sociedad y asistida por el Estado. Como afirma Santiago Távara (1951) “estas Bases de la Constitución futura no podían ser más liberales: se llevaron de encuentro el azote, las vinculaciones, los empleos venales y hereditarios (o de juro de heredad) y muchos otros privilegios” (p. 85).

Ciertamente, los citados postulados fueron analizados, discutidos y comparados. En un sobrio y conciso Manifiesto a los pueblos del Perú (1823), firmado el 19 de diciembre del año anterior, por Juan Antonio de Andueza, como presidente del Congreso y por Gregorio Luna y Sánchez Carrión como secretarios, mostraba en tono patético los peligros que representaban el “tránsito de la esclavitud a la libertad”. Con generoso y sobredimensionado idealismo decía que las Bases aprobadas representaban los “principios eternos de la justicia natural y civil”. Y concluía:

Sobre ellos se levantará un edificio majestuoso que resista a las sediciones populares, al torrente desbordado de las pasiones y a los embates del poder; sobre ellos se formará la Constitución que proteja la libertad, la seguridad, la propiedad y la igualdad civil. Una Constitución, en fin, acomodada a la suavidad de nuestro clima, a la dulzura de nuestras costumbres y que nos recuerde esa humanidad genial de la legislación de los Incas, nuestros mayores. (p. 6)

El documento preliminar exhalaba, pues, la fe en la bondad ingénita de los hombres que tanto ponderaba Juan Jacobo Rousseau en su idílica teoría sobre el “Buen Salvaje”.

La tiranía, sombra de los monarcas, fue exorcizada desde todos los ángulos de la Asamblea. Era el momento —dice Jorge Guillermo Leguía (1972)— de la embriaguez oratoria y de las bellas palabras, de los siempres y de los nuncas. “El ejercicio del Poder Ejecutivo nunca puede ser vitalicio y mucho menos hereditario”, dicen las Bases de la Constitución. “La reunión del Poder Legislativo con el Ejecutivo —advierte el fraile Méndez y Lachica— en una persona o corporación es el origen de la tiranía” (citado por Porras, 1974, p. 83). Y Sánchez Carrión que llevaba el trémolo de la Asamblea, se yergue en la tribuna para definir, con palabras aprendidas del citado Rousseau, los inalienables derechos de la soberanía y anatemizar, en el ámbito del Congreso, repentinamente enmudecido por el contagio de su verbo cálido y tribunicio, el gobierno unipersonal. “¡Señor —exclama— la libertad es mi ídolo y lo es del pueblo, sin ella no quiero nada: la presencia de uno en el mando me ofrece la imagen abominable del Rey, de esa palabra que significa herencia de la tiranía!” (citado por Porras, 1974, p. 87). De esta manera, el tribuno de Huamachuco se erigió incuestionablemente como el primer y más grande orador de la Asamblea y aunque no hayan quedado —dice este autor— sino breves resúmenes de sus discursos, en ellos se siente aún el énfasis generoso que los animó y el prestigio de una palabra hablada gallardamente y en alta voz.

Aprobado el documento-madre, inmediatamente la Asamblea nombró una Comisión de Constitución para que se dedicara a elaborar la tan urgente y ansiada Carta Magna. Las Bases fueron lo provisional, lo inaplazable en un Estado naciente y —como ya se dijo— sin normas de vida política propias. Fueron elegidos para cumplir tan elevado (y delicado) encargo Rodríguez de Mendoza (que la presidió), Pérez de Tudela, Pedemonte, Figuerola, Paredes, Mariátegui y Sánchez Carrión95. Sin embargo, sería este último —como lo recalca Porras en su ensayo biográfico— quien en realidad conduciría el quehacer de la Comisión durante los casi cuatro meses que demandó su labor. Con su ciencia jurídica y social incuestionablemente sólida, con su inocultable culto a los tratadistas de derecho franceses y sajones, con la fluidez de su brillante pluma y, sobre todo, con su inalterable fe republicana, el ilustre hijo de Huamanchuco se constituyó en el principal autor y ponente de la Constitución. Él será el encargado, con serena y noble doctrina, de escribir el Exordio de la Ley Fundamental y los dictámenes que la sustentaban, echando con ello los cimientos de nuestra ciencia constitucional (Porras, 1974, pp. 32-33). El 8 de abril de 1823, quedó listo el proyecto para su discusión en la Asamblea; a la semana siguiente, el día 15, se inició el debate, continuando todo el resto del año. Se interrumpió la labor en junio debido a causas ajenas a la Asamblea; se reanudaron en el mes de octubre (con Bolívar ya en Lima) y, después de ser aprobado por el pleno del Congreso (en sus 194 artículos), quedó listo el texto constitucional para su promulgación, refrendación y juramento el 12 de noviembre de 182396.

¿Cuál es la trascendencia histórica del primer Congreso Constituyente del Perú y qué significa, históricamente, para la ulterior vida jurídica y política del país? A pesar de sus errores (que fueron muchos) y de sus transacciones con la cruda realidad, no puede regatearse admiración a la obra conjunta de los congresistas de 1822 y, particularmente, a su líder nato que fue José Faustino Sánchez Carrión. ¿Y qué de la Carta Magna? Aparte de su estructura jurídica (que inspiró a las posteriores constituciones liberales que se dictaron) se advierte en ella no solo una preponderancia del Poder Legislativo, sino también un permanente culto a la ideología de la libertad, al humanitarismo fraternal tan hondamente peruano, a la religiosidad profunda, a la dignidad moral de que quisieron investir a la República y a la ciudadanía con el respeto de la ilustración y de la virtud. Simultáneamente, se advierte en los congresistas aquel ejemplo que dieron la mayor parte de ellos, como auténticos paladines de la nacionalidad, acerca del sentido de la respetabilidad e inviolabilidad de sus cargos. En efecto, mientras ejercieron la representación —subraya Raúl Ferrero (2003)— renunciaron a todos otros cargos o comisiones; no cobraron dietas sino en las grandes urgencias; vistieron de negro (en señal de su declarada sobriedad); exigieron jueces para mantener la fuerza de su función; y dieron pruebas de desprendimiento cediendo especies de su uso personal para las necesidades de la guerra. Tal, la obra afirmativa e invalorable de los ideólogos de 1822, que trasciende en ejemplo perdurable de patriótica y cívica enseñanza (Leguía Iturregui, 1922, p. 73; Porras, 1974, p. 34; Ferrero, 2003, p. 106).

Pero, también hay otros autores, no menos importantes, que desde su particular perspectiva han proferido graves juicios históricos contra la composición y el desempeño de la magna Asamblea (Manuel Nemesio Vargas, Luis Alayza Paz Soldán, Gaspar Rico y Angulo, Rubén Vargas Ugarte, entre otros). Sostienen, por ejemplo, que el Congreso estuvo conformado por teóricos ilusos, por intelectuales que no eran políticos o por demagogos virulentos e impertinentes. Ellos —agregan— fueron responsables de las vicisitudes que vivió el Congreso “porque su espíritu estaba impregnado de sofismos [sic] extraterrestres”. Alayza y Paz Soldán (1944) escribe:

El Congreso nacido al calor de las más intensas emociones libertarias y dentro de un clima tempestuoso y saturado de liberalismo, había de dejarse alucinar por el fantasma de una libertad prematura y el terror pírrico al poder arbitrario. Así, la Asamblea sería campo propicio para el desborde del reprimido espíritu libertario, convertido en furioso liberalismo que, al desenvolverse sin orientación, irreflexiblemente, acabaría por destruir al mismo Congreso. (p. 49)

Por su parte, Manuel Nemesio Vargas (1903-1940) señala: “El primer Congreso del Perú quiso gobernar. No le bastó que su voz fuera la ley y, queriendo tener bajo su dominio a las autoridades, instituciones y a los ciudadanos, perdió sus augustas prerrogativas” (p. 215). Sin embargo, el juicio del jesuita Rubén Vargas Ugarte (1966), resulta mucho más contundente, amplio y esclarecedor. Dice:

A nuestro juicio, pocas asambleas legislativas han contado con figuras tan eminentes como este primer Congreso. Las mediocridades que son las que más abundan no escasearon en él, pero fueron menos en número. El error fundamental de esta asamblea lo han señalado acertadamente Manuel Jesús Obín y Ricardo Aranda, editores de los famosos Anales Parlamentarios del Perú, fue un absurdo político el absorber, primero, toda la soberanía para repudiarla después en toda su integridad. La contradicción parece haber regido sus actos. Su primer decreto fue declarar que la soberanía residía en la Nación y su ejercicio en el Congreso y luego pasó a rendir esa soberanía ante el aparato de la fuerza militar que le imponía un caudillo para el ejercicio del mando supremo, legalizando así la primera de las revoluciones de cuartel que, para desventura nuestra, se han repetido con excesiva frecuencia a lo largo de nuestra historia. El ídolo eregido entonces, vino a ser también por nueva contradicción el tirano de Trujillo y a los decretos de glorificación sancionados en febrero de 1823, se sucedieron los de proscripción y odio del mes de agosto. Rehúye en un principio la venida del Libertador del Norte, para luego mostrarse suplicante y depositar todos los poderes en él. A este error habría que añadir otro. Su laboriosidad es manifiesta, pero, por efecto del omnímodo poder que se atribuía, intervino en multitud de asuntos y de pormenores administrativos que no debieron distraer su atención y que eran totalmente ajenos a la dignidad de un Parlamento. Funesto ejemplo que han seguido y siguen nuestros legisladores, ocupados en trivialidades que no exigen mayor esfuerzo y dejando a un lado los grandes problemas nacionales que exigen meditación y estudio. Por último, el 18 de noviembre de 1823 se sancionaba la Constitución o Ley Fundamental del Estado, pero incidiendo de nuevo en flagrante contradicción. Apenas había sido promulgada en la capital, cuando el mismo Congreso demanda un poder dictatorial y dispone que callen las leyes ante la nueva autoridad norteña que —a su juicio— va a salvar a la República. (T. VI, p. 241)

Finalmente, Gaspar Rico y Angulo, periodista español director de El Depositario, ironizando sobre el quehacer del Congreso escribió la siguiente cuarteta (después del desastre bélico de Moquegua):

Congresito cómo vámos

con el tris tras de Moquegua

de aquí a Lima hay una legua

¿Te vas? ¿te vienes? ¿nos vamos? 97

Al margen de los juicios a favor o en contra que acabamos de reseñar sumariamente, es menester afirmar que el primer Congreso Constituyente tuvo una existencia azarosa, destino al que no escaparían muchos otros que existieron en los dos siglos siguientes. En medio de una etapa turbulenta, de las sonrisas sarcásticas de los españoles y del pretorianismo que iniciaba su obra de idolización de la fuerza bruta, la Asamblea Constituyente duró 17 meses y 21 días, habiendo celebrado 536 sesiones, muchas de ellas borrascosas, en una atmósfera de optimismo y pesimismo, de gallardía y de ilusión, de valentía y también de tono ridículo. En el desempeño de su grave misión, puso de manifiesto su amplia capacidad como cuerpo deliberador, al mismo tiempo que su poca aptitud como organismo directivo de la guerra y de la política. Su periplo fue la de instalarse en Lima el 20 de setiembre de 1822, trasladarse al Callao el 19 de junio de 1823, seguir a Trujillo el día 26 y sufrir su disolución el 19 de julio de aquel año, cargado de enormes y gravísimos sinsabores. Sería restablecido después en Lima (6 de agosto), recesándose en febrero de 1824, para volverse a reunir en febrero de 1825 y clausurarse a los pocos días en el mes de en marzo. Suerte que —como bien sabemos— seguirían después los Congresos de la República sumidos en el oleaje de la anarquía y de las dictaduras, del servilismo y de la inocuidad, de la apatía y del desdén.

Por otro lado, el mencionado Congreso no actuó desconectado de los acontecimientos que se sucedían con la rapidez de los períodos turbulentos y difíciles de la historia. Aunque sus miembros hubieran querido desconocer la realidad, los hechos cotidianos eran tan graves que aparecían influyendo sobre el destino y el desempeño de la Asamblea. Más allá de las fronteras del recinto congresal bullía la guerra entre patriotas y realistas, con todas las consecuencias psicológicas que provoca una contienda enconada, como la que mantenían hombres que aparecían como insurrectos, frente a otros y que, fanáticamente, defendían el principio de la autoridad del rey. En medio del fragor de las ambiciones personales, de los desastres militares (como el de Torata y Moquegua), de la irrupción del caudillismo castrense (con Riva Agüero a la cabeza) y del descontrol político, el Congreso Constituyente tuvo que cumplir la obra teórica más importante por entonces: la de dar al Perú una Constitución. Con ella —repetimos— cobraría personalidad política la naciente nacionalidad98.

Históricamente —afirma José Agustín de la Puente Candamo (1971)— la primera Asamblea Constituyente encarna los ideales de la revolución. Es la realidad jurídica y política consecuencia de un largo proceso social en que luchan dos mentalidades, dos filosofías, dos concepciones contrapuestas de la vida. Aquella Asamblea, que no olvidaba a su congénere de Francia y a la Convención de Filadelfia, rompía el ritmo del orden colonial mediante la negación de instituciones que emanaban del espíritu teocrático y de la monarquía absoluta que representó Fernando VII99. Los hombres que fueron actores en la gestación de la República, veían cumplidos sus ideales. Y fue aquella Asamblea, de ciudadanos selectos, la que proclamó, con lealtad a los principios democráticos del Contrato Social, “que la soberanía radicaba en la nación”. En esa forma, repudió al francés Jacobo Benigno Bossuet cuya filosofía teocrática había sustentado el origen divino de las monarquías. La igualdad cedía el puesto al privilegio: los intereses se eclipsaban ante el impulso innovador de la revolución.

Para concluir el presente apartado, es pertinente mencionar cuatro circunstancias que rodearon el quehacer del cónclave liberal y que Jorge Basadre (1980), sintetiza de manera magistral:

a) El Congreso inaugurado en setiembre de 1822 fue el símbolo de una rebelión social frente al sistema de base aristocráticoestamental; es decir, implicó formalmente el desmantelamiento del antiguo régimen virreinal. Desde un punto de vista teórico, la burguesía criolla (acompañada por unos pocos y resignados sobrevivientes de la antigua nobleza hereditaria, a la que se le había escapado el comando del proceso independentista) obtuvo el usufructo del poder político con una cobertura liberal.

b) Aunque en los legisladores de 1822 hubo la prudencia de no ensayar el modelo federal (no obstante el proyecto presentado por Sánchez Carrión), intentaron el debilitamiento de la función de gobernar del Ejecutivo, en una lógica reacción del sistema colonial y contra los partidarios de la aplicación del régimen monárquico en el Perú independiente que habían rodeado a San Martín.

c) No obstante la beligerancia verbal (a menudo demoledora e hiriente), es asombrosa la falta de jacobinismo en el seno del Congreso. Ningún acto de crueldad ni de sangre mancha la blanca hoja de su historia, en tres años de guerra encarnada. Sus gestos más atrevidos se reducen a “exonerar” (no usa siquiera el de “destituir”) del mando a Riva Agüero y a “proscribir” a Monteagudo. En plena guerra mortal, dicta una ley de amnistía a favor de los “que hayan exhibido doctrinas contrarias a las suyas” y prohíbe “confiscar los bienes de los españoles que tengan hijos”.

d) Probablemente el punto más cuestionado de su angustioso accionar, fue delegar el poder político en un triunvirato amorfo e inconsistente, cuando todas las circunstancias del momento (políticas, militares, sociales, económicas e internacionales) aconsejaban concentrarla en una sola persona revestida de las máximas garantías y avalado por la representación nacional (gobierno unipersonal). Ello —como veremos de inmediato— no solo le restó al Congreso credibilidad ante la opinión pública, sino también la animosidad del sector más radical del ejército que desembocó en el tristemente famoso motín de Balconcillo que llevó al poder al citado Riva Agüero.

Construcción política de la nación peruana

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