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El ingreso

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El 20 de noviembre de 1974 me llegó una notificación laboral muy esperada por mí. Un telegrama que decía: «Preséntese el 24 de noviembre, a las siete de la mañana puntual en la oficina de personal de la fábrica Mercedes Benz Argentina, en Ruta Nacional Nº 3, kilómetro 44, Virrey del Pino, La Matanza».

Lo recibió mi esposa con quien me había casado hacía apenas dos meses. Mi domicilio provisorio era una habitación en la casa de mis suegros. Yo trabajaba en Decker, una metalúrgica en el barrio de Barracas de la Ciudad de Buenos Aires. Un trabajo agotador y muy mal pago. Viajaba todos los días desde Gregorio Laferrere, provincia de Buenos Aires, para trabajar en turnos rotativos semanales, mañana, tarde y noche, y en malas condiciones laborales.

Ese 20 de noviembre llegué a mi domicilio a las once de la noche y mi esposa me recibió con la cena. Tenía una sorpresa: «Te llamaron para trabajar en la Mercedes Benz». Me puse contento por varias razones. La fábrica ponía transporte sin cargo ida y vuelta, el viaje desde mi casa hasta la fábrica eran tan solo treinta minutos y sabía que pagaban mucho más que donde yo estaba trabajando. De hecho, triplicaba el sueldo. No se confundan, no era para volverse millonario, era solo una buena mejora salarial. Lo que más me intrigaba era saber las condiciones laborales, ya que en Decker eran deplorables. Además, los delegados gremiales parecían capataces y no delegados, respondían al burócrata sindical metalúrgico Lorenzo Miguel.

El 24 de noviembre llegué bien temprano a la estación Laferrere, el micro venía de Avellaneda y era la última parada antes de llegar a la fábrica. Pasaba por la estación a las 6:15 y a las 6:45 estaba en la puerta de la fábrica, donde había varios molinetes de ingreso custodiados por guardias privados.

Me presenté en la oficina de personal, se corroboraron mis datos, y se confeccionó mi ficha. El trámite duró treinta minutos. Tenía veintidós años recién cumplidos. Llamaron entonces al encargado de turno de la sección foguistas, lugar donde iba a pasar diez años de mi vida laboral, quien me dio la bienvenida. Era una persona amable y simpática. Me explicó que estábamos en la planta 2, la cual se ve desde la Ruta 3. Las plantas son galpones donde están las líneas de producción. En la planta 2 estaba la oficina de personal y las líneas de montaje. La planta 1, la planta vieja, fue la primera de las plantas que construyó MBA cuando se instaló en la Argentina en la década del cincuenta.

Me indicó que trabajaría en la planta 1, que estaba distante a quinientos metros, aproximadamente. Esta planta tenía un estilo de construcción de fábrica alemana como la que veíamos en las películas de la Segunda Guerra Mundial. Mitad pared de ladrillo y chapas acanaladas de fibrocemento, igual que el techo. Me dio muy mala impresión desde el punto de vista de las condiciones laborales, ya que tenía expectativas de encontrarme con una planta moderna. Nada de lo que yo me imaginaba, todo lo contrario, era deprimente y de mal aspecto. Estaban los compañeros trabajando, concentrados en sus tareas en las distintas secciones y líneas de producción. Pensé para mis adentros: «Para ser una multinacional alemana de tanta propaganda y prestigio ¡esto es una verdadera mierda!».

El encargado seguía mostrándome dónde sería mi ámbito laboral. Los turnos de trabajo eran cuatro de lunes a viernes. El de la mañana de 5 a 13, el de la tarde de 13 a 21, el de la noche de 21 a 5 y el normal de 7 a 16:30. Este último turno era el más numeroso, estaban todas las líneas de producción con los administrativos y jefaturas.

En el caso concreto de los foguistas tenían los turnos de mañana, tarde y noche, con la particularidad que los que tenían el turno noche arrancaban el domingo a las nueve. Como era un día no laborable, la paga de horas extras era al 100% y como por ley no se puede obligar a hacer horas extras, el encargado me avisó que cuando me tocase el turno noche era implícitamente obligatorio estar porque se ponían en funcionamiento todos los servicios de producción para que estuvieran en marcha cuando empezara el turno de las cinco y los obreros del sector tuvieran todos los elementos para arrancar.

También me comunicó que en la planta 2, al igual que en la planta 1, éramos dos foguistas por turno. Cada uno tenía que atender una equis cantidad de equipos. A mí me tocaba atender una caldera y la calefacción del vestuario de la planta 1, una caldera y suministro de vapor para ollas gigantes del comedor que era para seiscientos comensales por turno aproximadamente, un horno de secado grande a gasoil que suministraba aire caliente para secar piezas recién pintadas como guardabarros, puertas, etc., y la calefacción de la Planta 1 que eran unos cuantos aparatos cilíndricos que inyectaban aire caliente alimentados a gasoil. Con este último sistema de calefacción también calefaccionaba otros galpones, como ser el taller experimental donde trabajó el nazi Adof Eichmann y otro taller donde estaban los mecánicos y electricistas de mantenimiento de los equipos de producción.

El encargado me avisó que el último turno de almuerzo era a las 13:30. Amablemente me invitó a almorzar y le agradecí, nos pusimos en fila como todos los trabajadores que iban ingresando al comedor. Me dio un ticket de comida que equivalía a un almuerzo que se les proveía todos los meses a los trabajadores a un precio muy bajo. La calidad y el precio del almuerzo era una conquista laboral, producto de una huelga que los trabajadores hicieron por el costo y las características del menú. El almuerzo, debo reconocer, era muy bueno. Consistía en una entrada, plato principal, postre y bebida sin alcohol. Con el tiempo observé que había compañeros que se las ingeniaban para gozar de su copa de vino. A las dos de la tarde salimos del comedor, nos dirigimos a la planta 2 y me presentó a los dos compañeros que estaban en el turno tarde, me saludaron amablemente y me preguntaron la edad. Yo también a ellos. Uno cuarenta, otro cuarenta y cinco, con diez años de antigüedad cada uno. El de cuarenta, el Gallego. El de cuarenta y cinco, el Mocho (el apodo era porque le faltaba el pulgar izquierdo). Estaban en un costado de la cabina de pintura, era el equipo más sensible que atendían.

Cada foguista tenía un locker. En los lockers se guardaban las cajas de herramientas y los objetos personales. Había un aparato de teléfono interno por el que eran solicitados sus servicios de distintos sectores de producción. Eran muchos equipos y la planta 2, la más nueva, era muy grande. El encargado me hizo entrega de mi indumentaria laboral. Consistía en dos juegos de camisa, un pantalón color azul, todo con el logo de la empresa, y un par de borceguíes de seguridad. Me dijo que al día siguiente me proveería de una caja de herramientas para el service de los equipos que yo debía atender.

Eran las 14:45 cuando el encargado me dijo que su tarea estaba terminada y que yo quedaba liberado hasta el día siguiente cuando ingresase al turno tarde a la una en la planta 1. Me aclaró que no me podía retirar de la fábrica hasta las 16:30, porque era la hora en que pasaba el mismo colectivo que me había llevado a la fábrica para regresar a la estación Laferrere. Sonó el teléfono interno, atendió el Gallego y avisó que lo llamaban de un horno de templado que él atendía. Se subió a una bicicleta con su caja de herramientas y se fue. Esta tarea, dependiendo de la complejidad del desperfecto, podía tardar una hora o más. Inmediatamente el Mocho, que era un compañero divertido y extrovertido, me invitó a tomar mate en el lugar de los lockers. Me parece porque le caí bien. Aprovechando que estábamos solos me empezó a comentar como era la «movida» laboral en esa monstruosa fábrica donde trabajaban aproximadamente cuatro mil obreros. Ese gesto se lo agradecí toda mi vida. Entonces, tuvimos este diálogo:

—¿Estás casado?

—Sí. Recién casado.

—¿Tenés casa propia o alquilás?

—Ninguna de las dos, vivo con mis suegros porque no me alcanza para alquilar.

—Quedate tranquilo, acá pagan buen sueldo, te va a alcanzar para alquilar, luego te comprás un terreno y te hacés una casita como hicimos todos.

Después terminé haciendo exactamente lo que me dijo el Mocho. La charla continuó:

—Este es un buen trabajo, vos sos joven, tenés una vida por delante. Pronto vas a tener hijos y una familia formada.

Y fue así, todos los obreros en esa época pensábamos lo mismo. Tener un trabajo, formar una familia, que nuestros hijos estudien para que tengan un futuro mejor que el nuestro.

Luego siguió con sus consejos:

—Tenés que cuidar este trabajo, es fácil hacerlo. No llegues tarde, no faltes sin causas justificadas, no te lleves a tu casa ni un tornillo, porque los policías (los vigilantes de la entrada) te lo encuentran y te despiden por robo. Hubo compañeros que fueron despedidos por el robo de un rollo de papel higiénico. Si me das bola posiblemente te puedas jubilar acá.

A esa altura yo disfrutaba y agradecía toda su amabilidad, y siguió con otros temas:

—En la fábrica el grueso de los trabajadores trabaja en el turno normal, con cuarenta y cinco minutos de descanso para ir al comedor. También hay ciertos sectores de trabajo como nosotros los foguistas que trabajamos en turnos de mañana, tarde y noche. —La conversación tomó otra dirección— El ambiente político aquí es variado. Están ingresando muchos jóvenes, parece que la empresa cree que los más viejos somos problemáticos porque hacemos muchos reclamos, con los que hemos conseguido muchas conquistas. El ritmo de producción acá es más relajado que en la Ford, ahí los matan con la producción. La Chrysler es lo mismo y encima les pagan menos que a nosotros. Todo esto lo logramos con lucha a pesar de los traidores del SMATA con José Rodríguez a la cabeza (el infame secretario general) y todo su séquito de traidores y delegados chupamedias de la lista verde que están puestos a dedo por el gremio, porque perdieron las elecciones de la comisión de paritarios. Por eso intervinieron el cuerpo gremial para poder firmar un convenio colectivo de trabajo a medida de la empresa y a espaldas de los trabajadores. Acá la mayoría de los compañeros de trabajo están politizados. Hay mucha militancia política. Hay peronistas, radicales, PRT (Partido Revolucionario de los Trabajadores), PCR (Partido Comunista Revolucionario) y PST (Partido Socialista de los Trabajadores).

—¿Hay comunistas? —lo interrumpí.

—Algunos, pero son más traidores que los del SMATA.

Me contó que él militaba en el radicalismo, pero que tenía muy buena relación con todos los compañeros de base independientemente de la filiación política. Es entonces cuando me preguntó directamente: «¿Dónde militás vos?». Como me inspiró confianza le conté la verdad: «En ningún partido político, ya que en mi casa nunca se habló de política, aunque siempre pensé que mis padres votaban al peronismo, pero nunca les pregunté».

Ahí terminó la conversación porque llegó el Gallego. El Mocho cortó la conversación porque parece que al Gallego no le interesaba la política, pero sí era profundamente antiburocrático, odiaba al SMATA por traidores. Mucho tiempo después me confesó que no militaba, pero que era un votante fiel del radicalismo.

Yo por mi parte lo que recordaba de la política fue que haciendo el servicio militar en la Marina y estando anclado en el puerto de Buenos Aires, asumía como presidente Héctor Cámpora. La mayoría de los marinos eran peronistas y eran mis amigos. A mí el peronismo no me atraía, porque no me sentía representado, pero me seducía la guerrilla, especialmente el ERP, que era el brazo armado del PRT. Quería un mundo mejor rápido y creía que la lucha armada era el medio. Mis amigos me invitaron a la asunción de Cámpora y acepté más por amistad que por convicción. Fuimos caminando desde el puerto hasta el playón del Correo Central, había mucha gente y no podíamos llegar a la explanada de la Casa Rosada por donde entraba Cámpora y salía el dictador Lanusse. En esa aglomeración se armó un tiroteo que no sabíamos de dónde venía, un desbande impresionante de gente amontonada. Aparecí solo en Sarmiento y 25 de Mayo, había perdido de vista a mis amigos. Seguí caminando hasta Avenida de Mayo y me metí en el primer bar que encontré. Al otro día nos encontramos en el barco, por suerte no faltaba ninguno. Yo ya había tomado la decisión de no quedarme en la Marina después del servicio militar, donde había aprendido el oficio de foguista. Mi plan era irme y buscar un trabajo estable, ya que tenía mi matrícula de foguista de primera. Una vez que me fui de baja del servicio militar, empecé a deambular de trabajo en trabajo hasta que en noviembre de 1974 ingresé a MBA.

En mi primer día de trabajo a las 12:15 abordé el micro en la estación Laferrere que me llevaría a la fábrica. Llegamos a la puerta a las 12:40. Llegaban muchos micros cargados de obreros de distintas partes del Gran Buenos Aires, Capital Federal, Cañuelas, Lobos, La Plata, etc.

Desde la entrada abordé un transporte interno que me dejó en la planta 1, me dirigí a la caldera, un sótano debajo del vestuario que era mi lugar fijo de trabajo. Me encuentro con el Colorado Reyes, el compañero del turno mañana. Me esperaba para darme las novedades del estado de los equipos que tenía que atender en mi turno tarde. Esta era la norma: se escribía en un cuaderno de novedades, luego el encargado lo leía y le informaba a la jefatura. El Colorado me invitó unos mates, hablamos unas cosas personales para conocernos y a la una de la tarde se retiró. Revisé la caldera, temperatura, nivel de agua, vestuarios, así recorrí todos los equipos de la planta 1. Esto me llevó aproximadamente una hora. Estaba todo bien. Para mí todo era novedad y tenía libertad de movimiento, ya que los equipos estaban desparramados por la planta 1. No tenía que estar en ningún lugar fijo. Mi único lugar fijo era el sótano donde estaba la caldera del vestuario que contaba con un teléfono y un pupitre. No estar en un lugar fijo para mí era muy bueno, a diferencia de mis compañeros de las líneas de producción que tenían que estar ocho horas al pie de su máquina.

La producción estaba acordada por convenio colectivo. Se fijaban metas de producción por turno, las cuales en la práctica se aplicaban por sección y eventualmente por máquina. Por ejemplo, la línea de montaje sacaba una equis cantidad de camiones y colectivos por turno. Esto era importante, ya que por la lucha gremial se logró un ritmo de producción soportable a diferencia de otras automotrices, como Ford, Chrysler, Renault, que tenían un ritmo muy intenso, dándole más producción y ganancia a las empresas a costa de la explotación de los obreros. Con el tiempo me di cuenta de que estos ritmos de producción tan intensos, tenían que ver con la complicidad de la conducción del SMATA y sus delegados adláteres, encabezados por su secretario general José Rodríguez. Cuando más reventaban a los obreros, más ganancias para las multinacionales. Tiempo después aprendí, gracias a mi militancia en el PST, que eso se llama plusvalía.

En la MBA los ritmos de producción eran controlados por delegados de base llamados paritarios, que eran independientes de la burocracia del SMATA y que fueron electos en una elección que se le ganó a los delegados representantes de la burocracia del sindicato. Esta situación fue el inicio de un conflicto interno que al año siguiente terminaría en una huelga de veintidós días. Al no poder controlar la comisión paritaria, José Rodríguez se veía impedido de firmar un nuevo convenio colectivo, el cual se renovaba anualmente y que era perjudicial para los trabajadores, ya que se beneficiaba abiertamente a la empresa a cambio del 1% de la facturación bruta anual que iban a parar a las arcas del sindicato, con independencia del aporte de los afiliados. Era una cifra astronómica que asombraba a las mismas empresas por lo cual estas exigían más producción para compensar ese aporte. Este acuerdo ya lo tenía cerrado sindicalmente en el resto de las automotrices y el escollo era la MBA por la oposición de sus delegados paritarios independientes elegidos por las propias bases. Cabe aclarar que en esa época estaba garantizada la venta de la totalidad de la producción de MBA.

Ese primer día, en mi recorrida de reconocimiento, vi una fila de compañeros, pregunté para qué era y me respondieron que era para el quiosco que atendía de siete a cuatro de la tarde. Vendían golosinas, cigarrillos, etc. Yo estaba un poco perdido y ansioso, me puse en la fila para comprar mis cigarrillos marca Particulares. Al compañero que estaba adelante le pregunté por los horarios de comida del comedor. Me contestó y me llevé una tremenda sorpresa. Nos reconocimos inmediatamente. Era mi gran amigo de la colimba el Chango Mansilla, donde aprendimos el oficio de foguista. Lo reconocí enseguida a pesar de su bigote estilo el folklorista Horacio Guaraní. Saltamos de alegría y la sellamos con un gran abrazo, ya que en esa época no se daban besos entre hombres y mucho menos entre dos provincianos o cabecitas negras, como nos decía cariñosamente Evita y otros para discriminarnos. Él era de los montes santiagueños y yo era de los montes del Chaco salteño.

Con el Chango Mansilla nos habíamos perdido de vista después de la colimba y no supe nada más de él hasta que en el mes de noviembre de 1974, de casualidad, nos encontramos trabajando en la misma fábrica. Después de esa tremenda alegría nos pusimos a charlar un rato, porque él no se podía ausentar mucho tiempo de su máquina de producción, salvo esos escasos minutos para ir al quiosco. Quedamos en juntarnos todos los días en la caldera, mi lugar fijo de trabajo, cuando él pudiera escaparse de su maldita máquina de producción, ya que nadie en ese lugar me controlaba. Era ideal para tomar mate y tener largas charlas, tal como fue a lo largo de diez años, los cuales, les puedo asegurar, nunca fueron aburridos.

Al día siguiente tomé mi turno a la una, como iba a ser siempre en el turno de tarde. Empecé tomando mate y leyendo el diario Crónica que me dejaba mi compañero del turno mañana. Ni bien arranqué me golpearon la puerta, abrí y era el Chango Mansilla. Le pregunté cuánto tiempo tenía para charlar y me dijo que una hora, porque sacrificó su ida al comedor por el reencuentro. Había pasado por el quiosco, trajo dos sanguches de jamón y queso y bizcochos de grasa. Fue nuestro almuerzo con unos mates amargos. Fue el almuerzo más lindo en mis diez años en la fábrica. Después de la gran alegría que sentimos los dos nos pusimos a charlar. Ese día hablamos de dos cosas, de cómo habíamos llegado a la fábrica y por qué no seguimos como foguistas en la Marina. Me contó que una vez que se fue de la Marina se instaló en el partido de La Matanza, y a través de un amigo se enteró que el municipio había firmado un acuerdo con MBA donde esta se comprometía a tomar mil quinientos trabajadores en el lapso de un año, cosa que coincidía con mi ingreso, que fue a través de un familiar con la misma data de trabajo. Le pregunté por qué no estaba como foguista y me contestó que en ese momento solo había vacantes en producción, pero que a él le interesaba ingresar a la fábrica porque sabía que en la zona era la que mejor pagaba.

A mí me había pasado exactamente lo mismo, excepto en lo que respecta al puesto. Dejé mi currículum en la oficina de personal y me preguntaron por mi oficio. Cuando dije que era foguista de primera, matriculado, inmediatamente llamaron a la oficina de mantenimiento, vino un capataz, chequeó mi matrícula, habló conmigo y me dijo: «Pibe tenés mucha suerte, tenemos que tomar cuatro foguistas en los próximos meses. Sos el primer matriculado que aparece. No se consiguen porque están todos navegando en la marina mercante, ganan más que acá, aproximadamente tres mil dólares por mes».

Le comenté al Chango y le sugerí que me acerque su matrícula para dársela al capataz de mantenimiento. Esto dio resultado, no pasó mucho tiempo y lo incorporaron como foguista en otro turno, pero en la misma sección que la mía. Luego ingresaron dos más y al final éramos doce foguistas en total. Cuatro foguistas por cada uno de los tres turnos. Ocho foguistas éramos exnavegantes o exmarinos y cuatro exferro-viarios. El ingreso del Chango a mi sección me sumó una nueva alegría. Con él tuvimos afinidad desde el primer día en que nos conocimos en la colimba donde aprendimos el oficio de foguista. Un compañero honesto y muy buena persona. Para mí era como un hermano. Los dos nacimos el mismo año, en 1952, e ingresamos el mismo año a MBA, yo en noviembre y él en mayo.

Corría diciembre de 1974. Todos los compañeros estaban ocupados haciendo planes para las fiestas y las vacaciones. En el mes de febrero se paraba la producción por las vacaciones del grueso de los obreros del área de producción. El resto podía irse de vacaciones entre diciembre y marzo de cada año. Un tiempo antes de Navidad recibí la visita del Mocho en la caldera. Yo estaba como siempre acompañado por el Chango. Se lo presenté y resultó que se conocían de vista porque tomaban el mismo colectivo que venía de Merlo a la fábrica, ya que el Chango iba a visitar a su novia a esa localidad. Rápidamente hubo buena química entre ellos y a partir de ese momento empezamos a juntarnos habitualmente los tres, en el sótano de la caldera del vestuario de la planta 1. A la semana siguiente volvió el Mocho y nos comentó que se tomaría las vacaciones y que a la vuelta nos pondría al tanto de las novedades gremiales, ya que él era delegado gremial de tres secciones, incluida la de los foguistas. Él había sido elegido legítimamente por los compañeros de base y no por los burócratas del SMATA.

Vinieron las fiestas. Una época de alegría para los trabajadores por juntarse con sus familiares y amigos. Particularmente a mí las fiestas me generaban un gran regocijo, como creo que a todos en esa época y las disfrutaba enormemente. Además, se cobraba el aguinaldo entero, es decir doble medio aguinaldo. Otra conquista de los compañeros más antiguos y no de la burocracia sindical. En otras automotrices se reclamaba lo mismo, pero el sindicato hacía oídos sordos porque era una conquista de los delegados de base de MBA y no de los burócratas y traidores del SMATA. También se pagaban las vacaciones por adelantado y al finalizar las mismas se abonaba adicionalmente un plus vacacional denominado post vacacional, equivalente al 70% del monto abonado por las vacaciones. La mayoría de los que se tomaban este recreo se iban a la costa, otros a sus provincias natales para visitar a sus familiares y otros, como en mi caso, no salían a ningún lado porque debían ahorrar dinero para la construcción de su propia casa. Durante diez años seguidos no me fui de vacaciones a ningún lugar turístico ni de visita a mis familiares en el interior del país.

La mayoría éramos provincianos. Había descendientes de italianos, españoles y de muchos lugares de Europa corridos por el hambre de la Segunda Guerra Mundial. Había nacidos en estos países que vinieron de chicos y otros siendo ya mayores con su grupo familiar.

Pasadas las fiestas, con el cobro del sueldo, aguinaldo y vacaciones, logré alquilar una casita modesta cerca de la estación de Laferrere. Estábamos felices con mi esposa y compañera, por fin podíamos vivir nuestras vidas como una pareja de jóvenes que éramos. Yo tenía veintidós años y ella veintiuno.

La Fábrica

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