Читать книгу En el borde - Rodrigo J. Dias - Страница 6
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I
—Creo que en ningún otro lugar va a poder encontrar algo tan rico y tan barato–, le dijo el vendedor mientras le terminaba de armar el sándwich.
El hombre, que hasta entonces no había levantado la cabeza del segmento de diario viejo que se ofrecía para entretener la vista durante los minutos que tardaba en armarse el pedido, se acomodó el pelo, apretó el fino papel impreso repleto de engrasadas noticias deportivas y miró a su interlocutor. El cocinero de aquel establecimiento, parado enfrente de él y separado únicamente por un viejo mostrador de madera, tenía la mano tan gorda y grasienta como el cuello de un cerdo recién salido de un revolcón en el chiquero. El pedazo de pan parecía pequeño en comparación a su palma.
Con la otra mano tomó el pedazo de carne apenas cocido y lo acomodó. Antes de colocar el segundo pan le habló nuevamente al cliente
—¿quiere que le agregue algún condimento señor?–
—no es necesario, con toda la suciedad que tiene en esa mano es más que suficiente, gracias– le respondió. –Que es barato estoy seguro, el resto se lo digo en unos minutos–, agregó.
Le quitó el engrasado sándwich de las manos y volvió a bajar la vista al periódico. La última página –o lo que quedaba de ella– hablaba acerca de la crisis futbolística de un gran equipo español, y los posibles reemplazos para su técnico.
—increíble como perdieron los últimos partidos, ¿no?– volvió a la carga el cocinero.
—si quisiera hablar de algún tema con alguien en este mísero lugar, habría evitado sentarme en primera instancia. Siga haciendo lo suyo, que yo no lo molesto– le replicó el cliente, mientras doblaba el diario y lo volvía a dejar en el mostrador.
Uno de los ocasionales clientes que comían a su lado giró lentamente la cabeza y lo miró. Hizo el gesto de negación con su cabeza y volvió a sumergirse en su comida. El cocinero se dio media vuelta y volvió hacia la parrilla. No había mucha mercadería asándose, apenas quedaba un chorizo cuyo color pedía a gritos que lo retiren de allí, y tres pedazos de carne todavía jugosos. Al costado de la parrilla, el cocinero tenía un pequeño plato –todo era pequeño comparado con su tamaño– sobre el que descansaban los restos de una morcilla y un pedazo de queso fundido. El vaso de vino era un pedazo recortado de botella plástica y todo alrededor estaba salpicado por este líquido. Evidentemente, o estaba comiendo a las apuradas o llevaba varias horas degustando algún vino de dudosa calidad.
Al ponerse de espaldas, el cliente lo miró. Era enorme. Medía, a simple vista, poco más de dos metros. Debería pesar cerca de ciento sesenta kilos, sino más. Desde este punto de vista se veía su cabellera, aceitosa, que se separaba en mechones. El pelo de la frente lo cubría un gorro blanco que estaba más cerca de hacer trabajos de albañilería que de cocina. El delantal, inútil a estas alturas, parecía una servilleta de papel que se le hubiera pegado al pasar. Debajo de las rodillas, al terminar unas gastadas bermudas negras, asomaban unos musculosos gemelos repletos de várices que los recorrían hasta los tobillos. Era claro que sentarse no era una de sus actividades favoritas del día. Pese a eso, no aparentaba tener más que cuarenta años, muy deteriorados.
Detrás del humo y de la parrilla, una rústica construcción de ladrillos sin techo, asomaba un galpón de reducidas dimensiones.
—Quizás allí guarden los elementos de trabajo y la carne que sobraba del día– pensó en voz alta sin darse cuenta. El comensal que estaba a su derecha lo miró, atraído más por la ruptura del silencio que por el interés que generaba el comentario del extraño.
Estaba pintado de verde –o lo estuvo en algún momento–, y sobre el ángulo más próximo a la parrilla había una vieja bicicleta roja atada con una cadena. La cadena, lo único reluciente en toda la escena, también enganchaba un bolso negro.
—A veces, cuando uno se distrae demasiado con el trabajo, puede ser que al volver en sí las cosas ya no estén– dijo el cocinero. –Al bajar el sol acá hay mucha oscuridad, como podrá ver. Y siempre sobran amigos de lo ajeno, a pesar de que en el pueblo nos conocemos mucho. Perdón que vuelva a molestarlo, pero lo vi tan interesado que no me quedó otra que contarle–, dijo el cocinero.
Era cierto. Se había compenetrado tanto en observar el paisaje que nunca se percató que esa inmensa mole de carne había vuelto a colocarse enfrente suyo , al menos hasta que le habló.
—Muchas gracias, señor–, le dijo el cliente. –Mi nombre es Julián. Sepa disculpar mi mal carácter de unos minutos atrás, pero no soy muy amigo de la charla. Y es cierto, me llamó la atención el brillo de la cadena– completó.
—No es necesaria la disculpa, Julián. Estoy acostumbrado a no hablar mucho yo también. No somos muchos acá, y la mayor parte de los que vienen, se van en media hora para no volver nunca más. No se puede ni se quiere hacer amigos en un lugar así–, contestó el cocinero. Por cierto, yo soy Martín. Un gusto–, dijo el cocinero mientras le extendía la mano. –O mejor no, espere que la limpio un poco sino se va a quedar pegado–, completó mientras esbozaba una sonrisa. Limpió sus manos con las hojas de otro diario que adornaba el mostrador y le dio la mano. Julián se la estrechó.
—Muchas gracias por la información, Martín. También estoy de paso, bastante apurado, pero el olor de la carne asada me ganó. Y hacía rato que no veía un puesto al costado de la ruta ni sabía dónde estaría el próximo así que acá estoy–, dijo Julián.
—Bueno, entonces tenga, cortesía de la casa– dijo el cocinero mientras le colocaba en una bandeja de cartón el chorizo quemado que quedaba en la parrilla. –Disfrute la mejor carne en muchos kilómetros!–
—Enseguida le digo que tan buena es la carne. Creo que le voy a pedir también un vaso de vino en lugar de la gaseosa. Ya que tengo acompañamiento, el vino nunca está de más– dijo Julián.
—Enseguida–, respondió el cocinero, y le sirvió un vaso plástico de un vino cuya marca jamás había visto. La presentación sí: una botella verde con una etiqueta que decía, en letras enormes, “tinto”. –Casi como si hiciera falta aclararlo–, pensó Julián. Apenas vio la consistencia de la bebida se arrepintió del pedido. Pero no podía protestar o despreciarle algo al cocinero por segunda vez. Con una era más que suficiente. Julián tomo el vaso, el plato y lo acomodó al lado del sandwich. El cocinero lo acompañó con la vista hasta que comenzó a comer. El comensal de la derecha volvió a levantar la cabeza, ahora sí interesado por la cortesía del cocinero más que por la conversación.
II
El Peligro es el nombre de un pequeño pueblo que se encuentra a menos de dos kilómetros de la Ruta Provincial número 2, en la provincia de Buenos Aires. Está perdido, podría decirse, en medio de la vastedad del territorio argentino. Ni siquiera es posible encontrarlo en el navegador más actualizado de cualquier página web. Los mapas lo omiten, como un desafortunado capricho de los relevamientos cartográficos. Con poco más de trescientos habitantes, esta localidad nació como un vano intento de unir a los cercanos pueblos de Lezama y Monasterio, aunque nunca llegó a concretarse. Sus fundadores han dejado este mundo hace ya varias décadas, razón por la cual nadie recuerda con exactitud el porqué de su extraño nombre. Algunos pobladores actuales lo vinculan con la excesiva humedad de sus suelos: basta una mínima lluvia para que se inunde. Y para un pueblo que se basa en los cultivos para la subsistencia, las inundaciones frecuentes no son el mejor aliado.
Está rodeado por algunas lagunas, como El Hinojal o De la Viuda, que si bien contribuyen con algo de pesca para los habitantes, también potencian los efectos negativos de las precipitaciones de la zona. No es ilógico imaginar entonces porqué “El peligro”. Muchos de sus más recientes pobladores lo entendieron: con la frecuencia de las lluvias y las inundaciones, varios optaron por dejar el pueblo poco tiempo después de arribados. Y es entendible. No hay mucho atractivo en esta pequeña localidad, a excepción de sus pintorescas casas.
El acceso desde la ruta no invita a los automovilistas a visitar sus calles. Un pequeño cartel blanco con letras negras a escasos metros de la salida indica el nombre del pueblo, sólo visible si uno presta la suficiente atención al manejar a ciento veinte kilómetros por hora, y su camino de entrada y salida, típico de los pueblos del interior tiene apenas un poste de luz con sólo una de sus dos lámparas funcionando. Esta calle en doble sentido se extiende hasta llegar al acceso principal. Para aquel que lo recorre, es una entrada excesivamente larga y sin más señalización que las líneas blancas pintadas sobre un asfalto que vio pasar épocas mejores.
El acceso al pueblo recibe al visitante con una especie de arco de madera coronado por un tablón con su nombre grabado a fuego y un pequeño escudo que parece representar una espiga de trigo y un pez, dejando a la imaginación del caminante respecto a si es el emblema del pueblo o alguna señalización bíblica.
La calle principal, General Roca, se abre detrás del arco a lo largo de cuatro cuadras. Es la única, además del camino de acceso, que se encuentra asfaltada. El resto del paisaje lo caracteriza la tierra y el polvo. Las casas parecen haberse quedado en el tiempo. Construidas con el clásico estilo colonial, algunas; y otras a la manera de los antiguos cascos de estancia, conforman un bello paisaje que se potencia con los pintorescos colores con los que están pintadas. Pálidos azules a un lado, amarillos rabiosos por el otro, rosas desteñidos en la cuadra siguiente, la combinación de esta inusual paleta parece haber encontrado inspiración en alguna de las islas de Venecia. Tampoco sería ilógico pensar que en época de inundaciones el paisaje se asemeje tanto que también haya alentado a sus pobladores a elegir la decoración externa.
No hay mucho más para ver en el pueblo. Tiene una plaza central, algo característico, rodeada por una pequeña iglesia, el único colegio del pueblo –donde solo funciona el jardín preescolar y los primeros años del primario–, una sucursal del Banco de la Provincia de Buenos Aires y la construcción más grande de todo “El Peligro”: una enorme casa de estilo francés, destinada para el futuro intendente, algo que tampoco se concretó. Hoy es la sede del destacamento de policía local, destacamento es un decir porque sólo la habita un policía entrado en años que disfruta de las comodidades de la casa, o al menos de sus pequeños balcones. Sin importar el horario en que uno recorra el pueblo, el oficial –Horacio para los amigos– se sienta a tomar mate en pantalón de uniforme reglamentario y camiseta de invierno, y de allí observa lo que puede.
Mucho para observar, tampoco hay. Salvo al atardecer, es difícil encontrarse con algún poblador durante las horas de luz: tanto hombres como mujeres trabajan, la mayor parte en Lezama, otros se dedican a la cosecha en el campo, y algunos pocos prueban suerte con la venta de regionales o parrillas al paso a la vera de la Ruta 2. Uno de esos aventurados es Martín.
El enorme cocinero llegó una mañana al pueblo siguiendo las indicaciones desde Monasterio. Transpirado, después de caminar los más de quince kilómetros que separan a este pueblo de “El peligro” en pleno sol matutino, Martín se presentó en el destacamento de Policía con apenas un bolso en su espalda.
—Buenos días señor, ¿qué lo trae por aquí? Soy el Sargento Macías, Horacio para todo el pueblo– dijo el oficial mientras le extendía la mano. –Uno de los muchachos de la ruta me avisó que venía alguien de Monasterio así que supongo que es usted nomás. No suele venir mucha gente para estos pueblos, y menos para uno que se llama El Peligro. ¿Quiere usted un mate, o algo fresco? Se lo ve agotado–
—Un gusto, Macías–, respondió el recién llegado. –Soy Martín Bautista, oriundo de San Luis pero bonaerense por adopción. Treinta y cinco años recién cumplidos– agregó mientras saludaba al policía. –Vengo recorriendo desde el Oeste pueblo tras pueblo, en busca de mi lugar en el mundo. Soy cocinero y como verá, no me fue muy bien hasta ahora. Solo me queda esto– dijo, mientras apoyaba su bolso en el suelo y le mostraba el contenido: apenas una muda de ropa y un par de cuchillos de cocina que, por el brillo y lo cuidados que parecían, o bien eran nuevos o demasiado caros para descuidarlos.
—Me gustaría instalarme aquí, aunque más no sea este verano. Tengo unos pesos como para alquilar alguna pieza, no importa el estado en que esté. También me arreglo bastante con las cosas de la casa así que puedo solucionar los desperfectos. Aquí tiene mi documento, por adelantado–
—No hombre, quédese tranquilo, no es necesario–, le dijo Horacio. –Acá en El Peligro somos cada vez menos los que nos quedamos, así que lugar hay de sobra. Incluso tengo las llaves de algunas casas que los dueños no van a reclamar más. No serán mansiones ni son a estrenar, pero no hace falta conocerlo mucho para saber que eso no le preocupa. Venga, pase usted unos minutos que me pongo la camisa y los zapatos y lo llevo hasta su nuevo hogar. Si quiere puede continuar el mate mientras tanto–, agregó Macías mientras le colocaba en las manos la pava y el mate. –Imagino que toma amargo, ¿no?–
—El mate es mate si es amargo oficial!– dijo Martín. –Nunca lo tomé de otra forma. Tenga, tome uno–
El policía agarró el mate mientras hacía equilibrio para calzarse el segundo zapato. Se enderezó despacio, pisó fuerte para terminar de acomodar el calzado con el talón del pie derecho, como si apagara un cigarrillo y le devolvió el mate a Martín, ya vacío, mientras se ajustaba el cinto.
III
El sol los volvió a recibir en el exterior. Cruzaron la verja delantera de la casa de Macías y salieron a la calle principal. No hacía falta preocuparse mucho por el tráfico. Apenas se distinguía un auto en el acceso al pueblo. A Martín le llamó la atención la cantidad de bicicletas apoyadas en los frentes de los domicilios. Ninguna destacaba por su buen estado, más bien lo contrario. Una ráfaga de viento cortó por unos segundos el calor implacable de la mañana.
—Vio Martín, acá el transporte común es la bicicleta. Algunos pocos tienen auto, por lo general los que trabajan acá atrás, en el campo. Si hasta los que se van a Lezama o a Monasterio se hacen los kilómetros del viaje pedaleando. Y como verá, si hay algo que también es común es la confianza. Nadie le pone cadena. Nadie cierra sus casas con llave. Todos dormimos tranquilos. Eso es algo que se ve cada vez menos–, dijo el oficial.
Martín asentía mientras miraba las bicicletas. Incluso hasta en el césped de la plaza había algunas de estas, prolijamente acomodadas. Lo de las puertas de las casas no lo podía asegurar del todo, no al menos sin haber caminado un poco más. La primer casa a la que llegaron, que estaba en la esquina contraria a la plaza principal, tenía sus puertas y ventanas cerradas. Lo mismo ocurría con las tres siguientes.
—estas primeras casas son de una familia que todavía no confían demasiado en la honestidad de este pueblo. Cuesta, pero con el tiempo se adecuarán. Se van muy temprano a trabajar y no vuelven hasta tarde. Compraron las tres propiedades para estar juntos. A veces cuando los veo, parece que tuvieran miedo de que el pueblo entero les haga algo. Van todos juntitos, apretados– continuó Macías mientras con sus brazos se apretaba, imitando el gesto de estar cerca de otro.
—Las dos casas que le puedo ofrecer están en la próxima cuadra. Estaría a tres cuadras de la plaza, pero creo que eso no importará, ¿no? No es tanta la distancia aquí en El Peligro. Por otro lado, las dos tienen algunos muebles y un colchón, aunque yo en su lugar lo pondría un poco al sol antes de tirarme encima–
—La verdad que no. Con que tenga un techo es más que suficiente, yo después me arreglo. Y en cuanto al colchón, le acepto el consejo. Aunque con el cansancio que traigo, seguro duerma una siesta en el patio–, le contestó Martín, sonriendo.
Las casas eran prácticamente idénticas. Sólo las diferenciaba el color con el que estaban pintadas. Una de un verde tan claro que casi no se distinguía, y la otra de un azul con vivos blancos. Ambas con una sola ventana al frente, sin rejas, y con una cortina de madera a medio bajar. Al menos desde afuera, la primera estaba mejor conservada.
—Prefiero la verdecita–, dijo Martín. –Parece más entera–
—Como usted prefiera, señor! Aquí le dejo las llaves–
—Dígame cuanto pide, por favor–
—Mire señor, esta casa está vacía y nadie la va a reclamar. Ninguno del pueblo tiene intenciones de poner una inmobiliaria así que no se haga problema por la plata. Acomódese primero y después vemos. Acá lo que importa es contribuir a la tranquilidad del pueblo, es lo más importante–, dijo el oficial.
—entonces conmigo olvídese. Mañana mismo voy a ver que puedo aportar y si hay alguna changa por acá. Hoy creo que voy a dormir el día completo. Muchas gracias por su amabilidad. Y cuando quiera, podemos tomar algún mate– dijo Martín mientras estrechaba la mano del oficial.
La casa era amplia, tan bien conservada por dentro como lo estaba por fuera. No había olor a humedad, se ve que las cuidaban bien a pesar de estar abandonadas. Cosas que solo pasan en un pueblo chico, pensó. Revisó la luz, el gas, el agua y el baño, y, efectivamente, todo andaba. Entró al dormitorio, grande y de techo elevado. La luz de la mañana entraba por la única ventana que tenía la casa que daba al patio trasero. Allí estaba la cama, antigua, con el esqueleto de hierro y un aplastado colchón encima. Dejó el bolso en el piso y le dio algunos golpes al colchón, buscando algún insecto. No se movió nada. Dio vuelta el colchón y repitió la operación con igual resultado.
—Bueno, el sol puede esperar hasta mañana– se dijo a si mismo. No terminó de apoyar la espalda en la cama que entró en un sueño profundo.
IV
Al día siguiente hubo caminata, hubo presentaciones y hubo mate. A nadie le sorprendió que Martín volviera ya entrada la noche, pedaleando sobre una vieja bicicleta transformada en triciclo, con un enorme canasto plástico de color verde. Al día siguiente, mientras desayunaban con el oficial de policía, Martín dio la novedad
—como habrá visto, Horacio, ayer me fui despacito caminando hasta Lezama. Tenían algunas bicicletas usadas así que por ochocientos pesos me traje una con canasto y todo. Tres ruedas y encima funciona– dijo mientras sonreía.
—También estuve averiguando para conseguir trabajo, pero está difícil–
—Muy difícil–, diría yo. –Más con la malaria de estos años–
—Pero recuerde usted que tengo un punto a favor, Horacio, me las arreglo bastante bien en la cocina! Así que voy a alquilar por día uno de esos puestos en la ruta y vender algo de carne más algunos embutidos y todo lo que pueda preparar, al menos para salir del paso. Me han dicho allí que algunos días, principalmente verano y fines de semana, se puede hacer un buen dinero…–
—Y, la verdad que sí. Muchos de nuestros pobladores completan su salario con trabajos de ese tipo y por lo que se, hay buena ganancia. No es que vaya usted a tener dinero suficiente como para comprar el pueblo, pero para pensar en comprar ese puestito en algunos meses, seguro!– contestó Macías.
—Es bueno saberlo entonces! Hoy mismo me voy a poner a preparar algunas cosas!–
—Y yo si quiere lo ayudo, pero nomás para comer!–
—Cuando quiera, Macías, es bienvenido–
Tal como anticipó en la charla, a los tres días Martín ya estaba trabajando en la ruta. La primer semana obtuvo magras ganancias por dos días enteros de trabajo. La segunda semana trabajó cuatro días. A la tercera, estaba todos los días excepto los martes. Fue la primer semana en la que las ganancias superaron a las inversiones. Armó una parrilla lo suficientemente grande como para atender a seis o siete personas sin tenerlas esperando, y ese mismo sábado disfrutó tener los asientos completos casi todo el día. El tiempo ayudaba. Al final del primer mes decidió invertir toda la ganancia y comprar el puesto. Allí decidió acomodarlo y construir un pequeño galponcito con una congeladora vieja: no era mucho recorrido, pero pedalear los 18 kilómetros matutinos con el canasto cargado lo cansaba demasiado. Mejor era llevar las provisiones cada tanto. También compró algunas cadenas para mantener todo bien cerrado: si bien la honestidad primaba en esos pueblos y ya se había amigado con los puestos vecinos (de hecho la congeladora la habían comprado entre tres), nunca estaba de más un poco de precaución.
También en Lezama aprovechó para comunicarse con su hermano. Pablo, que así se llamaba, se había quedado en el interior de Buenos Aires. A mediados del segundo mes decidió instalarse junto con Martín en la casa. Espacio había de sobra, y éste apenas trajo pertenencias. Igual que Martín en tamaño, se dedicó enseguida a colaborar con el mantenimiento eléctrico del pueblo. Se notaba que ambos estaban acostumbrados a arreglarse con muy poco, y así vivían día a día.
V
Julián dormía profundamente esa mañana. No lo despertó la alarma, nunca la utilizaba, pero si la vibración de su teléfono que, después de todo el movimiento nocturno, había ido a parar debajo de su almohada. No era habitual que lo llamaran tan temprano, por lo que se sentó sobresaltado en la cama. El frío del aire acondicionado disimulaba a la perfección los más de 25 grados con los que la jungla de cemento amanecía a diario en esa semana de febrero. Fue al baño y después de arrojarse un poco de agua a la cara, marcó el número de la llamada entrante. No estaba agendado, pero no hacía falta: era el jefe.
—Señor–
—Julián, buen día. Perdón por lo que seguro haya sido un sobresalto matutino, pero tenemos esa oportunidad laboral que esperábamos–, dijo una rasposa voz del otro lado del parlante.
—¿Pudieron arreglar lo que estaba pendiente?–, preguntó Julián.
—Si señor Vanderland, se arregló. ¿Podrá arreglarse usted para estar presentable hoy mismo, por la noche, en Lezama, provincia de Buenos Aires? Tiene un tiempo más que prudente para llegar, más que hoy la ruta no va a estar cargada–
—Sí señor, despreocúpese. Estaré allí–
—Perfecto–, dijo la voz, y cortó la comunicación.
Julián miró el reloj. Apenas eran las 8 de la mañana. Tenía doce horas para llegar a destino. Una pequeña ducha con el agua apenas tibia, más no le permitía el calor matinal; una pequeña muda de ropa en un bolsito –siempre hay que estar presentable para el jefe–, pensó para si mismo, –documentación y el desayuno en el camino–.
Por más que su barba estaba afeitada al ras, tomó la máquina y se la pasó por toda su cara. Casi una rutina más que una necesidad, le llevó poco más de tres minutos repasarla. Apenas unos recortes milimétricos cayeron sobre la pileta. La enjuagó rápidamente con un chorro de agua, se lavó los dientes y salió del departamento.
Al salir a la calle se dio cuenta que el pronóstico no mentía. A pesar de haber pasado escasos minutos de las 9:00, el calor se hacía sentir. La mañana amenazaba con una humedad horrenda, que sumada al sol que empezaba a hacer efecto sobre las veredas convertía una tarea tan sencilla como caminar en una tortura para aquellos que tuvieran que hacerlo. La enorme pantalla de su celular le indicaba que la temperatura había subido hasta los 28. Un grado más caluroso que el día anterior, que ya de por sí había sido complicado. Prestó atención a los diminutos gráficos que completaban el pronóstico para el día: al anochecer las probabilidades de tormentas eléctricas habían aumentado hasta un 87%. Volvió a entrar al departamento y tomó una campera impermeable gris de un desordenado ropero. Fue casi una suerte encontrarlo tan rápido entre tanta ropa mal doblada.
El ascensor seguía esperándolo en su piso, con sus puertas abiertas de par en par y emitiendo una molesta e intermitente sirena: era quizás el único sonido que rompía la armonía de ese edificio un miércoles por la mañana. Cerró con llave y volvió a chequear que estuviera bien cerrado. Ya le habían dicho, era una especie de neurosis que gran parte de la población tenía: chequear todo dos veces, aún segundos después de haber realizado la acción. Su principal trastorno eran las llaves al salir de su departamento. Más de una vez había llegado a la planta baja sólo para apretar de vuelta el botón del décimo piso, abrir el ascensor y colocar las llaves en las cerraduras para quedarse seguro de que el departamento estaba bien cerrado.
—cosas que pasan–, se dijo a sí mismo mientras se reía de sus tics.
Revisó su bolso, por si acaso recordara guardar algún objeto a último momento, e ingresó al garaje. Allí lo esperaba su mejor amigo –al menos él lo anunciaba así–: un impecable Renault Megane cupé, de esos modelos de principios del siglo XXI que ya no se consiguen. El lavadero había hecho un excelente trabajo la tarde anterior. El gris topo del auto brillaba entre los otros coches que estaban guardados en el oscuro garaje. Parpadearon las luces del auto al accionar la alarma, y después ya todo fue rutinario, tanto como lo era su vida: el bolso en el baúl, el pequeño desodorante para el auto que era accionado dos veces, el cinturón de seguridad y, una vez en marcha, la música.
—hoy es un buen día para empezar con todo–, dijo mientras conectaba su teléfono al estéreo. Se había gastado un buen dinero en rehacer el tablero del auto, pero para alguien tan fanático de la buena música como él, valía la pena. La pantalla del navegador dio el ok, y al ritmo de una versión acústica de “Nothin´ to lose” salió del estacionamiento
VI
Era cierto, la ruta estaba totalmente despejada. Al menos lo estuvo hasta cruzar el último peaje. De allí en adelante, los dos carriles de la ruta parecieron llenarse de autos de repente.
—Ni fin de semana, ni hora pico ni nada, pero siempre hay autos por todos lados–, le gritó al aire mismo mientras golpeaba el centro del volante. Un sonoro bocinazo se hizo escuchar, una protesta de difícil cumplimiento dada la densidad de autos que recorrían la cinta asfáltica. Miró su reloj preocupado, pero todavía tenía tiempo de margen. Paró a desayunar en la primera estación de servicio que apareció en su navegador. Un café bien cargado y tres medialunas fue lo que pidió.
—discúlpeme usted, señorita, pero ¿a esto le llaman café doble?–, le dijo a la muchacha que atendía.
—si señor, el jarrito es café doble– le respondió
—pero si yo no lo digo por el tamaño, sino por el color. ¿quieren que les compre un poco de café para que le puedan agregar a esa máquina? Esto es una vergüenza– continuó.
La chica se llevó el café y volvió unos minutos después con otro, acompañado de las tres medialunas.
—señor, aquí tiene– le dijo mientras le dejaba la bandeja sobre la mesa. –Perdón por el café, realmente estaba mal hecho–
—claro que estaba mal hecho. Todos los días tomo al menos dos tazas de café y ya solo con olerlo me doy cuenta. Si quiere puede ir cobrándome–, le dijo mientras le dejaba dos billetes de cien arriba de la mesa. –y guárdese el cambio, ha sido muy amable en cambiarme la bebida–.
Disfrutó de las medialunas y el café, que ahora sí estaba bien cargado, hizo uso de los sanitarios y tras revisar sus pertenencias una vez más, continuó viaje. La ruta seguía igual de cargada. Volvió a mirar su reloj, que ahora marcaba las 11 de la mañana. Todavía tenía unas cuantas horas de margen y estaba a menos de cien kilómetros. Seleccionó otro disco en su estéreo y decidió dormir una hora más bajo el techo del estacionamiento improvisado en la parte trasera de la estación de servicio. –Siempre es fundamental estar descansado antes de trabajar–, pensó. Y lo venció el sueño.
VII
Tres, cuatro, cinco golpes al vidrio del auto lo sacaron de su inesperada siesta. Fue volviendo en sí de a poco, como si estuviera escapando de varias capas diferentes de un sueño que no quería terminar. Abrió los ojos sobresaltado, solo para encontrarse con una cara a escasos centímetros de su ventanilla. Se incorporó sobre el asiento y abrió la puerta. Todavía sonaba Kiss en el estéreo.
—perdón por la molestia–, dijo un joven con el uniforme marrón oscuro de la estación de servicio. –Pero vimos por el circuito cerrado que su auto estaba con las balizas encendidas hace más de dos horas, y usted no hacía ningún movimiento aquí adentro. Con el calor que está haciendo pensamos que se había descompuesto, pero creo que fue solo el sueño. ¿Día largo, no?
—¿dijo usted más de dos horas?– preguntó Julián, acomodándose el pelo como si recién se levantara de la cama.
—si señor, por eso nos llamó la atención. Pero veo que con el aire acondicionado prendido en su auto está mucho mejor que afuera. Lo que sí, creo que va a tener que cargar nafta– completó el empleado mientras señalaba el tablero de auto y la pequeña luz roja que titilaba.
—así es–, respondió Julián. –Gracias por avisar–
—De nada señor. Realmente nos había preocupado–, dijo el joven mientras giraba sobre si mismo y emprendía el regreso hacia los surtidores de la estación.
—Las dos y media. Poco más e iba a tener que manejar bastante rápido para llegar– se dijo Julián. La ruta todavía continuaba cargada, algo poco usual para ser mitad de semana. Le agradeció nuevamente al empleado tras terminar de llenar el tanque, y le dejó una generosa propina. –Si no hubiese sido por tu atención podría haber seguido durmiendo hasta mañana. ¿Cómo es tu nombre?–
—Mateo, señor– dijo el joven. Flaco, alto, con el pelo a tono con su uniforme. Apenas pasaría los veinte años.
—Muchas gracias, entonces, Mateo. Me salvaste el trabajo–
—Vaya con cuidado señor, que la ruta está difícil hoy–
Julián levantó el pulgar dando la conformidad a la apreciación del muchacho. Cerró la puerta del auto y emprendió nuevamente el viaje. Volvió a colocar en el navegador el destino final, Lezama: el sistema le indicaba una larga línea roja de demoras por tránsito, y unos últimos veinte kilómetros en apariencia relajados.
—Voy a llegar bien–, se dijo. Y se concentró en manejar.
VIII
Cruzó el pequeño cartel que indicaba el acceso a un pueblo llamado “El peligro” cerca de las siete de la tarde. La línea roja del navegador se había extendido conforme al avance del auto hasta hacerse una procesión que incluyó dos accidentes, uno en cada sentido de la ruta. El primero de ellos había sido bastante complicado. Estuvo detenido casi veinticinco minutos hasta que volvió a avanzar la fila de autos. Al llegar al lugar del hecho pudo observar dos ambulancias y un coche que apenas podía identificarse el modelo. Alguien había dado su último respiro allí.
—menos mal que te rompiste todo, hijo de puta–, dijo Julián mientras pasaba lentamente por el costado de la primer ambulancia. –Que si voy a llegar con lo justo, al menos que valga la pena–.
El médico que estaba cerrando la puerta de la ambulancia lo miró, como si le estuviera leyendo el pensamiento. Por un segundo se cruzaron las miradas y el gesto que hizo el doctor parecía adivinar el regocijo del conductor de ese auto, al borde de la morbosidad, al pasar a su lado.
La noche ya había empezado a caer. Había pocos puestos de ruta abiertos, y tenía que parar si o si en uno de ellos. Salió de la ruta en la salida que marcaba la entrada alternativa al pueblo de amenazador nombre y continuó avanzando por el camino de tierra que corría paralelo. Allí distinguió, a la distancia, dos grupos de luces pequeñas al costado de la ruta. Todavía quedaban unos quince kilómetros para llegar a Lezama. Desbloqueó su celular y comprobó otra vez el horario, temperatura y la distancia al destino.
—si esas son las luces, me parece que el jefe le erró por unos cuantos kilómetros– protestó en al ritmo de la música que inundaba el interior del vehículo. –Menos mal que llego con algunos minutos de margen–
Efectivamente, esas luces que se veían a distancia eran los únicos tres puestos de comida al paso que había visto en varios kilómetros. El primero de los tres solo tenía prendidas las luces, porque estaba vacío. –Ojalá no esté llegando tarde, porque ahí si que no tengo excusas–, siguió hablándose a si mismo.
El segundo puesto también estaba vacío. Un perro negro enorme estaba escarbando el costado de la parrilla que daba a la ruta, claramente desesperado por llevarse algo al estómago. Parecía que no iba a tener suerte, igual que él si el último puesto también estaba cerrado. Pero a menos de cincuenta metros del tercer puesto, ya distinguió el humo de la parrilla y un par de personas que se recortaban contra la amarillenta iluminación que predominaba. Pasó lentamente con su vehículo por el puesto, para corroborar que nadie estuviera apurando para cerrar. Distinguió el cartel pintado con letras negras sobre una chapa blanca.
—La Adela. Qué nombre de mierda para ponerle a una parrilla al paso–, se dijo. No pudo evitar reírse de su propia apreciación. Se desabrochó el cinturón de seguridad y frenó el coche. Lo dejó estacionado a pocos metros y fue a buscar algo para comer. Sobre el fondo del negro cielo que empezaba a dominar al atardecer, los primeros relámpagos avisaban la llegada de la lluvia. El pronóstico parecía que iba a seguir teniendo razón.
IX
—Debo reconocer que tenía razón con todo esto que me sirvió eh–, dijo Julián mientras hacía lugar en su boca para que entre el aire. –Muy rica la carne, y muy sabroso el vino. Sinceramente pensé que estaba exagerando un poquito–
—vio, no me tenía fe... pero conozco bien la calidad de lo que preparo! A un cocinero de oficio como yo esas cosas no se le pueden escapar.– contestó Martín.
—la verdad que tengo que felicitarlo. He comido en muchos puestos similares a éste y es la primera vez que me resulta agradable lo que me sirven. Voy a empezar a recomendarlo cuando... –
Un relámpago iluminó la noche, asustando a todos los que allí estaban. El tronido llegó apenas un segundo después inundando todo el espacio. Un segundo relámpago, tan luminoso como el anterior, confirmó que una tormenta se avecinaba. Y no estaba muy lejos.
—cuando vuelva a Capital, como le decía–
—Parece que se viene con todo la tormenta–, dijo Martín. –Apúrese a comer si no quiere quedar bañado en unos minutos. Señores, les agradezco su presencia pero por si no lo vieron, en cualquier momento va a empezar a llover, y les recomiendo que se guarden en sus casas!– completó alzando la voz.
Solo cuatro personas quedaban en ese momento, además de Martín. Dos levantaron la cabeza lentamente, y con una expresión vacía en sus ojos miraron al cielo. Parecía que no entendieran la situación, o no tuvieran otra cosa por hacer. Uno de ellos volvió a concentrarse en el vaso de vino, apurándolo con una mano temblorosa. El segundo se levantó, dejó la plata en el mostrador y se fue.
—¿mañana abrís?– le preguntó el tercer cliente.
—y, si la tormenta lo permite sí. Si no, voy a estar bien guardadito en casa. Y usted debería hacer lo mismo–, contestó el cocinero. –Vamos, llévese el vaso si quiere, que el agua no espera– completó.
El hombre levantó el vaso y lo miró, por un instante, antes de volcar todo el contenido en su boca. Lo miró nuevamente a Julián y apoyó el vaso con una fuerza innecesaria sobre la madera.
—¿le estoy debiendo algo, señor?–, le preguntó
—cómo se nota enseguida cuando alguien no es de por acá. Maltratan a todo el mundo y después se piensan que con dos palabras ya crearon una amistad. Porteños de mierda– cerró amargamente.
—estoy seguro que su madre no me dijo lo mismo–, le respondió Julián levantando el vaso, ensayando una sonrisa irónica.
—váyase a cagar. Acá no nos metemos en una discusión salvo que sea necesaria. Y no voy a perder el tiempo con usted. Hasta luego, vaya usted por donde vino–, dijo el cliente. La cara de Julián seguía mostrando una sonrisa indisimulable.
Una ráfaga de viento repentina volcó los vasos vacíos que estaban sobre el mostrador. Uno de ellos pareció levantar vuelo, y fue a parar a la remera del cliente que se iba. El cliente se detuvo, miró la mancha y la ignoró.
—Adiós Martín, lo dejo en una excelente compañía–, le dijo al cocinero. Se subió con dificultad a su bicicleta y se perdió en la noche. El viento aumentó su potencia.
—Bueno, parece que llegó nomás– dijo Julián. Apenas terminó de pronunciar la última palabra, una abundante lluvia se hizo presente.
—al menos me va a ayudar a apagar el fuego y limpiar un poco la parrilla–, dijo Martín en voz alta mientras comenzaba a guardar los cuchillos en una bolsa. Sus movimientos eran bastante ágiles para una persona de su tamaño. Corrió hasta el galpón y abrió la puerta. Salió de allí dentro con dos bolsos enormes.
—es molestia si le pido una ayuda Julián–
—para nada, le iba a decir lo mismo. Veo que tiene mucho por guardar y pocas manos que lo ayuden... encima con esta lluvia salieron todos corriendo–
—Y, la verdad es que la mayoría de los que vienen acá son de los pueblos cercanos. Se ve que el boca a boca funciona, porque en poco tiempo mis comidas se hicieron conocidas. La mayoría viene en bicicleta y se queda hasta que apago las luces con el vaso de vino en la mano. Un día como hoy, no hay techo ni lugar donde se puedan resguardar durante kilómetros. Me ha pasado varias veces– continuó hablando Martín sin dejar de correr de un lado a otro guardando los utensilios en los bolsos.
—estos cuchillos valen un montón de guita para un cocinero, y se arruinan muy fácil– dijo Martín. –Por eso es lo primero que guardo–
—Me di cuenta– contestó Julián. –Apenas cayó una gota y ya estaban todos guardados– completó, mientras intentaba ocultar una sonrisa.
—Vamos, sólo falta guardar esto y está listo. Las luces las apago desde el galponcito–, dijo Martín. –muchas gracias por su ayuda y por ofrecerse, a pesar de esta lluvia–
Julián levantó ambos brazos y el agua ya caía a chorros por su ropa. –No hace falta agradecer, si al minuto ya estaba empapado. Era lo menos que podía hacer– dijo. –¿Va a volver en esa bicicleta?–
—Y, muchas otras opciones no tengo. Igual que usted, ya estoy completamente mojado– le respondió.
—si no le molesta, no tengo problemas en alcanzarlo hasta su casa. ¿Es muy lejos de acá?– dijo Julián.
—apenas unos kilómetros, pero no se moleste, ya suficiente con esta ayuda–
—por favor Martín. Digamos que lo hago por la carne!–, le respondió mientras continuaba riendo.
—si usted insiste– respondió el cocinero. –Puedo dejar la bicicleta en el galpón y ahorrarme una buena gripe–
Julián agarró los bolsos y los dejó adentro del pequeño galpón. El olor a humedad y carne que había allí adentro lo puso al borde del vómito. Martín colgó su bicicleta de un gancho que estaba en la pared, más preparado para colgar una media res que una bicicleta pero era efectivo de todas formas. Aguantaba el peso. Julián contemplaba todo el pequeño espacio de esa precaria construcción. Apenas una mesa de trabajo, marcada con una infinidad de cortes y teñida de un rojo claro. Allí sería donde prepara la carne, supuso sin mucho ingenio. A la izquierda, un freezer de tamaño mediano ocupaba toda una esquina de la construcción. Sobre él, varias estanterías exhibían frascos con dulces, conservas y distintas carnes en escabeche.
—¿quiere llevarse alguno?, preguntó Martín
—no, no, solamente estaba mirando. Me llamó la atención la variedad de productos que tiene acá guardados. Mucho más que una parrilla–
—la verdad que sí. Hay que aprovechar las cosas en las que uno se da maña, sino el último día del mes queda muy lejos–, dijo el cocinero. –Tenga, llévese uno– insistió.
—No Martín, por favor. Ya suficiente con la carne. Además tengo que terminar un trabajo esta noche, no puedo manejar con el estómago lleno por la ruta y con esta lluvia–
—Pero también puede comerlo más tarde, no es necesario comprobar la calidad del producto adelante del que lo prepara!– dijo Martín. –Vaya abriendo el auto así ganamos tiempo. ¿Está muy lejos de acá?–
—No, es aquel de allá–, respondió Julián. –Ya lo traigo–
X
Todavía estaba fresco el interior del Megane. Los dos hombres se sentaron, mojando al instante los asientos. La lluvia no tenía la intención de parar, al menos en el corto plazo. Encendió el motor, y luego el limpiaparabrisas. Al prender las luces altas se percataron que el barro había empezado a acumularse delante del automóvil. Cinco minutos más y les sería difícil salir de ese barrial. El viento continuaba soplando con fuerza, al punto tal de hacer parecer que la lluvia cayera horizontalmente. Las gotas se estrellaban contra los vidrios del auto emitiendo pequeños sonidos, como dedos pequeños que golpearan sin cesar las ventanas.
—Ajústese el cinturón que está difícil la cosa. E indíqueme por donde, que acá no conozco mucho–, le dijo Julián.
—tiene que volver hasta donde este camino se une con la ruta. Siga derecho por acá, nos vamos a dar cuenta por el cartel. No estamos muy lejos– respondió Martín.
Avanzaron despacio, a los tumbos por el ahora inestable e irregular camino de tierra. La ruta se había despejado, apenas una sombra de lo que había sido una tortura recorrer durante el día. Las luces del auto subían y bajaban, iluminando alternadamente el barro y los pastizales que se abrían a la derecha de este. A lo lejos se empezaron a dibujar las luces de otro coche, que venía en sentido contrario por la ruta. El único en medio de semejante temporal, y venía demasiado rápido. Los cruzó en menos de quince segundos y desapareció tan veloz como se recortó en el horizonte.
—por lo menos iría a 150 por hora. Una locura con este tiempo– dijo Martín.
—La verdad que sí. Por más apuro que uno pueda tener, hay que ser inteligente. Nosotros iremos saltando sobre los asientos pero al menos tenemos más chances de llegar enteros. Ahí va otro, mire–
Otro auto pasó, más rápido que el anterior. Detrás de éste, un relámpago iluminó todo el cielo, y luego reinó la oscuridad. El débil tendido eléctrico del área se había rendido ante semejante cantidad de agua caída.
—Bueno, si faltaba algo era que se corte la luz–, agregó Martín.
—Menos mal que el auto todavía anda, o que no nos hayamos enterrado en un barrial. Ahí si creo que me duermo acá adentro–, le respondió Julián.
—Vea, allá se ve el cartel. Unos metros más y tenemos asfalto, malo pero asfalto al fin–.
El blanco del cartel, preparado especialmente para brillar con el reflejo de las luces de los automóviles, indicaba el nombre y el acceso del pueblo. Un pequeño camino lateral se abría en la derecha, unos metros antes de la salida a la ruta. Por él se dirigieron los dos hombres, y salieron al camino de acceso al pueblo. Ahí tampoco parecía haber luz. A duras penas se veía el cartel con el nombre del pueblo, iluminado escasamente por las luces del auto.
—si quiere puede dejarme acá, hago el resto del recorrido caminando– dijo Martín.
—ya vinimos hasta acá, no lo voy a dejar en la entrada. Vamos hasta su casa, no es ningún problema. Además, como le dije, tengo que terminar un trabajo así que tiempo hay de sobra. Fíjese a su derecha, en el costado de la puerta, hay un trapo. Se está empezando a empañar un poco esto–, le dijo Julián.
XI
El enorme cocinero se revolvió en el asiento para dejar el espacio suficiente para ver el compartimiento que tenía la puerta en el costado. Había ahí un encendedor, un pequeño desodorante y algunos papeles sueltos. Llamativamente, había un par de esposas plateadas, relucientes entre medio de todo el desorden.
—acá no hay ning..–
Sintió el frío metal que se apoyaba detrás de su oreja y todo su cuerpo se detuvo en un instante. Cortó su respiración y se quedó inmóvil. Supo inmediatamente lo que estaba pasando.
—Antes de continuar nuestro viaje, tome esas esposas y póngaselas. Y no demore más de la cuenta o haga algún gesto indebido porque va a ser lo último que haga. Y yo tampoco tengo intención de tener que terminar el viaje con una ventana menos, con esta lluvia. Al final los hemos encontrado, Martín. ¿O debería decir Daniel? ¿Acaso pensaron que cambiar de pueblo y de nombre cada tanto iba a hacer que desaparecieran? ¿Cuántas personas piensa usted que debe haber con su tamaño y su aspecto en el país? Debo reconocer de todas formas que a mi jefe le costó bastante trabajo seguirlo, y algún dinero encontrarlo. No tanto como lo que le va a costar que le vacíe un cargador en la cabeza. Hago bien mi trabajo, y cobro de acuerdo a ello. Dicho sea de paso, yo sí soy Julián–.
—Daniel, el oso, el perro malo. Casi una leyenda en el mercado negro de los asesinatos. ¿Cuántos fueron en su carrera? ¿Cincuenta? ¿Cien? Lástima que un día decidió que ya no era lo que quería en su vida. Pero no, estimado, no es tan fácil salir de la organización. Mucho menos sabiendo todo lo que usted y su hermano saben–.
El segundo click metálico de las esposas al cerrarse cortó momentáneamente la conversación. Julián se colocó la pistola en el regazo sin dejar de apuntar al cocinero. Éste miraba, cabizbajo, el piso del auto.
—no piense que con esa cara de tristeza va a lograr algo. Mi trabajo esta noche es cerrar su etapa y la de su hermano. Sin resentimientos ni remordimientos. No lo haga más difícil. Indique donde es su casa y quédese quieto–
—Hay que seguir por esta derecho. Son tres cuadras más, pasando la plaza a mano derecha. La casa verde. Y no voy a hacer nada raro. Sabía que al dejar la organización me arriesgaba a esto. Todos esos años de violencia tenían que tener un final, ya no lo podía soportar más. Ni mi hermano ni yo. Y decidimos perdernos en el interior del país. Un pueblo así de pequeño no nos pareció una mala opción. En fin, haga lo que tiene que hacer– dijo el cocinero.
—No se apure, todo a su tiempo. ¿Quiere saber cómo llegamos acá? Gracias a su hermano. Lo encontramos a él primero, cuando lo reconoció uno de los choferes de la organización. Lo vio trabajando sobre la ruta, arreglando algo en el frente de una de las casas de Lezama. Como le dije, no hay muchos parecidos a ustedes. Lo único que tuvimos que hacer fue decirle al chofer que buscara a otra persona similar. Y enseguida los vecinos del pueblo nos comentaron lo bien que el hermano del electricista cocinaba. Y aquí estamos. Para dos profesionales como ustedes, bastante fácil nos lo hicieron–.
—Esta es la casa–, dijo Daniel.
Silenciosamente estacionaron el auto frente a la casa verde. La oscuridad y la lluvia continuaban complicando la noche. Apenas se distinguía la ventana, que daba a la calle, porque por entre las rendijas de ésta se dejaba ver una débil luz. Una vela, probablemente. Julián se bajó del auto y le abrió la puerta a Daniel.
—salga despacio. Camine derecho y abra la puerta sin hacer ningún movimiento extraño. ¿Su hermano está adentro, no?–
—supongo que sí–, respondió Daniel. Ya está, entremos.
Dieron un primer paso al interior de la casa. El hermano de Daniel estaba sentado en la mesa leyendo a la luz de una vela.
—Daniel, pero qué... –
Julián no le dio tiempo. Le disparó a Pablo, una bala en cada rodilla. El hermano cayó al suelo gritando de dolor.
—un grito más y tu hermano va a tener que barrer los pedazos de cerebro antes de que lo mate también. Así que tranquilo. Un profesional tiene que tolerar el dolor, no llorar como un recién nacido. Y usted, párese ahí mismo contra la puerta– dijo Julián.
—No es necesario matar también a mi hermano. Estuvo poco tiempo metido conmigo, déjelo ir. Conmigo es más que suficiente–
—No, no, nada de eso. Son los dos por los que me van a pagar. Dos balas más, una foto y me voy por donde vine. No voy a escuchar ningún tipo de súplica porque por eso no me pagan. Venga, póngase de rodillas que no quiero demorar más–.
XII
Daniel, el oso, como era conocido dentro de la organización que se dedicaba a apuntar y eliminar objetivos estratégicos a pedido, se arrodilló lentamente. Había estado en la posición de Julián muchas veces, más de las que él hubiera querido cuando, tras terminar los estudios secundarios, pensaba en convertirse en un cocinero exitoso. Las cosas no habían ido tan bien y de a poco se acercó a su hermano, que le ofreció algunos trabajos como cocinero y luego algunos trabajos especiales. La primera vez que robó tenía dieciocho. A los diecinueve entró a la organización como una especie de mensajero. Por mérito propio, enseguida lo pasaron a la línea de acción. La primera vez que mató, no había cumplido veinte. La paga de ese primer asesinato le alcanzó para comprarse un auto. Y le gustó. Y pidió más. Después de dos años, no tenía que pedir nada: cada vez que aparecía un objetivo, el primero en la lista era él. Y cumplía. Pero con el tiempo se fue cansando. Era cada vez menos agradable quedarse con las imágenes grabadas de sus víctimas, sangrantes y suplicantes, por semanas en su cabeza. No había pastilla ni tratamiento que le borrara eso de la cabeza. Y un día desapareció, aprovechando un trabajo que le pidieron. Tuvo que tomar un avión para llegar a la provincia, y al salir del aeropuerto alquiló un auto con nombre y documento falso –que ya tenía preparado– y puso rumbo al norte. Nunca más esa vida.
—Pasaron siete años desde que dejé el trabajo. Suficiente tiempo para que se olvidaran de mí. No es justo–, dijo Daniel volviendo a la realidad.
—Acá usted no decide que es justo y que no, Daniel. Las cosas son así, y así van a ser–. Apoyó el cañón de la pistola en la parte de arriba de la cabeza del enorme cocinero, y
—ayuda!–
un movimiento lo distrajo. En menos de un segundo miró a su izquierda y lo vio a Pablo pidiendo ayuda. Giró la cabeza a la derecha y lo último que vio fue una especie de caricatura de un oficial de policía con un viejo revólver en las manos que le apuntaba directo a la cara. Julián vio el fuego, y no vio más.
El disparo fue contundente. El revólver calibre .38 abrió un hueco entre los ojos de Julián, quien por un segundo hizo una mueca de sorpresa y luego se desfiguró completamente. La parte de atrás de su cabeza salió despedida hacia la pared opuesta, y su cara se derrumbó hacia adentro. Su cuerpo quedó apoyado sobre las patas de una silla con las piernas extendidas, como un muñeco cuando dejan de jugar con él. Lo que quedaba de su cabeza estaba apoyado sobre el tapizado de la silla, que ya se había teñido de rojo y empezaba a gotear al suelo. Daniel, a su derecha, estaba innecesariamente bañado en sangre y pedazos de materia gris de su asesino. Miró por un segundo el cuerpo sin vida de Julián, y se incorporó instintivamente, todavía agitado por la tensión.
—Macías, gracias Macías, nos estaba por matar. Nos ha salvado usted la vida–, dijo el cocinero
—me llamó la atención verlo a usted en el auto con otro hombre. Le dije que siempre veo todo, aunque no parezca. Y no dejo de tener ese instinto, ese olfato para las cosas raras. Cuando lo vi bajar de ese auto esposado no dudé. Tomé mi arma y vine. Tuve la sensación de llegar tarde cuando vi los fogonazos de los disparos, pero por suerte todavía están vivos. ¿Quién era este tipo?–
—Estuvo comiendo en mi parrilla. Un don nadie, como cualquier otro que llega cualquier día. Me habló un par de veces y no le di importancia. Pero cuando se largó la lluvia y empecé a cerrar me amenazó a punta de pistola. Me obligó a venir a casa pensando que era una especie de multimillonario por tener un puesto en la ruta. Y casi lo mata a mi hermano el muy hijo de puta. Bien muerto está. Fíjese en esa caja, Macías, hay una tenaza lo suficientemente fuerte como para cortar estas esposas. ¿Me haría el favor?–
—cómo no, Martín. A ver, venga–.
No hizo falta mucha fuerza para que cortar ambas esposas.
—Gracias Macías. Ahora tenemos que solucionar todo este problema–
—lo primero que haría yo sería asegurarme que su hermano esté bien. Ha perdido una buena cantidad de sangre pero no veo tanta como para pensar que le cortó una arteria. Deme su cinturón, con el mío le voy haciendo un torniquete en cada pierna hasta que podamos llevarlo a un hospital. Con esta lluvia y sin luz dudo mucho que alguna ambulancia se acerque hasta aquí. Y sin luz no hay teléfono como para llamar, así que Martín, le recomiendo que nos apuremos antes que sea peor–
—No hay apuro Macías. No al menos para usted–, dijo Martín. Empuñaba en su mano derecha una pistola de grueso calibre. En ella se había colocado un guante de látex.
—Pero– inició su queja el oficial
—Nada oficial. Gracias– Interrumpió Martín. Y disparó.
El cuerpo de Macías cayó encima de Pablo, bañándolo también a él en sangre y pedazos de cráneo. Pablo gritó de dolor cuando el peso muerto le apretó las heridas de bala. El brazo izquierdo del oficial todavía se sacudía, golpeando el estómago de Pablo en un póstumo intento de cubrirse de algo que ya había pasado. En el brazo derecho sostenía su cinturón, que jamás llegó a hacer el torniquete. La sangre comenzó a salir a chorros por el agujero donde antes estaba la frente del oficial, como tantas otras veces ya habían visto ambos. Pablo tomó el brazo del policía y lo hizo rodar a un lado. Al quedar hacia arriba, el flujo de sangre comenzó a salir con más fuerza. De la cara de Macías solo quedaba la nariz, colgando sobre la boca, y algunos dientes. El ojo que no había desaparecido rodó por esta improvisada pendiente y cayó al suelo, acomodándose entre la pera y el hombro de lo que quedaba del oficial.
—Qué olor, la puta madre. Lo hiciste cagar encima–, le dijo Pablo a su hermano. –¿Era necesario matarlo al pobre tipo? Si ya estaba muerto el otro, teníamos excusas más que suficientes como para cubrirnos. Vos estás loco Daniel. Como siempre, haciendo una de más. Dejame de joder, miralo, no se queda quieto y le falta media cabeza. ¿Quién era el otro que te trajo hasta acá?–
—Alguien a quien aparentemente el Jefe había mandado para matarme. Y me encontraron gracias a vos, que le decís a todo el mundo que estoy cocinando bárbaro. Sin preguntar quién carajo es. Como siempre, vos también. Tuve suerte de que llegara el viejo este, sino en estos momentos el que estaba sacudiéndose era yo. Se ve que pasa el tiempo pero les sigo resultando necesario, sino no me buscarían–
—Te buscaban para matarte, a vos y a mí. No te hagas la película. Vení y ayudame con esto que sino me voy en sangre, dale–, le dijo Pablo mientras se arrastraba sobre su trasero hacia la pared.
—Yo se lo que te digo. Pero otra vez no me voy a arriesgar–
—¿Qué mierda decís?–
—Acepté volver a la organización, hermano. Pero no podía volver a ocupar mi antiguo puesto a menos que me deshiciera del mejor asesino que actualmente trabajaba. Lo estuve esperando todo el día al tipo este. Pensé que no iba a llegar. El jefe me había dado la descripción, el modelo de auto y la hora de llegada. De haber estacionado media hora más tarde al costado de la ruta, bajo la lluvia, no habría tenido tantas complicaciones. Tenía el cuchillo preparado debajo del mostrador. Era bueno en serio, mirá como complicó las cosas–
—no te puedo creer lo que estás diciendo... –
—no lo creas si querés, pero es la verdad. Esta vida de mierda, de andar escapando, de andar pedaleando o caminando todos los días veinte kilómetros, vivir en el medio de la nada sin teléfono, sin un televisor... ¿cuánto más podía aguantar? Menos mal que recibí esa llamada la otra semana. Y no lo dudé. El tipo este, Julián se llamaba, había ganado tanta reputación que estaba empezando a trabajar por cuenta propia y estaba preocupando al Jefe. Demasiado agrandado, soberbio. Incluso hasta llegaron a pensar que estaba planeando quedarse con la cabeza de la organización, y vos sabés bien que con eso no se jode. Así que lo mandó entregado a mis manos... y a cambio de eso, yo vuelvo a trabajar para él con todo mi pasado y mis errores perdonados. Sin rencores. El policía me hizo más fácil el trabajo sucio. O al menos la primera parte. Vos me metiste en esto, Pablo, y te lo agradezco. Pero por algo nunca progresaste como yo. Te mandás muchas cagadas, sos muy boludo–.
Tomó la pistola de la mano de Julián y le apuntó a su hermano.
—No seas hijo de puta Daniel–
—Te quiero mucho hermano. Ya nos vamos a ver otra vez–
Afuera de la casa se sintió el ruido de otro auto frenando. Ya la lluvia había dado paso a una llovizna, mucho menos violenta.
—Me tengo que ir. No lo hagamos más difícil–
—Danieeeel la put... – Pablo no alcanzó a terminar la frase. Un último disparo resonó en el vacío de la casa. Lo que hasta unos segundos era su hermano ahora yacía de costado, mirando al piso. Unos centímetros arriba, parte de su nuca estaba pegada contra la pared, adornada por unas manchas de sangre en forma de abanico. –Como pasaba siempre que remataban a alguien contra una pared–, pensó Daniel. No soltó una sola lágrima. Tomó la pistola con la que había disparado al policía y la colocó en la mano de su hermano, con mucho cuidado. Afuera, la bocina del auto sonó dos veces.
—¿Más complicado de lo que parecía, no?–
—la verdad que sí, Jefe. Si no hubiera sido por ese policía, se hubiera tenido que buscar otro para encargarse de ese Julián. Ah, y dicho sea de paso, me encantó la tonada pueblerina que le puso cuando le dijo porteño de mierda. Y una buena actuación haciéndose el borracho al subir a la bicicleta. ¿Está seguro que no quiere ser actor?–
—Por qué no te vas a cagar, Oso. Todavía me puedo arrepentir eh–.
—Es solo una broma, Jefe. ¿A dónde vamos ahora?–
—En principio, lejos de acá. No se cuanto van a tardar en venir los bomberos, ya me encargué de incendiar el galpón. Que parezca un accidente, ¿no?–
—Que parezca un accidente. Vamos.–
El motor del auto arrancó. Las luces parpadearon y finalmente arrancó, camino al acceso del pueblo, perdiéndose en la profunda oscuridad de la noche.