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Introducción Cómo seguir a (y perderse en) los conceptos

Lo fundamental para el dialéctico es

tener en las velas el viento de la historia.

Para él pensar significa: izar las velas. Cómo se icen,

eso es lo importante. Para él las palabras son solo las velas.

El cómo se icen las convierte en concepto.

Walter Benjamin, Parque Central, Obras I, 2, p. 282

I

En las evaluaciones docentes de los cursos de teoría sociológica que me ha tocado enseñar en la última década, siempre me ha llamado profundamente la atención la marcada recurrencia de un comentario: que mis clases son innecesariamente complicadas, abstractas y, en consecuencia, que ofrecen una aproximación a la sociología distanciada de la realidad del mundo empírico. No entraré aquí en una reflexión sobre prácticas pedagógicas ni tampoco intentaré defender mi desempeño docente, pero no deja de llamarme la atención lo que subyace y conecta las observaciones críticas de mis estudiantes, a saber: el cuestionamiento a un tipo de reflexión que se encontraría muy alejada de los saberes de la experiencia inmediata o del estudio empírico de los problemas sociales que a ellas y ellos les parecen relevantes. Dicho de otra forma, las y los estudiantes señalan con mucha razón que la sociología, en vez de embriagarse con los destellos de la teoría y el fetichismo de los conceptos, debería, ante todo, ser capaz de trabajar con problemas reales y estudiar procesos sociales concretos.

Desde la primera vez que recibí tales comentarios, he querido tomarme en serio el alegato en contra de la abstracción, o al menos brindarle la atención que merece. No para refutar la validez de lo que las y los estudiantes dicen, ni mucho menos para persuadirles acerca del valor intrínseco del trabajo teórico (algo que, sin embargo, me parece importante defender). Más bien, he tomado la incomodidad que esta crítica produce (tanto en mí como en ellas y ellos) como una incitación a reconsiderar el lugar de las abstracciones conceptuales en la vida social y, en último término, para pensar en las posibilidades de seguir tales abstracciones más allá de los libros de teoría, filosofía e historia intelectual. Lo que me interesa señalar, para decirlo de otro modo, no es tanto la necesidad de reforzar el vínculo epistémico entre teoría y métodos en el proceso investigativo (sobre lo cual hay tanto escrito), sino que problematizar y desestabilizar la rígida distinción entre lo conceptual y lo empírico que alimenta nuestros hábitos investigativos y de pensamiento.

Para avanzar en esta exploración, no es necesario ir demasiado lejos. En mis cursos, a menudo recurro a la lectura de textos y de autores y autoras que todavía no están constreñidos ni por las divisiones disciplinares ni por el afán de sofisticación metodológica. Basta leer las conclusiones de las Formas elementales de la vida religiosa de Emile Durkheim, por ejemplo, para que comience a hacer sentido plantear la pregunta acerca del rendimiento e implicancias de operar con la división entre lo conceptual y lo empírico como principio de observación sociológica. El propio Durkheim sugería que la sociedad se hace y rehace constantemente por medio de actos de producción conceptual, los cuales no están escondidos en definiciones bajo las tapas de libros, ni tampoco en algún rincón de las cogitaciones de la conciencia individual. Ocurren en la construcción práctica de distinciones clasificatorias que constituyen simbólicamente y organizan moralmente el tejido del espacio social (sagrado/profano, justo/injusto, correcto/incorrecto, público/privado, etc.). En efecto, una sociedad no está compuesta por la simple suma de individuos ni tampoco por la pura fuerza de las determinaciones materiales, sino que por «la idea misma que tiene [y reproduce] sobre sí misma». Esto quiere decir que los conceptos «no son abstracciones que solo tendrían un espacio de realidad en las conciencias particulares, sino representaciones concretas [que] corresponden a la manera en que ese ser especial que es la sociedad piensa las cosas de su propia experiencia» (Durkheim 1995: 404).

De modo similar, una lectura atenta de El Capital de Karl Marx permite apreciar la centralidad que tiene seguir, en distintos lugares y escalas, las formas de abstracción conceptual producidas por el modo de producción capitalista como una clave metodológica para explorar las lógicas, formas y contradicciones que estructuran a una sociedad basada en el intercambio de mercancías. Los conceptos operan allí no como meros objetos epistémicos, sino que como abstracciones reales que emergen desde las relaciones sociales y que habitan, circulan y modelan la existencia cotidiana, la vida concreta de las personas. Este es uno de los principios estructurantes de la crítica de Marx a la economía política. Para él, el análisis de la configuración concreta de las relaciones sociales en el intercambio capitalista de mercancías debía ir de la mano del examen de los conceptos a través de los cuales este tipo de sociedad se comprende a sí misma y materializa en formas objetivas. La necesidad de establecer una mediación entre la realidad empírica y la abstracción conceptual, viene dada por el hecho histórico de vivir en una sociedad que «transforma cada producto del trabajo en un jeroglífico social», en objetos suprasensibles que desafían la comprensión directa (Marx 1990: 167). De esta manera, si aceptamos que en la sociedad capitalista «los individuos están gobernados por abstracciones», resulta necesario entonces comprender que el proceso de abstracción de la sociedad (su transformación en concepto) tiene lugar «no tanto en el pensamiento científico» sino que en la propia manera en que las relaciones sociales se organizan históricamente (Marx 1993: 164).

Lo que Durkheim y Marx indican es que existiría algo así como un elemento conceptual que se despliega en el propio funcionamiento de la sociedad: en la reproducción práctica de las representaciones sociales y en la circulación ordinaria de las mercancías. Pese a la simpleza del planteamiento, siempre ha sido un desafío persuadir a mis estudiantes que el trabajo teórico –entendido como un trabajo cuyos principales materiales son conceptos– no se restringe a la formulación de hipótesis que pueden ser empíricamente testeadas por medio de la recolección de datos. En vez de oponer abstractamente los conceptos a los hechos, intentando mantener la formulación de nuestras definiciones conceptuales libre de ambigüedades y contradicciones, el desafío más interesante, a mi juicio, consiste en observar dónde están los conceptos, en identificar sus múltiples rastros, en describir cómo circulan y en descifrar qué trabajo hacen. En efecto, si hay algo así como un principio metodológico que haya surgido de estas conversaciones y lecturas con mis estudiantes es el siguiente: que el trabajo teórico de seguir a (y a veces de perderse en) los conceptos, no es una manera de alejarse de la realidad sociohistórica sino de sumergirse materialmente en ella. En tanto la vida social produce sus propias abstracciones conceptuales, la formación, validez y transformación de estas requiere ser explicada de modo inmanente; es decir, estudiando su producción, circulación y fuerza regulatoria sobre relaciones sociales concretas, así como estudiando las maneras en que las acciones y relaciones sociales adquieren existencia material a través de ciertas formaciones y regímenes conceptuales. Tal como sugiere Foucault, un concepto es siempre testimonio de un modo de vida y de sus conflictos internos, por lo que «es siempre a nivel de la materialidad donde tiene efecto». Pues un concepto «se localiza y constituye en la relación, la coexistencia, la dispersión, la superposición, la acumulación y la selección de elementos materiales» (Foucault 1981: 69).

Ahora, existe una segunda experiencia que literalmente me empujó a transformar el trabajo de seguir a los conceptos en una línea de indagación con fuerza propia. A inicios de agosto de 2011 regresé a Chile luego de haber concluido mi tesis doctoral en Inglaterra sobre el concepto de crisis en la teoría sociológica. Hasta ese momento, si bien tenía intereses teóricos y curiosidad por ciertos autores, nunca había desarrollado un trabajo sostenido de investigación, escritura y reflexión teórica. Tampoco sabía exactamente cómo se hacía eso. Entonces tome la opción de seguir y trabajar con un concepto que, tanto por su normalización como por su aparente disolución, tenía un lugar problemático en el pensamiento social y político contemporáneo. No quería transformarme en un experto en crisis sociales, sino explorar cuán cerca de la realidad el concepto y sus perplejidades me permitían llegar. El concepto de crisis fue literalmente una herramienta de viaje por medio del cual aprendí bastante teoría (o al menos aprendí a leer teoría de un modo diferente), pero también aprendí a reconocer algunas de las coordenadas de un campo intelectual en cuya geografía siempre me sentí como visitante extranjero. No solo por las credenciales de entrada para alguien proveniente del mundo de la sociología «empírica» que a medio andar decide girar hacia la «teoría», sino que además por las presuposiciones acerca de lo que uno debería ser y hacer en función del lugar desde donde proviene. Para uno de mis profesores era muy difícil entender por qué, viniendo desde América Latina, yo prefería leer a Reinhart Koselleck y Theodor Adorno en vez de a Walter Mignolo y Aníbal Quijano. Desde su particular mirada, yo era un ejemplo de sujeto poscolonial incapaz de desprenderse de las categorías eurocéntricas y marcos interpretativos imperiales. Para mí, por el contrario, el asunto tenía que ver con resistir la tentación de subsumirme bajo un concepto que brindara coherencia y fijara los parámetros para definir lo que yo era y quería hacer.

Llegué a Santiago cargado con una batería de ideas, argumentos y referencias bibliográficas, pero también lleno de incertidumbres acerca de qué hacer con esas herramientas. Durante la misma semana de mi regreso, se comenzaron a agudizar las movilizaciones estudiantiles luego de meses de indiferencia del gobierno de Sebastián Piñera hacia las demandas por educación gratuita y fin al lucro. En la mañana del 4 de agosto, las y los estudiantes fueron severamente reprimidos en el centro de Santiago y diversas acciones de las autoridades impidieron que marcharan por la Alameda; en la noche de ese mismo día, una marcha fragmentada, algo improvisada, estuvo acompañada por «cacerolazos» extendidos por distintos sectores de la ciudad. Esa noche estuve varias horas en la calle, caminé largas cuadras en varias direcciones. Todavía recuerdo el temor que me produjo la vehemencia policial, la puesta en escena autoritaria que el movimiento de sus trajes cuasi-militares contribuían a crear. Pero también recuerdo que entonces, en la premura de arrancar para un lado y para otro, comencé a aquilatar los pliegues que allí se cruzaban. La violenta defensa del orden público de esa noche (la cual se repitió en los meses siguientes y se sigue repitiendo todavía) no eran meros legajos de los impulsos autoritarios de las elites gobernantes a los cuales nuestra débil democracia estaba ya muy acostumbrada; era más bien una forma bastante visceral de defensa de una comprensión del orden social cuya fuerza esa noche se comenzaba a erosionar.

Fue un momento decisivo para mí. Esos días estuve dedicado a explorar los alcances de pensar lo que estaba ocurriendo en términos de teorías de las crisis. Ciertamente, el sentido de la lucha por la educación pública y gratuita podía ser leído en términos de crisis de legitimación de las instituciones y de politización de las experiencias de injusticia vividas por miles de estudiantes endeudados. Sin embargo, había algo que las demandas estudiantiles articulaban que excedía tales marcos de interpretación: la reiteración, con notable fuerza retórica, de que el problema de fondo no era el mero fallo de las políticas públicas en el ámbito de la educación, sino que la forma mercantilizada de la sociedad en la que vivimos. Después de lo ocurrido durante la revuelta popular de octubre de 2019, esta crítica hoy nos parece extrañamente obvia. Pero entonces las y los estudiantes fueron capaces de formularla con una claridad y en términos que, al menos para mí, no resultaban para nada obvios: al señalar que lo que estaba en juego era la transformación del concepto mismo de sociedad, no como un problema filosófico abstracto sino como un proceso concreto de problematización colectiva y abierto de reflexión normativa (Cordero 2022; en prensa).

Abordar el problema de la educación pública desde lo que ocurría con la crítica y tematización del concepto de sociedad me pareció que ofrecía un punto de entrada distintivo a la pregunta sociológica clásica por los fundamentos de lo social. En vez de ir en busca de tales fundamentos, me pareció que el camino más interesante era explorar lo que ocurre en aquellos momentos en que los sujetos se confrontan con la contingencia, contradicciones e historicidad de esos fundamentos; es decir, aquellos momentos en que reaparece la inquietud ontológica acerca de qué constituye a la sociedad, la tematización práctica de cómo funciona y la discusión normativa sobre cómo debería ser. Así planteada, la pregunta por los fundamentos de lo social nos confronta no tanto con un problema metafísico (el ser de lo social o la esencia del concepto), sino que –como sugiere Claude Lefort– con el problema político acerca de la constitución de la forma del espacio social; es decir, de las divisiones conceptuales que ordenan la experiencia, producen identidad y demarcan el horizonte de lo posible.

Dirigir la mirada hacia el concepto de sociedad de esta manera, reinsertándolo como parte de procesos políticos, episodios históricos y prácticas sociales específicas, también reveló una conexión biográfica inesperada. Después de todo, mi propia trayectoria de movilidad social, desde la periferia de Santiago hasta la prestigiosa posición de profesor universitario, estaba inevitablemente entretejida con las hebras del aparente éxito y consolidación del concepto de sociedad neoliberal que estaba siendo radicalmente puesto en cuestión. Pero, además, esas hebras se trenzaban y complicaban con el hecho de que mi padre, un «paco raso», como se suele designar a Carabineros de bajo rango, había contribuido a desplegar en la calle la musculatura ideológica del modelo de orden y concepto de sociedad que la dictadura de Pinochet buscaba implantar.

La problematización de esta cuestión me llevó en los últimos años a volcarme al estudio del proceso de creación de la Constitución de 1980 en Chile y, en particular, a explorar los conceptos de sociedad que allí toman forma y se movilizan (Cordero 2019, Cordero et al. 2021). Uno podría afirmar que los momentos de creación constitucional –tal como el que comenzó a tomar forma en julio de 2021 para reemplazar la Constitución de la dictadura– son también momentos de creación conceptual, o al menos momentos en los que se reabre la pregunta acerca de los significados de conceptos fundamentales y pone en disputa la manera en que se trazan sus límites. Al sumergirme en los rastros históricos de este proceso de cambio conceptual y transformación social, así como en su presencia material y normativa en el presente, he aprendido a explorar el trabajo político de los conceptos y el poder de prácticas sociales dominantes que buscan fijar su sentido y alcance. Pero también se encuentra el hecho decisivo de haber aprendido que para seguir el movimiento de los conceptos dentro y fuera de los soportes textuales-materiales a través de los cuales estos se fijan y circulan, uno también debe aprender a moverse entre diversas escalas, velocidades y lógicas.

II

Esta intersección entre concepto y biografía me ha impulsado a buscar maneras de replantear la forma en que entendemos la dimensión conceptual de nuestro trabajo, así como el trabajo de los conceptos propiamente tal. En este libro, sin embargo, no deseo teorizar sobre mi experiencia individual ni mucho menos transformarla en fuente de validación para lo que digo. Tampoco busco ofrecer una teoría general sobre los conceptos. El propósito que persigo es más bien modesto: explorar rutas para seguir el trabajo de los conceptos en la formación de mundos sociales. Esto requiere introducir un importante desplazamiento, el cual consiste en desprendernos de los conceptos como fuentes de certidumbre científica y emplearlos como sitios de exploración de las incertidumbres de lo social. Me parece que a partir de esta base es posible explorar los conceptos como espacios de experimentación e imaginación política, así como expandir el potencial conceptual de la vida política (Cooper 2014).

Tal como intento mostrar a lo largo de los diferentes capítulos, tomar esta dirección obliga a despejar la confusión bastante común de reducir los conceptos a palabras o a las cosas a las que ellos refieren. En efecto, aunque los conceptos nos remiten a palabras específicas que los encarnan en el lenguaje y su significado a menudo se asocia a objetos concretos, la vida social y política de los conceptos siempre tiene lugar entre las palabras y las cosas. En dicho espacio intermedio, los conceptos operan como un modo de producir identidad; es decir, de conectar, anudar y subsumir una heterogeneidad de elementos no-idénticos (e incluso contradictorios) bajo una forma común o universal. Por lo mismo, la «pretensión» de identidad que un concepto moviliza, si bien se puede actualizar y estabilizar en normas, prácticas e institucionales sociales, nunca es del todo completa puesto que un concepto siempre acarrea una «impureza», una «discontinuidad» o una «alteridad» que excede dicha pretensión de unidad. Aunque parezcan estar quietos como palabras inscritas en un diccionario, los conceptos se mueven y lo hacen en escalas y a velocidades que muchas veces resultan difíciles de observar. Esta es una premisa central para la teoría crítica, pues apunta a problematizar la naturalización de los conceptos a los que adherimos y a través de los cuales vivimos.

Seguir el movimiento de los conceptos es lo que permite deshacernos de la rigidez de las definiciones, reconstruir la plasticidad del proceso de su devenir social e imaginar otras trayectorias posibles. Seguir a los conceptos no significa salirse del mundo social, sino que emplear otra compuerta para sumergirse en el complejo tejido que lo constituye. Emplear esta compuerta, por abstracta y complicada que a veces parezca, no es una manera de buscar refugio en la especulación filosófica. Muy por el contrario, es una manera de prestar atención al hecho de que la vida material de la sociedad se encuentra atravesada por formulaciones filosóficas heredadas, y una forma de interrogar aquello que el orden conceptual de la sociedad excluye, pero también de identificar eso que emerge como un espacio de posibilidad más allá de lo existente.

Al hacer este recorrido, lo que importa no es encontrar definiciones correctas, sino que descifrar las formas en que los conceptos aparecen y se mueven, las historias heterogéneas que hacen posible, las distinciones que despliegan, las relaciones que activan, las posibilidades que sellan, los silencios que producen, las prácticas que encarnan, los pensamientos que permiten, los afectos que movilizan y los poderes que ponen en funcionamiento. El razonamiento que subyace a esta estrategia es la idea de que los conceptos son algo más que palabras dichas cuyo significado permanece dentro de los límites de un léxico establecido. Los conceptos son órganos vivos del tejido social por cuanto están integrados en las prácticas cotidianas como recursos que los actores emplean para dar sentido al mundo y a su contingencia. Pero su fuerza también reside en el hecho de que la propia sociedad va tomando forma a través de procesos de conceptualización cuyos resultados habitan y circulan a través de una densa red de prácticas e instituciones, así como de múltiples luchas conceptuales acerca de la definición correcta del mundo.

Si los conceptos son órganos de la realidad social y constelaciones de elementos heterogéneos que no podemos definir simplemente en aras de la precisión científica, parte central del desafío consiste en trabajar a través de ellos. Esta es la propuesta que, por cierto, anima el método de análisis de dos corrientes principales de la teoría social crítica, la dialéctica y la genealogía, a saber: rein­sertar los conceptos en el mundo y observar su funcionamiento en sitios sociales e históricos concretos a través de las relaciones y prácticas que ellos mismos contribuyen a producir. Así, para la teoría crítica el estudio de los conceptos no tiene que ver con un ejercicio de reconstrucción meramente hermenéutico (interpretación de significado), filológico (búsqueda de la raíz), lógico (consistencia terminológica interna) o epistémico (herramienta de conocimiento), sino con descifrar la fuerza material de los conceptos y seguir su movimiento como abstracciones vivas.

Los textos reunidos a continuación se desarrollan a partir y en diálogo con esta idea. Más que una teoría acabada y coherente, ofrecen algunas pistas sobre cómo abordar el trabajo de los conceptos en la vida social y cómo movernos con y a través ellos.

La primera pista consiste en explorar los conceptos como archivos que almacenan significados, modos de razonamiento, saberes y experiencias. En el archivo hay tiempo, materia y vida, pero también las ansiedades e incertidumbres que cruzan nuestras relaciones con el mundo en que vivimos y los intentos por darle coherencia. Tomados en este sentido archivístico, los conceptos trabajan como dispositivos de registro que siempre dejan algo sin registrar. Seguir el movimiento de un concepto, en consecuencia, consiste en seguir los rastros y sedimentos alojados dentro y fuera de ellos.

La segunda pista apunta a tratar a los conceptos como prácticas que producen formas concretas de conectar personas, lugares y cosas. Los hilos de conexión social que producen los conceptos son un índice de su fuerza aglutinante, a saber: de su capacidad para ensamblar elementos heterogéneos, acomodar fenómenos contradictorios y codificar relaciones dentro de un ámbito de validez que ordena la experiencia y delimita un espacio de posibilidades. Seguir el movimiento de un concepto significa, entonces, mapear las prácticas que lo forman, así como las maneras en que se encarna en prácticas.

La tercera pista se refiere a aproximarse a los conceptos como sitios de lucha política, por cuanto están abiertos a ser apropiados de distintas formas en el marco de disputas y controversias acerca de la correcta definición del mundo y las entidades que lo componen. Esto supone sumergirse en un campo de fuerzas y fricciones en el cual los potenciales de crítica y desobediencia se encuentran igualmente presentes que las lógicas de poder y dominación. Seguir el movimiento de un concepto significa, por lo tanto, reconstruir los principios de visión y división que ellos producen y observar su operación en sitios concretos.

La cuarta y última pista que deseo proponer consiste en entender los conceptos como aparatos afectivos. Esto quiere decir que el alcance de un concepto no se agota en lo que las personas racionalmente piensan, atribuyen o reconocen como su significado. Su fuerza se articula, en última instancia, en la pluralidad de apegos y disposiciones afectivas que producen, activan, incitan y movilizan. Si bien nuestra inclinación natural es a querer definir los conceptos como manera de comprenderlos y producir conocimiento, existen conceptos que no podemos aprehender a través de definiciones precisas ni de la transparencia de hallazgos empíricos, sino que solo podemos sentirlos. Seguir el movimiento de un concepto, en consecuencia, significa tratarlos como texturas sensibles o superficies de contacto que producen experiencias y saberes «somáticos». A ello apunta Adorno cuando objeta la manera en que las sociologías positivistas, al deshacerse del «concepto de sociedad» por considerarlo una noción metafísica que no puede ser vista, niegan la textura sensible y afectiva del conocimiento de lo social: «la sociedad se puede sentir de modo inmediato allí donde duele» (Adorno 1996: 55).

Esta manera de comprender las formaciones conceptuales invita a reconocer el hecho de que un concepto –y el trabajo de conceptualización a través del cual se despliega en el mundo– es una trama de inscripciones y descripciones, un ensamblaje de conexiones y traducciones, un espacio de disputas y tensiones, y una cadena de efectos y afectos. Así, un concepto es menos un dominio estable de verdades sólidas que una serie de «interrupciones», «accidentes» y «brechas», y es menos una unidad de definiciones coherentes que una «población dispersa» de ideas, imágenes, saberes y presuposiciones acerca del mundo reunidas por el trabajo del propio concepto (Foucault 2002: 24).

III

Sobre la base de estas consideraciones, el presente libro persigue la idea bastante sencilla de que una crítica de la sociedad no es posible sin una crítica de los conceptos. Para la teoría crítica, tal como sugiere Walter Benjamin, esto significa emplear los conceptos como instrumentos para navegar por el mundo social y como espacios productivos para la imaginación política. Desde esta perspectiva, el trabajo de seguir a los conceptos consiste en comprender la articulación histórica, la fuerza material y el poder normativo de los regímenes conceptuales que sostienen y reproducen las prácticas e instituciones sociales, y en explorar la manera en que la propia operación de la sociedad genera relaciones y divisiones que se materializan (y naturalizan) en formas conceptuales que se inscriben en textos, cuerpos, objetos, espacios y tiempos. En contra de la lógica de clausura que caracteriza a las formas de dominación, el objetivo de la teoría crítica no es sancionar definiciones correctas de acuerdo con algún parámetro normativo para tal o cual concepto, sino que mantener el enigma de lo social abierto al reconocer el momento de no identidad que siempre existe entre las formas conceptuales y la realidad social. Situarse en este umbral es importante para deconstruir los mitos que operan como hechos incuestionables, pero también, e incluso más importante, para abrir territorios para la agencia política y experimentar con otras formas de vida en común (reconociendo la ausencia de modelos fijos y el riesgo intrínseco del fracaso).

El libro encarna y desarrolla estas ideas en cuatro capítulos y tres excursos. Los capítulos se concentran en el trabajo de cuatro autores que ofrecen maneras de mirar y formas de problematizar la vida social de los conceptos y el trabajo que ellos realizan en la formación del mundo social: Theodor W. Adorno, Reinhart Koselleck, Niklas Luhmann y Hannah Arendt. Aunque no todos se identifican con el canon de la teoría crítica y existen importantes diferencias entre ellos, en cada uno de los capítulos busco extraer aprendizajes teóricos y rendimientos metodológicos para enriquecer el estudio y crítica de los conceptos como un momento ineludible del estudio y crítica de la sociedad. En el caso de Adorno (capítulo 1), discuto su apropiación de la dialéctica como un «método de movilidad» que utiliza reflexivamente los conceptos como objetos para explorar conjuntamente los límites de los hábitos de pensamiento y las contradicciones de la sociedad. La lectura de Koselleck (capítulo 2), por su parte, apunta a reconsiderar la agencia de los conceptos en procesos de transformación y lucha política, así como su historicidad (y por tanto apertura) como sitios de inscripción de posibilidades sociales y normativas. En tanto, la exploración sobre Luhmann (capítulo 3) se concentra en los conceptos jurídicos como medio de observar sociológicamente las abstracciones del derecho, toda vez que ellos permiten elucidar el hecho de que la forma normativa de la sociedad emerge a partir de conflictos sobre la forma de lo normativo dentro de la sociedad. Por último, el estudio de Arendt (capítulo 4) reconstruye su análisis sobre el fenómeno de la «revolución» a partir de recuperar el sentido espacial y relacional de los conceptos políticos como forma de comprender la promesa de la libertad común que la revolución encarna, así como los peligros asociados a una idea de revolución que, enamorada del radicalismo de sus conceptos, es incapaz de ensamblar un espacio para experimentar la libertad política.

Los excursos, por su parte, ofrecen una serie de escenas y fragmentos sobre la sociedad chilena contemporánea: la articulación y despliegue jurídico del neoliberalismo, la crítica normativa al concepto de sociedad de mercado, el «estallido social» y la escritura de una nueva Constitución. Tales episodios corren como hebras paralelas a los capítulos, pero su lectura conjunta puede ayudar a vislumbrar mejor las complejidades de sumergirse y perderse en el trabajo de los conceptos. Los excursos no buscan ofrecer un relato coherente y sistemático, solo poner en práctica un modo de observación de los conceptos guiado, tal como apunta el historiador italiano Carlo Ginzburg, por el ejercicio de seguir pistas y rastros que a menudo se encuentran como notas al margen en la superficie de una heterogeneidad de lugares y textos. Dejo que las y los lectores exploren libremente cuáles son esas pistas y cómo se conectan sus rastros.

La fuerza de los conceptos

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