Читать книгу ¿El final de la diabetes? - Ramon Gomis - Страница 4
ОглавлениеPREFACIO
Éste es un libro diferente a los que estoy acostumbrado a escribir. No es ni literatura ni ciencia, en sentido estricto. Pero es heredero de estas dos vertientes de mi actividad –digamos, con pretensiones– creativa. La intención es situarse en un camino intermedio, donde el lector pueda entretenerse con la lectura de un libro que quiere transmitir un tema científico que ha pasado a ser de interés general y quiere hacerlo de acuerdo con esas premisas literarias que dicen que la mejor literatura es aquella que –de una forma o de otra– divierte al lector.
He obviado en esta declaración de intenciones, de manera muy expresa, una palabra que no acaba de gustarme, divulgación. Simple y llanamente, yo estoy lejos de pretender transmitir a un gran número de personas ni lo que son las células madre ni lo que es la diabetes. De eso ya se han encargado, y con mucha frecuencia, la mayoría de periódicos de gran difusión. El tema ya está extendido, no es necesario insistir. Mi intención es diferente; quiero escribir un libro de reflexión, un tanto provocador, si acaso, después de escuchar, espantado, un montón de sandeces sobre las células madre y la diabetes. Sitúo este ejercicio cercano al ensayo, cuya definición me parece que encaja con mis pretensiones. De lo que salga, ya hablaremos.
El motivo que me lleva a meterme en este embrollo ya lo he citado. No he dicho, en cambio, cómo me he atrevido a unirme a la más que notable lista de autores de todas partes que escriben sobre un tema que está tan de moda. Algo tiene que ver en ello el hecho de que, desde hace más de treinta años, haya dedicado y dedique el oficio de médico a las personas enfermas de diabetes. Además, también pesa, seguro que tanto o más, el hecho de haber invertido horas y horas en conocer el porqué de la enfermedad diabética a través del ejercicio de la investigación.
Mirar atrás me sirve para darme cuenta de que, a lo largo de estos años de práctica médica, he podido constatar cómo diversos investigadores de todas partes han tenido intuiciones notables, suficientemente documentadas en experimentos de laboratorio, algunas de ellas con resultados muy prometedores, pero ninguna eficaz cuando se ha aplicado a las personas que sufrían diabetes. También me permito decir que hoy en día somos más sabios que hace casi ochenta y cinco años, cuando se descubrió la insulina, pero que esta sabiduría tampoco nos ha ayudado a encontrar la solución definitiva a la diabetes. Por lo tanto, no es extraño el gran interés que las personas con diabetes y sus familiares muestran por cualquier noticia que hable de una curación cercana de la enfermedad.
Tampoco digo que el tratamiento de la diabetes no haya mejorado a lo largo de los últimos cincuenta años, al contrario. Entre todos hemos aprendido mucho sobre la prevención de las complicaciones de esta enfermedad, que afectan sobre todo a la vista, los riñones y el corazón. Asimismo, hemos alejado de la vida cotidiana del diabético la gangrena diabética, que suponía –y en algunos países aún supone– un número muy elevado de amputaciones de pies y piernas. Y raramente vemos comas diabéticos, gracias a las medidas de prevención que el propio enfermo aplica. Además, nos hemos beneficiado de otras muchas conquistas de la medicina moderna, como el uso de antibió-ticos, los tratamientos para la hipertensión arterial y los medicamentos para reducir las cifras de colesterol; todos ellos han beneficiado, y mucho, la salud del diabético.
Hoy en día, la vida de las personas que padecen diabetes es mucho más cómoda que hace treinta años. Y el control metabólico de la enfermedad resulta mucho más fácil. Por ejemplo, gracias a un pequeño lector electrónico que lee una tirita mojada con una gota de sangre –sólo un pinchazo en el dedo–, cualquier diabético puede conocer, en menos de un minuto, su glucemia. También dispone de nuevas herramientas para inyectarse la insulina. Y, si es necesario, se puede utilizar con éxito la infusión continua de insulina, a través de una pequeña bomba de presión. Hay más herramientas, la lista es larga.
Pero desde el descubrimiento de la insulina, ninguno de los avances de la biociencia –que han sido muchos– ha curado a una persona con diabetes. Ya lo hemos señalado antes.
En este libro dedicaremos un capítulo a explicar por qué –según mi criterio– aún no sabemos curar la enfermedad diabética. Creo que este capítulo es importante para situar en su punto justo el impacto de la investigación con células madre y el debate sobre el éxito o el fracaso del trasplante de islotes pancreáticos. Sin perspectiva, todo lo que se pueda decir sobre posibles tratamientos celulares, actuales o futuros, sólo puede acabar en una digresión científica o intelectual, que no tendrá nada que ver con la práctica médica diaria.
Llegados a este punto, me queda justificar mi atrevimien-to al tratar sobre células madre. En general, en nuestro país, los médicos que ejercemos de médicos, es decir, que atendemos a enfermos, tenemos poca afición por la ciencia básica, por la biomedicina. En algunos casos existe incluso un rechazo en nuestras actitudes, como si los avances experimentales fueran un entretenimiento sin ninguna trascendencia. Esta posición no nos lleva a ninguna parte y hay que decirlo bien claro. No obstante, los que la sustentan argumentan que los investigadores básicos difunden, sin ningún rigor, hallazgos experimentales en modelos animales de enfermedades que muy probablemente no serán nunca una realidad en la práctica clínica. Y, al hacerlo, el enfermo y sus familiares, angustiados por el sufrimiento que les provoca la enfermedad, reclaman del médico cercano recibir aquel tratamiento que el investigador eufórico y tocado por la vanidad del momento ha difundido –sin encomendarse a nadie– como cura de la diabetes.
Hay un malentendido. El médico rechaza lo que no conoce, le parece una pérdida de tiempo frente al reto de salvar vidas. Y el bioquímico o el biólogo molecular no acaban de entender que no hay biomedicina sin medicina y que el objetivo último de ésta es la salud de la población.
No vamos bien. Este malentendido es fruto de la ignorancia y no podemos seguir escondiendo la cabeza bajo el ala. El progreso de la medicina exige que los científicos básicos y los médicos vayan de la mano. La sentencia es fácil, pero aplicarla resulta mucho más complicado y la enseñanza actual no facilita el proceso. Estamos lejos del modelo norteamericano, que compagina la formación básica y médica al más alto nivel. Aquí y ahora, se forman médicos para ejercer de médicos, y doctores en ciencias básicas para la enseñanza o para la misma investigación biomédica que no saben nada de lo que es una enfermedad. No hay que activar demasiadas neuronas para saber qué hacer: poner a los unos y a los otros en el mismo barco. Pero, para que zarpe con todos a bordo, necesitamos un cambio de cultura, y todos sabemos que los cambios culturales son lentos, pueden tardar más de una generación, demasiado lentos para la velocidad que todos proponemos al progreso de la medicina.
La justificación del libro aún no la he explicado. Ya he dicho que soy médico y, como tal, poco avezado –por formación– en la lectura de trabajos básicos. Por suerte para mí, ya hace algunos años, un buen amigo me aconsejó dejar un tiempo el hospital en el que trabajaba e irme a otro país como aprendiz de laboratorio. Me vi muy perdido y merecí, más de una vez, unas buenas orejas de burro; pero la misma ignorancia me estimuló y, con algún que otro traspiés, volví a la bioquímica y a la biología celular. No soy ningún experto, ni de lejos, pero desde entonces puedo hablar el mismo lenguaje que los científicos que trabajan en campos básicos, lo que ya es mucho: nos permite entendernos.
Hay una frontera entre la medicina y las ciencias básicas y me planteé descubrirla. Otros médicos de mi generación pensaron lo mismo. Los límites resultan atractivos, misteriosos. Pensé en montar un laboratorio de diabetes experimental. Haríamos investigación de traspaso, de campo intermedio.
La aventura ha resultado positiva. Y me permite vivir el debate sobre las células madre más de cerca que si hubiera permanecido cómodamente sólo en el ámbito clínico. Y de paso, también me he implicado en la investigación: hemos trabajado en la neoformación de tejido pancreático a partir de poblaciones de células con capacidades similares a las de las denominadas células madre, es decir, con una tasa aumentada de multiplicación o replicación y con capacidad de convertirse, mediante determinados estímulos, en células productoras de insulina.
Quisiera que esta experiencia me resultara útil para hablar del tema. La medicina y la ciencia sólo se aprenden haciendo un esfuerzo para contestar a aquellas preguntas que el enfermo y los experimentos nos plantean; es en el ejercicio de responderlas cuando avanzamos en nuestro saber. Lo sabemos e intentaremos practicarlo en este ensayo.
Este libro está organizado en cinco capítulos. Al final re-comiendo una pequeña bibliografía que puede ayudar al lector que quiera profundizar en el tema. Estos capítulos no son espacios cerrados, sino que algunos temas tienen un pie en un capítulo y el otro en otro capítulo. No obstante, creo que esta construcción facilitará su lectura. Los dos últimos, Buena y mala prensa de las células madre y Qué atrevidos somos los ignorantes son más circunstanciales, en el sentido de que están escritos como respuesta al ambiente que en la prensa, la radio y la televisión se ha generado sobre el tema y que ha acabado siendo de debate político. Estimo que estos capítulos tenían que incluirse, aunque reproducen otras polémicas públicas que ha habido a lo largo de la historia en relación con muchas conquistas científicas. En este caso, no por sabido deja de tener interés. Cada país, y en relación con su tejido social, vive estos revuelos de muy diversa manera. Quien más quien menos, unos y otros mencionan la religión y la ética para fortalecer sus argumentos. No me atreveré a entrar en estos temas, de los que soy un perfecto ignorante. Si en algún momento no puedo evitarlos, los trataré desde una perspectiva humanística, que es la que por mi talante me resulta más cercana.
Este libro no quiere dar respuestas, no es mi pretensión. Lo escribo como si conversara con los amigos sobre el tema. Hablo y, al mismo tiempo, escucho. Me interesa más la reflexión y el debate que la tesis. Alguien puede reprocharme que arriesgo poco. Es posible que tenga algo de razón, no se lo discutiré. Sin embargo, de lo que no tengo ninguna duda es de que al tra-tar un tema como éste, uno corre el riesgo de que se cumpla el viejo dicho: «fue a por lana y salió trasquilado».
Canejan, Baish Aran, 2005