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Introducción

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El cerebro infantil es todavía hoy un gran desconocido en muchos aspectos, incluso desde un punto de vista científico. A los adultos, a menudo nos sorprende la forma de actuar y de pensar de los niños, muchas veces incomprensible para nosotros. Esto es debido a que el cerebro infantil está especialmente diseñado para cumplir con un único —aunque muy ambicioso— objetivo: aprenderlo todo. Cada una de sus células y estructuras está preparada para absorber, procesar e integrar una enorme cantidad de información de la forma más efectiva y rápida posible y, simultáneamente, para ser flexible y adaptarse con gran eficiencia al entorno natural y social. Esto permitirá al recién llegado integrarse en su familia; aprender a hablar, a caminar y a relacionarse con los demás; conocer cuáles son sus preferencias, e identificar lo que es bueno para él y lo que no lo es. Pero, sobre todo, esta fascinante capacidad del cerebro infantil para gestionar grandes cantidades de información mientras sigue su proceso de desarrollo resulta clave para garantizar la supervivencia del niño en este mundo, desde el primer segundo de su vida.

Esto es posible porque el cerebro de los niños posee, incluso antes del nacimiento, una cualidad única de la que carece —en buena medida— el de los adultos: una plasticidad extraordinaria. Por decirlo con otras palabras, las neuronas, los circuitos y las estructuras que forman el cerebro infantil tienen la habilidad para modificar su estructura y su desarrollo a partir de sus necesidades y de lo que ocurre en su entorno. De esta manera, a medida que se va desarrollando, el cerebro infantil potencia los circuitos que le son más útiles, consolida las conexiones relacionadas con nuevos recuerdos y organiza sus redes neuronales de la forma más efectiva posible, para usar de modo eficiente la nueva información que va recopilando y procesando siempre que lo requiera.

Precisamente, gracias a la relación íntima que existe entre el proceso de organización del cerebro infantil y su entorno, nuestras funciones cognitivas, nuestros comportamientos y nuestra personalidad se construyen de una manera adecuada. Y es que el cerebro de un niño es un órgano en cambio permanente, que va modelando de forma progresiva la función de cada una de sus estructuras y redes de circuitos, a partir de la información que recibe de sus cinco sentidos. Así, paso a paso, se van formando las distintas estructuras y áreas que dan lugar a las funciones cerebrales, al tiempo que se van estableciendo conexiones entre ellas. Precisamente es esto lo que hace que el niño empiece a hablar mediante balbuceos que poco a poco se van convirtiendo en palabras y, más tarde, en frases. Además, es esto también lo que le permite entender a los demás y comunicarse con ellos mucho antes de ser capaz de articular palabra alguna.

Se trata de una dinámica que comienza durante la formación del cerebro en el feto. Ya entonces, dicho órgano compagina su intrincado proceso de desarrollo con la captación de las sensaciones que percibe de su entorno, para aprender de él. Esto permite que el bebé conozca algunas características del mundo al que acaba de llegar, como la voz de su madre o la cadencia de la que será su lengua. Es más, dispone ya de todos los sentidos básicos (olfato, tacto, oído, gusto y vista) lo que le permite contar con las herramientas necesarias para interactuar y aprender de su nuevo entorno desde el primer minuto.

Todo esto sucede gracias a las características únicas tanto de las células nerviosas del cerebro —las neuronas— como de la organización de los circuitos y estructuras de este órgano extraordinario. Las neuronas son unas células específicamente diseñadas para recibir y transmitir la información que transita por ellas bajo la forma de impulsos nerviosos, y para adaptar su función a partir de las características de estos. Al conectarse entre sí, dan lugar a los circuitos y redes encargados de producir nuestros pensamientos, recuerdos, comportamientos, sensaciones y todas las demás funciones cerebrales que usamos en nuestro día a día.

Una de las características más fascinantes del cerebro reside en el modo como los circuitos y redes neuronales se organizan. Es gracias a la organización de las conexiones de cada cerebro, fruto de la genética y de las experiencias individuales, por lo que cada sujeto posee un carácter, una personalidad y una forma de comportarse propios. Dado que el cerebro es un órgano especializado en recoger información tanto del propio organismo como del exterior, para procesarla e integrarla con el objetivo de producir una respuesta acorde, no resulta extraño que su formación y organización estén íntimamente ligadas a los estímulos del entorno. De hecho, esto es lo que le permite adaptarse al máximo a este y de tener la capacidad para comprenderlo y elaborar respuestas adecuadas de la forma más efectiva posible. Por tanto, las experiencias que vivimos y los estímulos que nos ofrece el entorno circundante establecen qué conexiones cerebrales mantenemos y cuáles eliminamos, cuáles debemos potenciar y cuáles bloquear, y con ello terminan modelando nuestro cerebro. Tales procesos, en combinación con las propias características genéticas, permiten, por ejemplo, que haya personas con más facilidad para aprender idiomas o que existan otras con mayor habilidad para retener una imagen o memorizar una canción.

De hecho, las primeras interacciones del recién nacido con el mundo extrauterino son tan importantes que determinan, en buena medida, la evolución de su desarrollo cognitivo y social. De ahí que el bebé necesite estar en contacto con sus progenitores, y sentirse querido y protegido por ellos, pues, al fin y al cabo, son las primeras personas con las que interacciona socialmente. La forma de relacionarse con ellos sienta las bases de su desarrollo social y de su manera de establecer vínculos con los demás. Por ello, el recién nacido usa todas las herramientas a su disposición para comunicarse con sus progenitores, si bien existe una que adquiere especial relevancia durante los primeros días de su vida: el tacto. Gracias a él, nota el cariño y la protección que le proporcionan sus padres y que le hacen sentir seguro y tranquilo. Esto le permite investigar con calma su entorno y estudiar a los individuos que le rodean para aprender poco a poco de ellos y construir de forma pausada las diferentes funciones cognitivas y sociales de su cerebro. Empezará por las más sencillas, como reconocer la cara de sus padres, abuelos y hermanos o identificar un objeto que le llama la atención, y terminará por las más complejas, como anticiparse a las acciones de los demás o entender que cada persona tiene una forma propia de pensar.

Tan importantes son estas primeras interacciones entre el bebé y su mundo que tienen incluso el poder de modificar el funcionamiento de los genes, mediante su activación o su represión. A fin de cuentas, nuestra genética no permanece ajena a la influencia del entorno: las experiencias realmente trascendentales de nuestras vidas, sobre todo las que tienen lugar cuando somos niños, marcan nuestra personalidad y nuestros comportamientos para siempre. Esto puede provocar, por ejemplo, que una persona con propensión genética a desarrollar una enfermedad psiquiátrica como la esquizofrenia pueda padecer el trastorno si sufre alguna experiencia traumática durante la etapa de desarrollo de su cerebro, cosa que quizá no sucedería si viviese una infancia normal.

En este sentido, es cierto que las enfermedades psiquiátricas cuyo origen está en el neurodesarrollo son provocadas por alteraciones genéticas. Sin embargo, también es cierto que, dada la naturaleza del cerebro infantil, el componente genético de dichas enfermedades representa solo una parte de su etiología, puesto que la gravedad y muchos de los síntomas vienen determinados por factores ambientales. Esto se debe a que los trastornos neurológicos son enfermedades particularmente complejas. En buena medida, tienen su origen en desajustes en los mecanismos reguladores de la formación y la organización de las conexiones neuronales, que, aunque a veces puedan parecer insignificantes, alteran severamente el funcionamiento normal de los circuitos cerebrales. Dichos desajustes no suelen ser consecuencia de la disfunción de solo uno o dos genes, sino que tienen su origen en múltiples modificaciones genéticas con efecto variable sobre la sintomatología de la enfermedad, y en el impacto del ambiente y las experiencias vitales de cada individuo sobre la (dis)función de dichos genes. Esto significa que dos personas afectadas por esquizofrenia presentarán, con toda probabilidad, un número diverso de mutaciones y de genes, que serán, en su mayoría, distintos entre sí y con diferente efecto sobre la enfermedad. Por este motivo, la sintomatología manifestada por las personas con trastornos psiquiátricos es distinta y específica de cada paciente, incluso dentro de la misma enfermedad.

Desde luego, el entorno también puede influir sobre el cerebro infantil en un sentido positivo. De esta manera, el niño que, al nacer, reciba los cuidados necesarios por parte de sus padres, crezca con suficientes estímulos de calidad, establezca relaciones beneficiosas con su familia y amigos y, en definitiva, sea debidamente acompañado y apoyado durante los primeros años de su existencia, con toda probabilidad tendrá una infancia feliz, lo que, a su vez, beneficiará su desarrollo cerebral y, por ende, su forma de ser el resto de su vida.

Dentro de esta lógica, nuestro cometido —el de los adultos— consiste en proporcionar a los niños los estímulos que favorezcan su desarrollo neurológico y acompañarlos con cariño en su camino para que en el futuro puedan convertirse en adultos sanos emocional, social y mentalmente. Desde luego, la investigación científica puede ayudarnos en este cometido, al aportarnos herramientas para conocer mejor el cerebro infantil. Eso sí, desentrañar los secretos del funcionamiento del cerebro de los niños resulta un reto de particular complejidad para la ciencia: en los últimos años, hemos aprendido que nos enfrentamos a un órgano asombrosamente dinámico y flexible que funciona y cambia a una velocidad que lo hace difícil de comprender. En definitiva, el cerebro infantil, lejos de ser un órgano vacío y estático, está en plena ebullición, ávido de conocimientos y nuevas experiencias.

El cerebro infantil

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