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Introducción

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Antes de Sócrates, la filosofía llevaba ya un largo recorrido. Aristóteles señala a Tales de Mileto como el primer filósofo, Pitágoras es el primero en llamarse a sí mismo filósofo, y ambos vivieron sin duda antes que Sócrates. Esta evidente objeción cronológica no ha impedido, sin embargo, que muchos le hayan atribuido un papel fundacional para la filosofía. Ya en la Antigüedad, un pensador tan influyente como Cicerón le califica de «padre de la filosofía». Y los intérpretes modernos no han hecho sino abundar aún más, si cabe, en esta singular paternidad fuera de tiempo. A partir del siglo XIX es habitual colocar a todos los filósofos anteriores a Sócrates dentro de una categoría llamada «filosofía presocrática», lo que parece arrojar sobre ellos una sombra de interinidad, de estado aún nonato. Por seguir con la metáfora biológica, puede decirse que con Sócrates llegan a la madurez una serie de tendencias intelectuales que llevaban largo tiempo gestándose, y les dio una unidad y un propósito mucho más reconocibles tanto para sus coetáneos como para nosotros.

A la vista de lo que se acaba de decir, tal vez sorprenda saber que Sócrates es una figura singularmente desconocida, y no solo en cuanto a sus datos biográficos sino también en cuanto a su pensamiento. Esta situación ha sido motivo de debate académico desde hace largo tiempo, hasta el punto de que ya se conoce convencionalmente con el nombre de «el problema de Sócrates». Dicho problema no consiste precisamente en que falten testimonios acerca de su vida y sus ideas, pues contamos con ellas en una cantidad comparable a los pensadores que mejor conocemos de la Antigüedad. Se trata más bien de que estos testimonios nos han llegado en un formato que no contribuye a que podamos sacar nada en claro de ellos. Parte de la culpa de esta situación se debe al hecho de que no se conserva nada escrito por el propio Sócrates, ni siquiera unos fragmentos sueltos citados en obras posteriores, como ocurre a menudo con los autores de su época; en el caso de Sócrates no hay nada en absoluto, y no porque sus textos se perdieran sino porque, a pesar de ser uno de los pensadores más públicos e influyentes de su momento, se negó a poner sus ideas por escrito. Tampoco fundó ninguna escuela, ni ninguna sociedad filosófica, ya fuera pública o secreta, ni tuvo discípulos en el sentido que la mayoría de filósofos de la época los tenía. A todo eso se habría negado también Sócrates, y de forma además deliberada, según coinciden en señalar los textos conservados de personas que lo conocieron en vida, así como los de otras que pertenecían a su mismo entorno histórico y geográfico. Este es, de hecho, uno de los escasos puntos en que los textos acerca de Sócrates coinciden.

El rechazo de Sócrates a poner por escrito o fijar de cualquier otro modo su pensamiento guarda una relación muy especial con la que fue su mayor originalidad como filósofo, y que consiste en el empleo de un método. Por supuesto, si tomamos esta palabra en un sentido amplio, como conjunto de pasos dirigidos a un fin, no puede decirse que alguien haya podido ser su inventor. Pero tanto la generalidad del procedimiento que diseñó Sócrates como la total deliberación y radicalidad con la que se atuvo a él fueron mucho más allá de lo que se había visto hasta entonces. Esa es la gran diferencia de la forma socrática de hacer filosofía, y no es exagerado decir que, como proyecto racionalizador de la experiencia, la filosofía —al igual que la ciencia, por lo demás— consiste en eso antes que en ninguna otra cosa: en particular, antes que en el objetivo que se proponga el método y en la forma concreta que este pueda adoptar. Ciertamente, diversos aspectos del pensamiento previo avanzaban ya en esta dirección, muy especialmente el razonamiento matemático, que Bertrand Russell ha señalado como la primera fuente de inspiración de la filosofía griega. No obstante, la lectura de los razonamientos de los filósofos presocráticos cuando salen del terreno matemático no puede menos que sorprender al lector moderno por su carácter intuitivo y aparentemente aleatorio, por su falta de método, en definitiva.

El método de Sócrates consistía en un estilo de conversación diseñado para sacar a la luz las contradicciones entre las distintas creencias de las personas. De acuerdo con esto, no podía haber una conversación mejor que otra, ni una conclusión separable de la conversación que había llevado hasta ella, razón por la cual no tenía demasiado sentido ponerlas por escrito. Desde la perspectiva del propio Sócrates, su muerte no debería haber cambiado nada en este sentido, pues su método era tan suyo como de cualquier otro que quisiera aplicarlo; huelga decir que sus discípulos no lo vieron igual, pues de otro modo apenas habríamos tenido noticia de su nombre. Eso sí, para dar su testimonio escogieron una forma de escritura que no tiene nada que ver con el tratado, la biografía o cualquier otro género diseñado para describir la vida o las ideas de alguien. La razón era que no pretendían describir sino más bien proseguir la actividad de Sócrates, en cierto modo, hacer como si este siguiera vivo. El resultado fue el diálogo socrático, réplica literaria y formalizada de las conversaciones que mantenía Sócrates cotidianamente por las calles de Atenas. Un nombre se asocia a este género por encima de cualquier otro, el de Platón, al que debe añadirse también el de Jenofonte, discípulo de Sócrates como él y autor de varios diálogos socráticos. Prácticamente todo lo que sabemos acerca de Sócrates procede de los textos que se han conservado de estos autores, pues los diálogos que escribieron los demás discípulos, conocidos como los «socráticos menores», se han perdido y solo los conocemos por referencias indirectas en la obra de autores posteriores como Aristóteles, Cicerón o Diógenes Laercio.

En sus diálogos, los discípulos de Sócrates lo presentan hablando de los temas más diversos, en toda clase de circunstancias y con los más variados interlocutores. Lo que dice Sócrates en estos diálogos se contradice bastante, no solo entre los de autores distintos sino incluso entre los de un mismo autor. En algunas ocasiones, se le presenta hablando con gente que no pudo haber conocido, o en escenarios donde casi con toda certeza no estuvo, e incluso hay un diálogo que lo sitúa después de la fecha de su muerte. Por supuesto, se puede buscar al Sócrates histórico en el conjunto más coherente de datos que puedan extraerse de los distintos Sócrates de estos diálogos, y así se ha hecho y se sigue haciendo en los estudios socráticos. Es importante tener presente, no obstante, que esta forma de leer los diálogos socráticos va en dirección exactamente opuesta a la intención que más probablemente tenían sus autores al escribirlos, y por tanto sus resultados —de haberlos— no pueden ser otra cosa que precarios y limitados. En este sentido, puede decirse que el diálogo socrático es un tipo de testimonio que a un tiempo muestra y oculta a Sócrates. Lo muestra en el sentido en que recoge del mejor modo posible el aspecto que él mismo destacó por encima de cualquier otro de su filosofía, es decir, su método. Por otro, las ideas y las vivencias concretas de Sócrates se pierden de forma casi irremediable en las brechas entre un diálogo y otro.

«Método» es una palabra de origen griego que significa literalmente «camino hacia». Si la primera aportación de Sócrates a la filosofía es el método, la segunda es el fin que persigue con él, que no es otro que el bien del hombre, y más concretamente su propio bien. También en este caso, la idea de que un filósofo pudiera hacer historia al descubrirse a sí mismo parece risible a primera vista. No obstante, esa es la clase de descubrimiento que cabe esperar de la filosofía. La reflexión hasta entonces había girado principalmente en torno a los dioses o —más recientemente, con los primeros filósofos, que fueron también los primeros científicos— en torno a la naturaleza; por otro lado, la literatura que se interesaba de forma específica por el hombre consistía en un recetario de consejos dispersos todavía muy marcados por la referencia a los dioses. Una reflexión completamente centrada en el hombre, que no lo hiciera depender de nada más que de sí mismo y se empeñara en perseguir la virtud de su conducta antes que ningún otro objetivo más inmediato, era algo sin precedentes. En este sentido, Sócrates es casi unánimemente reconocido como el inventor de la ética.

De acuerdo con lo dicho, la actividad filosófica de Sócrates se centraba enteramente en el hombre, y en un doble sentido: por un lado como medio y por el otro como fin de su investigación. No obstante, tanta atención demostró ser excesiva para sus conciudadanos atenienses, o por lo menos para algunos de ellos, que terminaron por llevar a Sócrates a juicio por un conjunto de motivos bastante vagos y que han dado pie a muchas especulaciones sobre qué había realmente detrás. A los diversos motivos que se han apuntado, y que caen en general en el campo de lo religioso o bien en el de lo político, habría que añadir también otro de carácter estrictamente filosófico. Este sería la propia originalidad de Sócrates que estamos comentando, o mejor dicho, la irritación y la suspicacia que esta podía despertar entre un buen número de atenienses. De hecho, este parece ser el principal motivo que ve Sócrates detrás del juicio.

En su discurso de defensa Sócrates pone en cierto momento el ejemplo de «un caballo grande y noble pero lento por su tamaño, y que necesita ser aguijoneado por una especie de tábano». El caballo es el ciudadano ateniense corriente, menos virtuoso de lo que cabría esperar de él, sobre todo porque no se presta a sí mismo la atención que debería, por lo menos en el sentido que da Sócrates a esta atención. El tábano no es otro que el propio Sócrates, dispuesto a posarse durante todo el día aquí y allá, con el fin de despertar, persuadir y reprochar a los atenienses su conducta, si hace falta uno por uno. Irónicamente —como veremos, esta es otra de las originalidades de Sócrates—, su consejo después de decir esto es: «No llegaréis a tener fácilmente a otro semejante, atenienses, y si me hacéis caso, me dejaréis vivir».

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