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Proemio

Cuando Jelly Roll Morton dijo: “yo inventé el Jazz en una taberna, el año 1910”, pronunció por lo menos una inexactitud histórica. Es un hecho que desde 1895 el espíritu del Jazz venía tomando cuerpo. Como todas las expresiones populares, si el Jazz tuvo un inventor en todo caso fue el pueblo. Por eso Louis Armstrong1 proclamaba que “cualquiera de Nueva Orléans puede realmente tocar eso”.

1 Louis Armstrong sacó a Los Beatles del primer lugar de ventas de discos, con su canción Hello Dolly. Su familia era muy pobre, vivía en un barrio marginal, y Louis comenzó a tocar la trompeta en la banda de una correccional para niños de color. Cuando salió, en 1914, fue vendedor de carbón, repartidor de leche y estibador en el Mississippi hasta que encontró a su mentor King Oliver. Más que músico, es símbolo de creatividad. Con el nombre de Louis Daniel nació en Nueva Orléans el 4 de agosto de 1901, donde murió el 6 de julio de 1971.

Con este punto de partida, y con el riesgo de tropezar en una materia que no es precisamente la mía, pretendo que estos párrafos sean referencia para los legos, evocación para los enterados, pero ante todo un saludo para el autor del libro, Roberto Aymes, superviviente de la especie en extinción formada por quienes amamos la música, y ansiamos difundirla en toda su pureza.

¿Qué es el Jazz y de dónde sale? Los conocedores afirman que durante los últimos días del siglo XIX y los primeros del XX, las reinas criollas cantaban tonadas por la calle Rampart, corazón de la Luisiana. Esas canciones acunaron a la pléyade iniciadora donde están el propio Armstrong, King Oliver, Leon Rappolo, George Lewis y muchos más. Se afirma que el Jazz surgió de circunstancias históricas, sociales y artísticas irrepetibles. Los negros que iban saliendo de la esclavitud conservaban mucho de la herencia musical traída del África y transformada en canciones de trabajo. La ópera francesa y el clasicismo europeo se mezclaban con las polkas y las cuadrillas, en una ciudad que también sabía escuchar las melodías sentimentales y los himnos vibrantes. El gran escenario eran las avenidas del Barrio Francés, por donde las bandas desfilaban a veces para acompañar sepelios.

La guerra civil puso en manos de la negritud, alrededor de 1865, los instrumentos de metal que pronto acabaron siendo “cornetas cantarinas”, con su capacidad insólita para producir notas “tristes” y atmósferas de melancolía. Del norte llegó un ritmo que se considera emanado del cakewalk, cuya tarjeta de presentación fue Maple Leaf Rag de Scott Joplin2. En el caldero de Nueva Orléans estaban los condimentos para una música que era producto de la “transfiguración por síntesis” que observa el historiador Lucien Malson.

2 Scott Joplin. Pronunciar su nombre es decir ragtime. Huyó de la casa paterna. En el valle del Mississippi se sostuvo tocando en prostíbulos. Su principal pieza Maple leaf rag (1895), fue desplazada por The entertainer (1902), que fue tema de la película El Golpe (1973). En su libro didáctico “La escuela del Rag” (1909), dice que ese estilo debe ser objeto de una “ejecución milimétrica y minuciosa” por parte de los intérpretes. Nació en Texarkana, Texas (fecha dudosa entre 1867 y 68). Murió en Manhattan el 1º de abril de 1917.

Nada faltaba ya para la creación y desarrollo de la Banda de Buddy Bolden3, de la Banda Olympia, de la Banda Criolla de Kid Ory y la Banda Eagle, cuyo código de improvisación se compendiaba en la tajante advertencia de sus miembros: “mantente fuera de mi parte”.

3 Buddy Bolden. Uno de los padres del jazz, el legendario Charles Bolden nació el 6 de septiembre de 1877 en Nueva Orléans. Su vida, más bien novela truculenta, es una secuencia de hechos terribles causados principalmente por su alcoholismo. Fue un cornetista insuperable en el rag y en el blues, con rasgos clásicos de negro criollo y carácter muy violento. Durante el día era peluquero y por la noche tocaba en sitios generalmente sórdidos. Terminó en un hospital psiquiátrico de Jackson, donde murió el 4 de noviembre de 1931

Desde la “Crescent City” el Jazz fue emigrando a otras ciudades. Nueva York y Chicago las de mayor trascendencia. Llamó la atención de los blancos que primero tomaron el Dixieland como trinchera, hasta que se mezclaron poco a poco. Los ingredientes llamados swing, bebop y el Cool Jazz de los años cincuenta, fueron determinando la evolución del género y el desarrollo de grandes figuras femeninas que sería interminable mencionar, aunque no debe omitirse a las reinas Ella Fitzgerald4, Bessie Smith y Sarah Vaughan5.

4 Ella Fitzgerald. Su niñez es particularmente dramática. Su padre abandonó a su madre y ésta murió cuando Ella tenía 15 años. Estudió en los discos de Armstrong. Fue improvisadora sobre todo en el scat, forma predecesora del bop. Llegó mucho más allá del jazz y su repertorio incluyó gospel, himnos de Navidad y calipso. Obtuvo 13 premios Grammy y las medallas Nacional de Artes y Presidencial de la Libertad . Nació en Newport News, Virginia, el 25 de abril de 1917. Murió en Beverly Hills, California, el 15 de junio de 1996.

5 Sarah Vaughan nació en Newark el 27 de marzo de 1924. Murió en Los Ángeles el 3 de abril de 1990. Personalidad muy difícil, sin embargo fue muy afectuosa con sus padres y su hija adoptiva. Su voz grave, de tesitura que recordaba a las cantantes de ópera, fue una de las primeras en incorporar el bebop al jazz. Comenzó en 1943 con la big band de Earl Hines y después trabajó con Bill Eckstine. Sus grabaciones con la banda de Jimmy Jones (1950) definen lo mejor de su creatividad

Durante mi más reciente visita, en compañía de mi esposa, disfruté mucho una incursión al Preservation Hall, donde escuchamos el mismo Jazz que oyen todos los turistas, pero tuvo para mí gran fuerza evocadora, reforzada por mi charla en la banqueta con el trompetista, quien me habló mucho de México. Años atrás, con mis hijos tuve la imborrable experiencia de un dúo de trompetas a la orilla del río: ambos negros; uno con canas incipientes; el otro un niño. ¿Su hijo, su pariente, su discípulo, su amigo? De todas formas, tan heredero suyo como de la más rancia tradición. En aquella Nueva Orléans, que aún no sufría la devastación del Katrina, se podía gozar por las calles de otros ritmos regionales como el zydeco, y atreverse a participar en una sesión de baile cajun, nombre dado a la música y la cocina importada desde Nueva Escocia o L’Acadie, por los acadienses o “acadians” que el uso acabó pronunciando cajun. Repertorio avalado por el Festival de Lafayette y gastronomía que pasea sus gumbos y sus jambalayas desde los suntuosos restaurantes hasta los figones más modestos. Poco se sabe en México de estos acervos, igualmente sabrosos para el oído y el paladar.

Es imprescindible mencionar el intercambio espiritual que se produjo entre el Jazz y los músicos que llamamos “clásicos” o “de arte”. Gunther Schuller soñó con la apertura de una third stream que tuvo adeptos como el pianista Ran Blake, pero no llegó lejos. Pagaron tributos de variada especie compositores como Igor Stravinski, que hizo en 1945 su Concierto Ebony para Woody Herman, y tras él Hindemith, Poulenc, Kreneck y Kurt Weill, entre muchos otros. No deben olvidarse los músicos influenciados de diferentes maneras, como Gershwin, Bernstein, y Paul Newman con su arreglista Ferde Grofé.

El Jazz vive, y como dice el editor de la revista “Down Beat”, John S. Wilson, “continúa analizando su pasado, redescubriéndose y retrocediendo hasta sus raíces que siempre han tenido la fuerza suficiente para devolver plenitud y frescura a su corriente”. Lozanía que un libro como éste contribuye a preservar.

Para hablar del Jazz en México parece necesario bajar por dos vertientes. La de los músicos y los gestores que lo han impulsado, y la de los artistas extranjeros cuyas visitas fueron enriquecedoras.

Recuerdo mis incursiones a los bares donde actuaban Tino Contreras, Chilo Morán, Mario Patrón y muchos cuyos nombres se me escapan, excepto el de Juan José Calatayud a quien cada semana escuchaba en un cafetín de Cuernavaca, adonde iba yo con el inolvidable Carlos de la Sierra.

Los nombres que saco del archivo memorioso, cuando de Jazz se trata, son apenas los de Juan López Moctezuma con sus programas de radio y del promotor Roberto Morales, que hacia los años sesenta propició la actuación en México de figuras como Dizzy Gillespie6, Oscar Peterson7 y Dave Brubeck, quien vino con Paul Desmond, el creador de Take five.

6 Dizzy Gillespie. Al niño que nació en Cheraw, South Carolina, el 21 de octubre de 1917, le pusieron John Birks. Comenzó a tocar el piano a los 4 años y su padre, que dirigía la banda del lugar, murió cuando tenía 10. Aprendió a tocar solo, empezando por el trombón. Cuando escuchó a Roy Elridge lo cautivó el jazz. Forma con Parker la pareja de creadores del bebop. Morton dijo que tenía “sabor hispano”. Murió el 6 de enero de 1993.

7 Oscar Peterson. Este canadiense se llevó muy bien con el boogie-woogie, triunfó en 1950 con su versión de Tenderly e hizo una grabación con música de Gershwin. Al mismo tiempo fue un creador inquieto que fundó en Toronto la Advanced School of Contemporary Music. Su padre era ferrocarrilero, pero supo encauzarlo en el piano desde los 6 años, hasta que alcanzó una de las más prodigiosas técnicas. Lo descubrió el productor Norman Granz en 1949. Nació en Montreal en 1925; murió en Mississagua, Ontario, en 2007.

En parte con ese ejemplo, y en parte empujado por circunstancias buenas para el Jazz pero malas para mi bolsillo, dediqué un poco de mi actividad como empresario musical a la organización de conciertos. Debuté en esta línea con Charlie Mingus y después vinieron Dexter Gordon, Woody Shaw, Cal Tjader, Gerry Mulligan, los Heath Brothers, Lionel Hampton, Bobby Hutcherson, Chick Corea. También presenté a Ran Blake.

Mis aventuras llegaron al Teatro de la Ciudad, con el resultado que siempre se obtiene cuando uno necesita asomarse a la burocracia del piso alto, que es la peor. Por allí anduvo, siempre cerca de mí, Roberto Aymes.

Colofón de aquellas actividades fue la visita de un grupo atípico. El combo polaco de Andrzej Jagodzinsky, que asombró a México con su programa Chopin en Jazz. Sin juzgar calidad y ortodoxia jazzística, fue delicioso escuchar las improvisaciones sobre valses, polonesas, mazurkas y preludios con las que no tengo duda de que el propio compositor hubiese estado muy de acuerdo.

Varios años después, durante un concierto en la Sala Carlos Chávez de la CU, donde yo estaba en calidad de público, Aymes promovió un aplauso en mi honor, presentándome como alguien que puso su fervor en apoyo del Jazz. Reconocimiento que agradezco, tanto más cuanto que es de los pocos recibidos en esta materia... y en muchas otras.

Los caminos se bifurcaron de manera que Roberto y yo dejamos de vernos con la frecuencia de antes. Pero la buena amistad se prueba con la lejanía. Mi vida en Cuernavaca me llevó a meterme una vez más en andanzas teatrales. La ciudad y el clima me permiten una rutina que comienza ante el teclado de la computadora y termina en el del piano, pasando por el intermedio de la gimnasia en el jardín y, cuando la temperatura es propicia, una remojadita en la alberca.

Un intento postrero de promoción musical, que pido al Cielo sea el último, propició la recuperación de un Roberto con el que no me veía, aunque tuviéramos los corazones cerca. Lo mejor del reencuentro está siendo este libro, que tiende a testimoniar una etapa del Jazz en México, donde coincidieron dos personajes si no completamente locos, tampoco muy alejados de esa cualidad. Uno de ellos, que soy yo, persistió en su nomadismo cultural. El otro sigue su línea invariable que arranca de una mística, y le ha dado al Jazz un músico prominente y un terco apóstol.

Estas páginas, que reúnen colaboraciones periodísticas, me parecen un panorama valioso de nuestra historia jazzística, en el que solamente un conocedor como Roberto puede precisar los planos del paisaje. Propician una mirada que nos permite relacionar el pasado con un presente que nos parece pobre, y en realidad lo es. En Jazz, en música, en arte y en cultura no puede hablarse de avances cuando a los promotores que no sean del equipo se les cierran puertas, cuando la gente del gobierno carece de formación cultural y la más alta jerarquía que se da bofetadas con los sustantivos y con los adverbios.

El libro que se ofrece, más que testimonio del Jazz, es un jirón de nuestra historia musical reciente. Una historia que, para desgracia del país, se va haciendo más de recuerdos que de actualidades. Lo menos que sacarán sus lectores, será una comparación de la actividad jazzística de hace tres décadas con lo que ahora se hace... o más bien no se hace.

Me sobran muchas cosas por decir, pero hay que dejar la palabra a los que saben.

Fernando Díez de Urdanivia

Panorama del Jazz en México durante el siglo XX.

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