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ОглавлениеPrólogo
La escritura espiritual es un tópico tan antiguo y universal como la misma experiencia que es su razón de ser. Su manifestación puede rastrearse en distintas narrativas; no todas ellas transparentes, algunas requieren exégesis y otras producen círculos de iniciados. En el cristianismo, la escritura espiritual ha generado debates sobre su legitimidad para hablar de Dios. Algunos lenguajes se consideran áridos y poco estéticos para abordar la espiritualidad. Este es el caso, por ejemplo, de los Ejercicios espirituales de san Ignacio de Loyola. Roland Barthes señalaba con respecto a este clásico de la espiritualidad católica la tensión que existe entre la experiencia espiritual y su comunicación escrita. Aquella, de carácter trascendente, sería por naturaleza inalcanzable para el lenguaje y, por ello mismo, imposible de ser transmitida adecuadamente. Siguiendo esta premisa dicotómica, un santo no puede ser un buen escritor, señala Barthes. Sin embargo, el célebre semiólogo francés, por centrarse en Ignacio de Loyola y la austeridad de sus Ejercicios, dejaba de lado una larga tradición literaria católica que, desde los textos apostólicos o apologéticos, fue trazando un estilo que dejó la huella de una subjetividad trascendental; una que se abría el paso –a veces, a empellones conceptuales y con no pocos vuelos de la imaginación– para hablar, paradójicamente, de lo inefable. En efecto, desde san Agustín, pasando por Beda el Venerable hasta llegar a los sublimes textos de san Bernardo de Claravall y los Victorinos, la experiencia espiritual cristiana fue tejiendo una narrativa que, siguiendo el ejemplo de las Confesiones del obispo de Hipona, combinaba la mistagogía con la meditación dialogada, método que legó a la posteridad la marca de un género literario que recorre toda la subjetividad de Occidente y su historia. En este recorrido, los especialistas no insisten lo suficiente en el rol protagónico de la evolución de las lenguas romances en la autoconciencia engendrada en sus hablantes para considerarse competentes de transmitir la experiencia de Dios. Figuras como santa Teresa de Jesús o san Juan de la Cruz son fundamentales para entender este giro en la aceptación de la lengua romance como válida para expresar la íntima vivencia espiritual, sin complejos y con el valor agregado de una retórica que para entonces había llegado a satisfacer las expectativas del stablishment universitario. Un santo sí podía ser un buen escritor, contrariamente al estereotipo recordado por Barthes.
Los primeros jesuitas colaboraron en la legitimación de las lenguas romances, sobre todo en el género espiritual, y dejaron el latín para las grandes especulaciones filosóficas o teológicas. Más aún, en gran medida, centraron su misión en lo que en su “Fórmula” (documento fundacional) se denominaba los “ministerios de la palabra de Dios”. Lo hicieron de manera creativa a medida que iban extendiendo su presencia en Europa y en los territorios de “misión”. En otras palabras, parte del éxito de la Compañía, desde sus inicios, fue el énfasis subyacente en su carisma, del vínculo entre experiencia espiritual y comunicación.
A medida que crecía la distancia entre Roma –el centro de operaciones– y el resto de las misiones jesuitas, se hizo cada vez más necesaria la circulación de informes detallados, no solo ya de las actividades, sino también de los rasgos y el carácter de los distintos lugares en que aquellas se desplegaban. Por ello, el superior general Claudio Aquaviva, a fines del siglo xvii, diversificó el alcance de la escritura institucional jesuita. No solo los informes serían importantes, sino también las historias. Los relatos de culturas o costumbres se fueron multiplicando a la par que las vidas ejemplares. El trasfondo siempre fue la edificación, es decir, el cultivo de la mente y el espíritu para conducirlos a Dios. Desde el modelo biográfico de la vida del fundador, así como de los primeros grandes santos (Francisco Javier, Francisco de Borja, Luis Gonzaga), se fue multiplicando la escritura de hagiografías que, de manera más austera que en siglos anteriores y siguiendo los lineamientos de Urbano viii, evitaban los excesos medievales de ornamentación sobrenatural. Las vidas de jesuitas ejemplares siguieron el programa humanista animado por la ratio studiorum de 1599 en el que la pedagogía se dirigía a formar en las virtudes que, a fin de cuentas, eran el medio para acercarse a una experiencia más profunda de Dios. Desde esta óptica, el relato de las peripecias, las debilidades, los fracasos o las exigencias extremas que los protagonistas manifiestan experimentar a lo largo de su vida refuerza el empeño por un continuo “ordenamiento” de afectos o pasiones y que define el trabajo espiritual en los Ejercicios de san Ignacio. De este modo, se enaltece y justifica una vida consagrada mediante un esfuerzo coronado por la gracia de ser unida a Dios. No son, pues, las vidas ejemplares o las hagiografías jesuitas lugar de relatos abundantes en visiones o experiencias extáticas –aunque se lancen algunas pinceladas, impulsadas por el estilo literario de la época.
Con la publicación de la Vida de Juan de Alloza, el historiador René Millar Carvacho agrega un eslabón más a la larga cadena de investigaciones ligadas a la historia de la espiritualidad de la Compañía de Jesús, a la que ha dedicado en los últimos años un elogioso trabajo sobre personajes, santidad y sociedad en el Perú del siglo xvii. De esta manera, el doctor Millar nos ayuda a profundizar en el relativo misterio que aún sigue siendo para muchos peruanos el universo de las creencias religiosas y la espiritualidad del pasado colonial peruano. Como bien menciona en su estudio introductorio, la “vida” de Juan Sebastián de la Parra que presentamos, se trata de un hallazgo importante, debido a la escasez de este tipo de biografías, de las que pocas han llegado a nuestros días, sea por nunca haberse editado o porque se imprimieron en el pasado una sola vez.
No solo nos motiva el enriquecimiento de la memoria institucional jesuita en el Perú. Creemos que parte del patrimonio de toda cultura está constituido por los discursos elaborados a través de su historia. Si esos productos del pensamiento permanecen en la oscuridad, estamos conminados a tener piezas inconexas de un rompecabezas que no termina nunca de armarse, al menos, para tener una mejor idea de aquello que nos ha constituido como aquello que somos hoy en día. Al crear la Colección Jesuítica, nuestro interés fue traer al presente esas fuentes del pasado que por diversas razones no habían llegado a ser difundidas; o si lo fueron, habían sido olvidadas o requieren una mejor edición para ayudar al estudio de las mentalidades y la sociedad del Perú colonial. En lo que respecta a las Vidas de jesuitas en el Perú –género del cual el lector podrá tener ahora una mejor idea gracias al trabajo realizado por René Millar en este libro–, solo ha sido publicada una de ellas, la de Juan de Alloza [de la autoría de Hernando (o Jacinto) Garavito de León, 1591-1679] gracias a la dedicación del historiador español Alexander Coello de la Rosa. Las demás, de los PP. Antonio Ruiz de Montoya (por Francisco Jarque), Francisco del Castillo (por Joseph Buendia) y de Alonso de Messia (por Juan José de Salazar) solo fueron publicadas en los siglos xvii o xviii. El lector puede acceder a ellas en repositorios digitales de acceso público. Sin embargo, se hace necesaria una edición crítica de estos textos como la que se presenta en esta nueva entrega de la Colección Jesuítica.
Con la publicación de esta inédita biografía de un ilustre jesuita de entresiglos xvi-xvii, profundizamos en las complejidades de la mente religiosa en un contexto colonial. Gracias a la guía introductora realizada por René Millar, los lectores podrán entender las contradicciones que parecen existir entre lo que la biografía dice del personaje y lo que otras documentaciones proclaman. La santidad se revela así más ardua de entender para el ojo posmoderno. La biografía pretende mostrar un modelo de virtud en el que todos los matices de imperfección están casi completamente borrados. Ello se explica si recordamos aquel primer instrumento institucional elaborado por Juan de Polanco, llamado Formula Scribendi (1547) que establecía que el fin de toda comunicación hecha por los hijos de Ignacio fuese la edificación. Pese a que ese instrumento fue pensado fundamentalmente para normar la redacción de cartas, dicho espíritu permaneció como principio rector de la escritura jesuita, más aún en aquellas que tenían una intención netamente espiritual.
La hagiografía de un jesuita constituye así un prisma excepcional que ilumina los claroscuros de otros escritos o relatos institucionales, mediante la proyección idealizada de una organización o un gobierno, así como de una propuesta espiritual que expresa, quizá, la fuerza de un deseo antes que una realidad. Al describir estas vidas perfectas, exigentes –que rozan aquel pelagianismo del que sus enemigos casi de manera caricaturesca acusaban a la Compañía–, los jesuitas hacían publicidad de un estilo espiritual que colocaba el acento en la difícil tensión de consagrarse a Dios en medio de una intensa actividad que parecía incompatible, a los ojos de los contemporáneos, con la idea imperante, por entonces, de lo que era la vida religiosa.
René Millar nos entrega un excelente ejercicio de interpretación que arroja luces para la historia de la Compañía de Jesús en el Perú. Su lectura nos ayuda a redescubrir, más allá de las contradicciones o las interrogantes que salen a la superficie, debido a la gran distancia temporal –y, por ende, cultural, la narrativa de una institución que busca posicionarse en un contexto colonial, donde hispanos y criollos pugnan por un protagonismo no solo social, sino espiritual. Aún poco se ha explorado sobre el lugar del discurso espiritual en la sociedad colonial del Perú. La oración que se describe en la práctica del Padre Juan Sebastián seguiría en línea directa la tradición contemplativa de su maestro Juan de Avila, cuya oración recogida pasaría hacia otros jesuitas, quizás a Antonio Ruiz de Montoya, maestro en oración de Francisco Del Castillo, a su vez, iniciador en la misma oración, de Alonso de Messia, todos ellos vinculados por la misma impronta espiritual. ¿Cuáles son los vínculos entre el modo de contemplación traído por algunos jesuitas españoles y que arraigó en territorio de misión mientras que en Europa estaba bajo la mira de autoridades más suspicaces? ¿De qué manera la oración continua, de la presencia de Dios y sus derivaciones, mostradas en estas hagiografías, buscan una permanencia o un cambio respecto de las corrientes europeas? ¿Estas dan cuenta de una posición particular de la Compañía o son ensayos que forman parte de una diversidad de técnicas que, de pronto, luego de la expulsión y ante el arribo de las corrientes modernistas, quedarían olvidadas hasta hoy?
Como afirma Paul Ricoeur en Tiempo y relato, no hay narratividad neutra ni lector que vuelto un agente o un iniciador de una acción no tome una posición ética vehiculada por la lectura. Podemos aplicar esta aseveración al campo de la espiritualidad. Estamos seguros de que este nuevo volumen de la Colección Jesuítica ayudará a dilucidar nuestra posición ante la condición espiritual humana en un contexto histórico y cultural determinado. Gracias a esfuerzos intelectuales serios e inquisitivos como el de René Millar, iremos superando prejuicios y pasiones ideológicas de antaño para quizás así aggiornar la lectura de textos del pasado y lograr que ellos operen el anhelado fin de san Ignacio para toda comunicación: consolar y edificar nuestra alma.
Estudio preliminar