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Robert Villesdin

El Protocolo

El hundimiento de una empresa familiar en la burbuja inmobiliaria


© de la obra: Eurocultura, SL

© de la edición: Apostroph, edicions i propostes culturuals, SLU

© de la ilustración de cubierta: Oriol Hernández

Edición: Apostroph

Corrección de estilo: Covadonga D’Lom

Diseño de cubierta: Apostroph

Diseño de tripa: Mariana Eguaras

Maquetación: Apostroph

ISBN digital: 978-84-122005-3-9

Primera edición: noviembre 2019

Primera edición digital: marzo 2020

www.apostroph.cat

apostroph@apostroph.cat

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Estos son malos tiempos. Los hijos han dejado de obedecer a sus padres y todo el mundo escribe libros.

Cicerón

Los malos libros provocan malas costumbres y las malas costumbres provocan buenos libros.

René Descartes

Los personajes de este libro son totalmente imaginarios. Si alguien se siente identificado con alguno de los protagonistas «buenos», no debería enfadarse conmigo, sino todo lo contrario. Debería concluir que la bondad y los buenos ejemplos deben publicarse e incluso airearse. Por el contrario, si alguien se reconoce en alguno de los figurantes «malos», tampoco debería indignarse, antes bien debería considerarse afortunado porque, si ha conseguido sustraer sus fechorías a la justicia, la pena de exhibición anónima que le impone la edición de este ejemplar será inmerecidamente benévola. Sobre los protagonistas mediocres, mejor no perder el tiempo.

Robert Villesdin

I. Hechos a sí mismos

Vamos, Cayo Mario, admitid que todo el mundo en todos los países aprecia el nacimiento y el dinero [...] En Roma se han dado casos en que un individuo ha ascendido de la nada. Aunque os advierto que yo nunca he admirado a ninguno de los que lo hicieron —añadió César, pensativo— porque el esfuerzo los destruye como personas.

Cayo Julio César, abuelo de César en El primer hombre de Roma, de Colleen McCullough

Family Office

¡Seamos libres de permanecer unidos! Con esta frase, tomada, sin él saberlo, del lema utilizado por el Partido Socialista Italiano en su campaña a favor del divorcio, dio por finalizado su discurso Sam, también apodado «Midas» por sus amigos, debido a su reconocida habilidad de transformar en oro todo lo que tocaba. Con ella pretendía extractar el mensaje de la alocución que, con motivo de la inauguración de su Family Office había dirigido principalmente a sus hijos —pero también, de pasada, a los restantes asistentes— de que quien quisiera podía mantenerse ligado a su proyecto empresarial, pero que invitaba —y en el caso de sus hijos, retaba— a que cualquiera que lo deseara, según sus propias palabras, «se bajara del autobús y organizara su propia forma de ganarse la vida».

—Papá, celebramos que te hayas decidido a dar este paso, verás cómo no te arrepientes —intervino Ton, su hijo menor, haciendo caso omiso al guante que les acababa de arrojar su padre.

—Espero que no. Ya sabéis que yo empecé —perdón, vuestra madre y yo— el negocio de tratamiento de residuos desde la nada, cuando todavía se nos podía llamar por el nombre de toda la vida: chatarreros. Trabajar sin descanso ni desmayo nos ha permitido crear, desde nuestros humildes orígenes, una considerable fortuna.

—Papá, esto ya nos lo has repetido muchas veces; espero que no sigas ahora con el rollo de lo de la Legión —se adelantó el mayor de sus hijos varones, intentando esquivar el tostón que intuía que vendría a continuación.

—Pues, ahora que lo mencionas, tengo que reconocer que los valores que fundamentan todo lo que he creado los aprendí en tan distinguido cuerpo.

Los siete años pasados en la Legión habían marcado fuertemente su carácter y, de hecho, enfocaba la gestión de sus empresas —así como la mayoría de los aspectos de su vida privada— desde una óptica claramente militar. Sin ser un gran lector, devoraba todos los ensayos sobre Julio César y Napoleón —únicos personajes históricos que admiraba— que caían en sus manos.

—Y si a vosotros no se os hubiera escapado la oportunidad de la vida castrense estaríais mucho más preparados para los batacazos que os dará la vida —continuó el patriarca sin desaprovechar la ocasión.

—Papá —se atrevió a intervenir Lucy, su única hija —esto que has dicho, además de trasnochado, es un poco machista.

—Me estaba refiriendo a tus hermanos, no a ti. Si no espabilan será difícil que puedan, si no mejorar, al menos conservar lo que yo he creado.

Sam estaba convencido de que los hijos de los grandes hombres —se consideraba uno de estos últimos— difícilmente podían llegar a ser triunfadores, y que no se podía ser un auténtico general —léase empresario— sin antes haber sido soldado raso, lo que le llevaba a concluir que ninguno de sus hijos estaría nunca capacitado para sucederle dignamente.

—Esperaba que alguno de vosotros fuera capaz de terminar una carrera, aunque ya sabéis que yo no creo mucho en las universidades; su única misión es llenar la cabeza de los estudiantes con teorías que no son de ninguna utilidad en la vida real. En mi opinión, la mejor formación —y la más barata— es la que proporciona la vida. Siempre he dicho que se aprende más gestionando una empresa, principalmente si acaba en quiebra, que en cualquier escuela de negocios de esas.

Por este motivo y siguiendo las sugerencias de sus hijos, el consejo de sus asesores y la última moda entre millonarios, había creado lo que se conocía como Family Office, para orientar sus actividades hacia otros negocios y poder involucrar en ellos a sus descendientes. De este modo, podrían formarse desde cero y, en el futuro, cada uno podría especializarse en una distinta ocupación.

Antes de la aprobación formal de esta decisión, los reunidos habían mantenido un largo debate, propiciado principalmente por Susy, la esposa de Sam, y Lucy, la hija de ambos. Sin embargo, ellas no habían participado en el desarrollo y presentación de la propuesta.

—¿Alguien podría explicarme de forma inteligible qué es un Family Office y para qué sirve? —preguntó Susy, con la intención de no quedarse al margen en la deliberación que iba a tener lugar acto seguido.

—Mira —le respondió Modesto, como abogado de la familia y persona de la máxima confianza de los padres—, básicamente consiste en una organización paralela a las actividades habituales de la empresa, que se encargará de atender las necesidades económicas, financieras, fiscales e incluso de orden personal de todos los miembros de la familia.

—Y ¿para qué sirve? —le preguntó, impaciente, sin esperar a que el abogado terminara su exposición.

—Sirve, por ejemplo, para gestionar las cuentas bancarias, tarjetas de crédito, compra de vehículos, declaraciones fiscales, etcétera, de todos los familiares; también se encarga de encauzar la información y las relaciones de la familia con la empresa, así como de las inversiones en otras áreas de negocio, principalmente financieras e inmobiliarias.

—Y, ¿cómo funciona? —repitió Lucy, con cara de no estar muy convencida de entender de qué iba todo aquello.

—El Family Office representa un patrimonio separado respecto al patrimonio empresarial y, por tanto, es un buen instrumento para diversificar las inversiones. La responsabilidad de las actividades del Family Office suele delegarse en un familiar que no forma parte de la más alta dirección de la compañía, lo que, en muchos casos, permite «colocar» a aquellos familiares que no encajan en la actividad principal —acabó su explicación el abogado, mirando de reojo al hijo menor de la familia para ver su reacción ante esta última sentencia.

En el fondo lo que más habría enorgullecido a Sam es que alguno de sus hijos hubiera tenido el suficiente arrojo —en su versión, «huevos»— para independizarse, crear su propio negocio y ponerle a prueba como empresario. Pero sabía que esto difícilmente iba a ocurrir puesto que sus hijos, en su posición de rémoras de su enorme patrimonio, estaban más pendientes de heredar la fortuna de su padre que de labrarse un porvenir. Además, a su edad, había notado que ya no era el mismo de antes y que, si bien trataba de hacer ver a todos que seguía al mando, en realidad sus hijos —y principalmente su primogénito, Gerardo Ramón o GR— estaban tomando la mayoría de las decisiones importantes, relegándole cada vez más a funciones meramente de representación.

En la sala, una mesa de reuniones recién estrenada conjuntaba a la perfección con el resto del mobiliario elegido por la decoradora más chic y más cara de la ciudad. En una de las paredes destacaba —sin que la decoradora lo hubiese podido impedir— un enorme óleo con el retrato de un rejuvenecido Sam, pintado por un artista local con gran predicamento entre los pocos que podían costearse una de sus pinturas y, encima, mostrarlo sin pudor... Sam presidía, su esposa Susy estaba a su derecha; Muriel, su secretaria, a su izquierda; y sus hijos GR, Ton y Lucy distribuidos en los restantes puestos y, frente a él, Modesto, el abogado de la familia y de sus negocios.

—¡Y una cosa más! —añadió Sam, mirando recelosamente a los presentes— Mientras yo presida el «Family Nosecuantos», o como se llame en el maldito inglés, las cuentas de gastos de representación y gastos diversos seguirán manteniendo su saldo inamovible en la exigua cantidad de cero euros.

Este era uno de los temas preferidos de Sam, que estaba firmemente convencido, al igual que su esposa, de que el dinero se ganaba principalmente ahorrando en costes y que un euro malgastado ya no volvía nunca jamás al bolsillo de donde había salido.

—¿Le ha quedado claro a todo el mundo? —prosiguió cada vez más exultante—. ¡Estas partidas son las que destrozan a una familia y también a una empresa! Como decía mi padre, que en paz descanse: ¡un lápiz salva una casa!

Dicho lo anterior, se relajó ostensiblemente y, al ver que su esposa le miraba con cariño, al tiempo que, con un gesto sutil le invitaba a callarse, tuvo un inhabitual arranque de generosidad.

—Y por una vez y sin que siente precedente vamos a celebrarlo: ¡Pago yo! Susy—dijo dirigiéndose a su esposa—: ¿crees que estará abierta aquella pizzería cerca de la oficina que descubrimos la semana pasada?

Esta primera «Asamblea Familiar» había sido planificada durante las semanas anteriores por Sam, Modesto y Muriel. Esta había empezado como asistente particular de Sam hacía casi una década y, en la actualidad, era su mano derecha y como tal se encargaba de organizar la mayoría de sus actividades. Recién superados los treinta años, seguía siendo, en opinión de Sam una morena de facciones muy agradables que desarmaba a su interlocutor con una de sus famosas y sensuales sonrisas. Eso sumado al hecho de que, a pesar de tener dos hijos, mantenía un tipo que podía ser la envidia de muchas jovencitas, hacía de ella una mujer sumamente atractiva para su jefe.

Los inicios

Hay algunas decisiones en la vida que acaban condicionando todas tus acciones e incluso tu futuro. Al abogado solo se le ocurrían dos en ese momento, aunque estaba seguro de que debían de existir muchas más y, posiblemente, más importantes. La primera era el porqué a sus padres les dio por ponerle de nombre Modesto, aunque conocer la respuesta no representaba para él alivio alguno. La segunda era la que tomó cuando optó por estudiar leyes y hacerse abogado, aunque, bien pensado, tampoco sabía si hubiera sabido hacer otra cosa.

Los inicios de un abogado no son fáciles, sobre todo si se quiere mantener la independencia y vivir con cierta dignidad sin caer en la humillación que implica aprender trabajando para un gran despacho. En estos, los principiantes —también denominados «prácticas» o «becarios»— trabajan en condiciones que la mayoría de la gente cree que es imposible que se den en pleno siglo xxi. Es improbable que exista otra profesión con peores inicios, salvo, quizá, la considerada la más antigua del mundo, la cual, está generalmente mejor retribuida, sujeta a una cierta flexibilidad de horarios y permite, la mayoría de las veces, rechazar un cliente o un servicio concreto. Sin olvidar el hecho, nada desdeñable, del cobro por adelantado como forma de eludir la morosidad, que juega a favor de esta última profesión.

Así que movido por el ímpetu y inocencia propios de la juventud, Modesto optó por abrir su propio despacho para intentar así hacerse un hueco en el competitivo mercado de los picapleitos. Estaba convencido de que podía aportar algo nuevo y que sus clientes potenciales lo apreciarían de inmediato. Alquiló una pequeña y austera oficina en el centro y procedió a enviar un saluda a sus conocidos y también a algunos personajes relevantes de la ciudad. Cuál fue su sorpresa cuando, transcurridas varias semanas, que pasó mirando constantemente por la ventana, no tuvo ninguna que no fuera de las de su secretaria —la cual estaba más preocupada por su próximo empleo que por el nulo trabajo que tenía— y la de la mujer de la limpieza.

Pasaron un par de meses y, viendo que el panorama no mejoraba sensiblemente, decidió complementar sus escasos ingresos dedicándose a lo mismo que hacen todos los que fracasan en su profesión: la enseñanza. Así fue cómo, gracias a sus buenas relaciones con su antigua universidad, consiguió una plaza de profesor ayudante. Sin embargo, tuvo que conformarse con la asignatura más ingrata de todas las materias, que, como todo el mundo sabe, no es otra que Derecho Fiscal y Hacienda Pública.

La enseñanza le abrió la mente a un mundo fascinante, algo que, desde su anterior visión como estudiante, jamás habría imaginado. No había visto en toda su vida una casta —la de los profesores— más anárquica, indolente y mezquina.

Tan pronto comenzó su actividad docente —tenía por entonces poco más de veintiún años— el catedrático de su asignatura pidió una excedencia para largarse dos años a Sudamérica, sin que todavía se sepa con qué espurios motivos. En consecuencia, antes de que pudiera dar su primera clase, se había convertido, de la noche a la mañana, en el único profesor responsable de la materia. Y no tenía ni pajolera idea del contenido del plan de estudios de la asignatura que debía impartir. El hecho de no haber hablado nunca en público y de ser bastante tímido tampoco ayudó pero se esmeró en transmitirles todo lo que sabía de la mejor manera posible, aunque muchas veces se tuvo que consolar confiando en que la vida les enseñara lo que él no fue capaz de alcanzar.

La universidad se despreocupó totalmente de evaluar o controlar la calidad o el contenido curricular y, todo sea dicho, tampoco los alumnos dieron muestras de preocupación o descontento alguno. En aquellos tiempos —y, seguramente también hoy en día—, lo único que les interesaba era aprobar y consideraban a los profesores según su dureza al calificar los exámenes. Los pobres alumnos llegaban a la universidad indefensos después de su penoso itinerario a través de un sistema pedagógico «progresista», que se fundamentaba en el rechazo del uso de la memoria como instrumento de aprendizaje y en la abolición de los exámenes. Se pensaba que podían tener un efecto traumático sobre su psique y, por tanto, poner en riesgo su futura felicidad. Por no aprender no habían aprendido ni a escribir correctamente y, mucho menos, a estudiar.

Lo que verdaderamente preocupaba a toda la clase docente no era precisamente la calidad de la enseñanza ni tampoco la formación de los alumnos. Estos eran temas que se consideraban secundarios, menores. Lo realmente importante para sus miembros —y nada sorprendente teniendo en cuenta que la mayoría de ellos eran filocomunistas— era conseguir una cátedra en «propiedad» para lo que era necesario superar una oposición.

Teniendo en cuenta que para optar a una plaza es imprescindible contar con un buen historial de investigación, la mayoría de los profesores se pasaban gran parte de su tiempo barruntando estrafalarias ideas para publicar enrevesados artículos en revistas especializadas o criticando las reseñas escritas por sus colegas, lo que les llevaba, en la mayoría de los casos, a estados profundamente depresivos. Aquellos pedantes se despreciaban e intrigaban, calumniaban y vilipendiaban a sus colegas como si en ello les fuera la vida. Todo ello proporcionó a Modesto una inmejorable formación que le sería de gran utilidad para lo que, en el futuro, iba a depararle su vida profesional.

La principal ventaja de este trabajo consistía en que nadie se preocupaba de supervisarle, lo que le reportaba un precioso tiempo adicional para invertirlo en su despacho. De esta forma, el bufete fue creciendo poco a poco hasta tener un tamaño aceptable y una buena reputación —a lo que contribuyó, irónicamente, el prestigio que le confería ser profesor de universidad., Esto hizo que, en un primer momento, para atender adecuadamente a los alumnos, tuviera que buscar un profesor ayudante y, posteriormente, abandonar su plaza de docente en propiedad.

Fue en esta época cuando conoció a Anabel, una joven y cautivadora profesora ayudante de Psicología de la Personalidad.

En aquel momento ni se planteó qué es lo que había visto en él tan promiscua profesora y solo se relamía pensando lo bien que lo pasaban cada vez que ella decidía, según sus palabras, «montarle». Ella decidía cuándo, dónde y cómo, si bien sus encuentros solían ser breves, ya que una vez que Modesto alcanzaba el orgasmo, ella desaparecía alegando una excusa inverosímil.

Tampoco le dio muchas vueltas a aquello, ya que lo atribuía a una tara sobrevenida producto de la especialidad de su amante. Lo cierto era que le encantaba disfrutar en soledad de la placidez postcoito de macho sexualmente satisfecho.

Súbitamente, Anabel dejó de citarle, cosa que al principio atribuyó a la personalidad inestable de su amante. No obstante, después de varias semanas de insoportable aislamiento asceta, Modesto se dirigió a la Facultad de Psicología para tratar de averiguar el motivo real de su desaparición repentina. Su sorpresa fue mayúscula cuando le comunicaron que hacía varias semanas que la profesora se había marchado a trabajar a una universidad de California junto con su pareja: ¡otra profesora de la misma facultad!

Cinco años más tarde, Modesto se enteró de que ella seguía viviendo en Estados Unidos con su pareja y su hija, de unos cuatro años. No le fue muy difícil atar cabos y deducir que la niña debía ser portadora de su material genético. Comprendió entonces el porqué del extraño comportamiento sexual de su excompañera de cama y, en particular, sus verdaderas intenciones.

Cuando consiguió ponerse en contacto con Anabel, ésta le confesó su paternidad sin ningún pudor, dejándole claro que la niña era suya y de su pareja y que, por muy padre natural que fuera, no debía interferir en su vida familiar. Ante los lamentos de Modesto, y alguna velada amenaza judicial, ella se avino a permitirle que conociera a la niña y a que pudiera convivir algunos días con ella durante sus frecuentes viajes a Estados Unidos; o en las excepcionales visitas de la niña al país del padre.

Con el tiempo, la tensa relación del abogado con las madres de su hija fue relajándose y se volvió más conciliadora. Los reiterados encuentros con Paula —que así se llamaba la criatura— hicieron que ambos congeniaran profundamente. Gracias a eso, consiguió que la menor viniera de vacaciones unos diez o quince días al año, período que Modesto esperaba con impaciencia y que aprovechaba para salir a navegar con ella y compartir otras actividades al aire libre en su compañía.

Una vez abandonadas sus ocupaciones universitarias, el letrado pudo destinar más tiempo a su despacho y a sus clientes, lo que redundó en un apreciable aumento de ingresos y, por ende, de prestigio profesional. También disponía de tiempo para otras actividades extraprofesionales lo que, para un padre soltero sin perspectivas de cambio de estado civil, no estaba nada mal. Vivía en una preciosa casa situada en un distinguido barrio que estaba siempre abierta a todo el mundo y de la que muchas personas —en femenino y plural— sabían dónde encontrar las llaves.

Resumiendo, como se dice vulgarmente, «había hecho carrera», lo que para un hijo de familia numerosa con limitados recursos y de pueblo era todo un éxito. En aquellos tiempos, todavía pensaba que ser un hombre hecho a sí mismo era lo mejor a lo que se podía aspirar en la vida. No se percataba de las cosas trascendentales que uno se pierde cuando dedica su existencia exclusivamente a estudiar y trabajar. En la universidad conoció a muchos alumnos que, al igual que él, se perdieron aspectos tan importantes para su formación como leer con calma a los clásicos, imaginar cómo cambiar la sociedad mientras se está tumbado en el césped del campus o congeniar con las otras estudiantes mientras se saborea, sin prisas, un café.

El encuentro

Modesto andaba sumido en sus pensamientos cuando le llamaron del club estrella del fútbol local para que les ayudara en las negociaciones para la contratación de un jugador extranjero. Las conversaciones estaban en un punto muerto, desde hacía días, porque nadie quería ceder en sus pretensiones económicas. El club no quería pagar más y el jugador no quería ni un céntimo menos, por lo que ambos se pusieron de acuerdo en intentar que la diferencia la pagara un tercero: la Hacienda Pública. Su misión consistía en buscar la manera de reducir la parte del pastel que correspondía al erario para aumentar las porciones de los otros dos comensales.

La reunión con el representante del jugador tuvo lugar, por razones obvias, en Suiza. Allí fue donde coincidió por primera vez con GR, el primogénito de Sam y responsable del equipo de fútbol, propiedad de su familia. De hecho, estuvo esperándole más de dos horas en el aeropuerto de Ginebra, puesto que GR viajaba, sin saberlo su padre y con la excusa de hacer no sé qué gestiones en Luxemburgo, en un jet privado de alquiler.

Una vez finalizado con éxito el negocio, en detrimento de los contribuyentes, pasaron por el Hotel d’Angleterre, el hospedaje preferido de GR y en el que se comportaba como si fuera el propietario. Después, toda la comitiva fue a celebrarlo al restaurante Il Lago, situado cerca del hotel, en el que también fueron recibidos con los honores propios de una estrella de rock y su séquito.

El motivo de que GR escogiera el reservado de este restaurante, excelente en su decadente decoración y posiblemente el más caro de Ginebra, era que aquellos días coincidían con el punto más álgido de la temporada de trufa blanca. Il Lago era conocido, en aquel entonces, por tener la mejor, más fresca, y más cara trufa blanca procedente del italiano Valle de Alba.

La cena fue realmente memorable. Los diversos platos elaborados con dicho condimento —inolvidable el uovo in cocotte servito nel suo-scrigno con tartufo bianco— estuvieron acompañados de un excelente Brunello de Montalcino, cosecha de 2003, procedente de la región italiana de la Toscana. La conversación se fue animando y haciéndose más divertida a medida que iban consumiendo más botellas de tan delicado néctar. El tema central, como no podía ser de otra forma, fueron las mujeres y, en concreto, dos bellezas que estaban sentadas en una mesa al otro lado del reservado, y que les castigaron con su indiferencia durante toda la cena.

A los postres, momento de máxima animación, GR sorprendió a los comensales cuando, alzando una copa de champán en dirección a las dos damas y mirándolas fijamente y con lujuria, les preguntó en voz baja:

—¿Pagáis vosotros la comida de mañana si me ligo a estas dos tías?

—No creo que seas capaz —comentó uno de los invitados.

—No te harán ni puñetero caso —dijo el que estaba sentado a su lado.

—En el restaurante que tú escojas —, coincidieron todos, a pesar de ser conscientes de que podía salirles carísimo.

GR se levantó, con la copa en la mano, y se dirigió resuelto hacia la mesa de las chicas, mientras, para sorpresa de todos, el maître, con la perfecta coordinación de un ballet clásico, le seguía de cerca con otra botella del mismo champán.

Cuando alcanzó el emplazamiento de las vecinas, GR se sentó y estuvo departiendo y bebiendo con las dos magníficas hembras durante un tiempo que a todos les pareció eterno, si bien es cierto que no debió superar la media hora, y que finalizó cuando GR regresó acompañado por las chicas y con la botella medio vacía.

—Os presento a Brigitte y Annemie, ambas son suizas y estarán encantadas de conoceros —dijo en su poco académico pero práctico e inteligible francés.

—Encantados, señoritas —contestaron los restantes invitados de forma similar, mientras se levantaban para saludarlas con los tradicionales tres besos.

Una vez estuvieron todos sentados a la misma mesa, se inició una divertida y mundana conversación, con pocas intervenciones de las helvéticas, que se vio interrumpida cuando GR acercándose sin mucho decoro a Brigitte, le espetó:

—No sé si sabes que yo soy un famoso torero español.

—Oh, no —dijo ella en su impecable francés—. ¡Qué asco! ¡Odio los toros!

—¡Cómo puedes decir que odias a los toros, maldita puta! —exclamó GR, fundiéndola con su famosa mirada asesina.

—Perdona —balbució ella aterrorizada—, no quería ofenderte.

—¿Ofenderme? ¡A mí tú no puedes ofenderme! ¡Márchate de aquí inmediatamente! —exclamó el falso torero al tiempo que se levantaba, copa en mano, con el propósito de despachar de malos modos a la pobre chica.

Una vez repuesta de la sorpresa, Brigitte se levantó con la intención de marcharse, mientras que su amiga permanecía sentada con el semblante demudado y los restantes comensales, sorprendidos, intentaban averiguar cómo reaccionar ante tan incómoda situación.

GR dejó que la chica abandonara la sala hasta que, justo cuando atravesaba el umbral de la puerta del restaurante, se levantó a toda prisa en lo que todos pensaron que hacía con el objeto de continuar hostigando a su víctima. Cuál fue su sorpresa cuando, al cabo de cinco minutos, reapareció abrazando a la joven mientras le prestaba su pañuelo para que se secara las lágrimas.

Finalizada la cena y ya de vuelta a su habitación, Modesto estaba tumbado en la cama reflexionando sobre lo ocurrido en tan intensa jornada, cuando sonó el teléfono.

—Diga. ¿Quién es?

—Modesto, soy GR

—¿Ocurre algo?

—No, nada importante. ¿Podrías pasarte un momento por mi habitación?

—Bien, dame cinco minutos.

El abogado se levantó, se colocó el batín del hotel encima del pijama y atravesó el pasillo hasta la habitación de su cliente, que tenía la puerta entornada. Cuál fue su sorpresa cuando se encontró a GR desnudo, con una toalla extendida entre sus manos, realizando una espléndida verónica a la chica a la que no le gustaban los toros, la cual, despojada de cualquier prenda y a cuatro patas, embestía el paño mientras que su compañera, también desnuda y con otro lienzo similar entre las manos, se escondía detrás de un sillón a modo de burladero.

—¡Qué te parece! —exclamó GR eufórico, mientras continuaba la faena con un magnífico pase de pecho— ¡Y decía que no le gustaban los toros!

Al día siguiente, GR y el resto de la comitiva fueron a almorzar al restaurante Le Vertig’O ubicado en el Hôtel de la Paix, frente al lago Lehman, especializado en alta cocina francesa y que, todavía hoy, está considerado el más chic de Ginebra.

La comida, a pesar de ser cocina gabacha, fue realmente buena y el maridaje de caldos aun mejor. GR se encargó personalmente de escoger los más caros, procurando que ninguno de ellos tuviera un precio inferior a la mágica cifra de mil francos suizos.

Al llegar a los postres, un extraordinario mil-feuilles croquant de chocolat au lait, citron caviar, el ganador de la apuesta se dirigió a los comensales, que temblaban al imaginar el monto de semejante exceso.

—Menos mal que gané la apuesta. ¡Incluso yo hubiera tenido problemas para justificar un quebranto como el que os costará esta opípara comida de hoy! ¡Entre la cena de anoche en Il Lago y las dos putas de alto standing que había contratado previamente por teléfono, la noche pasada me salió por un pastón!

Primavera

Después de aquel trabajo en Ginebra, GR requirió a menudo de los servicios profesionales de Modesto. Los esporádicos contactos fueron convirtiéndose en habituales. Así fue como, poco a poco, este fue conociendo a todos los miembros del clan, incluido el patriarca, hasta llegar, diez años después de abandonar sus funciones lectivas, a convertirse en el abogado de la familia. La condición de «recomendado», si bien fue un inconveniente para conseguir la confianza de el resto, no supuso un obstáculo insalvable.

Las relaciones con Sam y su esposa también fueron intensificándose, hasta el extremo de que Modesto se convirtió en su abogado de confianza e interlocutor entre ellos y sus hijos cuando se producían desavenencias o bien querían comunicarles alguna decisión que sabían que no sería de su agrado. También se encargó de redactar su testamento, lo que, teniendo en cuenta el desmesurado interés que este tema suscitaba a sus descendientes directos —los indirectos eran todavía menores de edad—, le proporcionaba una posición de cierta preeminencia sobre todos ellos.

En cualquier caso, su situación no era fácil, ya que además de lidiar con los temas propios de cualquier empresa, se añadían los de la empresa familiar que, salvo muchas y honrosas excepciones, son el nepotismo, la incompetencia excelentemente remunerada y la guerra entre facciones, con interminables cambios de bando y alianzas entre los descendientes, los ascendentes, colaterales y, en todos los casos anteriores, las variedades de consanguíneos y afines.

En este ambiente, Modesto tuvo la ocasión de trabajar con el hijo menor de Sam, que aunque se llamaba Antonio, todo el mundo le llamaba Ton. Desde hacía poco tiempo, se encargaba de la incipiente rama inmobiliaria del grupo familiar y no lo hacía del todo mal, a pesar de que limitaba su trabajo, según su propia expresión, a «pensar y diseñar operaciones» con el objetivo declarado de ganar mucho dinero. Pero lo que realmente le motivaba a levantarse cada mañana, hay que decir que no muy temprano, era demostrar a su padre que podía hacerle ganar más dinero que su hermano mayor.

Ton era moreno, alto, delgado y, en general, tenía un estilo que se podría definir como trendy. El hecho de que no estuviera casado y que no se le conociese pareja estable hacía crecer innumerables chismes sobre sus inclinaciones sexuales y las opiniones de gimnasio que vertían sobre él sus escasas y ocasionales novias no ayudaban, precisamente, a sofocar estos rumores. De hecho, tenía una personalidad atormentada que, los que le conocían, atribuían a toda una vida sometido a las arbitrariedades y vejaciones de su hermano.

Su gran oportunidad para volar con alas propias se produjo cuando consiguió que, a pesar de la oposición de GR, su padre le permitiera gestionar la sociedad patrimonial de la familia, cuya principal actividad era la promoción y arrendamiento de inmuebles. A pesar de su inexperiencia, y probablemente gracias a ella y al exuberante crecimiento del mercado inmobiliario en los últimos años, Ton realizó varias operaciones ventajosas de compra de inmuebles, que le ayudaron a reconciliarse con sí mismo, con sus padres y con el resto del mundo, a excepción, claro está, de su hermano GR. Al igual que muchas otras empresas familiares, el Family Office había conseguido desviar una parte importante de los fondos generados por las empresas del grupo a inversiones inmobiliarias.

La iniciativa partió del propio Ton en una reunión que había tenido lugar hacía poco más de un año. El Consejo de Administración era el máximo órgano rector de las empresas del grupo y el que tomaba todas las decisiones estratégicas sobre los negocios. Además de los miembros de la familia, contaba con tres consejeros externos cuya misión era aportar su experiencia en otras compañías y ofrecer un punto de vista independiente en la toma de decisiones.

—Papá, creo que nos equivocamos invirtiendo todos nuestros esfuerzos en las actividades de reciclaje —introdujo cautamente Ton.

—Es lo que siempre hemos hecho —, contestó Sam. ¡Y no nos ha ido tan mal!

—Sí, papá —prosiguió el hijo menor—, pero nos pegamos un hartón de trabajar para acabar ganando un miserable tres por ciento sobre las ventas.

—¿Te parece poco? —puntualizó el padre.

—Yo no digo que sea poco, pero una vez pagados los impuestos y hechas las inversiones necesarias para mantener la actividad, no queda casi nada para repartir.

Este tipo de conversaciones desagradaban profundamente a Sam y, todavía más, a Susy, su mujer, puesto que suponían aventurarse en aguas, para ellos, poco conocidas. Su edad y su limitada y poco exitosa experiencia en actividades diferentes al reciclaje no les hacía partidarios de nuevas peripecias.

—Sí, pero hacemos lo que nos gusta y trabajamos en lo que entendemos. ¡Todo el mundo lo reconoce! Incluso el presidente de la Cámara de Comercio lo admitió hace pocos días cuando en público me comentó: «Sam, no sé qué sería del país sin empresarios como tú».

—¿Esto fue antes o después de que le entregaras el cheque para su campaña de reelección? —incidió Ton con descortesía—. En cualquier caso, mientras hacemos lo que sabemos, la gente se está forrando en el sector inmobiliario.

—Y ¿quién es «la gente»? —preguntó Susy, que había permanecido callada hasta ese momento.

—Bueno... por ejemplo... todos los padres de mis amigos del club de golf hace tiempo que han montado una Real Estate Division.

—Y ¿qué coño quiere decir esto? —replicó Sam, que ya empezaba a estar harto de esa película.

—Quiere decir que ya hace más de una década que han creado una división independiente para invertir en negocios inmobiliarios. Mira, la familia Mompou compró un terreno hace seis meses y lo ha revendido hace pocos días por más del doble; y no es la primera operación de este tipo que realizan este año.

Susy aprovechó la pausa para mirar con cariño a Sam, sabiendo lo mal que debía de estar pasándolo y lo desubicado que se sentía en estas ocasiones, cuando se trataban temas que se salían de las fronteras de sus conocimientos y experiencia.

—Ya, pero nosotros no entendemos de esto; en el caso de que nos metiéramos en estas aventuras, ¿quién gestionaría la nueva actividad? —intervino uno de los consejeros externos.

El señor Aguirre —apodado «Botines» por los hijos de Sam— era amigo de este último y el consejero independiente más antiguo. Tenía en común con Sam el haber convertido un modesto negocio familiar de fabricación de zapatos en una reputada marca a nivel mundial. El crecimiento de su negocio se inició cuando, gracias a sus contactos —había sido legionario en una época en que esa circunstancia era sumamente apreciada por la clase política— había conseguido un suculento contrato para el suministro de botas al ejército. Tenía la misma edad de Sam, hecho que, sumado a su aureola de empresario de éxito, le proporcionaba cierta ascendencia sobre él. Su trayectoria le había otorgado fama de prudente, lo que, unido a su edad y a su espíritu conservador, constituía una garantía a prueba de bomba ante cualquier propuesta de cambio o innovación. El éxito de su empresa de zapatos se basaba en tres principios elementales —según él, ni la suerte ni las influencias habían tenido nada que ver— que aplicaba indiscriminadamente a cualquier situación: levantarse temprano, trabajar duro y ser constante. Con estos antecedentes no es de extrañar que contara con el apoyo total de Sam y, lo que era incluso más importante, el de Susy y, en consecuencia, con el total desprecio por parte de los hijos de ambos, los cuales estaban completamente seguros de que el descendiente de «Botines»—verdadero artífice de la expansión internacional de su empresa— les había endilgado a su padre para quitárselo de encima y poder actuar con menos cortapisas en la zapatería.

«Botines» era obeso, tenía el pelo completamente blanco, llevaba gafas, que no conseguían corregir completamente su miopía, y tenía cierta tendencia a dormirse en las reuniones, sobre todo, si se celebraban después de comer.

—Yo puedo hacerlo—contestó Ton con celeridad ensayada.

—¿Tú? —saltó inmediatamente GR—. ¡Si no sabes hacer nada!

—Al menos yo no he perdido dinero en ningún negocio, como te está ocurriendo a ti con el equipo de fútbol. Yo puedo hacerlo muy bien y, además, ya tengo algunas ideas sobre posibles inversiones.

—Pero si todavía no tienes experiencia —se lamentó Sam.

—Tengo muchos contactos que sí la tienen. ¡El mercado está lleno de oportunidades que estamos desaprovechando!

De esta forma fue como el Consejo tomó, finalmente, la decisión de desviar algunos millones de euros de la actividad de reciclaje al, potencialmente más lucrativo, negocio inmobiliario. También se acordó —con la renuencia de «Botines» y de GR, quien no soportaba que su hermano pudiera destacar en ninguna actividad, y menos si él no la controlaba— que fuera Ton quien la dirigiera, si bien bajo la supervisión del Consejo.

—Y ¿quiénes serán los administradores de la compañía? —espetó Modesto para adelantarse a lo que se temía que iba a ocurrir.

—Evidentemente, yo seré el administrador único —se ofreció inmediatamente Ton, haciendo que se cumplieran los peores presagios del abogado.

—¡Y una mierda! —saltó inmediatamente GR

—Esa no es manera de hablar —intervino Susy, que normalmente se mantenía callada durante las sesiones del Consejo.

—Rectifico... ¡Y un pepino! —continuó GR con cierta sorna—. Esto sería como entregar el mando de un avión a un ciego.

—Ya salió el todopoderoso; me gustaría saber por qué tú puedes arruinarnos como administrador único del equipo de fútbol, y yo no puedo serlo de la inmobiliaria con la que os haré ganar montones de dinero.

Y fue con este poco riguroso razonamiento como Ton consiguió tener, por primera vez, plenos poderes en una compañía y, lo que para él fue todavía más glorioso, sin estar sometido al control de su hermano.

Rendido ante lo inevitable, Modesto intentó aplacar el potencial desastre sugiriendo que, teniendo en cuenta que las inversiones inmobiliarias acostumbran a ser de elevado importe, cualquier decisión relativa a compras o endeudamiento debería ser previamente aprobada por el Consejo. Su propuesta fue aceptada por unanimidad, aunque con visible enfado por parte de Ton, y así se hizo constar en el libro de actas.

En opinión de GR, tal y como estaba el efervescente mercado inmobiliario, en el que él no creía, cualquiera podía ganar dinero, «incluso trabajando dos horas al día, que es lo que hará mi hermano», y hacía falta ser muy tonto para no conseguirlo. Para él, la verdadera prueba estaba en seguir ganando dinero cuando el mercado estuviera a la baja.

Para mayor gloria de Ton, la explosión de buenas adquisiciones en el área inmobiliaria coincidió con un periodo en el que el equipo de fútbol que gestionaba GR iba de mal en peor, con lo que el contraste entre el hermano «bueno-pero-desaprovechado» y el «malo-que-no-da-oportunidades-a-los-demás» se puso, en opinión de Ton y de la mayoría de la familia, en evidencia.

Esta situación, unida al hecho de que tanto Ton como su hermana Lucy estaban hartos de que GR condujera el negocio como si fuera suyo y que se inmiscuyera en todas las decisiones familiares e incluso personales, propició un cambio en los equilibrios de poder dentro de la familia y que la autoridad del primogénito se viera menoscabada en favor de los hermanos rebeldes capitaneados por Ton como nueva estrella emergente.

Por otra parte, este se desvivía —tenía tiempo y recursos para ello— en mimar a su hermana y satisfacer sus necesidades con cargo a su área de negocio, es decir, con cargo al patrimonio de su padre. Estas atenciones realizadas con premeditación y alevosía le estaban convirtiendo, poco a poco, en un referente familiar y minando el liderazgo de su hermano, ejercido siempre con el descarnado despotismo del que se cree infinitamente superior a los de su especie.

La sombra

Susy, la esposa de Sam, procedía también de una familia humilde que había vivido en uno de los barrios más desfavorecidos de la ciudad. De hecho, conoció a Sam cuando éste iniciaba su negocio de reciclado de metales yendo con una furgoneta a buscar los residuos de los talleres y fábricas del extrarradio. Cuando el ayudante de Sam se ponía enfermo era la propia Susy quien lo sustituía, auxiliándole a cargar y descargar los materiales de desecho.

Posteriormente, cuando la empresa se hubo desarrollado y ya contaba con varios empleados, Susy pasó a hacerse cargo de las tareas administrativas, así como del cobro a clientes. ¡Aquellos sí que fueron buenos tiempos! El negocio siguió creciendo, lo que permitió a Susy dejar de trabajar y poder encargarse de sus tres hijos sin que ello supusiera renunciar a su participación en las principales decisiones empresariales, puesto que Sam no tomaba ninguna que fuera importante sin consultarle.

Podría decirse que Susy era, debido tanto a su infalible intuición como a su gran sentido común, imprescindible para cuidar de la familia e insustituible para la buena marcha del negocio. Solamente había una cosa que la atormentaba y era si ella y su marido habían sido capaces de educar a sus hijos en la cultura del esfuerzo y de la constancia en el trabajo diario. Las privaciones y casi miseria con que habían crecido tanto ella como Sam les habían obligado a trabajar muy duro y temían que sus hijos no tuvieran su misma actitud, sino que se dedicaran a la buena vida y a esperar a ver lo que les caía de sus padres.

De hecho, únicamente GR había decidido estudiar, aunque no llegó a terminar ninguna carrera en concreto. Los restantes hijos se habían autocalificado como incapaces para el estudio y se habían dedicado a revolotear alrededor de su padre y de sus empresas. Ton siempre había considerado que tenía un don natural para hacer negocios y que las escuelas y las universidades solamente podían servir para adulterarlo. Su hija, Lucy, estuvo durante varios años internada en un colegio suizo donde aprendió principalmente francés, a tocar el piano y a cómo comportarse en sociedad, sin que al final llegara a destacar en ninguna de las tres materias.

El sufrimiento inicial sobre la educación de sus hijos había, con el transcurso de los años, dado paso a una sacrificada resignación, convencidos como estaban de que ya era demasiado tarde para cambiar las cosas. A veces, cuando estaban solos, comentaba con desánimo este tema con su marido.

—Sam, ¿cómo es posible que hayamos educado tan mal a nuestros hijos?

A lo que él contestaba invariablemente:

—No, Susy. No es que los hayamos criado mal, ¡es la consecuencia de tener unos padres ricos!

—¡Dichoso dinero! ¡Cómo me gustaría poder volver a empezar desde cero!

—Es cierto; el dinero trae muchas complicaciones, envidias, estado de permanentemente vigilia para que no decrezca y, sobre todo, estar muy atento a que no te lo confisquen los de Hacienda.

—¿Recuerdas lo felices y despreocupados que vivíamos cuando no teníamos dinero ni para pagar el recibo de la luz?

—Sí, Susy. ¡Eran otros tiempos!

Estos razonamientos constituyeron uno de los elementos decisivos para votar a favor de la creación, dentro del Family Office, de la división inmobiliaria que reportaría una ocupación a Ton y podría abrir nuevas oportunidades de distracción y actividad a su hija Lucy, a la cual Sam no quería ver por la empresa de reciclaje bajo el pretexto de que una chatarrería no era el mejor lugar para una señorita educada en Suiza.

No obstante, esta decisión creaba a Sam cierto desasosiego, ya que se trataba de una actividad desconocida para él y para la familia y requería la inversión de mucho dinero. El hecho de que Ton hubiera sido designado responsable de la misma no aminoraba, precisamente, sus inquietudes.

El divorcio

En cuanto a Lucy, después del reciente abandono por parte de su marido, necesitaba «hacer-alguna-cosa» para no aburrirse y, de paso, mantener a su hijo, por lo que pidió a Sam que le pusiera una tienda especializada en el cuidado y la alimentación de animales de compañía. La tienda, situada en la mejor esquina de la ciudad, seguía, después de un año y en opinión de su propietaria, funcionando muy bien. Cuando le preguntaban si un negocio de este tipo podría ser rentable teniendo en cuenta el alto coste del alquiler y los gastos mensuales, Lucy contestaba con convicción que eso era algo que no le preocupaba porqué creía que era su padre quién pagaba todas las facturas. Por otro lado, y sin que su hija se enterara, Sam se jactaba de que la niña le salía mucho más barata si estaba ocupada en el negocio peinando canes y otros bichos, que si corría descontrolada por todas las tiendas de la ciudad y pistas de esquí de los Alpes utilizando con desenfreno su tarjeta de crédito. Era una chica delgada, de mediana estatura, de facciones agradables sin ser una belleza, y, sobre todo, interesante. Daba la impresión de que, debajo de aquella fachada superficial, escondía cierto misticismo. Todo en ella emanaba una secreta e indescifrable sensualidad de forma que, sin ella proponérselo, todas las reuniones y comidas, no importa que fueran con amigos, clientes o simplemente conocidos, acababan siempre tratando temas relacionados con ese hecho, cosa que a ella no le desagradaba en absoluto.

Tenía un carácter alegre y extrovertido que resultaba encantador para todos aquellos que la trataban superficialmente. En cuanto a los restantes, evitaban toparse con ella, puesto que, en cuestión de segundos, era capaz de complicarle extraordinariamente la vida a cualquiera; muchas veces con preguntas o peticiones en apariencia tontas pero que para el receptor le suponían un trabajo engorroso y mortificante, aún más cuando el importunado pensaba que, muy posiblemente, no serviría para nada. En numerosas ocasiones, cuando la desafortunada víctima le entregaba el laborioso resultado de su solicitud, la respuesta solía ser: «¿Está seguro de que yo le pedí esto?» o «muchas gracias, pero ya no me hace falta». También tenía la nefanda habilidad de, en cualquier tipo de reunión, ya fuera familiar o de negocios, escoger las preguntas que más fastidiaban al interpelado o a alguno o varios de los asistentes. Los que podían permitírselo le respondían, siempre que tuvieran los necesarios reflejos, con incómodas evasivas.

En resumen, era de aquellas personas que, con su sola y encantadora presencia y sin ella proponérselo, podía fastidiar tus planes; y encima tenías que aparentar que estabas encantado. A pesar de tener todo lo que quería, un psicólogo hubiera concluido que la parte perversa de su comportamiento se debía a un sentimiento de permanente insatisfacción provocado por el déficit de atención y cariño que había acumulado durante los años de internado. Y más tarde, como consecuencia de haber sido tratada por todos como una niña tonta y mal criada cuya única oportunidad, evidentemente desaprovechada, era conseguir un buen matrimonio.

Por todo ello, Lucy era vista por todos como una chica acostumbrada a satisfacer todos sus antojos por costosos que fueran, incluyendo su matrimonio con un hindú de Kerala que había conocido durante un stage en la India —que debía durar un mes y se extendió casi un año—, y con el que, posteriormente, convivió durante otro período similar en Nueva York, con el objetivo de aprender inglés y, de pasada, conocer gente y mundo.

A las pocas semanas de regresar a casa procedente de Nueva York, ya lucía un espectacular embarazo que mostraba con gran satisfacción y poco decoro, máxime cuando todos sus conocidos estaban escandalizados con el hecho de que la niña de Sam estuviera embarazada de un extranjero del que nadie tenía referencias y que, además, ¡era indio!

La convivencia conyugal finalizó a los pocos meses de resolverse el embarazo, cuando el marido de Lucy propuso que ambos se marcharan a la India, donde él había encontrado un empleo de broker en un banco estatal de Mumbai.

—Papá, estamos pensando en irnos a vivir a la India.

—¿A la India? Pero ¿es que te has vuelto loca?

—No, es que a Adamya —que así se llamaba el hindú— le han ofrecido un empleo en un banco de aquel país.

—Pero si aquello no tiene ni la consideración de país... todo es miseria. ¡No creo que sea un lugar adecuado para mi hija! ¿Para esto te hemos pagado una educación en los mejores colegios de señoritas de Europa?

A Sam, aunque quería muchísimo a su hija, le pasaba algo parecido que al resto de los mortales, es decir, sólo con verla ya sabía que se aproximaban oscuros nubarrones en forma de problemas.

—Papá, no deberías preocuparte tanto. Además, entre lo que ganará Adamya trabajando para el banco y tu asignación mensual, podremos vivir en un buen barrio con todas las comodidades y la máxima seguridad. ¡Y te ahorrarás mucho dinero cerrando la tienda!

—¡Ni pensarlo! Mi asignación no va a transferirse fuera de nuestro querido país y menos para ser cambiada por rupias o vete a saber qué otra especie de moneda. Ya me he acostumbrado a que parezca que mi nieto se pasa todo el año en la playa tomando el sol, pero que viva tan lejos y sin ninguna garantía respecto a su educación no puedo aceptarlo. Además, Susy se moriría de tristeza sin tenerlo cerca de ella. Y la culpa es tuya porque la has mal acostumbrado dejándole ejercer el papel de madre mientras tú y tu marido pendoneabais por todo el mundo de fiesta en fiesta.

Transcurridos varios meses sin que Sam cambiara de opinión, Adamya se marchó a trabajar a su país y Lucy siguió con el mismo estilo de vida, pero sustituyendo a su marido por eventuales acompañantes, eso sí, generalmente menos atezados. Esta falta de recato enojaba profundamente a Sam y era motivo de frecuentes disputas entre ellos.

—Papá, déjame, que soy mayor de edad.

—No deberías comportarte como una fulana. ¡Estás todavía casada!

—Por tu culpa parezco más bien una viuda.

—Pues todavía peor, incluso las leyes romanas imponían un periodo de espera de diez meses para las viudas y divorciadas.

—¡Qué anticuado eres, papá! Me gustaría saber qué hacías tú a mi edad.

Finalmente, Adamya y Lucy acordaron por e-mail tramitar un divorcio exprés de mutuo acuerdo, quedando como único punto pendiente la guarda y custodia del niño, aspecto que causaba gran desasosiego a Susy y un gran cabreo a Sam, el cual citó a su abogado para pedirle ayuda.

—Modesto, necesitaría que me hicieras un favor.

—Lo que tú quieras, Sam.

—La niña, que me ha vuelto a meter en un lío; se está divorciando del indio y resulta que éste anda diciendo que, de acuerdo con las leyes de su país, es el padre quien tiene todos los derechos sobre los hijos.

—¡Vaya complicación! Susy debe estar horrorizada.

—Y que lo digas; por esto te he pedido que vinieras. Tú siempre tuviste buenas relaciones con el indostánico. ¿Crees que podrías acercarte por allí y convencer a ese desgraciado de que ceda la guarda y custodia de mi nieto a su madre?

—No será fácil convencerle; precisamente porque le conozco, sé que te puede costar una fortuna.

—Lo sé y no me importa. Solo puedo confiar en ti; intenta que sea lo menos posible, pero, en cualquier caso, lo que tú decidas me parecerá bien.

El primer encuentro de Modesto con Lucy fuera de la empresa fue en una comida entre amigos, a la cual también asistió GR. En estos momentos este estaba saliendo de su tercer divorcio y le pidió a su hermana, ya definitivamente divorciada y con la guarda y custodia de su hijo, que le acompañara. A pesar de que Modesto acudió con una amiga que, utilizando términos propios del léxico laboral, podría calificarse de «fija-discontinua», cuando vio aparecer a Lucy en el restaurante, rubia, delgada, con un vestido negro, corto y con un escote que, sin ser exagerado, dejaba ver parcialmente sus senos, realzados por un sostén también negro y con un ribete rojo, se sintió como un debutante de dieciséis años que asiste a su primer baile.

Tal fue su desazón inicial que, cuando GR se la presentó formalmente, solamente pudo balbucir un ininteligible y poco adecuado «¿cómo estás?», que, a la vista de su azoramiento, Lucy se limitó a contestar con cierto regocijo con un «estupendamente», que por su espontaneidad y veracidad pareció redundante. Hay que decir que la poca desenvoltura y excesiva timidez de Modesto le hacían bastante incompetente para las relaciones sociales, y más cuando se trataba de féminas que, además, eran ricas herederas.

Ante esa situación, GR, con sus reflejos habituales, instruyó a su hermana para que se sentara al lado de su asesor, mientras él tomaba posiciones en el lado contrario, es decir, enfrente de la que, hasta este momento, era la acompañante de Modesto y que respondía al nombre de Rocío.

La comida fue divertida, ya que estuvo sazonada con ingredientes picantes para todos los gustos. Lucy era un portento y supo mantener un ambiente electrizante durante toda la cena, tratando temas banales y divertidos, pero siempre con aquella pizca de sensualidad innata, no solo en lo que decía sino en cómo lo decía o lo hacía, consiguiendo mantener completamente hechizado a Modesto durante toda la velada. Si ella hubiera aprendido del hindú a tocar la flauta, este hubiera bailado toda la noche como si fuera una serpiente de cascabel. Estaba tan concentrado en ella que ni se dio cuenta de que, mientras él se mantenía en este estado de obnubilación reptiliana, GR estaba, descaradamente, poniendo el pie descalzo en medio de la entrepierna de Rocío, con gran deleite por parte de esta.

Cuando llegaron los postres, Lucy se fue a los aseos y cuando regresó se acercó a la mesa y obsequió a Modesto con una pequeña caja de cartón forrada con un papel de vistosos colores.

—Es un regalo para ti, pero no puedes abrirlo hasta después de la cena, cuando estés a solas en tu casa.

—Gracias, pero ¿a qué obedece este obsequio?

—No es un obsequio; es un recuerdo de esta velada —contesto guiñándole un ojo, ante el ostensible enojo de Rocío, su casquivana pareja.

—Gracias —reiteró Modesto, aunque también hubiera sido inolvidable sin el regalo.

—No hubiera sido exactamente lo mismo, créeme —replicó ella con picardía.

—¿Nos vamos, GR? —dijo Lucy, dando por finalizado el episodio.

Todos aprovecharon para levantarse de la mesa con la intención de marcharse, aunque el más renuente fue GR, que le había encontrado el gusto a sobar a la acompañante del abogado de la familia.

—Déjame que me despida —se decidió GR. —Modesto, te telefonearé para comentar algunas cosas sobre las últimas veleidades de mi hermano..., a ti, ricura —musitó dirigiéndose a Rocío— también te llamaré, aunque confío en poder concretar para qué cuando nos volvamos a ver.

Modesto permaneció sentado apurando su whisky mientras miraba con cierto desdén a su acalorada partenaire.

—Espero que abras inmediatamente el regalo —le largó Rocío, antes de que consiguiera beber un nuevo sorbo.

—Lucy me ha prohibido abrirlo si no es a solas.

—¡No seas plasta y ábrelo! ¡Estoy impaciente por ver lo que te ha regalado esta pelandusca!

—Debe de ser alguna tontería —contestó él con el ánimo de hacerse rogar y porque estaba mosqueado por la actitud permisiva y entregada que Rocío había mantenido con GR

—Va... ¡Ábrelo de una vez! —insistió ella con impaciencia mientras colocaba su mano izquierda sobre la pierna derecha de su acompañante; si lo abres ahora, esta noche te haré olvidar a esta putilla mimada para siempre.

—Bueno... si es así —accedió Modesto, todavía perturbado por la excitación que le había causado Lucy.

Haciendo toda la comedia de la que fue capaz, procedió lentamente a abrir la dichosa cajita y a sacar con parsimonia su contenido: un precioso y minúsculo tanga negro con un ribete rojo. Su lábil acompañante, al observar la prenda dentro de la cajita, se puso a reír como una loca, la sacó del envoltorio, la observó con detenimiento mientras la alzaba entre el dedo índice y el pulgar, la olió dos o tres veces y se la estampó a Modesto en las narices mientras le decía: ¡esta noche te vas a conformar con una sola fragancia... y no tendrá nada que ver conmigo! A continuación, se levantó, cogió el abrigo y se largó corriendo mientras gritaba —para regocijo de la clientela que alcanzó a oírla— ¡vete a tomar por el culo y que te la chupe ella!

II. El niño sándwich

El segundo es el primero de los perdedores.

Ayrton Senna

Verano

Los años siguientes se sucedieron con tediosa monotonía mientras el negocio de la chatarra era cada vez más próspero; Ton ya llevaba tres comprando inmuebles y construyendo edificaciones, según él a cuál mejor, y la economía, en general, marchaba a todo ritmo. Parodiando el eslogan de un político de turno todo se reducía a una frase: ¡el país va bien!

Los consejos de administración eran un festejo donde se celebraban los memorables resultados de todas las compañías, a excepción del equipo de fútbol, cuyas pérdidas consideraba Sam como su particular contribución en beneficio de la sociedad, de lo que le gustaba vanagloriarse diciendo que cada uno debía ganarse el pan, pero que él se encargaba del circo.

—GR—preguntó Sam—. ¿Cómo ves la situación de la economía?

—Por el momento muy bien; gracias a la política de mantener bajos los tipos de interés y de proporcionar liquidez ilimitada a los mercados, practicada por casi todos los bancos centrales de Occidente, el dinero fluye con facilidad tanto para las empresas como para los particulares, por lo que todo el mundo dispone de financiación para invertir y para comprar.

—Estas circunstancias son muy favorables para la actividad inmobiliaria —se apuntó Ton—; los bancos, para rentabilizar sus cuentas de resultados en un entorno de intereses bajos, conceden créditos hipotecarios a cualquiera que tenga intención de comprarse una vivienda con independencia de su solvencia y, además, si es necesario, hinchan las tasaciones para que el préstamo cubra el precio total de la vivienda, la posterior decoración, los impuestos, el mobiliario y, en muchos casos, incluso ¡las próximas vacaciones!

—Esto acabará mal —apuntó Sam—, después de escuchar las opiniones de sus hijos sobre la coyuntura económica.

—No seas agorero, papá —replicó Ton, con un mohín de fastidio—. ¿No ves que todo el mundo sale ganando?; los bancos endeudándose a precios bajos para facilitar financiación a todo el que la pida; los consumidores comprando a crédito todo tipo de bienes y especulando con las continuas alzas de precios de los inmuebles; y el Estado recaudando impuestos como nunca. Como consecuencia de ello, todo el que quiere tiene trabajo, los consumidores gastan, las empresas venden, el Estado tiene un superávit que invierte en obras faraónicas e inútiles y... ¡larga vida al mercado!

—En economía, todos los excesos se pagan —pontificó «Botines», que vivía atormentado porque no se había atrevido a invertir nada en la construcción—; el día menos pensado, todo este montaje se desplomará.

—La chatarra y los zapatos no sé, pero ¡el ladrillo nunca baja de precio! —pontificó Ton—; además, papá, deberías saber la teoría del tonto superior.

Ton se levantó de la mesa y rebosando petulancia explicó esta teoría, según la cual no hay problema en pagar un precio desproporcionado por algo que no lo vale siempre que haya alguien más tonto que esté dispuesto a ofrecer un precio superior más adelante.

—Esto lo dices porque eres joven y no has pasado ninguna crisis —apostilló «Botines», tratando una vez más de frenar cualquier síntoma de euforia. A veces, también los tontos se acaban.

—Pues yo me reafirmo en que deberíamos invertir más dinero en promociones —redundó Ton.

—No, si ha de salir de la empresa de reciclaje —intentó, sin excesiva convicción, concluir Sam.

—Pues, entonces, lo que debemos hacer es endeudarnos más para poder realizar más operaciones inmobiliarias —añadió Ton.

Ese se había convertido en el tema estrella de los últimos consejos. Uno de los amigos de Ton era, al mismo tiempo, su asesor financiero y le instigaba constantemente a ganar volumen de inversión mediante el endeudamiento, que él se encargaba de proporcionar.

—Esto no me gusta nada —repitió Sam—. Además, ya te has empeñado mucho hasta la fecha.

—Yo estoy con papá —intervino GR, viendo que el tema podía volver a escaparse de su control y no queriendo perderse una nueva oportunidad de ir contra su hermano.

—Yo también estoy de acuerdo con Sam; en mi opinión debemos seguir siendo prudentes y no entramparnos con más deuda —se apuntó Arturo, consejero desde hacía pocos años.

Arturo había sido durante muchos años el director financiero del grupo y, cuando le llegó la jubilación, Sam le ofreció formar parte del Consejo de Administración, con el objeto de seguir contando con el apoyo de una persona de confianza y muy conocedora de los intríngulis financieros de la empresa. Era un individuo alto, delgado —casi enjuto— y de tez cetrina, posiblemente debido a tantos años de llevar la contabilidad bajo lámparas de neón que proporcionaban una luz insuficiente y amarillenta. Como todo buen financiero, tampoco era amante de las aventuras y temía, en todas las ocasiones e incluso en los tiempos de máxima bonanza, que con el dinero disponible no se alcanzara a pagar todas las facturas. Había sido la mano derecha de Sam en su personal cruzada de reducción de gastos y se habían pasado muchos fines de semana repasando todas las partidas del debe, una por una, para cazar y aniquilar cualquier fuente de dispendio innecesario. Era una buena persona, contraria a los conflictos de cualquier tipo, con el que se podía dialogar en cualquier circunstancia, amén de un poco misógino, por lo que se ruborizaba en todas las ocasiones en que se dirigía a las mujeres del Consejo. En definitiva, calificarlo de consejero independiente hubiera sido, como mínimo, una exageración.

—Pues a mí me parece muy adecuado lo que dice Ton —apuntó, siempre a destiempo, Lucy—. Por cierto GR... el otro día estuve pensando que me gustaría conocer los resultados del equipo de fútbol en las diez últimas temporadas. ¿Puedo llamar a tu contable para pedírselo?

—Mi contable está ahora muy ocupado con el cierre de los balances mensuales. Ya se lo pediré yo —contestó GR, de mal humor y confiando en que su hermana se olvidaría del tema a los pocos días.

Sam seguía la discusión con cierto fastidio, pues otras, en idénticos términos, habían tenido lugar en anteriores consejos sin que se llegara a tomar ninguna decisión definitiva. De hecho, también se sentía atraído por la facilidad con la que algunos conocidos estaban realizando auténticas fortunas en el sector inmobiliario. Su firmeza en no desviar fondos de la empresa para esta actividad empezaba a tambalearse, aunque se mantenía renuente al dudar tanto de la capacidad como de la visión excesivamente codiciosa de sus hijos para gestionar cualquier negocio.

—No tienes ni idea, papá; he hecho un estudio de los balances de las principales compañías inmobiliarias y su ratio de endeudamiento es más del doble del que tenemos nosotros —añadió Ton—. Por otra parte, todo el que conozca medianamente el sector inmobiliario sabe que es un negocio eminentemente financiero.

—Papá, eres un anticuado. Todo el mundo financia las inversiones inmobiliarias con hipotecas. ¡Esas son las reglas del juego! —añadió Lucy, la cual tenía bien presente que Ton le había dotado de un sustancioso sueldo por ayudarle en el negocio inmobiliario.

—Cada día pasan por nuestras oficinas dos o tres bancos ofre- ciéndonos dinero —comentó como de pasada Ton—. ¡Y barato!

—Bien —accedió finalmente Sam; quizás me haya vuelto viejo y demasiado conservador. ¡Adelante!... como dijo Julio César al cruzar el Rubicón: «Los dados están en alto»; pero... ¡sed prudentes!

—¡Gracias, papá! No te arrepentirás.

—¿Y tú qué opinas, Modesto? —preguntó el patriarca como último e inútil recurso.

—En mi opinión un endeudamiento moderado no es peligroso, siempre que esté dentro de los límites que podamos asumir, incluso en las peores circunstancias —contestó el interpelado mirando directamente a Sam, y de reojo a GR, que le fulminó con la mirada—. En cualquier caso —prosiguió— sugiero que mantengamos la actual política de que toda nueva inversión o nuevo préstamo deba ser aprobado previamente por este Consejo.

Esta vez fue Ton quien le echó mal de ojo, mientras «Botines», Arturo y los demás consejeros —a excepción de Lucy— celebraron interiormente esta última intervención.

En los últimos tiempos, la posición de Modesto en éste órgano de administración había cambiado sustancialmente, ya que, de ser un simple asesor de confianza, se había convertido casi en un miembro más de la familia. En ello había influido bastante el hecho de que todos le consideraban como el pretendiente oficial de Lucy, posición que, a pesar de no ajustarse a la realidad, esta no intentó negar en absoluto.

Modesto todavía estaba desconcertado sobre cómo había llegado a producirse esa situación y le intrigaba sobremanera saber quién eran los que la fomentaban. Esas reflexiones le llevaron a recordar que, después de la cena en la que Lucy le hizo el «regalito», las cosas se habían desarrolado de un modo imprevisto.

La inocencia

Debían de ser las cuatro de la madrugada cuando Modesto consiguió dormirse, mientras los brazos, piernas y pechos de Lucy le envolvían como una enredadera feromónica. A los pocos minutos, le despertó una música menos sensual, aunque mucho más conocida que la melodía que sonaba en el momento de dormirse y que, después de algunas dudas, reconoció como la de su odioso teléfono móvil que, debido a su galopante nomofobia (no-mobile-phone-phobia), mantenía siempre a menos de un metro de su persona.

—¿Qué pasa? —consiguió apenas balbucir.

—Modesto, ¿te he despertado? —le contestó una voz difícil de reconocer a través de tan desconsiderado aparato.

—¿Quién eres? —dijo, intentando ganar tiempo para ver si conseguía que su cerebro se pusiera efectivamente en marcha.

—¿Ya no reconoces mi voz? Soy GR.

—¿Ha pasado algo?

—No, en absoluto; sólo quería comentar unas cosillas contigo.

—¿A estas horas?

—Bueno... no pensaba que ya estuvieras durmiendo.

—¿A las cuatro de la madrugada?

—Cualquier hora es buena para pasarlo bien.

—Vale, vale. ¿De qué demonios quieres hablar? —transigió Modesto, procurando evitar profundizar en el tema de la diversión after hours.

—Mira, no me gusta nada el cariz que está tomando la estrategia de Ton en relación al negocio inmobiliario; pienso que si no le paramos los pies, puede acabar arruinando a toda la familia.

—¿Esta noche?

—No seas burro —contestó, intentando sonar simpático.

—Solamente quería saber si podía contar contigo para evitar una catástrofe.

—Tú sabes que yo siempre intento hacer lo mejor para tus padres y para la familia —.El jurista trató de escabullirse mediante un regate en corto.

—¡Pues ahora tienes una gran oportunidad! —se la devolvió ladinamente GR.

—Bueno... mañana hablamos.

—Muy bien. Por cierto... Si-por-ca-sua-lidad vieras a mi hermana, dile que mañana a primera hora me gustaría tener una pequeña conversación con ella.

Modesto colgó el teléfono intrigado por saber cómo podía GR haberse enterado de que estaba con su hermana y rabioso de pensar lo divertido que debía parecerle... ¡Y encima pretendía utilizarlo para que accediera a colaborar en sus turbios manejos contra su hermano menor!

Le costó lo indecible volver a conciliar el sueño y, cuanto más le daba vueltas al asunto, más furioso se sentía. El hecho de no estar acostumbrado a dormir con alguien pegado a su cuerpo le producía una sensación de asfixia que no le ayudaba en absoluto a calmarse.

De pronto, cayó en la cuenta de que el extraño animal lapa que le acompañaba no debía ser ajeno a todo aquel montaje. Así que, se levantó, se fue a la cocina a preparar dos zumos de naranja, contó varias veces hasta cien y se dispuso a despertar a Lucy con el objeto de averiguar hasta qué punto estaba involucrada en aquella conspiración.

Cuando entró con los zumos en la habitación se la encontró medio despierta, con el pelo revuelto y acodada en la almohada. Tenía un aspecto menos sofisticado que en la cena de la noche anterior, pero mucho más salvaje y, en cierto modo, perturbador.

El aire viciado de la habitación no ayudaba precisamente a tener pensamientos fraternales.

—¿Sabes que roncas? —le soltó ella como saludo.

—Entre otras virtudes —contestó Modesto, sin saber muy bien por qué; —privilegios de soltero.

—No, si a mí no me molesta, peores eran los ruidos de la calle donde vivía en Nueva York.

—Bueno, me gustaría saber cómo has caído dentro de mi cama.

—Ya te conté; me sentía muy sola y, además, algo borracha.

Entonces Modesto recordó la escena con que se encontró la noche anterior al llegar a su casa: Lucy estaba tomándose un gin-tonic sentada en la taza del váter, con las bragas por los tobillos y llorando a moco tendido. En conjunto, un patético espectáculo pero que, para su etílica vergüenza, le excitó.

—¿Qué haces aquí? ¿Te ha ocurrido algo?

Lucy se puso a llorar todavía con más intensidad, mientras el gin-tonic le caía chorreando por la parte interior del muslo de una de sus bien torneadas piernas.

—No lo sé. ¡Me encontraba muy sola!

—¿Quieres que te acompañe a casa?

—No, no me gustaría que nadie me viera en estas condiciones

—respondió entre sollozos.

—¿Entonces?

—¿Dejarás que me quede a dormir aquí esta noche? —imploró ella desesperada.

—Preferiría que no. ¿Qué pensará tu familia si se entera?

—Total, les importo un bledo; nunca se han preocupado de mí.

¿Puedo dormir en tu habitación de invitados? No te ocasionaré ninguna molestia.

—Bien; te dejaré un pijama mío. ¿Puedo hacer algo más por ti?

—Sí, por favor. ¿Podrías darme un beso de buenas noches y un abrazo? Los necesito para dormir.

Modesto procedió a satisfacerla y se fue a descansar a su habitación. Cuando empezaba a adormilarse, oyó que se abría la puerta y entraba Lucy, deslizándose subrepticiamente dentro de su cama mientras le decía sosegadamente «no te preocupes por mí, solamente necesito algo de compañía», lo que provocó que el propietario de la cama no pudiese casi dormir en toda la noche.

—Ha llamado tu hermano.

—¿GR?

—¡Quién iba a ser!

—No le habrás dicho que estaba aquí contigo.

—Oye, ¿a qué juegas? ¿Te ha enviado él?

—¿Insinúas que soy una puta?

—Yo no he dicho eso; ni tú has contestado a mi pregunta.

—¡Es evidente que no! De todas formas, si quieres te hago un servicio y así te quedas más tranquilo —balbució mientras arrancaba, otra vez, a gimotear.

Modesto se volvió a tender en la cama y Lucy, inesperadamente, se arrebujó contra su cuerpo sin decir ni una palabra más.

A la mañana siguiente, Modesto se levantó, se duchó y mientras estaba afeitándose apareció ella, con el pijama arrugado, todavía más despeinada, con más ojeras y, si ello fuera posible, más arrebatadoramente excitante. Sin decir palabra se sentó en el inodoro e hizo pis con total despreocupación, mientras arrancaba lo que, inicialmente, pareció una conversación intrascendente.

—¿Conseguiste dormir algo?

—Muy poco.

—Lo siento; ha sido culpa mía.

—No te preocupes, no ha sido tan horrible.

—Pensarás que soy una tonta.

—No es eso.

—¡Lo de hacerte un servicio iba en serio!

Vaya... ¡Lo que me faltaba!, pensó Modesto, debatiéndose entre el deseo y la inoportunidad de aprovecharse sexualmente de las horas bajas de la hija de su principal cliente. Si no fuera por la confianza que sus padres tenían depositada en él, probablemente se hubiera lanzado sin decoro a seguir las proposiciones de su involuntaria invitada.

—Además, todavía está en vigor.

—Lucy... dúchate y vete a casa. Ya hablaremos de esto en otro momento.

—Me marcho, aunque... no sabes lo que te pierdes; tengo habilidades que te sorprenderían.

—Vete, por favor.

—Solo si seguimos siendo amigos.

—Vale, pero debes irte a tu casa.

El testamento

Transcurridos unos días desde la insólita noche con Lucy, Ton invitó a Modesto a almorzar en el restaurante Cinegéticus, un local en el centro de la ciudad con decoración íntima, clásica y bastante trasnochada; camareros con pajarita que ya no se acordaban del tiempo transcurrido desde que habían alcanzado la edad legal de jubilación y un maître muy amable y cotilla; pero donde se come el mejor steak tartar de la ciudad y, posiblemente, el único local donde es posible degustar las preciadas becadas, en temporada.

—Hola, muchachos —les saludó Alfredo—. ¿Cómo está tu padre? —dirigiéndose a Ton—. Hace días que no le veo... y me preocupa.

—Muy bien. Ya sabes lo atareado que está siempre; además, ahora dedica mucho tiempo a sus nietos.

—¡Bah! ¡Todos son iguales! En cuanto tienen nietos se olvidan de sus amigos. Yo creo que quieren expiar la culpa de la falta de dedicación a sus hijos cuando estos eran menores.

—¡Ya te llegará el momento!; y vas a volverte igual de tontaina.

—¿Sabes que les pago una prima a mis hijos por cada año que retrasan tan fatídica circunstancia? Para comer lo de siempre ¡Dejadlo en mis manos!

Mientras el maître estaba organizando el menú en la cocina, los dos comensales empezaron a hablar.

—Bien, Ton; si me has invitado a comer a un restaurante tan caro, de inicio saco dos conclusiones: la primera, que tu padre no lo sabe o bien, cosa excepcional, que pagarás tú la factura; la segunda es consecuencia de la primera: tienes algo importante que decirme.

—¡Tú siempre tan sagaz! Tienes razón. Quiero pedirte que me apoyes para que papá me autorice a invertir más dinero en la inmobiliaria y, además, permita que me endeude para aumentar la actividad.

El consejero procuró comportarse cautamente porque ni le gustaba el desaforado ímpetu del novicio inversor en bienes raíces ni quería darle esperanzas sobre algo sobre lo que sabía que tanto su padre como su hermano se mostrarían en desacuerdo.

—Posiblemente —añadió con prudencia—, deberías demostrarle que eres capaz de ganar dinero de forma recurrente.

—Pero ¡si ya le estoy haciendo ganar una fortuna!

—Hasta la fecha, que yo sepa, has comprado y construido mucho, pero no has vendido casi nada. El beneficio no se consolida hasta el momento de la venta, y si me apuras, del cobro de lo vendido.

—¡No es cierto! La mayoría de las cosas que he comprado me las quitarían de las manos por más del doble del precio que pagamos en su momento.

—Seguramente, pero es un beneficio que todavía no se ha realizado.

—¿Me apoyarás?

—Veremos cómo lo presentas al Consejo; también dependerá de la actitud que adopten tu padre, G.R. y los demás consejeros cuando tratemos el tema. Ya sabes que no están muy por la labor. Interrumpieron brevemente la conversación mientras Alfredo les preparaba a mano su famoso steak tartar, partiendo de un magnífico y rosado filete y mezclando los ingredientes con excelsa profesionalidad.

—¿Lo queréis muy picante? —preguntó el maître.

—Sí, bastante... pero sin que te pases —coincidieron ambos.

Esperaron a reanudar el diálogo a que el chismoso de Alfredo acabara con la mezcla, producto que consiguió después de varias pausas para afinar la vianda al gusto de los clientes.

—Esta es la segunda cosa que quería comentarte. ¡Estoy harto de GR y sus actitudes obstruccionistas! Solo intenta fastidiarme e impedir que triunfe por mis propios medios, limitándose a decir machaconamente que él no cree ni en mí ni en el negocio inmobiliario y que ya veremos lo que pasará cuando acabe la bonanza en el sector.

—Quizás tenga algo de razón —. El asesor buscó provocarle.

—También dice que soy demasiado joven y que no sé lo que es una crisis, pero no se da cuenta que esto es cosa del pasado; llevamos quince años de crecimiento del sector y esto todavía continuará muchos años.

—Algunos economistas opinan que no está tan claro.

—Cómo no va a estar claro si cada día tengo frente a mi despacho una cola de directores de banco que quieren financiar al cien por cien mis inversiones a unos tipos de interés ridículamente bajos.

—Esto es cierto, pero no sabemos cuánto durará.

—Bien, volvamos a GR. ¿Sabes que desde que está más involucrado en el negocio de papá, los números no salen tan fácilmente?

—Sí; parece que el mercado de los productos reciclados no marcha muy bien: demasiada competencia.

—¡O incompetencia! ¡Este sabelotodo conseguirá hundirnos! ¡Y «nosotros» no queremos hundirnos con él!

Alfredo volvió a comparecer con la intención aparente de interesarse sobre el grado de satisfacción de sus invitados, pero en realidad, lo hacía atraído por el intentar averiguar que estaban tramando. Estos le ahuyentaron haciendo uso de su total indiferencia y prosiguieron con la conversación.

—Te adelanto que voy a convencer a mi padre para que ponga el negocio inmobiliario a mi nombre —continuó Ton, como si lo que había comentado hasta el momento no fuera suficiente.

—¿Lo dices en serio? —cuestionó Modesto, mientras se le atragantaba el trinchado de ternera.

—¡Absolutamente! Sería profundamente injusto que el producto de mi esfuerzo vaya a aprovechar a mis hermanos. ¡Y mucho menos a GR.!

—Ya, pero el dinero invertido es de tu padre, forma parte del patrimonio familiar.

—¿Acaso yo no soy parte de la familia? Y esto nos lleva al otro tema que quería hablar contigo. Nos hemos enterado —mis hermanos y yo— de que papá ha nombrado heredera universal a nuestra madre.

—No puedo hablar sobre este tema. Secreto profesional.

—Bueno, me da igual que lo confirmes o que lo niegues; lo sé de buena fuente: papá tuvo la desfachatez de decírnoslo personalmente.

—¿Y?

—¡Que es una barbaridad! ¡Nos ha desheredado! —exclamó al tiempo que su cara se transformaba en una desagradable y horrorosa mueca de incredulidad.

En este momento, Modesto se percató de la razón de una comida tan cara, y se asustó pensando en la cantidad de dinero que la empresa había confiado a un sujeto que estaba profundamente desequilibrado por los atávicos rencores hacia su hermano y, por culpa de este, hacia el resto de la humanidad.

Esta reflexión le llevó a rememorar lo que le había contado Anabel, su primera novia, psicóloga y madre de su hija Paula, sobre la Teoría del Orden de Nacimiento, según la cual el primogénito hereda el conservadurismo, el respeto a las expectativas, los valores paternos y el perfeccionismo, mientras en el otro extremo, el benjamín se caracteriza por la bohemia y el riesgo, es divertido, encantador y probablemente más débil que el resto de hermanos. El hermano intermedio, también denominado «el niño sándwich», está en terreno de nadie, por lo que tarda en decidir lo que hace con su vida y desarrolla más relaciones con iguales que jerárquicas. Esta teoría casaba perfectamente con los hijos de Sam, con un hijo mayor dominante, responsable y seguro de sí mismo, un segundo inseguro y acomplejado y una tercera consentida, juguetona y despreocupada.

Pero Ton, además de ser el mediano, lo que según la mencionada teoría se considera la peor ubicación posible en el orden de relación fraternal, había pasado toda su infancia sometido al maltrato psicológico de GR, motivado por su necesidad de poder y control, mediante bromas pesadas, ridiculizaciones, insultos, amenazas y amedrentamientos con la intención de infringirle daños y sojuzgarle. Ton, después de haber fallado en todos sus intentos de hacer frente a las agresiones de su hermano dejó de resistirse, en lo que la fecunda psicóloga denominaba como «indefensión aprendida», comportamiento que produjo en Ton una constante y creciente acumulación de resentimiento hacia su hermano.

Como resultado de todo ello, Ton tenía una enorme necesidad de sobresalir y demostrar que podía llegar a ser alguien eminente por sí mismo, sin importarle los medios necesarios para alcanzar tal objetivo.

—Bien, suponiendo que fuera cierto; tu padre tiene derecho a hacer lo que le dé la gana con su patrimonio.

—¡Eso sí que no! Somos sus hijos, estamos comprometidos en los negocios familiares y...

—¿Y qué?

—¡Coño! ¡Que no podemos esperar a que tengamos setenta años para ser ricos!

—Tampoco vivís tan mal.

—¡Joder que no! ¿Tú crees que es lógico que a mi edad cada vez que cambio de deportivo tenga que pedirle permiso a papá y, lo que es más grave, oír a mi madre opinar sobre su color?

—Evitarías estos problemas si te lo compraras con tu dinero.

—¡Mi dinero, mi dinero...! ¿Tú crees que con los miserables ciento cincuenta mil euros que mi padre nos paga al año podemos vivir decentemente? ¡Vaya mierda! Además, te imaginas que primero se muere mi padre y que tenemos que tirarnos diez o quince años bajo su dirección ¡Y más con lo mandona que es!

A medida que avanzaba la conversación, la incomodidad de Modesto iba en aumento, si bien la prudencia y la curiosidad de ver hasta dónde podían llegar los desvaríos de Ton le decidieron a no interrumpir su alucinante perorata.

—¡Ya! ¡Un matriarcado! ¡En pleno siglo veintiuno! Antes hago como papá y me apunto a la Legión. ¡O la mato!

Llegados a este extremo, la paciencia e indignación del abogado alcanzaron su límite de saturación, pero no logró dar con la fórmula para acabar con tamaño despropósito sin producir una ruptura que tampoco era conveniente por su bien y por el de la familia.

—¿Y qué piensas hacer? —preguntó, obviando el último exabrupto del niñato.

—En primer lugar, hablaré con papá e intentaré que entre en razón. Si no lo conseguimos, ¡pasaremos a la acción! En esto creo que estaremos de acuerdo, por primera vez en la vida, todos los hermanos y confío en que tú también.

—¿Tú crees que Lucy estará de vuestro lado? —preguntó Modesto, desoyendo el intento de reclutarle para su bando.

—Creemos que sí; a pesar de que es una sentimental, también le gusta el dinero y, además, en estos momentos depende económicamente de mí.

—Yo de vosotros, me lo pensaría bien. Además, debo añadir que, llegados a este punto, consideraré que esta conversación no ha tenido lugar.

—Ya veremos —replicó Ton ingratamente—. Por cierto, hablando de Lucy. ¿Qué tal es?

—¿Qué quieres decir?

—Si es tan ninfómana como dicen.

—¡Cómo voy yo a saberlo! Y tú, ¿por qué lo dices?

—Porque de pequeña ya le gustaba jugar conmigo a médicos y enfermeras.

Una idea banal

A Lucy no le satisfacía el bien remunerado empleo que le había facilitado su hermano, dado que sus obligaciones consistían básicamente en ir a buscar todos los días el correo y los periódicos para, después, pasarle a Ton un resumen de las noticias sobre el sector mientras atendía las pocas llamadas telefónicas que recibían. La principal ventaja del puesto era que le eximía de la obligación de atender la, ahora, aburrida tienda de animales domésticos que, por omisión de la titular principal, regentaba—aunque a distan- cia— su progenitora. Además, Ton no le comentaba casi nada de lo que se traía entre manos por lo que tenía la creciente sensación de sentirse utilizada.

Cuando Modesto llegó a su despacho se encontró a Lucy bien acicalada, esperándole impaciente para hacerle partícipe de sus reflexiones y, principalmente, para ver su reacción sobre lo sucedido en su apartamento hacía unas noches.

Todavía no había tenido la oportunidad de encarar el principal móvil de su inesperada visita cuando la llamó su amiga Pepa, a quien Lucy conocía desde su estancia común en lo que denominaba como «el reformatorio de Suiza» y que, además, era la esposa de Cornelio, el nuevo miembro del Consejo de Administración recién incorporado.

Habían fichado a Cornelio por recomendación de la pía escuela de negocios con la que colaboraban habitualmente las empresas de Sam, porque disponía de un currículum envidiable y, finalmente, por la antigua amistad de su mujer, Pepa, con Lucy. Su soberbia y presuntuosidad le habían impedido congeniar con una familia que no se distinguía, precisamente, por su refinamiento; además, el hecho añadido de que tuviera exaltadas convicciones religiosas no ayudaba a corregir esta situación. Era alto, moreno, pelo corto, relativamente joven —recién iniciada la madurez— y lucía siempre la sonrisa de satisfacción de los que están encantados de haberse conocido a sí mismos. Se había doctorado en Harvard y especializado en relaciones comerciales internacionales, por lo que aportaba un cierto contrapeso a las posiciones más conservadoras de los otros dos consejeros independientes. Su esposa, Pepa, era bastante más joven que él y constituía un hermoso ejemplar de hembra autóctona con la que compartía relaciones sociales y creencias. Cornelio, como todos los arrogantes, también era un poco incauto, lo que se demostró cuando se atrevió a exhibir a Pepa en los dominios de GR durante una cena de fin de año organizada por la familia.

Debido a la proximidad física a la que se había colocado su visita, Modesto no pudo evitar oír la conversación telefónica con la, para él, en aquellos momentos, desconocida compinche de Lucy.

—Lucy, ¿cómo estás, cielo?

—Aburrida y perdiendo mi juventud y lozanía en un trabajo tedioso.

—Peor lo tengo yo, que trabajo todos los días como una burra con los jodidos diseños.

Pepa era una diseñadora de moda de reconocido prestigio internacional, actividad que había iniciado hacía pocos años y cuyo éxito servía de ejemplo a muchos psicólogos para demostrar la teoría de las inteligencias múltiples, según la cual, además de lo que se ha considerado tradicionalmente como inteligencia —la lógico-matemática y la lingüística— existen otras menos reconocidas como la cultural, la corporal cinestésica, la naturalista etcétera, hasta contar un total de nueve.

—Esto es cierto, pero tú no tienes que estar ocho horas en una oficina haciendo de florero magníficamente retribuido ni dormir cada noche sola como si fueras una monja.

—Bueno; tengo otras cargas que ahora no voy a detallarte por conocidas y patéticas; en cuanto a lo de dormir sola o acompañada, en mi caso, no hay mucha diferencia, excepto si solamente tomamos en consideración los aspectos menos románticos de la cohabitación nocturna. He pensado que a ambas nos convendría darnos un homenaje que nos resarza de tantos sinsabores —propuso malévolamente la camarada de internado.

—¡Guau! ¡Esto empieza a ponerse interesante!

—¿Qué te parece si nos vamos unos días de compras a Londres?

—¡Fascinante! Llevo varios meses sin pasarme por allí; la última vez fue con el escapista y poco añorado de mi exmarido.

—Estupendo. ¿Qué te parece dentro de tres semanas? ¡Yo me encargo de todo!

Así fue cómo, sin saberlo ellas ni tampoco Modesto, Lucy y Pepa iban a estar en Londres el mismo fin de semana en que jugaba el equipo de fútbol de la familia y en cuyo evento y sus derivaciones los siempre imprevisibles caprichos del destino les llevarían a participar.

Al finalizar tan sugestiva conversación, Lucy cerró el móvil, miró fijamente a Modesto mientras se le escapaba una sonrisa bobalicona y, continuó callada, como si, de golpe, su mente se hubiera trasladado a otra dimensión.

—¿De qué querías hablar? —le preguntó su paciente interlocutor.

Lucy, se levantó atropelladamente, mientras murmuraba, como si hablara con sí misma:

—Nada, nada, se me ha hecho tarde. ¡Mejor nos vemos otro día y te lo cuento todo!

La evasión (1ª parte)

—Sam, ¿no estás un poco harto de hacer este viaje cada pocos meses? —preguntó Susy interrumpiendo el largo silencio que mantenían durante todo el desplazamiento.

—La verdad es que un poco sí —admitió su marido— pero recuerda el refrán: el ojo del amo engorda al caballo.

En este caso, «el caballo» era las cuantiosas cuentas bancarias e inversiones financieras que Sam disponía en el Principado de Liechtenstein, que se habían nutrido a lo largo de los años con las comisiones que, a través de una empresa creada por Sam en Hong Kong, le pagaban sus clientes chinos por los envíos de materiales reciclados.

—Lástima que no haya un vuelo directo a Vaduz —insistió Susy—. ¡Son tan pesadas estas peregrinaciones!

—Lo sé Susy, lo sé; pero no hay otro remedio si no queremos que nos pillen. Además, nos permite pasar unos días los dos solos y gastar unos dinerillos lejos del control de nuestros hijos.

—Ya sabes que no me gusta gastar; el gasto es lo que hunde a las familias. Además, nunca se sabe si el dinero gastado lo vas a necesitar en el futuro —puntualizó la esposa.

—No te preocupes, tenemos de sobra y además no le diremos a nadie que, de vez en cuando, nos damos un pequeño capricho.

El viaje, para evitar dejar rastro, consistía en un vuelo lowcost a Milán, donde, en el aeropuerto de Malpensa, les recogería Alberto, el chófer privado de Sam, y les trasladaría por carretera a Vaduz. El único obstáculo era pasar la frontera entre Italia y Suiza, cerca de la ciudad de Como, pero hay que decir que cuando se viaja con un buen coche, con matrícula suiza y con un chófer de la misma nacionalidad, las posibilidades de tener problemas fronterizos son ínfimas.

El matrimonio se había acostumbrado a hacerse confidencias sin que la presencia de Modesto les importunara. Una de las idiosincrasias de los ricos, generalmente más acentuada cuando no lo son de estirpe, es que consideran que la discreción y la lealtad de sus servidores van incluidas en la factura.

—Es increíble tener que hacer todos estos cambalaches para que no descubran un dinero que, a fin de cuentas, hemos ganado nosotros —prosiguió Susy.

—Es lo que hay; no somos los únicos que tenemos estos problemas.

—En esto tienes razón, a casi todas mis amigas de bridge les ocurre algo parecido, aunque ¿puedes creer que Tita reconoció hace unos días que su marido no tiene cuentas en Suiza?

—Su marido siempre me ha parecido un pelacañas... Cambiando de tema, ¿estás segura de que tus hijos no saben nada de esto?

—Puede ser que algo sospechen, pero no saben nada a ciencia cierta ni mucho menos los importes. El único que lo conoce eres tú, Modesto —apuntó, haciendo partícipe de la conversación al, hasta ahora, ausente abogado.

A pesar de haberle dado Susy entrada en la conversación, el interpelado prefirió abstenerse de intervenir y continuó en silencio.

—Me parece bien; si nos ocurriera cualquier cosa alguien debe estar informado —este alguien era el abogado, sentado en el asiento de detrás—. Además —continuó el marido—, si nuestros hijos lo descubrieran, nos exigirían inmediatamente que les diéramos una parte. ¡Están ansioso por recibir nuestra herencia!

—Están ansioso de todo menos de espabilarse por su cuenta; además se lo gastarían rápidamente en fruslerías con ruedas —remachó Susy.

—¡No sabes el consejo de guerra que me montaron cuando les dije que tú serias mi heredera!

—No sé de qué se extrañan, al fin y al cabo, todo lo que tenemos es gracias a nuestro esfuerzo: el tuyo, sí, pero también el mío.

—Dicen que les he desheredado —añadió Sam.

—No sé qué se han creído; se han pasado toda la vida medrando alrededor de tu fortuna y, a pesar de las ayudas económicas que les hemos ofrecido, han sido incapaces de crear algo propio para ganarse la vida.

—Ya lo sé, pero son nuestros hijos y debemos reconocer que hacen todo lo que pueden para ayudar en los negocios de la familia.

—Es verdad, pero desde que les comunicaste que me habías nombrado heredera tengo la impresión de que me tratan con menos cariño e, incluso, con cierto desapego.

—Eso son manías tuyas; siempre te han querido mucho, Susy. ¡Eres una buena madre y una excelente esposa!

Una vez llegados a Vaduz, se instalaron en el Park Hotel Son-nenhof, regentado por una amable familia apellidada Real, y que se caracteriza por un ambiente hogareño y de gran calidez, incluyendo el excelente restaurante con vistas a los Alpes en el que podían degustarse especialidades tan conseguidas como el beetroot-wasabi-pumpkin. El hotel se vanagloria de combinar las artes de la hospitalidad, de la buena mesa, del alojamiento y, lo mejor de todo, el arte de la propiedad.

Cuando estaban terminando de comer se unió a la mesa el señor Barry Gastón, que era el apoderado y fiduciario de la familia en el Principado y que actuaba de pantalla para que las inversiones de Sam fueran totalmente opacas a las indiscretas miradas de cualquier persona y, en especial, del fisco de su país de residencia.

—Susy, Sam, es para mí un gran placer volver a veros.

—El placer es nuestro, Barry—se adelantó Susy, siempre socialmente más despierta—. Mira, Barry, te presento a Modesto, nuestro abogado.

—Hola, Modesto, creo que hemos hablado por teléfono varias veces, pero no tenía el placer de conocerte personalmente.

—El placer es mío, Barry —se limitó a decir el letrado.

—¿Habéis tenido un buen viaje?

—Horroroso, como siempre —volvió a adelantarse Susy.

—Bien, Barry, ya sabes que a Susy no le gustan los viajes largos, aunque sean a través de un país tan bonito como el tuyo —intentó arreglar Sam—. ¿Cómo está tu esposa?

—Bien, aunque hoy con un poco de jaqueca; me ha pedido que la disculpéis por no poder venir a saludaros.

—Dale un fuerte abrazo de nuestra parte. ¿Tenemos mucho trabajo mañana? —preguntó Sam—. A Susy le gustaría regresar pronto. Sam se mostraba siempre impaciente cuando se trataba de hablar de cosas legales, que generalmente se le escapaban.

—¡Mucho trabajo! —exageró Barry—. Primero nos reuniremos en mi despacho, donde debemos comentar algunas cosas de vital importancia y después iremos al banco para revisar el contenido de la caja fuerte. ¿Habéis traído vuestra llave?

—Sí, por descontado. Y ¿qué es esto tan importante que quieres contarnos? preguntó desconfiadamente Sam—. ¡Seguro que me cuesta dinero!

—Bueno, algo sí, pero es mejor que lo comentemos mañana.

—Y ¿no podrías hacernos un pequeño adelanto?

—Si insistes... Mirad, lo he pensado bien y creo que deberías poner todo el dinero a nombre de una fundación.

—¡Coño! ¿Y esto para qué sirve? —exclamó Sam, con evidente desconfianza, mientras Susy le clavaba una patada por debajo de la mesa como represalia por su soez expresión.

—En primer lugar, para dar mayor opacidad fiscal a vuestras inversiones aquí, ya que Liechtenstein recibe cada vez más requerimientos de información por parte de las autoridades fiscales de vuestro país. En una fundación vuestro nombre no aparecería en ningún lado —solamente constaría en mis documentos privados— y yo figuraría como único representante legal de la misma. Estoy seguro de que Modesto estará de acuerdo con mi consejo.

El requerido se limitó, sabiamente, a poner cara de circunstancias, por lo que se hizo un incómodo silencio hasta que intervino Susy, visiblemente nerviosa por verse obligada a tratar sobre un tema que también escapaba a sus conocimientos.

—¿Y en segundo lugar? —inquirió ésta, intentando retomar el mando de la conversación.

—Es una magnífica fórmula para evitar que vuestros hijos se peleen por la herencia; si falleciera uno de vosotros, el otro seguiría controlando la fundación sin que nadie se enterara del cambio de titular.

—¿Y una vez muertos los dos? —se interesó la esposa, siempre tan práctica.

—Entonces mi despacho o yo mismo se pondría en contacto con vuestros hijos y les diría lo que les corresponde siguiendo vuestras instrucciones.

—¿Y si ellos no están de acuerdo? —insistió procelosamente.

—¡Que vayan a los tribunales, si se atreven! En vuestras últimas voluntades pondremos una cláusula que establecerá que el que reclame se queda sin nada.

—¿Esto se ajusta a la legalidad? —preguntó Modesto, viendo que a Susy le costaba seguir la conversación y que Sam ya había desconectado hacía bastante rato.

—Seguramente, un juez no la admitiría —continuó Barry, un poco incómodo con la cuestión. ¡Pero que lo intenten si se atreven! El riesgo de quedarse sin nada sería demasiado elevado en el caso de que alguno reclamase.

—¿Y cuánto nos va a costar este tinglado? —casi gritó Sam, como si despertara sobresaltado de una larga hibernación.

—Esto lo hablaremos mañana en mi despacho —sentenció Barry, al que le parecía de extremo mal gusto hablar de dinero en una cena de amigos.

En este momento apareció la entrada en años, aunque siempre elegante y aristocrática, señora Real, quien saludó efusivamente a los presentes en su papel de representante del tan alardeado arte de la propiedad.

—Buenas noches, Barry; me alegro de verte después de tantos días desaparecido. ¿Has estado de viaje?

—¡Mi queridísima señora Real! ¡Qué placer volver a verte! Sí, he estado de viaje varias semanas. Ya sabes, mis obligaciones para con el príncipe me tienen muy ocupado.

El príncipe es el soberano del país y goza de gran influencia política, teniendo incluso derecho a vetar las leyes aprobadas por el Parlamento, lo cual es una muestra más de los restos arcaicos de una monarquía que gobierna un país en el que las mujeres no tuvieron derecho de voto hasta hace poco más de treinta años.

—¿Te acuerdas de mis amigos Sam y Susy?

—Claro, ¿cómo no iba a acordarme de estos amigos tuyos tan encantadores? —dijo mientras se adelantaba para dar tres besos a cada uno de ambos huéspedes. Y este otro señor tan apuesto... ¿Le conozco?

—No, es Modesto, el abogado de nuestros huéspedes. Modesto, tengo el placer de presentarte a una de las principales instituciones de nuestro país: la señora Real.

—Señora Real, para mí es un placer poder gozar de su hospitalidad —contestó educadamente el aludido..

—También lo es para nosotros y, además, constituye uno de los principales motivos por los que nos place tanto visitar a menudo su maravilloso país —cumplimentó hipócritamente Susy, a la que le encantaban las relaciones protocolarias.

—Espero que estéis muy a gusto; estoy a vuestra disposición para todo lo que preciséis— añadió la señora Real, mientras se marchaba a adular a otros clientes habituales en la mesa de al lado.

El juego

Modesto se había tomado un día de asueto para relajarse y ordenar los papeles que tenía en casa cuando, inoportunamente, sonó el contestador automático de su teléfono privado.

—¿Modesto? ¿Estás ahí? He llamado a tu despacho y me han dicho que no aparecerías en todo el día, así que he imaginado que debías estar holgazaneando por tu casa. ¡Espero no haber interrumpido ninguna actividad lúbrica y haberte causado un daño psicológico irreparable!

Finalmente, viendo que no se callaba y que la cosa iba a más, el abogado se decidió a descolgar el maldito teléfono siendo consciente de que, lo más probable, era que no le trajera nada bueno.

—Dime, GR.

—¡Sabía que al final te pondrías! ¡La curiosidad pierde a los solteros promiscuos!

«Y la pesadez de los impertinentes también», barruntó el receptor de la llamada, aunque no se atrevió a manifestarlo.

—¿Qué puedo hacer por ti? —dijo con cierta impostura en la voz.

—Me tienes que hacer un gran favor; estoy en Londres para renegociar un crédito con un banco y, de paso, ver cómo juega nuestro equipo, y me gustaría que vinieras.

—Uf... Perdona, es que tengo otros compromisos; podrías haberme avisado antes.

—No hay excusas. ¡Te necesito! Además, te tengo preparada una sorpresa que te gustará.

—Vaya, lo que faltaba —pensó un importunado Modesto.

—Te he reservado un vuelo en primera clase para mañana por la mañana; Muriel te hará llegar los billetes.

—¿Tengo alternativa?

—No, no la tienes; te adelanto que no te arrepentirás.

Al día siguiente no le quedó más remedio que levantarse temprano y tomar un avión con destino Londres. Al salir del aeropuerto de Heathrow se encontró con un chófer con librea y sombrero de plato que le esperaba sosteniendo un letrero de identificación con su nombre y que, después de cogerle la maleta, le acompañó a la puerta de salida, donde les esperaba una espectacular limusina Bentley. Cuando Modesto y el conductor se aproximaban a la lujosa carroza, se abrió la puerta y salió de su interior una increíble belleza morena, delgada, ni demasiado alta ni demasiado baja, en perfecto equilibrio entre juventud y madurez; en fin, el estereotipo de mujer que a Modesto le encantaba y que hubiera creado si hubiese tenido la oportunidad de ser el protagonista principal del libro del Génesis del Antiguo Testamento. Vestía un elegante traje chaqueta de negocios —con falda y corbata— y el cabello corto a lo garçon. Inmediatamente, luciendo una sonrisa hipnótica, se presentó y, después de darle la bienvenida de parte de GR, le explicó que sería su acompañante durante su estancia en la ciudad. Con una pícara sonrisa, remarcó que estaba a su disposición «para-cualquier-cosa» que precisara.

Abrió la puerta trasera del coche y entró inmediatamente después de su eventual patrono, sentándose frente a él en un asiento reclinable mientras comunicaba al chófer —Madison— que podía ponerse en marcha.

—¿Deseas tomar alguna cosa? —ofreció obsequiosamente—. Hay whisky, gin-tonic, caruso —la bebida preferida de GR, ,y también champán francés muy frío.

—Por la hora que es, creo que una copa de champán francés sería lo más adecuado.

—Excelente. ¿Me permites que te acompañe?

—¡Faltaría más! ¿Cómo te llamas?

—Marie, y, aunque hace muchos años que vivo en Londres, soy francesa.

El Protocolo

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