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Capítulo 17 El último viaje del chinchorro

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El tercer viaje del chinchorro fue totalmente distinto de los anteriores. En primer lugar, la frágil embarcación había sido cargada con exceso. Con cinco hombres -de los cuales, tres, Trelawney, Redruth y el capitán, eran hombres corpulentos-ya hubiera sufrido quizá demasiado peso. Y si a ello añadimos la pólvora, las barricas de salazón y los sacos de galleta, es fácil imaginarse que por la popa el mar estaba a ras dula borda, lo que ocasionó que más de una vez embarcásemos agua y que mi calzón y los faldones de mi casaca estuvieran empapados antes de avanzar ni cien yardas.

El capitán nos distribuyó en diversas formas para equilibrar el bote, y algo logramos, pero teníamos miedo hasta de respirar. Como además la marea ya bajaba con fuerza, formando una corriente que arrastraba hacia el oeste a través de la ensenada y luego hacia el sur, hacia alta mar, iba alejándonos del canal que habíamos utilizado por la mañana. Hasta las más pequeñas olas representaban un peligro para nosotros en aquellas condiciones; pero lo peor era luchar contra la corriente, porque no había manera de conservar el rumbo hacia nuestro punto de atraque protegido por el saliente rocoso. Estábamos derivando peligrosamente hacia el lugar donde precisamente habían amarrado sus botes los piratas, y éstos podían aparecer en cualquier momento.

-No puedo mantener el rumbo, es imposible -le dije al capitán, pues era yo quien gobernaba, mientras Smollett y Redruth, más descansados, se afanaban en los remos-. La marea es fuerte y nos desvía -le expliqué-. Hay que remar con más fuerza.

-No podemos, sin correr el riesgo de inundar el chinchorro -contestó el capitán-. ¡Mantened el rumbo, contra corriente, mantenedlo cuanto sea posible!

Lo intenté, pero mi experiencia me aseguraba que la marea nos arrastraría violentamente, y no pudimos evitar que el botecillo derrotara hacia el este, es decir, casi en ángulo recto con el rumbo que debíamos seguir.

-Así nunca conseguiremos llegar -dije.

-No podemos seguir otro rumbo -contestó el capitán-. Hay que luchar contra la corriente. Fijaos -continuó-, si derivamos a sotavento de nuestro punto de destino, es difícil saber dónde atracaremos, y, además, varnos a quedar expuestos a que los amotinados nos aborden, mientras que con este rumbo llegará un punto en que la marea amaine, y entonces podremos regresar costeando.

-La corriente empieza a ceder, señor -dijo el marinero Gray, que iba encaramado a la proa-. Ya no es preciso retener tanto el timón.

-Bien, muchacho -le dije, y le hablé como si nada hubiera ocurrido, como si desde el principio hubiera sido leal, que era lo que habíamos decidido el capitán y yo.

De pronto, el señor Smollett pareció recordar algo importantísimo, y exclamó con voz alterada:

-¡El cañón!

-Ya había pensado en ello -contesté yo, relacionándolo con un posible bombardeo del fortín-. Pero nunca podrán llevar el cañón a tierra, y si lo hacen, no es fácil arrastrarlo a través de la maleza.

-Mirad a popa -me indicó el capitán.

Nos habíamos olvidado por completo de la pieza larga del nueve; y vi con espanto cómo los cinco facinerosos que quedaban a bordo se afanaban en torno a ella, quitándole la «chaqueta», como llamaban a la lona embreada que la protegía. Y recordé entonces que también habíamos olvidado en la goleta las granadas del cañón y los detonantes, y que bastaría con que dieran con los pertrechos para que los amotinados se hicieran dueños de todo.

-Israel era el artillero de Flint -dijo Gray con voz ronca. Arriesgándolo entonces todo, enfilamos decididos hacia el desembarcadero. La corriente había amainado lo suficiente como para que pudiéramos gobernar el chinchorro sin demasiados problemas, pero, en la deriva a que nos había arrastrado, navegábamos ahora, además de con cierta lentitud, con un rumbo que nos presentaba de costado la Hispaniola, en lugar de popa, con lo que ofrecíamos mejor blanco que la puerta de un corral.

Desde nuestra posición podía ver y oír a aquel bribón aguardentoso de Israel Hands, que hacía rodar una gruesa granada por cubierta.

-¿Quién es aquí el mejor tirador? -preguntó el capitán.

-El señor Trelawney, sin duda -dije yo.

-Señor Trelawney -dijo entonces el capitán-, ¿tendríais la amabilidad de quitar de en medio a uno de esos perros levantiscos…, a Hands, si os fuera posible?

Trelawney, impávido, frío como el acero, cebó su mosquete.

-Tened cuidado -dijo el capitán-al disparar, no vayamos a zozobrar. Atención todos para asegurar el chinchorro cuando el señor Trelawney apunte.

El squire levantó su arma, cesamos de remar y nos situamos en posición de hacer de contrapeso; he de decir que ni una gota de agua penetró en nuestro bote.

Los amotinados, entre tanto, habían girado la cureña y ahora trataban de apuntar hacia nosotros; Hands, que estaba junto a la boca del cañón con el atacador, era sin duda el mejor expuesto. Pero nos falló la suerte, porque, en el mismo instante de disparar el squire, Hands se agachó y la bala, que rozó su cabeza, alcanzó a otro de sus compinches.

Al caer éste, dio un grito que no sólo puso en movimiento a sus compañeros a bordo, sino que alertó a los que estaban en tierra, y mirando hacia la playa pude ver a los piratas salir en tropel por entre los árboles para ocupar sin pérdida de tiempo sus puestos en los botes.

-Mirad esos botes, señor -le dije al capitán.

-¡Avante! -ordenó él entonces-, olvidad toda precaución. Si nos vamos a pique, tanto peor.

-Sólo veo acercarse uno de los botes -le indiqué-; los otros marineros seguramente estarán tomando posiciones en tierra.

-Buena carrera habrán de darse -repuso el capitán-, y ya sabéis lo que es un Jack en tierra. No me preocupan demasiado. Me alarma más ese cañón. Cómo hemos podido olvidar deshacernos de las granadas. La doncella de mi esposa sería capaz de acertar en el tiro. Señor Trelawney, estad atento y, si veis que encienden la mecha, advertidnos para que aguantemos sobre los remos.

Con todos estos acontecimientos habíamos avanzado un trecho muy considerable, a pesar de ir sobrecargados. No nos faltaba mucho para arribar, con treinta o cuarenta bogadas más atracaríamos; el reflujo había descubierto ya una estrecha restinga bajo los árboles, que se amontonaban en la orilla. Y tampoco sentíamos excesivo temor por el bote que nos perseguía, porque el promontorio nos ocultaba a sus ojos. La corriente que tanto nos había perjudicado, nos compensaba ahora retrasando a nuestros enemigos. Pero el cañón era un peligro del que aún no nos habíamos librado.

-Me entran tentaciones, aunque signifique perder un poco de tiempo, de detenernos y quitar de en medio a otro de esos bandidos -dijo el capitán.

Porque era evidente que éstos no estaban dispuestos a retrasar otra andanada. Ni siquiera habían atendido a su compañero herido, al que veíamos tratando de alejarse a rastras.

-¡Preparados! -gritó el squire.

-¡Aguantad! -ordenó el capitán, presto como un eco.

Y él y Redruth aguantaron los remos con tal esfuerzo, que la popa del chinchorro se hundió bajo las aguas. En ese instante retumbó el cañonazo. Fue -como más tarde supe-el que Jim escuchó, ya que el disparo del squire no llegó a sus oídos. La bala pasó sobre nuestras cabezas, supongo, aunque ninguno puede decirlo, pero el aire que desplazó seguramente contribuyó para que zozobrásemos.

El chinchorro empezó a hundirse por la popa. La profundidad era sólo de tres pies, y, aunque algunos cayeron de cabeza al mar, pronto se levantaron, empapados; el capitán y yo permanecimos de pie, enfrente uno del otro.

No sufrimos grandes daños. Nos habíamos salvado y pudimos vadear hasta la costa sin ningún peligro. Pero todos nuestros pertrechos quedaron inutilizados en el agua, y hasta de los cinco mosquetes sólo dos estaban aún en condiciones de ser utilizados. Agarré el mío antes de caer al mar y lo alcé sobre mi cabeza como por una especie de instinto. El capitán llevaba el suyo colgado al hombro y prudentemente con el cañón hacia arriba. Pero los demás quedaron en el fondo.

Para aumentar nuestra confusión, escuchamos voces que se acercaban por el bosquecillo que bordeaba la ribera; lo que aumentó nuestros temores, no ya tan sólo porque nos cortasen el camino hacia la empalizada, y en la indefensión en que nos hallábamos, sino considerando que Hunter yJoyce, de ser atacados por media docena siquiera, no tuvieran el buen sentido y la decisión suficiente para resistir. Que Hunter era hombre firme, nos constaba; pero joyce era dudoso, pues, si bien se trataba de alguien de buena disposición como criado, la capacitación de hombre de armas no era la misma que para cepillar la ropa.

Con todas estas cavilaciones por fin logramos alcanzar la costa. Pero atrás quedaba nuestro pobre chinchorro y con él la mitad de nuestras municiones y avituallamiento.

Narración continuada por el doctor:

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