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I.

LOS ORÍGENES DEL TEMPLE

EN EL AÑO 1099, LOS CRUZADOS recuperaron Jerusalén y los santos lugares de Palestina caídos en manos de los musulmanes cuatrocientos años antes y que, en fecha mucho más reciente, fueron sometidos al poder de los turcos selyúcidas, cuya invasión de Asia Menor es como una oleada y su victoria sobre las fuerzas del Imperio bizantino (batalla de Manzikert, 1071) fue para estas un verdadero desastre.

Las peregrinaciones no se interrumpieron nunca totalmente, excepto en los periodos de persecuciones particularmente crueles contra los cristianos, como fue, por ejemplo, el reinado del califa Hakim a principios del siglo XI. Esas peregrinaciones fueron fomentadas considerablemente por esta reconquista de los santos lugares, pero en condiciones precarias, pues la mayor parte de los barones cruzados, una vez cumplido su voto, regresaban a Europa. Las fuerzas que quedaban en Tierra Santa eran irrisorias y no iban a desarrollarse más que en algunas plazas fortificadas o en los castillos edificados o reconstruidos apresuradamente en los puntos neurálgicos del reino; «bandidos y ladrones infestaban los caminos, sorprendían a los peregrinos, despojaban a un gran número y masacraban a muchos» (Jacques de Vitry).

Conscientes de esta situación, algunos caballeros prolongan su voto consagrando su vida a la defensa de los peregrinos. Se agrupan alrededor de uno de ellos, Hugues, originario de Payns en Champagne, y de su compañero Geoffroy de Saint-Omer. Esta iniciativa, que nace en 1118 o más bien en 1119, reúne pronto a altos barones: entre los nueve primeros miembros se encuentra André de Montbard, tío del abad Bernardo de Claraval; Foulques d’Angers, en 1120, se unirá a ellos, y algún tiempo después, ciertamente antes de 1125, Hugues, conde de Champagne.

Estos caballeros se comprometen a defender a los peregrinos, a proteger los caminos que llevan a Jerusalén. Consagran a ello sus vidas y se comprometen mediante un voto que pronuncian ante el patriarca de Jerusalén.

El rey Balduino II los recibe en una sala de su palacio de la explanada del Templo, mientras que los canónigos de la Ciudad Santa les ceden un terreno contiguo al suyo; eso, en el primer año de su existencia, 1119-1120. Algunos años más tarde, el rey de Jerusalén, al mudarse él a la torre de David, cederá a los «Pobres Caballeros de Cristo» (es el nombre que ellos se han dado) esta primera residencia real que se identifica con el templo de Salomón y donde los musulmanes habían antes instalado la mezquita de Al-Aksa. Desde ese momento, la orden fundada será la del Temple, y sus miembros, los Templarios.

Semejante fundación no es, en su origen, más que una manifestación de ese sentido de la adaptación, el afán de responder a las necesidades del momento que parece caracterizar a las fundaciones religiosas durante todo el periodo feudal. Antes de esta, había tenido lugar, mediante una iniciativa parecida y también espontánea, la creación del Hospital de San Juan donde, en Jerusalén, se albergaba a los peregrinos enfermos o pobres. Los «Hospitalarios», tal como los «Pobres Caballeros», se comprometían por voto y, para mantener su fidelidad al abrigo de las debilidades humanas, adoptaban una regla inspirada en la de san Agustín.

La orden del Temple —que no dejará de considerar como su casa principal, la casa capitana, este Templum Salomonis que figurará en su sello— es una creación enteramente original, pues llama a caballeros seculares a poner su actividad, sus fuerzas, sus armas al servicio de quienes necesitan ser defendidos. Concilia, pues, dos ocupaciones que parecían incompatibles: la vida militar y la vida religiosa. También sienten desde el principio la necesidad de una regla precisa que guarde a sus miembros de posibles desviaciones y les permita ser reconocidos por la Iglesia en la función que ejercen.

En el otoño del año 1127, Hugues de Payns cruzaba el mar con cinco compañeros. Llega a Roma, solicita del papa Honorio II un reconocimiento oficial e interesa en su causa a san Bernardo, que reunió en Troyes un concilio para regular los detalles de su organización (13 de enero de 1128). El concilio está presidido por el legado del papa Mateo d’Albano. Reúne a los arzobispos de Sens y de Reims, los obispos de Troyes y de Auxerre, numerosos abades, entre ellos el de Cîteaux, Étienne Harding, y muy probablemente —aunque el hecho se haya puesto en duda— Bernardo de Claraval. Hugues de Payns relata su fundación, expone las costumbres que sigue con sus compañeros y pide al que se llamará san Bernardo que redacte una regla. Esta, después de discusión y con algunas modificaciones, es adoptada por el concilio. A esta primera redacción le seguirá otra, debida a Étienne de Chartres, patriarca de Jerusalén (1128-1130); es la Regla latina, cuyo texto nos ha sido conservado; una versión francesa posterior (hacia 1140), se realizará sobre este texto[1]. Como en la mayor parte de las órdenes religiosas de la época, la regla prevé varias clases de miembros: los caballeros que pertenecen a la nobleza (se sabe que entonces solo los nobles asumen la función militar) y que son los combatientes propiamente dichos; los sargentos y escuderos, que son sus auxiliares y pueden ser reclutados entre el pueblo o la burguesía; los sacerdotes y los clérigos, que aseguran el servicio religioso en la orden; y finalmente servidores, artesanos, domésticos y diversos ayudantes.

Como suele ocurrir en otras órdenes, al fundador Hugues de Payns, que murió en 1136, le sucede un organizador, Roberto de Craon. Este, comprendiendo que es indispensable consolidar las donaciones, que son ya numerosas, sobre una aprobación pontificia, solicita al papa Inocencio II la bula Omne datum optimum (29 de marzo de 1139) sobre la que se apoyarán los privilegios de la orden. El principal de estos privilegios es la exención de la jurisdicción episcopal; la orden podrá tener sus propios sacerdotes, sus capellanes que aseguren la asistencia religiosa y el culto litúrgico y no dependerán de los obispos del lugar. Este privilegio seguramente será impugnado y provocará muchas dificultades con el clero secular. Gozan también de la exención de los diezmos; solo los cistercienses y ahora los Templarios están exentos. Y se puede suponer que muchas envidias se deban a ese privilegio fiscal que favorece a sus dominios. Finalmente, tienen el derecho de construir oratorios y ser enterrados en ellos. La orden goza de una gran autonomía y también de amplios recursos, pues han afluido las donaciones. Las acusaciones de orgullo y de avaricia encontraron ahí un fundamento sólido a medida que la orden fue desarrollándose.

Pues su expansión supera todo lo que hubiesen podido prever y esperar los nueve primeros caballeros, esos «Pobres Caballeros de Cristo» que, agrupados en torno a Hugues de Payns, asumían la tarea ingrata de vigilar la ruta, por ejemplo, la que discurría entre Jaffa y Cesarea de Palestina, verdadero desfiladero entre montañas, donde comenzaron oscuramente su tarea; y donde, desde 1110, Hugues y su compañero Geoffroy habían construido una torre, la torre de Destroit, descanso de seguridad para los peregrinos. Nadie hubiese podido imaginar el despliegue y la importancia que tendrían las órdenes militares que iban a surgir al lado del Temple, y en primer lugar el carácter militar que tomaría la de los Hospitalarios, en el siglo siguiente, siguiendo la fundación de los Caballeros teutónicos; pero, sobre todo, sus prolongamientos en España donde, desde los primeros momentos, los Templarios llegan para llevar una lucha semejante a la de Tierra Santa, las órdenes de Alcántara, de Calatrava, la orden de Avís, la de Cristo —en la que sobrevivirán después de su supresión—, la de Santiago, etc. Es verdad que la gran voz de san Bernardo se había elevado a su favor y había proclamado sus méritos. El elogio que él hacía de la caballería del Temple, De laude novae militiae (escrito entre 1130 y 1136), era una llamada a los caballeros del siglo, en la que ridiculizaba «el gusto por el lujo, la sed de vanagloria, o la concupiscencia de bienes

temporales», exhortándoles a buscar una verdadera superación en la nueva milicia que suponía una pura caballería de Dios. Había exaltado con su elocuencia fogosa las profundas virtudes del nuevo combatiente, respaldadas por las exigencias de la Regla:

Ante todo, la disciplina es constante y la obediencia siempre se respeta; se va y viene por indicación de quien tiene autoridad; se viste con lo que él da; no se intenta buscar otra comida ni ropa… Llevan lealmente una vida común sobria y alegre, sin mujer ni niños; nunca se les ve perezosos, ociosos, curiosos…; entre ellos no hay acepción de personas: se honra al más valeroso, no al más noble…; detestan los dados y el ajedrez, les horroriza la caza…; se cortan los cabellos al ras…; nunca se peinan, raramente se lavan, el pelo descuidado e hirsuto; sucios de polvo, la piel tostada por el calor y la cota de mallas…

Y trazaba luego un inolvidable retrato de este tipo de caballero:

Este Caballero de Cristo es un cruzado permanente, comprometido en un noble combate: contra la carne y la sangre, contra las potencias espirituales en los cielos. Se adelanta sin miedo, en guardia este caballero a diestra y siniestra. Ha cubierto su pecho con la cota de mallas, su alma con la armadura de la fe. Provisto de estas dos defensas no teme a hombre ni demonio. Avanzad seguros, caballeros, y expulsad con corazón intrépido a los enemigos de la cruz de Cristo: de su caridad, estáis seguros, ni la muerte ni la vida podrán separaros… ¡Qué glorioso es vuestro regreso vencedor del combate! ¡Qué feliz, vuestra muerte de mártir en el combate!

Aún menos hubiesen podido prever el torrente de tesis, hipótesis y elucubraciones innumerables que se emitirían a propósito de la orden del Temple, de sus orígenes, de su funcionamiento y de sus costumbres. Para el historiador, es tal la diferencia entre las fantasías a las que se han entregado sin reserva alguna los escritores de historia de una parte, y de otra parte los documentos auténticos, los materiales ciertos, que guardan en abundancia nuestros archivos y bibliotecas, que no se podría creer si no se manifestase esta oposición de una manera tan visible, tan evidente. Pasa con los Templarios lo mismo que ha pasado, por ejemplo, con Juana de Arco, donde, al lado de una abundante literatura hagiográfica e hipótesis llamativas, totalmente gratuitas y uniformemente tontas: nacimiento bastardo, etc., los documentos se imponen con el rigor más completo. Para los Templarios, una vez más, es apenas creíble comparar en serio la literatura (no ya hagiográfica, sino claramente demencial en algunos casos) que ellos han suscitado, y de otra parte estos documentos tan sencillos, tan probatorios, tan tranquilamente irrefutables que constituyen su verdadera historia.

[1] El conjunto que constituyen los reglamentos elaborados por los Templarios ha sido publicado por Curzon. Se componen de: la Regla latina primitiva (1128); la versión francesa (hacia 1140); los añadidos o Retraits (puestos por escrito hacia 1165); en fin, los Estatutos conventuales que fijan, por ejemplo, las ceremonias (redactados hacia 1230-1240); y los Égards [modos y maneras], resúmenes de jurisprudencia que enumeran las faltas y sus distintas penas (hacia 1257-1267). Una regla se redactó en catalán después de 1267.

Los templarios

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