Читать книгу Intifada - Rodrigo Karmy Bolton - Страница 7

Оглавление

Un hombre maneja un automóvil por una carretera. No es cualquier carretera, pero tampoco sabemos con precisión qué carretera es. Podría ser alguna de las carreteras segregadas de Palestina o de alguna favela brasileña. Perdida, la carretera no tiene nombre, tan solo aparece como un continuum que pasa por detrás del conductor. Este último, en silencio y vestido de camisa gris –protagonizado por el propio director, Elia Suleiman–, comienza a comer un fruto mientras su mirada se enfoca fija en el ciego horizonte del trayecto que la cámara oculta al espectador. No hay palabra, tan solo el ininterrumpido sonido del automóvil centrado en un trayecto hacia algún lugar, donde el conductor come su fruto mientras devora el paisaje difuminado por la velocidad.

No hay paisaje –no hay médium–, tan solo un sonido vacío por el que corre el automóvil. Cuatro mascadas del fruto y el conductor apenas ve el cuesco que resta en su mano para lanzarlo súbitamente por la ventana. La escena cambia. La cámara deja de enfocar al grisáceo conductor y pasa a mostrar el trayecto del cuesco que, invisible, golpea la chatarra de un tanque apostado al borde de la carretera que estalla en mil pedazos. La explosión inunda la pantalla y, sin embargo, el automóvil mantiene su curso mientras su conductor no se inmuta por lo acontecido. En la escena siguiente, cuando la cámara retoma la imagen del automóvil, el conductor ni siquiera mira hacia atrás; como si aquello jamás hubiera ocurrido. El tanque estalla, mientras el automóvil se aleja. En tan solo 58 segundos el director Elia Suleiman ha puesto en escena una verdadera intervención divina, tal y como titula la segunda de las tres películas de la saga a la que nos referimos2.

El estallido del tanque se produce por el impacto de un cuesco. Fuera de la continuidad en que solo prima el vacío y constante sonido de un motor sobre la carretera, el cuesco hace lo impensable. Fuera del continuum tienen lugar los sueños, la imagen de un posible que acontece sin querer: el personaje caracterizado por Suleiman que maneja el automóvil no tiene «intención» de hacer estallar el tanque. Fuera del continuum se desatan las luchas casi imperceptibles, más allá de cualquier centro que pudiera ordenar el espacio-tiempo. Lejos de algún conflicto que pudiera dirigir las batallas, Suleiman nos ofrece el estallido de un tanque impactado por la contingencia de un cuesco. Golpea el vacío de su chatarra y de pronto la explosión inunda la totalidad de la pantalla. El espectador recién mide la diferencia entre la anodina escena del automóvil y el estallido del tanque. Contempla el abismo entre cuesco y tanque, dos fuerzas que desatan su duelo por fuera del continuum histórico (es acaso lo que expresa la carretera vacía), un tiempo marcado por la excepción, poblado con la fuerza soberana del tanque y la fuerza contingente del cuesco. Sin intención, sin alguna teleología que dirija las acciones, exento de voluntad («sin querer»), el personaje caracterizado por Suleiman, quien no habla en ninguna de sus películas, ha puesto a la orden del día la intensidad de lo posible. Quizás el estallido del tanque jamás haya ocurrido, pero eso, en el registro imaginal en el que nos movemos, no importa.

El tanque está vacío. Carece de soldados en su interior, de alguna bandera que pudiera flamear. Como si alguna vez hubiera sido abandonado en la carretera. Como si su tiempo hubiera terminado, el cuesco impacta en el tanque y antes del estallido suena hueco. Advertimos que el tanque está en desuso, vacío y su fuerza bélica parece desactivada, su soberanía siniestrada. La infinita carretera escenificada por Suleiman alegoriza la implosión de la filosofía de la historia. Sus héroes, tragedias y discursos parecen haber quedado en otra época, cuando esta parecía llena, inundada de sentido y dirigida por un sujeto que, mirando al horizonte, podía llevar a la humanidad a su redención. De esa filosofía tan solo ha quedado una carretera vacía. Ni héroes, tragedias, ni discursos. Tan solo la sequedad del asfalto en su infinita linealidad.

Al final de la escena permanecen los restos del tanque estallado a medio quemar. Ruinas de una guerra, metales chamuscados al borde de una carretera deshabitada. No hay diálogo, tan solo sonidos que condensan la desarticulación de toda filosofía de la historia, lo impensado ha tenido lugar en el instante del fin, a la hora en que la filosofía de la historia cierra su negocio. Las ruinas abandonan su tragedia, agolpadas en la vía del museo universal, la escena de Suleiman ha desprendido el aura del que dichas piezas podrían aún gozar, destituyendo las máscaras con las que terminaron sus días. Sin cálculo alguno ni razón planificadora, solo el desborde de imágenes, Suleiman nos invita a pensar una política menor vertebrada por la contingencia más radical, donde sueño y realidad, deseo y mundo se anudan en una misma vibración. Se trata de un sueño que trae consigo un impensado impregnado de materialidad, como si fuera la posibilidad inmanente a las propias formas del mundo, como si fuera un posible que solo emerge cuando las cosas quedan en desuso. Todo llega de súbito, la intervención divina no será más que la intensidad de una insurrección siempre por venir. Pero no se trata de alguna insurrección inflamada de épica, sino de un gesto torpe casi anodino e incluso anónimo en el que, sin embargo, las armas del soberano son ridiculizadas, desprendidas del aura con las que puede aterrorizar al presente.

Un cuesco no está solo. Yace intersectado con un sueño. Ni siquiera un juego, acaso un gesto, en el que toda la maquinaria bélica se exhibe como simple chatarra. El progreso sigue sin mirar atrás. Aunque, sin pretender ni intentar detenerse como sucede con el ángel de la historia que Walter Benjamin rescata del cuadro de Paul Klee, el conductor apila ruina sobre ruina tras de sí3. El personaje expone la versión cómica –estúpida, absurda– del drama benjaminiano que acompasa la escena en la pequeñez de un cuesco: sin un querer, ni un poder, el cuesco deviene el detalle que cambia las coordenadas de la propia escena.

Suleiman nos ofrece un sueño. De aquellos que asolaron a todos los profetas y visionarios de los pueblos, y que envuelven al espectador en una atmósfera, en un paisaje, en un médium donde realidad y ficción se difuminan4. Se trata de lo que, alguna vez, el pensador Sihabbodin Yahya Sohrawardi (s. XII), renunciando en parte al aristotelismo aviceniano prevalente, denominó «mundo imaginal»5 para definir la imaginación desde un lugar sin lugar que el fenomenólogo Henry Corbin rescató en el siglo XX, designando con ello un «intermundo» en el que lo sensible y lo inteligible devienen indistinguibles y donde lo real estalla en el ingobernable flujo de imágenes. En el mundo imaginal los espíritus se «corporalizan» y los cuerpos se «espiritualizan», nadie puede decidir en qué lugar habita, no es el mundo de la tierra ni tampoco el del cielo, no se trata de los «datos sensibles» ni tampoco de las simples «ideas». No hay posibilidad de distinguir sujeto ni objeto, ni interior ni exterior, tan solo un médium poblado de imágenes que no sucumben a la égida representacional de la modernidad. En el desgarro de la «imagen del mundo» propiciada por el espectáculo mediático, se abre el «mundo imaginal» como su cuesco, reducto inoperoso frente a la obra espectacular y su monumentalidad. No es representación sino creación, no remite a una imagen reducida al «reflejo de» sino a la «invención» de formas de vida –que aquí llamaremos vida activa6–. Mas no se trata de «imaginario», entendido como la reducción psicológica de la imagen en la tienda del sujeto, sino de lo «imaginal» concebido como el médium sobre el que descansa originariamente nuestra existencia7. No es de lo «irreal» el tema del que se trata, sino de un grado cero de realidad en la que se abre una realidad imaginal.

En la singularidad del médium que define al mundo imaginal, volvemos a poblar las calles, recorremos esquinas, nos dejamos abrazar por la multitud y siempre un grafiti, un texto, un poema o una simple consigna que nadie sabe de dónde surgió ni quién la inventó, da cuenta del «instante de peligro» en que sobrevino su intensidad. Al carácter impersonal, pero enteramente común por el que se cristaliza el mundo imaginal, tendrá lugar un proceso que literalmente podríamos definir como telepatía para designar la apuesta de una comunicabilidad sin voluntad que acontece en la intensidad de los procesos de insurrección: la transmisibilidad inmanente de la potencia telepática aferra al pasado con el presente, a los muertos con los vivos: el griego τῆλε (telè) designa «lejos» y παθέειν (pathèein) «experimentar, padecer» en términos sensibles. Lejos de la forma supersticiosa con la que habitualmente la literatura utiliza dicho término, telepatía define aquí una experiencia de sensibilidad común comprometida tanto a nivel espacial como temporal: «espacial», en el sentido de las esquirlas de protesta que saltan hacia diversas geografías casi simultáneamente en una suerte de sincronía de multitudes; y «temporal», porque gracias a la transmisibilidad en ella en juego, los pueblos pueden abrazar su pasado nunca sido, aquel que ha quedado trunco en la historia de los oprimidos para inventarlo otra vez en el desgarro de la actualidad. A pesar de la mala prensa del término, cuya interpretación burguesa fue leída desde la égida de la «voluntad», la telepatía sensible devendrá el proceso estructurante de toda revuelta, la dinámica inmanente al estallido de la imaginación popular. A diferencia de la «sugestión», proceso consustancial al poder, la telepatía designará, entonces, el instante en que se suspende el tiempo histórico y los pueblos experimentan o padecen en común (desde «lejos»)8.

El mundo imaginal cobija, sin embargo, justicia. Pero una justicia inconmensurable a todo derecho que solo puede dejarse caer en la singularidad de un cuesco. Justicia sin derecho –porque para los oprimidos no hay derecho que valga– y, a la vez, testimonio de un derecho sin justicia, en la imagen del tanque apostado en la carretera, en la lucha sin cuartel entre la forma soberana y la contingencia radical. Sin héroes (¿cómo el conductor de ese automóvil, que ni siquiera se da por enterado de la explosión que ha desatado, podría ser un héroe?), ni diálogo ni habla, tiene lugar el estallido de la historia. No podemos dejar de advertir la caracterización del personaje que el propio Suleiman protagoniza y que atraviesa la saga de sus tres películas. En ellas, el personaje no habla: no emite discurso ni profiere palabra alguna. ¿Cómo el supuesto protagonista de una saga puede no hablar? Se trata de un poder-no, más que de un poder; de una potencia9. El cuesco simboliza el lugar in-fantil de la humanidad, aquel que da lugar al lenguaje, pero que difiere una y otra vez respecto de sí10.

Discontinuidad entre el viviente y el humano –entre cuerpos y lenguas–, entre historia y filosofía, si se quiere, la in-fancia (el lugar sin lugar) es el campo de una desarticulación constitutiva que define al mundo imaginal11. Es su hogar más cercano y lejano, lo más conocido y desconocido, a la vez. Solo porque puede no hablarse, porque el viviente y el hablante declinan en un hiato, adviene la experiencia del mundo imaginal. La in-fancia no es una forma sino un médium que abre múltiples formas. Como tal, el mutismo del personaje caracterizado por el propio Suleiman visibiliza la potencia imaginal que posibilita a los pueblos a su capacidad (o no) de uso12. Así como el niño juega con algún juguete o el poeta clama el amor de la amada, se trata siempre de una experiencia imaginal que se da en el lugar sin lugar en el que habitamos13.

La patria de vivientes y cosas no es más que el mundo imaginal. Lugar de intersección, mixtura o campo de tensiones múltiples, su potencia implica que las cosas no se sitúen en un espacio geométricamente objetivo ni tampoco psicológicamente subjetivo, sino en una relación de uso libre y común que se identifica con el mundo imaginal. Uso quizás no signifique otra cosa más que hacer la experiencia del mundo imaginal. Porque usar define, en este sentido, un modo de invención de formas: frente a la economía política moderna que hace del uso una relación unilateral de medios y fines exenta de imaginación (o, al menos, con una imaginación confiscada a los fines a cumplir), el mundo imaginal como lugar aneconómico irreductible a toda posible economía, muestra a toda cosa –y a toda relación– como un medio puro que podemos habitar.

La forma de vida que identificamos al uso libre y común define lo que en este ensayo denominaremos vida activa: «(…) la verdadera vida activa –escribe Emanuele Coccia–, la vida superior de todo animal, no está ni en la acción ni en la producción, sino en el invisible comercio con los medios»14. El uso, podríamos decir, define ese singular «comercio». Ni acción (praxis) ni producción (poiesis), el uso no es más que intercambio medial que la intifada actualizará radicalmente, volviendo a los ciudadanos enteramente in-fantes, habitantes de una vida activa que viene a dislocar los códigos por los que tal vida ha sido concebida por la tradición. Sin pertenecer a la interioridad de un sujeto ni a la simple exterioridad del mundo, tal relación necesariamente se da como un singular «comercio con los medios» que definirá lo común no en base a una identidad específica, sino a la impersonalidad de una potencia que, siendo inapropiable, será enteramente usable.

Por ahora retengamos esta fórmula: usar deviene la tarea política de la intifada. Ella abraza una justicia sin derecho, de una imagen sin representación y de una insurrección sin poder; si se quiere: se trata de la fórmula arendtiana del «derecho a tener derechos»15. Uso y no propiedad, medios puros y no medios para un fin, mundo imaginal y no imagen del mundo, la irrupción del cuesco alegorizado por Suleiman cala en una lucha semiótica por la desarticulación radical de los signos del poder en orden a profanarles y abrir la dimensión de la potencia16. Librar la imagen de toda iconización, la imagen de la representación, la imagen del espectáculo, quizás defina a una y la misma política de la intifada en la que usar significará inmediatamente imaginar. Como el silencioso personaje caracterizado por Suleiman manejando en una carretera vacía, infinita y homogénea, el pequeño cuesco funciona como la llave de los sueños que en medio de la rutina del automóvil nos intersecta entre dos mundos a la vez, activando la posibilidad de la insurrección.

Intifada

La intifada tiene lugar en los bordes de la historia. No es más que una potencia que notifica a los mortales su existencia común, que se da solo como un ser-con17. Proveniente del término árabe nafada, que designa «desempolvamiento», «sacudimiento», «agitación» o «levantamiento», remite a la presencia de una cierta violencia que remueve el estado de cosas, designando así a una potencia imaginal que en español traducimos por «revuelta»18. Desempolva un pasado que sacude o agita lo que yacía inerte, la intifada no es nada más que un levantamiento de las capas que dormían en alguna tierra. No responde al término «revolución», cuyo origen moderno lo encontramos sintomáticamente en la designación copernicana de las órbitas celestes que, desde 1789, comienza a referirse al acontecimiento histórico y político que da lugar a una nueva época histórica19. Curioso origen que emparenta el término «revolución» a los enclaves del orden celeste y que, más tarde, se convertirá en la seña moderna en que la sacudida de la potencia común que definirá la revuelta quedará subrogada a la revolución como poder de vocación universal, orientado a erigir un nuevo orden político que ha roto con el pasado.

Intifada define un gesto que no puede reducirse a un simple poder. Carece de una forma definida, prescinde de un «sujeto» específico y, sin embargo, inunda las calles, puebla los pueblos, habita las plazas y ocupa lugares que han sido deshabitados por la filigrana del poder. Intifada es un cuesco lanzado al borde de una carretera que hace estallar a un tanque apostado en el despojo de la historia. Toda thawra («revolución») supura intifada como todo poder suda potencia. La potencia es la sangre, flujo ingobernable en el que solo un golpe puede coagularle y docilizar así a los cuerpos sobre los que el poder se erige y necesita: «El capital es trabajo muerto que no sabe alimentarse, como los vampiros, más que chupando trabajo vivo, y que vive más cuanto más trabajo chupa»20. Todo poder requiere de la potencia, como su vampiro para extraer de ella su sangre e impedir la puesta en juego de la vida activa, de aquel «trabajo vivo» –para decirlo con Marx– capaz de subvertir el orden de las cosas.

La alegoría del cuesco no es más que el lugar en que lo humano ha tocado el resplandor de su inoperosidad. Un simple de­sempolvamiento, una sacudida o agitación que, sin embargo, modificará el actual estado de cosas, aunque no habrá «obra» alguna atribuida a su nombre. No hay «algo» más que imágenes de un momentum que, exento de inscripción representacional, deviene paria: la intifada es clandestina, no ofrece la visibilidad de las grandes revoluciones, sino que se mantiene en la invisibilidad de una fuerza o, mejor aún, de una violencia que sacude, agita y levanta desde las sombras. Carece de lugar, no obedece a territorio, nación o patria alguna, y por eso pone en juego a una vida activa que desa­ta un carácter cosmopolita que, como veremos, jugará a contrapelo del cosmopolitismo «adulto» modernamente propuesto por la filosofía de Immanuel Kant.

El cosmopolitismo intifadista disuelve los identitarismos y su carácter salvaje le hará irrumpir en una escena a la que jamás se le invitó, levantar las formas establecidas y asomarnos al bullicio popular de las calles y plazas de la ciudad. En cuanto sin «obra», el dictum del poder, vía sus intelectuales, medios de comunicación y think tanks de toda índole, no ha dejado de repetir que la intifada «nada cambió» o que «de nada sirvió».

En efecto, nuestra temible sospecha es que la intifada nunca fue vista, porque los ojos del poder mantuvieron sus tronos solo en la medida que la contemplaban bajo el prisma de la moderna, colonial y universalista figura de la «revolución» o, en algunos más recatados, bajo el prisma de la «transición». Quizás, la intifada no irrumpa sino como lo que no puede más que «fracasar» o, bien, donde su «triunfo» tiene lugar solo en la medida que «fracasa» porque es en tal (des)medida donde el poder puede difuminarse en una potencia, donde los tiranos pueden caer como lluvias sobre plazas.

El discurso politológico no deja de exigir a la intifada lo que no es. «No tuvo suficiente organización», «careció de propuestas», o bien, fue solo la expresión de la «tercera ola de democratización». Antes que dar explicaciones a los expertos por el supuesto «fracaso» intifadista, por su entera falta de obra y su estar exenta de un «para qué», habría que interrogar el paradigma sacrificial que, de una u otra forma, opera en su discurso que concibe al fenómeno a partir de la noción de «revolución» que impone un télos y dibuja los contornos de una cierta «filosofía de la historia del capital» a la que la intifada resta sin demora, sin piedad, velozmente21.

Si el paradigma sacrificial es propio de la revolución, diremos que el paradigma martirológico lo será de la intifada. Nuestra tesis es que, a pesar de su mala prensa (o, quizás, justamente por eso), el martirio inmanente a toda intifada no puede identificarse sin más al sacrificio, puesto que constituirá el operador capaz de intersectar al mito con la historia cuya violencia abrirá los cuerpos hacia el mundo imaginal en el que todo cálculo quedará diseminado: ir hasta la muerte sin pensar en la muerte, en la incandescencia de una vida activa (de un «trabajo vivo», si se quiere) que se ha desprendido de la cáscara del poder sin considerar los costes de tal decisión, posibilitar que un cualquiera –un verdulero/a, estudiante, desempleado/a precarizado/a cotidianamente por la maquinaria del poder– restituya su potencia política, implica abrirnos al gasto radical que define al martirio que, en cuanto figura popular, distinguiremos del sacrificio para subrayar su arrojo frente al poder de muerte (la soberanía). Exento de un «para qué» que convoque a un ideal más allá de la resistencia, el martirio articula un preciso uso de los cuerpos con el que interrumpe al poder.

En las insurrecciones acontecidas en el mundo árabe –todas bajo la sombra de la colonización occidental22–, el viejo término shahid ( , cuyo significado en griego es μάρτυς, mártir), proveniente de la tradición religiosa (judía, cristiana y musulmana) que originalmente designaba al «testimonio de fe», se reactiva en las capas populares para designar los muertos en combate, aquellos que se arrojaron sin cálculo alguno a la intensidad de la resistencia. Jamás se tratará de una muerte sacrificial dispuesta a instaurar o conservar un orden, sino de una muerte que, como testigo, se obstina en afirmar la singularidad de una forma de vida23.

A veces, tal martirio se desata con un crimen ejecutado por el Estado, otras a la luz de la práctica de la inmolación que protesta contra la injusticia, pero siempre se trata de una vida insurrecta, de una potencia que impregna el orden establecido y resiste a pesar del dolor que conlleva arrojándose contra el poder, más allá de todo cálculo y medida. Porque si el paradigma sacrificial será siempre el de los vencedores, el martirológico apunta más bien a las condiciones de los vencidos; el sacrificio será la apuesta del poder, el martirio lo será de una ingobernable recuperación de la potencia. Como tal, el mártir es aquel que se arroja para impugnar el orden establecido y no para «morir» (aunque muera efectivamente); en cambio, quien se sacrifica funciona como una vida impregnada de una estética de muerte que, lejos de impugnar el orden establecido, lo confirma sustantivamente.

El mártir deviene resto del sacrificio, potencia que no cabe en el poder, a pesar de que este último intentará por todos los medios convertirlo en un chivo expiatorio para disponerlo a la liturgia sacrificial. Como un umbral entre lo humano y lo inhumano, entre la contingencia de una historia que se desata en un pueblo y el elemento imaginal que irrumpe múltiple, el mártir no deja de abrir las puertas de la insurrección. El mártir dice un gran «No» a la alternativa sacrificial de vivir una vida separada, desposeída de su potencia, desgarrada de su carácter «activo» desatando la rebelión de un real más allá de la realidad, de una imagen más allá de la representación, de una potencia más allá (o más acá) del poder24.

¿Por qué desde fines de 2010 y principios de 2011 estalla la intifada en el mundo árabe? Muchas han sido las explicaciones en torno a las agobiantes condiciones materiales que han vivido los pueblos árabes en las últimas décadas. La mayoría tremendamente exactas en sus diagnósticos, pero exentas de una lectura que fuera capaz de vincular el abismo de las condiciones con la violencia del estallido. En otros términos, ¿qué hubo entre las condiciones y el estallido? Un martirio.

En diversas prácticas (la inmolación, el asesinato a quemarropa perpetrado por las fuerzas de seguridad, las torturas que condujeron a la muerte u otras formas), habría habido una activación de la dimensión mítica del mártir (shahid) anudado en la imaginación popular. Habitando en el umbral entre la vida y la muerte, el mártir será operador de la revuelta, la forma de vida propiamente ética capaz de suspender al tiempo histórico y restituir al mundo imaginal del que los pueblos habían sido despojados hace demasiado tiempo. Al habitar en la suspensión del tiempo histórico, el mártir despierta la transmisibilidad telepática de los pueblos conectando su pasado nunca sido en la revuelta popular del presente.

Inoperosidad

Ahora bien, ¿qué significa que la intifada sea sin obra (inoperosa)? En cuanto no responde a la dialéctica entre instauración y conservación características de la forma moderna de revolución, ¿cómo sabemos que aconteció? Si bien no tiene obra a cumplir, tampoco significa que su impacto sea nulo. Como el cuesco entrevisto por Suleiman, la intifada puede hacer estallar un tanque, y en ello juega como una potencia esencialmente revocatoria que, si bien no funda un nuevo orden, abre una singular vida activa que destituye la cesura entre el hombre y el ciudadano, entre la vida y sus formas. El desgarro in-fantil en que lo viviente no coincide con lo humano, sale a la luz por la violencia intifadista. Su falta de obra es su ventaja, su (supuesto) «fracaso» define la radicalidad de su política.

La singularidad de la vida activa aquí en juego implica una redefinición crucial de la noción de actividad que deja la investidura clásica de la «acción» (que asume el otrora télos aristotélico como su premisa volcando, por ello, hacia una dialéctica sacrificial instigada por la instauración y la conservación, el medio y el fin) para coronarse en la forma del uso que destituye tal dialéctica25. La redefinición de la acción como uso implica otros modos de hacer en sentidos muy precisos. Reuniones de diferentes comités, asambleas, articulación de orgánicas diversas a las formas preestablecidas, escritura de panfletos, grafitis y elaboración de estrategias de resistencia frente al poder de turno y aquello que el egiptólogo Furio Jesi denominaba la «propaganda genuina», esto es, la evocación epifánica de imágenes desde las cuales brotarán frases, eslóganes, canciones; en suma, el pensamiento que acontece en toda revuelta. Nadie reivindicará su autoría, pero circularán como fantasmas en medio de la multitud. Por esta razón, la inoperosidad intifadista no puede concebirse como un «no hacer nada», una «improductividad» sin más, sino más bien como otra forma de vida activa que, a decir de Coccia, no remite ni a un paradigma «práctico» ni a uno «poiético», pues introduce un singular comercio con los medios en el que pone en juego el uso en el que todas las cosas, los cuerpos y las palabras adquieren una dimensión imaginal y absolutamente común, tornándose de todos y de nadie a la vez. Las cosas se desprenden de toda propiedad, los cuerpos ya no calculan sus movimientos en relación a la mirilla de un amo que vigila, los discursos dejan de ser creaciones atribuidas a un sujeto supuesto saber; las cosas se tornan mundo, no territorio; los cuerpos danzan más allá de toda sujeción establecida, y las palabras terminan volviéndose enteramente comunes.

El carácter inoperoso de la intifada impugna dos modos de entender la política. Por un lado, el carácter «planificado» y, por otro, el carácter «espontáneo». Si el primero visibiliza a la razón por sobre la voluntad, el segundo exhibe a la voluntad por sobre la razón. Sin embargo, ambos remiten al mismo paradigma sacrificial sobre el cual se funda la moderna y universalista noción de revolución –o contrarevolución, que es casi igual–. Más allá de dicha dicotomía, la intifada nos abre el terreno de una vida activa en la que no se juega ni una planificación ni tampoco un simple espontaneísmo26.

¿Cómo habría que entender esta singular vida activa, cómo comprender su estatuto si no es bajo la enigmática noción de los medios puros? Como dijimos, la intifada no es nada más que un sinfín de quehaceres que tienen lugar bajo la forma del uso que van a contrapelo de las formas de la propiedad impuestas por el capital. No hay simple «improductividad», como ocurre en la frecuente imagen que se tiene de la «huelga general», sino actividad inactiva que se traduce afirmativamente en la capacidad (o no) del uso común. Es aquí donde alcanzamos a esbozar el problema de la libertad que, a diferencia de la concepción habitual legada por la economía política moderna, ella solo podrá advertirse donde toda forma de propiedad experimente su disolución. Lanzar piedras, rayar paredes, acampar en una plaza, organizar un mitin o apropiarse de las calles a través de disfraces, expresiones artísticas, asaltar una comisaría, golpear a la policía, entre otros movimientos, constituyen modos de esa vida activa. Se pueden o no «hacer» cosas durante la intifada, y he aquí la fórmula de la cuestión, asumiendo, claro está, que el término «hacer» se define por la puesta en juego del uso (ni por la producción ni por la acción).

De hecho, su estallido palestino de 1987 articuló formas específicas de disciplina y de formación de organizaciones políticas que implicó el desenvolvimiento de una vida activa que transformó enteramente la imagen de los palestinos de los Territorios Ocupados y, a su vez, la imagen que los demás actores (Israel, EE.UU.) tenían sobre ellos27. Los palestinos de los Territorios Ocupados adquirían una visibilidad inédita de la que habían sido despojados después de los Acuerdos de Camp David entre Egipto e Israel (1978), cuya fuerza irrigará la celebración del Consejo Nacional Palestino celebrado en Argelia, cuyo trabajo habría sido un «resultado directo de la intifada»28. Desde la constitución de diversos comités en plenos Territorios Ocupados, organización de una política de boicot contra el dominio político y económico israelí, hasta la celebración de dicho Consejo en Argelia, en el que se redactará un documento a partir del cual la voz palestina de dichos territorios volverá a irrumpir en la escena internacional, la intifada no consistirá en una inactividad pura y simple, sino más bien en un levantamiento popular cuyo «hacer» no estará circunscrito a los ritmos del capital (la imagen del mundo). En este sentido será inoperosa. No porque «no haga nada» y consista en un simple «cruzarse de brazos», sino porque, tal como señalábamos, su gesto consistirá en afirmar un uso libre y absolutamente común. En la intifada volvemos al uso libre, en el capital nos volcamos a la apropiación, en la intifada tiene lugar un mundo imaginal que –cual vampiro, según nos ofrece la imagen de Marx– el capital pretenderá clausurar en la imagen del mundo.

La intifada no nace ni muere, más bien está siempre a punto de estallar. Es eterna en este sentido muy preciso: como potencia de una irrupción aún no acontecida, convive con nosotros pero en silencio. Necesitamos de una cierta violencia para desatar su furia, «sacudir» los castillos erigidos y «agitar» las desesperanzas para desprender sus hábitos, sus formas estereotipadas y, sobre todo, sus laberintos que aún no han podido encontrar salida. Su eternidad contrasta con la contingencia de su irrupción. Pero en medio de su estallido, la eternidad será indistinguible de su contingencia. No conoce del principio ni del final, sino que, como el fuego, emerge y desaparece a la vez.

No se somete a algún télos histórico preciso, sino que, como una vida que inútilmente se consume en la llama que, según los místicos, arde desapareciendo y desaparece surgiendo29. Como tal, la intifada funciona como excedente, reducto aneconómico que resta a la filosofía de la historia y su dinámica sacrificial.

Según vimos, no hay cálculo que la soporte, predicción que la gobierne, causa que la determine. Irrumpe con una violencia inusitada, con una carne palpitante, su intervención no deja intacto lo que toca, sino que lo desplaza levemente, fragmentándolo, incluso, al punto de llevarlo a su contingencia constitutiva30. Su paso muestra que nada ni nadie habrá tras las máscaras del poder, puesto que la intifada revela a este último nada más que en la insustancialidad de lo que Benjamin Arditi llama una «pérdida afirmativa» en la que descubrimos que nadie ni nada se escondía tras la máscara31.

Arca de Noé

Sihaboddin Yahya Sohrawardi, filósofo «oriental» del siglo XII, relata por boca del «sabio» que conduce a un hombre hacia la iniciación espiritual: «Todos nosotros venimos del país del “no donde”»32. Provenir de un lugar sin lugar no define a una cartografía geopolítica, sino a una verdadera topología imaginal. Antes de todo espacio-tiempo, en sus intersticios, en el sin lugar que da lugar. El «país del no donde» define a la in-fancia de la humanidad; marca de la antigua figura platónica de la khorá que, como receptor absoluto, puede definirse como «(…) el medio en el que demoran las formas posibles»33. Ni formas preconstituidas ni una completa falta de formas, sino «formas posibles» que habitan en el médium que las demora, amasija y, eventualmente, las hace devenir. Isla perdida, sitio exento de cartografía, fragmento que habita por fuera de los mapas, el «país del no donde» traza una topología de lo imaginal desde la cual la intifada es capaz de incendiar la totalidad del planeta.

La cartografía siempre fue la ciencia nomística por excelencia. Articuladora de fronteras, rutas y horizontes para viajeros, mercenarios y empresas coloniales, la cartografía fue el ojo imperial que impuso su señalética, sus puntos de referencia y sus territorios. Más allá arden los bárbaros. Más acá reposa, dulce, la civilización. La cartografía es por eso la tecnología del amurallamiento, la violencia imperial desbocada hacia la «lucha por los grandes espacios» y la sucesiva y universal territorialización del planeta34. Pero toda cartografía lleva consigo puntos ciegos. No puede jamás captar el leve pulso por el que respira una intifada, no es capaz de escuchar la voz singular de la potencia porque su propio desocultar el mundo en la forma de un globo –precisamente queriendo convertir al mundo en globo– le oculta al «país del no donde», El Dorado o la isla del tesoro que los imperios no pudieron leer sino de manera cartográfica, ubicados en un continuum espacial y temporalmente identificable. No se trata de viajeros, mercantes ni de empresas coloniales; menos, de la violencia cartográfica sobre la cual se funda todo imperialismo: la topología imaginal desde la que podemos rastrear la minoridad intifadista abre al globo como mundo revocando al nómos estatal-nacional y sus enclaves identitaristas. La topología resta a la cartografía como el mundo imaginal resta respecto de la imagen del mundo: la intifada es el instante de cognoscibilidad en el que una multitud experimenta el éxtasis de un sueño que, revelado por dioses, habla desde el pretérito.

Fuera de lugar, la intifada no se cifra en orden a la representación, sino que se (des)compone enteramente de imaginación. En otros términos, imaginación no es una facultad sino un lugar. Otra vez: no se trata de la imagen del mundo consumada en la forma de la «sociedad del espectáculo» y sus dispositivos de separación, sino del mundo imaginal que deviene tal solo donde el no-lugar de un cuesco logra chocar con el metal vacío de un viejo tanque. No respeta territorios, muros ni fronteras, la intifada es la sangre de los desposeídos, el sudor de los que jamás tuvieron territorio, muro ni frontera.

Tan paria como cosmopolita, lejos del nómos político-estatal, la intifada será capaz de desactivar toda política identitarista posibilitando encuentros, abriendo nuevos lazos y desarticulando la separación introducida a los cuerpos mientras estos yacen capturados por las dinámicas del poder. Será cosmopolita, pues, siendo localizada y singular, su acontecer trae un «más allá de sí misma» que no cabe en una frontera o identidad precisa, pues lleva consigo al entero paisaje del mundo. En ese sentido, su irrupción es un pequeño espejo por el que una multitud deviene inmediatamente mundial35.

Sin reducirse ni a una región o fecha determinada, su irrupción se desenvuelve como la seña de la eternidad que atraviesa a los mortales, quebrando el continuum de la historia y posibilitando la penetración del pasado en los cuerpos del presente. En esa zona vivían tradicionalmente los profetas, santos y ángeles, potencias que abrían el campo de la imaginación popular liberando a los mortales del destino y su deriva destructiva. Fuera del globo, y del campo internacional, la potencia intifadista late como un fragmento preñado de porvenir. En efecto, intifada signa un no-lugar que sin embargo da lugar cuando abre a un nuevo mundo, inicia una nueva época histórica: «Cuando en el Antiguo Testamento –escribe Edward Said– Dios elige iniciar el mundo nuevamente, él lo hace con Noé; las cosas han ido muy mal y, desde que él tiene su prerrogativa, Dios desea un nuevo comienzo. Pero es interesante que, en sí mismo, Dios no inicia todo desde la nada. Noé y el arca condensan un fragmento del antiguo mundo, iniciando así un nuevo mundo»36. La observación de Said es clave. Lejos de la tesis teológica que subsumía el inicio a un origen que crea el mundo ex nihilo, el intelectual palestino apunta al modo en que el nuevo comienzo implica traer consigo algo del «antiguo mundo». Lo nuevo surge con lo antiguo, en virtud de sus condiciones materiales que, en la lectura saideana de Noé, adquieren un nuevo uso porque se les ha imaginado de otro modo. El de Said es un Dios que imagina, el cual contrasta con el Dios de los teólogos que solo decide y comanda. Nuevamente nos encontramos con la habitabilidad de la imagen. Ella lleva consigo un fragmento del «antiguo mundo» que debe comenzar nuevamente. No hay origen sino inicio. Este último es un salto que solo puede tener lugar desde un pasado que asalta al presente, que no lo vitaliza como un trauma que se repite míticamente por el fin de los tiempos, sino como una potencia en la que deviene la imagen de lo por venir. Un porvenir que no está más allá, sino que ha devenido el desgarro del propio presente.

La lectura de Said en torno al Arca de Noé sigue de cerca la crítica que hubiera hecho a la Revolución francesa la filósofa Hannah Arendt, quien, retomando su antigua tesis sobre Agustín de Hipona, distinguía entre «origen» e «inicio» situando en dicho registro la noción de natalidad: «(…) los hombres están preparados para la tarea paradójica de producir un nuevo origen porque ellos mismos son orígenes nuevos y, de ahí, iniciadores, que la auténtica capacidad para el origen está contenida en la natividad, en el hecho de que los seres humanos aparecen en el mundo en virtud del nacimiento»37. Otro mundo nace, otra época histórica comienza a tener lugar. Se trata no de la teología política del «origen» como de la imaginación popular en la que la humanidad da inicio a otro tiempo. Preñados de por venir, la intifada notifica a los pueblos de dicho embarazo. La natalidad es una «capacidad» –dice Arendt– para hacer aparecer a los humanos en el mundo. No es un acto absoluto que define al «origen», sino de una potencia que arraiga al «inicio».

Aun así, el contraste arendtiano entre la Revolución francesa (que habría sucumbido por la «cuestión social») y la americana (que habría triunfado gracias a la «fundación de la libertad») deja en la sombra una pregunta: ¿no es la «revolución» –independientemente de su afiliación francesa o americana– un término que cierra, antes que abre, esa misma capacidad para iniciar? ¿Es el término «revolución» en su sentido moderno el que, al fin y al cabo, podría hacer justicia a la natalidad entrevista por Arendt vía Agustín de Hipona? Si bien, el desafío arendtiano consiste en ofrecer un nuevo rumbo a la noción de «revolución» al impregnarla de natalidad, nos parece que potencia y revolución son términos antinómicos. Quizás, la tensión inmanente a su pensamiento haya imposibilitado a Arendt pensar el problema que toda revuelta plantea a la revolución (y no simplemente centrarse en la noción moderna de revolución). En la medida que los pueblos que se alzaron comenzaron a hablar de revolución (thawra), nuestra apuesta no consiste en desechar la noción de revolución sin más, a favor de la revuelta, sino más bien en volver a pensar la revolución desde el prisma de la revuelta, y no como se ha hecho hasta ahora de subsumir la revuelta en la revolución.

Sin embargo, y a pesar de seguir en la «gran narrativa» en torno a la cuestión de la revolución, Arendt logra avizorar la zona en la que esta debería ser puesta en cuestión: la natalidad. Solo la capacidad para iniciar puede abrir un mundo imaginal, restituyendo así la capacidad de uso –y, por tanto, la posibilidad de un hacer exento de «obra»– que ha sido expropiada por las diversas formas del poder. La intifada será un «inicio», no un «origen», la discontinuidad de lo histórico, antes que la abstracción ex nihilo soñada por la teología a lo largo y ancho de la historia. Un «inicio» en que la in-fancia de la humanidad que, exenta de palabras y de planificación central, apenas balbucea los contornos de un nuevo léxico que aún carece de alfabeto. Una sacudida, caótica multiplicidad sin origen ni destino que abre un mundo imaginal puesta a contrapelo de la imagen del mundo. En él, lo posible y lo imposible se confunden, lo real y lo imaginario se mezclan, porque la intifada configura una topología desprendida de toda cartografía, haciendo que la historia salte en mil pedazos, quiebre su sentido y otra existencia devenga posible.

Común

La intifada resuena intempestiva, pues no puede sino asumir su carácter de «intermundo» toda vez que yace entre un mundo ya caduco y otro por venir, entre una forma muerta y otra viva. Entre un ya-sido y un porvenir, la intifada muestra a la imaginación no simplemente como una facultad psicológica (un imaginario), tal como querría el régimen de la imagen del mundo, sino como un verdadero mundo imaginal en que, en palabras de Georges Didi- Huberman, la imagen acontece como el «(…) operador temporal de supervivencia –portadora, a este título, de una potencia política relativa tanto a nuestro pasado como a nuestra “actualidad integral” y, por ende, a nuestro futuro (…)»38. Como tal, la imagen porta consigo al pasado y al futuro en un solo instante por el que asoma como un resto frente al dispositivo sacrificial de la imagen del mundo. La intifada habita un «intermundo» que no calza jamás con alguna identidad en particular; no es privativo de los palestinos ni de los árabes en general, sino de la potencia común que a toda identidad atraviesa y que asoma como el puntal de todo cosmopolitismo.

Como si los pueblos oprimidos de vez en cuando nos recordaran la catástrofe en que vivimos (la nakba, según la denomina el léxico palestino) y trajeran a la actualidad el peso de la historia y las posibilidades de redención jamás prescritas ni teleológicamente predeterminadas. Como el profeta no es nunca en su tierra, tampoco lo será la intifada. Fuera de lugar, pero siendo la potencia de todo lugar posible, la intifada preña de imaginación a los pueblos ofreciéndoles un sueño históricamente concreto, al que abrazar.

La intifada no es estadística, no tiene idea de lo que una población pueda ser. No tiene sentido «contar» cuántas personas marcharon, salvo si es por una mutación cualitativa de la fuerza. La cuantificación es una abstracción de su potencia, disgregación del mundo imaginal en una miríada de imaginarios que asumen la forma de identitarismos, muchas veces etnoconfesionales, como nuevos marcadores de propiedad. Mas no se trata de sumar sino de multiplicar39. La clave de la intifada no reside tanto en la cantidad sino en la posibilidad –inmediatamente cualitativa– de dar a luz un mundo nuevo en el seno del mundo viejo. Miles de personas no hacen necesariamente una intifada, pero tampoco esta puede prescindir de ellas. Solo en la medida que tiene lugar un salto cualitativo, solo en cuanto se pone en juego la capacidad de iniciar en la que se abre un mundo imaginal, la intifada puede traer un posible en el seno de lo imposible, desgarrar el orden de las cosas para mostrar que ello no es más que máscara: ni un sujeto supuesto saber que fundamenta sus discursos, ni un principio último que sostiene al orden, la intifada revela el vacío in-fantil en el que sobrevuelan imágenes, del lugar que carece de lugar (khorá), de un «inicio» que no será nunca «primero», sino extraña y eternamente diferido. Como el Arca de Noé leída por el texto de Said, la intifada imagina el futuro con los materiales del pasado, funcionando como un operador que en su irrupción condensa al resto que ha de ser salvado.

In-fancia

Intifada fue el nombre de levantamiento popular palestino acontecido en 1987 que desafió a la colonización sionista sobre los Territorios Ocupados. La guerra de 1967 tuvo su versión palestina, cuando las tropas israelíes invadieron los territorios palestinos de Gaza y Cisjordania instalando una dependencia económica y un férreo control político sobre su población. El crecimiento exponencial de los asentamientos, la profundización de la precarización económica, las sistemáticas formas de humillación cotidiana infligida por las fuerzas de ocupación, abrieron las condiciones para el estallido de un levantamiento popular sin precedentes. Pero entre las condiciones y el estallido arreciaron varias muertes.

Ante todo, la de cuatro trabajadores palestinos por la embestida de un vehículo militar israelí, en un campamento de refugiados de Cisjordania40. El levantamiento intifadista tuvo lugar. Inundó las calles de un territorio bajo ocupación. Los pequeños pueblos y las grandes ciudades fueron incendiados de imaginación. El carácter horizontal de su organización, cristalizada en el Mando Unificado, se articuló en función de diversos movimientos y organizaciones locales que convirtió a la revuelta en una verdadera gesta popular, cuyos efectos hicieron saltar en pedazos las formas de dominio profundizadas durante veinte años desde la ocupación de Gaza y Cisjordania en 1967.

Lejos de cualquier teleología, la intifada modificó sustantivamente el modo en que se experimentaban las relaciones con los ocupantes. Implicó un cambio en la imaginación política de los palestinos e inició una nueva época en las relaciones con Israel: «La intifada no es un “evento” con un punto final, sino una nueva etapa en las relaciones entre el ocupante y el ocupado»41. Las prácticas de control cotidiano impuestas por la ocupación fueron radicalmente removidas, iniciando otro proceso que ha dejado al ocupante con una fisura expuesta, con una herida que no ha podido cerrar y por la cual se cuelan imágenes que inician la composición del nuevo mundo. La intifada palestina nos ofrece el material sobre el cual pensar la dimensión inoperosa de la política, su potencia y no su poder. Y por el término «palestina» no designamos un original, sino la reproducción del eterno diferir por el que, en una revuelta, se juega la potencia de lo viviente. No se trata del nombre «palestina» o del término «árabe» como signos identitarios, sino de una potencia imaginal capaz de devenir múltiples formas42.

Si las revueltas «árabes» de 2010 podrían ser vistas como una «tercera intifada»43 es porque, lejos de reducir la intifada a un identitarismo palestino o árabe, esta constituirá la potencia cosmopolita más original y decisiva. Más allá de sus espacio y tiempo, la intifada trae nuevas vías, derrama su magma entre las calles y, sobre todo, da «inicio» a un mundo radicalmente nuevo en el seno del mundo viejo. En estas condiciones, se trata y no de la intifada palestina de 1988 (y 2000), se trata y no de la intifada árabe de 2010-2011; en suma, concierne a una insurrección que solo puede tener lugar en clave de un cosmopolitismo abiertamente salvaje.

Muy lejos del discurso orientalista, según el cual la intifada se reduciría a una supuesta «esencia» cultural característica de las formas de hacer política en «Medio Oriente», esta justamente abre un campo común en el que se disuelve todo identitarismo tensionando a ese mismo discurso44. «Que los palestinos en particular o los árabes en general no saben gobernarse», o que «no pueden representarse» (y por tanto, han de ser representados –tal como indica el epígrafe de Marx citado por Said en Orientalismo–), resulta la clásica afirmación proveniente del paradigma sacrificial que vería en la intifada nada más que la irrupción de una supuesta «naturaleza» previa a todo pacto social o de la barbarie opuesta a los marcos de la civilización, cuya actual gestión imperial terminará articulándose bajo el operador «terrorista». Es lo que hará el discurso israelí contra la intifada palestina o los propios regímenes árabes frente a las revueltas que les asolaron desde finales del año 2010. En la subjetivacion terrorista, los regímenes ganarán tiempo, militarizando y administrando cada vez más el sinfín de protestas que proliferan por el orbe.

Hasta ahora, las revueltas que conmocionaron al mundo árabe contemporáneo han sido vistas a la luz de un prisma que, al criticar su falta de obra, no hizo más que obliterar la singularidad de su potencia y, con ello, desestimar la pulsación de la vida activa. Nuestra apuesta es distinta: se trata de pensar la singularidad de la intifada y contemplar en ella la vida activa capaz de poner en juego un «incesante comercio de los medios» que definirá al mundo imaginal en el que vivimos. Un cosmopolitismo salvaje se condensa en tal potencia que, en su carácter colectivo, desafía al cosmopolitismo normativo y su consumación en las actuales derivas imperiales. Como veremos más adelante, el cosmopolitismo salvaje designa un devenir común que revoca toda producción identitaria que, por efecto del poder, separa a la vida de sus imágenes, a los cuerpos de su potencia. Articulación nómade, el cosmopolitismo aquí previsto no es nada más que un ser-con que acampa –inventa– el mundo de múltiples formas. En cuanto el «con» de dicho «ser» no designa más que la intersección con lo otro de sí. En otro tiempo, el discurso revolucionario dio el nombre de «internacionalismo» a la organización proletaria, porque en él aún seguía vigente el sistema estatal y la promesa de una «federación de paz», según había propuesto el imaginario kantiano. El cosmopolitismo salvaje, en cambio, no asume más la forma estatal-nacional como su garante, sino que define a un ethos popular cuya potencia desafía al orden securitario y su continua producción identitaria. Es un cosmopolitismo in-fantil que no se anuda en aquellos a los que pueda siquiera declararse «ciudadanos», sino donde irrumpen los cualquiera que se encuentran en el fragor de la sublevación. Si, como expresa Dabashi, las revueltas fueron la cristalización de la «tercera intifada» es porque llevan consigo al cosmopolitismo salvaje –un ser-con– que, como su elemento político original, nos parece constitutir la exigencia filosófica primera: el comunismo inmanente a todo pensamiento.

La intifada nos da a pensar. Ofrece un material que trastorna las categorías de la filosofía política moderna, al poner entre paréntesis nociones molares como Estado, Pueblo, Revolución, articuladas en base a la violencia característica del poder soberano. De hecho, han sido muy exactas las indagaciones politológicas en torno a las revueltas de 2010. Pero la «exactitud» encuentra un límite ahí donde no se repara en el tipo de cosmopolitismo que la intifada abre y que arraiga en la experiencia in-fantil por la que irrumpe la imaginación popular. Frente al cosmopolitismo propiamente «adulto» heredado por el kantismo, ¿qué es la intifada sino el cuesco cuyo balbuceo nos exige recuperar el mundo, a usarlo libre y nuevamente?

Intifada

Подняться наверх