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ОглавлениеPRÓLOGO
La palabra genocidio
Armenia, en el año dos mil veintiuno del tercer milenio, 106 dG*: este prólogo se escribe mientras se enfrían los cadáveres del ataque azerí a Nagorno Karabaj, que tras cuarenta y cuatro días de muerte teledirigida en forma de dron y de parálisis internacional, es ahora otro mordisco del lobo a la patria armenia, que se desangra una vez más. También es el año en que ultranacionalistas turcos cazan armenios en las calles de Francia, y el mismo de la inauguración de un parque temático del horror en Bakú, que exhibe grotescas figuras de soldados armenios muertos o agonizando para que niños y adultos se hagan fotos con ellas —simulando, por ejemplo, estrangular-los—, o paredes de cascos arrebatados a los armenios caídos a modo de trofeo. Una atrocidad digna de aparecer en el esca-lofriante Le ParK de Bruce Bégout, aunque en este caso, real.
Ha pasado ya más de un siglo del primer genocidio del siglo XX, el perpetrado por los Jóvenes Turcos en 1915 que acabó sistemáticamente con entre un millón y medio y dos millones de vidas armenias, y todavía son pocos los países que llaman a las cosas por su nombre: «genocidio» (tal y como lo definió el judeopolaco Raphael Lemkin a principios del siglo pasado). Joe Biden se ha referido a este inconmensurable crimen como «genocidio» aprovechando el funesto aniversario de los he-chos. Países como España o Israel, sin embargo, rehusan hacerlo. Es importante hablar de ello y llamarle «genocidio» porque lo que no se nombra, poco a poco se diluye en las nieblas de un presente que sucede más rápido que nunca, y además es el primer paso para cicatrizar una herida inmensa, profundísima, que atraviesa de parte a parte toda una nación que lucha desesperadamente por retener lo que queda de sus tierras ancestrales, allí mismo, in situ, y desde la diáspora.
Manam, de Rima Elkouri, es una historia valiente en esta época de silencios atronadores; atribuyen a Hitler el haber tranquilizado a sus cómplices, apelando a la indulgencia olvi-dadiza, con la pregunta: «¿quién recuerda el exterminio de los armenios?». Mientras esto se escribe, las tropas azeríes tratan de cercar y aislar el territorio soberano de una de las naciones más antiguas del planeta, mientras el mundo cacofónico de esta era, precisamente en este tema, calla a su manera, saturando la realidad de ruido indiferente: la actual Armenia hunde sus raíces en el reino de Urartu, y en las edades legen-darias de Noé varado en el Ararat, monte-espíritu del pueblo armenio que ahora se levanta imponente a la otra parte de la frontera más cruel. Se dice en la novela: «Más que palabras, somos nuestros silencios». En Manam existe la memoria de las laceraciones y desgarros más hondos y dolorosos, y el silencio como coraza para la supervivencia, que ha acompañado en demasiadas ocasiones a quienes sobrevivieron bajo el ala fatal y amarga de sus verdugos; supervivientes obligados (so-bre todo obligadas), a convertirse a imagen y semejanza del monstruo para arrastrar una vida a la que se le había arranca-do todo salvo justo eso, la vida, una existencia tozuda que a veces, incluso contra la voluntad de su protagonista, se em-peña en salir adelante, en sanar, en seguir, en construir más vida pese a la sombra perpetua de la desolación, el volumen opresivo del vacío en el pecho y el lastre devastador de lo que no se cuenta.
No conocer historias como las de Téta, de Manam, o el propio genocidio armenio, no es extraño: el pueblo armenio, pese a su obstinación por salir adelante, a su empeño extraor-dinario por mantener viva su cultura, su lengua, su alfabeto creado por el sabio santo Mesrop Mashtots, se encuentra en gran medida fuera de su casa caucásica: de los once millones de armenios que hay en el mundo solo tres residen en el país. El silencio, por otro lado, es un territorio inmenso y pobladísimo. Quien haya querido leer en español sobre la armenidad habrá comprobado las dimensiones del silencio en este idioma, por eso Manam es una historia tan valiosa, por los ecos de los que se nutre y por la forma brillante en que han sido escritas estas reverberaciones, que hoy en día todavía buscan quien las escuche y quien las lea. Pero Manam no es solo Armenia: Manam es Siria, y todas las vidas que su-cumben y también las que escapan a la destrucción humana cataclísmica, lo uno y lo otro, porque no hay tal cosa como la justicia o el equilibrio, salvo quizás a escalas no humanas, y esas nos dan forma, pero no las percibimos, al menos, de forma consciente: Manam es el ayer y el mañana, el recuerdo y la esperanza, proyección futura. Necesitamos un futuro que no sea una sucesión de estos presentes, y necesitamos seguir hablando y escribiendo acerca de Armenia como ha hecho Elkouri, hablando y escribiendo cada vez más acerca de la nación que el pueblo armenio llama Hayastán, porque su memoria no es solo suya sino que también es nuestra.
Eduardo Almiñana de Cózar València, junio de 2021
* dG: después del Genocidio.