Читать книгу Las andanzas de Lara - Raquel García Iñiguez - Страница 9

DE VUELTA A LOS LIBROS

Оглавление

El camino de ida desde la boca del metro hasta la residencia estaba en penumbra. Era una noche con niebla, lloviznaba. Este septiembre no era como el del curso pasado en el que reinaba el sol. Las manos me dolían y los músculos de la espalda me quemaban. Las maletas pesaban. Esta vez no venía ligera de equipaje. El verano con Sandra había sido pasional en todos los sentidos. Andaba despacio, no quería que llegara el momento de encontrarme con Kate después de que me dejara por teléfono. No tenía ganas, pero más que nada porque no me apetecía sufrir otra de sus escenitas de celos sin razón. Kate puede ser encantadora, pero, cuando se le cruza un cable, mejor que te pille lejos.

Después de una larga caminata bajo la lluvia y con un par de ampollas en cada mano llegué a mi querida residencia. Tenía el presentimiento de que este segundo año no iba a ser como el anterior, este iba a ser mucho más potente y grandes momentos me esperaban al otro lado de ese umbral.

—¡Bienvenida, Lara! —la hermana Piedad estaba en ese momento encargada de la conserjería. Salió de la misma, me dio un efusivo abrazo y una palmada en el culo sin que me diera tiempo ni a apoyar las maletas en el suelo.

—¡Cuánto tiempo, hermana! Os he echado de menos —dije guiñándole un ojo.

—¿Qué tal el verano? Te veo más delgada...

—Mi madre, que me pone comida de nuestra huerta —pero ¡qué coño le importa a esta tía mi cuerpo!

—Toma la llave, sigues teniendo la misma habitación, como te informé por teléfono hace un mes. Te la hemos cuidado. Solo entramos a leer el contador de la luz.

Solté las maletas y añadí:

—¡Pero qué majísimas sois! Y diciendo esto le planté un pedazo de beso sonoro en la mejilla a la hermana que hizo que se ruborizase.

—Anda, tira para tu habitación, chiquilla, porque ya a cenar no llegas. Por cierto, no sé si lo sabes, pero este año tu mejor amiga Kate no viene con nosotras. Eso sí, la maña Cristina se incorpora mañana.

—Pues no tenía ni idea de ambas noticias, hermana. Gracias por ponerme al día.

—¡Uy y más que te irás enterando! —la hermana Piedad me sonrió y volvió a la conserjería.

Metí la llave en el bolsillo y cogí mis maletas. Subí a mi habitación en el viejo ascensor. En ese momento, me acordé de cuando Kate y yo nos quedamos encerradas. Qué recuerdos... ¡No! No puedo dejar que invada mi mente. Kate se ha ido, para siempre. Se acabó. Llegué al quinto y abrí las dos puertecitas de seguridad y allí estaba Chiqui sujetando la otra puerta. Qué maja es esta chica... ¡y lo buena que se ha puesto este verano!

—¡Quilla! ¡Cuánto tiempo sin saber de ti! ¿Qué tal estás?

—Gracias por ayudarme —salí del ascensor con las pesadas maletas y le di dos besos a la pedazo de andaluza que se había metamorfoseado en estas vacaciones. Ummm, ese arte, ese poderío y ese acento, ¡por dios!

—Me bajo a fumarme un piti a la calle, si quieres luego sarlamos un rato, ¿vale, guapa?

—Sí, sí claro, y me cuentas cómo lo has hecho. Me refiero a cambiar tu aspecto de manera tan radical.

—Me he cosío la boca azí —dijo, apretándose labio contra labio— y, diciendo esto, se metió en el ascensor.

¡Uffff, cómo se ha puesto la niña del sur! ¡Mamma mía! A ver, Lara, céntrate que pronto empiezas. Busca la llave y abre.

La habitación estaba tal y como yo la había dejado. Las hermanas, aparte de leer el contador, no habían hecho nada. Y en mi escritorio podía escribir con el dedo de la capa de polvo que tenía. Estaban las cortinas que mi madre me había hecho para las ventanas, la cortina de la ducha que por fin compré para no mostrarme tal y como vine al mundo a todo el personal, hasta la cama estaba sin sábanas, solo con el colchón sucio. Dejé las maletas sin vaciarlas, tan solo las abrí para ponerme una camisa seca y me bajé directamente al comedor a ver si tenía suerte y las hermanas se apiadaban de mí y me daban algo para cenar. Estaba muerta de hambre. Desde que había cogido el autobús en mi pueblo, no había probado bocado. Tantas incertidumbres me habían cerrado el estómago, pero la caminata hasta allí me había consumido las pocas energías que me quedaban en el cuerpo. Cuando llegué al comedor, las hermanas Rosa y Asunción estaban terminando de recoger y limpiar, pero muy amablemente me dieron una bandeja con unos macarrones con tomate, un mini pincho de tortilla que había sobrado de mis compañeras y un yogur natural.

Abrí, haciendo malabares con la bandeja de comida, la puerta de mi habitación, cerré de una patada hacia atrás la puerta y apoyé la bandeja en el sucio escritorio. Del hambre que tenía, cogí con las manos sin lavar el pincho de tortilla, que me estaba llamando a gritos. Y, justo cuando le iba a dar el primer bocado, llamaron a la puerta de mi habitación. Me levanté con aire cansino, pensando quién era la osada que se atrevía a interrumpir mi cena. Abrí. Alguien entró y me empujó hacia dentro tan rápidamente que no pude ver quién era. Me soltó, se giró y cerró con un portazo. Entonces reconocí esa melena larga y lacia.

—Pero si me han dicho que...

—¿Qué te han dicho, eh?, ¿qué no venía? —dijo Kate con un acento inglés tan cerrado que apenas le entendía lo que gritaba.

—Pero la hermana Piedad me ha comentado...

—¡Ya sé qué te ha comentado la hermana Piedad! ¡Le pedí yo que te lo dijera para darte una surprise! ¡Como también sé lo que ha pasado este verano! ¡Bitch!

—Ey! Stop! ¿Qué pasa? ¿Tengo que recordarte quien me dejó tirada en mitad de la nada?, ¿eh? ¿Quién me dejó por teléfono por una gilipollez que por cierto era falsa? Porque parece que haces más caso a lo que te cuentan otros que a lo que te digo yo. ¿Eh, Kate? ¡Por teléfono! ¡Bravo por la flema británica!

—¡Nosotros no te dejamos tirada en la carretera, fuiste tú la que ordenaste que pararan el coche y te bajaste con... como decís... ah, sí, con un mosqueo de cosones.

—¿De qué vas? ¿Crees que puedes jugar conmigo como lo hiciste el curso pasado?, ¿que puedes ir catando las diferentes habitaciones de esta residencia y yo me quede de brazos cruzados y siguiéndote como un perrito? Madura, Kate, la vida sigue y yo no voy a ir recogiendo las migajas que vas dejando.

—Ya te dije que no quería atarme a nadie.

—¡Pero una cosa es atarse y otra muy distinta es tirarte a todo lo que se menea en esta santa residencia!

—¿Qué ha pasado con esa escritora?

—No sé de qué me hablas —volví al escritorio a continuar con mi cena.

—¿Qué ha pasado con esa escritora, Lara?

—Me la follé —contesté sin levantar la vista de la bandeja.

Kate se acercó, me separó de la mesa empujándome y comenzó a agarrar los macarrones impregnados de tomate frito y a tirármelos.

—¡Estás loca! —me levanté y fui hacia el baño mientras ella seguía echándome la pasta rojiza sobre mi camisa blanca.

—Y tú eres una puta.

Kate entró en el baño y comenzó a arrancarme la camisa. Los botones no resistieron la tensión y saltaron por el aire. Kate me cogió y me sentó sobre el lavabo. Yo intentaba zafarme de ella, pero la muy inglesa tenía una fuerza descomunal en ese momento. Me quitó el sujetador, no sé cómo, y comenzó a morderme los pezones. Le agarré de los pelos como pude y le retiré la cabeza. Pude ver esos ojos de furia que me erizaron el vello. Ella seguía en su empeño, se incorporó, me agarró de la cabeza e intentó besarme en la boca. Giré la cabeza, algo que enfureció más a la inglesa, y me la sujetó con la mano izquierda mientras con la otra intentaba hacerse paso dentro de mis pantalones. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo, quitándome algunas defensas. Kate consiguió zafarse de mi pantalón y de mis bragas, introduciéndose dentro de mí. No quería, Kate ya no me gustaba, me daba miedo. Saqué fuerzas de donde pude y la retiré de mí.

—¡Para! ¡No quiero esto! ¡Fuera de mi habitación, se acabó, Kate! ¡Se acabó!

—I´m sorry. No quería...

—No quiero oír nada más, Kate, hasta aquí hemos llegado.

—Lara, no. Lo siento mucho...

Kate se sentó en el suelo del baño, apoyándose en la fría pared. Rompió a llorar como una niña sin consuelo.

—Lara, de verdad, no quería que esto pasara. He estado todo el verano pensando en ti, no podía más. No dormía ni comía...

—¿Y por qué no me llamaste después de esa conversación? No, no me contestes, te lo diré yo. Tu puto orgullo, Kate. Así que recoge el poco que te queda y lárgate. No me hagas llamar a la hermana Piedad para que te saque de aquí.

Kate se sorbió los mocos, se limpió las lágrimas con la camiseta que llevaba puesta y se levantó. Me miró con los ojos más llenos de odio que he visto en mi vida y añadió:

—Te arrepentirás, Lara.

—¿Me estás amenazando?

—No, solo digo que te acordarás de mí —diciendo esto abandonó mi habitación.

Yo me quedé de pie, catatónica. No sabía qué había pasado allí. ¿Era una pesadilla e iba a despertar? Me pellizqué como había visto en tantas películas y comprobé que era la realidad. Miré al suelo de la habitación y era un auténtico collage. Me quité la camisa rasgada. Abrí la maleta de nuevo y me puse una camiseta limpia. Cogí papel higiénico y comencé a limpiar el suelo y las paredes que la señorita había pintado con mi cena. Las tripas me rugieron. Dejé todo como estaba, cogí unos euros de mi cartera, mi cazadora y bajé a la máquina a por un sándwich y una Coca—Cola.

Necesitaba aire, necesitaba respirar. Aún no podía creer lo que había sucedido allí arriba. Salí a la calle a comer tranquilamente mientras oía la lluvia y, allí sentada en las escaleras de la residencia, estaba Chiqui fumándose un cigarro.


—¡Que aproveshe, niña!

—¿Quieres? —dije, sentándome en el mismo escalón que Chiqui.

—No, gracias, ya he cenado tortilla antes.

—Qué perras, que no habéis dejado nada para las que hemos llegado tarde.

—Aquí el que no corre vuela, ya sabes.

—Ya, ya, lo sé. Me encanta escuchar la lluvia.

—¿Me estás pidiendo que me calle?

—No, mujer, solo digo que me gusta escuchar el sonido que hace la lluvia y el olor.

—¿Este olor? Pero si huele alcantarilla. Tú no estás bien.

—Jajaja. Vale, llevas razón. Me gusta el sonido y el olor de la lluvia en mi pueblo.

—Sí, a mierda de vaca, no te jode.

—¡Tía, que estoy cenando!

—¡Cierto! Qué poco respeto tengo, cohones.

—¿Qué tal el verano? Vaya cambio que has dado... A ver, no te ofendas, quiero decir que estás guapísima. Que antes también, pero ahora... uffff... cómo te has puesto, ¿no?

—¡Musa grasias! Sí, ya comencé a cuidarme antes de que terminara el curso pasado y luego en verano he estado corriendo, haciendo pesas, etc. Y... ¡tachán! ¡Soy otra mujé!

—Jajaja, otra mujer no, sigues siendo Chiqui, pero con un cuerpo... ¿mejorado?

—Ayssss... ¡que te como! —Chiqui se echó sobre mí dándome un pedazo de abrazo de osa.

—Cuidado, que me aplastas el sándwich.

—Sí, será mejor que te deje tranquilita y cenes —Chiqui se levanta y desde arriba me mira y añade—. Si quieres nos vemos luego en mi habitación y seguimos ¿eh, guapa?

—Te lo agradezco, pero estoy reventada del viaje y después de lo que me acaba de pasar... —Chiqui se volvió a sentar, pero esta vez un poco más cerca de mí.

—¿Qué te ha pasado? ¿Algo con las hermanas?

—Qué va, tía, la Kate, que está zumbada.

—¿Qué te ha zumbado?

—No. Bueno, sí. Espera, que te lo cuento desde el principio —comencé a narrarle todo lo sucedido con Kate y a cada cosa que añadía Chiqui abría más y más la boca, hasta que se puso en pie y añadió.

—A esta sí que la voy a zumbar yo. Pero de qué va la inglesa. Mira... que bastante nos han hecho con Gibraltar como para que vayan haciendo daño a nuestras mujeres...

—Jajaja, anda, siéntate. Ya le he dicho que se acabó y la he echado de mi habitación.

—¡Será hija de... la Gran Bretaña!

—Pero bueno, que ya está, borrón y cuenta nueva.

—Venga, tía, termínate el sándwich y vamos para dentro que aquí hace frío.

—Vete tú, anda, me apetece quedarme aquí escuchando la lluvia un rato.

—Ok, como quieras. Buenas noches, belleza. Si cambias de opinión, mi habitación este año ha cambiado, está en tu mismo lado, pero una planta más abajo. Es la 417. Que descanses... —Chiqui se levantó, me dio un beso en la mejilla y se metió en la residencia.

Me quedé sola afuera terminando el sándwich frío de la máquina y parte de la Coca—Cola, escuchando el repiquetear de la lluvia contra los cristales, los coches, las farolas. No quería pensar en nada, deseaba que mi atención fuera captada tan solo por ese sonido. Me levanté y salí a la fría lluvia. Necesitaba canalizar mis energías y esa era la mejor manera. Me dieron ganas hasta de desnudarme para que empapara todo mi cuerpo, pero no quería pasar la noche en un calabozo. Por hoy ya eran suficientes emociones.

Al día siguiente, hubiera estampado el despertador contra la pared, si no fuera porque era la alarma del móvil la que me despertaba. Mis clases no comenzaban hasta las tres de la tarde, pero este año me había propuesto ir al gimnasio por las mañanas. Apagué el pitido infernal y me di media vuelta.

—Toc, toc —me desperté de golpe, jurando en arameo y acordándome de la familia de la persona que estaba tras esa puerta. Me levanté y miré mi reloj, era la una de la tarde. Fui directa a abrir la puerta...

—Lara, tía ¿estás bien?

—¡Joder, Chiqui, que me dormido! ¡Qué desastre soy! Primer día del curso y voy a llegar tarde.

—No, mujé, si te duchas rápido aún te da tiempo a comer y largarte corriendo a la uni. Y, por cierto, tápate un poquito, anda, que aquí hay mucha lagarta suelta.

—¡Anda, tira! Ahora bajo. Vete pillándome sitio. ¿Y tú?, ¿qué pasa?, ¿no vas hoy a clase?

—Ven, que te digo un secreto al oído... —acerqué la oreja a su boca—, yo también me he dormido.

—¡Qué poca vergüenza tienes! Y ¿vienes a despertarme a mí?, ¿qué pasa, te molestaba que yo siguiera dormida, no?

—¡Joder, cómo eres! Intentaba evitar que te pasara lo mismo que a mí, ¡perra!

—Ale, ale, vete a coger sitio que yo ahora bajo.

Cerré la puerta, me desnudé y me metí en la ducha. Para mí, es uno de los placeres de la vida. El agua, la humedad, es lo que más me gusta. Pero ese día no podía detenerme a darme placer, como me decían las monjas en el colegio —cuando os estéis duchando, hay que lavarse el pelo y el cuerpo corriendo, sin entretenerse en más—. En aquel entonces era una niña y no entendía a qué se referían las monjas con aquello de “entretenerse”.

Por fin, salí de la residencia corriendo a coger el último autobús que me llevaría a la universidad. No me acordaba de que no había comprado aún el abono de transporte y tan solo llevaba un billete de diez euros. Después de suplicar y suplicar al conductor de autobús, este me permitió pagar a pesar de que justo encima de su cabeza había un letrero enorme que ponía “Solo se admitirán billetes de 5 €”. Y es que, en situaciones como aquella, desplegaba mis armas de mujer. Una sonrisa, una inclinación para insinuar mis pechos y una caidita de pestañas hacían que todos y sobre todo todas cayeran a mis pies.

Cuando llegué a la universidad, fui directa a secretaría a formalizar el papeleo de la beca que el año pasado se me pasó totalmente. Me encontré con la puerta cerrada a cal y canto.

—¡Hola, Lara! —alguien me tocaba en el hombro a la vez que me saludaba. Me giré, ya que esa voz era conocida.

—¡Hombre! ¡Digo, mujer! ¡Qué bueno verte, Carla! ¿Dónde está el resto?

—Estamos en la cafetería, ya nos conoces. ¿Y tú? Venía al servicio cuando he visto a una tía que iba a secretaría y he pensado: ¿quién será la inepta a la que se le ocurre venir a estas horas a hacer papeles? Y mira, eres ¡tú!

—Aysss... qué graciosa eres. Es que llegué anoche a Madrid y esta mañana me he dormido —la verdad es que ni me había acordado—. Además, pensaba que no cerraban ya que en las fechas en que estamos habrá mucha más gente como yo con cosillas pendientes de tramitar.

—Eso sí es cierto. Pero bueno, te informo, por si no te has enterado, que abren a partir de las cuatro y media hasta las siete y media. Así que ya sabes, luego puedes acercarte. Anda, vente, que estamos celebrando la vuelta al ruedo.

Carla y yo nos acercamos a la vieja cafetería de la facultad. En una mesa estaban todas mis amigas. Fue un auténtico deja-vù. El mismo lugar, la misma gente que me informó un día como hoy de que “la extremeña” había preguntado por mí. Ummm... ¿qué habrá sido de ella? ¿Estará con el MIR? ¿Llevará el uniforme de doctora buenorra? Seguro que estas, que son unas cotillas, saben algo de ella.

—¿Lara, tía, qué haces mirando con cara de tonta a la puerta? Vamos, entra para la cafetería, que estas tienen ganas de verte y que les cuentes en persona el pedazo veranito que has tenido.

—¡Cómo lo sabes! ¡Ha habido de todo! Ahora os cuento —y, diciendo esto, me acerqué al resto de mis amigas, que ya estaban levantándose de las sillas para saludarme. Nos dimos un gran abrazo, ya que había pasado mucho tiempo desde la última vez que las había visto—. Bueno, bueno, tengo muchas cosas que contaros.

—Y nosotras a ti —apuntilló Elena.

—¿Ah sí?

—Sí, ¿qué te pensabas, que eras la única que ha tenido un verano movidito?

—No, no, ni mucho menos. ¡Sé que sois unas niñas muy malas! Oye, cambiando de tema, ¿qué sabéis de Lidia?

—¿Ya estamos? Creo que está en el MIR. Al final consiguió ser de las primeras de su promoción. Por lo que nos ha llegado, creemos que se va a especializar en ginecología. Mira tú por dónde, qué apropiado.

—¡Qué me dices!

—Sí, eso es lo que se dice, pero ya sabes, las malas lenguas...

—Sí, sí, ni pa´eso. Oye, pero contadme, que en el grupo de WhatsApp me habéis dejado toda loca. Algunas con novio, otras liadas, pero qué es eso que dijisteis al final que no entendí. Eso de que es “de las tuyas”.

—Ah sí, pues nada. Como te dijimos, finalmente nos fuimos de vacaciones sin ti, ya que tú parece ser que tenías mejores planes...

—Ya estamos, tirando a dar, ¿no, Carla?

—Que no, tonta...

Me senté con ellas y pedí un cortado para no quedarme dormida en clase. Carla comenzó a contarme el veranito...

—Era a principios de julio. Las clases ya habían terminado y quedamos las cuatro, Vicky, Elena, Laura y yo, para planear las vacaciones. Tú, Lara, ya nos habías confirmado que te ibas con la inglesita, algo que no entendíamos, porque te volvió loca durante todo el curso pasado.

Bueno, después de discutir que si nos íbamos a República Dominicana o Cuba o Madeira o...

—¡Al coño la Bernarda! Nos fuimos a Tenerife. Hija, Carla, que mira que te enrollas —dijo Elena.

Carla se giró, miró a Elena, le sonrió y añadió:

—Eso es, todas teníamos que poder pagar nuestra parte. Así que finalmente ese fue nuestro destino. Navegamos por la red hasta dar por casualidad con un paquete de vuelo más hotel de lo más baratito. Lo único que solo podíamos llevar una maleta de cabina cada una y las habitaciones solo quedaban dobles. Reservamos dos. El día anterior al vuelo nos fuimos todas a casa de Elena a dormir, así saldríamos juntas hacia el aeropuerto y ninguna se perdería por el camino. Esa noche estábamos solas en su casa y nos entró un hambre voraz. Sacamos litros de refresco y de alcohol, por supuesto, y pedimos unas pizzas por Internet. No sé, Lara, si alguna vez has pedido pizzas así, pero está genial. Puedes ver hasta el estado de tu pedido y sabes cuándo se está acercando el repartidor.

—Carla, tía, te enrollas como las persianas. ¡Al grano! —le espetó Elena.

—Parece que te sientes orgullosa de lo que ocurrió ese día —dijo Carla.

—Pues no, tonta. Venga, continúa, anda...

—Eso, venga, que me tenéis en ascuas —dije, con más curiosidad que un gato en un granero.

—El caso es que cuando llamaron a la puerta fuimos todas corriendo a abrir. Bueno, todas no. Laura se quedó sentada en el sofá. Pero fue Elena la que se hizo con la manilla primero y abrió. El resto nos caímos encima de ella, empujándola sin querer hacia la persona que nos traía la pizza. Un pedazo maromoooo —dijo Carla, mordiéndose el labio inferior— que nada más verlo a las tres se nos hizo el chichi Pepsi—Cola.

—¡Madre mía! ¡Qué fina eres cuando quieres! —exclamé.

—No. ¡Madre mía, cómo estaba el pizzero! —dijo Elena, haciendo aspavientos con las manos.

—Bueno, Lara, aquí la señorita hizo lo posible y lo imposible para que el madelman se quedara. El pobre hombre no sabía dónde meterse y, cuanto más le intimidaba Elena, más rojo se ponía. Hasta que consiguió que allí mismo, en el hall de la casa, llamara a su jefe diciéndole que se encontraba mal y que se marchaba a casa. Que mañana les acercaba la moto. Pudimos oír cómo alguien vociferaba al otro lado de su teléfono, pero a él no pareció importarle. ¡Qué fenómeno! Insistió en que no volvía, alegando una indisposición, y colgó el teléfono. Se acercó al salón. Se quitó la cazadora, la gorra, apoyó el casco en el suelo, dio una palmada en el aire y añadió: “¿Qué? ¿Cuándo empieza la fiesta?” Y agarró la botella de whisky escocés de más de 25 años que tenía el padre de Elena en el mueble bar.

—¡Eh, dónde vas tan rápido! —le gritó Elena, que justo entraba en el salón con la pizza en las manos—. ¡Que eso es de mi padre! ¡Me va a matar! —y diciendo esto apoyó la pizza en la mesa y se acercó al pizzero.

—No pasa nada, mujer, tranquila, ya la dejo. ¡Cómo sois las mujeres! —dijo mientras la depositaba donde estaba anteriormente—. ¿Ya está contenta la señorita?

—Oye, tío, si te vas a comportar así, por muy bueno que estés, mejor que te largues —le dijo Elena al chico mientras le agarraba la camiseta y la acercaba hacia ella. Las confianzas y descaro del chico la estaban excitando.

—¿Qué pasa? Ya la he dejado —dijo el pizzero, levantando las manos, demostrando inocencia con una gran sonrisa—. Venga, comencemos de nuevo —Elena por fin le dejó libre—. Soy David, encantado —y nos dio dos besos a cada una de las allí presentes.

—Así está mejor, buen chico —dijo Elena, guiñándole un ojo—. Y, por cierto, no tendrás unos amigos que quieran venirse pasar un buen ratito con estas bellas damas, ¿no?

—¡Elena! ¡No, por favor! Mi novio Edu se pondrá furioso. No, por favor... —dijo Laura, tapándose la cara con las manos.

—Laura, tía, tranquilízate, solo vamos a echarnos unas risas con ellos, nada más.

—¿Ah sí? —dijo David, sentándose en el sofá de cuero.

—Sí, claro, qué te creías, listillo —dijo Elena, sonriendo al pizzero—. Además, lo que pase en mi casa, se queda en mi casa.

—Mensaje pillado. Ahora mismo llamo a mis amigos —dijo riéndose el chico.

El pizzero se levantó del sofá y fue a su cazadora. Metió la mano en el bolsillo interior de la misma y cogió su móvil de nuevo.

—¡David!, ¿qué tal?, ¿pasa algo? —se oyó una voz al otro lado del auricular.

—¡Eh, tío!, ¿qué haces?

—En mi casa, aburrido como una ostra. Ahora mismo estaba pensando en llamar al Manu para ver si quería cenar conmigo y luego ir a buscarte a la salida del curro para irnos de copas.

—Pues yo tengo un plan mejor para vosotros —se sonrió—. Llama a Manu, queda con él y veniros a la calle... ¿cómo se llama la calle? —nos preguntó David a todas.

—Avenida Puerto Seco, 21 —informó Elena.

—¿Has oído? —dijo David a la voz del otro lado del teléfono.

—Sí, tío, pero, ¿qué pasa? ¿No estás currando? —las chicas y yo ya habíamos escuchado toda la conversación hasta entonces. El pizzero se levantó y salió del salón y continuó hablando.

—Vente y te cuento, que no veas lo que hay aquí. ¡Ah y traeros algo de bebida!, ¿vale?

—Joder, tío, cómo te lo montas. ¡Estoy flipando! ¡Qué cierto es que todos los tontos tienen suerte!

—¡Eh! ¡Sin faltar! Esto es la Moraleja, Alcobendas.

—Venga, va, en media hora o así estamos por allí.

Mientras tanto, en el salón, Laura se iba poniendo cada vez más roja y más nerviosa. Vicky intentaba calmarla, diciéndole que no iba a pasar nada. Que estuviera tranquila. Que allí nadie iba a hacer nada que no quisiera. Laura se levantó y se fue al aseo a echarse agua en la cara.

—Elena, ¿tú te acuerdas que mañana salimos de viaje, no? —pregunté.

—Sí, ¿por? —contestó Elena.

—¿Cómo que por qué? Son las diez y media de la noche. El vuelo sale a las 8:15 de la mañana. Tenemos a un desconocido en la cocina llamando a sus amigos. Llevamos copas de más...

—Es mi casa y la que no quiera estar que se largue. Y yo no pongo ninguna pistola en la cabeza para que bebáis. Aquí alguna, y no miro a nadie, no debería estar haciéndolo y no he dicho nada —no dije nada a Elena, me levanté y me largué a la cocina, donde estaba el pizzero, que ya había colgado el teléfono y buscaba en la nevera algo para comer.

—Las cosas no son así —le dijo Vicky, que era la única que quedaba en el salón—. Laura está fatal, en el baño, y mañana tenemos un vuelo.

—¡Venga, tía! Nos tomamos unas copas más con estos y luego que se larguen —dijo Elena sin hacer ni caso del drama de Laura, mientras se preparaba otro gin-tonic. Vicky se acercó al baño donde estaba Laura y desde fuera se oían los sollozos.

—Laura, ¿estás bien? —preguntó Vicky.

—Sí, ya salgo —dijo Laura mientras se limpiaba los mocos. Se oyó cómo bajaba la tapa del baño y se acercó a la puerta—. Venga, Laura, abre —pidió Vicky.

—No puedo.

—Venga va...

—Que no puedo, que no se abre...

—Déjate de bromitas, coño...

—¡Que no, tía! ¡Que no se abre! —Laura comenzó a dar puñetazos a la puerta y gritó— ¡que no se abre, joder!

—¿Qué pasa? ¿Qué es este escándalo? —preguntó Elena mientras se acercaba al baño.

—Que no se abre la puerta de tu baño —le contestó Vicky.

Elena rompió en una carcajada sin fin, derramando un poco de su gin-tonic en la tarima.

—¡Todo esto es por tu culpa! —dijo Laura, dando una patada a la puerta.

—¡Eh! ¡Quietita, guapa! Que como la jodas la pagas. Y a mí no me culpes de nada que nadie te ha obligado a venir a mi casa. ¡Remilgada! Que no das un paso sin que tu novio Edu te dé permiso.

—Y tú eres una zorra egoísta que desde que has visto al pizzero solo has pensado en zumbártelo como a tantos. No piensas en que mañana salimos de viaje, no, solo te dejas guiar por el GPS de tu entrepierna. ¡Egoísta!

—¡Virgen!

—¡PUTA! —un silencio sepulcral se hizo en la casa. Laura apoyó su espalda en la puerta y se deslizó hasta quedarse sentada en el suelo del baño—. Lo siento, lo siento, Elena. Solo quiero que pasemos una noche relajada las cuatro. Mañana madrugamos mucho...

Elena movió la manilla hacia arriba y tiró de la puerta hacia ella. Algún mecanismo se movió por dentro.

—Si te levantas del suelo ya puedes salir —dijo Elena secamente.

—La puerta se entreabrió y apareció Laura sofocada, despeinada y con unos chorretones de la máscara de pestañas corriéndole por ambos lados de la cara. Se acercó a Elena, que permanecía inmóvil al lado de la puerta, y la abrazó. Elena al principio se quedó más tiesa que un palo, pero al oír a Laura susurrándole perdón ella también le abrazó y comenzaron las dos a llorar sin consuelo.

—Te quiero, tía.

—Y yo a ti.

—Ale, guapo —le dije al pizzero en la cocina—, largo, aquí la fiesta se ha acabado.

—¡Pero qué dices, niña! ¡Mis amigos están en camino! ¡Yo de aquí no me muevo!

—Pues les llamas y les dices lo que te dé la gana, pero tú de aquí te largas ya o llamamos a la policía y les decimos que has intentado pasarte.

—Eso no se lo cree nadie. Sois cuatro y yo uno —dijo todo digno él.

—¿Quieres probarme, chato? —dije, chasqueando los dedos como una auténtica choni.

—¡Estáis locas, tías! ¡Estáis muy locas! Yo me largo de aquí —el pizzero fue corriendo al salón, cogió su cazadora y el casco. Salió de la casa tropezándose con todo por el camino, incluido ese felpudo tan hortera que tiene la madre de Elena en la puerta que pone Wellcome.

—¡Dios! ¡Estáis muy buenas, pero muy locas! ¡Malditas Evas! —dijo, girándose hacia nosotras mientras iba a por su moto, que había dejado aparcada enfrente de la casa.

Por fin, cerramos la puerta y rompimos en una carcajada imposible de parar.

—¿Sabéis lo mejor? —dijo Elena entre risas— ¡Que no le hemos pagado la pizza al filósofo! —continuamos riendo como si no hubiera mañana—. Así que esa noche, con el pedo y tal, se aliviaron tensiones y cenamos gratis.

Me llevé las manos a la frente, yo ya sabía lo zumbadas que estaban mis amigas, pero lo del pizzero ya me parecía la ostia en verso.

—¡Aiba, diez! Si soy yo no salís con vida —dije descojonándome.

—Espera, espera —me dijo Carla, tocándome en el hombro— que todavía te queda lo mejor —Laura, totalmente roja se levantó del asiento y sin decir palabra se marchó hacia el baño.

—Qué valiente eres —le espetó Elena y Carla siguió contándome.

—Al día siguiente, sonó el móvil a las seis de la mañana. Poco a poco nos fuimos despertando e íbamos pasando por chapa y pintura a turnos. A las 7:30 ya estábamos todas monísimas de la muerte, esperando a que llegara el taxi que habíamos llamado para que nos acercara al aeropuerto. Aunque el pobre taxista puso todo de su parte y pisó el acelerador de tal manera que para las ocho menos cuarto llegábamos al aeropuerto, era más que tarde. Corrimos como alma que lleva el diablo. Llegamos al primer control policial y piiiiiii, el arco comenzó a pitar.

—Señorita, por favor, deposite todos los objetos metálicos que lleva en la bandeja. Y pase de nuevo —ordenó la policía a Vicky.

—Eso he hecho.

—Le repito que por favor deje todos los objetos metálicos en la bandeja —Vicky revisó los enormes bolsillos de su pantalón hippie y ahí encontró una argollita de esas que usa para hacerse sus propias joyas.

—Disculpe, tenía esto, no lo había visto —la policía no dijo nada, solo señaló de nuevo la bandeja mientras se dirigía a Vicky con una mirada de perra.

—Joder, Vicky, ya te vale —le dije yo mientras pasaba el arco, que el muy maldito volvía a pitarme a mí.

—¿Y ahora qué, Carla? —se burló Vicky.

—Señorita, por favor, deposite todos los objetos metálicos en la bandeja —volví a revisar mis bolsillos, pero yo sin embargo no encontré nada de metal, tan solo una goma para el pelo, la cual deposité porque llevaba una chapita, aunque estaba segura que eso no podía pitar.

Piiiiiiiii.

—Señorita, por favor, retírese del arco y venga conmigo —la policía comenzó a sobetearme de una manera digamos que poco profesional. Volvió a pasar un detector de mano y no encontró nada.

—Disculpe, será un error, pase... —diciendo esto, la policía volvió al arco de seguridad, agarró el walkie y dio el parte a su superior. Yo, mientras tanto, recogía mis pertenencias al otro lado del escáner.

—Señorita, por favor, abra la maleta —dijo el policía sentado al otro lado del escáner a Laura. Laura se puso roja como un tomate.

—Pero... —Laura empezó a hiperventilar y nosotras con ella porque quedaban tan solo diez minutos para que cerraran la puerta de embarque a nuestro avión.

—¡Laura, ábrela, venga, que vamos a perder el vuelo! —le gritó Elena.

—Señorita, por favor, abra la maleta —Laura abrió su maleta y en ella aparecieron toda clase de botes con pastillas y líquidos, ropa y un vibrador. Nosotras comenzamos a descojonarnos, ya que ella predicaba el celibato y la abstinencia sexual a los cuatro vientos.

—¡Mira la mosquita muerta! Jajajajajajaja.

—¡Por favor, silencio! Señorita, ¿sabía usted que no puede viajar con líquidos en cabina?

—¡La madre que te parió! —escupió Elena cada vez más cabreada.

—Disculpe, con las prisas lo he metido sin querer... —el policía cogió los botes y los tiró inmediatamente sin preguntar nada más. Laura solo quería que la tierra la tragara, su amiguito Pepe había salido a la luz y su mayor objetivo era cerrar la maleta cuanto antes.

—Señorita... —el policía tenía en ese momento los botes con pastillas en las manos... Laura es muy dada a automedicarse, pero como no le gusta que los demás sepamos que se está metiendo para el cuerpo lo lleva en botecitos blancos, de estos que usan los americanos para sus medicaciones. Sin etiquetas, ni símbolos— ¿y esto?

—Nada, es mi medicación —el policía abrió uno aleatoriamente y comprobó que se trataba de ibuprofeno... Los botecitos eran pequeños y supervisó finalmente uno por uno. Al ver que se trataba de medicación, los dejó en la desordenada maleta.

—Señorita, ya puede cerrarla.

—Muchas gracias —dijo Laura para el cuello de su camisa. Recogió como pudo su maleta y la apoyó en el suelo. Justo cuando se disponía a organizarla de nuevo milimétricamente, Elena se la cerró de golpe y se sentó encima.

—¡Vamos, lo que faltaba! Echa los seguros. Venga. Nos toca correr y mucho, que perdemos el vuelo —llegamos a nuestra puerta de embarque y estaba siendo medida la maleta de la última persona.

—Han llegado justo, señoritas. Por favor, metan de una en una las maletas por aquí —dijo una azafata muy amable, señalando una especie de jaula donde teníamos que encajar el equipaje.

—¿Y esto? Pregunté.

—Si no entran en esta estructura deberán facturarlas o comprar una maleta de las nuestras. 85 euros cada una. Son estas que tenemos aquí —todas las maletas pasaron por la jaula menos la de Laura, que Elena había forzado sentándose encima de ella, quedando un bulto en el medio de la maleta. Así que viendo lo que pasaba, Elena se volvió a sentar empujando la maleta hacia abajo de esa jaula y la maleta pasó.

—Ale, ya ve que todas entran ahí —mientras tanto, Laura se angustiaba porque la maleta si había pasado, pero ahora no podía sacarla y su maleta comenzaba a vibrar. El traqueteo en la jaula fue evidente para todos.

—Tu amiguito parece que protesta ahí dentro. Jajajajaja —le dijo Elena descojonándose. La señorita, muy amablemente, le ayudo a liberarla. Parecía que tenía mucha práctica en ese menester. Laura abrió su maleta de nuevo y pudo comprobar cómo su Pepe se movía. Lo apagó sin mediar palabra y lo escondió entre una chaquetilla que se llevaba por si con el frío de la isla se cogía algún constipado. Cerró la maleta, caminó cabizbaja, sin mirar a nadie y temblándole la mano, hacia la puerta de embarque.

—Ya pueden pasar, señoritas. Que tengan un buen viaje —nos dijo la azafata, que no quitaba la vista de la maleta de Laura.

—Joder, ahora entiendo porque Laura ha salido de estampida —dije mirando hacia la puerta del baño. Carla se limpió las lágrimas de la risa y cogió aliento.

—Espera, espera —repitió—. Pasamos todas al finger que nos conducía al avión y tras nosotras se cerró la puerta. Elena había reservado los vuelos con un extra, es decir, que no teníamos que esperar a que todo el mundo midiera su maleta, sino que éramos una especie de pasajeras VIP, lo cual nos aseguraba unos buenos asientos, ya que no eran numerados. Pero, como habíamos llegado las últimas, tan solo quedaban asientos en la cola del avión. Como todas sabemos ya después de este viaje, son los peores asientos en los que puedas viajar. El avión iba completo. Tan solo quedaban dos asientos en la última fila y dos en la penúltima, pero en el lado opuesto. Elena y Vicky se fueron a la última y Laura y yo nos sentamos en los restantes.

—Carla, por favor, no me dejes en la ventanilla —me dijo Laura con una voz entrecortada.

—Mejor, siempre me ha gustado observar lo que pasa, si se quema un motor o falla algo mejor enterarse de primera mano, ¿verdad?

—¡Calla! No enredes al diablo —dijo Laura, cogiendo con su mano el crucifijo que colgaba de su cuello, y empezó a rezar un padre nuestro.

—Eso, reza, que le estás poniendo los cuernos a tu novio con Pepe —gritó Elena vacilando a Laura desde su asiento—. Laura comenzó a hiperventilar.

“Buenos días, bienvenidos a la compañía de vuelo ChurryanAir, nuestro viaje durará aproximadamente dos horas. En nombre del comandante, en el de la tripulación y en el mío propio, les deseamos un feliz viaje. A continuación, nuestra compañera Gina Jones les informará sobre el uso del chaleco salvavidas y de las salidas de emergencia del avión. En caso de una situación de riesgo, sigan las instrucciones de nuestro personal de vuelo.”

—La azafata, Lara, que te juro que tenía una pierna ortopédica, porque no se sostenía, nos enseñó cómo atarnos y soplar al mismo tiempo en el chaleco. Elena dijo que ella, si había turbulencias, no soplaba, porque decía que iba a dar positivo en alcohol.

“Nuestras azafatas tienen a su entera disposición la lotería Rascagón, con la que un pasajero en nuestro anterior vuelo fue premiado con más de cincuenta millones de euros. También tenemos a su disposición una amplia gama de cigarrillos electrónicos de diferentes sabores y, por supuesto, nuestra exquisita carta de alimentos saludables y nuestras bebidas refrigeradas. Les recordamos que está prohibida la utilización de cualquier sistema electrónico durante el despegue y el aterrizaje. Gracias por su atención. Juegue siempre a Rascagón.”

—Y así, Lara, durante dos horas de vuelo. Que si Rascagón, que si un filetito de ternera que parecía la suela del zapato, que Laura rezando para que el avión no se estrellase en el mar por las turbulencias... mil veces le dije que eso era porque viajábamos en cola. Y la otra pesada, que no, que no, que hay una avería. Que no nos lo han dicho. Que la culpa la tiene Elena por coger los billetes tan baratos.

—Tócate los cojones, Mari Pili —dijo Elena, dando golpe con la taza de café en la mesa—. Y yo medio dormida, mira, me tocó tanto la moral que ya no pude menos que saltar.

—Anda, vete al baño con tu amigo Pepe y hazte un favor y así de paso nos lo haces a todas, porque vaya viajecito nos estás dando.

—Después de dos horas infernales en las que al fin conseguimos que Laura se callara, aterrizamos en el aeropuerto del sur de la isla de Tenerife. Muy bonito todo. Aquí las maestras no cayeron en la cuenta de que Vilaflor, que es el pueblo en el que Elena nos había reservado las habitaciones, estaba a tomar por culo del aeropuerto.

—Pero si había un símbolo de autobús en el Google Maps —interrumpió Elena.

—Sí, cariño, pero tú sabes que pasan por un barranco, ¿verdad? Y que los horarios son como son. Además, ¡qué coño! Que solo subían autobuses de jubilados allí, al hotelito con encanto de los cojones. Total, que nos tuvimos que coger un taxi en el aeropuerto para que nos acercara, pensando que estaba cinco minutos en coche. Y yo no sé si el taxista nos vio cara de palurdas o es que todos los boletos para tontos nos los habían dado a nosotras, pero nos pegó una clavada que nos dejó temblando.

—Bueno, me vas a negar también que el hotel estaba de puta madre —dijo Elena.

—Si obviamos los quinientos jubilados que subían a bailar el pasodoble y a restregarse la cebolleta con nosotras aprovechando el día del abuelo feliz, sí estaba de puta madre el hotelito. Aunque hubo quien le sacó mucho más provecho que nosotras —Carla miró hacia la puerta del baño y preguntó en general—, ¿y esta valiente?, ¿dónde está?

—Con Pepe —contestó Vicky.

—¡Qué me estás contando! ¿Qué pasa con Laura, tía? —dije, aguantándome la risa.

—Que qué te estoy contando, mira... —Carla se pinzó la nariz—, al llegar al hotel, nos recibió una recepcionista que era la viva reencarnación de Angelina Jolie pero con los ojos negros. Aquí la amiga, que ya sabes que desde el curso pasado le da igual cesta que ballesta —señala a Elena—, puso su caidita de pestañas y le dijo: “Ay, te hemos reservado unas habitaciones a nombre de Elena de la Calle Montera. Soy yo, encantada.” La recepcionista, que en ese momento estaba con sus cosas, le dijo: “señorita Montera, sus habitaciones todavía no están listas”, y siguió a lo suyo. A lo que Laura no pudo evitar añadir: “Ay, por favor, no me digas eso que vengo con ganas de vomitar desde el avión. Que en esta isla no tenéis más que curvas y barrancos. Ahora que hago yo. Estoy con una fatiga...” La recepcionista levantó la vista y dulcemente se dirigió a Laura: “Ay, mi niña, pobrecita, véngase conmigo.” Total, que Elena se quedó con un mosqueo de cojones.

—Si es que... dios da pañuelos a quien no tiene mocos —dijo Elena.

Las andanzas de Lara

Подняться наверх