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1 Financiarización, desarrollo inmobiliario y transformaciones urbanas

Los promotores inmobiliarios estaban por todas partes. Sus coches y camiones rugían por todo el pueblo y más allá, en dirección al campo… Todos invertían en el negocio inmobiliario y cualquiera se consideraba un promotor… Y no parecía haber más que una sola regla, una ley preponderante e infalible: comprar, siempre comprar, pagar cualquier precio que se pidiera y vender de nuevo a los dos días al precio que uno decidiera fijar (Thomas Wolfe: Especulación, 1938).

Cualquier observador medianamente atento a la realidad actual de muchas de nuestras ciudades, con una cierta sensibilidad hacia los problemas sociales y empatía hacia quienes los padecen, puede constatar la proliferación de situaciones que cabe calificar como de urgencia social y que, en ocasiones, atentan contra los más elementales derechos de ciudadanía, sirviendo como detonante para diversas formas de movilización social. En una rápida y muy incompleta mirada atrás para recordar algunas noticias que en los meses previos al inicio de la redacción de este libro ocuparon un lugar destacado en los medios de comunicación, los ejemplos se multiplican como parte de una nueva normalidad que parece consolidarse con el paso del tiempo.

Así, por ejemplo, el 12 de mayo de 2018 se planteó de forma coordinada en muchas grandes ciudades españolas una jornada reivindicativa que, bajo el lema «La ciudad no se vende», denunciaba su creciente mercantilización y, como resultado de ello, la dificultad de acceso a la vivienda para un elevado número de ciudadanos. Apenas diez días después, diversos colectivos sociales y asociaciones convocaban en Madrid una concentración bajo el lema «Rodea el Palace», para rechazar la reunión que se celebraba en ese lujoso hotel de la capital –organizada por el Global Real Estate Institute o Club GRI– entre representantes de fondos de inversión –los popularmente conocidos como fondos buitre–, inversores privados internacionales y promotores inmobiliarios, para debatir sobre las expectativas y oportunidades que hoy vuelve a ofrecer el negocio de la ciudad, abordando algunos grandes proyectos de futuro.

Del mismo modo, las periódicas manifestaciones convocadas por la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) en defensa del derecho a una vivienda digna, la derogación de la Ley de Arrendamientos Urbanos de 2013, o contra la venta de viviendas sociales a fondos de inversión, han recordado cada cierto tiempo los costes de unos modelos urbanos fuertemente segmentados, con la consiguiente profundización de la vulnerabilidad residencial y de diversas formas de desigualdad. Por último, las acciones para frenar desahucios de personas en riesgo de exclusión motivados por el impago de una hipoteca o, cada vez más, por no poder hacer frente a la acelerada subida de los alquileres, forman ya parte demasiado habitual de la vida cotidiana de las ciudades en la última década, en especial de determinados barrios. Baste como botón de muestra la noticia aparecida en la edición para Madrid del diario El País correspondiente al 22 de febrero de 2019 en la que, bajo el título «La ciudad de las desapariciones», se informaba sobre el lanzamiento de su vivienda de una familia en la calle Argumosa número 11, pese a la prolongada resistencia de vecinos y activistas. Se destacaba, a continuación, que esta expulsión se sumaba a los más de 11.500 vecinos desahuciados desde 2010 de un centro urbano madrileño que se vacía –de forma silenciosa pero constante– de parte de sus antiguos residentes, como reflejo de un acusado proceso de gentrificación y sustitución social, común por otro lado a muchas más ciudades.

Como contrapunto a estos procesos de desposesión, que se hicieron más patentes tras el estallido de la crisis pero que siguen presentes desde entonces, las noticias sobre la reactivación de un sector de la construcción casi paralizado durante más de un lustro, el paralelo aumento en la venta de viviendas y la concesión de hipotecas, la creciente inversión inmobiliaria con la presencia de grandes fondos como Blackstone o Lone Star, que adquieren miles de viviendas propiedad de bancos, o el repunte de los precios –tanto en la venta como en el alquiler– están cada vez más presentes desde 2014 y parecen apuntar la amenaza de una nueva burbuja especulativa, aunque las cifras sigan aún alejadas de las registradas en los primeros años de este siglo. Todos estos indicadores de que hemos entrado en una nueva etapa de perfiles aún brumosos muestran una distribución territorial marcadamente desigual y selectiva, que repite un especial protagonismo de las franjas litorales de especialización turística y las grandes aglomeraciones urbanas, en particular de sus áreas centrales.

¿Qué pueden tener en común acontecimientos tan diversos, dispersos y contradictorios, pero, al mismo tiempo, tan visibles en la geografía urbana actual? En una simple aproximación inicial exenta de matices, pueden señalarse al menos dos claves que permiten entenderlos como parte de una tendencia estructural característica de este periodo de transición poscrisis, que podrá consolidarse en el futuro próximo, o bien revertirse a partir de una respuesta social y política consciente, destinada a ponerle freno.

Por una parte, todos estos fenómenos son manifestaciones de la progresiva conversión del espacio urbanizado en una mercancía sometida a criterios de mercado en su producción y su gestión, lo que se traduce en el desigual acceso de sus ciudadanos a las viviendas, equipamientos y servicios que condicionan su calidad de vida, así como en una acusada concentración de la actividad en aquellos lugares con mejores condiciones de rentabilidad, excluyendo al resto. Por otra, las entidades financieras son las proveedoras del capital que sirve como combustible para alimentar la máquina del crecimiento urbano y han conseguido difundir su lógica de funcionamiento al proceso de construcción de la ciudad. Ello las convierte en ejecutoras de buena parte de los procesos de desposesión a los que se enfrentan quienes se ven atrapados en una telaraña de deuda y excluidos de los beneficios de la ciudad mercancía, pero también en principales impulsoras del nuevo despertar que registra el negocio inmobiliario en estos últimos años.

Estas son las razones que aconsejaron abordar una exploración sobre el significado de las finanzas y las estrategias de los actores financieros en los procesos de desarrollo inmobiliario y transformación urbana, que no se limitase –como ocurre a menudo– a constatar su importancia y aportar algunos datos básicos que lo corroboran, sino que convirtiera esta relación en el objetivo central de la investigación. Sin entrar ahora en mayores precisiones sobre la geografía de las finanzas, que ya fueron objeto de un texto reciente de carácter generalista y ámbito global (Méndez, 2018), el presente capítulo abordará de forma sintética tres cuestiones consideradas necesarias para dar pleno sentido al análisis del caso español. En primer lugar, se hará una rápida excursión para definir el concepto de financiarización y su protagonismo en la actual fase de evolución del capitalismo, así como delimitar sus principales características; a continuación se aproximará el foco de atención para interpretar las relaciones entre finanzas y desarrollo inmobiliario, así como sus diversas manifestaciones; por último, se concretará su traducción material en algunos de los cambios registrados en las últimas décadas, tanto en la estructura como en el paisaje de nuestras ciudades.

1.1. Una economía global dominada por las finanzas

Las últimas cuatro décadas han conocido un proceso de expansión financiera sin precedentes, con un poder y una capacidad de influencia crecientes de este sector sobre las restantes actividades económicas, la vida cotidiana de los ciudadanos, la acción de sus gobiernos o los procesos de transformación del territorio. Para despertar a quienes desde los estudios territoriales no habíamos prestado excesiva atención hasta ese momento al mundo de las finanzas, la crisis global que estalló en 2008, profundamente enraizada en los excesos cometidos dentro de ese ámbito, hizo obligatorio un cambio de perspectiva.

Se hizo así patente que en estas últimas décadas se ha reavivado una creencia que aparece de forma periódica, según la cual el dinero puede producirse como resultado de la actividad realizada por bancos, inversores institucionales (aseguradoras, fondos de pensiones, diversos tipos de fondos de inversión, fondos soberanos…) y operadores que actúan en los mercados financieros, al margen de la producción y distribución de bienes materiales o servicios, donde obtienen una rentabilidad muy superior a la alcanzada en la economía real (Lapavitsas, 2016). De este modo, tanto el capital y los actores financieros, como la lógica de funcionamiento de las finanzas, han adquirido una posición hegemónica en el capitalismo contemporáneo que no debe ser ignorada al interpretar las dinámicas económicas, sociolaborales y espaciales más significativas de nuestro tiempo.

Pero, al mismo tiempo, este periodo histórico ha registrado también un elevado número de catástrofes financieras que padecieron países muy diversos, desde Japón, Corea del Sur, Malasia o Indonesia, a México, Brasil, Argentina, Rusia e, incluso, Estados Unidos al estallar la burbuja de las empresas tecnológicas. La culminación, por el momento, de esas crisis localizadas fue la ya mencionada Gran Recesión, de carácter sistémico, algunos de cuyos efectos aún resultan muy visibles en nuestro entorno.

La creciente conciencia de esa importancia ha multiplicado en la bibliografía reciente las referencias a un «régimen de acumulación de dominante financiera o financiarizado» (Chesnais, 1997 y 2003), una «globalización financiera» (Palazuelos, 1998) o un «capitalismo financiarizado» (Lapavitsas, 2009). Se han puesto también en circulación algunas metáforas o imágenes verbalizadas que aluden a la consolidación de un planeta financiero (Carroué, 2015), o una telaraña financiera (Méndez, 2018) que envuelve y atrapa en su red, con diferente intensidad, a todo tipo de sociedades y territorios. El concepto que mejor engloba y resume estas múltiples aproximaciones es el de financiarización (Epstein, 2005; Pike y Pollard, 2010; Hall, 2011; Christopherson, Martin y Pollard, 2013…), que merece una breve caracterización inicial que sirva como contexto donde situar los procesos que aquí interesan.

Entre las diversas definiciones existentes (Van der Zwan, 2014), aquí se opta por considerarla un modo de acumulación de capital que otorga especial protagonismo a un sistema financiero cuya función principal ya no es tan solo la provisión de capital para apoyar la economía productiva, sino sobre todo la generación de dinero ficticio (Durand, 2018) mediante la concesión de grandes volúmenes de crédito a empresas o particulares con un elevado apalancamiento o escaso soporte de recursos propios, junto al intercambio acelerado de diferentes tipos de activos (acciones, bonos, títulos de deuda, derivados…) en los mercados financieros. Supone, por tanto, el paso «de una dinámica económica estructurada en torno al sector industrial hacia otra en que ese papel pasó a ser cumplido por el sector financiero» (De Mattos, 2016: 32), aquejado de una creciente hipertrofia.

Respecto al significado de este proceso en la evolución del sistema capitalista, autores como Marazzi (2009) lo consideran una tendencia inherente al capitalismo maduro, en el que se hace patente su tendencia estructural a la sobreproducción –por la incapacidad del consumo para absorber un volumen de producción creciente, impulsado por la competencia entre empresas y entre territorios– y la sobreacumulación de un capital que no obtiene rentabilidades suficientes, lo que tiende a reaparecer de forma cíclica. Tal como afirma Brenner (2009: 413), «paradójicamente, se puede apreciar una correlación muy estrecha entre las sucesivas victorias del capital y el deterioro progresivo del rendimiento de las economías capitalistas avanzadas, ciclo tras ciclo, desde la década de 1960». Esas menores plusvalías en la economía real propiciarían el desvío de una parte creciente de las inversiones hacia la esfera financiera en busca de una mayor tasa de beneficio. En resumen, los periodos de expansión financiera pueden entenderse como intentos de superar de forma temporal cierto malestar en el ámbito de la acumulación de capital, si bien conllevan una y otra vez la aparición de burbujas especulativas y endeudamiento, con un aumento del riesgo y la consiguiente fragilidad del sistema.

La financiarización que ha caracterizado estas últimas décadas tuvo su origen en la crisis del régimen de acumulación fordista que se desencadenó en los años setenta del pasado siglo. Desde entonces, su espectacular desarrollo y la capacidad invasiva mostrada por las finanzas se han sustentado en tres tipos de factores de impulso que han tenido un efecto acumulativo, retroalimentándose.

El primero de ellos fue la progresiva imposición de una racionalidad neoliberal (Laval y Dardot, 2013) que promovió y facilitó una creciente desregulación de la actividad financiera, los tipos de interés o los flujos de capital transfronterizos. También la práctica desaparición de la banca pública, así como una progresiva autonomía de los bancos centrales y otros organismos reguladores, que aplicaron controles más laxos a los diferentes actores financieros y permitieron la expansión de las finanzas offshore, al margen de cualquier fiscalización pública. La eliminación de todo tipo de barreras legales a la circulación del capital trajo consigo su hipermovilidad, convertida en uno de los rasgos característicos de la economía actual.

A esto se sumó el impacto causado por la revolución de las tecnologías de la información y la comunicación, junto a las redes digitales de alta capacidad, que densificó como nunca antes la interconexión entre los diferentes operadores financieros, lo que generó un flujo de capital y de información prácticamente continuo e independiente de la distancia física entre emisores y receptores. En esta nueva era de la información y de la sociedad red (Castells, 1997) aumentó de forma exponencial la capacidad de procesamiento y transmisión de datos, así como también la velocidad de desplazamiento de esos flujos, automatizándose una proporción cada vez mayor de los procesos de compraventa. Más allá del puro intercambio de activos financieros, los procesos de inversión y, al tiempo, desinversión en territorios concretos se vieron así facilitados, con el consiguiente incremento de la competencia, la inestabilidad y el riesgo para muchos de ellos.

Por último, la paralela mundialización de los mercados financieros no solo amplió la dimensión y la escala de estos procesos, o los volúmenes de capital que se movilizan, sino que contribuyó a disociar por completo los lugares donde se genera el ahorro y se acumula el capital de aquellos donde se gestiona y donde finalmente se invierte (Theurillat y Crevoisier, 2011). Este funcionamiento sistémico de las finanzas mundiales, que interrelaciona, jerarquiza y especializa los diferentes territorios, provocó también otra consecuencia muy relevante para la temática central de esta obra. Corresponde a la cada vez mayor presencia –tanto en el caso español como en muchos otros– de inversores transnacionales –individuales y, sobre todo, colectivos– que desplazan su capital de unos sectores a otros y entre países, regiones o ciudades según las expectativas de beneficio, a partir de criterios de rentabilidad dominados a menudo por el corto plazo.

1.2. Principales características y componentes del proceso de financiarización

Coexisten, sin duda, en el mundo múltiples modelos de financiarización, con intensidades y rasgos heterogéneos en función de la historia y el marco institucional (valores, normas legales, convenciones, organizaciones…) propios de cada país. Pero ello no impide que la consolidación de un capitalismo financiarizado haya definido todo un conjunto de características bastante comunes y precisas, entre las que pueden recordarse ahora algunas de especial interés para nuestros objetivos, antes de dirigir la mirada hacia la creciente influencia de las finanzas en el desarrollo inmobiliario contemporáneo que, entre todas ellas, es la que aquí interesa destacar. La figura 1.1 resume de forma esquemática ese conjunto de rasgos asimilables a este periodo.

FIGURA 1.1

Principales características del proceso de financiarización


Fuente: elaboración propia.

Concentración y crecimiento de las entidades bancarias

Pese a su secular importancia a lo largo de la historia económica, las entidades bancarias y de crédito nunca alcanzaron la dimensión y la influencia con las que cuentan en la actualidad. Esta última se basa, ante todo, en su capacidad para generar dinero a partir de operaciones de crédito que cuentan con una cobertura de recursos propios limitada –o, en otros términos, se basan en un alto nivel de apalancamiento– y provocan un notable endeudamiento privado que, a menudo, se acompaña por la compra de deuda pública emitida por los Estados para financiarse, convirtiéndose así en sus acreedores. A esto se añade en numerosas sociedades un imparable proceso de bancarización, que alude a su creciente peso específico dentro de la economía, así como a un grado de utilización cada vez mayor de sus productos y servicios por parte de la población.

Para reforzar esta presencia, en el último siglo ha tenido lugar una profunda reestructuración de los sistemas bancarios, con sucesivos procesos de concentración realizados mediante fusiones o absorciones de unas entidades por otras, que suelen intensificarse en los periodos de crisis. De ahí ha emergido un grupo relativamente restringido de grandes bancos que constituyen un verdadero oligopolio mundial (Morin, 2015), cuyo potencial económico es comparable, en ocasiones, al de los Estados donde radica su sede. Baste señalar como ejemplo que el valor conjunto de los activos propiedad del Santander y el BBVA duplicó ampliamente el PIB español en 2018.

Hace ya una década, el Consejo de Estabilidad Financiera creado en la cumbre del G-20 celebrada en Londres en abril de 2009 calificó a una serie de bancos internacionales como de riesgo sistémico, al resultar demasiado grandes para caer por su previsible impacto negativo sobre el sistema financiero global, justificando así la necesidad de su rescate con dinero público en caso de quiebra. Pero, además, la gran banca participa de forma muy activa en los mercados financieros –en forma directa o a través de otros operadores– así como en el capital de muchas empresas, lo que, unido al creciente volumen de crédito concedido a familias y empresas, explica un protagonismo a veces ignorado en la geografía económica de nuestro tiempo y también, sin duda, en los recientes procesos de urbanización de nuestras sociedades.

Creciente poder de los inversores institucionales

Si esto ha ocurrido con la banca, en términos proporcionales aún ha sido mayor la expansión de los llamados inversores institucionales, que incluyen desde compañías de seguros y fondos de pensiones a diferentes tipos de fondos de inversión (de cobertura, de capital privado, de capital riesgo, soberanos…). Se trata de entidades dedicadas a la gestión colectiva de fondos, que actúan como intermediarios canalizando el dinero procedente de particulares –desde grandes fortunas a pequeños inversores–, bancos o sociedades hacia los circuitos financieros globales o, cada vez en mayor medida, hacia la compra de suelo, inmuebles, empresas, etc., lo que explica su penetración creciente en la economía de numerosos territorios.

También aquí los procesos de concentración han sido la norma, dando origen a organizaciones que captan y movilizan anualmente ingentes recursos, lo que otorga a sus gestores un enorme poder negociador que se ve incrementado al ser hoy accionistas destacados o propietarios de un número cada vez mayor de empresas que operan en múltiples sectores. Dentro de la acusada primacía que siguen manteniendo los fondos estadounidenses, puede destacarse que BlackRock –el mayor de todos– cuenta con unos activos totales que cuadruplican con creces el PIB español, llegando a hacerlo por diez al sumarse Vanguard Group y State Street Global Advisors, también radicados en Nueva York, que le siguen en importancia.

Densificación de flujos de capital transfronterizos

Nada interrelaciona hoy más a las diferentes regiones del planeta que esa máquina mundial de hacer dinero (Martin y Schuman, 1998: 65), formada por unas densas redes en las que capital e información circulan a gran velocidad, sin que las fronteras estatales y la existencia de diferentes legislaciones supongan ya apenas ningún obstáculo, lo que ha permitido afirmar que «el dinero actúa como la aguja que teje el proceso de globalización capitalista bajo el régimen de acumulación financiera» (Murray y Blázquez, 2009: 75). El ritmo al que crecieron este tipo de intercambios en las últimas décadas –con el breve paréntesis que supuso la paralización del sistema en 2008– supera con creces el registrado por la producción, el consumo o el comercio internacional de bienes y servicios.

Pese a tratarse de recursos intangibles, que se movilizan en su mayor parte por medios electrónicos e incluso de forma automatizada, estos flujos de capital siguen rutas bien definidas y bastante selectivas, dirigiéndose hacia territorios que ofrecen seguridad y/o altas rentabilidades, de los que también emigran con rapidez cuando esas condiciones se deterioran, siempre a la caza de mayores tasas de beneficio para los propietarios del capital y elevados salarios y primas para sus gestores. Cuando buena parte de estos flujos no superaban las fronteras estatales, eran bastantes las ciudades donde se encontraban quienes tomaban las decisiones estratégicas; por el contrario, en el actual contexto de flujos mayoritariamente globalizados, la gestión del capital se concentra ahora en un número bastante reducido de centros financieros internacionales altamente jerarquizados (Bassens y Van Meeteren, 2015). Esta aparente paradoja confirma las elevadas externalidades positivas que para muchos actores financieros aún se asocian con la proximidad espacial, así como con la presencia de trabajadores y servicios altamente especializados residentes en esas grandes ciudades mundiales (Taylor, 2004).

Expansión de la banca en la sombra y las finanzas offshore

Al tiempo que crecían la dimensión del sistema financiero y el poder de sus principales actores, se extendían con una rapidez aún mayor toda una serie de actividades realizadas al margen de cualquier tipo de controles o sometidas a reglamentaciones especialmente laxas, a las que suele identificarse como banca en la sombra (shadow banking). Se trata de un conjunto de actividades dominado por una elevada opacidad, lo que dificulta medir su verdadera dimensión, pero suele aceptarse como hecho constatado que en estos circuitos se moviliza ya un volumen de capital superior al que maneja la banca convencional (McMillan, 2018).

A esto se añade la proliferación de paraísos o refugios fiscales, un grupo de Estados soberanos o territorios dependientes, sobre todo, de la corona británica. En ellos, gracias a la confidencialidad que ofrecen al dinero oscuro y la seguridad legal para sus propietarios –afianzada por el cúmulo de grandes bufetes de abogados y firmas auditoras que trabajan en ello–, se posibilita la evasión fiscal de quienes eluden sus obligaciones tributarias mediante la creación de fideicomisos (trusts), pero también la elusión fiscal de personas o empresas que trasladan por medios hoy legales buena parte de sus beneficios a estos territorios de baja o nula fiscalidad (Shaxson, 2014). El hecho de que la práctica totalidad de grandes bancos y fondos, junto a una elevada proporción de firmas transnacionales, cuenten en ellos con sociedades filiales para optimizar sus resultados convierte en estratégico para el funcionamiento actual del sistema capitalista este mundo offshore, que tiene en el movimiento constante, la relocalización y la ocultación sus principales señas de identidad (Urry, 2017).

Burbujas de crédito y endeudamiento masivo

Las finanzas influyen y transforman el conjunto de las actividades económicas mediante la concesión de crédito, una función de larga tradición pero que ha alcanzado dimensiones espectaculares en tiempos recientes. Ello conlleva que una parte importante del crecimiento económico y la inversión en los territorios se fundamente en un enorme volumen de capital ficticio, sometido a una regulación que el neoliberalismo redujo de forma progresiva. Esto acaba provocando un efecto riqueza, con aumento del consumo y de los precios, que conduce a la formación de burbujas especulativas, por lo que puede considerarse, a la vez, como «acelerador del desarrollo capitalista y provocador de crisis» (Durand, 2018: 54).

En este contexto, también se ha reforzado en estos años la financiarización de las economías domésticas, en una tendencia que Lapavitsas (2016) califica como de expropiación financiera, en la que una parte creciente de la renta de los hogares entra en los circuitos financieros y es fuente sustancial de beneficios para bancos y otras entidades que operan en el sector. El aumento del crédito hipotecario concedido para la adquisición de viviendas o del crédito al consumo, en un contexto general de salarios reales estancados, elevó los niveles de endeudamiento privado hasta tasas muy superiores a las del pasado en relación con el PIB. Al mismo tiempo, la frecuente titulización de estas deudas, que se fragmentan, se empaquetan y se transforman en bonos o títulos que luego se venden en los mercados financieros para aumentar la liquidez de los bancos, contando con la garantía de los inmuebles y la frecuente valoración positiva de las agencias de calificación, difundió el riesgo asociado al posible impago de esos créditos entre un gran número de operadores hasta hacerlo sistémico.

Control financiero de empresas y gobernanza corporativa

Una de las principales manifestaciones de la penetración del capital financiero en el conjunto de las economías corresponde a su control sobre un volumen cada vez mayor de empresas de otros sectores, bien participando como accionistas destacados en sus consejos de administración y en sus decisiones estratégicas, bien adquiriendo la empresa en su totalidad para reorganizarla según sus propios criterios. Desde esa posición de fuerza, los fondos de inversión o los bancos imponen sus objetivos y transforman las estrategias empresariales, que se acomodan a lo que Marazzi (2009) calificó como un capitalismo gerencial financiero.

Se ha difundido así un nuevo paradigma de gestión, identificado a menudo como gobernanza corporativa (corporate governance), que centra el funcionamiento de las empresas en generar valor para el accionista –o el inversor– y obtener altos rendimientos para el capital en el corto plazo, lo que se refleja en destinar buena parte de los beneficios anuales a repartir dividendos –en detrimento de la reinversión y la mejora a medio o largo plazo de su capacidad competitiva–, al tiempo que también se busca el aumento en la cotización de las acciones de la empresa. Esto suele traducirse en una frecuente reestructuración empresarial que incluye, según los casos, la externalización hacia empresas subcontratadas o la deslocalización hacia territorios de menores costes y controles de aquellas unidades de negocio consideradas insuficientemente rentables, la reducción de empleos propios, la redistribución de funciones entre sus diferentes centros de trabajo, etc.

Al mismo tiempo, estos actores financieros, que solo son visibles en bastantes casos cuando se explora la identidad de los principales accionistas, suelen repartir su capital entre múltiples empresas para diversificar su cartera y reducir los riesgos, invirtiendo con un horizonte temporal breve, pues es frecuente que al cabo de unos años desinviertan si pueden obtener plusvalías con esa venta y buscar nuevos destinos de mayor rentabilidad para su dinero. De este modo, la evolución de los diferentes establecimientos empresariales y de sus trabajadores depende en exclusiva de criterios contables, a menudo estandarizados, ajenos por completo a los lugares donde se localizan y a sus habitantes, lo que permite hablar de la expansión de un capitalismo irresponsable (Méndez, 2018), con un anclaje territorial y unas responsabilidades sociales o ambientales decrecientes.

Presión competitiva de los mercados financieros y precarización laboral

La libre circulación del capital sin apenas restricciones, junto a la posibilidad de invertir o desinvertir con cierta rapidez, sin que los gobiernos ni los trabajadores de esos territorios tengan apenas capacidad de negociación, ha acentuado la competencia entre Estados. Se plantea así una especie de subasta para reducir su presión fiscal –en los impuestos sobre la renta, el patrimonio o de sociedades– y abaratar diferentes tipos de costes con el objetivo de atraer inversores y frenar posibles deslocalizaciones, dejando en un segundo plano los elevados costes sociales y ambientales que suelen derivarse. La permisividad con la existencia de paraísos fiscales agrava la situación y contribuye a esta amenaza a la que hoy se enfrentan los estados de bienestar allí donde se construyeron en el siglo pasado.

Esa presión externa tiene también una incidencia directa sobre los mercados laborales, al menos de dos maneras que se refuerzan mutuamente (Alonso y Fernández Rodríguez, 2012). Por un lado, favorece una devaluación salarial para reducir ese tipo de costes laborales directos a las empresas, en una vana e injusta pretensión de competir a la baja con territorios de mano de obra barata y escasa capacidad reivindicativa. Por otro, el lobby financiero y de las grandes empresas también suele apoyar reformas laborales destinadas a precarizar el empleo y favorecer una negociación asimétrica entre empresas y sindicatos bajo el eufemismo de la flexibilidad, lo que erosiona las conquistas logradas por los trabajadores en el periodo fordista y contribuye a la actual intensificación de las desigualdades sociales.

Especulación, riesgo sistémico y crisis

La fragilidad asociada a la lógica especulativa que predomina en los periodos de hegemonía financiera favorece la formación de burbujas de precios, con una sobrevaloración excesiva y acelerada de determinados activos, desde monedas a recursos naturales, acciones de determinadas empresas, suelo o inmuebles, entre otros. Esta tendencia puede considerarse estructural y tiene casi siempre un final trágico, tal como atestiguan las numerosas crisis con origen en las finanzas que se han repetido de forma insistente desde hace siglos (Reinhardt y Rogoff, 2011) y, en especial, durante las últimas décadas, provocando así el periódico retorno a una economía de la depresión (Krugman, 2009). La única novedad significativa de nuestro tiempo es su carácter global, la dimensión alcanzada y su acelerado contagio en una economía tan interconectada, de lo que fue buena muestra la Gran Recesión que comenzó a dar síntomas en 2007 para estallar de forma violenta al año siguiente.

Más allá de los intensos procesos de reestructuración económica y desposesión social que son inherentes a estos momentos de ruptura en la evolución del sistema capitalista, debe también destacarse la desigual vulnerabilidad ante tales impactos mostrada por los diferentes territorios y que se hace visible en múltiples escalas. La menor resistencia de algunos de ellos puede asociarse con el elevado grado de exposición al riesgo que conlleva una intensa financiarización, así como con la fortaleza o debilidad de la estructura económica, social e institucional heredada, junto a su específica dotación de recursos tangibles e intangibles (Méndez, Abad y Echaves, 2015). De cada crisis surgen, por tanto, nuevos mapas que son coherentes con el proceso de transformación que estas inauguran, poniendo así en evidencia que todo territorio es una construcción social sometida, por tanto, a sus cambios y contradicciones.

Todo este conjunto de procesos que acaban de enumerarse de forma breve resulta visible en nuestro entorno y condiciona, en mayor o menor medida, nuestro presente y también nuestro futuro próximo, tanto en los ámbitos económico y sociolaboral, como político o territorial. En coherencia con lo ocurrido en todo el entorno europeo, la economía española ha transitado, desde hace ya varias décadas, hacia una creciente financiarización, reflejada en estos y otros indicadores (Massó y Pérez Yruela, 2017). Pero, entre todos ellos, destaca de manera especial la creciente atracción mostrada por el capital financiero hacia el negocio inmobiliario, una tendencia común a bastantes países pero que aquí ha contado con uno de sus alumnos más aventajados.

La enorme burbuja crediticia derivada de la expansión descontrolada del negocio hipotecario puesto en marcha por bancos, cajas de ahorros y, en mucha menor medida, cooperativas de crédito hasta su pinchazo en 2007, junto a las fuertes inyecciones de capital aportadas por fondos de inversión y otras entidades financieras en los últimos años, serán abordados con detenimiento en próximos capítulos. Pero más allá de que esa estrecha vinculación financiero-inmobiliaria resulte una seña de identidad específica del capitalismo hispano en el último medio siglo (López y Rodríguez, 2010), se trata de una tendencia que se repite ahora en otros muchos lugares, por lo que exige plantear una reflexión de carácter teórico que dé sentido al análisis posterior.

1.3. Crecimiento urbano y desarrollo inmobiliario: una explicación convencional

Asistimos desde hace décadas a un crecimiento urbano acelerado en buena parte del mundo, que ya fue destacado por Lefebvre hace casi medio siglo al hablar de una revolución urbana en la que «el tejido urbano prolifera, se extiende, consumiendo los residuos de vida agraria» (Lefebvre, 1970: 10), pero que va más allá de la simple expansión de una forma de poblamiento para incluir la hegemonía cada vez más patente de la economía, la cultura y la forma de vida urbana, que se difunde con rapidez afianzando el dominio de la ciudad sobre el campo. Este proceso conjunto de crecimiento externo y transformaciones internas permite hablar de una tendencia a la urbanización planetaria (Brenner, 2013), en paralelo a una metamorfosis urbana (De Mattos, 2016), como rasgos constitutivos de la evolución contemporánea de nuestras sociedades, cuyo mejor exponente son las grandes aglomeraciones metropolitanas.

El movimiento urbanizador es indisociable de una expansión sin precedentes de la actividad inmobiliaria y del clúster vinculado a ella, que incluye desde empresas promotoras y de construcción, agencias inmobiliarias, servicios jurídicos y aseguradoras, hasta un amplio conjunto de industrias auxiliares (cemento y otros materiales de construcción, estructuras metálicas y cerrajería, cerámica y vidrio, maquinaria especializada, mobiliario y fabricación de puertas, material eléctrico, etc.). Sin remontarnos a periodos anteriores, el crecimiento de ese clúster inició una fase de aceleración en los años finales del pasado siglo y hasta 2007, con máxima intensidad en algunos países anglosajones (Estados Unidos, Reino Unido, Irlanda, Australia…), junto a España, Países Bajos o Suecia, concentrando su actividad de forma especial en las grandes aglomeraciones urbanas y las áreas de turismo masivo, principalmente litorales. En todos los casos, las cifras de inversión, construcción de viviendas e inmuebles empresariales, compraventas y precios siguieron una evolución alcista casi paralela.

Tras la profunda crisis inmobiliaria que finalizó de forma abrupta esa fase expansiva del ciclo económico y sumió a estos territorios en un periodo de recesión, confirmando así que «si el capital huye, deja tras de sí un rastro de devastación y devaluación» (Harvey, 2004: 98), en los años siguientes la ola de inversión se desplazó hacia las economías emergentes de Asia y América Latina, con ejemplos tan destacados como los de China, en pleno proceso de industrialización y urbanización acelerados, o Brasil, que vivió una fiebre constructora asociada principalmente a los megaeventos deportivos (Juegos Olímpicos y Campeonato Mundial de Fútbol), que justificaron la realización de grandes proyectos urbanos (Andreoli y Moreira, 2015).

Tal como se analizará en un capítulo posterior, tras unos años de relativa moderación, la actividad inmobiliaria mundial volvió a recuperar su ritmo acelerado desde 2013, con un paralelo incremento en el precio de las viviendas. Al mismo tiempo, algunos de los países que lideraron este movimiento en el ciclo anterior (Irlanda, Países Bajos, España…) vuelven a situarse ahora entre los de mayor crecimiento, iniciando lo que puede considerarse como un nuevo ciclo inmobiliario. Se confirma así que el auge de esta actividad resulta uno de los rasgos característicos de esta fase histórica de capitalismo global y, al mismo tiempo, que ese fenómeno tiene un comportamiento geográfico selectivo, pues se observan ritmos de urbanización muy diversos y desplazamientos periódicos de la inversión ya que, como afirmó Harvey (2012), «el boom en la construcción de viviendas en un país se equilibra con el crash en otro». El resultado de estas décadas de urbanización acelerada es que, según estimaciones actualizadas al año 2016, el valor de los bienes inmuebles en el mundo se estimó en unos 217 billones de dólares, equivalentes al 58,3 % de la inversión en todo tipo de activos, de los que tres cuartas partes (162 billones) corresponderían a viviendas (Savills World Research, 2016).

Cuando se pretende interpretar esta tendencia general, o en lugares concretos, a menudo la justificación más inmediata y recurrente es la que asocia el dinamismo inmobiliario con toda una serie de factores que impulsarían la demanda, tanto de viviendas, como de oficinas, locales comerciales, hoteles, naves industriales o logísticas, etc., presionando así al aumento de la oferta. Están, por un lado, razones de índole sociodemográfica como el crecimiento de la población (por saldo natural y/o migratorio) y del número de hogares (por aumento de los monoparentales, más temprana emancipación de los jóvenes, mayor esperanza de vida, etc.). A estas pueden sumarse otras de carácter económico como el crecimiento del empleo y los ingresos de una parte significativa de la población, con el mayor poder de compra y de endeudamiento consiguientes, o la necesidad de nuevos inmuebles empresariales para los sectores dinámicos. Tampoco puede ignorarse la incidencia que, en determinados casos, puede tener la obsolescencia y el deterioro del parque residencial o empresarial, o la inadecuación de una parte de este a ciertas demandas derivadas de cambios en los gustos y modos de vida de la población (superficie de las viviendas, equipamientos, ampliación del tiempo de ocio, etc.), junto a otros paralelos en el marco competitivo de las empresas, que exige instalaciones de mayor calidad y mejor adaptadas a las necesidades tecnológicas y de conexión actuales.

Pero si todas estas condiciones pueden animar, sin duda, la demanda inmobiliaria y justificar el consecuente aumento de los precios, una observación más detenida hace evidentes otras posibles claves explicativas –al menos para el caso de las viviendas– que exigen realizar una distinción básica entre aquellas destinadas al alojamiento de sus propietarios y las destinadas a otros fines. Entre las primeras, resulta evidente que para una mayoría de potenciales compradores las posibilidades de adquirir una vivienda –y hacer así efectiva su demanda– estarán muy influidas por las condiciones de financiación: acceso al crédito hipotecario, tipos de interés aplicados al préstamo, existencia de ayudas fiscales o subvenciones directas, etc. Entre las segundas, bastantes compradores se plantean un objetivo prioritario de inversión de sus ahorros –ya sea pensando en el alquiler o en la reventa– basado en expectativas de seguridad y elevada rentabilidad, lo que no se justificaría sin la previa difusión de un sentido común según el cual los precios no pueden bajar, pese a las repetidas evidencias en contra.

Así pues, factores racionales e irracionales suman a menudo su influencia, lo que exige una interpretación más compleja del aumento de la demanda inmobiliaria que la utilizada por las visiones que pueden calificarse de convencionales. Algo similar puede afirmarse del aumento de los precios, que tampoco queda justificado por la simplista relación entre la oferta y la demanda. Resulta, a este respecto, de especial interés la evidencia empírica observada para el caso europeo de que «se encuentra un vínculo neto (aunque no perfectamente proporcional) entre especulación inmobiliaria (rápido aumento de los precios) sobre la vivienda y tasa de propietarios del país». De este modo,

los países con especulación escasa o nula tienen menos de la mitad de propietarios (Suiza, Alemania…), los países con especulación débil o media tienen entre la mitad y dos tercios de propietarios (Finlandia, Países Bajos, Francia…), mientras en los países con fuerte especulación inmobiliaria (países escandinavos, España, Reino Unido, Irlanda…) más de dos tercios de los hogares son propietarios (Landriève, 2016: 24).

En resumen, más allá de la conexión –evidente en apariencia– entre aumento de la demanda y auge inmobiliario, es necesario añadir al menos tres consideraciones adicionales para realizar un mejor diagnóstico. La primera es que territorios con similar evolución demográfica, económica y en modos de vida muestran un comportamiento inmobiliario reciente bastante desigual, que su particular trayectoria histórica solo ayuda a explicar en parte. La segunda, que el propio crecimiento de la demanda no solo está determinado por criterios de necesidad, sino también por otros de rentabilidad financiera, cuando no de simple especulación. La tercera y última, que el dinero es el combustible que permite poner en marcha la máquina del crecimiento inmobiliario, haciéndolo posible o frenándolo con independencia de la demanda potencial existente. Por todo ello, solo una atención específica a las estrategias que en cada lugar y tiempo llevan a cabo los diferentes actores financieros –que son los principales proveedores de ese capital– hará posible una comprensión más precisa de los procesos urbanizadores.

1.4. De la financiarización a la mercantilización del crecimiento urbano

Resulta progresivamente evidente que entre el proceso de financiarización y el crecimiento urbano que se deriva de la notable ampliación del negocio inmobiliario existe una estrecha interdependencia, hasta el punto de poder hablarse de una urbanización del capital (Christophers, 2011). Por un lado, el capital financiero es un factor de impulso indispensable para la urbanización intensiva del territorio y los modelos de organización urbana que se han derivado de esta. Por otro, el sector inmobiliario desempeña una función que se ha convertido en estratégica para absorber de forma rentable los excedentes de capital y mantener –aunque sea a costa de una creciente fragilidad– el dinamismo del sistema (Halbert y Attuyer, 2016). Como afirman Madden y Marcuse (2018: 34), «la vivienda y el desarrollo urbanístico no son en la actualidad fenómenos secundarios, sino que se están convirtiendo en algunos de los principales procesos que impulsan el capitalismo global contemporáneo», hasta el punto de que «ya no se limitan a absorber las sacudidas de la economía general; ahora son ellos los que llevan la batuta» (ibíd.: 50).

Se consolida así un proceso de mercantilización, tanto del suelo o la vivienda en particular, como de la ciudad en su conjunto, donde su valor de mercado prima sobre cualquier otra consideración, incluida su función social como espacio para habitar y, en consecuencia, su valor de uso. En otros términos, utilizar la metáfora de la ciudad mercancía supone aceptar que hemos asistido al creciente dominio de los actores, los mercados, las prácticas y las lógicas financieras, que han hecho más visible que nunca el «negocio del territorio» (Herce, 2013), en donde lo que prima es su carácter de instrumento privilegiado para la acumulación de capital, lo mismo que puede ocurrir con cualquier otro tipo de activo. Si hasta hace relativamente poco ese proceso tenía casi siempre lugar dentro de las fronteras estatales, protagonizado por las entidades financieras del propio país, la presencia de las finanzas globales se hace progresivamente evidente como signo de los tiempos, haciendo depender el presente y el futuro de muchas ciudades y ciudadanos de los avatares que marcan la evolución del sistema financiero internacional.

La explicación de esa creciente simbiosis entre las finanzas y el inmobiliario fue ya propuesta por Lefebvre (1970, 2013) mediante la teoría del circuito secundario de acumulación –con origen en Marx–, reformulada más tarde por Harvey (1985, 2004) y recogida luego por otros muchos autores (Fox Gotham, 2009; Christophers, 2011; Lohoff y Trenkle, 2014; Aalbers, 2016; De Mattos, 2016 y 2018; Lois, Piñeira y Vives-Miró, 2016; Rolnik, 2018…).

En sus obras sobre la revolución urbana y la producción del espacio, Lefebvre planteó que las sociedades capitalistas avanzadas se enfrentan a la contradicción que supone la necesaria reinversión de los excedentes generados para mantener así la acumulación de capital, contrapuesta a una tendencia estructural a reducir las plusvalías obtenidas en la producción industrial como fruto de la creciente competencia interempresarial y la imposibilidad de que el consumo absorba una producción en constante aumento. Esto justifica, en su opinión, la desviación de una parte creciente de los excedentes de capital acumulados desde ese circuito primario asociado a la producción, intercambio, distribución y consumo de bienes y servicios, hacia un circuito secundario relacionado con la producción del espacio. De este modo, concluyó que el inmobiliario y la urbanización se convertían de forma progresiva en la principal fuente de acumulación de plusvalías en este capitalismo tardío. Tal como escribió, dejan así de ser «una rama anexa y rezagada del capitalismo industrial para situarse en un primer plano, si bien desigualmente según países, momentos y coyunturas», con lo que «el mundo de la mercancía, en principio limitado a las cosas y bienes producidos en el espacio, a su circulación y flujos, se extiende hasta alcanzar el espacio por completo» (Lefebvre, 2013: 369-371), abriendo así una nueva frontera para la acumulación de capital.

En una perspectiva bastante próxima, Harvey también consideró que la creciente inversión en el entorno construido, que fija el capital al territorio, reflejaba ese problema de sobreacumulación derivado de la presencia de excedentes de capital y fuerza de trabajo infrautilizados, que se intenta resolver mediante la generación de plusvalías en un circuito secundario relacionado con la construcción de inmuebles e infraestructuras –es decir, con la producción de capital fijo–, así como en un circuito terciario relacionado con el gasto social y en I+D. De esta forma, «parte del capital que fluye hacia el circuito secundario se incrusta en la tierra, constituyendo un depósito de activos materiales locales», que pueden llegar a representar una proporción importante de la economía regional o urbana, pues «absorben cantidades enormes de capital y trabajo» (Harvey, 2004: 93), ejerciendo así como válvula de escape para la sostenibilidad del propio sistema.

Según esta perspectiva, la inversión de capital destinada a la producción inmobiliaria y la urbanización del territorio permite encontrar una solución espaciotemporal al problema de los excedentes, al absorber parte de estos en este tipo de producción y generar altas tasas de beneficio derivadas de la revalorización del suelo y los inmuebles, así como de su efecto multiplicador sobre numerosas actividades de la economía productiva y sobre el consumo. Las áreas urbanas se convierten así en un «motor de creación de valor, en particular para la industria inmobiliaria» (Drozdz y Ghorra-Gobin, 2019: 13), favoreciendo tanto el crecimiento económico como la formación de burbujas de precios en rápido ascenso, junto al paralelo aumento de la deuda privada a la que se enfrentan bancos, familias y empresas. Puede hablarse, en suma, de una sobrefinanciación del sistema (Farha, 2017), que conduce a una multiplicación de desequilibrios y una mayor vulnerabilidad.

Porque ese proceso, repetido en diferentes momentos y lugares, tiene siempre fecha de caducidad. El crecimiento se detiene cuando el riesgo acumulado por la sobreinversión inmobiliaria y el sobreendeudamiento rebasa ciertos límites. La subida de tipos de interés para frenar el recalentamiento de la economía y el aumento de la inflación por exceso de crédito barato, el consiguiente aumento de la morosidad por impago de las deudas y la aparición de señales de alarma en los mercados financieros al aumentar la desconfianza, acaban cerrando el grifo del crédito, devaluando esos activos sin comprador y poniendo en grave riesgo a todos los implicados en el negocio inmobiliario, hasta desencadenar así una crisis. De este modo, el carácter cíclico de estas actividades, donde la alternancia de burbujas especulativas que hacen crecer el stock de inmuebles y su sobrevaloración con periodos de contracción en los que se paraliza el mercado, se devalúan los inmuebles y se expulsa a quienes no pueden afrontar el pago de su deuda, afecta a la evolución de la economía en su conjunto. Como explicó Daher (2013: 48), «la economía inmobiliaria, por su habitualmente alta participación en el producto y en el empleo, y por su rol estratégico de articulación entre el sector financiero y la economía real, es un factor determinante y detonante de los ciclos de auge y recesión y de las crisis económicas».

Sin duda este proceso de financiarización urbana es «geográficamente diverso y contextualmente específico» (French, Leyton y Wainwright, 2009), porque el ambiente institucional heredado por cada territorio genera manifestaciones muy heterogéneas. Pero en la mayoría de países donde ha alcanzado mayor intensidad, los mecanismos que lo ponen en marcha y permiten su rápida expansión tienden a repetirse, dibujando una geometría de flujos de capital característica entre los diversos actores implicados. Pese a su inevitable simplificación, el esquema de la figura 1.2 intenta reflejar esos circuitos, pensados inicialmente para analizar el auge inmobiliario en España a comienzos de este siglo, pero que con ligeras adaptaciones puede también aproximarse a lo ocurrido en muchos otros lugares.

FIGURA 1.2

Circuitos del capital que sustentan el crecimiento del sector inmobiliario


Fuente: elaboración propia.

Las entidades financieras son el principal abastecedor de ese capital que pone en marcha el proceso, tanto mediante la concesión de crédito al promotor para la compra del suelo, el diseño, la gestión y la publicidad del proyecto, como de crédito al constructor para llevar a cabo la urbanización del terreno y la edificación. Un segundo flujo indispensable es la concesión de crédito hipotecario al comprador –tanto individuos o familias como empresas– para que pueda adquirir los inmuebles, lo que genera un doble mecanismo de endeudamiento en cadena y el compromiso por parte de los prestatarios de devolución, en el plazo establecido, tanto del capital como de los intereses devengados. Todo ello hace posible la compraventa de todo o parte de lo construido, cerrando así ese primer circuito donde crédito y deuda son componentes sustanciales. Cuando el proceso alcanza una dimensión que rebasa la capacidad económica de las entidades de crédito, es frecuente que estas acudan a la financiación exterior –tanto a los préstamos interbancarios a corto plazo como a los mercados de títulos–, lo que amplía la escala e incorpora un creciente endeudamiento exterior que acentúa los riesgos.

Pero al interpretar el desarrollo inmobiliario de cualquier país no puede ignorarse la importante función del Estado como cómplice necesario del proceso. Limitándonos por el momento a los flujos de capital, la agenda neoliberal supuso en muchos casos el progresivo abandono de la producción pública de vivienda con fines sociales, sustituida por el apoyo a la compra de vivienda de promoción privada en el mercado libre, bien mediante exenciones o desgravaciones fiscales en el impuesto sobre la renta, bien mediante subvención directa en función de los ingresos, en consonancia con las recomendaciones de algunas instituciones internacionales. Al mismo tiempo, la inversión pública en todo tipo de infraestructuras actúa como soporte material indispensable para la urbanización, teniendo en ambos casos como contrapartida el cobro de los impuestos correspondientes.

No debe olvidarse, por último, que las entidades de crédito se convierten en principales prestamistas de los Estados mediante la compra de deuda pública en el mercado primario –cuando se hace la emisión– o en los secundarios, lo que convierte a este último en deudor y acrecienta la influencia de las primeras a la hora de hacer valer sus intereses en el impulso del proceso urbanizador, o en su rescate cuando este provoca una crisis. Sin embargo, el elemento que puede considerarse estratégico en todo este proceso es, sin duda, el crédito hipotecario, tanto porque ha ganado importancia en casi todos los países donde el inmobiliario se ha convertido en un componente central de su economía, como por el impacto no solo económico sino también social asociado a este tipo de endeudamiento.

1.5. Mercado hipotecario y titulización: claves estratégicas de las burbujas inmobiliarias

La importancia cada vez mayor del negocio hipotecario en los resultados anuales de numerosas entidades de crédito, con el consiguiente aumento del capital que circula en esos mercados, supone una de las manifestaciones de la financiarización con mayor incidencia sobre la vida cotidiana de las personas y sobre el proceso de urbanización del territorio, exponente también de lo que algunos calificaron como una socialización del crédito, capaz de difundir el endeudamiento entre grupos sociales crecientemente amplios (Aalbers, 2009). En paralelo, si en el pasado la concesión de estas hipotecas correspondía, sobre todo, a pequeños bancos y otras entidades de ámbito regional o local como las cajas de ahorros, en las últimas décadas la presencia de la gran banca no ha dejado de crecer hasta ser hoy ampliamente dominante, lo que contribuye a ampliar los recursos que se le destinan.

El crédito hipotecario se ha convertido así en la forma más habitual de acceder a la compra de una vivienda o de un local, salvo para aquel segmento minoritario que cuenta con los recursos necesarios como para no necesitar financiación, o bien la busca en otras fuentes en el caso de aquellos sistemas bancarios poco desarrollados. Por el contrario, el ambiente económico favorable y los bajos tipos de interés por el exceso de liquidez en los mercados, junto a un marco regulatorio bastante laxo y una legislación hipotecaria que en buena medida beneficiaba los intereses de los operadores financieros, propiciaron su crecimiento desde los inicios de este siglo, tanto en España como en otros países del entorno.

Componente esencial para justificar el extraordinario aumento de las hipotecas concedidas fue la posibilidad de titulización o securitización de esos créditos, que puede valorarse como una de las mayores innovaciones financieras, nacida en Estados Unidos en los años ochenta del pasado siglo y difundida luego a numerosos sistemas bancarios. Se trata de fragmentar esos créditos una vez concedidos para integrar o empaquetar fracciones de deuda con diferente riesgo en nuevos productos financieros identificables como títulos, bonos o valores (securities), que luego se venden en los mercados secundarios de deuda –donde son comprados por otros bancos y, sobre todo, por inversores institucionales– con la garantía del inmueble hipotecado y, en ocasiones, con el aval adicional de las agencias de calificación de riesgos.

Antes de que existiesen esos títulos, la concesión de una hipoteca implicaba a la entidad prestamista con los prestatarios, que se repartían los riesgos si bien de forma asimétrica ante las garantías exigidas por el primero, incluida la entrega del propio inmueble en caso de impago. En cambio, la titulización implicó en este negocio a otros muchos inversores, cambiando por completo la importancia y el impacto provocados por este segmento específico de la actividad financiera. Mediante este mecanismo, los inmuebles –que por su propia naturaleza son un capital fijo, inmóvil– se transforman en capital líquido, móvil, cuyos títulos se venden y compran en los mercados como los de cualquier otro tipo de activo (Fox Gotham, 2009), con tres consecuencias inmediatas.

Por un lado, los bancos pueden refinanciarse casi de inmediato con lo obtenido de esas ventas y no someterse a los largos plazos de devolución del préstamo, para continuar alimentando la espiral de concesión de nuevos créditos. Por otro, el riesgo derivado del posible impago de esa deuda se desvincula de la entidad que aprobó el préstamo, se difunde entre múltiples compradores de los bonos y continúa extendiéndose en cada nueva transacción, pudiendo así afectar al sistema financiero en su conjunto. Por último, las áreas urbanas, en particular las de mayor dimensión, se convierten en fábricas productoras de plusvalías y lo mismo ocurre con aquellas áreas turísticas de intensa urbanización, lo que incrementa la actual hibridación entre los mercados inmobiliarios y financieros, al tiempo que se acentúa la total desconexión entre los inversores que adquieren esos títulos, residentes en cualquier lugar, respecto a los inmuebles reales hipotecados, que siguen anclados en los territorios donde se construyeron.

El negocio aumenta con el volumen total de crédito concedido y eso ayuda a explicar el interés creciente de las entidades financieras por captar nuevos clientes que retroalimenten el proceso. Para lograrlo, se pusieron en marcha diferentes tipos de estrategias competitivas que elevaron el riesgo hipotecario, al conceder crédito a segmentos de población con dificultades objetivas para devolverlo y que se exponían gravemente a un futuro desahucio, ampliar los plazos de devolución del préstamo y establecer, incluso, unos primeros años de carencia en los que solo se pagaban intereses, sustituir la aplicación de un interés fijo por otro variable, etc. Todo ello colaboró a que «el monto de capital financiero privado destinado a inversiones y negocios inmobiliarios en las áreas urbanas alcanzase una magnitud desconocida en cualquier fase anterior del desarrollo capitalista» (De Mattos, 2018: 12).

No conviene dejar de lado la dimensión política de estas tendencias, pues para hacer viable la ampliación de los mercados hipotecarios, la acción del Estado resultó de nuevo fundamental, sobre todo mediante la aprobación de marcos jurídicos adecuados en materia de inversiones, liberalización del mercado hipotecario, niveles de titulización permitidos, etc. También mediante la permisividad de los bancos centrales frente al aumento del riesgo hipotecario, que a menudo se infravaloró para no obstaculizar el lucro obtenido por unas entidades financieras a las que debían controlar, mientras se dejaba de lado la responsabilidad del sector público en asegurar y hacer efectivo el derecho a una vivienda digna reconocido en muchas legislaciones, o se ofrecían respuestas solo parciales, esporádicas y paliativas.

Pero todo esto siempre acaba por alcanzar su punto final. Los mercados de títulos con garantía hipotecaria conocieron una rápida expansión vinculada a la multiplicación de inmuebles vendidos en las fases expansivas del ciclo económico, con el consiguiente incremento del volumen de crédito aprobado, al tiempo que también fueron una importante fuente de beneficios para sus compradores como resultado de su constante revalorización. Pero los primeros síntomas de agotamiento del proceso, con el freno de la construcción y las ventas, junto a la amenaza de caída de los precios, provocaron de inmediato el pánico en los mercados, que comenzaron a moverse en sentido inverso al hacerse evidente la sobrevaloración de unos activos ya sin comprador. Esto hundió con rapidez el valor de los títulos y convirtió la crisis inmobiliaria en una profunda crisis financiera, de intensidad mayor allí donde el volumen de endeudamiento hipotecario y las estrategias de riesgo habían alcanzado sus mayores cotas.

De esta forma, tal como señala Farha (2017: 8), la crisis «reveló la fragilidad, la inestabilidad y el carácter depredador de los mercados de financiarización de la vivienda y la posibilidad de resultados catastróficos, tanto para los hogares como para la economía mundial», sometida a un auge y un declive vinculados de forma directa al proceso que acaba de comentarse. Afirmar entonces que «la ciudad hipermercantilizada está destinada a ser una ciudad opresiva» (Madden y Marcuse, 2018: 111), donde la evolución de la actividad inmobiliaria se desvincula progresivamente de las necesidades ciudadanas, cobra su pleno sentido.

1.6. Financiarización y transformaciones urbanas: visibilizar los procesos estructurales

Varias son las consecuencias derivadas de estos procesos que someten la ciudad al imperio de los mercados (Theodore, Peck y Brenner, 2009), ayudando a comprender mejor algunas dinámicas recientes con incidencia sobre la urbanización de los territorios.

Ante todo, la concesión de hipotecas se concentra no solo en los grupos sociales más solventes, sino también en aquellos territorios considerados más seguros y rentables, donde es la disponibilidad de una financiación abundante la que provoca el encarecimiento del suelo, las viviendas y otro tipo de inmuebles, frente a explicaciones interesadas, de inspiración neoliberal, que aún lo relacionan con una oferta de suelo urbanizable insuficiente o con un planeamiento demasiado restrictivo. Las grandes metrópolis –en especial algunos de sus barrios altamente valorados– son atractoras especialmente destacadas de estos flujos de capital, hasta el punto de ser calificadas como hedge cities por el carácter especulativo de muchas de esas inversiones (Dorfmann, 2015). Son también esas áreas las que se enfrentan en mayor medida a la contradicción de contar con un parque, a veces significativo, de viviendas vacías adquiridas como inversión, al tiempo que determinados grupos sociales padecen una exclusión residencial que impide su acceso a la vivienda, al no conseguir un crédito hipotecario y existir importantes déficits en el mercado del alquiler, lo que se constituye en otro mecanismo que acentúa la desigualdad.

Además, la aparición de burbujas inmobiliarias, que tanta importancia alcanzaron en diferentes países desde la década final del siglo pasado y que tanta atención han suscitado entre los investigadores urbanos, suele ir de la mano de la paralela existencia de burbujas hipotecarias, donde el crédito abundante y barato, junto a las expectativas de rentabilidad creciente, desencadenan una espiral de precios ascendentes que desafía cualquier criterio de racionalidad (Algieri, 2013; Bosch, 2019). No cabe duda de que los intensos procesos de construcción y destrucción que han conocido muchos espacios urbanos responden a causas múltiples, ajenas por tanto a las explicaciones monocausales que pretenden ofrecer respuestas simples a problemas complejos, incentivadas en ocasiones por una cultura mediática amiga de la brevedad. En este sentido, la atención prioritaria que aquí se presta a las claves financieras que subyacen a los procesos de urbanización recientes y presentes, ayudando a identificar los trazos básicos de la ciudad invisible que dan sentido a la visible, no supone en ningún caso ignorar otras influencias. Pero sí defiende que la progresiva conversión de la ciudad en un objeto mercantil exige trabajar más a fondo las estrategias de acción guiadas por el lucro (Naredo, 2019) y, desde esa perspectiva, el mundo de las finanzas adquiere un acusado protagonismo y aconseja prestarle mayor atención que hasta el momento en los estudios urbanos.

Por último, la financiarización urbana también ha tenido su reflejo en la construcción de coaliciones de actores con especial incidencia para definir unas agendas locales favorables a sus intereses, en la que las entidades financieras ocupan una posición destacada. De este modo, en muchas ciudades se articuló lo que Campos Venutti (1998) calificó en su día como un bloque inmobiliario-financiero, en el que bancos, fondos de inversión, propietarios del suelo, promotores inmobiliarios y empresas constructoras –más allá de sus diferentes intereses y frecuentes conflictos– mostraron una innegable influencia conjunta sobre los gobiernos locales y sobre la orientación de sus políticas. Se promovieron así formas de gobernanza –con desigual desarrollo según lugares y momentos– calificadas como «empresarialistas» por Harvey (2007), o como «desarrollistas y corporativas» por los teóricos del régimen urbano (Mossberger y Stoker, 2001), dirigidas de forma prioritaria a promover mayor competitividad y crecimiento económico, junto a una flexibilización del planeamiento y la eliminación de todo tipo de obstáculos al proceso urbanizador. Aunque en la idea de «ciudad negociada» que Theurillat, Vera-Büchel y Crevoisier (2016) proponen como alternativa a la de «ciudad financiarizada» se incluyen también las interacciones de estos con otros actores (usuarios y consumidores, otras entidades públicas, turistas, etc.) en la generación de valor urbano, la posición jerárquica de los operadores financieros en cuanto a capacidad de influencia sobre el resto parece difícil de cuestionar.

La acción conjunta de quienes integran estas coaliciones urbanas es, en buena medida, responsable de las profundas transformaciones en la estructura y la forma que las ciudades han ido adquiriendo en las tres últimas décadas, calificadas en ocasiones como una verdadera metamorfosis (De Mattos, 2016). La elevada aportación de capital destinado al negocio inmobiliario hizo posible que en este tiempo se haya construido –y en algunos casos también destruido– más que en todas las generaciones anteriores, con el impacto territorial derivado.

Al mismo tiempo, más allá de las diferentes trayectorias seguidas en el pasado por los procesos de urbanización según países y regiones, aún visibles en los heterogéneos paisajes urbanos actuales, en estos años se han difundido ciertos comportamientos homogeneizadores que dan origen a lo que Koolhaas calificó como «ciudad genérica». En su acelerado dinamismo reciente, esta «no es más que un reflejo de la necesidad actual y la capacidad actual», donde la urbanización y el urbanismo se disocian de forma progresiva ante la primacía de la razón económica, para la que la ciudad «si se queda demasiado pequeña, simplemente se expande. Si se queda vieja, simplemente se autodestruye y se renueva» (Koolhaas, 2014: 41). Como respuesta a ese contexto, en ella convergen todo un conjunto de procesos –especialmente visibles en las grandes áreas urbanas, pero también de forma parcial en otras de menor tamaño– que han provocado una mutación de la estructura y la forma urbanas, sintetizada en el esquema de la figura 1.3 que, tras enumerar los condicionantes del proceso, identifica su impacto sobre el desarrollo inmobiliario y sobre los principales componentes de esa metamorfosis urbana.

FIGURA 1.3

Financiarización, desarrollo inmobiliario y metamorfosis urbana


Fuente: elaboración propia.

Urbanización extensiva y ciudad difusa

La primera tendencia que se ha de destacar, en cierto modo paradójica, es la coexistencia de procesos de compactación y densificación de determinados espacios centrales, junto con la constante ampliación de una periferia urbana extensa y de límites poco definidos, origen de lo que Abramo (2012) calificó como «ciudad com-fusa».

El componente más visible resulta, sin duda, la generalización de una urbanización extensiva que permite hablar de ciudades «difusas» y «sin confines» (Nel·lo, 1998) –en un contexto de urbanización planetaria (Brenner, 2013)–, que desbordan ampliamente sus límites tradicionales, lo que conlleva la artificialización de grandes superficies de suelo a expensas de espacios naturales o agrarios y la formación de un tejido urbano discontinuo, con fragmentos no necesariamente contiguos pero integrados en su funcionamiento cotidiano, que se diluye de forma progresiva en las franjas periurbanas. Desde una perspectiva mercantil, esta tendencia resulta coherente con la puesta en valor de grandes paquetes de suelo con expectativas de urbanización y de generar así elevadas plusvalías, que son ocupados por inmuebles de nueva construcción y se incorporan al negocio de la ciudad por la acción prioritaria de agentes urbanizadores privados con acceso a financiación, además de con la permisividad y hasta el respaldo de un urbanismo neoliberal que prioriza los proyectos concretos frente al establecimiento de normas generales, a menudo más restrictivas, que caracterizaban el planeamiento regulador anterior. Como complemento a este desbordamiento consentido, la acción pública permite, mediante la construcción de infraestructuras de comunicación, una revalorización selectiva de los suelos mejor conectados y de este modo orienta las direcciones del crecimiento.

Esa expansión de la mancha urbana, en apariencia desordenada, supone la primacía de los intereses económicos privados sobre el bien público y con frecuencia sustituye la articulación de las unidades urbanas por su simple adición y yuxtaposición. No obstante, la misma lógica mercantil favorece en ocasiones la formación de subcentros en núcleos periféricos de las grandes aglomeraciones, o en nodos estratégicos de transporte, lo que permite hablar de cierto grado de policentrismo que diversifica los flujos diarios de movilidad forzada y mejora la accesibilidad a determinados equipamientos productivos, comerciales o de ocio, con el consiguiente aumento de precios en torno a esas áreas de actividad.

Revalorización de áreas centrales

Complemento a esa explosión urbana sin precedentes, con ritmos y tiempos diversos según territorios, es la revalorización de determinados espacios centrales y pericentrales de las ciudades frente al abandono y deterioro de otros próximos, refugio de población envejecida, sectores sociales de escasos recursos y diversas formas de marginación. Su contrapunto son algunas áreas que a su accesibilidad suman cierto capital simbólico, y ello las convierte en objeto de deseo para ciertos grupos de profesionales cualificados, sectores sociales de alta renta y empresas necesitadas de centralidad –desde sedes de grandes empresas a franquicias–, lo que posibilita rentabilizar unos activos previamente devaluados. Tal como señala Leal (2016: 12), «resulta paradójico que cuanto más fácil es la comunicación con los demás a través de la imagen y del sonido, cuando la transferencia de cualquier tipo de documento es más fácil y más barata, los espacios centrales resultan más codiciados», registrando dos tipos de procesos que se refuerzan mutuamente.

Por un lado, la renovación de antiguas áreas de actividad (industriales, ferroviarias, portuarias) casi abandonadas que adquieren nuevo valor de mercado a partir de actuaciones urbanísticas y fuertes inversiones para cambiar su uso, dotarlas de nuevas funciones y hacer así más atractiva la ciudad para los inversores internacionales, ya sea reutilizando esos contenedores para el ocio o la cultura, ya sea sustituyendo los inmuebles preexistentes por viviendas o por grandes edificios de oficinas que se convierten en exponente del capitalismo financiero y permiten extender los antiguos centros de negocios, etc. Por otro, un proceso de gentrificación que afecta a sectores residenciales deteriorados, donde se promueve un proceso de expulsión de sus anteriores residentes –mediante la subida de los alquileres por los propietarios de los inmuebles o mediante proyectos de transformación y mejora de esos barrios– con la consiguiente sustitución social que Atkinson y Bridge (2005) consideran un nuevo tipo de colonialismo urbano.

Las fases habituales de estos procesos de destrucción creativa han sido resumidas por Sorando y Ardura (2016). Estos señalan la sucesión de una etapa inicial de abandono del espacio por otra de estigmatización que reduce aún más la demanda de alojamiento y devalúa los precios; a estas les sigue un periodo de regeneración en el que comienza a hacerse evidente el cambio de tendencia, la posterior mercantilización de esas áreas, sometidas ya a intensos procesos especulativos y a cierta densificación allí donde predominaban viviendas de escasa altura o unifamiliares, que finalmente pueden dar origen a la aparición de movimientos de resistencia. Pero la generalización de estas dinámicas en ciudades de muy distinto tamaño, ubicadas en ambientes institucionales también heterogéneos, plantea que se trata de una tendencia consolidada para la que es necesario establecer las claves que la provocan, entre las que merecen destacarse al menos tres.

Están, ante todo, las de índole financiera, que entienden esta tendencia como una activación de suelos e inmuebles que contaban con ciertas ventajas comparativas potenciales que ahora se ponen en valor mediante la acción de inversores y promotores inmobiliarios –a menudo con la participación subsidiaria de gobiernos locales–, ya sea comprando y rehabilitando viviendas para su posterior salida al mercado con precios muy superiores a los de antes de la operación, ya sea mediante la instalación de servicios y equipamientos acordes con la demanda de los nuevos residentes. También deben considerarse las claves culturales, ante la revalorización de estos ámbitos como espacios patrimoniales e identitarios, lo que conduce en ocasiones a su museización y a un incremento del turismo, que hace crecer la demanda por alojarse en ellos y por tanto los precios. Están, por último, las claves sociales, pues los espacios gentrificados suelen atraer de modo especial a profesionales de lo que Florida (2002) identificó con una clase creativa, junto a hogares unipersonales y parejas jóvenes de clase media acomodada, que conquistan territorios que les eran ajenos, desplazan a sus antiguos moradores y otorgan una acusada personalidad a esos ambientes urbanos. El aumento de los estratos superiores de la pirámide social en estos barrios, junto al rejuvenecimiento de su pirámide demográfica, son así tendencias complementarias que contribuyen a transformar los mapas urbanos.

Renovación y megaproyectos urbanísticos

Con este objetivo de resignificar determinados espacios urbanos y cambiar su imagen, en el que a menudo convergen intereses privados y políticas públicas, las operaciones de renovación que acaban de mencionarse han multiplicado los grandes proyectos urbanísticos apoyados en la construcción de inmuebles icónicos, ya se trate de nuevos centros corporativos donde las grandes torres de oficinas de nivel premium compiten en altura y espectacularidad para redibujar el skyline de la ciudad, de equipamientos públicos emblemáticos (auditorios, museos, palacios de congresos…) o de grandes infraestructuras (aeropuertos, puentes…), firmados de forma habitual por arquitectos de prestigio internacional que aseguran un mayor impacto desde la perspectiva del marketing urbano. En este sentido, utilizados como herramienta para posicionar a las ciudades en la actual competencia global, «la expansión de la gobernanza urbana empresarial ha favorecido el desarrollo de los megaproyectos urbanos convirtiéndolos en una de sus herramientas estratégicas» (Díaz Orueta, 2015: 181).

La necesidad de fuertes inversiones para poner en marcha tales proyectos exige siempre la participación y el acuerdo con alguna entidad financiera que aporte el crédito necesario, en tanto los concursos para llevar a cabo su diseño y las obras de edificación suelen priorizar a los grandes operadores inmobiliarios por la escala de las actuaciones que se deben realizar, lo que contribuye a reforzar ese bloque inmobiliario-financiero ya mencionado, que también se beneficia de la frecuente revalorización del entorno residencial. Por su parte, los megaproyectos son una estrategia de transformación urbana, pero también una herramienta política que a menudo prestigia a los gobiernos que los emprenden, lo que justifica que los poderes públicos resulten un apoyo indispensable mediante la aprobación de un planeamiento ad hoc y suficientemente flexible para facilitar la operación –con especial utilización de los planes estratégicos– junto a la aportación de cuantiosos recursos públicos.

Pero, al mismo tiempo, los megaproyectos suelen conllevar elevados riesgos que pueden afectar de forma negativa al desarrollo de las ciudades como consecuencia de su frecuente exceso de ambición (Flyvbjerg et al., 2003). El principal es, sin duda, el alto endeudamiento para las finanzas locales que, agravado en el caso de aparecer sobrecostes, provoca la obligación de destinarle cuantiosos recursos durante un periodo prolongado en detrimento de otras necesidades más inmediatas de interés social, junto a una dependencia respecto de las entidades financieras convertidas en acreedoras que puede condicionar otras políticas públicas.

Estandarización de las periferias urbanas

Como contrapunto a esos intentos de promover espacios de identidad y autenticidad –ya sea real o construida–, las periferias urbanas, que ocupan una elevada proporción de la superficie total urbanizada, han experimentado un proceso de estandarización progresivamente acusado, convertido en el mejor exponente de esa contradictoria urbanización sin ciudad, en cuanto «la omnipresente urbanización ha modificado la propia condición urbana hasta dejarla irreconocible» (Koolhaas, 2014: 14). Ya se trate de bloques de edificios en altura característicos de los polígonos de vivienda, urbanizaciones abiertas o cerradas de viviendas unifamiliares, polígonos industriales, parques comerciales o plataformas logísticas, la uniformidad despersonalizada y monocorde es la norma. Surgen así las metáforas de la «ciudad fractal» (Zarza, 1996), concepto que alude a esa estructura en la que se produce la interminable repetición de un modelo simple de forma urbana, o de la «urbanalización» (Muñoz, 2008), un proceso del que forman parte esos fragmentos de ciudad que, como espacios de consumo, se repiten de forma masiva y pueden verse clonados en cualquier otra, con el consiguiente empobrecimiento de los paisajes urbanos.

Pero no debe olvidarse que esas periferias extendidas son también el ámbito donde tanto el crédito a los promotores como a los compradores alcanzan un mayor volumen –proporcional al número de inmuebles construidos–, por lo que en bastantes casos han sido también asiento privilegiado de la oleada de ejecuciones hipotecarias que acompañó el estallido de la crisis. Por el contrario, si en el pasado una parte a veces significativa de estas áreas se utilizó para la edificación de viviendas sociales, el retroceso generalizado de la promoción pública y el progresivo dominio del mercado de vivienda libre han limitado su presencia a periferias de cierta antigüedad, frente a simples enclaves en las de más reciente urbanización.

Fragmentación socioespacial creciente

Las ciudades han sido a menudo caracterizadas como espacios de integración, pero no conviene olvidar que también, «desde siempre y de maneras diversas la ciudad, lugar mágico, sede privilegiada de toda innovación tecnológica y científica, cultural e institucional, ha sido también máquina potente de diferenciación y separación, de marginación y exclusión» (Secchi, 2015: 19). Reflejo particularmente destacado de la lógica de mercado que domina la construcción del territorio, la ciudad contemporánea se ve así identificada por una fragmentación creciente, tanto de su espacio físico como social o simbólico, lo que permite hablar de la coexistencia de varias ciudades –que se superponen y yuxtaponen– en una sola.

Las políticas urbanas neoliberales han contribuido, sin duda, a la segregación social, laboral y funcional del espacio. Pero son los precios del suelo y de los inmuebles los que cobran especial relevancia en la distribución espacial, tanto de los diferentes estratos sociales según su nivel de ingresos como del tipo de establecimientos empresariales según el rango de sus funciones, en un contexto en el que el planeamiento resulta suficientemente flexible como para no obstaculizar significativamente esa asignación.

De este modo, el mayor flujo de inversiones –privadas y a menudo también públicas– se moviliza y se concentra en aquellos espacios más valorados en los planos urbanístico, social y ambiental, con buenas infraestructuras de acceso, lo que provoca la retroalimentación del proceso a lo largo del tiempo y refuerza esa segmentación del territorio. En otros términos, la mercantilización de la ciudad –cuya lógica diferencia espacios capitalizados frente a otros que se descapitalizan– es responsable directa de un proceso de selección nada natural, que distingue y aleja físicamente a quienes residen donde quieren de aquellos otros que lo hacen donde pueden, con la consiguiente intensificación de las desigualdades que conlleva ese mosaico urbano donde cada tesela tiende a ser progresivamente homogénea en su interior.

En resumen, comprender mejor las múltiples caras de la llamada financiarización, su relación directa con el desarrollo inmobiliario y el movimiento urbanizador generalizado, así como con la construcción de modelos urbanos guiados en lo esencial por una lógica mercantil –matizada en cada lugar por la influencia aún visible de su trayectoria histórica y sus características socioeconómicas, políticas e institucionales– ha pretendido ser la justificación de este capítulo inicial. Compartiendo en lo esencial la idea de que la actual dinámica urbana «se mueve principalmente por los intereses particulares de los flujos irracionales de la especulación financiera, el azar de las inversiones privadas y el acoso a sus sistemas de recursos ambientales, propios y cercanos, empobreciendo a la población en derechos y bienestar, en calidad de vida y en esperanza de futuro» (Hernández Pezzi, 2017: 15-16), esta perspectiva teórica servirá de fundamento al análisis de los ciclos inmobiliarios recientes en España, evitando así reiterar una definición e interpretación de procesos que ya han sido analizados para centrar la atención en su materialización concreta dentro de ese territorio.

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