Читать книгу El silencio, camino a la sabiduría - Rosana Navarro - Страница 2

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ISBN: 978-84-18307-86-7

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A mis hijos, gracias a los cuales crezco cada día.

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«Las situaciones son tan solo eso, situaciones, y cada una viene diseñada para crecer y comprender el verdadero significado de ser».

«Nuestras maravillosas capacidades están latentes bajo un montón de ideas estipuladas que simulan lo que somos».

CAPÍTULO UNO

EL PRINCIPIO DEL FIN

Nada, así definiría mi vida en este preciso instante, escucho el silencio mientras mi mente se tranquiliza y las tensiones de mi cuerpo se suavizan hasta desaparecer, una agradable sensación se extiende por mi interior y un sentimiento de paz me envuelve, desapareciendo así el miedo y el dolor al vacío que me rodea. No me reconozco, todo aquello en lo que se basaba mi vida social, económica e ideológica ha desaparecido en la forma antes conocida. Pequeñas partes de mí han ido muriendo a cada instante y ahora, al echar la vista atrás, viejas emociones de tristeza regresan a mí, siendo únicamente reacciones a pensamientos relacionados con un pasado que ya no existe excepto en el recuerdo. Pero fue hace nueve años que los cimientos construidos débilmente por decisiones carentes de autenticidad empezaron a resquebrajarse verdaderamente, acabando por derrumbarse toda la estructura. Hasta entonces, había podido disfrutar de unos años más o menos tranquila junto a mi marido, durante los cuales tuvimos dos hijos maravillosos, todo perfecto según el concepto de vida establecido en nuestra cultura. Contábamos con una economía estable, ya que él tenía un buen trabajo, por lo que decidimos mutuamente que lo mejor para la educación de nuestros hijos sería que yo me dedicara a su cuidado los primeros años. Tenía muy claro que lo más importante en ese momento sería estar junto a ellos, haciendo caso omiso al miedo sobre la peligrosidad de quedarme sin nada, en el supuesto caso de que mi matrimonio se rompiera puesto que yo no trabajaba, pero no permitiría que un supuesto futuro inexistente condicionara las decisiones de mi presente. Pero lo cierto es que nuestra relación no funcionaba, aunque pasó mucho tiempo antes de ser consciente de ello, mientras tanto, fingiría que todo iba bien y que nuestras diferencias eran salvables. Inconscientemente inventaría todas las excusas necesarias para no reconocer lo que en el fondo sabía a ciencia cierta, pero a lo que no era capaz de hacer frente, soportando de esta forma un desasosiego continuado al que acabé por acostumbrarme. Pero la realidad que me negaba a ver saldría tarde o temprano a la luz como si de un amanecer se tratara, y ese día me despertaría con la fuerza y claridad suficiente para tratar el tema, tomando las decisiones oportunas, que aunque difíciles, con toda certitud me llevarían hacia la verdad. Cuando mi exmarido y yo tomamos la decisión de separarnos no pensé ni en el empleo que no tenía ni en el problema económico que esto supondría para mí, sencillamente, una etapa de la vida había terminado para dar paso a lo nuevo. Todo tiene un inicio y un final, y tenía que aceptarlo como parte de mi evolución como individuo. Él pidió la custodia compartida de los niños, lo que naturalmente fue un shock para mí, ya que no lo esperaba y tampoco estaba preparada, pues me había dedicado a ellos desde su nacimiento y pensar que tendría que pasar la mitad del tiempo sin mis hijos me mataba de dolor, por lo que lloré durante días hasta que finalmente recapacité y acepté su petición, muy a mi pesar, ya que no podía eludir una realidad tan evidente como que él era padre tanto como yo madre, ni su deseo de convivir con sus hijos, al igual que yo. Esta decisión fue favorecida por el hecho de que el horario de su trabajo sería compatible con la atención de los niños, puesto que trabajaba de maestro en el mismo colegio donde ellos estudiaban. Confiaba en que su elección hubiera sido tomada enteramente con el corazón y pensando en lo mejor para nuestros hijos, no por razones económicas u otras nacidas desde el ego interesado y desconfiado que generalmente existe tras una ruptura sentimental. Debido a que en los acuerdos de custodia compartida no se tiene que pasar manutención a ninguna de las partes, tuvimos que llegar a un pacto que me posibilitara reciclarme durante un tiempo y retomar mi vida profesional, ya que no disponía de ingresos económicos, así pues, yo continuaría residiendo en la vivienda familiar hasta la fecha establecida para su venta y posterior división a partes iguales, cinco años fue lo acordado, y él me pagaría una manutención por un periodo máximo de dos años o hasta obtener un empleo, de esta forma se firmó el convenio de divorcio. Dos años parecía un tiempo muy prudencial para reemprender mi vida laboral, además, no tenía ninguna duda respecto a mis capacidades para encontrar un buen empleo, pero la vida es siempre sorprendente, nada sucedió como yo había planeado y jamás podría haber imaginado el cambio de rumbo que darían las cosas.

Al principio estaba desorientada, tras diez años de matrimonio volver a empezar de nuevo no sería fácil, ya que necesitaría un tiempo de adaptación. En ese momento estaba bastante tranquila, contaba con dos años de apoyo económico que, aunque no sería mucho, ajustándome a los gastos estrictamente necesarios lograría subsistir hasta buscar soluciones profesionales, y aunque no podría contar con el apoyo de mis padres en el supuesto caso de que las cosas empeoraran, pues mi padre ya no se encontraba con nosotros y mi madre estaba enferma de alzhéimer, no dudé ni por un instante de mi capacidad para sobrellevar mis nuevas circunstancias. Durante los años en los que estuve casada y al cuidado de mis hijos, realicé pequeños trabajos para contribuir económicamente en el hogar, como fue trabajar de modista o dar clases de inglés a niños y adolescentes, pero no eran faenas que me pudieran proporcionar un sueldo para poder vivir desahogadamente, ya que se trataba de tareas por horas y temporales. Aparte de este hecho, había algo más en mi interior que sin poderlo explicar me indicaba que no continuara por esta vía. A pesar de lo confundida que me encontraba por el miedo que me producía la «nada» y sin tener la más mínima idea de qué era lo que quería, empezaba a estar muy claro lo que no deseaba. Coser fue algo que había abandonado con gran alivio y las clases de inglés desaparecieron de mi vida poco a poco al mismo tiempo que descubría más de mí misma. Empezar a poder sentir lo que mi corazón tenía que decir fue un pequeño gran paso, si bien todavía se trataba de una voz muy débil y lejana y, por lo tanto, no podía ver ningún camino; lo tendría que descubrir paso a paso no sin obstáculos. Existían demasiadas ideas establecidas en mi mente, con lo cual al final siempre terminaba tomando decisiones que nada tenían que ver conmigo. Demasiados conceptos que nublaban mi realidad, una vida dirigida hacia el exterior y desconectada de mi verdadera fuente, la única vía que me llevaría a la felicidad. Sin embargo, en aquel momento, y aunque no lo hacía de forma evidente, sino más bien aparecía enmascarado con infinidad de excusas y comportamientos equívocos, el miedo me atrapaba para sentirme indefensa frente a la vida, así pues, necesitaba encontrar un buen trabajo, con un buen sueldo y horario que me permitiera cuidar de mis hijos lo antes posible o me moriría. La inquietud formaba parte de mí en el día a día, y toda mi ansia sería la de buscar la seguridad externa que pensaba que necesitaba, influenciada por mis propias carencias y los continuos mensajes negativos recibidos en nuestra sociedad, cuyo contenido suele indicar lo poco que valemos si no poseemos la seguridad económica, laboral, sentimental o si no nos encontramos a la altura de ciertos valores materiales, dando por ciertas unas etiquetas que nos condicionarán y limitarán demoledoramente. Así pues, caería de nuevo en la búsqueda de aquello que me pudiera salvar de la incertidumbre en la que me encontraba, recurriendo a la idea generalizada de mayor éxito en lo que a trabajo se refiere: «una plaza fija en la administración pública». Era tal mi ofuscación que no fui capaz de meditar sobre si ese era el trabajo que verdaderamente deseaba antes de embarcarme en la difícil preparación de una competición. Con mucha agitación mi mente hablaba y hablaba sin descanso de mi mala situación económica y personal, y esta hacía tanto ruido que me era imposible escuchar el corazón o lo que la vida verdaderamente me quería comunicar, de haberlo hecho habría podido sentir los mensajes de calor llenos de esperanza, tranquilizándome y mostrándome la ruta a seguir. Ahora comprendo qué significaba aquella vocecilla que apenas podía apreciar, nacida de lo más profundo de mi ser, cuando me susurraba dulcemente, pero con firmeza, que yo no era eso que quería demostrar.

Unos meses después de haber iniciado la preparación para una futura oposición, me enteré de que en mi ciudad se iban a convocar algunas plazas para la administración en el ayuntamiento. Esto sería perfecto para los niños, pues no tendría que desplazarme a ninguna otra ciudad para trabajar. ¡Sería la oportunidad de mi vida! Pero había un problema, uno de los requisitos para poder acceder a dicho examen era el de estar en posesión del título de bachiller o equivalente, y yo no contaba con ninguno de estos, algo que siempre me había preocupado. Cuando en alguna conversación o situación social surgía el tema de los estudios me sentía mal, básicamente me medía por el nivel social establecido basado en las posesiones, los títulos y la imagen en vez de por los valores profundos de las persona, debido a la falta de confianza en mí misma. Así pues, creí perdida la oportunidad de presentarme a esta oposición, cuando un amigo me animó a preparar las pruebas de acceso a la universidad para mayores de veinticinco años, título equivalente a bachiller, y el cual me permitiría acceder a esta. Al principio lo di por descartado, pues apenas quedaban tres meses para dicho examen y era prácticamente imposible hacerlo en tan poco tiempo, además de que también estaba estudiando para las pruebas de administración, pero después de recapacitar sobre ello pensé que no perdía nada por intentarlo, así que me puse manos a la obra. Fue un poco precipitado y tuve que hacer un pequeño esfuerzo, pero la experiencia resultó positiva y finalmente obtuve mi titulación. De repente tenía lo que siempre había deseado, ahora podría quedar reflejado en mi currículum, aunque la verdad es que nada en mí había cambiado, pues cualquier tipo de inseguridad se encontraba en mi interior independientemente de lo que poseyera. Todavía tardaría un tiempo en comprender que los juicios de los otros eran solo eso, «juicios» que no me definían, tan solo una opinión que nada tenía que ver conmigo. Pero las dudas siempre habían formado parte de mi vida, pensamientos influenciados por los estereotipos de los que estamos rodeados y por una experiencia de vida que sencillamente era la que me había tocado vivir.

***

Provengo de una familia humilde, mi padre era tejedor y mi madre ama de casa, yo soy la mediana de tres hermanos. Vivíamos en un barrio obrero al norte de la ciudad, en un tercer piso de ochenta metros cuadrados muy sencillo situado en un edificio de cinco plantas sin ascensor. Tenía tres habitaciones de las cuales una pertenecía a mis padres, en la segunda dormían mis dos hermanos juntos y en la tercera lo hacía yo; aunque no era demasiado grande tenía su encanto, pues daba a un alegre balcón decorado con geranios y lirios donde pasaríamos mucho tiempo en los meses de más calor. La construcción del barrio había sido realizada hacía pocos años, siendo la mayoría de los habitantes jóvenes matrimonios cuyos hijos inundarían las calles de risas y gritos. En verano jugábamos en la «replaceta» o la «repla», como solíamos llamar a la plaza formada por los edificios que la rodeaban, a saltar con la goma, a la comba, a matar con un balón, al escondite, etc., y generalmente nuestras madres nos llamaban a media tarde para subir a casa a coger la merienda, ¡¡por supuesto, a gritos desde el balcón!!

El colegio al que fui matriculada cuando tenía cuatro años era público, y estaba situado a dos calles de nuestra casa. No se trataba de un edificio propiamente dicho para tal efecto, sino que las aulas se encontraban repartidas en diferentes pisos deshabitados entre los edificios de la zona, aunque también existía un pequeño barracón prefabricado de color gris destinado al uso exclusivo de algunos cursos. En él se encontraba el despacho del director, un par de aulas y dos diminutos aseos, los cuales desprendían un hedor insoportable. En invierno hacía tanto frío que los niños tenían que estudiar con el abrigo puesto, sin embargo, en verano el calor era tan asfixiante que prácticamente no se podía respirar. Pero no seríamos los únicos que utilizaríamos el barracón, pues de vez en cuando vendrían algunas ratas y ratones interesados también en ilustrarse. Recuerdo que los vecinos, incluido mi padre, luchaban por la construcción de un colegio nuevo en condiciones, llegando a producirse una huelga indefinida por este motivo. Los terrenos pertenecientes a la vecindad, en los cuales estaba situada la barraca gris antes descrita, fueron vendidos a otro colegio privado, despojando a los vecinos de ellos y derivándonos a un suelo de menor valor y más alejado del barrio con la promesa de construir un colegio nuevo. Mientras tanto, fabricarían algunas barracas provisionales para poder seguir impartiendo las clases, hasta la terminación de las obras del nuevo centro escolar, aunque finalmente este solo se construiría para poder abarcar a la mitad de los cursos de primaria, el resto de los niños permanecerían en las barracas «provisionales», las cuales serían utilizadas por más de treinta años. Cada aula estaba formada aproximadamente por cuarenta niños en aquella época, la mayoría de los cuales ni siquiera terminaría primaria, abandonando los estudios a la edad de doce años, unos para empezar a trabajar y otros porque sencillamente dejaban de acudir al colegio. Culturalmente todavía nos faltaba mucho que avanzar en nuestro país.

A mí personalmente me gustaba estudiar, las matemáticas y el inglés me encantaban, sin embargo, había otras asignaturas que me aburrían bastante como era el caso de ciencias naturales o sociales. Recuerdo que un día, a la edad de once años, le dije a mi padre que quería ampliar mis estudios de la lengua inglesa en una academia, pero él me respondió que mis notas eran buenas y por lo tanto no lo necesitaba. Por aquel entonces, aprender una lengua extranjera no tenía demasiada importancia, y el nivel que se estudiaba en el colegio se limitaba únicamente a aprender algunas palabras sueltas y a pasar un pequeño examen, aunque esto último no ha cambiado demasiado. En el año 1982 acabé primaria obteniendo el título correspondiente y allí se detendrían por el momento mis estudios. Alguna burla de ciertos amigos llamándome «empollona» porque había aprobado, en una edad en la que somos muy vulnerables a las críticas, junto con las circunstancias familiares que me rodeaban, imagino que fueron determinantes para decirle a mi padre que no continuaría estudiando. En casa solo trabajaba él, y con su sueldo se hacía difícil poder mantener a toda la familia, por esta razón, pude presenciar muchas discusiones entre mis padres relacionadas con el dinero que sin duda me afectarían. Por otra parte, las reprimendas que estos hacían a mi hermano mayor, el cual estudiaba secundaria en aquel momento, estaban relacionadas con la economía también, pues le avisaban una y otra vez de que si no se tomaba los estudios en serio iría a trabajar. Por eso, pensé que sería más productivo buscar directamente un empleo para ayudar. Sin duda no estaba capacitada para tomar una decisión de estas características a los trece años, pero los tiempos eran otros y no estudiar no tenía demasiada importancia, sobre todo en las mujeres. A mis padres les pareció perfecto, al contrario que con mis hermanos, puesto que ellos sí fueron directamente al instituto, por lo que mi madre decidió apuntarme a coser y a bordar, y mi padre, si bien era un hombre abierto y adelantado para su tiempo, influenciado por nuestra cultura, lo consideró una buena idea. Esta decisión fue tomada desde la perspectiva que mi madre tenía de su propia vida, pues su deseo habría sido aprender estas mismas manualidades, algo que finalmente no pudo realizar por las circunstancias de vida que tuvo que afrontar, además de por ignorar que solo ella podría dar los pasos adecuados para llegar. De esta forma acabé haciendo realidad su deseo, quedando oculta cualquier señal que pudiera desvelar los míos propios, al ignorar que pudiera tener derecho siquiera a soñar. Pero la única verdad es que mis padres nos educaban lo mejor que sabían, pues ellos también estaban condicionados por su propia historia, una niñez difícil llena de carencias y una vida de adultos que nada tenía que ver con lo que les habría gustado ser.

El primer año después de haber terminado el colegio, como todavía no tenía edad para trabajar, lo pasé en casa. Por las mañanas, mientras mi madre iba a limpiar algunos domicilios para ayudar económicamente en el hogar, yo debía realizar las labores domésticas que me había encomendado, pero en lugar de hacerlo me sentaba en la habitación de mis hermanos y pasaba la mañana ojeando los libros que tenían en la estantería. Recuerdo especialmente la curiosidad que me producía leer El cerebro, de C. U. M. Smith, y lo mucho que me gustaba descubrir el conocimiento que en él se hallaba. Y así pasaría las horas, pues ahora puedo comprender que aprender era lo que verdaderamente me atraía, ya que gastar gran parte de mi tiempo en limpiar me consumía. Entonces, de repente miraba el reloj y me daba cuenta de que mi madre estaba a punto de llegar sin haber realizado nada de lo que me había pedido, así que sin perder ni un minuto me ponía en pie, cogía la escoba o el mocho y empezaba a limpiar a toda velocidad para que no se diera cuenta, aunque nunca lo conseguía. Así que cuando llegaba y veía todo patas arriba se enfadaba mucho conmigo, pues ahora entiendo que ella misma ya venía cansada de hacerlo en otras casas. A veces, si tenía suerte, solo me gritaba, otras me tiraba la zapatilla y en alguna ocasión me persiguió con el palo de la escoba. De esta forma seguí el curso que la vida me había marcado en ese momento, aprendiendo a bordar y a coser sin cuestionarme siquiera si eso era lo que yo quería. Un tiempo después realicé pequeños trabajos que algunas vecinas me solicitaban, como bordar el ajuar de las hijas, al igual que el mío propio. En aquella época las madres compraban a sus hijas lo que sería la dote para la boda futura a partir de los doce o trece años, el cual estaría compuesto por ropa de cama, paños de cocina, toallas, etc., normalmente confeccionados con grandes bordados artesanales que costarían una verdadera fortuna, obligando a las familias más humildes a realizar verdaderos sacrificios para poder pagarlos, incluso a renunciar a necesidades básicas. Se trataba de una costumbre cultural, como tantas otras, por las que somos condicionados, dirigidos y ahogados, y a las que no contradeciremos por el temor profundo que sentimos en todo momento al cambio y a lo desconocido.

A la edad de quince años conseguí una faena, mal pagada y bastante monótona, confeccionando en casa con una máquina de coser vieja que mi tía, la cual era modista, me había regalado al comprar otra nueva. El trabajo me lo proporcionaba una de las innumerables fábricas de confección de la ciudad que lo repartía a mujeres en su domicilio pagando precios irrisorios, situación que sería aceptada por la sociedad en general sin cuestionarlo. Un año después, el jefe me ofreció ir a la fábrica y, aunque mi padre me aconsejó que no lo hiciera, yo le respondí que quería vivir esa experiencia y aprender de ella, palabras que todavía resuenan en mi cabeza, pues fue el inicio de un deseo de crecer que tan solo podía provenir de lo más profundo de mi ser. Mi padre sabía muy bien de lo que hablaba, trabajaba en una fábrica de textil como tejedor y en absoluto le gustaba, aunque jamás se atreviera a decirlo alto y claro, como tampoco se atrevería a desear algo distinto. Su experiencia había limitado la libertad para poder percibir su verdad, y la responsabilidad de tener que mantener una familia aumentaba el miedo a moverse desde donde se encontraba. Buscamos seguridad allí donde no existe, pues en verdad tan solo está en nosotros, y esta búsqueda incesante, llámese empleo, relación sentimental u otros, nos atará a situaciones que en verdad no queremos, pero con las que nos resignaremos, pues el temor a soltarlas será mil veces más angustioso que nuestros verdaderos deseos. Pero la inquietud que nos acompaña diariamente y que forma parte de nuestras vidas no es sino la desconexión que sufrimos de nuestro verdadero yo, al que no podemos acceder por desconocimiento del mismo. Así, de forma inconsciente, inventaremos infinidad de pretextos para argumentar todo aquello que en el fondo sabemos que no forma parte de nosotros, y así pasaremos los años, uno tras otro, caminando por una vía paralela a la que realmente deseamos, ladeando la cabeza para contemplarla de vez en cuando con expresión desoladora al advertir que no somos capaces de cruzar, después sencillamente trataremos de olvidar lo que habremos sentido simulando que todo va bien.

Esta empresa donde comencé a trabajar del sector textil, una cualquiera de las decenas existentes en mi ciudad en aquella época, no tenía las condiciones adecuadas para ello, se parecía más a un zulo que a una fábrica. Se encontraba en la parte antigua de la ciudad, debajo de un viejo puente por el que pasaba un pequeño río y rodeada de fábricas y casas derruidas, las cuales habían formado la zona industrial más importante de esta ciudad en el pasado, desaparecida en la actualidad. El camino para acceder a ella era realmente tétrico, sobre todo de noche. Se trataba de una nave pequeña, sucia y destartalada. Habría aproximadamente cuatro telares, una cortadora de sierra y una gran plancha de vapor. La fabricación de prendas de vestir que allí se realizaba era bastante baja de calidad, y por regla general, el tejido salía de los telares dos o tres centímetros más corto de lo que debiera, así que este se estiraría todo lo posible, por orden del jefe, hasta llegar a la talla correspondiente, acabando por encogerse de nuevo una vez terminadas las prendas en cuestión. Así que hacer malabarismos a la hora de cortar y confeccionar el tejido era la forma de trabajo más normal que allí se realizaba. Todavía puedo sentir el olor nauseabundo a gasóleo que desprendía la fábrica, sobre todo cuando me tocaba sacarlo con una bomba manual desde un gran bidón, para depositarlo después en un cubo y seguidamente verterlo en la caldera de la plancha. El cuarto donde nos cambiábamos era diminuto, prácticamente no podíamos movernos entre el banco donde nos sentábamos para cambiarnos y las taquillas donde guardábamos nuestros neceseres. De vez en cuando alguna rata de tamaño considerable venía a darnos los buenos días, por este motivo, los tejedores colgaban la bolsa del desayuno en los telares, para evitar que se lo comieran. En una ocasión una compañera olvidó un trozo de pan en el bolsillo del babi, así que al día siguiente, cuando entramos temprano por la mañana, el bolsillo había desaparecido y en su lugar había un tremendo agujero, por supuesto, el trozo de pan ya no estaba. El aseo estaba realmente sucio además de oler muy mal, había un pozo ciego dentro de él separado por una puerta oxidada que nadie se atrevía a tocar, así que yo intentaba entrar lo menos posible, aunque sería tarea difícil, pues mi horario laboral era de once horas diarias. Las condiciones de trabajo tampoco eran muy buenas, y en muchas ocasiones el jefe no nos trataba con demasiado respeto, pues nos gritaba e insultaba cuando así lo consideraba, llegando a lanzar algún objeto en alguna ocasión y también a utilizar la humillación. Pero ese comportamiento se aceptaba como algo natural, nadie decía nada, estaba claro que el miedo hablaba por los trabajadores. Al cabo de un año me pusieron a cargo de la sección de corte, el jefe había estipulado a cada trabajador la realización de una cantidad determinada de prendas a la hora, en mi caso debía preparar y cortar la cantidad de treinta por hora, lo que hacía un total de trescientas treinta al final de la jornada. Poco importaba si surgían problemas con el tejido o cualquier otra circunstancia, si no se llegaba a dicha cantidad se volvía loco gritando y amenazando. Como era una persona que no entraba en razón, decidí que el día que pudiera cortar más prendas de las estipuladas, las escondería en una caja situada debajo de mi mesa de trabajo para utilizarlas en aquellos días que pudieran surgir problemas y no pudiera llegar a la cantidad exigida. Este plan funcionó hasta que la encargada lo descubrió y se lo contó al jefe, por lo que este salió encendido de su despacho y me pidió explicaciones, entonces hizo cálculos con las prendas sobrantes y a partir de ese día me exigiría esta cantidad de más diariamente. Como esto era tarea imposible debido a la mala calidad de los tejidos, decidió entonces presionarme para lograr su propósito. Se le ocurrió la brillante idea de sentarme en una silla en medio de la fábrica durante una hora todos los días, con el único propósito de humillarme, porque según él no llegaba a la producción exigida intencionadamente. El primer día que me obligó a ello no sabía muy bien qué estaba pasando ni cómo reaccionar, aunque evidentemente sentía que nada de eso era correcto. Más tarde, cuando llegué a casa se lo conté a mi padre, el cual era un ferviente luchador de los derechos de los trabajadores, y me aconsejó lo que debía hacer en caso de que volviera a suceder. Efectivamente, al día siguiente, una hora antes de terminar la jornada laboral, se dirigió a mí y con tono prepotente me ordenó que me volviera a sentar en la silla, pero en esa ocasión me negué, no se lo esperaba y ante mi negación se quedó perplejo sin saber qué decir, luego le miré fijamente y le expliqué que si él consideraba que yo debía aumentar la producción del día, la solución sería traer un cronometrador oficial de un sindicato para poder determinar la cantidad exacta de prendas a la hora. De repente empezó a ponerse muy pálido, tenía el rostro desencajado y sin decir ni palabra agachó la cabeza y se marchó. Unos días más tarde mi padre le hizo una visita inesperada, lo cogió por sorpresa para advertirle sobre el trato vejatorio que había utilizado contra mí, recordándole que la fábrica no contaba con las condiciones necesarias para poder estar abierta y que en caso de una inspección el informe sería muy desfavorable. A partir de aquel día se dirigió a mí siempre con respeto. Por otra parte, nadie de los que allí trabajaban dijo ni una sola palabra en defensa de los derechos, el miedo era más poderoso que su dignidad.

Algo dentro de mí empezó a empujarme para que buscara otras posibilidades profesionales, pues no estaba dispuesta a pasar mi vida de esa forma, necesitaba formarme, estudiar para tener otras opciones. Hablé con mi padre para contarle cómo me sentía y qué era lo que yo quería; a pesar de que el dinero era necesario en casa me apoyó en mi decisión, así que me marché de esa empresa. Lo primero que hice fue apuntarme a una academia nocturna para estudiar secretariado, ¡como la mayor parte de las chicas que decidían estudiar! Luego, para poder pagarme los estudios busqué un trabajo en otra confección, en esta ocasión clandestina, como muchas otras de la ciudad. La jornada laboral era de once horas diarias también, aunque nos pagaban a destajo, lo que quería decir que aunque hiciésemos la jornada completa, si la producción había sido menor por circunstancias ajenas a nosotras, tampoco cobraríamos. Afortunadamente, un año después y tras haber obtenido mi título de secretariado, fui entrevistada en una asesoría para cubrir el puesto de auxiliar administrativa, y aunque finalmente no fui seleccionada para este empleo, me consiguieron uno similar en otra empresa afín a ellos. Este fue mi primer trabajo como secretaria, tenía veinte años y me sentía muy feliz por haberlo conseguido. Ahora trabajaría en una «oficina», tendría un buen «horario», ¡además de una buena imagen!

Esta parte de mi vida no ha sido ni mejor ni peor que cualquier otra, sencillamente forma parte del trayecto gracias al cual crezco cada día. Cada individuo evoluciona de manera distinta, la vida nos ofrecerá las armas para hacerlo y la elección final dependerá de cada uno de nosotros, solo hay que estar dispuesto a ello abriendo los brazos a lo que es.

CAPÍTULO DOS

LA OSCURIDAD

Había transcurrido más de un año desde mi separación, y en ese momento mi dedicación a la preparación de las oposiciones era total. El tener la custodia compartida de mis hijos, aunque fue muy dolorosa en un primer momento, tenía su parte positiva porque podría dedicar más tiempo a formarme, de este modo, tendría más oportunidades de trabajo, o eso pensaba en un principio. En aquel momento mi madre ya estaba bastante despistada debido a la enfermedad que padecía. Habían pasado cinco años desde que mi padre nos había dejado debido a un cáncer, él era quien se encargaba de gestionar todo en su casa, por lo que a su muerte fui yo quien se hizo cargo del control de todo lo concerniente a mi madre, documentación, temas económicos y cuidados. Al principio solo necesitaba ser vigilada sutilmente desde la distancia, puesto que todavía era bastante autónoma y se las arreglaba bastante bien para vivir sola. Siempre había sido una mujer muy activa y trabajadora, por lo que en los años en los que el alzhéimer todavía no era demasiado evidente vendría a ayudarme con los niños y con las tareas de casa, aunque poco a poco empezaría a perder facultades que jamás volvería a recuperar. Después, y debido a ello, sería yo quien le diría que me ayudara con la intención de mantenerla lo más activa posible, al menos en lo que ella mejor sabía hacer, es decir, las tareas domésticas. Por lo que todas las mañanas le pedía que viniera a casa, si bien esta ayuda ya no era tal, ya que muchas cosas las hacía al revés o simplemente no sabía, pero lo elemental sería mantener su autoestima y frenar su dolencia en la medida de lo posible. Pero desgraciadamente la enfermedad avanzaba y la vigilancia que yo tenía que ejercer sobre ella era cada vez mayor, condicionando mi vida como cuidadora. Sin duda, se trata de una situación difícil de manejar, ya que el desgaste psicológico es importante además del sentimiento de culpabilidad que siempre existe entorno a ello. Conforme se acercaba la fecha del examen, el tiempo que debía dedicar a su preparación era cada vez mayor, pero había responsabilidades que no podía eludir, como la de mis hijos y todo lo relacionado con mi madre. Para entonces se había convertido en una mujer totalmente indefensa frente al mundo, una niña mayor que no podía afrontar la vida diaria, viéndose el miedo y la inseguridad que ello le producía reflejado en su mirada y, aunque a veces descargaba en mí toda la impotencia que esto le generaba, me necesitaba tanto como mis hijos.

La dificultad para dedicarme por completo a los estudios debido a estas circunstancias me iba consumiendo poco a poco, al igual que la obligación de atender todo lo que a mi cargo se encontraba, por consiguiente, mi cuerpo empezó a experimentar la presión a la que estaba sometida y que yo misma me exigía diariamente. Fue entonces que la ansiedad apareció de nuevo en mi vida, pues la había sufrido hacía algunos años en un momento difícil de mi matrimonio. La debilidad y el sufrimiento se apoderaron de mí, la sensación de no poder respirar empezó a acompañarme diariamente, seguida de mareos que amenazaban con un desvanecimiento en medio de la calle, sudores fríos y temblores que me dejaban todos los músculos del cuerpo doloridos y un rostro que manifestaba la amargura que existía en mi interior claramente. Únicamente conseguía tranquilizarme cuando mi mente estaba ocupada con los estudios, el resto del tiempo sería una lucha continua para no ser abatida por todos estos síntomas, una batalla contra mis propios pensamientos. Como era natural, el médico dedujo que se trataba de los nervios del examen, así que me recetó un ansiolítico suave que me tranquilizara hasta que pasara este, sin embargo, lo que verdaderamente necesitaba en ese instante era cambiar algunos hábitos y delegar responsabilidades para poder dedicar más tiempo a estudiar, debía aceptar que yo no podía hacerme cargo de todo, por mucho que le doliera al ego. Lo primero que hice fue solicitar una plaza en el centro de día de alzhéimer de la ciudad, allí estaría mejor atendida con personal especializado. Seguidamente hablé con mis hermanos sobre cómo me sentía y del claro empeoramiento de nuestra madre, por lo que finalmente uno de ellos se encargó de ella todo el mes de agosto para que yo pudiera recuperarme.

Con respecto al centro de día donde acudiría mi madre, la trabajadora social me informó de que el tiempo de adaptación vendría a ser de unos meses y que habría que tener paciencia, aunque nunca se está preparado para este tipo de experiencias. Es difícil olvidar el primer día que vinieron a recogerla, mi madre y yo esperábamos en la calle, junto a su casa, lugar al que acudiría la Cruz Roja. Cuando llegó aparcó enfrente de donde nos encontrábamos y el conductor bajó de la ambulancia para presentarse, de repente el rostro de mi madre empezó a cambiar al tiempo que este se acercaba a nosotras, no sé exactamente qué pasaría por su mente, pero se sintió amenazada y huyó corriendo. Fuimos tras ella hasta alcanzarla y con mucha paciencia conseguimos traerla de vuelta, convenciéndola finalmente para que subiera al autobús, no sin que descargara en mí toda su rabia al pasar por mi lado , dándome un fuerte golpe con el codo en el estómago. En ese momento me sentí morir, el sentimiento de culpabilidad que tenía por haber decidido llevarla a un centro de día me mataba, sentía como si la estuviera abandonando, así pues pasaría mucho tiempo antes de dejar de preguntarme si había hecho lo correcto. En un principio era yo quien la acompañaba todas las mañanas hasta la parada de autobús donde la recogía la ambulancia, e iba a buscarla todas las tardes al mismo lugar a las seis, después paseábamos un rato si el tiempo lo permitía y en caso contrario la acompañaba a su casa. En algunas ocasiones la dejaba ir sola vigilándola desde la distancia hasta entrar en su domicilio, luego, más tarde, la llamaba por teléfono para comprobar que estaba en casa, pues tenía la costumbre de pasear sola por el barrio, como siempre había hecho con sus vecinas en el pasado. Continuamos con esta rutina hasta que fue publicada la fecha del examen, fue entonces que definitivamente contratamos a una cuidadora para que se encargara de acompañarla antes y después del centro de día, además de para controlar todas las necesidades personales en casa. Por supuesto, yo era su punto de referencia, su cuidadora principal, su hija y su madre a la vez, y por lo tanto cualquier persona externa que entrara en su casa para ayudarla sería una intrusa, una amenaza además de un abandono por mi parte, así que como era de esperar, la adaptación a tanto cambio no fue sencilla e intentó defenderse de la persona que había invadido su espacio sin ella haber dado su consentimiento con uñas y dientes. La cuidadora disponía de llaves de su domicilio para entrar en caso de que no le abriese la puerta, como ocurría casi todos los días, pero cuando mi madre se percató de que las tenía, se las ingenió para bloquear la puerta con una silla, de esta forma evitaba su entrada. Cuando todo esto ocurría, la señora me llamaba por teléfono pidiéndome que acudiera lo antes posible y una vez allí abría la puerta como podía empujando la silla lo suficiente para poder meter el brazo y apartarla. Mi madre, al verme, se sentía más amenazada todavía, así que reaccionaba con agresividad, llegando a utilizar la silla de parapeto para que no pudiera acercarme a ella. Luchaba con todas sus fuerzas por defenderse de lo que ella consideraba un peligro en su propia confusión. A veces conseguía que se vistiera para llegar a tiempo al lugar de recogida, otras simplemente la dejaría tranquila en casa. La angustiosa situación me estaba matando, era tremendamente doloroso verla en ese estado y yo no disponía de fuerzas suficientes para afrontarlo. La mayoría de los días volvía a mi casa llorando, después me perdía en un temario aburrido y sin sentido, intentando con todas mis fuerzas memorizar artículos, leyes y fechas que no me decían nada en absoluto mientras mi mente se alejaba de todo lo ocurrido, pero a intervalos sin duda reaparecían las imágenes de la desagradable experiencia vivida. Finalmente, la cuidadora se haría cargo de ella de lunes a sábado y los domingos los pasaría conmigo, de esta forma recuperaría parte de mi independencia, aunque tristemente no de mi bienestar. Algo dentro de mí no funcionaba y se expresaba tanto en mi estado de ánimo como en mi salud física, y aunque luchaba todos los días contra ello y me autoconvencía una y otra vez de que todo iba bien y de que mi meta era la oposición, no había nada de cierto en aquello, algo extraño estaba ocurriendo en mi interior, aunque no podía comprender de qué se trataba.

Llegó la fecha del primer examen, había pasado las últimas semanas totalmente concentrada, incluso los niños pasaron más tiempo con su padre para que yo pudiera estudiar. La oposición constaría de cuatro exámenes; mecanografía, informática, temario y supuestos prácticos. Se trataba de pruebas eliminatorias, por lo tanto, suspender alguna de ellas supondría la eliminación directa de la convocatoria.

El día de la prueba me levanté bastante tranquila, o eso pensaba yo, desayuné, sin tomar café que me alterara, y me marché casi con el tiempo justo para no tener que esperar demasiado rato junto al resto de opositores en el lugar convocado, no quería ponerme nerviosa. Éramos muchos los que nos examinábamos y todos esperábamos impacientes para entrar en la sala donde se efectuaría el examen. Cuando llegó el momento empezaron a llamar uno a uno a los candidatos, teniendo que identificarnos con el DNI antes de entrar al salón donde se encontraban todos los ordenadores para realizar la prueba. A medida que entrábamos, nos sentábamos delante de alguno de los ordenadores de los muchos que había a disposición de los opositores en la sala, llevando algunos su propio teclado, algo que yo debería haber hecho, pero que no hice por un exceso de confianza. Una vez sentados nos entregaron las instrucciones de la prueba y el texto a escribir, tan solo cabía esperar a que se iniciara el tiempo para realizarlo, entonces coloqué mis dedos encima del teclado, respiré profundamente intentando tranquilizarme y unos segundos después alguien dio la orden de comenzar. Cuando me dispuse a copiar el texto, mis dedos decidieron tener vida propia haciendo caso omiso a lo que mi mente les dictaba, funcionaban de forma independiente como si pertenecieran a la persona que estaba sentada a mi lado, era imposible hacerme con ellos, habían perdido la fuerza y golpeaban las teclas equivocadas. Nada de lo que escribía tenía sentido, ni una sola palabra era correcta, los miraba e intentaba hacerme con su control, pero fue imposible, entonces empecé a ser consciente de lo que estaba ocurriendo, un sudor frío se propagaba por toda la cabeza, la boca la tenía seca, me temblaban todos los músculos del cuerpo y no podía respirar. Miraba al resto de opositores cómo escribían el texto sin problema con absoluta concentración y rapidez, esto me recordaba a un sueño angustiante que tenía cuando era una niña, en las ocasiones en las que tenía fiebre, en el que yo y una señora sentada junto a mí liábamos cada una un ovillo de lana distinto, aunque ella siempre lo haría lentamente, pero con más efectividad, pues por mucho que yo corriera mi ovillo siempre sería más pequeño. Me sentía idiota, pasaban los minutos e intentaba tranquilizarme pensando que todavía tendría tiempo para remontar el texto, pero mis dedos continuaban sin pertenecerme. Un minuto más tarde dieron por finalizado el examen, lo siguiente que debíamos hacer era guardar el texto copiado en la carpeta que nos habían indicado, después uno a uno y en silencio abandonaríamos la sala. Al salir del edificio respiré profundamente, estaba confundida, en shock, no lograba entender lo que había sucedido, me acababa de invadir una sensación desagradable, oscura y espesa. Entonces, de forma automática, las herramientas necesarias para evadir lo que en aquel momento no podía asimilar se pusieron en funcionamiento, con pensamientos de autoconvencimiento como que quizás habría salvado el examen puesto que dominaba la mecanografía a la perfección, que a lo mejor inconscientemente mis dedos habían tocado las teclas correctas, bla, bla, bla... No podía hacer nada al respecto excepto esperar los resultados, así que cuando estos fueron publicados, como era de esperar, no hubo ninguna sorpresa al comprobar que efectivamente estaba suspendida. La «oportunidad de mi vida», según mis pensamientos del momento, se había esfumado. Me había aferrado a la idea de que solo este tipo de trabajo me podría proporcionar estabilidad y, por lo tanto, sin él estaría perdida en un mundo laboral con amplios horarios, jornales irrisorios y quién sabe si condiciones precarias. Absolutamente ofuscada por el temor de la nada, caminaba entre la oscuridad sin saber muy bien hacia dónde debía dirigirme, pero todavía disponía de un año para poder encontrar un buen trabajo, antes de que espirara el plazo de la manutención que cobraba. Los exámenes habían terminado para mí y, por lo tanto, mi malestar interno debería de haber cesado, sin embargo, cada vez se acrecentaba más y me sentía muy débil, perdí bastante peso y la expresión de mi cara exteriorizaba angustia y tensión.

Tras este último fracaso decidí resolver algunos asuntos pendientes, los cuales me había sido imposible solucionar antes, mientras tanto, llegarían las Navidades, y a pesar de que no estaba en mi mejor momento, las pasé lo mejor que pude, sobre todo por mis hijos, por los que tuve que hacer un gran esfuerzo. Intentaba hacer vida normal en el día a día con ellos, además de llevar la supervisión de mi madre, aunque mantenerme de pie sin caer al precipicio de la desesperación ya sería suficiente en ese momento. Las ideas a las que estaba sujeta por aquel entonces, creyendo que solo un trabajo seguro me salvaría de la desgracia, se convertirían en el mayor obstáculo para poder avanzar, impidiendo estar abierta a posibilidades infinitas. Esto hacía de mí una persona triste, angustiada y limitada, definitivamente había caído en el vacío personal y el desasosiego se había apoderado de mí. Mi cuerpo entonces empezó a comunicarse conmigo a la vez que mi corazón, pero mi mente hacía tanto ruido con juicios y comentarios que era prácticamente imposible poder escucharlos, de haberlo hecho habría podido percibir cómo mi verdadera yo me indicaba que todo iba a salir bien y que esa idea tan solo se trataba de una vía elegida por el miedo, el cual me incitaba a buscar seguridad en el lugar equivocado. Nada externo podría darme la certidumbre que tanto anhelaba, pues la carencia de esta se encontraba únicamente en mí, en la desconexión con mi verdadera naturaleza, espacio desde el cual todo tomaría sentido una vez encontrado, desvaneciéndose así los desequilibrios que tanto dolor me producían. Allí encontraría la energía suficiente para actuar de la forma más adecuada sin ser arrastrada por las opiniones o emociones negativas que me paralizaban, pero para poder llegar hasta él haría falta serenar mi mente, pues sería solo desde el silencio interior que podría ver la autenticidad que en mí se hallaba.

Unos meses después, algunos conocidos me preguntaron cuál sería la próxima oposición a la que me presentaría y por un instante, quizás, volvía a tener la tentación de actuar con el temor y la ofuscación que me producía un futuro incierto, sin embargo, el recuerdo de lo experimentado en el último examen y la sensación de que esta vía nada tenía que ver conmigo, aclaraba muchas razones por las cuales no tomaría esa salida, por lo menos no en ese momento. Ya no tenía sentido para mí la idea de obsesionarme con una oposición tras otra durante años para conseguir una plaza pública. La imagen de la «estabilidad» asociada a un trabajo de estas características había dejado de existir en mi entendimiento, ya no tenía sentido entrar en una dura competición, encerrándome en una habitación con la única compañía de un temario aburrido y espantando a todo el mundo que me pudiera molestar, para llegar a un lugar que no era el deseado, con la única intención de cubrir la inseguridad que únicamente se encontraba en mis pensamientos. Por lo que al final desapareció cualquier explicación medianamente razonable que pudiera llevarme a invertir mi tiempo en este tipo de exámenes, quedando simplemente el hecho de que al final se trataría sencillamente de una obsesión por ganar una competición dirigida por el ego. En los meses sucesivos hubo gente que muy amablemente me informó de las próximas convocatorias que se sucederían, a veces respondía que no me presentaría y otras simplemente les daba las gracias para evitar explicaciones. Una de estas oposiciones serían autonómicas, concurso-oposición, es decir, los años trabajados de los interinos más los cursos que hayan realizados sumarían puntos a la nota del examen, siendo prácticamente imposible conseguir una plaza, aun aprobando con el máximo de puntuación, pues yo no tenía ni cursos ni años trabajados, por lo tanto no tenía sentido alguno presentarse a unas pruebas de estas características. El otro examen público que me aconsejaron era para ocupar el puesto de celador en el hospital, y curiosamente fue mucha gente la que me animó a ello, imagino que condicionados por una crisis económica que estaba haciendo estragos, junto con el miedo que un alto por ciento de paro producía en la sociedad, pero en estas pruebas, más que en ninguna otra, tenía claro que no perdería ni un solo minuto de mi tiempo en estudiar para un trabajo que no me gustaba en absoluto. Aunque me hablasen de seguridad y buen sueldo, no encontraba razón alguna para realizar tal esfuerzo por una actividad que nada tenía que ver conmigo. Cierto es que en el supuesto caso de conseguir un puesto de trabajo, superando las pruebas selectivas del tipo que fuere entre otros muchos candidatos, siempre que no sea una elección por auténtica vocación venida desde nuestro verdadero ser, la alegría ficticia por haber conseguido ganar o por haber conseguido un empleo estable, promovido por el temor al futuro, durará poco tiempo, exactamente hasta que las quejas mentales se vuelvan a poner otra vez en funcionamiento, puesto que las razones de dicha decisión estarán exentas de la realidad de lo que uno es, apareciendo de este modo la disconformidad y el desagrado por aquello que realizamos, pero con lo que no nos sentimos plenos. En este momento no puedo más que dar gracias por haber suspendido aquel examen que tanto pensé que significaría en mi vida, pues no era un trabajo que pudiera sentir como mío, es más, una sensación oscura es lo que me acompañaba en todo momento, mientras me decía a mí misma que esa era la única salida a mi infortunio.

Aunque me encontraba bastante mal anímicamente y el sufrimiento era abrumador, había algo verdadero que por primera vez empezaba a tomar forma en mí. Pequeñas voces comenzaban a alzarse en mi interior susurrándome sutilmente desde lo más profundo de mi corazón y guiándome a través del túnel en el que me encontraba hacia la luz. No tenía ninguna respuesta ni solución inmediata a mi pesadumbre, pero quedarme en silencio para poder escuchar la verdad, observar y confiar en la vida y en mí misma sería un buen comienzo.

CAPÍTULO TRES

GANARSE LA VIDA

Nunca había recapacitado sobre la ocupación en la que deberemos pasar la mayor parte de nuestra vida, «el trabajo». Siempre he seguido el patrón predeterminado de forma ilusoria, realizando una actividad obligatoria enfocada básicamente a ganar dinero para subsistir, en una sociedad materialista establecida en la inseguridad del futuro incierto y en el miedo a perder lo que tenemos, y cuya realidad tan solo se encuentra en nuestros pensamientos. Mis trabajos siempre habían sido elegidos dependiendo de las circunstancias que me rodeaban en el momento, junto con las opiniones externas a las que en ocasiones tanto escuchaba, sin saber que dentro de mí existía todo el conocimiento necesario para llegar a una vida profesional y personal plena. Recuerdo cómo hace veintiocho años, antes de decidir estudiar secretariado, me incliné por intentar opositar para el Cuerpo de Policía Local, algo que decidí sin ninguna razón especialmente importante. Todo lo que yo sabía en aquel momento es que quería alejarme de la ya mencionada confección precaria en la que trabajaba, así que no recapacité mucho sobre cuál sería el camino que debía coger, sencillamente un día cualquiera un amigo me aconsejó que me presentara a las pruebas selectivas para policía local, y así lo hice guiada por pensamientos como la estabilidad, el sueldo y la imagen que me podría proporcionar el vestir un uniforme, aunque sin vocación verdadera. Poco tiempo después inicié la preparación de las pruebas físicas requeridas en el examen con la ayuda de un amigo, con el que quedaba todos los sábados muy temprano en las pistas de atletismo del polideportivo de mi ciudad, al mismo tiempo comencé a leer una pequeña parte del temario requerido en mis ratos libres, cuyos artículos se me hacían difíciles de digerir por ser poco interesantes y por el cansancio que padecía después de haber terminado una jornada laboral larga y poco complaciente, aunque ahí estaba yo convenciéndome de que lo que estaba haciendo era perfecto. Tras unos meses de esfuerzo y dedicación sin demasiado entusiasmo, de repente un día surgió una voz interna preguntándome si ser policía era lo que yo quería verdaderamente para mi vida, y sorprendentemente la respuesta salió con la rapidez de un rayo, claramente mi corazón gritó un ¡no! rotundo y tranquilizador, para no dejar duda alguna ante la decisión que debía tomar, así que inmediatamente abandoné la preparación, por supuesto.

En aquel momento no era consciente de mis facultades, ni a nivel personal ni profesional, no sabía qué quería de la vida, aunque afortunadamente una leve intuición me salvaba de vez en cuando de situaciones erróneas, como había sido el caso de esta última. Una gran parte de mi existencia dependía del mundo exterior, originando que navegara sin rumbo y sintiéndome en muchas ocasiones perdida. Las razones por las cuales solía elegir un empleo podían ser muy variadas, pero casi siempre iban influenciadas por la necesidad de recibir el visto bueno de la sociedad y por el pensamiento de obtener un sueldo fijo que me salvara de la inestabilidad, es decir, de mi propio miedo. En algunas ocasiones, a la hora de elegir un trabajo nos acompañará el ego al que le gusta tanto representar un papel. A veces, la representación de una imagen de poder, autoridad y seguridad, quizás inexistentes en el interior. Pero el verdadero poder tan solo podrá presentarse ejecutando los oficios elegidos con integridad, respeto y humildad.

Después de esto me incliné por estudiar secretariado, como ya he mencionado anteriormente, no porque sintiera que era mi vocación, sino porque sería lo típico para muchas mujeres de la época. Por otra parte, trabajar en un despacho proyectaba una buena imagen, además de ser una tarea cómoda con un buen horario, sobre todo después de mi experiencia en la fábrica, por lo que un empleo de estas características sería toda una bendición. Inicié los estudios con ilusión y fuerza sin preguntar a mi corazón si este camino tenía algo que ver conmigo, ya que de haberlo hecho no habría obtenido respuesta alguna por la ignorancia existente en aquel momento sobre mí misma, y si alguien me hubiera aconsejado que buscara dentro de mí mis verdaderas capacidades y deseos afirmándome que me estaba equivocando, yo le habría tratado de loco por dicha afirmación, no obstante, se trataría de una experiencia con la que debería crecer. No puedo sin más obviar un comentario que me hizo no hace mucho tiempo el que fue mi jefe hace algunos años, al entregarle un currículum para que considerara mi candidatura para un posible puesto en la empresa él señaló, sabiamente he de decir, que sinceramente él no me veía trabajando en una oficina.

Son muy pocas las personas afortunadas que realmente tienen un empleo que les haga felices, el cual puedan ejercer con el corazón y, por lo tanto, con efectividad, el resto sencillamente trabajamos por una supervivencia o porque se tiene que trabajar y punto. En ocasiones, la carrera profesional puede ser decidida soñando en la imagen que nos pueda proporcionar, pero una elección de este tipo podría costarnos verdaderos esfuerzos de mantener más tarde, pues podríamos estar nadando contra corriente en relación con nuestra verdadera naturaleza. Por otra parte, hay ciertos empleos que son sinónimo de estatus social y económico, de inteligencia o de elegancia, todo un icono que se ha creado en torno a ello en nuestro mundo, y los cuales elegiremos desde la ignorancia de nuestra propia realidad, y aunque es cierto que muchos profesionales dedicados a ello lo harán por verdadera vocación, la razón para otros, sin embargo, será la de seguir la tradición familiar, la de mantener el estatus sin el que no podrían vivir u otras decisiones materiales como el dinero, todas ellas muy respetables aunque carentes de identidad propia. Sin dudar ni por un momento que existen buenos profesionales en cada función existente en nuestra sociedad, los valores con los que nos movemos quedan alejados de la autenticidad. Es curioso como el hecho de trabajar en un banco es motivo de admiración entre familiares y amigos de la persona en cuestión, considerándolos realmente afortunados por haber conseguido un empleo de estas características. Sí, es cierto que es mucho más cómodo este tipo trabajo que hacerlo en una mina, a no ser que picar piedra fuera una elección libre y personal, pero no puedo ignorar las caras serias y desganadas perdidas en papeles y números carentes de vida que veo en alguno de los empleados de las oficinas bancarias o similares cada vez que tengo que ir a hacer alguna gestión, y no es raro encontrar a la persona que te atiende con un semblante malhumorado y casi sin mirarte a la cara, contestándote como si fueras idiota cada vez que le haces una pregunta sobre el funcionamiento tan «transparente» que tiene la banca, aunque afortunadamente también los hay que son grandes profesionales, los cuales atienden con mucha paciencia y educación ofreciendo lo mejor de ellos.

En ocasiones nacemos con la profesión ya decidida por herencia, como pudiera ser el caso de pequeñas o grandes empresas familiares. Sin embargo, si se carece de una buena base de autoconocimiento, esto, en vez de una ventaja, se podría convertir en una auténtica mochila pesada, ya que la posibilidad de conocernos y descubrir qué somos verdaderamente y qué queremos, puesto que cada individuo es único, quedará limitada considerablemente.

No puedo obviar una experiencia vivida recientemente, la cual me dejó verdaderamente perpleja, pues va más allá de lo que verse atrapado en la vida de nuestros predecesores puede significar. Necesitaba comprar una olla exprés y decidí hacerlo en una pequeña tienda de mi barrio como apoyo al pequeño comerciante, aunque debo reconocer que en este caso en concreto no fue una buena idea. Mi madre, al igual que el resto de las vecinas, solía hacer sus compras en este establecimiento en los tiempos en los que yo era niña, el cual está actualmente gestionado por el hijo de los antiguos dueños, al que recuerdo haber visto toda la vida en el mismo lugar. La cuestión es que unos meses después de haberla comprado, y tras haber comprobado que estaba defectuosa, decidí llevarla a la tienda para que este señor me diera una solución, puesto que estaba en garantía, a lo que mirándome como si fuera idiota y hablándome en tono despectivo me dijo que la dejase allí, que lo comprobaría y que ya me avisaría. Una semana más tarde me llamó para informarme de que podía ir a recogerla, después de haberla arreglado. Cuando llegué, lejos de atenderme como lo haría un profesional, sin razón alguna y fuera de sí, empezó a acusarme de una serie de barbaridades verdaderamente surrealistas, como fue el decir que la había roto yo misma con un destornillador, a lo que yo me quedé atónita, pues no podía creer lo que estaba viendo ni escuchando, era tremendamente ridículo. Frente a la cantidad de sandeces que estaba diciendo, le contesté que no le consentía que me hablara así y, como reacción a esto, perdiendo los nervios y temblando por la inmensa rabia que existía en él, desmontó la pieza reparada de la olla para entregármela en el estado anterior, es decir, rota. En aquel momento lo único que pude ver fue al hombre de las cavernas, encerrado en la misma cueva durante toda su vida, sin alegría, sin evolución, sin profesionalidad, sin elección. En los negocios más importantes, posiblemente la meta estará ya establecida desde pequeños, la cual será la de continuar con el negocio familiar creado en el pasado. Pero no solo significaría esta decisión obviar quizás los propios deseos, sino que en muchos casos se deberá aceptar el condicionante de vivir a la sombra de los padres o abuelos creadores del pequeño o gran imperio aguantando comparaciones y juicios, lo que derivaría en un esfuerzo extra en el intento por demostrar que somos buenos en ello, a la vez que mantener el listón que los antecesores dejaron en su día, aunque a ojos de los demás el haber heredado el gran negocio se pueda percibir como un verdadero éxito. Sin embargo, este no será real a no ser que nuestras acciones se produzcan desde nuestro más profundo ser, sin juicios, libres de cualquier prisión del pasado que condicione el presente.

Para la mayoría de nosotros bastará con encontrar un trabajo que nos permita pagar las facturas, así que en momentos de necesidad, como es mi caso actual, el trabajo de representante podría ser una buena salida «aparente» para muchas desempleadas o desempleados que buscan soluciones a su desasosiego, siendo este tipo de ofertas numerosas allá dónde se busquen y la tentación de intentarlo también, así como la engañosa imagen que nos proporcionará al vestir con traje y llevar una cartera. Pero no todo es oro lo que reluce, pues en muchos casos el empleado en cuestión deberá pagar sus propios gastos en dietas como también el vehículo para desplazarse, además, su sueldo dependerá de un tanto por ciento de lo que venda, algo que en mi opinión debe de causar mucho estrés, pues en caso de ir mal las ventas el sueldo sería inexistente, ahora bien, se trata del negocio redondo para la empresa, pues en estos casos esta no arriesgará nada. Yo misma casi caigo en la tentación de iniciar una aventura como representante no hace mucho tiempo, debido a lo desesperada que me encontraba, sin ser lo que realmente quería. Se trataba de venta de cosméticos a domicilio. Debido a la presión económica y social que tenía en aquel momento no podía pensar con claridad, así que cuando una amiga me habló de una persona que se dedicaba a esto desde hacía algunos años y a la cual le iba muy bien, le pedí su teléfono para ponerme en contacto con ella y así quedamos en vernos en mi casa para que me informara sobre el funcionamiento de dicha actividad. La señora que en aquel momento intentó convencerme para entrar en la rueda de ventas obtendría beneficios no solo de las ventas que ella misma hacía, sino también de las personas reclutadas. Para poder empezar a vender primero tendría que comprar el producto, es decir, pagar dinero antes de ingresar, para intentar venderlos más tarde, si me era posible, y conforme la demanda fuera mayor mi inversión también tendría que serlo, para finalmente quedarme enredada en una rueda de compraventa de difícil salida, a no ser que se diera por perdida toda la inversión. Para iniciarme en ello, según me aconsejó esta persona, debía llamar a familiares y amigos, poniéndolos en un compromiso no solo para que asistieran a la reunión, sino también para que a su vez vinieran acompañados de otras personas a la demostración del producto, con la intención de convencerlas para comprarlo. Evidentemente, el primer día que esta señora vino a explicarme el negocio en cuestión derrochaba simpatía y optimismo, me iba a ayudar prestándome algunos productos para no tener que invertir en un principio y cuando las ventas empezaran a producirse, yo le devolvería este dinero. Me contó algunas historias sobre cómo había llegado al «éxito» profesional, consiguiendo incentivos y algún viaje pagado por la empresa y de lo maravillosamente feliz que se sentía. También me animó a acompañarla a vender por la calle para así coger experiencia, explicándome que iríamos «bien vestidas» con una minifalda, medias negras y unos buenos tacones, además de ir bien maquilladas, para sentarnos en cualquier cafetería dónde al mismo tiempo que tomaríamos algo observaríamos a las posibles presas a las que arrollaríamos muy sutilmente. La verdad es que todo aquello me parecía tremendo y no tenía ningún sentido para mí. Ese fin de semana, muy a pesar mío, llamé a algunas de mis amigas y familiares para concertar algunas reuniones, todo esto me hacía sentir muy incómoda, pero la desesperación me nubló el sentido común por un instante. Dentro de mí existía una lucha entre lo que debía hacer por no tener otra posibilidad y lo que iba totalmente en contra de mí misma, esto me creaba un gran estrés, le daba vueltas y vueltas en mi cabeza sin poder encontrar una solución rápida para huir de aquella oscura pesadilla. Afortunadamente, la solución vino sola.

Unos días más tarde, esta persona volvió a venir a mi casa para concretar detalles, pero en esta ocasión la generosidad y la simpatía habían desaparecido misteriosamente y donde dije digo, digo Diego. Ahora ya no me prestaría el producto, debería comprarlo yo misma, es decir, que tendría que pagar para poder empezar a trabajar y además tampoco me guiaría en las primeras ventas, sin embargo, nada de esto me importaba, pues en ese instante pude despertar al miedo que me mantuvo bloqueada durante unas semanas, por no tener ingresos, y reaccionar ante lo que sin duda no quería en mi vida.

Curiosamente, hace poco me encontré con un caso similar, aunque sin buscarlo. Necesitaba una pieza de repuesto para un robot de cocina, así que llamé a una de las agentes de mi ciudad para ver si me la podía proporcionar. Quedamos en que pasaría por su casa a recogerla y así lo hice, pero cuál fue mi sorpresa al descubrir que no solo me iba a vender esta pieza, sino que primero aprovecharía para venderme la última versión de este robot, al ver que no podía convencerme intentó reclutarme como vendedora, hasta aquí todo más o menos normal dentro del trabajo propio de un representante, aunque el tono utilizado fuera un tanto agresivo, pero lo sorprendente fue cuando casi me obligó a organizar reuniones en mi casa e invitar a otras personas porque tenía que ayudarla en sus ventas, amenazándome que de no ser así no me suministraría más recambios. Naturalmente, entre una conversación y otra me habló de lo maravillosamente bien que le iba en este negocio y de cómo había triunfado tras algunos años de esfuerzo, dando en las narices a amistades que pensaron tal y cual de ella… y mientras ella hablaba y hablaba, yo, boquiabierta, observaba cómo sus palabras estaban vacías frente a un semblante lleno de rabia. Muchas veces nos esforzaremos por crear la imagen perfecta con la intención de ser aceptados por los demás, para acabar siendo tragados por esta hasta perder nuestra identidad, derivando esto en una vida pobre y falsa de la que seremos fantasmas deambulando en la niebla de las contradicciones, puesto que nuestra verdad más absoluta estará oculta bajo el disfraz del ego.

Desde tiempos inmemorables la actividad del trabajo ha sido desarrollada con el único fin de sobrevivir en la mayoría de los casos, y como no podía ser menos nuestro ego ha sacado provecho de esta necesidad llevando al ser humano hacia la esclavitud, la explotación, el sufrimiento y el miedo, una herencia que se extenderá a través de las generaciones en un continuo desasosiego debido a una vida ya decidida a la que en verdad no pertenecemos. Desde muy pequeños nos han enseñado lo que tenemos o no tenemos que hacer y lo que debemos o no debemos ser para poder encajar perfectamente en la sociedad. Estamos influenciados por la educación familiar, cultural, social y escolar, además de la genética; condicionamientos que nos alejarán de nuestro verdadero yo si no despertamos a ello. Debido a todo esto tenemos la creencia o la certitud, pues es una idea bien establecida entre todos nosotros, que el trabajo es algo negativo y desagradable en muchos casos, un esfuerzo irritante que debemos realizar cada día para poder sobrevivir, para pagar nuestra casa, el coche, la comida, la ropa y otros gastos, necesarios o innecesarios. Vivimos atormentados por el dinero y por el temor a quedarnos sin nada, y por ello permanecemos ofuscados y bloqueados sin poder actuar libremente para encontrar nuestro auténtico lugar. Esto es así en la mayoría de los seres humanos independientemente de su estatus social o económico, demostrando esto que la seguridad y la confianza se encuentra en cada uno de nosotros y no externamente. Esta preocupación nos hará caer en el error de mantener o aceptar circunstancias en la vida que en realidad no queremos e incluso actuar egoístamente con otras personas por el hecho de conseguir más dinero. Nadie nos ha mostrado el valor del conocimiento propio ni tampoco el camino para poder alcanzarlo, pero sin duda es esta comprensión la que nos conducirá hacia una vida de bienestar en todos los ámbitos, sabiendo hacia dónde nos dirigimos de una forma plena, siendo nosotros mismos y no algo que se da por hecho que debe ser así. Todo este temor nos mantiene encadenados a trabajos que nos disgustan y a los que acudiremos con pesadumbre disfrazada de responsabilidad cada día. De esta forma, pasaremos la mayor parte del tiempo contando cuántos meses quedarán para las siguientes vacaciones o para el próximo fin de semana, y una vez que este llegue pensaremos en el domingo deprimiéndonos porque al día siguiente deberemos ir a trabajar de nuevo, entonces llegará el horroroso lunes en el que nos encontraremos bajos de energía, de mal humor y poco comunicativos, el martes lo aceptaremos con resignación y resoplando pensaremos que todavía quedan tres o cuatro días para terminar la semana, el miércoles empezará la cuenta atrás porque ya estaremos por la mitad y nuestra alegría comenzará a revivir, nos encontraremos con más energía y hasta conversaremos con los compañeros, cuando llegue el jueves, muy contentos pensaremos que al día siguiente será viernes, ¡genial!; el viernes estaremos eufóricos, e incluso seremos mucho más amables y hasta más generosos, el sábado pasará de forma habitual, pero pensando que el fin de semana es demasiado corto, y de repente llegará el triste domingo dando lugar de nuevo a una depresión porque al día siguiente comenzará la semana laboral. Y así transcurrirán nuestras vidas entre picos emocionales que suben y bajan constantemente sin percatarnos de que no habremos vivido ni un solo segundo de todo este tiempo desde la autenticidad, no habremos apreciado ni un solo instante de todo lo que a nuestro alrededor poseemos a través del corazón, ya que solemos estar demasiado ocupados huyendo del presente y culpando a los que nos rodean y a la vida misma por esa situación que detestamos, aunque mantenerla sea absolutamente responsabilidad nuestra. Un pensamiento negativo tras otro se sucederá, acompañados de lamentaciones por no querer estar en esa situación, de esta forma, se perderá la energía, oscureciendo la fuerza y la claridad que en realidad poseemos para poder modificar todo lo que deseemos. Lo peor de todo es que pasarán por delante de nuestros ojos las personas y los momentos que realmente tienen valor sin haberlas percibido.

Sea cual sea el tipo de faena que realicemos, tanto altos cargos como peones, siempre que se realice como si lleváramos una carga pesada y no exista plenitud en ello, comprenderemos que ese no es nuestro lugar. Pero qué pasaría si borrásemos de nuestra mente el sustantivo «trabajo» y desapareciera cualquier significación o creencia sobre él, quizás, a la hora de elegir profesión sencillamente pensaríamos en hacer lo que en verdad nos gustaría con el corazón, una labor que nos haga felices y en la cual podamos ofrecer lo mejor de nosotros. Si esto se pudiera llevar a cabo habría grandes cambios en nuestra vida y, por consiguiente, en nuestra relación con los demás. Es así como verdaderamente se rendiría en la faena, como también nos encontraríamos con buenos profesionales que a la hora de atendernos lo harían con competencia además de con respecto y no con cara de pocos amigos, prácticamente sin levantar la cabeza cuando se dirigen a nosotros, tratándonos como números o códigos y no dudando en utilizar la mala educación cuando lo consideran. Podremos ser funcionarios o empleados de la empresa privada, altos cargos o peones, médicos, maestros, dependientes, camareros, jardineros, abogados, empresarios, limpiadores, cocineros, mineros…, sin lugar a duda, siempre que no sea una decisión libre y deseada, aunque sea de forma transitoria, antes o después todas nuestras frustraciones saldrán a la luz para ser vertidas sobre los demás.

Por supuesto, habrá que trabajar para poder subsistir en esta forma de vida, y en ocasiones puede ser que tengamos que realizar faenas que nada tengan que ver con nosotros o que no nos agraden, bien porque en ese momento estemos terminando de estudiar y necesitamos algo de dinero o mientras llega lo que verdaderamente queremos, a lo que daremos el tiempo necesario para poder realizarse. Pero claramente se tratará solo de un periodo, sin importar su durabilidad si el camino elegido es el que verdaderamente queremos, y en ese transcurso quién sabe las cosas que aprenderemos al igual que las puertas que se abrirán, puesto que todo es formación, incluido lo que a nuestro juicio pueda ser negativo. Así que aceptar el momento en el que nos hallamos nos dará la calma y el bienestar suficientes para realizar nuestra labor lo mejor posible, además de la suficiente lucidez para ver las nuevas oportunidades que nos guiarán hacia nuestro propósito, y aunque a veces parezca que las cosas van mal, estas serán parte de nuestra enseñanza, y será entonces que habrá que confiar en la vida con más fuerza que nunca, pues ella nos gobierna siempre con sabiduría. Con todo esto, pienso que hay profesiones con las que debería de haber una especial sensibilidad a la hora de elegirlas y ejecutarlas, pues tienen una gran relevancia en todos nosotros al tratar con nuestra salud física, mental o emocional, además de intelectual. Este será el caso de los maestros, que aunque los pilares fundamentales se encuentren en la familia, estos serán parte fundamental en el desarrollo de los niños como ejemplo y guías. Pero desgraciadamente el resultado del aprendizaje de los niños dependerá del o de la profesional en cuestión que le haya «tocado», aquel o aquella que verdaderamente tenga vocación de enseñar y disfrute con lo que hace cada día, el que sea consciente de sus propias debilidades y sea capaz de dejarlas a un lado, aquel o aquella que mantenga alejadas sus ideas políticas o religiosas y sea capaz de impartir el conocimiento desde el desarrollo emocional más profundo sin condicionamientos, limpio y transparente, respetando y dando la oportunidad a los niños de formarse sin influencias para poder descubrir todo su mundo interior, el cual será compartido más tarde con el exterior. Poner especial cuidado en el desarrollo emocional será sumamente importante pues será este el que sin duda les abrirá todas las puertas del bienestar en la vida, incluidos los estudios y el trabajo, y desde este punto podrá realizarse un verdadero cambio en los valores de la sociedad. Sin embargo, si no se ama verdaderamente lo que se hace, si las personas que se dedican a ello no se conocen antes a sí mismas para de esta forma poder actuar con honestidad y en consecuencia, si no educan con el corazón y lo hacen desde su ego, desde una «plaza segura como funcionario y de aquí no me mueve nadie» o desde «el sueldo que voy a cobrar» como también por «el horario y las largas vacaciones de las que dispondré», si no es verdadera vocación que nazca desde la más pura verdad de una persona, entonces la educación que recibirán los niños será vacua y sin sentido.

Salvo excepciones, los resultados escolares de los pequeños estarán enfocados desde la frialdad de unas simples materias dirigidas hacia un examen que no evalúa la inteligencia de cada niño, sino la memoria que tiene para retener una información, para obtener una nota que si bien puede evaluar el conocimiento de unos datos adquiridos, algo que está muy bien, no manifestará quién es realmente la persona, recibiendo luego una titulación bien sea de estudios básicos, medios o universitarios para salir a un mundo sometido a la imagen, al interés y a la ambición, el cual no podrán afrontar si no es desde el entendimiento de la vida y la profundidad de ser. De este modo, serán dirigidos por las situaciones que los rodearán, por las opiniones de los demás y por las ideas establecidas que los llevarán a la confusión y al conflicto interior.

En la mayoría de los casos la elección de unos estudios encaminados a la vida laboral vendrá marcada por la percepción que tienen del mundo, según su propia experiencia, aquellos que nos aconsejen o nos guíen, imponiendo inconscientemente su deseo a la jovencita o jovencito en cuestión, además de transmitirles el miedo que ellos mismos hayan adquirido a lo largo de sus vivencias. Estas decisiones suelen venir acompañadas de frases típicas como: «esta profesión tiene salida», «esa tiene un buen sueldo» o sencillamente inflaremos el ego con aquella que nos proporcione una buena imagen como bien he dicho anteriormente.

Todo esto me hace recordar que no hace mucho tiempo mi hija asistió a clases de ballet en una academia en la que se cuidaba con esmero la imagen de la misma, pues básicamente las clases de las niñas estaban enfocadas a un final de curso compuesto por un gran número de bailes, para los cuales se utilizaba un exuberante despliegue de vestuario, un traje para cada representación, con un importante desembolso económico, en la tienda de la propia academia, por supuesto. Pero en ningún momento pude apreciar sensibilidad, profundidad ni humildad en una actividad que debería guiar a las niñas desde la esencia más pura hacia la expresión, tampoco observé cabida para aquellas que tan solo quisieran practicar la danza como entretenimiento, sin intención de tener sueños sometidos a una imagen irreal de grandeza, la cual, sin una buena base de sencillez y autenticidad, más bien las podría confundir en su camino hacia el descubrimiento de lo que en verdad existe en su interior.

Hay una edad en concreto en la que nos preguntan sin cesar qué queremos ser de mayores. En algunas personas el camino a seguir brillará con luz propia desde bien pequeños, en otros, sin embargo, habrá que permitir que la planta crezca regándola con los buenos pasos guiados por el buen maestro, aceptando las experiencias como enseñanza, nutriéndose de la acción de cada momento presente para que la flor finalmente exprese toda su belleza, viva en colores y fresca en su totalidad, recibiendo así los rayos del sol, la lluvia y la brisa para dejar que el proceso se desarrolle naturalmente. ¿Que qué quiero ser en un futuro? Vamos a dejar tiempo al tiempo mientras hacemos lo mejor de nosotros en cada instante presente, lugar desde el cual florecerá todo nuestro potencial. ¿Acaso tiene que haber un solo patrón diseñado para todos por igual, plazos para decidir, para ser, para vivir…? Cada ser es único en su evolución y en sus capacidades, maravilloso en sus profundidades, luego no puede haber plan generalizado excepto en nuestros pensamientos limitados y en aquellos interesados en el control. Sin duda alguna no será de la mente condicionada de quien recibiremos la respuesta de hacia dónde dirigirnos, sino del corazón, pues este será la brújula que marcará nuestra verdad. En toda esta confusión habrá quien elegirá continuar estudiando cualquier carrera o curso al que pueda acceder según la nota académica que haya obtenido, aunque no sea de su agrado, como también habrá quien dejará de estudiar para terminar realizando cualquier faena sin más objetivo que la de sobrevivir, para luego quejarse por la vida que les ha tocado.

Así pues, la profesión será, en la mayoría de los casos, escogida por diversas razones, pero pocas veces por verdadera vocación, probando a estudiar esto y lo otro por el simple hecho de hacer algo, puede que incluso realicemos varios cursos aleatoriamente y sin conexión alguna entre ellos y sin sentido. Pero se decida lo que se decida deberemos estar abiertos a la vida misma y a sus posibilidades, pues a lo largo de esta surgirán numerosas vías para darnos la oportunidad de evolucionar y encontrar nuestro verdadero lugar, algo que solo podrá ser posible si estamos preparados para caminar con ella, para comprender, aprender y confiar. De otra forma pasaremos toda nuestra existencia realizando actividades sin esencia, mecánicamente, con la única intención de pasar los días lo más rápido posible como buenamente se pueda y cobrar un sueldo a final de mes que nos permita subsistir, ignorantes de quién somos y qué deseamos.

El miedo que el tema del trabajo genera en la sociedad es el blanco perfecto para hacer negocio, y la idea de encontrar un «empleo seguro» será el anzuelo para conseguirlo. Cuando tomé la decisión de prepararme para una oposición en la administración pública, inicié una búsqueda de información por internet sobre futuras convocatorias. Entre las muchas páginas en las que entré, apareció una de las miles de academias que preparan este tipo de pruebas, ofertando infinidad de convocatorias que en ese momento son inexistentes, así que sin pensarlo demasiado solicité información. Como suele ser normal en estos casos, dos días después de haberlo hecho tenía al representante de los mismos justo delante de mi puerta, no solo para informarme de los cursos, si no dispuesto a vendérmelos por encima de todo, pues su trabajo sería a comisión, sin dudar en utilizar cualquier artimaña, ética o no. Empezar de cero no sería fácil, había terminado una etapa importante de mi vida en la cual me había sentido protegida, sin embargo, ahora debería afrontar sola la inestabilidad en la que me encontraba. Al escuchar a aquel comercial contándome películas sobre cómo acabar con todos mis problemas, obteniendo un empleo de estas características e insistiendo en el gran salario que este me proporcionaría de por vida, me puse a soñar. Sencillamente era lo que necesitaba oír para amortiguar mi temor a la nada, así que mis ojos se iluminaron mientras hacía cálculos como en el cuento de la lechera. Una excelente inversión, me dijo el representante con una expresión de estar a punto de cazar a su presa, y yo me dejé convencer, siendo una decisión tomada desde la más absoluta ignorancia, en la cual mi ego se había encargado de tomar el control. Pagué dos mil euros, prácticamente todo mi dinero, para asistir a una academia en la que me prepararían para cualquier oposición que se convocara, bien fuera a nivel local, provincial o autonómico, por un periodo de tres años, además me proporcionarían todo el material, como el temario correspondiente, clases de informática y cualquier otro necesario para las pruebas correspondientes. Las clases teóricas las impartiría una profesora licenciada en Derecho, las prácticas lo haría el profesional oportuno cuando llegara el momento. Asistiría tres veces por semana a la academia, aunque me darían la opción de acudir a más clases si ese era mi deseo. Todo sonaba muy bien, pero desgraciadamente nada de esto fue cierto, las lecciones resultaron verdaderamente aburridas y poco profesionales, los temarios no estaban actualizados y las clases de informática fueron inexistentes. En ocasiones, lo único que hacíamos era leer los temas sin más, mientras la profesora aguantaba el sueño que le provocaba escuchar los aburridos textos. Asistí a la academia unos meses hasta que publicaron la fecha de la oposición para el ayuntamiento de mi ciudad, la cual tendría lugar en unos meses, fue entonces que decidí continuar la preparación sola en casa para poder adelantar más, aunque requerí a la academia el resto del material que todavía no me habían entregado, como también les informé de la necesidad de iniciar las clases de informática. Pero fue en este momento que definitivamente me di cuenta de que se trataba de una estafa, pues no me proporcionaron nada de lo solicitado porque en realidad no existía. Naturalmente, lo que estos señores y señoras hacían era aprovecharse de la necesidad de personas humildes que tan solo buscaban una salida a su situación desesperada, se beneficiaban de la debilidad, del miedo, de la incertidumbre que la crisis estaba provocando, negocios realizados a costa de la dificultad del momento, sin escrúpulos, sin honestidad y sin ninguna ética. Un tiempo después llegó a mis oídos que este centro de estudios había cerrado sus puertas, el negocio, afortunadamente para mucha gente, había fracasado. Aunque he relatado mi experiencia en este terreno, debo señalar que existen academias competentes dirigidas por verdaderos profesionales que realmente ayudarán a aquellos que así lo requieran.

En el periodo en el cual transcurrió todo esto, intentaba realizar otros cursos para la actualización de mi currículum. Un amigo me sugirió hacer uno por internet, que aunque me era completamente indiferente, me proporcionaría puntos en el caso de una oposición o sencillamente inflaría mis datos académicos, es decir, haría bulto. Se trataba de un curso muy sencillo, pero aun así, él me pasaría las respuestas, ya que todos los años solían ser las mismas, y yo simplemente tendría que rellenar el test, enviarlo y esperar para recibir el certificado. Así lo hice sin importarme el contenido, lo elemental sería obtener un diploma más, una práctica demasiado normalizada entre nuestra sociedad. Con el paso del tiempo y debido al crecimiento de la crisis, el dinero del Estado para invertir en cursos de formación disminuyó considerablemente, así que fueron desapareciendo en gran medida, al igual que el negocio que proporcionaba a todas las personas involucradas en ellos, bien fueran los participantes como los promotores. La formación bien coordinada, tanto para empleados como para desempleados, sin duda es beneficiosa, aunque sería mucho más productiva si las empresas contratadas para impartirla, así como todos aquellos involucrados en su gestión, no estuvieran tan cegados por obtener el máximo de los beneficios personales. En la distribución de estos, no tengo la menor duda de que habrá personas afortunadas que obtendrán el curso requerido, en tiempo y calidad, pero no siempre será así.

Recuerdo que hace años recibí una carta para realizar un curso formativo gratuito de informática del servicio de empleo estatal, verdaderamente me interesaba, aunque mi alegría no dudaría mucho, la fecha límite para presentarme había expirado hacía ya dos semanas, lo que quería decir que cuando me enviaron la carta ya estaba fuera de plazo. Un tiempo después solicité algún que otro curso sobre idiomas de nivel superior, a los que me avisaron dos o tres años más tarde y para un nivel de principiante. En ocasiones, los candidatos serán elegidos aleatoriamente desde las listas del paro de aquellos que lo estén cobrando, otras veces por previa solicitud para cursos por los que no tendrán el más mínimo interés y a los que no les darán el más mínimo valor por ser gratuitos. Así que, en la mayoría de los casos, estos serán realizados sin un planteamiento real de lo que en verdad les gustaría hacer a los candidatos, no siendo finalmente aprovechadas estas subvenciones, pues el único beneficio real que proporcionarán será para aquellos que lo gestionaron como también para las empresas involucradas en su creación, para el desempleado que no quiere perder la retribución que está percibiendo y para aquellos que quieran engordar un currículum ficticio.

En los últimos años, he realizado dos cursos online ofertados por una empresa especializada y subvencionados por el Estado. El primero de ellos lo elegí porque de entre todos los que ofertaban no había ninguno que me interesara, quería continuar con mi formación, aunque no era fácil, pues no disponía de recursos para pagarlo y los cursos que se ofrecían en aquel momento no eran lo que yo necesitaba, de haber existido alguno de francés o alemán lo habría solicitado sin dudarlo. Así pues, al igual que la mayoría de los interesados, solicitaría cualquiera sin importarme el contenido en sí, ni tampoco si sería una continuidad en mi formación o una pérdida de tiempo. Me tragaría una serie de explicaciones como un papagayo en un corto periodo de tiempo, las cuales, por cierto, no recordaría una semana después, para poder realizar y enviar posteriormente el test requerido y recibir el certificado, algo que no sabría muy bien para qué me serviría, pero que quedaría perfecto en mi currículum. El segundo curso que efectué me interesaba bastante, pues además de que la informática me gustaba, es muy importante en el mundo laboral. Debía de terminarlo en el plazo de tres semanas, pero antes de iniciarlo recibí un email solicitándome la realización y envío del test final así como mis datos personales para de este modo enviarme el certificado justificando la realización de este. Mi cara de sorpresa no tenía precio ya que todavía no lo había empezado, estaba claro que se trataba de puro negocio, dando igual si estos se terminaban o no, lo importante sería justificarlos con la documentación necesaria y cobrar las subvenciones. Aunque lo verdaderamente peligroso es hacernos creer que con un cursillo de ciento veinte horas, anunciando que son la fórmula mágica para encontrar el empleo ideal, jugando con la desesperación y la inseguridad de las personas que lo único que quieren es mejorar las condiciones de vida, arrastrados por el flujo de una sociedad materialista, será suficiente para actuar como verdaderos profesionales de la materia. La oferta puede ser muy amplia y pueden ser presenciales, a distancia u online. Nos venden cursos de «Psicología general o criminal y Psiquiatría forense», «Publicidad y marketing», «Auxiliares de la salud», «Masajes online»…, ¿eh? ¿Online? Y muchos otros que nos proporcionarán un ligero conocimiento del tema en cuestión. Convencidos por lo que nos venden y movidos por nuestro ego ardiente en deseos de figurar, creeremos estar capacitados para ejercer, siendo esto sumamente peligroso en el supuesto caso de estar involucrada la salud mental, física o espiritual de las personas, así como la de cualquier ser vivo de este planeta. La llamada vocacional debe ser profunda y consciente seguida de una formación adecuada, y el camino hacia el éxito personal y profesional se encuentra, sin duda, en las profundidades de cada individuo: tan solo tendremos que descubrir qué somos y qué queremos, siendo la confianza, la humildad y la paciencia compañeros de viaje.

Nada permanece en el tiempo pues todo está en continua evolución, y por lo tanto, dar por hecho que una carrera profesional u empleo, elegidos en un momento determinado de nuestra experiencia, debería de ser aceptado por un largo periodo de tiempo o de por vida si en verdad lo que sentimos es bien distinto, es como encarcelarnos a nosotros mismos y tirar la llave a las profundidades del océano. Las elecciones pasadas, acertadas o no, debemos aceptarlas como enriquecimiento en nuestro desarrollo, pero la verdadera evolución se encuentra en cada acción del presente. Lo que ayer fue una buena opción hoy quizás habrá dejado de serlo, la puerta hacia el crecimiento siempre permanece abierta, sencillamente será una cuestión de elección atreverse a cruzar el umbral.

Eres mucho más de lo que crees,

mucho más de lo que has aprendido a ser,

en ti se haya el potencial para ser feliz.

Silencia tu mente y deja espacio al sentir

para que pueda manifestarse la verdad que hay en ti.

CAPÍTULO CUATRO

UN SALVAVIDAS

La ansiedad se había instalado en mi vida, la angustia formaba parte de mi rutina, pero ya no me valían las excusas para huir de ella, no se trataba de una situación en concreto ni un cúmulo de circunstancias en un momento dado, sino de toda yo. Ya nada encajaba, me encontraba sola en un túnel oscuro del que no conseguía salir, así pues, había llegado la hora de pedir ayuda y enfrentarme a la realidad de lo que en verdad me estaba ocurriendo. Al principio dudé en hacerlo porque consideraba que debía superarlo yo sola, tenía la impresión de que recurrir otra vez a la persona que ya me había socorrido en otras ocasiones sería un acto de debilidad o peor, de dependencia, aunque la realidad era que nunca me había sentido de esta forma. Observaba cómo me devoraba el sufrimiento por dentro sin poder hacer nada para solucionarlo, mientras una sensación extraña recorría cada célula de mi cuerpo, dejando a su paso un sabor desagradable, así que sin demorarlo más cogí el teléfono y le llamé.

Se trataba de alguien que hasta ese momento había sido pieza fundamental en mi viaje de crecimiento. Cuando conocí a mi psicólogo yo tenía veintitrés años, una amiga me lo aconsejó y, aunque la razón por la cual decidí visitarle carece de importancia en este momento, fue la excusa perfecta para empezar lo que ya anhelaba en mi interior. La búsqueda de progreso, de aprender y crecer empezaba a dejarse ver de forma clara, y sin sospechar que él se convertiría en la mano que me guiaría en las situaciones más complicadas de ciertos momentos puntuales de mi vida, comencé una terapia que sería el principio del viaje hacia la comprensión de mí misma.

Hacía ya tres meses de mi fracaso en las oposiciones cuando empezamos una nueva terapia, o mejor dicho, cuando continuamos con mi trabajo personal, necesitaba saber qué me estaba pasando, enfrentarme a ello y sobreponerme, pues el dolor me estaba matando. Cuando llegué a la consulta me senté en la sala de espera hasta que me llamara para poder entrar. Como era habitual, el silencio inundaba toda la estancia, envolviéndola en una paz dulce que te arropaba para calmar la intranquilidad. Como siempre, el entrar allí me inquietaba, el miedo me atrapaba y el estómago se encogía en un puño, mi mente daba vueltas a mil por hora y la sensación de pánico por las verdades que tendría que enfrentar me incitaban a abandonar. Daba igual las veces que hubiera trabajado con él, pues siempre me sentía como la primera vez, ya que sabía que todo saldría a la luz para ser curado. No tardó mucho en pedirme que entrara, y como era de esperar y debido a que el miedo me debilitaba, al caminar mis piernas temblaban. Me senté frente a él como solía hacer habitualmente, entonces me miró fijamente sin decir palabra, observando cada movimiento, cada gesto, mientras esperaba que yo le contara. Me sentía abatida, destrozada y fracasada, mi mirada era muy triste y mi cuerpo al completo reflejaba decaimiento. No sabía muy bien por dónde empezar, mi voz tenía dificultad para salir de la garganta y me era muy difícil mantener la cabeza erguida pues intentaba evitar su mirada, la cual me traspasaba como si de rayos X se tratara. Allí sentado en su sillón, sin perder ni un solo detalle de mi persona y con la serenidad que le caracteriza en su trabajo, me dijo con voz sosegada que levantara la cabeza, a la vez que me instó a contarle todo lo que me pasaba. Ese fue el comienzo de una labor que sin duda sería muy larga y dolorosa, ya que mi vida había estallado por todas partes.

Las primeras sesiones fueron muy duras, sobre todo aquellas en las que tuve que hacerme responsable de toda mi vida, aceptando mis errores y enfrentando a mi propio ego cara a cara. A veces tenía la sensación de que el pecho se me iba a partir en dos del dolor tan profundo que padecía, el desgarro interior era intenso, insoportable y debía aceptarlo tal cual, ya no podía huir, no valían las excusas, ni acciones ni personas para evitar el momento, ya no quería eludir más la verdad ni alargar la angustia para desembocar en una vida falsa, ya no quería seguir buscando motivos externos para sentirme mejor y ahogar lo que en verdad sucedía en las profundidades de mi ser. Hasta aquel momento mi objetivo había sido encontrar un «buen trabajo» frente a una sociedad materialista, pero entonces esta idea dejó de ser verídica, el espejo en el que me había estado reflejando hasta el momento se había roto en mil pedazos, quedando únicamente el marco vacío para no poder mirar imagen alguna en la que reflejarme. Al mismo tiempo, las relaciones sociales que se alejaban de la verdad dejaron de tener la importancia que hasta aquel momento les había otorgado. Salidas aquí y allá con el único propósito de llenar ese vacío interior tan desagradable, alargando el momento de volver a casa para no sentir el silencio insoportable que me obligaría a escucharme. Había llegado el momento de desenmascarar al ego que tanto daño me hacía, el que siempre está imaginando historias y creando problemas, aquel por el que no podemos ser dichosos y por el que somos arrastrados a vivir situaciones irreales que no nos llevarán a ninguna parte, tan solo al desasosiego. El que nos dice que no somos capaces de vivir solos y por el que buscamos algo que nos salve de la nada. Y así, de este modo, caeremos en trabajos que a la larga nos crearán infelicidad, relaciones sentimentales ilusorias, por lo tanto, vacías, o amistades construidas desde el más puro interés, acabando por protagonizar una película creada sencillamente para sobrevivir, pero nunca para ser nosotros mismos ni para ser dichosos. Nada de todo esto tenía ya cabida en mi vida, por lo que me solté de todo ello para dejarme caer al vacío, el cual provocaría una infinidad de emociones negativas que me invadirían día sí y día también, haciéndome sentir llena de angustia e inseguridad. Pero algo muy positivo había despertado en mí, una fuerza para luchar por no dejarme vencer por estas y evitar así ser empujada de nuevo lejos de mi verdad. Esta disputa interna era excesivamente dolorosa para sobrellevarla sin la ayuda de una mano que me guiara a través de ella, aunque también sería imprescindible tener voluntad y paciencia. En la pelea diaria por identificar mi yo real, se producía una lucha interna tan brutal que me quedaba sin aire para respirar. Sudaba y temblaba hasta que el aspecto de mi rostro cambiaba por completo dejando paso a la amargura en todo su esplendor, quedando totalmente debilitada, por lo que necesitaría un tiempo de recuperación una vez hubiese pasado este nubarrón. En ocasiones pedía por favor que cesara esa tortura que me estaba matando, pero el viaje hacia la verdad se había iniciado y ya no había marcha atrás, sobre todo porque yo ya no estaba dispuesta a vivir de otra forma que no fuera desde la autenticidad, aunque para ello tuviera que pasar por un camino oscuro y tortuoso, el cual, a pesar de no saber hacia dónde me llevaría, tenía la profunda certeza de que sería el apropiado.

El silencio, camino a la sabiduría

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