Читать книгу Construcción política de la nación peruana - Raúl Palacios Rodríguez - Страница 7
Introducción
ОглавлениеEn su estupendo prólogo al libro Historia de los partidos, del piurano Santiago Távara y Andrade (1790-1874), Jorge Basadre Grohmann escribió, con la lucidez que le caracterizaba:
Al terminar la guerra de la Independencia, el Perú se halló en una situación mucho más difícil y peligrosa que cualquiera otra de las Repúblicas americanas. Algunas de ellas, como Chile, liquidaron esa guerra en plazo relativamente breve, estuvieron libres de todo problema de fronteras, de toda complicación internacional y solas, por su cuenta, encararon los problemas de la organización y de la estructuración internas. Otras, como Colombia y Venezuela, aunque integrando, por obra del genio de Bolívar una vasta federación, no se enfrentaron dentro de ella a posibles mermas territoriales y contaron, a consecuencia de la trayectoria de la guerra independentista, con fuerzas políticas y militares propias. Como las campañas finales de esa devastadora contienda se habían librado en territorio peruano, empobreciéndolo, y como en el curso de ellas habían aparecido conatos perturbadores de grupos netamente peruanos (Junta Gubernativa, Riva Agüero, Torre Tagle), el Perú de 1825 estaba exangüe y merced a la apetencia de los ‘auxiliares’ colombianos. En ese sentido, los planes continentales de Bolívar implicaron, desde el punto de vista estrictamente peruano, el peligro de la división o balcanización territorial. El Libertador expresó a veces la idea de establecer la nueva Federación de los Andes o Boliviana con dos Estados federales (Perú unido a Bolivia, por un lado, y la trilogía Colombia, Ecuador y Venezuela, por otro). Sin embargo, en los últimos meses de 1826 pareció inclinarse por la idea de que ellos fueran seis (Nor-Perú, Sur-Perú, Bolivia, Colombia, Ecuador y Venezuela). Por otra parte, la posibilidad de una amputación territorial resultó convertida en hecho tangible cuando, celebrado el tratado de límites entre el Perú y Bolivia (noviembre de 1826) todo el litoral de Tacna, Arica y Tarapacá fue cedido a ese país. Y las tendencias divisionistas o separatistas comenzaron entonces a surgir en otras zonas del sur del Perú, como los microbios proliferan en los organismos débiles. (En Távara, 1951, p. LVI)1
Larga ha resultado la cita del eminente historiador tacneño nacido el 12 de febrero de 1903, pero sumamente útil para tener una visión resumida del estado en que quedó nuestro país después no solo de las azarosas campañas militares que tanto lo agobiaron, sino también de las terribles vicisitudes (de origen interno y externo) que prosiguieron a la firma de la Capitulación de Ayacucho en diciembre de 1824. Fueron apenas cinco años (1821-1826) en los cuales, junto con el afán decidido y perentorio de echar las bases de la naciente república (organización política del Estado, definición de su forma de gobierno, elaboración de la primera Carta Magna), se vivieron, asimismo, instantes de verdadera angustia, tanto en el ámbito económico como en el político, ideológico, social, militar e internacional. Este último, representado primordialmente por las acechanzas foráneas que, en los años sucesivos y de manera irremediable, desembocaron en conflictos o confrontaciones sin par. ¿El resultado? La dolorosa amputación territorial sufrida por el país en distintos sectores de sus dilatadas fronteras. Al vaivén, pues, de estas graves contingencias, el destino de nuestra novata nación se fue moldeando paulatinamente en su afanosa aspiración de convertirse en una comunidad más auténtica, más próspera y, sobre todo, más justa y solidaria. Ese —a nuestro juicio— es el mensaje común que podemos descubrir en el pensamiento y en la acción de aquellos hombres que, cándidamente ilusos unos y extremadamente realistas otros, constituyeron la primera generación de peruanos bajo cuyas riendas empezó nuestro país no solo a transitar por el difícil y zigzagueante camino de la libertad, sino también a recorrer la senda de la incipiente república “nacida a sangre y fuego”, en frase puntual de la historiadora Carmen McEvoy (2019)2.
Precisamente, la intención del presente libro es analizar, por un lado, aquella breve pero intensa experiencia histórica que a partir de julio de 1821, y por el lapso de un lustro, se desarrolló a pesar de las enormes e innumerables dificultades que por esos días se presentaron; y, por otro, ayudar al lector a entender y apreciar el significado histórico de la mencionada Capitulación a la luz de aquella singular coyuntura. No debe olvidarse que el famoso documento que selló y consolidó la independencia americana (con las firmas de Antonio José de Sucre y José de Canterac en el mismo lugar de los acontecimientos), marcó un antes y un después en la vida de nuestros pueblos, representando —según lo testimonió el propio Bolívar— la “síntesis gloriosa del esfuerzo de miles de soldados pendientes del destino de la América meridional” (Obras Completas, vol. I, p. 612). En consecuencia, por su enorme trascendencia histórico-jurídica y su vasta proyección internacional, consideramos que existen suficientes y legítimas razones para concederle a dicho manuscrito no solo la categoría de “documento-madre”, sino también un lugar privilegiado en la profusa historiografía hispanoamericana.
Pero, ¿qué puede decirse acerca de las décadas que en el Perú precedieron al desembarco de San Martín en Pisco en setiembre de 1820 y a la posterior consumación de la gesta emancipadora en su conjunto? Bajo una interpretación histórica de larga duración, puede afirmarse que entre el levantamiento cusqueño de José Gabriel Condorcanqui, Túpac Amaru II, en 1780 y la capitulación del obstinado brigadier José Ramón Rodil en 1826 (acto que puso fin a la presencia realista en el territorio peruano), mediaron casi cincuenta largos años. En ese lapso, se sucedieron una serie de sucesos a escala nacional de suma trascendencia que, de una u otra forma, fueron encauzando no solo el deseo patriota de romper con el dominio absoluto del poder real establecido desde principios del siglo XVI, sino también de consolidar la anhelada libertad política en toda su plenitud democrática. Es decir, convivir en una Patria libre. Así, y de manera perseverante, se fue forjando el deseo de independencia en el ánimo y el accionar de nuestros connacionales, enfrentándose “al núcleo más organizado y poderoso del imperio español que tuvo en vilo por decenios a los patriotas de América del Sur” (Denegri, 1972, p. II).
De este modo, juzgamos que queda desvirtuada aquella equivocada afirmación de que el Perú nada hizo por emanciparse de la dominación hispana, o que hizo tan poco que no influyó significativamente en la contienda contra las armas peninsulares.
Formado estaba el espíritu y el deseo de libertad en el Perú antes del arribo del Ejército Libertador del Perú, así lo comprueba la vida sacrificada de un sinnúmero de patriotas, los destierros y prisiones que sufrieron y la pura e inocente sangre que en las plazas y los cadalsos derramaron. (1869, p. 39)
Es lo que nos dice el célebre magistrado y político Francisco Javier Mariátegui, actor y testigo de esos sucesos. En una palabra, pues, la semilla de la libertad, efectivamente, no era desconocida aquí. A ese prolongado y fecundo período (“preñado de gloria y dolor”, en frase de nuestro historiador Raúl Porras Barrenechea), la historiografía moderna denomina con toda propiedad y legitimidad la “etapa de los precursores peruanos”. Precisamente, en los párrafos que siguen, reseñamos sucintamente los principales sucesos (entre muchos otros) que entonces se sucedieron y, sobre todo, sus diversas y significativas implicancias posteriores.
En términos cronológicos, el primer acontecimiento histórico que merece ser recordado por su enorme repercusión aquí y en el subcontinente, es la citada rebelión popular encabezada por Túpac Amaru II en su tierra natal, considerada con toda justificación como la primigenia gran revolución de la Independencia de la América española. Iniciado en la provincia de Tinta el 4 de noviembre de 1780, el levantamiento se expandió rápidamente a los alrededores del Cusco e, incluso, a zonas mucho más alejadas, incorporando en sus filas a indios, criollos y mestizos lugareños. La rebelión, con un trágico final, tuvo la enorme virtud no solo de avivar la rebeldía contra el despotismo real, sino también de afianzar el amor por la libertad en toda América meridional. Desde esta perspectiva, puede afirmarse que su influencia en los nuevos y sucesivos levantamientos de la región, fue evidente y decisiva3.
Otro suceso histórico que tuvo lugar en el Perú y que cronológicamente, fue casi contemporáneo a la mencionada sublevación cusqueña, está relacionado con el quehacer académico e intelectual que entonces se vivió profusamente en Lima bajo la denominación genérica de la Ilustración. ¿En qué consistió esta corriente, dónde se ubicó su génesis y cuáles fueron sus principales manifestaciones? Se designa con este nombre —dice el historiador belga Jacques Pirenne (1987)— al movimiento cultural iniciado durante el siglo XVIII en el Viejo Mundo y que fue extendiéndose por todo el ámbito occidental, gestando una verdadera transformación en el ejercicio filosófico y político que desembocaría, inevitablemente, en las revoluciones de Europa y América y en la formación subsiguiente de las nacionalidades en el siglo XIX. En esta línea, el pensamiento de los franceses Charles Louis de Secondat, barón de Montesquieu (1689-1755), escritor y filósofo; de Juan Bautista Say (1767-1832), economista; de Francisco-Marie Aronet (más conocido como Voltaire, 1694-1778), filósofo, escritor e historiador; de Denis Diderot (1713-1784), escritor, filósofo y enciclopedista; de Jean-François Marmontel (1723-1799), escritor y dramaturgo; y de Guillaume Thomas François Raynal (más conocido como el abate Raynal, 1713-1796), escritor y pensador, fue la base política e ideológica que nutrió las ideas liberales entonces imperantes en diversos y lejano parajes del mundo occidental.
La trascendencia de la Ilustración, para nuestro país y las naciones hispanoamericanas, fue enorme. Por un lado, el impulso a los estudios de nuestra realidad geográfica (recursos) y, por otro, el acercamiento a la realidad social viviente (hombres), trajo como consecuencia la conciencia de lo nacional, base primordial de los movimientos revolucionarios de la Independencia. En nuestro caso, la difusión de sus ideas progresistas en el último tercio de la mencionada centuria dieciochesca, se transmitió, fundamentalmente, a través del renombrado Convictorio de San Carlos, de la flamante Sociedad Amantes del País y del célebre Mercurio Peruano (aparecido en 1791 y, al decir del citado Porras, “la más sabia de las publicaciones peruanas de todos los tiempos”); pero, también, mediante la acción personal y animada de los criollos ilustrados de la época, como José Baquíjano y Carrillo (ilustre limeño, hijo del primer conde de Vistaflorida), Hipólito Unanue y Pavón (afamado médico y científico ariqueño), Toribio Rodríguez de Mendoza (natural de Chachapoyas y preclaro e influyente mentor intelectual de la época), entre otros. ¿El común denominador? El conocimiento y la difusión concreta y exacta del Perú y su entorno histó-rico, geográfico, literario, artístico, económico, comercial e industrial. ¿El resultado? La afirmación del sentimiento patriótico que había de impulsar, en el futuro inmediato, la revolución liberadora. Son hombres —como dice Porras (1953)— que destierran la Escolástica y que embebidos en la lectura de la Enciclopedia, como el inquieto limeño Pablo de Olavide, desafían a la Inquisición, se escriben con Voltaire y fundan las logias liberadoras; el arequipeño Juan Pablo Viscardo y Guzmán, que escribe para la patria distante, que nunca volvería a ver, la memorable Carta a los Españoles Americanos y que el precursor Francisco de Miranda “imprimió en volantes para prender con fuego peruano, en el erial venezolano de 1806, la chispa de la insurrección americana” (Porras, 1953, pp. 33-34).
Sobre la citada Sociedad Amantes del País y de su órgano de difusión el Mercurio Peruano, son útiles e interesantes las referencias históricas de R. J. Shafer en su libro publicado en 1958 que, incluso, corrige algunas apreciaciones anteriores. En su opinión, la indicada Sociedad no fue realmente una sociedad económica ni en su organización ni mucho menos en su función; actuaba como un dinámico grupo editorial para la mencionada publicación. Por lo tanto, la historia de esta entidad debe concebirse únicamente en relación y de manera inseparable al Mercurio Peruano. La Sociedad editó el Mercurio Peruano y no hizo virtualmente nada más. Sus estatutos recién fueron elaborados a principios de 1792, merced al aporte de José Baquíjano, Hipólito Unanue, Jacinto Calero y José María Egaña, presentándolos en el mes de marzo al virrey para su aprobación. El 19 de octubre, en espera de la aceptación real, fueron admitidos provisionalmente por la indicada autoridad virreinal. Declararon que la Sociedad había sido fundada para “ilustrar la historia, literatura y noticias públicas del Perú”. La primera sesión pública se llevó a cabo el 5 de enero del año siguiente, recibiendo un significativo subsidio del virrey. La aprobación real indujo a la entidad cambiar el nombre por el de Real Sociedad de Amantes del País. Sobre la membresía de la flamante institución, se especificó que de los treinta miembros académicos elegidos por pluralidad de votos, veintiuno debían ser limeños; además, los académicos se comprometían a dedicar sus esfuerzos a escribir para la indicada publicación. Asimismo, se estableció que la habilidad de escritor sería una condición sine qua non para ser miembro. Finalmente, se consideró una disposición para contar con miembros consultivos tanto honorarios como correspondientes (Shafer, 1958, pp. 157-158).
En cuanto al Mercurio Peruano, los aportes del indicado autor se complementan estupendamente con las reflexiones de Jorge Basadre (1958), Raúl Porras (1921) y Ella Dunbar Temple (1942). En efecto, una síntesis de los cuatro aportes nos permite señalar lo siguiente. En el Prospecto publicado en 1790 (cuya autoría corresponde a Jacinto Calero) se resalta, por un lado, la trascendencia de la imprenta para propagar los conocimientos en el mundo moderno, señalando sus efectos positivos en Inglaterra, España, Italia, Francia y Alemania; y, por otro, se hace hincapié en que el Perú necesita mayor difusión en términos de más noticias y de más datos sobre comercio, minería, arte, agricultura, pesca, manufactura, literatura, historia, botánica, mecánica, religión, y decoro público; también información sobre hechos ocurridos en el territorio. Los autores, utilizando seudónimos clásicos, se enfrascarán en la tarea de examinar y difundir esta diversidad de aspectos (Shafer, 1958, p. 159).
A pesar de lo anunciado —dice Basadre— en el Mercurio Peruano aparecido en 1791 acaso no haya una novedad temática; pero hay características singulares que lo hacen sobresalir. En primer lugar, por ejemplo, destaca la lucidez, la claridad y la exactitud de sus colaboradores, o sea, el racionalismo superando lo confuso, lo arbitrario y lo informe. Además, la fijación del interés concretamente en el Perú y no en América meridional, o en todo el Nuevo Mundo, se encuentra formulado desde un principio: “El principal objeto de este papel periódico es hacer más conocido el país que habitamos”, empieza diciendo el artículo inicial, titulado precisamente “Idea General del Perú”. Ese conocimiento —concluye el citado autor— va a ser divulgado no como erudición muerta, ni a través de disertaciones abstrusas, sino mediante estudios exactos sobre la realidad general del Perú viviente (Basadre, 1958, pp. 98-100).
De este modo —afirma Raúl Porras— el Mercurio Peruano realizó una doble e histórica labor. Al proponerse sus redactores el Perú como objeto de estudio en todos los órdenes del saber, afirmaron el sentimiento patriótico que había de impulsar la revolución liberadora. Constructores serenos del porvenir, pusieron sin jactancia, ante los ojos mismos del virrey incauto que los protegía, los cimientos de la Patria latente. Si no le bastara este mérito de su vidente dirección nacionalista, tiene la publicación sobreabundantes prestigios para merecer el primer puesto entre nuestras publicaciones de ayer y de hoy. Ninguna ha alcanzado más alto renombre científico ni esparcido mejor el nombre peruano. Sus noticias del Perú desconocido y fabuloso de la geografía y de la historia, sus profundas observaciones sociales, su estudio del medio, sus fecundas iniciativas, su constante anhelo de mejoramiento, tuvieron el poderoso atractivo de la originalidad. Un eco prolongado de admiración le saludó en América y Europa. Es sabido el homenaje de Humboldt que le puso, por propias manos, como un preciado regalo, en la Biblioteca Imperial de Berlín. Los nombres de los de la pléyade que lo escribió, encabezada por José Baquíjano y Carrillo, son ilustres por este y otros títulos: fray Diego Cisneros, el jeronimita liberal; el sabio Hipólito Unanue; Toribio Rodríguez de Mendoza, el reformador de la enseñanza; Ambrosio Cerdán, oidor eminente; el clérigo Tomás Méndez y Lachica, de eminencia reconocida; fray Cipriano Jerónimo Calatayud, cumbre de la oratoria; González, Romero, Millán de Aguirre, Pérez Calama (obispo de Quito), Egaña, Rossi, Calero, Guasque y Ruiz. Todos ellos, sobresalientes en sus respectivas materias. Sin embargo, la más sabia de las publicaciones peruanas se extinguió a los tres años (1794) por falta de suscriptores. En doce volúmenes en pergamino, la colección del Mercurio Peruano es hoy una inapreciable joya bibliográfica (Porras, 1921, s/p). Cabe señalar que, posteriormente y a iniciativa de Carlos Cueto Fernandini, la Biblioteca Nacional hizo una edición facsimilar (1964-1966) de los doce volúmenes, con uno adicional de índices preparado por Jean Pierre Clement (1979).
Cuando desapareció la preciada publicación, en 1794, el movimiento periodístico colonial no solo se circunscribió de nuevo a las eventuales Gacetas, sino que también enmudecieron los nacientes intereses nacionalistas. Todos esos planes económicos y proyectos reformistas inspirados en el comercio libre fueron reemplazados por una escueta lista de entradas y salidas de navíos sin mayor trascendencia histórica. Así, pues, quedaba atrás un formidable capítulo de reflexión académica en torno al Perú, para dar paso a la fría nómina del movimiento marítimo cotidiano por nuestro principal puerto (Dunbar Temple, 1942, s/p).
Con el advenimiento del siglo XIX y, principalmente, durante los dos primeros decenios, tuvo lugar en Lima y en otros puntos de nuestro territorio el tercer suceso histórico de singular proyección y que amerita una reseña; nos referimos a las recurrentes y secretas conspiraciones limeñas y a las abiertas insurrecciones que en provincias agitaron el ambiente político y despertaron la inquietud y el celo de la autoridad virreinal. Efectivamente, en la misma sede del omnipotente poder real (Lima), las conspiraciones se sucedieron de modo constante desde los primeros años de la indicada centuria, aún antes de que se hubiese proclamado la independencia en otros países sudamericanos y que concluyeron con la entrada pacífica del Ejército Libertador en la capital a mediados de julio de 1821.
En este contexto, sobresalieron tres instituciones en cuyo seno germinaron las ideas liberales que, con decisión y firmeza, sustentaron e impulsaron las indicadas confabulaciones: la Escuela de Medicina de San Fernando, presidida por el probo galeno y hombre de ciencia Hipólito Unanue; el Oratorio de San Felipe Neri, de acrisolada y reconocida actividad proselitista con fines patrióticos; y el afamado Convictorio Carolino dirigido desde 1785 hasta 1817 (durante más de tres décadas) por el ilustre e infatigable clérigo Toribio Rodríguez de Mendoza. Sobre el quehacer conspirativo de este último centro, es conocida la frase airada del virrey José Fernando de Abascal cuando dijo que allí “hasta los ladrillos conspiraban”. De sus claustros egresaron Sánchez Carrión, Pedemonte, Muñoz, Cuéllar, Ferreyros, Mariátegui y León: todos —como dice el historiador chileno Benjamín Vicuña Mackenna (1860)— eran patriotas, todos republicanos y todos hijos del Perú. En los tres casos, en las aulas de estas acreditadas entidades educativas, los alumnos bebieron de los principios liberales de sus igualmente prestigiosos maestros.
Un caso singular (fuera de Lima), por la trascendencia del personaje que lo dirigió, fue el Seminario Conciliar de San Jerónimo de Arequipa, regentado por el severo y talentoso obispo de la localidad Pedro José Chaves de la Rosa. Natural de Chiclana de la Frontera (Cádiz-España), el preclaro religioso tuvo en sus manos el báculo de la ciudad mistiana durante dieciséis años (1789-1805) y, amparado en sus fueros y en el alto respeto de su nombre,
acometió la difícil y osada empresa, no de reformar lo creado, sino de crear lo que no existía, lo que estaba vedado, lo que era casi un crimen ante la época y una rebelión ante la ley. Todo lo cambió: doctrina, estudios, personal, sistema, hábitos, etc. La reforma era no solo evangélica, era política, era social y, si se atiende al momento, era eminentemente revolucionaria. El derecho, la filosofía y las ciencias, se abrieron paso con él. (Vicuña Mackenna, 1860, p. 58)
Por su parte, el inglés Clemente Markham (1895) agrega:
Los discípulos del eminente obispo español, llegaron a ser los más ardientes defensores de las reformas emprendidas. Los más queridos y reputados entre éstos fueron: Francisco Xavier de Luna Pizarro, prócer de la Independencia y después arzobispo de Lima, y Francisco de Paula González Vigil, la gran lumbrera del Perú. Es incalculable la gran influencia que ejercieron estos y otros de los discípulos del renombrado vicario, sobre las futuras generaciones. (p. 154)
Chaves de la Rosa retornó a España en 1809. Degradado por el déspota e insensato Fernando VII, murió en la miseria en su villa natal el 26 de octubre de 1819, a los 79 años de edad.
Simultáneamente al activo y fructífero rol que desempeñaron estas corporaciones educativas, hay que resaltar la acción personal que muchos peruanos, pertenecientes a diversos estratos sociales (nobles, sectores medios y gente del pueblo), actuaron como decididos agentes, propulsores, cabecillas o partícipes de las conspiraciones capitalinas. La nobleza limeña —al decir del citado Vicuña Mackenna (1860) — “la más rancia, la más mimada, la más inerte de los dominios españoles, sin exceptuar a la de Madrid, a la que en número y en pretensiones era apenas inferior”, se hizo presente en este colectivo afán conspirativo a través de algunos de sus miembros. En primera línea, entre otros, sobresale la figura cumbre de José Mariano de la Riva Agüero y Sánchez Boquete, marqués de Aulestia y conde de Pruvonena, “el director de todas las conspiraciones en celdas y salones, el maniobrador eterno e inasible como su sombra”, al decir de Raúl Porras (1953, pp. 33-34). A su lado, aparece el desempeño sobresaliente de José Matías Vásquez de Acuña, el ardiente e inquieto conde de la Vega del Ren, así como del conde de San Juan de Lurigancho y del marqués de Villafuerte. Asimismo, es notable el trajinar del ilustre limeño José Bernardo de Tagle y Portocarrero, marqués de Torre Tagle. No menos trascendente fue la labor de José Félix Berindoaga, conde de San Donás y barón de Urpín (de trágico e injusto final en la época bolivariana). Algunas señoras nobles también fueron participes de estos afanes, como fue el caso de la condesa de Gisla y de la aristócrata Pepita Ferreyros; ambas de reconocida trayectoria patriótica.
Al lado de estos personajes ligados a la añeja nobleza colonial hay que rescatar la participación de algunos criollos de gran valía como, por ejemplo, el citado Hipólito Unanue, cosmógrafo y médico principal de la ciudad; José Gregorio Paredes, preclaro médico y profesor de matemáticas; José Pezet, editor de la difundida Gaceta de Lima; Eduardo Carrasco, marino, cosmógrafo y eximio profesor de matemáticas; José Gavino Chacaltana, patriota iqueño e insigne médico; Juan Pardo de Zela, procurador (arrestado y condenado a diez años de cárcel); Mateo Silva, joven y prestigioso abogado (arrestado y enviado a los presidios de Valdivia en Chile).
A pesar de la tiranía extrema y de la rigurosa vigilancia de la autoridad virreinal —dice el citado historiador Markham (1895)— “los conspiradores limeños se reunían en diferentes lugares: primero en el Caballo Blanco, frente a la iglesia de San Agustín, después donde Bartolo o en el Café del Comercio en la calle de Bodegones” (p. 155). En estos puntos, se examinaban y se discutían asuntos de variada naturaleza e importancia, tales como los destinos de la América meridional, los derechos de los colonos, la forma de gobierno que mejor convenía, las noticias que circulaban sobre las insurrecciones en los distintos lugares del subcontinente, los mecanismos para facilitar el arribo de las expediciones libertadoras del sur, etcétera. A menudo, también, las reuniones secretas se llevaban a cabo en las residencias de los propios complotados (unas veces en la casa de Riva Agüero y, otras, en la del conde de la Vega del Ren, en la de la mencionada condesa de Gisla o en la de la patriota guayaquileña Rosa Campusano). Asimismo, las reuniones se efectuaban en habitaciones alquiladas expresamente en los suburbios de la ciudad.
En cuanto a los levantamientos que entonces se sucedieron en distintas partes del territorio, una nómina provisional e incompleta nos muestra el siguiente cuadro. En primer término, destaca el referido movimiento encabezado por José Gabriel Condorcanqui, el último que ostentó el título de Inca y mandado a descuartizar, atado a cuatro caballos en la plaza del Cusco por el visitador José Antonio de Areche, después de haber paseado el suntur páucar de sus antepasados por la meseta del Collao y los alrededores; la sublevación liderada por Felipe Velasco, caudillo de los indios de Huarochirí, arrastrado hasta el patíbulo de la plaza de Lima, a la cola de una mula de alabarda; el intento heroico de José Gabriel Aguilar y José Manuel Ubalde, que rindieron sus vidas en los albores de una conspiración; el anhelo sin par del limeño Francisco Antonio de Zela que, en Tacna, empuñó las armas para lograr la liberación, siendo derrotado y conducido entre cadenas al lejano y malsano presidio de Chagres (Panamá); el tesón revolucionario del huanuqueño Juan José Crespo y Castillo que, tomado prisionero, fue fusilado en 1812 gritando ¡Viva la libertad!; el afán de Enrique Paillardelli, que, junto con su hermano Juan Francisco, promovió la segunda insurrección de Tacna (1813) en favor de la Independencia; los afanes revolucionarios de los hermanos Angulo (José, Vicente, Mariano y Juan), víctimas de la dureza despótica del virrey Abascal; el plan de Mateo García Pumacahua, cacique indio y brigadier español que murió por la causa de la libertad; la entrega del epónimo arequipeño Mariano Melgar, el más joven e infortunado de todos, que cayó en Umachiri con el nombre de su amada en los labios y con el cráneo perforado por las balas realistas; los intentos del tacneño José Gómez, del moqueguano Nicolás Alcázar, de los hermanos limeños Mateo y Remigio Silva, y del capitalino José Casimiro Espejo en Lima; y los mil héroes anónimos de las casamatas y de los presidios y de las cárceles de Checacupe, de Chacaltaya, de Huanta, de Huancayo y del puente de Ambo, cuyos defensores blanquearon con sus huesos las pampas de Ayancocha. “¡Cuántas amarguras —dice Raúl Porras—, cuántas zozobras, cuántas rebeldías y cuántos callados heroísmos se expresaron en esos gloriosos e inciertos días!” (Izcue, 1906, p. 23; Porras, 1953, pp. 33-34).
Un cuarto hecho histórico que no podemos obviar y que formó parte de aquellos esfuerzos revolucionarios que en el Perú precedieron a la jura de la Independencia y a su consumación final en 1824 con la batalla de Ayacucho, corresponde a la participación y al rol decisivo que desempeñó la mujer como madre, esposa o hermana de aquellos que bregaban por la liquidación del yugo español. De procedencia no solo social y económicamente disímil (pertenecientes a sectores altos, medios y bajos), sino también de formación cultural diferente, estas damas destacaron por su entrega, abnegación y sacrificio e, incluso, por su activa y directa participación en las conspiraciones o sublevaciones al lado de los actores principales de esos movimientos. Sobre el caso de la actuación de la mujer limeña, el siguiente testimonio de Vicuña Mackenna (1860) resulta particularmente elocuente:
Las limeñas de aquellos días, eran también las más activas conjuradas por su acerado espíritu, por su ferviente entusiasmo y por su indesmayable sentido de inmolación. La saya y el manto, con su misteriosa impunidad, se hicieron entonces en Lima los cómplices más útiles de todos los complots. (p. 82)
En páginas precedentes hicimos alusión a la condesa de Gisla, mujer memorable e ilustre de alta alcurnia, cuya casa se convirtió en el club secreto y garantizado de los más conspicuos conspiradores y de las más decididas conspiradoras, donde el sigilo, la discreción, la fraternidad y la confianza mutua eran las claves de su actuación clandestina. Semejante situación, se vivía en otros hogares, como en los de Rosa Campusano Cornejo, Juana de Dios Manrique de Luna y de Brígida Silva Cáceres, entre otros. En todos estos hogares, el patriotismo se hizo evidente, no obstante el acecho y la amenaza de la autoridad virreinal. Pero hubo otros casos en que la mujer peruana empuñó las armas y se convirtió en cabeza de la sublevación, como ocurrió con la mencionada Micaela Bastidas Puyucahua, mujer altiva y de temple y coraje probados, que actuó al lado de su esposo José Gabriel Condorcanqui en el levantamiento de 1780.
La lista de estas insignes heroínas se completa con los nombres, entre otros, de la aguerrida ayacuchana María Andrea Parado de Bellido; de Catalina Agüero de Muñecas y de Catalina Aguilarte (ambas de incansable actividad conspirativa en Lambayeque); de Ventura Ccalamaqui (mujer quechuahablante, de notable actuación en Huamanga); de Manuela Sáenz Aizpuru (quiteña radicada en Lima y reconocida activista al lado de Rosa Campusano); de Clofé Ramos de Toledo y sus hijas María e Higinia (conocidas como “Las Toledo”), de grata recordación por su acción valerosa y arrojada en la voladura del puente de Izcuchaca a fin de evitar el paso del ejército realista; de Emeteria Ríos de Palomo (destacada y abnegada patriota de Canta); y de Tomasa Tito Condemayta, de trágico final.
El 11 de enero de 1822, organizada ya la Orden del Sol, el protector San Martín premió a las patriotas peruanas (limeñas sobre todo) creando ciento doce caballeresas seglares y treinta y dos caballeresas monjas, escogidas entre las más notables de los trece monasterios de Lima. La relación de estas damas se publicó días después en la Gaceta del Gobierno en fechas diferentes: 23 de enero de 1822 (t. II, n.° 7, pp. 3-4) para el primer grupo, y 23 de febrero de 1822 (t. II, n.° 16, pp. 1-2) para el segundo grupo. Ambas relaciones fueron reproducidas por Denegri, 1972, pp. 419-422. En el Apéndice biográfico se consignan referencias acerca de la vida y el quehacer de algunas de las patriotas que actuaron tanto en Lima como en provincias; infortunadamente, la carencia de información sobre el resto de ellas nos ha impedido ampliar la nómina e incluirlas.
Finalmente, un quinto suceso histórico que formó parte de aquella etapa que nos interesa examinar como preámbulo a la Jura de la Independencia, está referido a la acción controvertida del clero en los afanes independentistas de la época. El padre Rubén Vargas Ugarte, jesuita y reputado historiador nacional, en dos estudios dedicados al tema (publicados en 1942 y 1945, respectivamente) nos ofrece algunas reflexiones que sirven de guía para esbozar a continuación algunos comentarios.
En definitiva, determinados miembros del entonces denominado “alto clero” no se alinearon con el entusiasmo revolucionario del momento ni fueron decididos partidarios de la gesta emancipadora; todo lo contrario. Se mostraron opuestos al anhelado sistema republicano y combatieron abiertamente a los llamados “rebeldes vasallos”. ¿La causa? Por un lado —según dicho autor— la mayoría de ellos eran españoles de origen y, por otro, algunos de ellos pertenecían o mantenían una relación cercana con la nobleza; igualmente, su dependencia estrecha de la persona del monarca (en que los había colocado el Patronato Real), hacía aparecer como un acto de infidelidad cualquier paso que dieran en desmedro de la autoridad suprema. Ese fue el caso del obispo de Moyobamba, Hipólito Sánchez Rangel (natural de Badajoz-España), irreductible realista y enemigo acérrimo de la causa patriota y que en las misas dominicales solía hablar de los “herejes insurgentes, autores de las novelerías de patria y libertad”, para referirse a los amantes de la emancipación política. Sin embargo, hubo también altos prelados que asumieron una actitud diferente a favor de los patriotas; fue el caso, por ejemplo, del arzobispo de Lima Bartolomé María de las Heras (natural de Carmona-Sevilla) que, conminado por el virrey José de La Serna a abandonar la capital y no someterse a los designios de la Expedición Libertadora de San Martín, se resistió y días después tuvo el coraje de colocar, el primero, su firma en el Acta de la Independencia. Obviamente, existieron muchos otros casos, en uno u otro sentido, a lo largo de ese azaroso período de nuestra historia.
¿Y qué del clero menor tanto secular como regular? Su conducta, en general, estuvo identificada con los ideales de libertad e, incluso, muchos curas o párrocos —como veremos de inmediato— tuvieron una participación directa en los levantamientos o sublevaciones y, otros, formaron parte del contingente de las expediciones libertadoras. Al respecto, los casos abundan.
Recordemos que en los claustros de La Merced se formó el limeño fray Melchor de Talamantes, trasladado por sus ideas progresistas a México, y prócer de la independencia de esa nación; en los de la Buenamuerte, se educó Camilo Henríquez, fogoso e incansable promotor de la revolución chilena. Y de los claustros de San Felipe Neri, salieron el vehemente Méndez y Lachica, el culto Pedemonte, el ilustre Carrión y otros más que, con su reconocido prestigio e influencia, ganaron para la causa patriota muchos adeptos y prepararon el terreno para el mejor éxito de la campaña sanmartiniana. (Vargas Ugarte, 1942, p. 262)
En provincias, la lista de los sacerdotes patriotas se muestra aún más frondosa, observándose su participación abierta y decidida en los principales movimientos revolucionarios a nivel nacional. Vargas Ugarte (pp. 262-263) consigna, de manera secuencial, una información bastante minuciosa que permite no solo rastrear su desempeño, sino también valorar su esfuerzo en medio de tantas dificultades u obstáculos. Aquí una síntesis. En la conspiración del Cusco de 1805 figuran como fautores, y aun como cabecillas, algunos religiosos, como el presbítero José Bernardino Gutiérrez, el cura Marcos Palomino (radicado en Livitaca) y fray Diego de Barranco. Cinco años después salen a relucir los nombres del presbítero Ramón Eduardo de Anchoris, sacristán de San Lázaro; de Cecilio Tagle, cura de Chongos; de fray Mariano Aspiazu, párroco de Ulcumayo. En 1812, durante la revolución de Huánuco, sobresale la acción de fray Marcos Durán Martel al lado de Juan José Crespo y Castillo; también el de José de Ayala, párroco de Chupán. En la rebelión de los hermanos Angulo, de 1814, en la ciudad imperial, participaron muchos sacerdotes al punto de que el virrey Abascal, receloso de la actitud adoptada por el obispo José Pérez y Armendáriz y de buena parte de su clero, obligó no solo al primero a declinar su autoridad, sino también a trasladar a Lima al arcediano José Benito Concha, al provisor Hermenegildo de la Vega, al prebendado Francisco Carrascón y al presbítero Juan Angulo, hermano de los cabecillas de la revolución. El papel del presbítero Mariano José de Arce y del clérigo Ildefonso Muñecas fue, igualmente, decisivo en aquella sublevación. Desde entonces y hasta 1819 las cárceles de Lima y del Callao se vieron llenas de sacerdotes y religiosos acusados de infidentes, como el presbítero Manuel Garay y Molina, el juandediano fray Francisco Vargas, el agustino fray Pedro Gallegos, el cura Juan José Gabino de Porras y otros más procedentes de los diferentes ámbitos del territorio.
Sin duda alguna, el arribo de la escuadra al mando del almirante Cochrane a nuestro litoral avivó el entusiasmo de los patriotas y, entre ellos, el de algunos ilustres sacerdotes como Cayetano Requena, natural de Huacho, confidente de San Martín y, posteriormente, diputado en el primer Congreso Constituyente. Por estos días, sobresalió también la labor del cura de Huarmey, Pedro de la Hoz (tío del prócer Francisco Vidal) quien fue autor de las continuas proclamas colocadas, anónimamente, en las calles de Lima incitando al pueblo a luchar por la libertad. Con el advenimiento de San Martín, primero, y de Bolívar, después, la colaboración de los curas patriotas se intensificó en distintos ámbitos. Unos sirvieron como capellanes del ejército, como fray Pedro de Zapas y Carrillo, el presbítero Marcelino Barreto y el cura José Antonio Agüero. Otros, como la mayor parte de bethlemitas o juandedianos, expertos en salud, se convirtieron en cirujanos del ejército, entre los cuales no puede omitirse el nombre de fray Antonio de San Alberto, que salvó muchas vidas por las enfermedades palúdicas desatadas en el Cuartel General de Huaura y que mereció, por sus enormes e infatigables servicios, el que se le concediese el título de Cirujano Mayor. Otros fueron jefes de las partidas de guerrillas o montoneras, como el ya citado fray Pedro de Zayas y Carrillo y el franciscano fray Bruno Terreros (natural de Muquiyauyo), que llegó a alcanzar el grado de coronel. Para concluir, debemos recordar que en el Congreso Constituyente de 1822, el primero de nuestra historia, de los setenta diputados que conformaron la Magna Asamblea, veintitrés vestían el hábito religioso; muchos de ellos de antigua trayectoria patriótica.
Estos fueron, pues, a grandes rasgos, los principales acontecimientos que —repetimos— antecedieron al arribo del general San Martín en 1820 y a la posterior rendición del brigadier Rodil en 1826, con la que se puso punto final a la presencia del poder real en el Perú.
Dicho todo lo anterior, cabe preguntarse ¿cuál es la percepción que se tiene de nuestro período?, ¿qué rasgos son los que más sobresalen?, ¿puede hablarse de una etapa particularmente singular? Estas y otras interrogantes merecen nuestra inmediata atención. Internamente, fueron años duros, inciertos y violentos los que entonces se vivieron; Heraclio Bonilla (1972) habla, incluso, de un “período turbulento e inseguro”, pero también fueron años en los que la fe y la esperanza por un porvenir mejor estuvieron presentes. Años de sacrificio, abnegación e inmolación; pero también años de gozo, júbilo y ventura en su más genuina expresión. Años, igualmente, de mezquindades y malquerencias, pero también de entrega y fraternidad nobles. Casi diríase que fue una época contradictoria (“paradójica” la llamó Jorge Guillermo Leguía), en la que el pesimismo se mezcló con la ilusión, el desánimo con el impulso vitalizador y la desconfianza con la más certera credulidad. Al fin y al cabo eran instantes de formación o gestación, en los cuales los estados de ánimo no eran percibidos necesariamente como concordantes ni mucho menos orientados por un mismo patrón de conducta. Ello generó (como ocurrió en igual forma con otros países de la región) un verdadero estado de caos y confusión no solo en el seno de las endebles clases dirigentes, sino también en el accionar de los vastos y difusos segmentos de la incipiente opinión pública peruana. Se afirma, inclusive, que en determinados momentos fue tan crítica e incontrolable la situación, que el asunto prioritario (la campaña militar) pasó a un segundo plano con todas las consecuencias que ello acarreaba. Al respecto, César Ugarte (1924) escribió: “El período inmediato que siguió a la proclamación de la Independencia acaparó en su conjunto todas las fuerzas morales, psíquicas y materiales del país hasta 1826 en que se suscribió la capitulación de los castillos del Callao” (p. 48). Sin embargo, en medio de esta vorágine de pasiones y oscilaciones desbocadas e inciertas la “promesa de la vida peruana” (en frase feliz de Jorge Basadre) fue el leit motiv permanente de aquellos hombres (visibles o anónimos) que, desde su particular quehacer u ocupación, lucharon y ofrendaron sus vidas por una patria más sana, perdurable y mejor. A partir de entonces, el Perú de la historia antiquísima y de la naturaleza infinitamente diversa (y adversa a la vez) aparecerá como el Perú nuevo y eterno que ansía nacer desde tanto pasado y desde tantos horizontes geográficos.
Desde esta perspectiva, múltiples y valiosos son los testimonios que evidencian los instantes supremos por los que atravesó la joven nación en los años que aquí historiamos. No se trata, desde luego, de rescatar únicamente los hechos magnánimos o excelsos que glorificaron a los denominados “prohombres” de la libertad, sino también de encarar aquellos aspectos, acciones o conductas que, en su momento, constituyeron una seria limitación a los afanes independentistas o a la ansiada convivencia alrededor del proclamado “bien común”. De igual forma, se tratará de resarcir el rol (estigmatizado por algunos historiadores) que jugaron los sectores populares, a su manera, en esta ardua tarea colectiva. Para ello, en cuanto sea posible, a lo largo de estas páginas, dejaremos “hablar” a los documentos y a los mismos autores, aspirando a que el lector viva una época ya alejada de la nuestra y conozca ahora —como decía el célebre historiador Jacob Burckhardt refiriéndose a la Suiza decimonónica— lo que “en otro tiempo fue júbilo y desolación al mismo tiempo” (2012, p. 166). En este caso, la historia de las mentalidades resulta un magnífico instrumento de análisis para aproximarnos a tan compleja y cautivante realidad. Por lo demás, recordemos que la historia —concebida básicamente como el análisis o la reconstrucción del pasado tal como ocurrió— se hace eco igualmente de lo bueno y lo malo, de lo infame y lo noble, de las miserias y las prodigalidades, de las derrotas y las proezas que en un determinado momento la sociedad exhibió como parte de su acontecer cotidiano. Y esto es, justamente, lo que pretendemos hacer en los capítulos sucesivos.
En efecto, el lapso 1821-1826 (que tiene como eje principal la situación general por la que atravesó el país entonces, la ocurrencia de las afamadas batallas de Junín y Ayacucho y la firma de la respectiva Capitulación), historiográficamente aún presenta algunos asuntos o dilemas que merecen un esclarecimiento a la luz de las recientes investigaciones. En orden metodológico, tal vez el primer tema que requiere de una aclaración es el vinculado a la ubicación cronológica del período. No obstante el tiempo transcurrido, aún se conserva vigente el análisis hecho al respecto por Raúl Porras Barrenechea en el capítulo XI de su clásico e insuperable libro Fuentes históricas peruanas (1963). ¿Corresponde dicha etapa a los viejos linderos de la Colonia?, ¿pertenece propiamente a la fase de la Independencia?, ¿es parte ya de la República? o ¿puede hablarse de una coyuntura transitoria entre uno y otro extremo? Obviamente, las respuestas han sido disímiles y de acuerdo a los criterios historiográficos predominantes en cada época. En nuestro caso, juzgamos que teniendo en cuenta la coyuntura particular de aquellos años, no puede afirmarse de modo radical que el Perú logró su total autonomía política el día en que San Martín proclamó la Independencia en la plaza principal de la ciudad de Lima. Como bien se sabe, el 28 de julio de 1821 gran parte del territorio seguía en poder de los españoles y estos se mantenían no solamente con el poderoso ejército peruano-español del Alto Perú, sino con las propias tropas de Lima trasladadas por el virrey José de La Serna al Cusco. Con estos dos pilares, la autoridad realista controlaba eficazmente tanto la región del sur como la del centro, amenazando de modo pertinaz con bajar y ocupar la capital; tal como ocurrió, en más de una ocasión, con el impetuoso ingreso del mencionado general Canterac.
Las fuerzas “auxiliares” que envió y luego trajo Bolívar (unidos a peruanos, chilenos y argentinos, rezagos del ejército sanmartiniano) no recuperaron la gran porción territorial del Perú controlada por los realistas sino hasta después de la batalla de Ayacucho (9 de diciembre de 1824). En este sentido, el período histórico llamado Independencia no es propiamente la República, aunque José de la Riva Agüero (el conde de Pruvonena) y José Bernardo de Tagle (el marqués de Torre Tagle), fueran nombrados presidentes de manera sui generis por el primer Congreso Constituyente de 1823. Forzando aún más el análisis, puede sostenerse que ni siquiera en 1824 (cuando el general Juan Pío Tristán y Moscoso, último virrey, acató la Capitulación) la fase republicana se había iniciado formalmente. Lo que había concluido era el período colonial hispano, pero aún no existía república, ni gobiernos peruanos libres de la presencia de los ejércitos foráneos (Durand, 1998, t. V, pp. 113 y 115). Dicho en otras palabras, el período de la independencia es la colonia que está derrumbándose y, al mismo tiempo, es la república que se anuncia pero que todavía no existe como tal. Desde esta óptica, resulta lógica la opción de Basadre de iniciar la etapa republicana en fecha posterior a 1826, es decir, a la salida precisamente de todas las fuerzas extranjeras del suelo patrio. Solo a partir de la elección del general José de La Mar como presidente de la República en junio de 1827, puede afirmarse que el Perú iniciaba el lento proceso de institucionalización de su aparato estatal en forma soberana. Recién, entonces, puede decirse con propiedad que empezaba la República, aunque esto se efectuara sobre escombros e incertidumbres, como veremos más adelante.
El segundo asunto que, igualmente, merece una breve alusión tiene que ver con la naturaleza y el sentido de la gesta emancipadora en sí. Al respecto, los aportes o planteamientos teóricos se hallan, en cada caso, sujetos a una revisión de carácter histórico. Por ejemplo, la versión de una independencia “impuesta” o “concedida” no parece tener el asidero histó-rico suficiente como para respaldar y justificar su enunciado. Al contrario, la argumentación histórica reconoce y pondera el antiguo deseo y el ferviente esfuerzo de los peruanos, en mayor o menor medida, por lograr la definitiva ruptura política con la metrópoli hispana. En este sentido, es oportuno recordar que el virrey Pezuela, vencedor en los campos de Vilcapuquio y Ayohuma, el general que había derrotado a Belgrano y a Rondeau con ejércitos inferiores en número y armamento, no podía sentir temor ante la anunciada invasión de un ejército patriota de cuatro mil hombres. “Lo que preocupaba y angustiaba a Pezuela —dice Félix Denegri (1972)— era la fuerza expansiva del patriotismo peruano cada vez más decidido e impulsivo” (p. 295). Infortunadamente, la presencia del espléndido poder realista en nuestro suelo (reconocido entonces por propios y extraños) frustró esa vieja y colectiva aspiración nacional; realidad que no se dio en otras partes del continente sudamericano. Recordemos, además, que la capital limeña a lo largo del período colonial fue el eje preponderante e indiscutible del quehacer tanto administrativo como político y militar del extenso virreinato peruano. “Sede de los engorrosos manejos burocráticos y de la poderosa aristocracia mercantil colonial, Lima terminó siendo el último baluarte de las posiciones realistas en América”, nos dice Carlos Aguirre en su libro publicado en 1995 y que aquí citamos (p. 28).
Por otro lado, minimizar o menoscabar la participación de las clases populares (criollos, mestizos, mulatos, negros e indios) en el proceso independentista, resulta, asimismo, una interpretación sesgada que amerita un análisis más amplio e integral de verificación histórica. Obviamente, la participación de estos sectores en su conjunto no fue igual ni homogénea por causas de variada índole que han sido identificadas y explicadas por diversos historiadores con meridiana claridad. Desde esta perspectiva, puede afirmarse que los tres primeros grupos (criollos, mestizos y mulatos) tuvieron una mayor y significativa intervención respecto a los dos últimos que, en algunos casos, fueron enrolados a la fuerza o con engaños.
De hecho, el ejército de San Martín hizo algunas tímidas llamadas a los grupos oprimidos, ofreciendo la manumisión de los negros esclavos de las haciendas costeñas, a cambio de su enrolamiento en las tropas, y declarando la abolición del tributo y del servicio personal de los indios. Por su lado, el ejército de Bolívar se vio obligado a recurrir a medidas propias del enganche para obtener de los pueblos los hombres que le eran necesarios. Estos fueron conducidos a los centros de operaciones bajo fuerte custodia para evitar su deserción. Pero, pese a esta vigilancia, los desertores fueron tan numerosos como los reclutas. (Bonilla, 1972, pp. 57-58)
Sobre estos dos últimos grupos, semejante actitud encontramos en las fuerzas realistas comandadas por Canterac, Valdez y el propio virrey La Serna en su afán de incorporarlos a sus tropas. El resultado fue el mismo: el ocultamiento o la deserción de los oprimidos. Excepción de todo lo dicho (principalmente en referencia a los indios) fue, sin duda alguna, la actuación de un sinnúmero de ellos en las famosas y decisivas guerrillas o montoneras de la Sierra Central (estudiadas exhaustiva y estupendamente por Raúl Rivera Serna, 1958), donde destacaron personajes como Ignacio Quispe Ninavilca, último descendiente de los caciques de Huarochirí y de notable influencia regional. Otro caso anterior fue el de Mateo García Pumacahua (1814), caudillo indígena y célebre e influyente cacique de Chinchero.
En cuanto a la afirmación de que en nuestro medio “no existió una clase que orientara y condujera la lucha con una clara conciencia del sentido del proceso emancipador” (Roel, 1980, t. VI, p. 214), se puede decir que —a la luz de las evidencias históricas de la época— resulta un enunciado que merece, asimismo, una revisión o análisis para determinar su grado de veracidad. Lo que resulta innegable es que en las postrimerías del siglo XVIII y en el tránsito de esta centuria a la siguiente, los testimonios mencionan las numerosas rebeliones y conspiraciones que hicieron estremecer diferentes regiones del Perú. En este sentido, un sinnúmero de convulsiones, revueltas, levantamientos y revoluciones (con afanes reformistas, separatistas o de protesta, unos u otros) se sucedieron en el territorio peruano desde 1780 hasta las proximidades del decenio de 1830. Puede hablarse, inclusive, de un permanente estado de guerra en ese casi medio siglo de vida interna. En efecto —dice Félix Denegri Luna (1976)— en esa media centuria se sucedieron, entre otras, las rebeliones de José Gabriel Condorcanqui (Túpac Amaru II), la de su hermano Diego Cristóbal, la sublevación de Juan Santos Atahualpa, el levantamiento de Juan Crespo y Castillo, la insurgencia de Mateo García Pumacahua, las conspiraciones de los hermanos Vicente, José y Mariano Angulo Torres, y la insurrección de Francisco Antonio de Zela (Denegri, 1976, t. VI, vol. I, p. 31). En todas estas confrontaciones, hubo un líder o caudillo que, conscientemente, orientó las acciones de sus seguidores; que el resultado les fuera adverso, no es óbice para reconocer su decidido empeño y su firme propósito de reivindicación frente a la prepotencia y hegemonía del poder real. Semejante argumento puede formularse a favor de las sucesivas conspiraciones limeñas de Riva Agüero, Torre Tagle, Berindoaga (vizconde de San Donás), Vásquez de Acuña (conde de la Vega del Ren) y de muchos otros patriotas. Por lo demás, en algunos casos, las grandes revoluciones a escala mundial contaron con un líder o conductor y no precisamente con una “clase política” que le sirviera de soporte o sostén.
En el plano doctrinario e ideológico, es de antaño reconocida no solo la perseverancia e inquietud de muchos pensadores criollos en torno al afán independentista, sino también su innegable preponderancia en el actuar de quienes, más tarde en momentos cruciales, serían considerados con toda legitimidad los “Padres de la Patria”. En este sentido, la influencia de Viscardo y Guzmán, Bravo de Lagunas, Baquíjano y Carrillo, Vidaurre, Rodríguez de Mendoza y Unanue, fue decisiva y gravitante. Todos ellos fueron conscientes de su rol a favor de la liberación política de España o, cuando menos, de la necesidad perentoria de un cambio del statu quo reinante desde épocas pretéritas. Separatistas o reformistas, ellos fueron los paradigmas que, junto con los enciclopedistas e ilustrados de la Europa dieciochesca, estuvieron presentes en el pensamiento y en el accionar de los indicados “Padres de la Patria”.
Otro asunto no suficientemente esclarecido y que amerita también una breve mención, es el referido al absoluto convencimiento de los patriotas americanos respecto a la necesidad perentoria de acabar con el principal (y único) núcleo de poder realista en el Continente que se jactaba de catorce años de triunfos y que se hallaba focalizado en Lima “la capital o sede del más poderoso y del más antiguo de sus virreinatos”, en palabras de Vicuña Mackenna (1924, p. 62). Ellos eran conscientes de que el poder de España se hallaba intacto en la tierra de los incas y que mientras él subsistiera, todo lo ganado en términos de vida autónoma corría el virtual riesgo de perderse; por lo tanto, era apremiante e imperiosa su destrucción in situ4. Semejante parecer lo compartían los patriotas peruanos desde tiempo atrás. Recordemos que la sociedad peruana a comienzos del siglo XIX no se reducía ya a los supérstites del incario (según el oportuno reclamo aparecido en el Mercurio Peruano), pues a su lado estaban las vastas poblaciones de criollos, mestizos y mulatos; y al sumarse estos a la marea revolucionaria, alteraron en forma decisiva la concepción estratégica de la lucha emancipadora. En la Universidad Mayor de San Marcos y en el Convictorio de San Carlos dialogaron profesores y alumnos, en torno a la coyuntura política y económica imperante, exponiendo teorías sobre la naturaleza de sus problemas y las ventajas de la libertad. Reconocieron que el Perú era el centro del dominio español en la América del Sur, tanto por la prestancia de su tradición cultural, como debido a la ventajosa posición geográfica y la riqueza de sus recursos naturales; y que la empresa de hacerlo independiente requería la cooperación de cuantos sostenían en el Continente la causa de la libertad y la ilustración. Consecuentemente, prodigaron su actividad en planes y movimientos sediciosos, encaminados a socavar la estabilidad del régimen colonial (Tauro, 1973, p. 14).
Ciertamente, lo expresado por nuestros connacionales se ajustaba a la verdad histórica. Una rápida mirada retrospectiva nos señala que desde mediados del siglo XVI fue el Perú el centro del poder español en América meridional. Es en nuestro suelo donde se organizaban las expediciones que someterían a la corona española los dominios actuales de Chile, Ecuador, Alto Perú (o Bolivia), norte de la actual Argentina, las regiones del río Amazonas, etcétera. Esa condición geopolítica no la perdió el Perú con el transcurrir del tiempo; y Lima, en la práctica, fue la cabeza del gigantesco imperio español en la región. En la centuria decimonónica, desde Lima salió el apoyo económico que dio impulso a la victoriosa resistencia platense a las fracasadas invasiones inglesas; de la capital, asimismo, partieron fuerzas militares realistas para la lucha contra los patriotas de Chile, Alto Perú, Río de La Plata, Quito y la lejana Panamá5.
Todo ello —dice Félix Denegri (1976)— significó para el Perú un enorme sacrificio financiero y humano que lo dejó postrado social y económicamente, pues además de su propia guerra de la Independencia, el virreinato peruano tuvo que participar en los otros esfuerzos continentales. En todo ello, obviamente, las movilizaciones de tropas de nuestro virreinato hacia tantos y tan variados frentes no solo representaron la recluta de miles de hombres para atender la lucha en puntos tan alejados, sino que afectaron hondamente su economía, provocando el abandono de los campos y la quiebra de la industria textil (obrajes) que, no obstante ser primitiva, daba trabajo a un buen número de familias. Prácticamente, el 10 % de la población masculina de entonces fue llamada a las armas. ¿El resultado? El nefasto impacto que sufrió el Perú antes de la llegada de la Expedición Libertadora del Sur. Las guerras de la Independencia, después del desembarco del ejército sanmartiniano en Pisco (1820) y hasta la victoria de Ayacucho (1824), multiplicaron esos esfuerzos (Denegri, 1976, t. VI, vol. I, pp. 31-34).
Ciertamente, este enorme esfuerzo desplegado por nuestro país fue claramente percibido por los líderes de la revolución independentista sudamericana, pues ya en el año 1810, ejércitos platenses bajo el mando de Juan José Antonio Castelli emprendieron la marcha sobre el virreinato peruano, pero fueron derrotados por el general José Manuel de Goyeneche en Guaqui, casi en las fronteras mismas del Perú. Por eso José de San Martín, Simón Bolívar, Juan Martín de Pueyrredón y Bernardo O’Higgins, por citar solo unos pocos nombres de una lista que podría ampliarse, creyeron con plena certidumbre que ningún país sudamericano podría ser libre mientras no se consiguiese la emancipación peruana (Denegri et al., 1972, p. 214).
Bajo este convencimiento, los gobiernos independientes organizados en Buenos Aires, Chile y Nueva Granada comprendieron (y así lo divulgaron) que su propia seguridad los obligaba a doblegar inevitablemente las reservas del poderío español existentes en el Perú6. Su lucha por la independencia alcanzó así la intensidad y la gloria de una gesta, porque debía resolverse en tierra peruana la fundamental contradicción entre despotismo colonial y libertad nacional. Pero tal coyuntura —como lo subraya Basadre (1968)—gravitó sensiblemente sobre el desarrollo histórico del Perú, debido a la excesiva prolongación de las campañas militares libradas en su suelo (1820-1824). En este sentido, la Gran Colombia7, Chile y las provincias del Río de La Plata eran naciones soberanas, pero se veían obligadas a “vivir con el arma bajo el brazo” temerosas de que el virrey del Perú, dueño de un rico imperio, con un ejército de 25 000 hombres, marchase en cualquier momento al sur o al norte, traspasase sus linderos, inflamase el espíritu de rebelión de los realistas vencidos, y pusiese en peligro la victoriosa causa, que costaba casi tres quinquenios de guerras heroicas y de máximos esfuerzos8. Se preocupaban, con razón, de la suerte de su vecino, porque mientras los peruanos no fuesen libres, tenía que mirarse aquella región como una amenaza persistente contra la independencia de toda la América del Sur. De aquí nació en el ánimo de estas tres regiones la idea de aliarse a su vecino con ejércitos, escuadras, dinero y recursos de todo género, con el firme propósito de destruir de raíz y para siempre el último, pero también el más formidable, núcleo de tropas que conservaba España en el vasto continente americano.
Al impulso, pues, de aquel afán pragmático de autoconservación, las naciones independientes acometieron tempranamente la empresa de coadyuvar a redimir al Perú9. Los siguientes testimonios sanmartinianos así lo confirman. Tres meses después de haber tomado posesión del mando del Ejército Auxiliar del Perú, en extensa misiva a su amigo íntimo Nicolás Rodríguez Peña, San Martín concluye diciéndole:
Ya le he dicho a usted mi secreto. Un ejército pequeño y bien disciplinado en Mendoza es suficiente para pasar a Chile y acabar allí con los godos, apoyando un gobierno de amigos sólidos para concluir también con la anarquía que reina. Aliando las fuerzas pasaremos por el mar a tomar Lima: ése es el camino y no otro. Convénzase que hasta que no estemos en Lima la guerra no acabará para nadie…10
Dos años después, en una extensa carta a su apreciado amigo Tomás Godoy Cruz (fechada en Mendoza el 12 de mayo de 1816), San Martín le dice sin eufemismo alguno: “Lima, con la presencia de la formidable fuerza realista, será siempre el azote de la libertad del continente…”11. Y tres años más tarde, en una nota confidencial a su igualmente fraterno amigo Bernardo O’Higgins (fechada en Mendoza el 9 de noviembre de 1819), le expresa:
No pierda usted un solo momento en avisarme el resultado de Cochrane para que sin perder un solo instante pueda marchar yo con toda la división a ésa, excepto un escuadrón de granaderos que dejaré en San Luis para resguardo de la provincia. Se va a cargar sobre mí una responsabilidad terrible, pero si no se emprende la expedición al Perú todo se lo lleva el diablo12.
Por su parte, los testimonios bolivarianos (no menos numerosos ni menos importantes) son igualmente reveladores de este sentir. ¿Por qué atribuía tamaña importancia Bolívar a la libertad del Perú? Al igual que San Martín (a quien llamó en una carta “mi compañero”) comprendía la importancia geopolítica del más viejo virreinato de América del Sur, sus reservas materiales y las riquezas que, aún después de la guerra y las exacciones, le quedaban. Por otro lado, las proyecciones continentales de una derrota en el Perú (que lo aterraba) lo llevaban a gestionar ayuda y refuerzos a otras patrias americanas. Bernardo Monteagudo, revolucionario argentino, ministro de San Martín hasta su caída por un motín durante el viaje de este a Guayaquil, fue comisionado por el Libertador caraqueño para pedir ayuda a México, “a fin de que no falte ningún americano en el ejército unido de la América meridional” (Bolívar, 1910, I, p. 789). Monteagudo viajó a Centroamérica, y solicitó y obtuvo ayuda para el ejército del Perú. Toda América, en una forma u otra, recibió la petición del visionario Libertador (Townsend, 1973, p. 134). Resumiendo su pensamiento sobre el tema, Bolívar (1910) dijo en una oportunidad: “Al perderse el Perú se pierde el sur de Colombia. En el Perú, una victoria acaba la guerra de América y en Colombia ni cuatro” (I, p. 934). Como puede advertirse, ambos Libertadores coincidieron en visualizar que la independencia de América del Sur no se afianzaría mientras una gran fuerza española, como la realista, se mantuviese activa y apoyada por la riqueza y los recursos del Perú.
Y a todo esto, ¿cuál era la actitud de las grandes potencias y de la propia España sobre la independencia de América y del Perú en particular?, ¿de qué manera y con qué intensidad influyeron para la liberación posterior?, ¿cuál era la situación de Europa por entonces? Este asunto, historiográficamente, constituye el cuarto dilema que requiere también una breve explicación o comentario13. Veamos sus principales rasgos. Hacia 1821 ya se habían perdido los ecos de las campañas napoleónicas, la hierba había vuelto a crecer sobre los campos de Dresde, Leipzig y Waterloo y un nuevo orden imperaba en Europa encabezado por Klemens von Metternich (más conocido como el Príncipe de Metternich) dirigiendo los destinos del gran imperio austro-húngaro; Luis XVIII obedeciendo los dictados del Congreso de Viena; y la Santa Alianza regulando la marcha de las naciones y de las ideas14. Era la época del desquite conservador y de las barreras contra el liberalismo nacido al fragor de la Revolución Francesa15. Como lo recuerda el historiador inglés Eric Hobsbawm (2000), la Santa Alianza (integrada por los imperios ruso, prusiano y austríaco), y en la cual el zar Alejandro ponía el ingrediente mítico, se hallaba en la cima de su poder e influencia mundiales y hasta amenazaba con intervenir en América para restablecer la colonia española en nombre del principio de la legitimidad. En este contexto, la actuación de las grandes potencias fue decisiva y fundamental. En efecto, de acuerdo a evidencias de distinta índole, puede afirmarse que los principales factores externos que favorecieron la victoria de la causa patriota a escala continental fueron tres: a) el apoyo material de Inglaterra que, a través de distintas vías (préstamos, inversiones o financiamiento), se tradujo en dinero fresco para el accionar de los revolucionarios americanos; b) la protección de las Cancillerías norteamericana e inglesa que trabajaron intensa y fructíferamente en pro de las colonias sublevadas contra España; y c) la corriente liberal española que debilitó el vigor de las filas reaccionarias de la Metrópoli16.
Históricamente —como lo subrayó de manera lúcida José Carlos Mariátegui (1959)— tocó a Inglaterra jugar un papel primario en la independencia de Sudamérica17. Y, por esto, mientras el primer ministro de Francia, la nación que algunos años antes les había dado el ejemplo de su gran revolución, se negaba a reconocer el proceso libertario de estas jóvenes repúblicas sudamericanas, Jorge Canning, traductor y fiel ejecutor del interés de Inglaterra, consagraba con ese reconocimiento el derecho de estos pueblos a separarse de España y, consecuentemente, a organizarse republicana y democráticamente. A Canning, de otro lado, se habían adelantado prácticamente los banqueros de Londres que con sus préstamos (no por usureros menos oportunos y eficaces) habían financiado la fundación de las flamantes repúblicas. En este sentido, el ritmo del fenómeno capitalista inglés tuvo en la gestación de la independencia sudamericana una función menos aparente y ostensible, pero sin duda mucho más decisiva y profunda, que el eco de la filosofía y la literatura de los egregios enciclopedistas galos. Desde otra perspectiva —anota el mismo autor— el imperio español se mostraba en declive por reposar solamente sobre bases militares y políticas y, sobre todo, por convivir con una economía debilitada en relación al resto de Europa. España no podía abastecer abundantemente a sus colonias sino de eclesiásticos, doctores y nobles; sus colonias sentían apetencia de cosas más prácticas y de técnicas mucho más eficientes y utilitarias. En consecuencia, se volvían hacia Inglaterra, cuyos industriales y banqueros (colonizadores de nuevo tipo) querían a su turno enseñorearse en estos mercados, cumpliendo su función de agentes de un imperio que surgía como creación de una economía manufacturera y librecambista (Mariátegui, 1959, p. 67)18. En una palabra, era la expansión de carácter económico-comercial desde la pequeña pero privilegiada isla frente al continente europeo. No olvidemos —dice el citado Macera (1976)— que el poder de Inglaterra llegó hasta las antípodas y que la libertad de las colonias americanas (que serían otros tantos mercados británicos) le daría a esa nación no la conquista del mundo, que no la pretendía, sino la verdadera Monarquía Universal.
Inglaterra, pues, nos prestó su invalorable ayuda material. Durante los primeros años de la guerra independentista lo hizo encubiertamente, ya que era aliada de España; pero desde 1815, vencido Napoleón Bonaparte en Waterloo, nos protegió formidable y abiertamente. De este modo, la tierra de la reina Victoria representó el papel de socio capitalista de la revolución americana19. Pero, obviamente, la colaboración inglesa no se limitó al aporte exclusivo de carácter económico o material, sino que también asumió otras modalidades. Por ejemplo, los militares voluntarios de la Gran Bretaña tuvieron actuación heroica en nuestra guerra y pusieron al servicio de los principios e ideales americanos el valor que demostraron y la experiencia que adquirieron en las campañas coalicionistas. La corriente emancipadora del norte (venezolano-neogranadina), recibió el aporte principalmente de jefes y oficiales del ejército; mientras la corriente emancipadora del sur (argentino-chilena) recibió, fundamentalmente, la colaboración decisiva de los hombres de mar. Tomás A. Cochrane, Martin Jorge Guise y Guillermo Brown, fueron los creadores del poder naval de los países insurrectos; Daniel Florencio O’ Leary, Guillermo Miller y Francisco O’Connor, entre otros, orientaron su labor a esgrimir la espada en los campos de batalla. Pusieron, asimismo, su pluma a disposición de los intereses patriotas y —como lo recuerda el citado Jorge Guillermo Leguía— “rindieron su tributo intelectual a la Historia de la Epopeya Independiente con la misma abnegación y la misma eficacia con que derramaron su sangre generosa” (Leguía, 1989, p. 62). Es imposible, por ejemplo, estudiar y conocer a fondo la vida del Libertador venezolano sin dejar de consultar las Memorias de O’Leary y los 31 enjundiosos volúmenes de documentos publicados por él.
Antes de concluir con la acción de Inglaterra en pro de la causa americana, es menester aludir sucintamente a su figura más representativa de esos días y defensor acérrimo de la autonomía americana: el citado Jorge Canning. Nacido en Londres en 1770, Canning (como Benjamín Disraeli posteriormente) se convirtió, por mérito propio, en el hombre símbolo de sus flemáticos compatriotas. Entre los múltiples cargos que desempeñó, sin duda alguna, el más relevante fue el de primer ministro, quedando su nombre en la historia británica como propulsor decidido del libre cambio. En este puesto se mostró enemigo decidido de las tendencias absolutistas que, por entonces, predominaban en el continente y preparó dentro de su patria el cambio hacia una política liberal. Considerado como el orador gubernamental más brillante de su tiempo, cultivó además la sátira aguda y mordaz contra los revolucionarios franceses en el popular y difundido semanario Anti-Jacobin or Weekly Examiner. Adversario tenaz del Príncipe de Metternich, hizo de su patria un baluarte del liberalismo y dio el golpe de muerte a la Santa Alianza, cuando sostuvo que los Estados europeos no debían intervenir en los asuntos americanos20. Su política internacional creó una nueva era en Europa y contribuyó decididamente al predominio comercial británico. Reconoció la independencia del Perú y de otros Estados americanos en 1825, después de la victoria definitiva de Ayacucho. Sus palabras al respecto fueron entonces memorables: “El Nuevo Mundo ha sido llamado a la vida propia en competencia con el Antiguo al que con el tiempo ha de sobrepujar” (citado por Pirenne, 1987, 7, p. 2320).
Al conocer la muerte prematura de Canning ocurrida en agosto de 1827, Bolívar lo elogió como “propulsor universal y legítimo de la causa de la libertad”. Y añadió agudamente: “La humanidad entera se hallaba interesada en la existencia de este hombre ilustre que realizaba con prontitud y sabiduría lo que la revolución de Francia había ofrecido con engaño, y lo que América está practicando ahora con suceso” (1910, II, p. 704).
Ese fue el hombre que entendió e impulsó la idea de verdadera y directa colaboración con aquellos pueblos que, allende el mar, ansiaban y luchaban por su libertad.
El caso de la participación de Estados Unidos a favor de la aspiración independentista de América del Sur es igualmente sugestivo e interesante. Recordemos que esa nación, coronando dignamente la noble práctica del senador Henry Clay en el Parlamento de Washington, no solo reconoció la autonomía de nuestras nacionalidades en 1822, sino que vio con simpatía (y apoyó) desde mucho tiempo atrás la liberación de ellas, pues la cancillería norteamericana se distinguió por su actitud a favor de las colonias desde los primeros gritos de independencia, apresurándose a acreditar cónsules entre los gobiernos nacientes. Sin embargo, fue en 1823, de modo especial, que con la proclamación de la célebre “Doctrina Monroe” el pujante país nos favoreció en proporciones considerables, oponiéndose resueltamente a la funesta intromisión de la citada Santa Alianza en los países hispanoamericanos. Efectivamente, al iniciar su mandato en aquel año, James Monroe (1758-1831), obedeciendo a las oportunas y sabias sugestiones de su secretario de Estado, John Quincy Adams, aceptó la propuesta de Inglaterra de apoyar oficialmente la declaración de independencia de los Estados hispanoamericanos, en contra de las pretensiones de algunos monarcas de Europa continental, de apoyar al rey de España. Con la ayuda de su fiel ministro, preparó Monroe un mensaje que envió al Congreso en diciembre de 1823. Allí hizo las siguientes afirmaciones fundamentales: a) Estados Unidos no interferiría en las colonias europeas aún existentes en el Nuevo Mundo; b) cualquier tentativa de los monarcas europeos de extender su sistema a este hemisferio sería considerada como peligrosa para la paz y seguridad de Estados Unidos; c) la iniciativa de cualquier gobierno europeo de dominar sobre las antiguas colonias que hubieran declarado su independencia sería considerada como inamistosa por Estados Unidos; y d) el territorio de América no podría ser colonizado por potencias europeas (esta última declaración se oponía a la pretensión del zar de Rusia sobre una parte de Norteamérica). A este conjunto de directivas se dio en llamar la “Doctrina Monroe”. De esta manera, Monroe nos libró, intimidando a los cómplices del ministro austríaco Príncipe de Metternich (genio político de la Santa Alianza) de la agresión de las escuadras y divisiones de la ominosa agrupación21. En una palabra, la acción diplomática estadounidense, como la inglesa, fue para la causa de nuestra emancipación, idéntica a la de Francia y España respecto de la autonomía de las trece colonias inglesas del Atlántico. La independencia de América Española quedó así protegida, simultáneamente, por la indicada “Doctrina Monroe” y por la actitud franca y decidida de la corona inglesa.
En el plano personal, cabe resaltar el papel del médico norteamericano Jeremy Robinson (más conocido como el doctor Pablo Jeremías) a quien Nemesio Vargas califica como el “agente principal” de los emisarios de San Martín antes de su arribo a Lima. En la misma línea, Francisco Javier Mariátegui sostiene que Robinson fue
no solo propagador de las ideas sobre la independencia y obró por ellas, sino que fue un constante e incontrastable apóstol de la democracia: era el predicador contra todas las tiranías, contra todo lo que se oponía a la democracia. (Citado por Paz Soldán, 1920, p. 98)
Robinson fue un cirujano que, a la sombra de su profesión y amparado por el nombramiento de agente comercial de Estados Unidos, llegó a Lima en 1818 para dedicarse con toda energía y entusiasmo a predicar la ideología de los insurgentes. Denunciado al virrey Joaquín de la Pezuela, fue visto con suspicacia y, finalmente, perseguido, tuvo que huir al interior del país para eludir su persecución. Robinson supo conectarse con distintos intelectuales de la época, y entre estos con los del grupo del Colegio de Medicina de San Fernando, entre los que se contaba el rector, doctor Francisco Xavier de Luna Pizarro, los doctores Hipólito Unanue, José Gregorio Paredes, José Pezet y Santiago Távara22.
Finalmente, en cuanto a la actitud de España frente al proceso emancipador, ¿qué puede decirse? En la formidable Historia económica y social de España y América, que dirigiera Jaime Vicens Vives, él señala que a comienzos del siglo XIX el pensamiento político peninsular, al sufrir el impacto de los cambios que trajo la nueva centuria, se había bifurcado en dos grandes corrientes de ideas respecto al problema de la emancipación de las colonias, impropiamente llamado “guerra contra España”. Por una parte —dice— Fernando VII y su partido absolutista, impermeables a las nuevas aspiraciones y doctrinas, no supieron comprender el fenómeno de transformación histórica que se operaba en España, con sus naturales desviaciones políticas, económicas y sociales. Por lo tanto, eran rotundamente opuestos a cualquier idea de transacción o de arreglos pacíficos que contemplara o respetara el sagrado derecho de libertad e independencia de los americanos. Por otra parte, el Partido Constitucional, menos reaccionario, era favorable a las soluciones conciliatorias, pero siempre negando el reconocimiento de la independencia que pretendían las colonias. Así las cosas —concluye dicho autor— en la península no existía un criterio político definido. En todo caso, el proyecto más viable e inmediato era establecer alianzas de tipo constitucional (Vicens, 1972, p. 87).
Bajo este raciocinio e interés, España envió a Buenos Aires como sus comisionados a Antonio Luis Pereyra, oidor de la Audiencia de Chile, y al teniente coronel Luis de La Robla, con el propósito de contemplar los arreglos preliminares que debía producir el reconocimiento sucesivo de su independencia; aunque carecía de las credenciales suficientes, el ilustre patriota Bernardino Rivadavia, ministro de la Junta de Representantes de la Ciudad, se entusiasmó con esta visita y, sobre todo, por la tentadora posibilidad de una solución pacífica y así fue como el 4 de julio de 1823, se firmó la Convención de Buenos Aires que, sin más restricciones que el contrabando de guerra, estipulaba los tres siguientes asuntos: a) la suspensión de hostilidades por 18 meses (una especie de armisticio); b) el restablecimiento del comercio entre ambos Estados; y c) las garantías y seguridades para las propiedades de los beligerantes (Halperin, 1990, p. 167). El gobierno de Buenos Aires gestionaría el asentimiento de los otros Estados americanos a fin de promover una acción solidaria de paz con independencia en toda la región. En ese sentido, Félix Alzaga fue comisionado a Chile y Perú, no teniendo éxito en ninguna de las dos repúblicas. En el caso peruano, el virrey José de La Serna se negó a la suspensión de las armas si no se establecía como base principal el reconocimiento de la autoridad real en el Perú y el retiro de la División de los Andes, enviada en auxilio de los peruanos. La Serna era en esos momentos (1823) el virrey poderoso y, además, el general triunfante en Ica, Torata y Moquegua y, sobre todo, en la funesta campaña de Santa Cruz (Segunda Expedición a Intermedios). En Lima, el Congreso resolvió no tomar ninguna resolución sin la venia de Bolívar, quien al ser informado de la misión de Alzaga había dicho: “que él esperaba que cualquier negociación con los realistas tendría por base la independencia y que, por su parte, no tenía la intención de mezclarse en el asunto” (1910, II, p. 712). Bolívar no rechazaba la idea de negociar con los españoles; exigía, eso sí, la independencia como condición esencial y primaria. De allí que el mismo Antonio José de Sucre, anteriormente, intentara pactar con el mencionado virrey una tregua; asunto que, igualmente, no prosperó.
Finalmente, un quinto asunto que despierta interés y que motiva, igualmente, un sucinto comentario, tiene que ver con el impacto de la Independencia en la vida nacional de entonces y en los años inmediatos que le siguieron. La pregunta que en otra oportunidad hemos planteado: ¿qué cambió y qué pervivió al final de nuestro proceso emancipador?, continúa siendo útil y pertinente para conocer los pareceres o planteamientos que al respecto se han formulado (Palacios Rodríguez, 2014, p. 245). En efecto, a la luz de las recientes investigaciones la indicada interrogante ha sido abordada, fundamentalmente, desde dos vertientes un tanto excluyentes entre sí. La primera sostiene de manera enfática que la ruptura política no significó, de modo alguno y en su conjunto, una transformación sustantiva de la vieja estructura colonial en el más amplio sentido de la palabra; y la segunda, por el contrario, afirma que la guerra independentista provocó, no obstante la subsistencia de esa estructura, significativas alteraciones en el ámbito social, económico y administrativo, respecto al período anterior. ¿Los argumentos expuestos? Aquí un resumen.
Para los defensores o partidarios de la primera opción, la revolución por la Independencia quedó inconclusa; es decir, derrotó militarmente a las fuerzas virreinales, pero dejó las estructuras socioeconómicas intactas. En este sentido, advierten que la añeja estructura de la sociedad establecida desde 1532 no se rompió abruptamente en 1821 con la proclamación de la autonomía política por San Martín, ni en 1824 con la firma de la célebre Capitulación de Ayacucho, ni dos años, después cuando el terco e insurrecto general José Ramón Rodil se doblegó y entregó los castillos del Callao a las fuerzas patriotas sitiadoras. Esa estructura pervivió en muchos aspectos hasta muy avanzado el siglo XIX, conservando casi intactos, incluso, los fundamentos mismos del tejido social y económico que se habían desarrollado y materializado a lo largo del prolongado dominio virreinal. Por ejemplo, el incipiente sistema socioeconómico republicano no solo retuvo la mina, la hacienda y la servidumbre como base de su aparato productivo, sino que también mantuvo el orden aristocrático tradicional en la sociedad. En los socavones y latifundios, indios, negros, y mestizos continuaron laborando en las mismas condiciones en que trabajaban bajo el yugo español.
Dicho de otro modo, para los defensores de esta interpretación, la vida colonial no concluyó con el advenimiento de la República; todo lo contrario. La zigzagueante etapa republicana temprana se asentó sobre las mismas estructuras, jerarquías, privilegios y valores de la antigua sociedad virreinal; no por algo —dicen— habían transcurrido tres siglos de dominio y hegemonía absoluta. De esta manera, la Independencia inauguró un orden donde definitivamente predominaban las prácticas, las matrices y las costumbres coloniales en todas sus formas, incluyendo algunos vicios pretéritos tales como el oscurantismo, la cortesanía, el racismo, el centralismo y el formulismo, presentes, en algunos casos, hasta los tiempos actuales. Por otro lado, en el ámbito legal, los códigos coloniales (como el de minería) continuaron vigentes; y en la diaria administración de justicia, los métodos legales del pasado siguieron igualmente rigiendo la vida y los hábitos de los supuestos nuevos ciudadanos republicanos. En esta línea, muchos peruanos en los primeros años de la etapa republicana representaron el tipo de hombre hecho al ancien régime que seguía fiel a su idiosincrasia y a los esquemas mentales de la fase colonial (Chang-Rodríguez, 1985, pp. 73-76; López Soria, 1985, pp. 82-85; Bonilla, 2001, pp. 105-106).
En cuanto a los propulsores de la segunda opción, su argumentación puede sintetizarse del siguiente modo. La Independencia sin afectar en su conjunto la estructura colonial, ocasionó serias e irreversibles transformaciones no solo en el ámbito socioeconómico, sino también en el administrativo, militar y, obviamente, en el político con mayor énfasis. En respaldo de su planteamiento, mencionan, entre otros, algunos hechos que fueron consecuencia directa de esa mutación. En primer término, los cambios ocurridos no solo acentuaron la debilidad de la elite criolla anterior a las guerras independentistas, sino que también incrementaron sus dificultades económicas (la empobrecieron más). Simultáneamente, consolidaron el control económico de Inglaterra, “control que fue más extenso y más decisivo que el ejercido anteriormente por la metrópoli española”. En segundo lugar, la burguesía criolla ya en crisis en el siglo XVIII, “se debilitó aún más por la acción de las largas y costosas guerras de la Emancipación”. De este modo, “la burguesía comercial se vio maltratada por los sucesivos bloqueos de los puertos y por la invasión de las mercancías europeas”; asimismo, “la facción de la burguesía que estuvo vinculada a otros sectores productivos de la zona rural (como la minería y la agricultura), sufrió un impacto aún más fuerte, en la medida en que estos sectores fueron virtualmente arruinados por la larga confrontación bélica”. Por último, “gran parte del capital mercantil emigró durante las guerras y el resto salió con la expulsión o migración de los españoles” (Bonilla y Spalding, 1972, pp. 58-59).
Ciertamente, esta metamorfosis también afectó (y de modo especial tal vez) a la antigua y opulenta sociedad limeña, “produciendo inevitables cambios en su estructura social” (Aguirre, 1995, p. 29). Por otro lado —en opinión de Alberto Flores Galindo (1985)— la quiebra de la aristocracia mercantil que tenía su sede precisamente en la capital, provocó la desarticulación de una serie de circuitos económicos y financieros a lo largo y ancho del territorio nacional, ocasionando el natural y correspondiente desajuste casi generalizado.
¿Y qué otros cambios pueden señalarse producto de la Independencia? Los citados Heraclio Bonilla y Karen Spalding (1972) y Alberto Flores Galindo (1985) mencionan los siguientes: la profunda desarticulación del espacio (por la pérdida o destrucción de caminos, rutas y puentes), la acentuada desintegración regional, la expansión en gran escala de los extensos dominios agrícolas (latifundios), la destrucción de la producción interna (principalmente vía los obrajes), la extensión del caciquismo local, la crisis de la fuerza laboral (merma de la mano de obra), la disminución poblacional (con una lenta recuperación demográfica posterior), la conquista del mercado interno por los textiles británicos y la absoluta hegemonía de la economía inglesa en general. En el ámbito administrativo, cabe señalar el abandono de las instituciones tutelares (Audiencia, Intendencia, Corregimiento) y la consiguiente anulación de la frondosa burocracia colonial; el surgimiento de una nueva nomenclatura territorial (departamentos, provincias, distritos, y caseríos). Finalmente, en el terreno militar el control político (con los innumerables caudillos a la cabeza), recayó primordialmente en el sector castrense no solo con una data de larga duración, sino también con el usufructo de un enorme poder. En este caso, el Ejército representó para sus componentes un vehículo de rápido ascenso social y económico, sin modificar en su conjunto el statu quo heredado de la colonia; por el contrario, lo perpetuó (Bonilla y Spalding, 1972, p. 60; Flores Galindo, 1985, pp. 26-28). A todo ello, habría que agregar el terrible desafío a la distancia que —según Lizardo Seiner (2014)— fue consecuencia de los desajustes geográficos y territoriales.
Desde una perspectiva amplia, reiteramos, pues, que los cinco asuntos que historiográficamente merecen hoy una atención especial (entre otros y por las razones aludidas) son los que acabamos de esbozar de modo esquemático en las páginas precedentes. Ellos, además, desde el punto de vista metodológico y conceptual, constituyen referentes obligatorios para el análisis del período objeto de nuestro estudio. Pero, ¿de qué manera aquella coyuntura un tanto genérica y externa se engarzó con lo específico que aquí se vivió entre 1821 y 1826? Justamente, el presente volumen en su parte inicial intenta dar una respuesta integral a esa inquietud, subrayando lo más relevante del quehacer nacional en sus principales manifestaciones: políticas, sociales, geográficas, demográficas, económicas y militares. Sin embargo, en su conjunto, el perfil histórico nos revela que, de todas ellas, dos revistieron mayor atención o prioridad por esos días: el acontecer político y el desempeño militar. Y ello no podía ser de otro modo si nos atenemos a lo que entonces se afrontaba y de lo cual nuestros connacionales eran totalmente conscientes. En su opinión, el desorden político interno era un espantoso freno al éxito de la campaña militar; y, a su vez, esta última era un requisito sine qua non para la consolidación total del sistema. Las variables económicas, sociales, geográficas y poblacionales, en este caso, giraban alrededor de aquellas dos perentorias y decisivas circunstancias. La preocupación de San Martín, Unanue, Sánchez Carrión, Sucre y Bolívar se canalizó, precisamente, al vaivén de este imponderable esquema. ¿Había otra alternativa o disyuntiva de semejante alcance? Juzgamos —a la luz de la evidencia histórica de entonces— que no. La situación era tan compleja y agobiante como para pensar que aquellos hombres pudieran haber gastado su tiempo en la búsqueda de modelos económicos exquisitos e inéditos, en el establecimiento de sofisticadas estructuras sociales, en el empadronamiento minucioso de la población, en la articulación adecuada del territorio o en el logro de ilusos compromisos internacionales. El asunto —repetimos— era muchísimo más urgente, grave y sobredimensionado y en donde, además, el sentido pragmático a menudo primaba sobre la primorosa elucubración tecnológica o ideológica.
¿Cuál fue el perfil histórico de aquel ambiente político que primó sobre los otros aspectos del quehacer nacional? En contraste con la aparente quietud que había imperado en la época del dominio hispano, el advenimiento de la república fue acompañado por una larga y compleja sucesión de acontecimientos turbulentos que atentaron, desde muy temprano, contra la estabilidad propugnada en el papel. Afloró así una fundamental transición histórica: de una época signada por la explotación primaria de la naturaleza, por el atesoramiento desmesurado de los metales preciosos, por el régimen de castas y el vasallaje y por la intolerancia y el temor, a una época anunciada como la empresa de ciudadanos libres, que aspiraban a realizar los planes de la razón, en una sociedad justa, principalmente caracterizada por el igualitario reconocimiento del derecho a la dignidad, la seguridad y la felicidad. Bajo esta convicción, aquellos hombres que constituían la generación de criollos emergentes no solo aspiraban a un destino y a un estilo de vida totalmente distintos del que habían tenido sus antepasados, sino también a una vida mejor y más próspera, de la mano con los postulados de solidaridad, libertad e igualdad enarbolados por la “gente ilustrada” del influyente mundo europeo (Palacios Rodríguez, 2014, p. 223). Ciertamente, esa transición se efectuó con relativa lentitud y de manera incompleta, pero en ella se advierte la obra de hombres lúcidos y tenaces que asumieron la representación y la dirección del pueblo para organizar la construcción del destino común. De modo que, por un lado, la creación de la república se presenta como la culminación de un proceso, con su lógica interna y su dinámica propia y, por otro, se muestra como la síntesis de una realidad rodeada de condiciones desfavorables al empezar el siglo XIX (Basadre, 1968, I, p. 2; Tauro, 1973, p. 37).
Pero la indicada percepción de un Perú anarquizado posterior a la proclamación de la Independencia se agrava aún más cuando —como dice el historiador contemporáneo Manuel Burga (1995)— se constata que la independencia criolla no introdujo a plenitud los cambios que se esperaban, no liquidó totalmente el ancien régime colonial, no convirtió a todos los anteriores súbditos del rey español en ciudadanos de la nueva república, ni, finalmente, construyó una república moderna sustentada en los renovadores principios de la libertad política, la igualdad social y la solidaridad humana que había popularizado (cual mito colectivo) la Revolución Francesa en 1789. Esto, seguramente, llevó a Basadre (1968) a afirmar —en términos macro— que mientras la independencia de América del Norte duró seis años, en el sur se necesitó catorce para su culminación; mien-tras este proceso político y militar, en la primera, condujo a la Unión, en la segunda fomentó la desunión y la balcanización de la América meridional. En ese contexto, mientras la modernidad capitalista floreció en el norte, en nuestra subregión brotó con mucha fuerza un singular feudalismo de tinte señorial (Burga, 1995, p. 7).
Por otro lado, aquellos años de 1821 a 1826 que conformaron una etapa convulsa, de zozobra e inestabilidad, marcaron, asimismo, un deslinde político-social entre dos etapas: la absolutista y la de la libertad. “Parecía que aquella incipiente república inmersa en la más pasmosa confusión caía agotada por el esfuerzo, las discordias intestinas, las desilusiones inevitables y por el desorden y la miseria” (Távara, 1951, p. LVI). Pero lo más pernicioso de este cuadro de desquiciamiento casi generalizado era que, a la sazón, él se convertiría en el inicio de una cadena interminable de infortunios. Le antecedía, de modo inmediato, la política represiva de la autoridad virreinal contra las aspiraciones independentistas y los focos de convulsión tanto de Lima como del interior. En este sentido, duro fue el esfuerzo de la clase dirigente por modificar no solo los patrones negativos y obsoletos que dominaban el quehacer político de entonces, sino también de asentar las bases jurídicas, políticas y administrativas del nuevo orden de cosas establecido. Todo ello, sin perder de vista que la función de la libertad nunca antes había tenido manifestaciones de existencia práctica; lo cual, de por sí, complicaba las cosas. Los soldados habían cumplido su deber, que era la guerra y no la política; y los hombres de pensamiento (ideólogos) debían asumir entonces la responsabilidad de la discusión teórica para definir la forma política que debía adoptar el Perú. Comprendieron que la obra más seria, después del problema de la guerra era precisamente construir políticamente el Estado. Se inició así (como pocas veces ha ocurrido después) una intensa etapa de discusión y debate de carácter doctrinario e ideológico, en la que los protagonistas principales eran los liberales y los conservadores, afanosos de afianzar sus propias convicciones. Aunque, como han enfatizado Charles Walker y Paul Gootenberg, es muy difícil precisar sus contenidos programáticos, ambos sectores político-sociales fueron las dos grandes tendencias que trataron de influir sobre la marcha de la sociedad y el control del aparato estatal.
Mientras el programa de los conservadores fue mucho más coherente, y se basaba en criterios coloniales de prestigio social y privilegios, los liberales no pudieron dar forma a un programa definido y carecieron de la convicción necesaria y el respaldo social suficiente para implementar un conjunto de reformas que, en teoría, debieron estar dentro de su programa, pero que en la práctica escasamente pudieron ejercitar. El liberalismo peruano se mostró débil y mediatizado. A la larga, prefirió resignar su opción a una sociedad más democrática y menos autoritaria a favor de un Estado centralizado que asegurase la continuidad de los grupos de poder. (Aguirre, 1995, pp. 32-33)
Al respecto, Gonzalo Portocarrero Maisch escribió: “Si bien el liberalismo ganó la batalla ideológica, fueron los conservadores quienes impusieron finalmente sus paradigmas sociales” (2017, p. 86). Por su lado, refiriéndose al pensamiento de los primeros, Raúl Ferrero Rebagliati (2003) anotó: “En la historia de las ideas en el Perú, el liberalismo ha sido, sobre todo, un concepto político, una posición de rebeldía frente a los viejos principios de nuestra edad media colonial” (p. 218).
Obviamente, fue un sorprendente cúmulo de energía humana el que entonces se derrochó y que demandó, igualmente, mucho tiempo, esfuerzo e inteligencia de uno y otro sector, pero que al final concluyó con la simbólica victoria de los liberales (reflejada sobre todo en el seno de la Asamblea Constituyente). En el interior de estas primeras disensiones de ideas —observa Porras Barrenechea (1974)— las controversias de la palabra y de la pluma adquirieron una dimensión insospechable, convirtiéndose en los legítimos instrumentos transmisores del fervor revolucionario de aquellos espíritus. El díscolo e inquieto Bernardo Monteagudo inició ambos debates: el oratorio y el periodístico. En la Sociedad Patriótica, planteó la discusión sobre la forma de gobierno. La monarquía, auspiciada por él, encontró violentos opositores e hizo que se desatase, en una bélica prosa de panfleto, la arrogancia doctrinaria de José Faustino Sánchez Carrión, autor de las célebres “Cartas del Solitario de Sayán” en contra del poder real. Después, los periódicos agitaron la controversia: El Sol del Perú, inspirado por Monteagudo, no pudo resistir a la propaganda airada de Sánchez Carrión en El Tribuno de la República Peruana y de Francisco Javier Mariátegui en la Abeja Republicana. Triunfaron las ideas democráticas. El 15 de julio de 1822, el controvertido político argentino, que era el defensor oficial del sistema monárquico impulsado por San Martín, se convenció de que el pensamiento republicano había ganado a los mejores espíritus de la época, entre los que se encontraban muchos clérigos.
Ya no hay sino un solo sentimiento acerca de la Independencia de América y en prueba de su universalidad, la única cuestión que ocupa a los que piensan, es acerca de la forma de gobierno que convenga adoptar: el nombre del rey se ha hecho odioso a los que aman la libertad; el sistema republicano inspira confianza a los que temen la esclavitud. (Monteagudo, 1822, p. 39)23
Los episodios de esta lucha teórica entre republicanos y monarquistas tuvo como escenario —como ya se dijo— la célebre Sociedad Patriótica y poco después el Congreso Constituyente; en el seno de ambas agrupaciones se discutieron los lineamientos conceptuales de la forma de gobierno del flamante Estado y las bases ordenadoras de la naciente nacionalidad24.
Pero, ¿cuáles fueron las notas más saltantes en la ideología de aquellos afanosos dirigentes? Así como en el siglo XX los revolucionarios consultaban El Capital de Carlos Marx, atribuyéndole condiciones de profeta científico, de igual manera los criollos de la centuria anterior llevaban consigo El Contrato Social para interrogar a Juan Jacobo Rousseau cuando la duda surgiera en los momentos del drama mental. José de la Riva Agüero y Sánchez Boquete, criollo culto e inquieto, cita ocho veces a Rousseau en su difundido y polémico opúsculo Las 29 Causas de la Revolución de América, para justificar sus afirmaciones. Por su lado, José Faustino Sánchez Carrión, de espíritu liberal e independiente, no se escapó de la mágica influencia del filósofo atormentado de Ginebra. Ni Simón Bolívar, a pesar de su genialidad, logró evadir la fuerza de las ideas de quien había sido también el maestro de los revolucionarios europeos. José Ingenieros, escritor y psicólogo argentino de origen italiano, sostiene que a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, tres grandes obras simbolizaban las fuentes ideológicas de la revolución americana: El Contrato Social, expresión y programa de liberalismo y democracia; las Máximas generales del gobierno económico de François Quesnay, manifestación pura de liberalismo económico; y el Tratado de las sensaciones de Étienne Bonnot de Condillac, símbolo genuino de liberalismo filosófico (1918, p. 75). Las tres publicaciones, en su conjunto, sirvieron de soporte y justificación a las opiniones de los americanos contra el sistema colonial.
En el marco de esta coyuntura que se vivió dramáticamente entre 1821 y 1826, ¿qué hitos políticos merecen destacarse en el presente volumen? Cronológicamente, los años que cubre nuestro estudio corresponden, primero, a los tiempos del Protectorado de San Martín y su inesperado y definitivo retiro del escenario nacional; a la convocatoria y establecimiento del mencionado Congreso Constituyente (1822) y a la Carta Magna que elaboró. En segundo lugar, al gobierno efímero de la desidiosa Junta Gubernativa presidida por José de La Mar; a la asonada militar que llevó a José de la Riva Agüero en febrero de 1823 al poder y su tenaz pugna con el Congreso y con su homólogo gobernante, el Marqués de Torre Tagle. Y en tercer lugar, al enfrentamiento vehemente entre Bolívar y Riva Agüero y al triunfo de aquel al ser nombrado dictador del Perú hasta su retiro definitivo en setiembre de 1826. Simultáneamente, la vida política de esta época, plena de rencillas y luchas internas, estuvo regida sucesivamente por el Estatuto Provisorio de 1821, las Bases de 1822, la Constitución de 1823 y la Constitución de 1826. De igual forma, en los años de dominación de las grandes e influyentes personalidades de San Martín (1821-1822) y Bolívar (1823-1826), las figuras peruanas aparecen opacadas o subordinadas a ambos personajes. En este contexto, Unanue —señala Pablo Macera (1976)— fue el puente entre la colonia y la república, un puente de consciente peruanidad, aunque sus dotes de hacendista solo fueran las de un improvisado. Sánchez Carrión, tribuno por antonomasia y republicano por convicción, fue el símbolo del acatamiento y veneración a los dictados del ilustre Libertador caraqueño; probablemente su hombre de mayor confianza en el Perú. Manuel Lorenzo de Vidaurre y José María Pando representaron (sumergido cada quien en su propia crisis ideológica) la ilusión y la desilusión frente a los afanes dictatoriales de Bolívar. En una palabra, nuestra clase política había sido reemplazada o supeditada a ambos Libertadores, en los cruciales momentos de definición de nuestra nacionalidad (Ponce Vega, 1998, VII, p. 66).
De modo esquemático y de acuerdo a lo expresado, puede decirse que nuestro período presenta, sucesivamente, tres fases muy claras:
a) 1821-1822: la etapa sanmartiniana
b) 1822-1823: la etapa peruana
c) 1823-1826: la etapa bolivariana
En el primer caso estamos frente a la presencia hegemónica del Libertador argentino y de sus satélites (Monteagudo entre ellos) en el control interno del país. Es el momento inicial de definiciones, arrebatos, enconos, renuncias y partidas; al vaivén de ellos, el Perú poco a poco fue tomando conciencia de su ruptura definitiva con la metrópoli hispana y de su ineludible compromiso de valerse por sí mismo. La segunda etapa corresponde a los esfuerzos nacionales por consolidar, sin éxito, la supremacía peruana en los destinos del incipiente Estado. El Congreso Constituyente (cátedra de todos los lirismos y de todas las utopías, según lo calificara Raúl Porras), la amorfa Junta Gubernativa de 1822, el advenedizo e impetuoso régimen de Riva Agüero y la acción desestabilizadora de Torre Tagle, constituyeron la secuencia de aquel fallido esfuerzo nacional. El último ciclo del período revolucionario, el comprendido entre el retiro de San Martín y la salida de Bolívar (pasando por los tiempos de Junín y Ayacucho y la firma de la Capitulación), está todo lleno del resplandor bolivariano. Se canta —dice el indicado autor— la gloria del Libertador en las misas oficiales, entre la epístola y el evangelio, lo exaltan las proclamas de sus generales, los artículos de las gacetas salpicados de entusiasmo épico y los decretos del Congreso que derrochan odas de gratitud. “Padre de la Patria”, “Hijo de la Victoria”, “Inmortal Bolívar”, “Héroe de la América del Sur”, le titulan sus admiradores. En 1826, el citado José María de Pando, alabando la liberalidad washingtoniana del paladín, le dirige su célebre “Epístola a Próspero”. Se llega a la fatiga del ditirambo; pero, de todos aquellos triunfales homenajes, arengas, discursos y brindis pronunciados en los suntuosos banquetes patrióticos que se ofrecen a Bolívar en Lima y en las ciudades a su paso, en su camino triunfal al Alto Perú, ninguno más rotundo ni más gallardo que el saludo de aquel humilde cura indígena, José Domingo Choquehuanca, que en el recodo de un pueblo andino le arengó diciéndole que el tiempo y el sol eran los únicos paralelos dignos de su gloria. Dijo: “Vuestra fama crecerá así como aumenta el tiempo con el transcurso de los siglos y así como crece la sombra cuando el sol declina…”.
Ahora bien, después de los años entusiastas, de los combates por la libertad y de las rencillas políticas, vino la etapa de las preocupaciones teóricas para levantar el edificio político, jurídico y administrativo del país. A las arengas encendidas y a las proclamas sonoras y entonadas, sucedió la tendencia de bajar a tierra lo que una retórica vibrante había mantenido con exceso en las nubes (Miró Quesada Sosa, 1968, p. 91). Simultáneamente, apareció en el horizonte intelectual una literatura de corte patriótico y de amplia difusión. Sin embargo —advierte Raúl Porras (1974)— esta literatura no siguió de 1821 a 1824 el ritmo acelerado de la revolución: mientras la ideología se tornó pragmática, la forma literaria continuó siendo clásica. En versos quintanescos se denigra la realidad heredada y nuestros incipientes rimadores no tienen todavía la audacia suficiente para arremeter contra las taxativas del verso. El clérigo José Joaquín de Larriva, sorprendido por la revolución, se da tiempo para innovar y saludar a Bolívar con las mismas frases con que había honrado al virrey Pezuela25. El mismo Libertador, cansado de helenismos poéticos, se atreve a reprochar al poeta José Joaquín de Olmedo por haber intentado hacer con la epopeya de América “una parodia de la Iliada”. Pero —continúa Porras— si son viejas las imágenes y las metáforas, es nuevo el aliento que provoca el énfasis viril de los versos y de las proclamas. Por tres años, y mientras dura el estrépito de la guerra, la literatura adopta un tono marcial. Editoriales de periódicos, discursos, folletos de controversia, proclamas, arengas, decretos y hasta partes de batallas reflejan el delirante lirismo de la hora y el romántico ardor por la libertad (Porras, 1974, pp. 207-208)26.
Por otro lado, el sentimiento predominante, aquel que todos se esforzaron por expresar más enérgicamente, fue el de la aversión a España. No hay quien no recrimine o condene con acrimonia los “tres siglos” de dominación española, endilgándole los adjetivos más oprobiosos e iracundos. De Manuel López Lissón, de Felipe Lledias, de José María Corbacho o de Manuel Ferreyros, como de cualquiera otro, podrían ser estos versos:
Por tres centurias de baldón cubierto
(López Lissón)
¿Con que al fin de tres siglos de lloro y de ignominia…
(Lledias)
Que tres siglos de llantos y penas
(Corbacho)
Trescientos años el Perú gimiera
(Ferreyros)
Hasta el citado Olmedo se dejó seducir por el lugar común y lo incorporó a su canto. También él ha visto:
Correr las tres centurias de maldición, de sangre y de servidumbre
La musa popular —agrega Porras (1974)— tuvo también sus expansiones poéticas que siguen de cerca los extravíos de los poetas letrados. En las calles, en las plazas y en el teatro, las multitudes entonaban a coro canciones patrióticas. En la época del Protectorado, la actividad teatral adquiere un gran auge. Monteagudo quiere educar al pueblo con el ejemplo vivo de la escena y se dedica a restaurar el antiguo edificio del principal teatro limeño para que sirva de recinto apropiado a las grandes festividades de la ciudadanía. Se mejora el local, se ensancha el escenario y se estrena un nuevo telón de brocado, que provoca los elogios entusiastas de La Gaceta27. En este teatro, tan simbólicamente decorado, se realizaron imponentes manifestaciones en la época de San Martín. Allí se oyó, por primera vez en público, el Himno Nacional, interpretado por la cantatriz limeña Rosa Merino y en un concierto habido en febrero de 1822 —dice el mencionado periódico— “esta misma dama ejecutó con singular gusto diez piezas selectas: en todas obtuvo gran aplauso, pero en la de La Chicha apenas se oía su voz por el incesante palmeo de los circunstantes”28. El estribillo decía:
Patriotas, el mate
de chicha llenad
y alegres brindemos
por la libertad.
La chanza y la mofa —dice Miró Quesada Sosa (1968)— tampoco estuvieron ausentes. El ingenio de Lima tuvo, en esos tiempos, ocasión excelente para manifestarse sin embozo. Con el dardo festivo de un epigrama o la fluidez de una letrilla, se comentaban los trastornos políticos, las defecciones inevitables y el brusco encuentro con una realidad imperfecta y compleja. El clérigo burlón (como así se le conocía a Larriva) llegó a zaherir a Sucre, el Mariscal de Ayacucho, y a apostrofar al propio Bolívar. Su filosofía alegre y decepcionada se expresa en la siguiente décima consignada por Manuel de Odriozola:
¡Cuando de España las trabas
en Ayacucho rompimos,
otra cosa más no hicimos
que cambiar mocos por babas!
Nuestras provincias esclavas
quedaron de otra nación
mudamos de condición,
pero sólo fue pasando
del poder de don Fernando
al poder de don Simón.
Poco después del alejamiento definitivo del Libertador del Norte, el mismo Larriva publicó esta atrevida cuarteta:
Pero aun fuera de esto
el tal San Simón
nunca ha sido santo
de mi devoción.
En resumen, la literatura de la revolución se convirtió en rapto de entusiasmo, manifestación de júbilo, exaltación heroica de la voluntad colectiva y apoteosis del héroe; asimismo, en lírica devoción a la patria que palpitó con la misma intensidad en la arenga escondida del tribuno, en la canción del arrabal, en la hoja periódica clandestina, en la proclama del vivar y, por supuesto, en la clara epifanía del poeta (Porras, 1974, p. 212)29.
¿Qué se puede concluir de todo lo expresado en estas páginas introductorias? Con el riesgo que conlleva toda síntesis, podemos afirmar lo siguiente:
a) Históricamente, el período 1821-1826 (con 1824 como año referente y decisivo) constituye una fase por demás agobiante y crítica en la cual la vida nacional se debatió en una constante contradicción e inestabilidad. Desorden, caos, miseria e incertidumbre, fueron las principales notas que caracterizaron el quehacer político, económico, social, militar e internacional de aquellos días. El amanecer republicano, en este caso, no fue del todo auspicioso y venturoso.
b) La presencia de los Libertadores y sus respectivos lugartenientes y fuerzas militares en nuestro territorio, no solo respondió al llamado de los patriotas peruanos impedidos materialmente de consolidar su propio proceso emancipador, sino también a la perentoria y angustiosa necesidad de las naciones periféricas de salvaguardar su propia autonomía. El enclave del inmenso poder militar realista en el Perú actuó, en este caso, como un peligro latente que, inobjetablemente, tenía que ser destruido para bien de la América hispana entera. ¿Y qué de las clases altas de la sociedad peruana de entonces? Según Heraclio Bonilla y Karen Spalding (1972), fueron célebres por su marcado hispanismo, sentimiento colectivo que perduró por lo menos hasta la guerra con Chile, en 1879.
c) En el contexto anterior, y no obstante que nuestra clase política —como ya se dijo— fue subordinada u opacada por la actuación descollante y protagónica de los jefes militares extranjeros (San Martín, Bolívar, Sucre), no puede obviarse la permanente y trascendental participación (visible o anónima) de muchísimos peruanos al lado de aquellos. Como colaboradores visibles e inmediatos en la administración pública (Unanue, Sánchez Carrión, Pando, Vidaurre); como oficiales combatientes en las largas y fatigosas campañas guerreras (Agustín Gamarra, Ramón Castilla, José de La Mar, Andrés de Santa Cruz, José Andrés Rázuri); o como prestos montoneros dispuestos a dar sus vidas (Ignacio Quispe Ninavilca, Gaspar Huavique, José María Palomo, Francisco de Vidal), la sangre peruana no estuvo ausente en aquellos decisivos días. Talento, valor y osadía fueron los rasgos fundamentales de esos tres estamentos, respectivamente.
d) Las campañas gloriosas de Junín y Ayacucho en 1824, marcaron no solo el ritmo del ímpetu libertario de un pueblo en particular (Perú), sino también la ilusión legítima de toda la América meridional. “La libertad del Nuevo Mundo —escribió José Martí (1970)— era la esperanza del universo y, en particular, del continente”. En este sentido, Junín (6 de agosto) fue el inicio y la antesala de la victoria anhelada; Ayacucho (9 de diciembre) fue la culminación de una utopía hecha realidad. “Ayacucho, sublime nombre donde se ha completado el día que amaneció en Junín”, escribió la Gaceta del Gobierno en su edición del 18 de diciembre de aquel año. Si Junín fue la batalla que abatió el orgullo español (más que una sangrienta acción de armas fue un encuentro de incalculables proyecciones psicológicas), Ayacucho fue la cita última de la libertad y el laurel de la perseverancia. ¿El común denominador? El afán de América de perpetuarse como una comunidad sacudida de servilismo, tutela o patrocinio externo. Se tuvo clara conciencia, en todas partes, de la terminación victoriosa de una larga guerra iniciada en 1810. En su despacho de Viena, el Príncipe de Metternich reconoció el signo de los tiempos. “El Perú —escribió en abril de 1825— ha desaparecido como colonia. En estas circunstancias, me atrevo a preguntar al gobierno español si también está dispuesto a sacrificar del mismo modo a Cuba” (citado por Kossok, 1968, p. 57).
e) Como hecho de enorme gravitación histórica, la Capitulación de Ayacucho (no mencionada con ese nombre en el texto primigenio) representa un hito imperecedero en la historia de América Latina. Ella simboliza, más allá del marco temporal, no solo el reconocimiento tácito al triunfo bélico, sino también al derecho de ser libres para siempre en armonía con los principios entonces imperantes en el mundo civilizado. A partir de entonces, el reloj de la historia marcaría el rumbo de cada país en consonancia con sus propias esperanzas, vicisitudes, aciertos o errores.
f) Finalmente, es oportuno indicar que tanto las fuentes primarias como secundarias acerca del período independentista nacional, en su conjunto, se muestran abundantes y provechosas; mas no así en lo que concierne específicamente a la Capitulación de Ayacucho. Sobre ella y su entorno histórico, las fuentes no solo resultan escasas e insuficientes, sino también sin mayor trascendencia en el ámbito historiográfico. En este sentido, anhelamos que el presente volumen contribuya, por un lado, a una mejor comprensión de cuánto hicieron los peruanos por su independencia y por la independencia de América, y, por otro, a una cabal interpretación de la Capitulación de Ayacucho como hecho culminante de aquella aspiración colectiva. Debemos puntualizar que en la elaboración del presente volumen se ha utilizado una buena parte de los resultados de la investigación histórica realizada hasta ahora sobre el período 1821-1826 (denominado el de la “formación de la nacionalidad”), al igual que los aportes de las fuentes primarias impresas (diarios de viajes, informes de campañas militares, memorias ministeriales, periódicos de la época, reportes oficiales y otras).
A fin de que el lector tenga una información adicional sobre aquellos personajes mencionados a lo largo del texto y que antes, durante o después de la jura de la Independencia tuvieron un rol destacado, se ha juzgado conveniente incluir sus semblanzas biográficas con los datos más relevantes en nuestra opinión (véase el Apéndice biográfico). Para ello, ha sido útil la consulta tanto de aquellas publicaciones de carácter general, como de aquellas de índole específico. En el primer caso, se pueden citar, entre otras, las siguientes: Diccionario histórico-biográfico del Perú de Manuel de Mendiburu; Apéndice al Diccionario histórico-biográfico del Perú de Evaristo San Cristóval Palomino; Diccionario histórico biográfico del Perú. Siglos XV-XX editado por Carlos Milla Batres; Enciclopedia ilustrada del Perú de Alberto Tauro del Pino; Biblioteca Hombres del Perú editada por Hernán Alva Orlandini; Los médicos en la Independencia del Perú; y La escuela médica peruana, 1811-1972 de Jorge Arias Schreiber Pezet; Diccionario de medicina peruana; e Historia de la medicina peruana de Hermilio Valdizán Medrano; El episcopado en los tiempos de la Emancipación americana de Rubén Vargas Ugarte; Fuentes históricas peruanas de Raúl Porras Barrenechea; Historia de la República del Perú e Introducción a las Bases documentales para la Historia de la República del Perú con algunas reflexiones de Jorge Basadre Grohmann; Los presidentes de la Honorable Cámara de Diputados del Perú de Luis Varela Orbegoso; Presidentes del Senado, comisiones, directivas y señores senadores 1829-1960; Historia de los partidos de Santiago Távara y Andrade; Historia del Perú desde la proclamación de la Independencia de Sebastián Lorente Ibáñez; La cultura peruana y la obra de los médicos en la emancipación de Juan B. Lastres Quiñones; Galería de retratos de los gobernantes del Perú independiente, 1821-1871 de José Antonio de Lavalle y Arias de Saavedra. Entre las publicaciones de carácter específico, pueden mencionarse las siguientes: El precursor (Toribio Rodríguez de Mendoza) de Jorge Guillermo Leguía Iturregui; El gran mariscal Riva Agüero de Enrique Rávago Bustamante; José Joaquín de Larriva; Mariano José de Arce; José Toribio Pacheco; y José Faustino Sánchez Carrión de Raúl Porras Barrenechea; El gran mariscal Luis José de Orbegoso: su vida y su obra de Evaristo San Cristóval Palomino; El doctor José Pezet y Monel; Hipólito Unanue; y El general Juan Antonio Pezet, presidente de la República del Perú de Jorge Arias Schreiber Pezet; El doctor Hipólito Unanue de Hermilio Valdizán Medrano; Toribio Rodríguez de Mendoza de Rubén Vargas Ugarte; El protomédico limeño José Manuel Valdés de Héctor López Martínez; Antonio José de Sucre. Gran Mariscal de Ayacucho de Guillermo A. Sherwell.
Al concluir estas líneas introductorias, el autor desea expresar su viva gratitud a las autoridades de la Universidad de Lima en las personas del doctor Óscar Quezada Macchiavello, rector, y del magíster Giancarlo Carbone de Mora Campos, director del Fondo Editorial, por el interés puesto en la presente publicación. A Neil Cárdenas Lezameta, bibliotecario del Instituto de Estudios Histórico-Marítimos del Perú, por su preciado apoyo en la búsqueda del material bibliográfico y documental. A Fiorella, Renzo y Adriano, mis hijos, por su permanente disposición de auxiliarme en el uso correcto de los modernos y sofisticados medios virtuales; y, de manera especial, a mi esposa Gloria Winffel Ríos que, como en anteriores oportunidades, prestó su valiosa e invalorable colaboración no solo en la revisión histórica y lingüística de los originales, sino también en la laboriosa digitación de varios capítulos.
Raúl Palacios Rodríguez
Lima, diciembre del 2020