Читать книгу Mosko-Strom - Rosa Arciniega - Страница 8
ОглавлениеCapítulo I
1
El ingeniero Max Walker alzó un momento la cabeza para encender un cigarrillo. Hasta entonces no se había dado cuenta de que la luz artificial, insensiblemente, había sido sustituida por otra luz más lechosa y cruda que se filtraba por los amplios ventanales de su despacho: la clara luz del amanecer.
Dentro de la cónica concha de la pantalla —blanca en el interior, azul por fuera— la bombilla eléctrica seguía enroscando sus filamentos incandescentes; pero ya su reflejo era solo un débil punto fosforescente, anegado en la infinita claridad del día. «Estaba trabajando con luz natural» —se dijo Walker—. Y dio media vuelta al conmutador. Miró luego su reloj de pulsera: «Las siete. ¡Qué enormidad!». Se despojó de la visera azulada que circundaba su frente, igual a la de los motoristas, tirándola a un ángulo de su mesa-tablero de trabajo, junto con los cartabones y compases de dibujo. Y mientras se consumía su cigarrillo, la misma claridad de la mañana desvió sus ojos hacia las cristaleras que se extendían a todo lo largo de la pared izquierda, sumiéndole en la contemplación del panorama.
El cielo, un cielo de otoño frío y hostil, abría en estas primeras horas su enorme comba azulada, ligeramente teñida de un color rojizo de oro, viejo. Abajo, las achaparradas y negruzcas moles de las naves y pabellones, en silencio ahora, eran como pueblos de titanes deshabitados o dormidos, momentos antes de ser violentamente despertados por el agudo trompetazo de las sirenas de los hornos que empezaban a humear ya.
Medio adormilado por el humo y por el cansancio de la noche en vela que ahora se desplomaba de golpe sobre él, Max Walker, apoyada la cabeza en el respaldo de su sillón, dejó vagar sus ojos y su pensamiento por las rutas de luz sin límites del espacio.
No era esta la primera vez que había visto amanecer. Por el contrario, durante su vida aprovechada y laboriosa de estudiante fueron muchas las mañanas como esta en que la aurora le había sorprendido sobre su mesa de trabajo, sobre sus libros, planos y teoremas. También entonces, como ahora, muchos días, la luz cenital del alba había venido, sigilosa y de puntillas, a sustituir la de la lámpara que pendía en aquella pequeña habitación de universidad, conminándole inexorablemente a abandonar la forzada vigilia de toda una noche febril de esfuerzo mental.
Eran estos amaneceres densos, pesados, extraños, que, aparte el amargor de boca y el desplome físico del cuerpo, tenían todas las características de aquellos otros que algunas mañanas aguardaban a los «nocturnos» a la puerta de algún cabaret, como para confirmarles —por la fuerza del contraste— en la idea simple de que acababan de salir de un antro lóbrego e infernal. «¡Hermosa vida estudiantil!»...
Y el ingeniero Max Walker, levemente adormecido, dejaba proyectarse ahora en la turbia zona de su recuerdo la película anecdótica de la vida del estudiante Max Walker —número uno en todas las asignaturas—, tan cercana en el pensamiento y, sin embargo, tan distante ya en el tiempo. Una vida simple, monótona, sin altibajos emocionales, quieta y dormida, a pesar de su exterior dinamismo. Estudio, estudio... y carreras pedestres, fútbol, baseball, natación, todos los ejercicios físicos especificados en los programas universitarios, para mantener en el fiel la balanza del mens sana in corpore sano. Estas habían sido sus únicas distracciones. Algunas escapatorias, también con los «nocturnos», a ínfimos cabarets en busca de labios sonrosados y carnes artificialmente blancas... Pero su orgullo, su satisfacción, eran las notas, recogidas como una preciosa siembra, al final de los cursos, a costa de las noches pasadas en vela.
Estas notas eran para el estudiante Max Walker algo más que una satisfacción: eran también una restitución.
2
O, por lo menos, una contribución.
Dando un salto atrás en el tiempo, el ingeniero Max Walker acertaba a verse a sí mismo diminuto y chiquitín, como un muñeco vestido con una blusita clara y un extravagante pañuelo de colores atado al cuello, gateando por el corredor de una casa inhóspita y fría, en la que solo de tarde en tarde se encendía fuego y, más de tarde en tarde, la luz de una sonrisa.
No recordaba haber tenido juguetes. Fuera de algún tirón del rabo al gato —un gato negruzco y esquelético que Walker recordaba perfectamente— y la rotura de cuantos papeles caían en sus manos, sus juegos favoritos consistían en abrir y cerrar los picaportes de todas las puertas y en montar y desmontar los trozos de baldosín rotos en una de las habitaciones.
Aquí ya vacilaba su memoria; pero Max Walker creía recordar cuál había sido su primera palabra, pronunciada en un idioma extraño: «Hambre». Y su primera frase, oída incesantemente a su madre: «Somos pobres». Tampoco de ella ni de su padre era mayor el recuerdo. A la primera alcanzaba a «verla» como una sombra pálida y cérea, diminuta, recogida en sí misma y envuelta siempre en oscuros mantones negros. El segundo se proyectaba todavía en su pantalla interior: alto y membrudo, ligeramente encorvado, con el pelo blanco y unas enormes barbas que le conferían categoría de apóstol bíblico.
Después, la película esfumada de un viaje infinito, del que no recordaba ni punto de partida, ni estaciones, ni término. Solo algunos datos inconexos con los que, más tarde, había pretendido reconstruir las partes borradas de esa película. Nada casi: un tropel de gentes, astrosas y harapientas, besándole y hablando estrepitosamente; un carretón lleno de bultos, entre los que su padre le construyó una cama..., y, después, un río, un enorme, un infinito río sin orillas; una enorme, una infinita casa también, en la que todos los vecinos vivían juntos y en la que no hallaba la habitación de los baldosines levantados. Y, pasado mucho tiempo —¿cuántos años?—, otra vez abandonada aquella casa por una muy alta, muy nueva, en la que ya no encontraba ni al apóstol de las barbas blancas ni a la sombra cérea y enlutada; donde tampoco había baldosines levantados ni gatos a los que tirar del rabo. Pero sí, en cambio, grandes caballos de cartón, trenes y automóviles a los que «abrir las tripas» para ver lo que tenían dentro. Y una mujer, además, que de cuando en cuando le cambiaba sus sucios vestidos y le daba rebanadas de pan untadas en manteca fresca.
3
Más tarde, Walker había intentado alguna vez reconstruir, escena a escena, todo su pasado, pero retrocedió a la primera tentativa. «¿Para qué? —se dijo—. No haría sino empequeñecer mi espíritu y echar para siempre unas gotas de vinagre en el tonel de vino puro de mi juventud. Vivamos la vida tal como es».
Y no volvió a acordarse más de su pasado.
El presente, además, era una poderosa coraza contra todos los pesimismos. Si no hijo de potentados, vivía al menos como hijo de potentados, muellemente y rodeado de todos los caprichos que su imaginación infantil podía apetecer. «Indudablemente —pensaba para sí el pequeño Walker—, en este lado de acá del gran río se vive mejor que allá».
Un día, a la salida del colegio, su nuevo padre —también de pelo blanco, aunque sin las barbas apostólicas del otro— le llamó a su despacho.
—Vas a ingresar en una universidad. Eres listo... tienes condiciones... Es necesario que te hagas un hombre por ti mismo. ¿Qué quieres ser?
Y, rápidamente, sin titubear, el pequeño Max contestó:
—Ingeniero. Y después director de una gran fábrica, grande como la suya, con muchos obreros y muchas máquinas.
—Está bien, Max.
Y pocos días después, el automóvil de su nuevo padre lo dejaba ante la amplia puerta de un inmenso edificio circundado de jardines, praderas y campos de deportes, en cuya fachada fulgían en oro estas dos palabras: Universidad Central.
Semidormido, volvía a experimentar ahora Max Walker aquella mezcla de terror, emoción y respeto que la imponente fachada, con sus letras refulgentes y su severa arquitectura, le había producido; recordaba las miradas furtivas dirigidas a los bedeles, engalonados y rígidos como altos funcionarios; la alegría ruidosa y explosiva con que le acogían sus nuevos condiscípulos preguntándole, antes que nada, por sus aficiones y habilidades en el fútbol, en el baseball, en las regatas a remo, para inscribirse seguidamente en su equipo.
Pero más que en todas estas agridulces anécdotas estudiantiles, Walker detenía ahora el celuloide de sus recuerdos en aquella primera noche del cuarto de universidad, cuando, a solas ya consigo mismo, había recapitulado, lenta y despaciosamente, su breve pasado y dirigido, precozmente impuesto de la vida, su mirada hacia el porvenir.
Sabía lo que «aquello» significaba. Por encima de todos los disfraces, «aquello» —el prohijamiento, el pago de la carrera— era... una limosna, una siembra cuya recolección no podía defraudar al sembrador. Se sentía rico, tan rico como su protector, como cualquiera de aquellos muchachos que hoy habían empezado a ser sus nuevos compañeros de aula y de juegos; pero, al propio tiempo, como una fría losa de sueños, Walker sentía también sobre sí el infinito peso de su auténtica pobreza, el otro enorme peso de la responsabilidad contraída. Riesling, Eddie, Howard Littlefield, Jackie Okfurt, todos aquellos muchachos, sanos y optimistas, joviales y ruidosos, que se le habían presentado hoy a sí mismos como «inmejorables amigos», podían desperdiciar un curso, contentarse, al menos, con obtener las últimas notas en la clasificación general. Fuera de una filípica paterna, nada tenían que temer. Él, no. El universitario Max Walker no podía conformarse con esas ínfimas catalogaciones de fin de curso puramente formularias, ni mucho menos fracasar en un curso completo. Había que demostrar, por el contrario, que la protección, el prohijamiento, estaban justificados. Pero, sobre todo, había que luchar por algo superior a todo eso: por saltar, por dar un brinco definitivo fuera del círculo de la miseria —ese círculo oscuro que no suelta tan fácilmente al que nace dentro de él—, por huir de una frase, de una sencilla frase, que podría valer más que todas las filípicas paternas, esta: «Joven, usted no quiere estudiar. Puede empezar desde mañana a ganarse la vida».
No, no; él, Max Walker, no oiría jamás esa frase. Haría, al menos, todo lo posible por no oírla. Pero aquella noche, el novato universitario tuvo una atroz pesadilla. Estaba en un inmenso campo, mitad pradera, mitad selva, llena de aire, de sol, de pájaros y de risas de juventud. Jugaba allí con Jackie —un Jackie absurdamente pequeño—, con Littlefield, con Eddie, con todo un tropel de muchachos sonrientes y gritones. Y, de pronto, por entre una doble fila de álamos y rosales en flor, aparecía la sombra enlutada de una mujer pálida, cérea, ojerosa, envuelta en un oscuro mantón, cubierta la cabeza con un pañuelo negro y tiritando de frío, a pesar de la tibieza del día primaveral.
—¡Eh, vieja astrosa! —gritó Littlefield—, ¿qué tienes tú que hacer aquí? ¿Quién te ha mandado venir a interrumpir nuestro juego?
Y como si estas palabras hubieran sido la señal para iniciar un ataque, los muchachos explotaban en un coro de denuestos y burlas. Fue una lluvia de insultos, pedradas y pelotazos.
—Sal de aquí, vieja hedionda.
—¡Bruja! ¡Arpía!
—Vete a lavarte.
Solo Max Walker permanecía callado, suspenso de terror, con la pelota de fútbol bajo el brazo, tal como le había sorprendido la aparición de aquella sombra enlutada, a la que vagamente creía reconocer. Hasta que sus compañeros repararon en su perplejidad:
—¡Eh, Walker! ¿Qué haces ahí, pasmado? ¡Insúltala, hombre, insúltala! ¿O es que le tienes miedo?
Y Max Walker, acallando el sentimiento de piedad, de conmiseración y de terror que desde el fondo de su alma brotaba hacia aquella mujer pálida, por miedo a las burlas de sus compañeros, por mostrarles su hombría, se adelantaba hasta la primera fila, sacando la lengua burlescamente a la pobre vieja.
Entonces sucedió algo inaudito. La sombra enlutada le asía fuertemente del brazo con una mano ganchuda y metálica sacada de entre sus pesados mantones, y tirando de él, sin piedad para sus súplicas, lo arrastraba fuera del campo verde, florido y lleno de sol, de risas y de pájaros, donde quedaban jugando sus condiscípulos; le llevaba luego a través de los claros corredores de la universidad hasta su cuarto y, finalmente, ante la irónica sonrisa de los conserjes engalanados, le dejaba frente al portón, que se cerraba tras él.
—Mira —dijo la sombra ojerosa, apuntando hacia la fachada.
Y él, aturdido, loco de espanto y de rabia, miraba en aquella dirección. Las letras de oro fulgurantes que anunciaban la universidad eran movibles y, combinándose ellas mismas, formaban este Mane, Thecel, Phares aterrador:
Pierde toda esperanza de volver a entrar
Estas terribles letras luminosas estuvieron siempre fijas, más que en el corazón, en la frente del estudiante Max Walker. No, no; él no podía hacer burla a la Vida como sus compañeros de universidad. La vieja arpía no toleraba burlas de los que habían nacido dentro del círculo dantesco de la miseria.
4
Pero, tanto como esta fatídica espada de Damocles suspendida sobre su cabeza, le ayudó a coronar el triunfo su propio carácter estudioso. Dejadas atrás las inquietudes del primer curso —tapiadas con magníficos sobresalientes— fue ya su misma afición, una especie de orgullo ambicioso, la que le llevaba a encerrarse horas y horas con sus cálculos y teoremas, con sus planos y compases, alejándose poco a poco de los juegos y distracciones de sus compañeros.
Una Religión —él, que no tenía ninguna—, un Amor —él, que no había conocido ninguno—, vinieron a llenar su íntimo vacío espiritual: la Religión de la Ciencia; el Amor del Progreso humano. Ciencia y Progreso que, para el estudiante de ingeniero Max Walker, cobraban formas tangibles en las exactitudes de la Técnica, en los adelantos e inventos que, esclavizando a voluntad las fuerzas ignotas y elementales del Cosmos, convertían al hombre moderno en un auténtico semidiós.
Discutía con sus condiscípulos sobre esto un día y otro, machaconamente, sin que nadie lograra convencerlo de la inferioridad de su carrera escogida.
Podía ser muy útil —en la Universidad Central nadie hablaba de belleza— la elocuencia, la literatura, la filosofía, la medicina misma; pero ninguna de una utilidad, de un practicismo como la ingeniería. Ningún placer —según Walker— como el experimentado por el hombre cuando, operando con fuerzas, con ritmos, con velocidades inaccesibles a la vista, al oído, a la misma imaginación, llegaba, al fin, por medio de inauditos cálculos, a domarlos, a armonizarlos, a conseguir de ellos, en su propio provecho, el máximo de rendimiento con el mínimo
de esfuerzo.
Y por experimentar una vez más la fugacidad de este momento de placer, Max Walker se entretenía en solicitar de sus profesores cálculos de terribles incógnitas que le mantenían en vela noches enteras, sintiendo un orgullo de semidiós cuando a la mañana siguiente, resueltos ya, entraba en clase con la frente altiva y la sonrisa del hombre superior en los labios.
En la Universidad Central se le conocía por el apodo Max, el Empollón. Pero sus condiscípulos, muchachos doblemente jóvenes que rendían culto a lo «primero», a lo «mejor», a lo «más grande», no podían ocultar su admiración por este estudiante aventajado que, sin disputa alguna, era el «más listo» de la universidad. El obeso Howard Littlefield, el esmirriado Eddie Swanson, el apuesto y engominado Conrad Riesling, «sus íntimos» —como ellos pomposamente se llamaban— iban siempre, por pasillos y corredores, en sus excursiones y ejercicios gimnásticos, pendientes de la palabra de «este mago de la Técnica» —futuro Edison— oyéndole sin pestañear, como un oráculo sagrado.
Solo Jackie Okfurt, el malhumorado y cejijunto Jackie —el más arisco e intratable de los «íntimos» y, por lo mismo, el más querido de Walker— osaba, de cuando en cuando, arremeter contra las teorías de este «dictador de la Técnica —según sus palabras—, que no pararía hasta hacer del hombre, de todos los hombres, una soberbia máquina perfectamente regulada y dirigida a capricho».
Y Walker, antes de empezar una de aquellas peroratas que eran a modo de poemas técnicos de un corte puramente futurista, echaba siempre una mirada inquisitiva al rostro ligeramente burlón de Jackie, temiendo una de aquellas contestaciones rápidas y aceradas que dejaban chafados sus mejores poemas.
5
Eran estos los discípulos predilectos del sabio investigador Stanley Sampson Dixler, catedrático de la Universidad Central.
Max Walker experimentaba todavía ahora, al recordar aquellas magníficas veladas en el tibio hall de la universidad, mientras fuera soplaban las tempestades de nieve y granizo tamborileando en los cristales, un inefable sentimiento nostálgico. ¡Aquellas tardes oscuras, ventosas, cerradas en agua —un agua insistente y pertinaz que convertía las pistas de deportes en sucios barrizales, imposibilitando todo juego al aire libre— en que aparecía en las galerías un ujier dando palmadas para imponer el silencio!
—¿Los señores Max Walker y Jackie Okfurt?
—Presentes.
—El profesor Sampson Dixler les espera a ustedes en el hall.
Era un pugilato científico en el que ambos contendientes —el ingeniero, el filósofo— lucían sus más brillantes armas de hábiles esgrimidores. El profesor Stanley, bondadoso y paternal, gozaba enredando en serias polémicas a estos dos enormes «imaginativos», vehementes y ruidosos que, a veces, sin su intervención, habrían terminado a cachetes como cuando en el campo de deportes se disputaban una pelota o un centímetro de tierra.
A veces, la discusión quedaba cortada en plena algidez por una salida inesperada del enigmático Jackie.
—¿Qué me contestas a esto, di? —preguntaba Max Walker al notar suspenso a su contrincante.
Silencio, y una nueva pregunta de Max.
—¿Qué contestas? ¿O es que no me oyes?
—No; me estaba oyendo a mí mismo —contestaba Jackie, dejándole desconcertado.
O bien:
—Estaba escuchando a la naturaleza —y se iba a uno de los balcones del hall para exaltarse como un niño con la contemplación de una fuerte granizada, que convertía por unos momentos el edificio de la Universidad en una enorme caldera amartillada a un tiempo mismo por todos sus costados.
Habían pasado ya desde entonces doce años; pero Walker no podía recordar todavía aquellas dulces veladas estudiantiles sin experimentar un dejo de nostalgia y melancolía. ¡No poder haber detenido el tiempo en aquellos años de la universidad!... Pero el tiempo, insensible a las dichas, a las desgracias o a los deseos de la Humanidad, seguía inflexiblemente, sin prisa y sin pausa, su ruta inexorable, y un buen día el viento del Destino les había soplado a cada uno en opuesta dirección. En la bifurcación de caminos, abierta ante la fachada de la Universidad Central, cada cual había tomado la ruta más breve y eficaz. La íntima vida en comunión quedaba deshecha para siempre.
Howard Littlefield, el Fatty de la pandilla de los «íntimos», quedaba convertido en un opulento banquero. El enfermizo, el «linfático» Eddie, cuya vocecita atiplada y dulce parecía la más apta para un cargo diplomático, se decidía por ser un gran capitán; gran capitán moderno de la Industria, con centenares y centenares de obreros a sus órdenes, con su estado mayor de ingenieros y altos empleados obedientes a esta vocecita atiplada y meliflua que transmitía órdenes por teléfono desde su despacho. Conrad Riesling, el atildado, el arbiter elegantiarum Conrad Riesling, optaba por vivir tranquilamente de las rentas de su padre, enfangándose en una vida de placeres y libertinaje «mientras llegaba la hora de casarse». El profesor Sampson Dixler, enfermo del corazón, se apartaba de sus fatigosas tareas universitarias para dedicarse reposadamente a sus altos estudios científicos.
Y Jackie Okfurt, el enigmático y misterioso Jackie, ¿qué sería de él? A oídos de Max Walker habían llegado vagas noticias de su vida desorientada y oscura, de su cambio de carrera por la de médico, de la miseria en que vivía, una miseria provocada por su indolencia y su indecisión ante todos los caminos que se le abrían; pero se había resistido a darlas fe. «Habladurías, sin duda, propaladas por algún envidioso de los antiguos “íntimos”, o apariencias tan solo de algún premeditado plan que se revelaría y revelaría a Jackie a su debido tiempo».
En cuanto a él, Max Walker se felicitaba de haber seguido invariablemente la trayectoria de vida emprendida desde su infancia: ingeniero, moderno capitán también, como Eddie, de un inmenso ejército industrial, obediente a sus órdenes; estado mayor, grandes oficinas, un amplio laboratorio de experimentación, y, sobre todo, fuera ya del círculo dantesco de la miseria y del trabajo manual; casado, sin ambiciones, casi, casi feliz...