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PRÓLOGO

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En 1975, cuando publica Roland Barthes por Roland Barthes, Barthes tiene sesenta años y es un crítico consagrado. Ha acuñado la noción de “escritura” (cuya sombra planeará sobre toda la reflexión literaria de la segunda mitad del siglo XX); ha renovado la lectura de algunos clásicos mayores de la tradición francesa (Racine, Michelet, Balzac); ha desmontado y denunciado la ideología de la naturalidad, superstición burguesa de los años 50 y 60, desmenuzando la trama de signos y artificios que la sostiene (Mitologías); ha sido el promotor más sutil, y el menos ortodoxo, de la semiología, el saber de punta de la época (“Elementos de semiología”); ha sido por fin el apóstol hedonista de la teoría del Texto (S/Z, El placer del texto), última ocasión del siglo XX en que la literatura se apareará con la vanguardia y, liberada de toda exigencia –incluso la del sentido–, parecerá recuperar toda su potencia y su soberanía.

Con el Barthes por Barthes consigue algo más: la consagración como escritor; el derecho a pertenecer al campo de la literatura a secas, en pie de igualdad con cualquier poeta o escritor de ficciones, privilegio del que ningún colega contemporáneo estaba en condiciones de jactarse. Michel Butor, Robbe-Grillet o Nathalie Sarraute podían pasar de la ficción al ensayo sin dar mayores explicaciones (quizás, entre otras cosas, porque el tipo de ficción que escribían ya estaba signado por una alta tasa de reflexividad). Que alguien como Barthes, célebre por su manera singular de mirar la literatura, fuera mirado a su vez como un autor “literario”, tan interior a la disciplina que llevaba décadas desmenuzando como los escritores sobre los que escribía, era un fenómeno más bien nuevo, que hasta un campo intelectual elástico como el francés, tan sensible a la novedad, no podía sino contemplar con sorpresa.

Es cierto que a mediados de los años 70 Barthes era el crítico literario por excelencia, y que el abanico de saberes y disciplinas que equipaban su extraordinaria perspicacia de lector (marxismo, brechtismo, lingüística, semiología, lacanismo) no parecía inmediatamente compatible, al menos para la perspectiva de sus detractores, con las exigencias “sensibles” del ejercicio de la literatura. Paladín de la nouvelle critique, la tendencia que renovó los usos de la literatura en Francia en los 60, Barthes tenía poco de polemista, pero aun así no había esquivado las fricciones que las audacias del movimiento provocaron en el ecosistema de la crítica tradicional, en su nicho universitario tanto como en el periodístico. Pero las controversias que animó –la más conocida, con Raymond Picard, a propósito del libro de Barthes sobre Racine, sirvió de pretexto para Crítica y verdad, libelo programático de la nueva crítica– no afectaban solo a la función de la crítica y el papel que debían jugar en ella la academia y los medios. Afectaban sobre todo a la literatura misma: a su definición, el trazado de sus límites, la conciencia de sus materiales, la determinación de su modo de significar y funcionar en términos sociales, etc. La política por una nueva crítica implicaba indisociablemente una política por una nueva literatura.

Por lo demás, aun embanderado con los vientos de cientificidad que revitalizaban la crítica desde las ciencias humanas, Barthes siempre mantuvo cierta distancia, algo así como una histeria astuta, estratégica, que le permitía usar los nuevos instrumentos a su alcance sin comprometerse del todo con el sistema o las creencias a los que respondían. En el Michelet (1954), escribe Historia con mayúscula, como pagando tributo a una disciplina de la que lo ignora casi todo, pero apenas el lector se distrae, usa el mismo procedimiento para upgradear cosas como el Humor, la Frescura o lo Húmedo. En las Mitologías (1957), adopta el tono y el gesto de la denuncia (desenmascarar como construcciones ideológicas las evidencias “naturales” de la cultura pequeñoburguesa), pero no puede evitar fascinarse con el plástico, materia prima de la cultura de masas, donde detecta el milagro y misterio de una “sustancia insustancial” –espejo involuntario del lenguaje– que solo es en la medida en que es “engullida por sus usos infinitos”. En el célebre “Análisis estructural del relato” (1966), Barthes no tiene problemas en asumirse como pedagogo sobrecalificado del estructuralismo, pero mientras baraja “modelos”, “funciones” y “unidades” con concienzuda soltura, se da el lujo también de deslizar epigramas teórico-líricos como “el relato es la lengua del Destino” o aventurar que “es en el mismo momento (los tres años) cuando el niño inventa a la vez la frase, el relato y el Edipo”. En Sistema de la moda (1967), su ejercicio de análisis de la moda escrita, se propone “fabricar un sistema”, máxima ambición de la época, pero no hay página donde no dé a entender que su verdadero deseo –deseo de amateur, condición barthesiana por excelencia– es un deseo de bricolage. Ahí, en la sutileza de esos desvíos respecto de los modus operandi de la sociología, el marxismo, la lingüística o el psicoanálisis, siempre al borde del abuso, el desaire o el anacronismo, está en ciernes, despuntando en relámpagos de singularidad, el Barthes escritor que el Barthes por Barthes desplegará a pleno, y que sus contemporáneos celebrarán de manera unánime.

En rigor, ya lo habían reconocido antes –con la perspicacia que infunde la hostilidad– sus enemigos. En particular Picard, que cuando redacta su panfleto contra los (ya no tan) jóvenes turcos lo titula: ¿Nueva crítica o nueva impostura? Culpable de haber disecado a Racine con el arsenal non sancto de las ciencias humanas, Barthes, cabeza de la tribu, carga con acusaciones que son conocidas: ejercicio incontinente de la jerga, estafa intelectual, delirio verbal, anacronismo. (Picard se ensaña con la interpretación que Barthes da del verbo “respirar” en Racine, que es fisiológica y por lo tanto, según Picard, impertinente en el siglo XVII. Barthes no renuncia a dar pelea en el terreno filológico, pero su argumento más provocativo, más inadmisible para el positivista que es Picard, es que la lengua de Racine es bella por los sentidos nuevos de los que se carga con el tiempo, a medida que atraviesa y es atravesada por la Historia).

“Impostura” es una palabra fuerte, y lo era doblemente para Barthes, que, no siendo normalien, no reunía los requisitos exigidos para pertenecer de pleno derecho a la intelligentsia. A pesar del prestigio ganado y la influencia que ejercía, siempre se había sentido un poco fuera de lugar, como un intruso, suerte de hijo no del todo legítimo en el seno de una familia –la academia– que lo aceptaba y hasta lo celebraba, pero nunca terminaría de reconocerlo como uno de los suyos. “Comillas inciertas”, “paréntesis flotantes”: las pinzas de esa distancia con las que Barthes atenuaba o desbarataba la amenaza de dogma de toda afirmación de saber eran el operador retórico, táctico, por el cual un defecto de pedigree (un “complejo”) pasaba a ser un modo específico de maniobrar, una actitud y hasta un estilo. Impostar implicaba en Barthes un gesto teatral, teatralizador, sutilmente carnavalesco, que deshacía todo efecto de adhesión dramatizando componentes teóricos, críticos, disciplinarios, ideológicos, que pretendían imponerse en bloque. Más que la huella de una condición necesitada, la impostura era un principio de libertad, de desenfado, y hasta un método dialéctico, en la medida en que pluralizaba toda aserción, incluso las que irrumpían bendecidas por la modernidad de las ciencias sociales.

En el Barthes por Barthes, la gran “impostura” es la puesta en escena, en el campo mismo del texto crítico, de una instancia indecorosa –por “subjetiva”, por impertinente, por frívola– que aun las intrépidas humanidades de la época se cuidaban muy bien de mantener amordazada: la instancia de la enunciación. Si con Barthes el crítico se vuelve escritor, o se pone a exhumar y desplegar al escritor que siempre reprimió, es porque lo que pasa a ocupar el centro de la escritura crítica es la pregunta: ¿quién habla? ¿Quién y cómo habla el que habla, en qué coordenadas, con qué derecho, amparándose en qué capital, en qué prestigios, invocando qué imágenes, qué ideal, qué supersticiones? Y si ese escritor-crítico, además, pasa de manera radical del lado de la imaginación literaria, es porque Barthes, negándole las coartadas estéticas de las bellas letras –belleza, estilo, “desinterés”–, lo piensa menos como un sujeto que como una condición de posibilidad: un marco.

De ahí la gran consigna que abre el Barthes por Barthes: “Todo esto debe ser considerado como dicho por un personaje de novela”. “Todo esto” es real: los datos, las anécdotas biográficas, los materiales históricos, las fotografías, las ilustraciones, las referencias bibliográficas, las ideas, las “etapas”, los conceptos. Todo, menos el sujeto que lo enuncia, de golpe empujado, seducido, raptado –con la radicalidad delicada de un procedimiento de arte conceptual– por un movimiento imaginario que no hace sino diferir una y otra vez la constitución de una fuente única, un yo estable, un “autor”, figura del origen cuyo certificado de defunción el mismo Barthes había firmado apenas siete años atrás en “La muerte del autor” (1968), las seis páginas de teoría literaria más influyentes de la segunda mitad del siglo XX.

¿Un certificado prematuro? ¿O el muerto resultó más terco de lo que se preveía? Ni una cosa ni la otra. Barthes por Barthes es el libro donde retorna el autor, donde retorna incluso casi paródicamente, multiplicado, ramificado, tercerizado en personajes o voces plurales y a menudo contradictorias (“yo”, “él”, “usted”, “R.B.”, desdoblamientos que a veces coexisten y se trenzan en una misma frase), como si la fórmula autobiográfica del título diera pie menos al retrato de una identidad que a su estallido, su diáspora. En ese sentido, el Barthes por Barthes se las ingenia para refutar y ejecutar al mismo tiempo el programa del artículo del 68, que preveía la extinción del autor como causa primera, garantía de unidad y sentido, y también su resurrección inminente –como lector–. Porque el (anti)héroe que protagoniza el Barthes por Barthes es exactamente esa figura menor, subalterna, desplazada, que ahora tropieza con su cuarto de hora: un lector, alguien que “mantiene unidas en un mismo campo todas las huellas de las que está constituido lo escrito”. El Barthes por Barthes cumple al pie de la letra la profecía con la que concluía “La muerte del autor”: “Para devolverle a la escritura su porvenir, es preciso invertir el mito: el nacimiento del lector debe pagarse con la muerte del Autor”.

Ha vuelto el autor, en efecto, pero ha vuelto en otra posición (se podría decir: dado vuelta): como lector, y como lector de sí mismo. Esa temeridad está en el origen mismo del libro. Es de hecho la propuesta (la boutade, en palabras de Barthes) que le plantea Denis Roche, de las ediciones du Seuil, a principios de 1972: repasar su itinerario personal e intelectual, comentar su propio trabajo y armar una antología de sus textos para un volumen destinado a la colección Escritores de siempre, una serie clásica que revisaba la tradición literaria occidental (de Poe a Kierkegaard, pasando por el Michelet que Barthes había escrito para la colección en 1954) combinando crítica y divulgación. El encargo, en este caso, es singular por donde se lo mire. Es la primera vez que la colección interpreta al pie de la letra la consigna reflexiva que titula por default cada volumen (“XX por él mismo”) y confía a un escritor la tarea de comentarse y antologizarse él mismo; la primera vez, también, que el escritor-objeto es un escritor vivo; y la primera que los textos de la antología son inéditos, escritos especialmente para el libro, como si Barthes no viera diferencia alguna entre su archivo y el presente de su escritura.

Barthes acepta el desafío, aunque tiene claros los peligros que corre: por un lado, la infatuación (“el espejo triunfal, agresivo, el espejo pleno, la imagen consistente, el lugar ocupado”: el error narcisístico de “considerar lo que ha escrito como una ‘obra’”); por otro, la tentación testamentaria del resumen y el balance. Aprovecha el verano de 1973 para releerse entero, vértigo que solo se atreve a acometer –según confiesa en un texto que quedará fuera del libro– bajo los efectos del coridrane. Va indexando los materiales que relee y, de a poco, da con la clave compositiva del proyecto, un orden a la vez aleatorio y consistente, que lo exime de caer en la cronología, las secuencias temáticas, la distinción de “fases”, etc.: el orden del diccionario. De esa indexación surge la idea de un “léxico del autor”, un glosario de términos clave que Barthes vuelca en fichas a razón de una “idea-palabra” por ficha: “Adámico”, “Adolescencia”, “Anamnesis”, “Barroco”, “Café”, “Cine”, “Contrato”... Una primera entrega de ese idiolecto personal, a la vez biográfico y teórico (las ideas-palabras correspondientes a las tres primeras letras del alfabeto), es lo que Barthes someterá a discusión durante su seminario de 1973-1974 en la Escuela de Altos Estudios de París.

En octubre del 73, después de tres meses de trabajo, anota desanimado: “Tentativa de establecer un glosario. Dificultades. Tentación de abandonar”. Una nueva reunión con Roche, en diciembre, reaviva el proyecto, que ahora adopta otra composición: la forma glosario, azarosa pero aun así opresiva, queda reducida al mero orden alfabético, y la “entrada” –demasiado sometida a una exigencia de definición– es reemplazada por el fragmento, noción-formato que, concisa, abierta, discontinua, intermitente, extemporánea, gozosa –los mismos atributos con que se pavonea el Texto–, será la clave de la producción del último Barthes. De los quinientos fragmentos que escribe, el Barthes por Barthes solo conservará la mitad.

El fragmento es el registro ideal para las dos apuestas que Barthes hace en simultáneo: releer una obra (la propia) sin dirigirla, sin unificarla bajo una interpretación, haciéndole crecer, en cambio, pequeños intermezzi de lectura que funcionan como glosas, retomas, digresiones; retratar a un sujeto (él mismo) sin narrarlo, sin disciplinar sus pormenores de vida con una línea de tiempo, más bien sorprendiéndolo en coyunturas caprichosas (“momentos”) y rasgos puntuales (los famosos “biografemas”, ya ensayados en el Sade, Fourier, Loyola), a primera vista poco ejemplares, que relanzan el sentido de una vida menos por lo que representan del que la vivió que por el modo en que lo y la novelan, empujándolos suavemente hacia la ficción.

Es significativo que el Barthes por Barthes naciera en (y en cierto modo de) el espacio del seminario. Barthes vuelve sobre sí y sobre su recorrido en la escritura como nunca lo hizo antes, con un lujo de intimidad y detalles que ninguna aduana crítica –marxista, estructuralista, semiológica– habría perdonado. Nada menos directo, sin embargo, que este material en primera persona: por inesperadas que sean, las “revelaciones” a las que Barthes condesciende en el libro son lo contrario de una confesión, no tanto porque no sean importantes o jugosas como porque son oblicuas, y si han llegado al papel es al precio de un proceso complejo, sembrado de ecos, rebotes, refracciones, resonancias –el mismo tipo de mediación y de interferencia, de distorsión y corrección, que el texto del libro debió sufrir en las sesiones de discusión del seminario‒. Es otro de los antídotos con los que Barthes se preserva (y que ya había dejado su marca en el S/Z, otro work in progress sometido a la experiencia del seminario): acepta hablar de sí pero solo, como quien dice, por interpósita persona, a través de otros, de esos otros privilegiados que son sus estudiantes, como si el acceso a la dimensión más personal solo fuera posible vía un sistema de rodeos estricto, a la vez confiable (porque Barthes debe entregarse a él) e imprevisible (porque nunca sabe de antemano qué es lo que le devolverá).

Esa estrategia de lo indirecto –que Barthes llevaba encima siempre, as en la manga, aerosol defensivo, pastilla de cianuro– abre sin duda el camino hacia la ficción, hacia esa famosa novela que Barthes nunca escribirá pero que imantaba desde siempre su escritura (y que prefigura en más de un sentido la autoficción, el concepto que Serge Doubrovsky lanzará dos años después). Pero lo abre reanudando relaciones con una dimensión inesperada, a la vez arcaica e intempestiva. Todo es cuestión de imagen en el Barthes por Barthes: daguerrotipos de los antepasados, fotos de niñez, de la madre, del padre prematuramente muerto, de la Bayonne mítica de la infancia; pero también, y sobre todo, imágenes multiplicadas del Barthes que escribe y piensa: figuraciones, “modelos”, ideales, ideas de sí que le devuelven colegas, medios, instituciones, supersticiones personales, coartadas, autojustificaciones… Libro hospitalario y desprejuiciado, precursor de esa provocación que será Fragmentos de un discurso amoroso (1977), el Barthes por Barthes marca el retorno del sujeto, la intimidad y lo personal a una práctica y una filosofía de la escritura que solo parecía tolerarlos como desvíos, flashes o lapsus, intensos pero esporádicos, y marca sobre todo la irrupción de lo imaginario, una categoría en desuso, marginal, eclipsada y desacreditada –como buena parte del legado sartreano– por el despotismo de lo simbólico fogoneado por el credo lacaniano.

A partir del Barthes por Barthes, todo el trabajo barthesiano se pone bajo el ala de la imagen y lo imaginario –La cámara lúcida, su ensayo sobre la fotografía, está dedicado a Lo imaginario de Sartre–, como si la escritura, tras haber extenuado el reino del significante, volviera a abismarse con un goce nuevo, una alegría nueva, en los juegos de identidad y apariencia, de reconocimiento y desconocimiento, que la teoría de los años 60 y 70 habían confinado al estadio de espejo y a la comedia. Aquí, como lo hará también en Fragmentos de un discurso amoroso con el problema de lo sentimental, Barthes no tiene miedo de ser anacrónico. Elige el anacronismo, más bien, y lo elige por su excentricidad, su desubicación, su potencia disruptiva, su capacidad para fisurar una cultura de época que se ha vuelto demasiado consensual, demasiado homogénea incluso en su radicalidad: hablar de amor cuando la época llama a liberar y hacer proliferar las sexualidades; volver sobre la imagen y lo imaginario cuando la época solo tiene oídos para las voces de lo simbólico. Barthes se ríe suavemente de sí cuando se autorretrata como un sujeto demodé: toca el piano, pinta acuarelas (pasatiempos típicos, dice, de una jovencita burguesa), venera a Charles Panzéra, lee a Chateaubriand. En Incidentes, su libro póstumo, cuenta que una noche, antes de dormir, lee unas páginas de las Memorias de ultratumba y piensa con algún pavor: “¿Y si los Modernos se equivocaron? ¿Y si no tuvieran talento?”.

¿Barthes reaccionario? No del todo. Más bien un sujeto extrañamente audaz, capaz de formular lo que ni el más intrépido de los Modernos osaría formular: que en una fe de vanguardia también hay temblor, y que en ese temblor –pavor, incertidumbre, vacilación– también hay sentido. A Barthes, cuya pasión de vida fue el sentido, le gustaba poner en escena el temblor como accidente de la enunciación, falla feliz, productiva, de la que podían brotar posibilidades insospechadas. No era un reaccionario: era un vanguardista melancólico, que se daba el lujo de temblar. Militante del anacronismo, estaba “en la retaguardia de la vanguardia”, una posición histórica que explica muchas de las acrobacias, los desplantes, las “salidas” teóricas que dejaban perplejos a sus contemporáneos. Como buen vanguardista, siempre estaba en condiciones de detectar qué era lo que estaba muerto; como buen anacronista (como buen perverso), amaba eso que estaba muerto casi tanto como lo que estaba por nacer. Esa fue su audacia, su obstinación, su originalidad de moderno paradójico: seguir amando lo que ha muerto, y seguir escribiéndolo.

ALAN PAULS, Buenos Aires, septiembre de 2017

Roland Barthes por Roland Barthes

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