Читать книгу El fin del arte - Raquel Cascales Tornel - Страница 9

Оглавление

1.

La historización del arte

El deseo de comenzar de cero poniendo unos cimientos racionales y seguros al edificio del conocimiento fue uno de los grandes impulsos que propiciaron el comienzo de la modernidad. Por esta razón se ha considerado que su identidad se fue constituyendo, al menos en parte, como una ruptura con todo lo que la precedía.1 El Siglo de las Luces, o siglo XVIII, es percibido por sus propios protagonistas y en adelante como el momento a partir del cual la razón iluminará progresivamente la historia de los hombres.2 Se desarrolla, por tanto, una conciencia de ruptura, de novedad y de confianza en la razón y el progreso que se vuelven esenciales para comprender la modernidad (Vico, 2006; Finkielkraut, 2006).

Esta convicción de novedad no hubiera sido posible sin una conciencia histórica, que se separa del pasado y se proyecta en el futuro. La nueva manera de percibir la historia va acompañada por la seguridad en la razón como guía de la historia, que se convierte en garantía del progreso, una convicción justificada y simbolizada por la aceleración de los descubrimientos científicos que se da en esa época. Por esta razón, no es de extrañar que los estudios que más peso adquieran a partir de entonces sean los históricos y los científico-experimentales.

En el primer punto de este capítulo veremos cómo este afán científico favorece el nacimiento de la estética, y cómo la confianza en la historia provocará un estudio principalmente histórico del arte. Será en este contexto donde nazca el Romanticismo, una corriente cultural que eleva el arte como ninguna otra lo había hecho, hasta hacer de él prácticamente una religión. En este mismo ambiente se desarrolla el idealismo, que a su vez contribuye a una mistificación de la estética. Es el mundo con el que Hegel crece y al que mira de frente cuando habla de arte.

LA CONCIENCIA HISTÓRICA COMO BASE DE LA ESTÉTICA MODERNA

Para llegar a comprender la autonomía que el arte adquirió a partir del siglo XVIII en Europa es necesario contemplar sus avatares históricos. Este proceso parte del progresivo menosprecio con el que se miró en los siglos precedentes el modelo artesanal de producción. Los artistas comenzaron a exigir un nuevo tratamiento a su trabajo, al principio sin distinguir claramente entre arte y artesanía. Sus requerimientos se vieron poco a poco respondidos a través del desarrollo de tres fenómenos que se dieron en paralelo: la creación de los salones y la crítica, la autonomía de la estética y la progresiva unión del arte a los estudios de historia (Bozal, 2004: 19-31).

La creación de los salones y la crítica de arte fue lo que permitió la primera democratización de la visualización de las obras de arte, generando a su vez un público preparado para juzgarlas. La transformación de las colecciones reales en museos fue paralela al desarrollo progresivo de las exposiciones periódicas de artistas vivos, que además de proponer las ideas más novedosas abrían al mercado privado las puertas del arte.3 La iniciativa particular fue asesorada por los reporteros que anunciaban las exposiciones. Sus informes de prensa (que se hicieron regulares a partir de 1759) fueron especializándose hasta formar la base de la crítica de arte.

En segundo lugar, es de gran importancia en el contexto de este trabajo la autonomía que adquirió la estética como disciplina filosófica. Dando un paso más respecto de los planteamientos precedentes de Joseph Addison, Alexander G. Baumgarten o David Hume, Inmanuel Kant elevó el arte del terreno de la sensibilidad al de la racionalidad, ya que, como dice Gadamer, fue «el primero en reconocer una pregunta propiamente filosófica en la experiencia del arte y de lo bello» (1997: 57). En su tercera crítica, la Crítica del juicio (1790), Kant trató de buscar el enlace entre necesidad y libertad en el ámbito estético y presentó la imaginación como la facultad en la que ambos opuestos pudieran reconciliarse (Kant, 2007: 241).

La imaginación productiva se entiende entonces como el ámbito por excelencia de la creación artística y, por tanto, de la libertad. En este sentido, lo importante del hacer artístico es que debe poder considerarse como «naturaleza», en el sentido de que no debe advertirse la coacción de reglas impuestas por el artista. Kant pasa de sus reflexiones sobre el artista a interesarse por la figura del genio, que es quien actúa teleológicamente como la naturaleza pero sin su necesidad.4 Este actuar libre no estaría dado a todo el mundo, sino solo a unos elegidos, a los genios que han sido agraciados con el don de la naturaleza, que es la que da la regla al arte. Este hincapié en la figura del genio, accesible solo a unos pocos, provocó una fuerte subjetivización del arte, tal como le criticaron Hegel5 y, más adelante, Gadamer (1984, I: 75-87). Más allá de las discusiones concretas, la profundización en estos aspectos provocó que la estética, como saber filosófico, adquiriera importancia y lograra constituirse como ciencia autónoma dentro del ámbito de la filosofía en esta época.6

El tercer aspecto de los que he señalado antes, y en el que me detendré más, lo constituyen los cambios que se produjeron en la concepción histórica del arte, que llevaron a querer estipular un recorrido diacrónico de carácter científico sobre el desarrollo del arte. Así como existían tratados sobre la belleza ya en la Antigüedad y en la Edad Media, también en esas épocas se escribieron algunas «historias del arte», pero como ha mostrado Frances Haskell, en ningún caso poseen la ambición de historiar científicamente el pasado artístico (1990, 1994). Nada sería más ajeno a antiguos y medievales, como reseña Yvars, que la concepción del arte como «algo provisto de un sentido inmanente y un desarrollo autónomo, condiciones previas e insoslayables en toda consideración de orden historiográfico» (2004: 137).

Asimismo, es habitual referirse a Vasari como el fundador de la historiografía, pero aunque sus biografías artísticas –como las de Bellori o Burke– supongan un tesoro para conocer las vidas de algunos artistas, no poseen tampoco ninguna intencionalidad científica. De hecho, como señala Germain Bazin, Vasari no creó una nueva ciencia, sino un nuevo género literario: «no la historia del arte, sino la novela de la historia del arte» (citado en Yvars, 2004: 138). Aunque sí cabe mencionar, y más adelante volveré sobre ello, la relevancia que tuvo Vasari en la concepción progresiva del arte, esencial para comprender la configuración de las etapas marcadas por la historia del arte.

La imposición de la metodología científica no llegará hasta la Ilustración, pero a partir de entonces no se escaparán de ella ni la filosofía, ni la historia, ni la historia del arte. Una de las mejores muestras del espíritu científico, sistemático y jerárquico es L’Encyclopédie (1751-1772). En ella se puede ya encontrar la nueva denominación del arte como Beaux Arts,7 término que, gracias a su prestigio, se extendió por toda Europa en las siguientes décadas. El término de bellas artes ayudó a forjar una concepción del arte autónomo y valioso que podría merecer también un estatuto científico que, para la gran mayoría, se cifró en la historia del arte.8

Forma parte de este mismo contexto la larga Querelle des anciens et des modernes vigente en esa época. El debate entre los antiguos y los modernos (más adelante entre los clásicos y los románticos) surge de una concepción histórica del arte que permite defender a los modernos que, si el arte es histórico, lo que servía para juzgar una época ya no es válido para otra. Por eso, la toma de conciencia de los modernos respecto del arte estuvo muy relacionada con el estudio de la Antigüedad. Especialmente significativa a este respecto es la figura de Johann J. Winckelmann (1717-1768), considerado por la gran mayoría como el primero que acomete el intento de realizar una historia del arte que merezca llamarse así (Fernández Arenas, 1990: 71; Bozal, 2004: 23; Shiner, 2004: 139; Olga Hazan, 2010: 47), o al menos el primero que publicó una obra que se presentaba como historia del arte: Historia del arte de la Antigüedad (1764). En esta obra plantea un orden de belleza según el cual se pueden establecer una serie de relaciones de causas y efectos que permiten comparar los diferentes estilos y épocas. Lo interesante es que Winckelmann habla del pasado no como un modelo de grandeza inalcanzable, sino como un proyecto que, de hecho, se debe emular. De este modo, alienta no solo a mirar pasivamente el pasado, sino a proyectarlo como futura construcción.

Además, tal como afirma Bozal, en esta obra se plantea el problema de la objetividad en la investigación histórica y se pone de manifiesto que el modo de hablar del pasado influye en las proyecciones que el lector hace de su época. Winckelmann llama al lector a aspirar a metas tan esplendorosas como la belleza griega. De hecho, está apelando al protagonismo del sujeto histórico como sujeto del cambio, una idea propiamente moderna (Bozal, 2004: 25).

Todo este proceso de historización del arte que se pone de relieve con la Querelle y las obras de Winckelmann viene a mostrar que casi desde el momento en el que la estética se constituye como ciencia se produce una progresiva orientación hacia la filosofía del arte y la historia del arte. Esta orientación no es solo producto del contexto cultural en el que se desarrolla este proceso. No se puede olvidar que las obras de arte poseen dentro de sí la historia, ya que su configuración es indudablemente histórica. Por esta razón, cuando contemplamos las obras podemos trasladarnos a épocas antiguas y mundos desaparecidos. Pero al mismo tiempo, qué duda cabe, su valor no radica solo en ser piezas históricas, sino en que de algún modo trascienden el espacio y el tiempo. Por eso, como afirma Pérez Carreño, la historicidad conforma el arte de una forma peculiarísima, distinta a cualquier otro ámbito:

Poseer una historia no significa percibir lo anterior como meras etapas preparatorias para alcanzar el presente, sino como momentos ineludibles de la comprensión del presente. No pensamos y disfrutamos las obras de arte de la Antigüedad como propias sólo históricamente, sino como algo presente, como momentos de nuestra tradición: algo pasado en el presente. En este sentido, sólo porque el arte es histórico, algo del pasado, es también atemporal (2003: 380).

De todos modos, si bien es cierto que esta unión siempre se ha dado y siempre se dará, también lo es que la relevancia histórica del arte, entendida como distancia, como generación de una perspectiva temporal, fue desarrollada especialmente por la estética romántica, que dio gran peso a la historia y a la conciencia histórica. Dentro de ese contexto de exaltación histórica, artística y científica es donde debe comprenderse la filosofía del arte de Hegel.

Siendo así que comparte con ellos la voluntad de historización, sin embargo, cuando Hegel trata de mostrar que el arte no se mueve solo en el ámbito sensible, sino también en el intelectual, está sin duda haciendo una afirmación general, pero también se está enfrentando de manera concreta al entusiasmo romántico del grupo de los Nazarenos y del Athenäum.

LA CONCEPCIÓN ROMÁNTICA DEL ARTE

Son muchas las cuestiones filosóficas presentes en el origen del Romanticismo y no se trata de analizarlas todas. Deseo centrarme en mostrar cómo la estética y el arte fueron catalizadores de las inquietudes de la mayoría de los intelectuales, un punto de confluencia en el que muchos creyeron encontrar la solución a los problemas con los que se enfrentaban.

El Romanticismo se desarrolló en diferentes núcleos literarios, como el de Sturm und Drang, y filosóficos. Dentro del ámbito filosófico destaca el movimiento congregado en torno a los hermanos Schlegel y su revista Athenäum (1798-1800) (Martínez, 1992: 71-93), llamado también el Círculo de Jena o los Frühromantik de Jena. De hecho, fue Friedrich Schlegel el que acuñó el sustantivo romanticismo, que en un principio se usó para aludir a un tipo de literatura de comienzos del siglo XIX que miraba hacia lo medieval. Con el tiempo, sin embargo, la literatura romántica se desarrolló, fue adquiriendo diferentes matices y este concepto se amplió, a pesar de que algunos consideren que es mejor seguir utilizando el término de forma restringida (Lovejoy, 1974: 66-81). Ya en el siglo XX, autores como Wellek lo definieron a través de una serie de rasgos comunes que nos permiten hablar de una corriente intelectual y cultural europea. En concreto, los tres rasgos básicos para él son la imaginación como fuerza de la poesía, la naturaleza como idea del mundo y la mitología y la simbología como formas de expresión poéticas (Wellek, 1974: 181-206).

Ciertamente, las ideas del movimiento no afectaron solo a la literatura, ni a Alemania, donde nació, sino que se expandieron por Europa y consiguieron llegar a definir toda una época. A su vez, hay que tener en cuenta que se trata de un movimiento con un carácter tan definido que romanticismo llegó a convertirse también en un término común. Como afirma Safranski, «el romanticismo es una época. Lo romántico es una actitud del espíritu que no se circunscribe a una época» (2009: 14).

Aquí me interesa contextualizar el momento en el que Hegel escribe, y por eso me centraré solamente en el romanticismo alemán. En él confluyen, en una misma generación que va de 1770 a 1840, los principales representantes del idealismo y el romanticismo.

Frente al espíritu ilustrado, los románticos consideraron la idea de belleza como el eslabón perdido «entre las leyes de la naturaleza, instituidas por el entendimiento, y el uso múltiple e indefinido que la razón hace de esa diversidad de leyes particulares» (Sánchez Meca, 2013: 146). En este marco, el acto estético sería el culmen de la razón, en el que la necesidad del entendimiento y la libertad de la imaginación se integran con vistas a un fin. Lo que los románticos descubren del sentido estético es que no implica una relación determinante con los objetos, por lo que la obra de arte se convierte en el símbolo en el que la libertad se realiza o, al menos, donde «podemos intuir cómo podría ser el mundo si la libertad se realizara» (Sánchez Meca, 2013: 146).

Así, comienza a desarrollarse lo que Innerarity denomina una mitología de la razón, que, frente el mecanicismo científico ilustrado, trata en la época romántica de sintetizar todas las potencialidades de la razón.9 Además, también se desea revalorizar el papel de la imaginación, de la sensibilidad y del poder cohesionador que siempre han tenido los mitos para el ordenamiento político y social.10

Esta remitologización de la belleza forma parte de una vuelta al mito en distintos ámbitos de la cultura impulsada por el movimiento artístico Sturm und Drang y especialmente por Johann G. Herder (1744-1803). Este conocido autor escribe en 1767 «De la nueva utilización de la mitología», un artículo en el que reflexiona sobre la estructura poética de los mitos y su papel para interpretar la historia, y en el que propone la necesidad de crear una mitología política adecuada a la nueva situación histórica.

Herder contribuyó también de manera singular al desarrollo del sentimiento de nación en Alemania a través de sus destacados trabajos como lingüista. Su interés por el lenguaje le llega a través de Johann G. Hamann, para quien el arte es un lenguaje cifrado en el cual lo invisible, que es Dios, habla a través de lo visible, de la belleza, del arte.11 Herder daría un paso más allá al resaltar que Dios también habla a través de la historia. Como apunta Isaiah Berlin, para este padre del Romanticismo «los diferentes sucesos históricos, que son interpretados como sucesos empíricos ordinarios por historiadores ignorantes, son en realidad métodos por los que nos habla lo divino» (Berlin, 2000: 76).

La relevancia que Herder otorgó a lo histórico influyó a su vez en una nueva concepción del conocimiento histórico que tendría en cuenta el propio transcurrir de la historia. Esta nueva concepción herderiana partía de acontecimientos individuales de los pueblos con el fin de realizar una historia general de la civilización humana, finalidad que sobrepasaba con creces las ambiciones de Winckelmann.

Este fuerte peso que los autores románticos dan a la historia en sus obras está esencialmente relacionado con la densidad histórica de los propios acontecimientos que ellos viven durante esas décadas y la interpretación trascendental que les dan. Por ejemplo, al producirse el emblemático levantamiento del pueblo en la Revolución francesa, en un primer momento todos idealizan la Francia revolucionaria. Sin embargo, tras la exaltación inicial, pronto ven truncados los ideales que habían impulsado la Revolución. Es más, del entusiasmo pasan al rechazo cuando Napoleón trata de invadir Alemania. Además, la resistencia a lo francés no es para ellos solo una cuestión política, sino plenamente espiritual, puesto que en el giro que está dando a sus planteamientos, Francia se convierte en representante de un laicismo que está corroyendo Europa. De ahí que los alemanes se sientan con una mayor necesidad de contraatacar intelectual y artísticamente.

En este contexto, como veíamos, el arte comienza a configurarse como el ámbito en el que recuperar la libertad, lo infinito y lo divino, además de traer a la conciencia un pasado marcado por la armonía y la unidad social. Los románticos son conscientes de la influencia que tienen la estética y el arte en el espíritu individual y en el espíritu de los pueblos. Para Friedrich Schiller, por ejemplo, la libertad no surge de una revolución política, sino de la experiencia estética, que solo el arte brinda. En sus Cartas para la educación estética del hombre (Über die ästhetische Erziehung des Menschen, 1795), el autor se apoya en el libre juego de facultades kantiano y lo defiende como lo propio del sentimiento estético, pero cifrando la armonía entre imaginación y entendimiento en el «instinto de juego» (Spieltrieb). El arte se muestra aquí como el lugar en el que el hombre se libera de la necesidad e inventa la vida:12 de hecho, presentar el arte como juego significa asumir su falta de finalidad, de imposición y de utilidad. Schiller considera que el arte eleva las divisiones internas que plantea el mundo moderno y reunifica nuestra naturaleza sensorial y espiritual, de modo que las acciones morales y políticas ya no vienen externamente, sino que están integradas de tal modo en la persona que esta es libre al realizarlas.13

Schiller tratará el tema de la unidad perdida en Sobre la gracia y la dignidad; Sobre la poesía ingenua y poesía sentimental (1985), donde contrapone la poesía antigua a la moderna. Considera que la ingenuidad de la poesía antigua significa que en aquellos tiempos el sujeto no se sentía contrapuesto a la naturaleza, sino que vivía en unidad armónica con el mundo. Era precisamente esa armonía la que hacía innecesaria la mediación de la reflexión. Sin embargo, el sujeto de la época moderna ha perdido ese mundo y esa armonía, y la distancia que siente entre su sensibilidad y su inteligencia no le permite encontrar soluciones. La conciencia de la escisión con el mundo, con la naturaleza, lleva consigo un aumento de la reflexividad que se transmite a la poesía que realiza. Es a través de la reflexión como el poeta reconstruirá dicha armonía. Por tanto, para Schiller, aunque la grieta del mundo moderno incremente la nostalgia, también estimula la reflexión y enriquece el arte. Dicha reflexividad, que va a marcar todo el arte hasta nuestros días, comporta el traslado del foco de lo bello a lo «interesante». Aun así, Schiller trataba de alcanzar un tercer estadio que reconciliara las dos épocas. Esta síntesis hubiera debido ser la plenitud del Romanticismo.

En esta contraposición entre sujeto y naturaleza, como afirma Marchán Fiz, lo que está en juego no son dos épocas, sino dos maneras o modos de sentir. En este sentido, Schiller estaría «elevando el estadio histórico a la categoría de un estado estético» (Marchán Fiz, 2010: 214). En efecto, lo que aquí late no es solo la querella contra los modernos, sino el peso de la conciencia histórica que se va a desarrollar a lo largo del Romanticismo. Esta mirada al pasado, a lo clásico, a lo mitológico, no solo es un rechazo de la Ilustración, sino que se convierte en el sello de identidad del movimiento romántico.

Desde que Winckelmann exaltara el mundo antiguo contraponiéndolo con el moderno, se había considerado la escultura griega como el modelo supremo del arte, no solo por su perfección estética sino por simbolizar la unión de arte y religión cohesionadora de la civilización griega. Así, como explica Gadamer, al llevar a cabo la inversión de valores de lo nuevo por lo antiguo, el Romanticismo compartió el prejuicio ilustrado de la concepción de la tradición como contrapuesta a la libertad racional. De esta manera, concluye Gadamer, «la crítica romántica a la Ilustración desemboca así ella misma en Ilustración, pues al desarrollarse como ciencia histórica lo engulle todo en el remolino del historicismo» (1984: 343).14

Por último, quisiera nombrar algunas obras que influyeron en el modo del comprender el arte en esta época. Entre ellas hay que destacar la gran influencia que tuvieron Efusiones del corazón de un hermano lego amante del arte, de Wackenroder (1796-1797) y Fantasías sobre el arte, de Tieck (1799), en las que se transmite la idea de que el arte y la religión se asientan sobre el sentimiento. Estos autores consideran que el lenguaje solo es expresión del entendimiento y que, por tanto, solo con él no somos capaces de acceder a lo divino, algo que solo puede conseguirse a través de la Naturaleza. Es el sentimiento lo que nos permite una vinculación con Dios, presente en su creación. De ahí la importancia del lenguaje del arte, ya que «el arte es la prolongación creativa de la Naturaleza armónica por medio de los hombres» (Jamme, 1998: 17). De ahí que el arte se vincule cada vez más con lo religioso y adquiera progresivamente un sentido redentor o salvador, que estará presente en una gran parte de esta generación de autores. El arte vendría también a cubrir la función modeladora que la religión habría tenido en otras épocas,15 asumiendo así una función sin dueño. De hecho, durante esta época el arte llega a concebirse como una dimensión superior a la religión.

La religión del arte

La vertiente del espíritu romántico que mira hacia la historia pasada fue la que impulsó en los albores del siglo XIX una investigación sobre los mitos antiguos que configuró la conciencia de esta generación y que se amplió también a otros aspectos de identidad cultural: frente a los antiguos, ellos son los modernos; frente a Oriente, ellos son Occidente; frente a los paganos, ellos son cristianos. Esta misma mirada hacia la historia hace que algunos autores tiendan también a idealizar la época medieval como aquella en la que el esplendor de la religión vibraba en todos los ámbitos de la sociedad. Dicha idealización va dela mano de la estrecha relación entre arte y religión que acabamos de ver, que llevará a concebir el arte como una nueva religión capaz de aunar los espíritus tanto individual como socialmente.16

La recuperación de la vieja pintura alemana tardomedieval, así como de la pintura holandesa de los siglos anteriores, suscita un creciente interés por un arte que había quedado sumido en el olvido y el desprestigio a causa de la concepción iconoclasta del protestantismo, al menos especialmente desde Calvino (Honour y Fleming, 2002: 471). Esta revitalización artística tuvo una gran repercusión en los pintores alemanes, puesto que los lleva a sentirse, como afirma Domínguez Hernández, «con referentes pictóricos propios frente al modelo tutelar y académico de los italianos y los franceses» (2003: 133).17 Esta autoestima reflejada en el arte pronto pasó a ser parte de la configuración nacional y patriótica frente a la ocupación napoleónica comenzada en 1801. A su vez, estos acontecimientos fortalecieron una idea de la pintura que alimentó el sentimiento de resistencia contra la ocupación francesa y su cultura, lo que dio lugar al desprecio por la formación francesa que se había dado hasta entonces en las academias de pintura alemanas. En este contexto se forma un grupo de artistas llamados «los Nazarenos». Los promotores de este grupo fueron Johann Friedrich Overbeck y Franz Pforr, quienes fundaron en 1809 una especie de cofradía llamada La Liga de san Lucas (Lukasbund), a la que se unieron Hottinger, Wintergest, Vogel y Sutter.18 Entre los ideales que defendían se encontraba el de una pintura patriótica y cristiana, llegando incluso a adoptar una visión cultual del arte según la cual este debía abandonar la búsqueda del esplendor formal para hablar directamente al corazón.

La centralidad que el protestantismo otorgó desde sus comienzos a misterios como la Santísima Trinidad había implicado un fuerte viraje desde lo que habían sido las representaciones populares de santos (y muy especialmente de las imágenes marianas) hacia la abstracción, y dificultó cualquier tipo de representación divina. De ahí que entre los pintores románticos se produjera un desplazamiento de las representaciones humanas hacia el paisaje con la intención de recuperar la espiritualización del arte. Especialmente puede verse esta búsqueda simbólica en las obras de Caspar David Friedrich, en las que los personajes se ven superados por la inmensidad del paisaje, como en el caso de La Cruz en la montaña (1807) o El monje junto al mar (1809).19

Si bien el anhelo trascendente está presente en toda la corriente romántica, al grupo de los Nazarenos no les bastará una espiritualidad abstracta como la que recoge Friedrich, sino que reclamarán una sensibilidad tan concreta como la que busca recuperar la vida de los pasajes narrados en el Antiguo y Nuevo Testamento.20

Esta convicción, junto con la pasión por la Edad Media y la pintura de Rafael, llevó a los Nazarenos a realizar una obra donde primaban, por encima de todo, los temas cristianos. Entre su producción, la obra más importante y representativa es El triunfo de la religión sobre las artes (1840) de Overbeck. Esta obra fue acompañada de un texto del propio autor en el que resumía todo el programa de renacimiento de la pintura cristiana. En él puede leerse: «Las artes son celebradas aquí sólo en la medida en que contribuyen a la glorificación de Dios y, de esta manera, forman una de las flores más delicadas con las que aparece adornada su Iglesia» (Overbeck, 1999: 165).

Como puede verse, el programa está aquí por encima del propio arte, la forma está al servicio del contenido. Este hecho hará, por un lado, que la obra de estos autores en su conjunto no alcance una gran calidad, que sea escasamente valorada y duramente criticada, especialmente por Goethe. Es cierto que esta «belleza cristiana» no radica en un nuevo estilo especialmente armónico o elegante. Lo que Friedrich Schlegel defiende es la belleza del espíritu cristiano que toma conciencia de sí. En este sentido, la naturaleza del nuevo arte es «ser un arte siempre anhelante, que no hace sino indagar en pos de la Idea suprema y es concebido como una perpetua búsqueda» (Schlegel, 1999: 137). Es decir, un arte inspirado por la devoción y que mueva a la devoción.

A pesar de la mediocridad de los resultados artísticos, la teoría pictórica y el programa de los Nazarenos fueron influyentes no solo en su época, como mostraré a continuación, sino también más adelante, puesto que supusieron el desarrollo de una teoría del arte que pasaría a formar parte de todo el arte contemporáneo.

El incremento de carga filosófica de esta corriente vino determinado por la relación que estos autores tuvieron con el ya citado círculo de intelectuales románticos que se reunieron en torno a la revista Athenäum. En ella encontramos a los hermanos August (1767-1845) y Friedrich Schlegel (1772-1829), los verdaderos artífices intelectuales de este grupo. Al primero le debemos el desarrollo de la idea que asimila el arte con la pintura: August Schlegel entra en discusión abierta con Winckelmann y afirma que, si bien el arte antiguo es un buen modelo de unión de arte y religión, no deja de representar el paganismo antiguo. Para la representación de la fe moderna es mejor la pintura, pues, a través de ella, la religión cristiana podría seguir explotando la sensualidad del arte para configurar sus historias y mensajes, así como mover a la devoción de los fieles. Los Schlegel comprenden la vuelta a los temas y las formas medievales no solo como una propuesta estética, sino como una revolución con implicaciones políticas.21 Por esta razón, Friedrich Schlegel, tras convertirse al catolicismo en 1808, llevó a cabo toda una campaña política en defensa de los Nazarenos. Pudo llevarla a cabo gracias a que fue representante ante Prusia de la política cultural de Metternich. Los defendió especialmente en tres ocasiones por escrito, siendo la más significativa aquella en la que se enfrentó directamente con la crítica ejercida por Goethe a una de sus exposiciones.22

Por eso, lo más importante de esta discusión, que podría parecer marginal, es que tras ella se esconde el importante viraje del Romanticismo. Si hasta entonces el Romanticismo se había centrado en la nostalgia (Sehnsucht) de los temas y valores del pasado y en el intento de recrear ese pasado,23 ahora ese ideal se proyecta en un futuro. Ya no se trata de buscar los orígenes de la identidad, sino de definirla para tener un ideal que alcanzar como nación.

Este cambio que se cataliza alrededor de las discusiones sobre arte y religión hubiera sido inconcebible sin la noción, que ya está en Johann Gottlieb Fichte y también encontramos en A. Schlegel, de la historia como un «desarrollo dialéctico impulsado por el antagonismo entre naturaleza y libertad» (Sánchez Meca, 2013: 186). En este sentido, el debate que se genera en el seno del Romanticismo sobre dónde colocar la mirada incrementa la conciencia que estos filósofos tienen de ser sujetos históricos. Pero no solo eso, sino que además transforma la manera de entender la historia.24 El peso de la historia, en efecto, se traslada del pasado al futuro, por lo que se comienza a entender como el progresivo camino del espíritu hacia la libertad, perspectiva de vital importancia para comprender toda la filosofía de Hegel.

Pero para que el contexto de la exaltación romántica del arte sea completo, es imprescindible atender también a la mistificación idealista del arte, el proceso en el que se llegan a considerar la razón estética y el arte como el ámbito de reconciliación de la necesidad y la libertad.

La mistificación estética del idealismo

Para entender este segundo aspecto de la exaltación romántica del arte es necesario atender a otro núcleo de gran importancia en el Romanticismo. Se trata del que redacta el manifiesto del idealismo alemán, el Ältestes Systemprogram des Deutschen Idealismus (1796). De esta obra solo queda una copia manuscrita por Hegel, escrita en primera persona, pero también se ha atribuido a Hölderlin y Schelling, y es posible que lo hicieran los tres en común.25 En este breve pero intenso texto puede verse tanto la vinculación que para ellos tiene la noción de mitología (filosófica)26 con la razón, como la opinión compartida sobre el arte como algo sublime. Así, puede leerse en él: «Estoy ahora convencido de que el acto supremo de la razón, al abarcar todas las ideas, es un acto estético, y que la verdad y la bondad se ven hermanadas sólo en la belleza» (Hegel, 1984b: 220). Es aquí también donde aparece la poesía como culminación del arte y síntesis final que asume el inicio: «La poesía recibe así una dignidad superior y será al fin lo que era en el comienzo: la maestra de la humanidad» (Hegel, 1984b: 220).

De entre los tres amigos, quien se acercó con más profundidad a la poesía fue Hölderlin, pues solo él la cultivó en obras de creación y dedicó su vida a desarrollarla plenamente. Una de las mejores muestras de profunda filosofía poética es su novela Hiperión o el eremita en Grecia (Hölderlin, 1983), en la que el personaje principal, Hiperión, sueña una y otra vez con rescatar el mundo griego ya inexistente, un mundo que representa la unidad con la naturaleza frente al sistema mecánico del Estado moderno en el que ya no hay lugar para los dioses. En efecto, tanto la poesía de Hölderlin como sus escritos sobre religión tratan de recuperar el espacio de lo divino. Y para él lo divino no se manifiesta a través de la memoria –historia– ni del pensamiento –filosofía–, sino a través de la imagen poética. Como recuerda Jamme en su estudio sobre el mito, frente a las posiciones de los idealistas que consideraban que Dios era lo encubierto que se iba revelando, para el poeta, Dios no se revela nunca por completo, por esa razón solo puede entreverse en las creaciones poéticas.

Fue Hölderlin el que movió a Friedrich Schelling y el Círculo de Jena a interesarse por el arte. A su vez, Schelling desarrolló de tal manera la relación entre la filosofía y el arte que se convirtió en el filósofo de los románticos, especialmente por la importancia que otorgaba a la intuición y la fantasía. En este punto, es necesario aclarar que, a pesar de que la mistificación del arte fue asumida por muchos de los integrantes de esta generación, es necesario distinguir el grupo que se constituye alrededor de Schelling del núcleo de los filósofos y poetas que dieron cuerpo al idealismo. Si bien ambos grupos pertenecen a la misma generación, beben de las mismas fuentes y ahondan en los mismos temas, la diferencia es que, frente al énfasis que los primeros ponen en el sentimiento y la imaginación, el idealismo alemán no se desembarazará en ningún momento del poder especulativo de la razón.

En el desarrollo que Schelling hace del idealismo y, en concreto, al hablar de su interés por la imaginación, es imprescindible aludir también a la influencia de Fichte. Llega este último a la convicción de que el conocimiento no parte del fenómeno, sino del propio sujeto, que es la base del idealismo alemán. Sin embargo, mientras que en Fichte el conocimiento del yo resulta irreductible, Schelling pretende hacerlo compatible con la naturaleza (un no-yo para Fichte y, por tanto, no sujeto de la filosofía).

A su vez, también debemos tener en cuenta la estrecha relación que en Schelling tiene la naturaleza con el arte, ya que ambos parecen ser producto de una fuerza creadora inconsciente. De ahí que vea el arte como el lugar de reconciliación y unidad de la naturaleza y del hombre.27 Considera que la naturaleza no puede ser ajena al espíritu y, por tanto, si entendemos la fuerza que está operando en la naturaleza, entenderemos el espíritu. En este punto, Schelling se hace eco de la idea organicista de la naturaleza tan reiterada por los románticos y que afirma que la naturaleza es voluntad inconsciente, mientras que el hombre es voluntad ya consciente de sí misma. De esta razón se deriva no solo que el infinito se manifieste en la naturaleza finita, sino que esta sea uno de los lugares a través de los cuales el ser humano puede alcanzar lo infinito. De ahí la importancia del arte: como la tensión entre lo infinito de la conciencia y lo finito de lo natural no es tematizable, queda expresamente reservada al arte, puesto que, como explica Inciarte, «sólo el arte consigue, gracias a la imaginación creadora, reconciliar lo irreconciliable, sintetizar lo finito con lo infinito, la consciencia con la inconsciencia» (2012: 73).

En 1800 Schelling publicó Darstellung des Systems meiner Philosophie, en el que intenta superar las aporías en las que estaba embarcada la filosofía durante estos años. Afronta la tríada arte, religión y filosofía, pero al contrario que en Hegel, aquí el arte ocupa el lugar más alto del sistema, pues «sólo a él le puede ser dado satisfacer nuestro esfuerzo infinito y solucionar en nosotros la contradicción última y extrema» (Schelling, 2012: 130).

Esto se entiende si se tiene en cuenta que, para Schelling, la intuición intelectual que está en juego en la filosofía solo otorga lo que se sabe, mientras que el arte aporta la identidad de lo subjetivo y lo objetivo.28 En este sentido, el arte eleva al hombre al conocimiento supremo por encima de dualidades y, por eso, es el terreno de la libertad. El arte es el obrar libre en el que se resuelven las contradicciones, y la figura que encarna la libertad no podría ser otra que la del genio, pues él produce desde la subjetividad pero con libertad.29 De ahí que la figura del genio se acabe volviendo clave a partir de esta época, ya que encarna la auténtica subjetividad libre. Además, si con la obra de arte se puede explicar cómo lo infinito puede manifestarse en lo finito, de manera similar el ser humano podrá alcanzar lo que para él sería imposible: la Infinitud. Por todo ello, el arte se le presenta a Schelling con un carácter de totalidad superior a la filosofía.

Por otro lado, también es necesario destacar la convicción de Schelling de que parte de la misión que la filosofía y el arte deben cumplir en el mundo moderno es la que tuvo la mitología en tiempos antiguos; es decir, una función religiosa. Al final de su obra Filosofía del arte encontramos una identificación del arte con el arte cristiano como única solución a las divisiones que provoca el mundo moderno:

El lazo íntimo que une el arte con la religión, la completa imposibilidad de dar al arte un mundo poético distinto del que existe dentro de la religión y, por otra parte, la imposibilidad de llevar la religión a una manifestación verdaderamente objetiva que no sea la del arte, hacen necesario que el hombre auténticamente religioso adquiera un conocimiento científico de la religión (Schelling, 1999: 505).

Tras esta argumentación que tiende a una mistificación del arte, lo que se esconde es, en realidad, la convicción de que el arte debe estar a merced de otros intereses como la religión o la política.30 Hegel estará de acuerdo con el romanticismo en la valoración del arte por su influjo en la cultura y el papel importante en la formación (entendida como ideal decimonónico de formación, Bildung) del espíritu de los ciudadanos, pero discrepa no solo en el alcance en la satisfacción, sino en el propio modo de entender el arte (Pöggeler, 1956).

En este sentido, ya en las primeras páginas de las Lecciones de estética encontramos una dura crítica a una consideración del arte que lo deje en función de otros intereses. El filósofo alemán refuta los planteamientos que consideran el arte como algo ocioso, superfluo, lujoso, inútil, que fomenta el ocio, la frivolidad y, además, se vale del engaño y la apariencia. Pero, además, también rechaza la concepción del arte como objeto de la sensación, de la intuición o de la imaginación, pero no de la razón. Quienes lo ven así le otorgan aparentemente un espacio de libertad desde el cual el arte podría cumplir la noble función de formar el espíritu y educar moralmente, tal como hacía Schiller. Sin embargo, Hegel considera que también esta perspectiva convierte al arte en un mero instrumento a favor de otros fines.31 Demuestra cómo en el fondo esta consideración del arte es servil y la rechaza.

A lo largo de la historia se le habían atribuido muchos fines nobles al arte, pero nunca se le había colocado en una posición tan elevada ni había jugado un papel tan determinante como el que protagoniza en el sistema hegeliano. Hegel simboliza este papel fundamental a través de la figura del puente en el que la mitad del arco corresponde a la historia universal, es decir, el espíritu objetivo, y la otra mitad, al arte, que se encuentra ya formando parte del espíritu absoluto.32 El arte se sitúa en el lugar más alto y es capaz de expresar el espíritu absoluto. En este sentido, como él mismo dice:

Por primera vez en esta libertad es el arte bello verdaderamente arte, y sólo resuelve su tarea suprema cuando se sitúa junto con la religión y la filosofía, convirtiéndose en una forma de hacer consciente y expresar lo divino, los intereses más profundos del hombre, las verdades más universales del espíritu (Hegel, 1989b: 14).

Aunque esta consideración del arte pueda parecer muy similar a la de las tesis principales del romanticismo, el hecho es que la estética de Hegel se opone frontalmente a ellas. En primer lugar, Hegel se distingue del romanticismo por considerar que ni el mito ni el arte pueden valer como instancia de conciliación y unificación. Este papel le corresponde únicamente a la razón, para lo cual tan solo es necesario rectificar su unilateralidad como pura razón analítica y convertirla en razón absoluta (Sánchez Meca, 2013: 167).

En segundo lugar, también se distancia del idealismo de Fichte y Schelling al considerar que el verdadero infinito solo puede ser el que, en la realidad, realiza su propia infinitud superando todo lo finito. En Hegel no basta con la manifestación en lo finito si luego este no se supera. Solo es verdaderamente real el infinito que ha incorporado en sí todos los momentos finitos. Por tanto, es la filosofía como máxima expresión de la razón, y no el arte, el lugar donde se toma conciencia de la unidad de la realidad. El arte es la forma sensible en la que el absoluto se aprehende a sí mismo intuitivamente, pero esta forma no es la más elevada. De ahí que, tal y como señala Pinckard, Hegel quiera determinar «qué papel podía jugar el arte en la vida moderna y que solo el arte en cuanto arte podía jugar» (2001: 747) una vez descartado su carácter de absoluto.

Para entender la visión hegeliana es necesario analizar a fondo las teorías de Hegel sobre el arte y entender el lugar que ocupa dentro de su sistema, cosa que haremos más adelante. Lo que corresponde hacer ahora es atender a la importancia que Hegel otorga a la historia y su decisiva influencia en la historización del arte.

1. Esta tesis ha sido defendida, por ejemplo, por Hans Blumemberg en La legitimación de la Edad Moderna (2008). Otros autores, como Karl Löwith, conciben la modernidad como una secularización de la teología o escatología cristiana (1958).

2. Precisamente por esto Voltaire en su obra Essaies sur les moeurs et l’esprit des nations (1877) comienza a utilizar el término «filosofía de la historia» en el sentido moderno, distinguiéndolo del uso teológico que tenía hasta entonces (Löwith, 1958: 9).

3. En el ámbito de las artes aludo en este trabajo especialmente a la literatura y la pintura, pero es necesario destacar que los propios románticos dedicaron también muchas reflexiones a la arquitectura, como puede verse en Goethe y su valoración de la arquitectura gótica y el desarrollo del neogótico (Marchán Fiz, 2010). Asimismo, la valoración especial que el Romanticismo hizo del sentimiento conllevó una revolución en el terreno musical, tal y como ha sido puesto de manifiesto por Rivera de Rosales (2006: 92-118).

4. «Como el talento mismo, en cuanto es una facultad innata productora del artista, pertenece a la naturaleza, podríamos expresarnos así: genio es la capacidad innata (ingenium) mediante la cual la naturaleza da la regla al arte» (Kant, 2007: 233).

5. El estatuto epistemológico kantiano se encuentra para Hegel limitado al ámbito del sujeto, lo cual no está exento de problemas, pues no logra la reconciliación entre necesidad (naturaleza) y libertad, entre lo particular y lo universal o entre la finitud y la infinitud, como bien se encarga de señalar: «Kant ofreció una representación de la contradicción reconciliada, pero sin desarrollar científicamente su verdadera esencia, ni poderla exponer como lo verdadero y únicamente real» (Hegel, 1989b, I: 55). A no ser que especifique lo contrario, las citas de esta obra corresponden siempre al volumen I.

6. De hecho, el propio Hegel vincula el paso a la «modernidad» con el inicio de la estética: «Lo mismo que es nuevo el descubrimiento de la filosofía en general, es también el nuevo descubrimiento de la ciencia artística; y propiamente, a este redescubrimiento debe por primera vez la estética como ciencia su verdadero nacimiento y el arte su valoración superior» (Hegel, 1989b: 54-55).

7. Como recoge Shiner en su libro, la Encyclopédie considera que las bellas artes son poesía, pintura, escultura, grabado y música, y las agrupa bajo la facultad de la imaginación, «como una de las tres principales divisiones del conocimiento, claramente aislada del resto de las artes, disciplinas y ciencias» (2004: 129). No obstante, en esta misma época se encuentran otras clasificaciones de las bellas artes. Por ejemplo, Batteux «incluyó tanto la oratoria como la danza, Kant incluyó la oratoria y el diseño de jardines o Roberston incorpora la oratoria, la jardinería, la danza e incluso la historia» (Shiner, 2004: 131).

8. No obstante, algunos autores señalan que el desarrollo de las bellas artes, centrado en la «figura» y en el estudio del clasicismo, fue perjudicial porque «basar

el arte en el estudio de la Antigüedad y no en la naturaleza significa negar su sustancia metafísica y someterlo al mismo proceso de laicización al que el pensamiento ilustrado había sometido todas las demás disciplinas» (Argan, 1980: 74). A este respecto también puede verse Fernández Uribe (1996).

9. Aludiendo a Schelling, Innerarity afirma: «La ocurrencia original del autor del Systemprogramm es la oposición de una razón narrativa, capaz de apresar la totalidad, de pensar lo distinto como unido, frente a una razón analítica que descompone, separa y desgarra [...]. La novedad estriba en recuperar el valor de verdad de la referencia de la razón a la totalidad, una referencia que tuvo en la Antigüedad forma mitológica, pero que puede ser recuperada como forma de racionalidad» (1993: 43).

10. Afirma Innerarity a este respecto: «La mitología política del idealismo alemán surge, por tanto, contra la pluralización sofística de los intereses, frente al con-

tractualismo individualista, como respuesta al fracaso que supone el intento fichteano de construir la comunidad política desde la subjetividad» (1993: 47).

11. La idea de que Dios habla a través de sus obras también es defendida en el romanticismo por Hamann en su obra Aesthetica in nuce (1760). Considera aquí que la naturaleza es un discurso de Dios a las criaturas, mientras que la obra de arte manifiesta la naturaleza en un lenguaje comprensible para los hombres. En realidad, esta idea siempre había estado de alguna manera presente en la reflexión sobre el arte. Kultermann explica en su estudio de la historia del arte que esto es así porque «la obra de arte se corresponde con la Naturaleza como un espejo y es la ocupación más elevada del hombre en su retorno hacia Dios» (Kultermann, 1996: 113).

12. Berlin ve en este protagonismo de la inventiva un giro importante de la historia del pensamiento humano, pues por primera vez se considera que «los ideales,

los fines, los objetivos no se descubren [...] sino que se inventan; no se encuentran en algún lugar sino que se crean del mismo modo en que el arte es creado» (2000: 121).

13. De ahí que pueda hablarse de un progresivo proceso de estetización de la política, como explica Marchán Fiz (2010: 280-289). A esta estetización de la política, que sigue la idea romántica del arte y se continuará en l’art pour l’art, se le contrapondrá, como afirma Benjamin, la politización del arte: «Así sucede con la estetización de la política que propugna el fascismo. Y el comunismo le responde por medio de la politización del arte» (2008: 47).

14. Gadamer no solo señala la correspondencia entre Ilustración y Romanticismo, sino que muestra el camino para poder superar el prejuicio moderno de que era mejor comenzar de cero que basarse en la tradición. Para llevar esto a cabo se basa en la idea de distancia histórica, que ya no se comprende como un tiempo pasado irrecuperable, sino como una realidad innegable que abre posibilidades positivas de comprensión.

15. «La significación de lo estético se enriquece con la dimensión práctica que tiene el arte como necesidad humana fundamental, pues reabre el interés por su capacidad para configurar el éthos en la sociedad moderna, al modo como en la época antigua configuró la religión y con ello el sentido de lo divino y de lo humano, o como en la sociedad cristiana hasta los tiempos del Renacimiento y la Reforma protestante, cuando también el arte configuró para el hombre común los misterios de la vida, de la muerte y de la salvación» (Domínguez Hernández, 2003: 124).

16. El fenómeno de la religión del arte ha sido analizado por Jean-Marie Schaeffer en L’Art de l’âge moderne. Esthétique et philosophie de l’art du XVIII siecle à nos jours (1992). Este autor considera que la sacralización filosófica del arte que llevó a cabo el Romanticismo ha repercutido en la crisis del arte actual. Para solucionar dicha crisis propone una «desacralización» del arte con el fin de despojarlo de las concepciones metafísicas y trascendentes que asumió durante esta época.

17. De hecho, la primera historia del arte de la Edad Media, Historia del arte en los monumentos (1811-1823), había sido realizada en el ámbito francés por J. B. Seroux d’Agincourt. Provocó una gran impresión y suscitó una nueva reflexión y valoración de esta época. Es muy significativo ver cómo ya en ella puede apreciarse un intento de presentar la historia del arte de forma sintética desde un punto de vista evolutivo, «convirtiendo así el devenir del arte en el contenido de su libro» (Kultermann, 1996: 119).

18. Overbeck diseñó un emblema en el que se mostraba a san Lucas dentro de un arco con las siglas de cada uno de ellos (HWPOVS) que debía figurar en la parte trasera de todos los cuadros. A ellos se unirían después otros pintores que por su estilo de vida austero y sus largas melenas se ganarían el apodo despectivo de «los Nazarenos». Entre ellos podemos encontrar a Peter von Cornelius, Philipp Veit, Johann Heinrich Ferdinand von Olivier y Julius Schnorr von Carolsfeld. Un buen análisis de la práctica artística de este grupo, así como del resto de autores románticos, puede encontrarse en Honour (1984).

19. Estas obras no son simples paisajes, sino que, como ya puso de manifiesto Ramdohr, son alegorías comprensibles solo desde fuera de la obra, lo cual en su opinión las reducía a símbolos. También D’Angelo afirma que «el misticismo de los románticos condena pues a la obra a convertirse en instrumento de la idea» (1999:

20). Aunque podría decirse algo parecido de la obra de William Turner, en este autor encontramos una espiritualización de lo profano en la que no hay referencias a nada sagrado. Por otro lado, si se tiene en cuenta cómo el Romanticismo se enfrenta a la tecnificación del arte que comienza en el Renacimiento, se entiende que otorgue tanta importancia a lo espiritual. De ahí el camino que, como explicó Robert Rosenblum (1975), conduce de la figuración a la abstracción en el arte contemporáneo. Además, la comprensión del arte en términos religiosos, salvíficos o redentores volverá a pre-

sentarse de manera explícita en las vanguardias históricas con la búsqueda del arte puro, y en el arte de la segunda mitad del siglo XX en artistas como Mark Rothko, Barnett Newman o, en otro orden, Joseph Beuys, que mantienen una continuidad con las ideas románticas de espiritualidad o mitología. Los autores románticos no podían siquiera imaginar la influencia que sus reivindicaciones llegarían a tener en la historia del arte; por ello mismo es interesante analizarlos hoy en día, después de haber visto sus repercusiones.

20. Esta centralidad de lo religioso no atañe únicamente a los temas, también supone la transposición de términos puramente religiosos al mundo del arte. En este sentido, se entiende el concepto de museo como «iglesia estética», defendido por F. Schlegel, W. H. Wackenroder o F. Schleiermacher. Esta idea fue llevada a la práctica por F. Schinkel en 1825 en el proyecto del Museo Real de Berlín. El museo ya no era solo el lugar en el que almacenar obras, sino el nuevo santuario en el que contemplar y elevar el espíritu con obras intemporales. Para una mayor explicación puede verse Klotz (2000: 52-57). Hoy en día ocurre lo contrario: las iglesias vacías se convierten en museos, restaurantes o salas de música, sacralizando de esta manera el ocio contemporáneo.

21. «La asociación entre pintura y mitología cristiana es una reelaboración de August Schlegel de lo que en Wackenroder era mera predilección por la pintura religiosa alemana de la Edad Media. August Schlegel percibe en ello algo revolucionario,

aunque más desde el punto de vista político que desde el punto de vista estético puro» (Domínguez Hernández, 2003: 129).

22. Para contrarrestar la crítica recibida de Goethe en la exposición de arte alemán en Roma de 1819, Friedrich Schlegel la reseñó ese mismo año en Sobre la exposición del arte alemán en Roma. Cuatro años después, en 1823, publicó otra defensa de este grupo bajo el título Consideraciones e ideas sobre el arte cristiano. Finalmente, en 1825, volvió a publicar el primer texto, pero ampliado con nuevas y significativas consideraciones. Como expone con agudeza Domínguez Hernández, en esta ocasión carga las tintas contra el «arte antiguo» por el «espíritu pagano del academicismo» y rezuma triunfalismo por el reconocimiento oficial, que ya se había producido, de la belleza cristiana de la pintura de los Nazarenos, que ha conquistado las Academias, gracias, qué duda cabe, a sus políticas beneficiosas (2003: 135-136).

23. Junto a la obra de F. Schiller (1795) podemos encontrar también La Cristiandad o Europa de Novalis, en la que se proyecta sobre la Iglesia católica la unidad espiritual en Europa, truncada con la aparición de la Reforma (Novalis, 2004: 97-120).

24. En el fragmento 216 del Athenäum, de hecho, puede leerse: «La Revolución francesa, la Teoría de la Ciencia de Fichte y el Wilhelm Meister de Goethe son las grandes tendencias de la época. Quien se escandalice por su agrupación, a quien no le parezca importante cualquier revolución que no sea ruidosa y material, puede decirse que aún no ha alcanzado la visión de la historia de la humanidad desde la cumbre» (Schlegel, 1987: 139).

25. Aunque es cierto que no es del todo clara la autoría de esta obra, Madureira ha puesto de manifiesto que en los escritos de juventud de Hegel el arte siempre está incluido en la religión, debido a que ambos comparten el componente sensible y la función estetizante, por lo que no es descabellado pensar que asume lo que se dice en el Systemprogramm (Madureira, 2009: 47-48).

26. Tal y como defiende Rivera de Rosales, se trata de que esta nueva mitología «haga sensibles las ideas y la razón, que las exprese estéticamente y, por medio de la belleza, las convierta en algo sentido, vivido [...]; se exige una nueva simbología fundante que se ponga al servicio de las ideas de la razón y de la libertad a las que ha llegado el Idealismo (Kant y Fichte) realizando la síntesis de éstas con nuestra finitud y facticidad» (Rivera de Rosales, 2001: 425).

27. «Sólo más allá de la división originaria que incorpora la conciencia puede aparecer como dada la armonía entre necesidad y libertad, porque estos dos términos ya son producto de una escisión, sólo puede encontrarse en la prehistoria del Yo, antes de que brille el entendimiento y que la razón se enseñoree de su conciencia de libertad a través de la acción moral, es decir, en el mundo todavía no consciente, en la naturaleza» (López y Rivera de Rosales, 1988: 83).

28. A este respecto, Schelling afirma: «Retira del arte la objetividad y entonces deja de ser lo que es y se convierte en filosofía. Dale a la filosofía la objetividad, y entonces deja de ser filosofía para convertirse en arte. La filosofía alcanza ciertamente lo supremo, pero eleva a este punto sólo un fragmento del hombre [...]. El arte eleva al hombre entero tal y como es al conocimiento de lo supremo, y sobre esto reposa la diferencia eterna y el milagro del arte» (2012: 141).

29. «Sólo en el arte puede aparecer el genio, capaz de resolver por la intuición una contradicción que de otra forma hubiera sido irresoluble, incluso en contra de la

voluntad del hombre en quien se presenta la genialidad» (López y Rivera de Rosales, 1988: 88). Mientras que en Schelling la libertad está personificada en la figura del genio como aquel que actúa sin determinaciones, para Hegel la libertad no es más que el conocimiento de la necesidad. Un planteamiento mucho más spinozista que Schelling trata de superar.

30. Para un estudio más detallado de este aspecto puede acudirse a Cascales (2017: 185-226).

31. Hegel considera una contradicción el hecho de que la finalidad del arte sea moral, puesto que indicaría una falta de verdad en el modo de manifestarse del espíritu. Los pasos argumentativos son los siguientes: el hecho de que el arte reproduzca los sentimientos humanos tiene como fin suavizar las pasiones a través de la función catártica, pero para que esto realmente fuera eficaz habría que hacer explícitos los elementos regulativos que permiten el control, lo cual llevaría a enunciar la enseñanza moral como la finalidad del arte. Pero si la ley moral se convierte en el fin del arte se revela una contradicción con la expresión particular y sensible propia de la representación artística, y el arte deja de ser fin en sí mismo. No obstante, Hegel no niega que el arte tenga poder para evocar los sentimientos, ni que tenga valor moral; lo que afirma es que todo eso se consigue cuando atiende a su propio fin. En este sentido, el arte expresa la moralidad de la subjetividad en la medida en que presenta dicha subjetividad como falsedad y engaño.

32. «El espíritu pensante de la historia universal, en tanto que se despoja al mismo tiempo de aquellas limitaciones [que son] propias de los espíritus particulares de los pueblos y de su propia mundanidad, comprende su universalidad concreta y se eleva al saber del espíritu absoluto, como saber de la verdad eternamente real y efectiva» (Hegel, 1997: 571).

El fin del arte

Подняться наверх