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Introducción

A principios de los 90, luego de 17 años de dictadura, Chile seguía siendo un país reprimido y opaco, con jóvenes detenidos y golpeados por verse diferentes, bandas extranjeras de heavy metal vetadas por “satánicas” y una elite católica en guardia contra todo atisbo de “crisis moral”. A pesar de que se preveía un destape, una liberación de las costumbres similar a la movida española posfranquista, la vida nocturna en Santiago era escasa y desarticulada. Con Pinochet vivo y tutelando la transición, no había indicios de que eso fuera a cambiar pronto.

Pero en 1993, en Santiago, los caminos de un dueño de toples, un trabajador de la construcción, un tímido joven de provincias y un diyéi recién salido del servicio militar azarosamente se cruzaron en un subsuelo de la Alameda, cerca de Estación Central. Así nació la Blondie, la discoteca que inauguró en Chile un concepto tan simple como efectivo: lo que en verdad importa es lo que tú elijas ser, da lo mismo quién seas o de dónde vengas. El local se llenó de jóvenes vestidos de negro, freaks con sombreros de copa, viudas de funeraria, novias con bototos y lágrimas pintadas de negro. Lejos del glamour elitista del circuito artístico tradicional, la Blondie congregó a gente común que cada fin de semana se vestía rarísimo para escenificar su propio destape personal. Punkies, tecnos, new wave, thrashers, góticos, transformistas. Todos juntos, libres y mezclados en un solo lugar.

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