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Diseño de edición: Letrame Editorial.

ISBN: 978-84-18362-63-7

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Prólogo

Un accidente en las inmediaciones del aeropuerto de Barcelona dejó inhabilitado el acceso a la terminal. Las carreteras más próximas se vieron cortadas al tránsito, lo que ocasionó un caos entre la multitud. La gente se alteró más de lo normal y, con los nervios a flor de piel por miedo a perder sus vuelos, restaron importancia a las imágenes aterradoras que se emitían.

Los vehículos de emergencia circulaban a máxima velocidad. Por todos lados se oía un ruido cruzado de ambulancias, policías, bomberos y el rotor de un helicóptero que sobrevolaba la zona. Las luces centelleaban agitadas y las alarmas de las sirenas resonaban histéricas alertando a los conductores para que cedieran el paso.

Se confirmó que había habido un accidente: un autobús se había saltado el semáforo en rojo llevándose por delante un taxi que circulaba como debía. Un grupo reducido de viandantes, que se encontraban en el mismo punto, no tuvo tiempo de reaccionar, y todos y cada uno de los presentes se vieron implicados en el desastre; atropellados y tirados por el suelo como colillas.


Los bomberos, con ayuda de herramientas, se apresuraron a desmantelar las puertas del taxi y a sacar a los dos ocupantes de su interior. El lateral derecho del coche había quedado aplastado y dificultaba la apertura. De inmediato, los trasladaron al hospital, junto a otro pasajero del autocar, también en estado grave, mientras el resto de afectados estaban siendo atendidos y eran dados de alta al instante. Algunos presentaban golpes, otros pequeños cortes y rasguños y, sobre todo, angustia por las circunstancias, pero nada que exigiera hospitalización.


Por muy rápido que hubieran sido los auxilios, aún faltaba la presencia de los atestados, por lo que prohibió retirar los dos transportes colisionados. Esto ocupó más horas de lo previsto, y no fue hasta las dos de la tarde cuando volvió todo a la normalidad.

EL VIAJE


13 de agosto del 2015

La decisión

1

—Clara, necesito hablar contigo.

—¿Qué pasa, te encuentras bien? Me estás asustando.

—Sí, no, no sé…, tengo que confesarte algo.

Veinte minutos después llamaron a la puerta y Ana se precipitó a abrir. Sus ojos estaban vidriosos, y eso atormentó a la recién llegada.

—Gracias por venir tan rápido. ¿Te apetece un té, un café?

—Oye, no he venido a tomarme un té. Quiero saber qué está pasando, ¿a qué viene tanta prisa? ¿Qué diablos pasa?

—Siéntate, anda. —Le señaló el sofá—. No estoy bien; hace tiempo que no lo estoy. Tengo que disimular, pero estoy mal, ¡asquerosamente mal!, agotada de todo: de mi trabajo, de mi marido…, de aparentar lo que no es. ¡No soy feliz! —Le brotaron dos lagrimeos como gotas de lluvia.

—Pero… ¡qué me estás contando! —exclamó Clara sin comprender—. ¡Si lo tienes todo! Diriges la empresa de tu padre, tu marido te quiere, tu casa es preciosa, tu familia, tus amigos… ¡Me tienes a mí, que soy tu mejor amiga!

—¡Eso es lo que pasa: lo tengo todo, y… no tengo nada!

—A ver. Tranquilízate y explícame. No entiendo a dónde quieres ir a parar.

—Estoy exaltada y lo pago contigo, perdona. —Le hizo un gesto cariñoso y se sentó a su lado—. No he conseguido nada de ninguno de mis propósitos. ¿Te acuerdas de la libreta, en la que anotábamos todos nuestros sueños para cuando fuéramos mayores? Todavía la conservo.

Sonrió.

—¿En serio? Hubiera jurado que la habías tirado hace tiempo. ¡Eh! No me dirás que te basas en lo que hay escrito en ese bloc… Éramos unas crías...

—No lo digo de pe a pa. Escribí tantas cosas… Nada se ha cumplido.

—Tienes la casa que deseabas —esbozó una risa que contagió a Ana.

—Sabes cómo hacerme reír en los peores momentos. La verdad, no sé qué haré sin ti —suspiró—. Te echaré de menos.

Desvió la mirada hacia el suelo y sopló como si hubiera tenido delante algún fuego que apagar.

—No me voy a ninguna parte, mujer. —Subió y bajó los hombros a la vez que cruzaba una pierna sobre la otra—. ¿O acaso eres tú la que te marchas? —Abrió los ojos de par en par al ver que Ana los cerraba y se mordía los labios—. Estarás de broma, ¿no?

—Dirigir la empresa de mi padre no era mi sueño ni mucho menos. Pero ¿alguien me preguntó lo que quería? Pues no. Mi mismísimo padre no me dio opción, no tenía a nadie preparado para el puesto, así que decidió él por mí.

—¿Por qué no lo hablaste antes, no le dijiste que tenías otros sueños? Y, ¿puedes responder a mi pregunta, justo la primera?

—Lo acabo de hacer. Le he dicho que dimitía y le he dado mis motivos. Se ha conformado, dice que necesito tomarme un descanso y tiempo para pensar; me ve agotada. ¡Encima cachondeo! Sé cómo es: su carácter, sus ideas… Siempre ha dedicado más tiempo a la empresa que a la familia; su negocio es más importante que todo lo demás, pero… En fin, es su vida. Y la mía la decido yo.

—¿Vas a marcharte, así, sin más? —Volvió a preguntar impaciente, levantándose del sofá.

—Sí, Clara, me marcho. Me hace falta. Siento que debo dar este paso y cambiar mi vida, distinta a la que tengo. Necesito encontrar mi sitio; saber lo que quiero, cuáles son mis propósitos, conocer la felicidad y descubrir mundo, porque nunca he salido de esta maldita ciudad —anunció convencida.

—¿Y has pensado en Óscar?

—Todos los días pienso en él, y ¿sabes qué conclusión saco? Nada. Apenas estamos juntos. Siempre está viajando y, si no, prefiere quedar con los amigos antes que conmigo.

—Es su trabajo. Lo conociste así. Sabías que ser comercial conllevaba viajar, ¿no te acuerdas? —Le acarició la mano.

—Lo sé, pero nuestra relación no sigue en su cauce, ha desbordado y no es de ahora. —Bajó la mirada—. Me cansé de poner siempre de mi parte y no recibir de la suya. Desde el sí quiero, todo cambió; antes era mejor, sin duda. No puedo más. Llevo mucho tiempo aguantando y ha llegado su fin.

—Ana… —pronunció con nostalgia, y se tiró en sus brazos—. Me duele lo que estás diciendo y más verte tan convencida… Si es lo que deseas, no me interpondré en tu camino. —Se apartó apoyando las manos sobre sus hombros y mirándola fijamente—. Eres mi amiga y quiero lo mejor para ti, aunque conlleve estar separadas. No dudes que iré a visitarte, y nunca olvides que me tienes aquí para lo que necesites. ¿Has pensado cómo decírselo a tu marido?

—No se lo diré. Salió de viaje y hasta esta noche no regresa. Ya no estaré. Le dejaré una nota, y supongo que la leerá y querrá contactar conmigo.

—Pero… ¿ya te marchas, tan pronto? —preguntó desconcertada.

—Sí, tengo listo el equipaje. Ayer me despedí de mi madre y su compresión me dio fuerzas, me animó. No te preocupes, Clara; tan pronto como pueda, te llamaré. Aún no sé a dónde voy ni cuál es mi destino.

Después de un largo abrazo cargado de emoción y con los ojos llenos de lágrimas, cogió la maleta y se fue camino al aeropuerto.


La llegada de su marido no fue muy cálida. En casa no había nadie, llegó antes de lo previsto, y supuso que su mujer estaría trabajando. Aprovechó para darse una ducha y deshacer la bolsa. Las horas pasaban y ella no aparecía. Se extrañó y la llamó al móvil, pero salió el contestador. Optó por descansar un rato y tumbarse en el sofá. Al despertar, comprobó el reloj del salón; marcaba las dos del mediodía. Siempre venía a comer a casa, y todavía no había vuelto. Desesperado, la volvió a llamar, sin embargo, esta vez no estaba operativo. Decidió preparar algo de comida y volverlo a intentar más tarde. Al entrar a la cocina, le sorprendió lo que encontró. Una nota:

Óscar, siento despedirme de esta forma, pero es la mejor. Sabes de sobra que nuestro matrimonio terminó hace tiempo. Ninguno de los dos ha sabido recuperarlo, aunque yo lo he intentado varias veces, pero era cosa de dos, sola no he podido.

No te culpo a ti, pero sí a mí por llegar hasta este punto: insatisfecha con todo y en todo. Es el momento de dar un cambio a mi vida, de conocer cosas que aún no he descubierto, de encontrar lo que me haga feliz y poder llenar este vacío que hay en mí. Cuando llegue a mi destino, me pondré en contacto contigo.

Lamento que sea así, pero es lo mejor para los dos. Cuídate.

Con cariño,

Ana.

No reaccionó. Se quedó boquiabierto sosteniendo el papel en la mano y observando alrededor. Estaba perplejo. Nunca lo habría imaginado de ella, no lo esperaba, y menos de su propia mujer.

—¿Tal mal estábamos? ¿Por qué no hablaste conmigo antes de dejarme?

Lanzó las preguntas al aire apartando la silla para sentarse y reflexionar sobre el asunto, pero una llamada telefónica lo interrumpió y lo apartó de los pensamientos.

En el aeropuerto

2

Bajó del taxi, pagó, se apeó y cogió la maleta. «Vale, ya está, el primer paso: he llegado al aeropuerto. Ahora qué, ¿a dónde voy?», razonó nerviosa y asustada al mismo tiempo. Observó como la puerta no dejaba de dar vueltas y se adentró con rapidez para que no la golpeara. Eran las dos de la tarde y estaba abarrotado de gente yendo de un lado a otro, maletas arriba, maletas abajo; los paneles indicaban las horas de salida y llegada de los aviones con el respectivo número de vuelo, así como los destinos, algunos más frecuentes y otros tentadores, pero ninguno le llamó la atención.

En cuestión de poco tiempo se sentía agotada, necesitaba descansar un rato. Se distrajo observando a los pasajeros y elucubrar en los destinos. Algunos viajaban solos, y lo más probable es que aterrizaran de otros países, en los cuales residían, y en vacaciones regresaban para disfrutarlas con los parientes. Las parejas podrían ser recién casadas realizando el viaje de luna de miel o alguna escapada romántica. Los hombres, vestidos con trajes impolutos, arrastraban los maletines apresurándose para no perder el vuelo. Había muchas familias enteras que viajaban, probablemente pasaban juntos las vacaciones en algún lugar turístico para distraerse y desconectar de los trabajos y disfrutar más tiempo de los hijos, ya que durante el año el horario laboral les absorbía las horas que pudiesen dedicarles.

Después de sacar sus propias conclusiones de los viajeros, recapituló su vida en un instante. «Tuve una infancia feliz y unos padres maravillosos, para mí los mejores del mundo, aunque mi padre no pasaba mucho tiempo con nosotras. Cuando me gradué en marketing y publicidad, soñé en trabajar en una revista de moda, pero no fue así. Conocí a Óscar y, al cabo de unos años, nos casamos, pero por motivos de trabajo no pudimos viajar como lo hacían la mayoría; daba igual, nos queríamos y éramos felices. Nos gustaba estar en casa y acurrucarnos juntos cada noche, sin olvidar el momento del sofá viendo la película de las diez. Pero ahora me doy cuenta de que nunca llegamos a viajar ni una sola vez como hacen todas esas parejas. Todo llegó a ser muy monótono: los viernes por la noche cenábamos con los amigos y los fines de semana planeábamos excursiones por el campo o a la playa, dependiendo de la temporada. Algún sábado por la tarde nos íbamos de compras, bien porque necesitábamos renovar el armario o porque él quería comprarse una nueva pala de pádel para jugar con los amigos. ¡Claro! Esto eran los fines de semana, sin tener en cuenta que de lunes a viernes trabajábamos todo el día y llegar a casa suponía descansar; cada uno necesitaba su propio espacio. Sin tener en cuenta los días que él salía de viaje que, naturalmente, eran muchos al mes. ¿Cómo iba a ser feliz? Todos necesitamos más: algún aliciente, una ilusión, alguna fantasía, pero siempre era lo mismo. ¿De qué servía ahorrar si no los disfrutábamos? Nos compramos una casa pagándola a tocateja y nada más. Así fue como la chispa del amor se apagó, y sin darnos cuenta nos convertimos en compañeros de piso, dejando de sentir el uno al otro. Supongo que nos acomodamos, aunque yo hacía lo posible para no ser así, pero llegué a la desesperación. No podía aguantar más esta situación, me recreaba en mi malhumor y ansiedad. Al final, tuve que dar el paso de marcharme. No me arrepiento de la decisión, apenas sin saber a dónde voy, pero me tranquiliza saber que dispongo de mis ahorros para esta nueva etapa que, sea cual sea, me ayudará. Ser feliz es lo que deseo más en este mundo, porque no sé si lo fui alguna vez».

Sin darse cuenta, habían transcurrido tres horas desde que tomó asiento y ya estaba hambrienta. Enseguida se levantó para dirigirse a la cafetería más cercana. Pidió una botella pequeña de agua fresca, un café con leche y un bocadillo de jamón serrano. En un santiamén se lo zampó, apenas respiró entre bocado y bocado.


Por los altavoces anunciaron el aviso de la venta de los últimos asientos para el vuelo con destino a Milán, el cual iba a despegar en una hora. Sin dudarlo y sin pensarlo dos veces, aceleró el paso y tiró de la maleta para llegar lo antes posible al mostrador.

—Buenas tardes, quiero un billete para Milán.

—Buenas tardes, señora, ¿desea ida y vuelta? Serán setenta y cuatro euros.

—No, solo ida —lo confirmó convencida.

En su cara se dibujó una sonrisa, sus ojos almendrados se iluminaron después de un largo tiempo de tristeza. Por fin, se sentía contenta y con ganas de vivir. Su instinto le confirmaba que había sido una buena elección. Milán sería el lugar perfecto. Nunca tuvo ocasión de viajar a Italia, y ahora lo haría.

Ana, una mujer muy sencilla, apenas se maquillaba y no estaba muy puesta al día de la moda. Cualquier pieza de ropa un poco decente le servía. Lo importante para ella era cumplir con los clientes y que ahora dejaría de hacerlo. A pesar de que su trabajo no la entusiasmaba, sabía que para vender tenía que ofrecer los mejores servicios, y esto lo tenía. Lo mismo ocurría con el buen trato hacia los compradores y empleados; era encantadora con ellos, por eso su padre la quería en la empresa, porque sabía hacerla funcionar mejor que nadie.

Se dirigió al paso de control, y mientras que la maleta y los objetos personales ya circulaban por la cinta transportadora, ella imaginó un seguido de escenas y pensó en cómo se organizaría para esta nueva etapa, ya que un mundo nuevo la estaba esperando. Sin darse cuenta, topó con el cartel que indicaba la puerta de su vuelo. Tuvo que caminar unos minutos por aquel enorme pasillo repleto de gente, tiendas y cafeterías ocupadas por los viajeros que aprovechaban el tiempo de espera para tomarse un café.

«¡Por fin, mi puerta!», pensó alegremente. «¡Y cuánta gente, madre mía, a ver si por ser la última no me dejan pasar! Todavía falta una hora para la salida, tendré que esperar». Se agobió al ver tanta muchedumbre. Consiguió un asiento y se relajó.

—¿De vacaciones? —preguntó la mujer que estaba sentada a su lado.

—Bueno, no exactamente —dudó al contestar—; es decir… Voy a pasar unos días a casa de un familiar.

Rectificó pensando que no tenía por qué darle ninguna explicación, no la conocía en absoluto.

—¡Qué bien! Ya es algo, unos días ayudan a despejar la mente —dijo convencida.

Ana le sonrió y disimuló buscando en el bolso cualquier cosa con tal de poder evitar conversar con aquella señora. No estaba de humor ni le apetecía que la cuestionasen sin apenas conocerla.

«¡Bien, ha llegado el momento de embarcar!». Exclamó en su interior. Se puso en la cola y, como era de las últimas, tardó un poco más en subir en el avión. Buscó el número del asiento que le habían asignado al comprar el billete y al comprobar que era el mismo se alegró, hasta que la vio. Justo al lado le había tocado la misma mujer de antes. «¡No es posible! Otra vez no, ¡qué viaje me espera!», por no pensarlo en voz alta, tuvo que contenerse y disimuló pasándose la mano por el cabello, como si tratase de arreglárselo.

No tuvo más remedio que sentarse, al fin y al cabo era el que le correspondía y gracias a él podía alejarse. Se conformó cuando examinó que a su lado estaba el pasillo; de alguna forma podría desconectar de la vecina; solo tendría que girar la cabeza y desviar la mirada hacia otro punto.

—¡Menuda coincidencia, volvemos a sentarnos juntas! —le dijo con tono alegre—. Es un vuelo corto, no llega a las dos horas, pero intentaré no molestarla, a pesar de que siempre estoy sola y nunca tengo con quien hablar. Por eso cuando estoy en compañía parece que haya comido lengua. —Soltó una carcajada—. Es un decir…

—Sí, lo he oído en alguna ocasión, no se preocupe, la entiendo perfectamente, aunque a mí me pasa exactamente lo contrario a usted; me gusta relajarme cuando viajo —acababa de mentir, porque ella nunca viajaba, pero era una excusa para que no la agobiase.

—Por cierto, me llamo Celeste. Tranquila, sé que está bastante nerviosa, presiento que las cosas no marchan bien y tal vez desee tener un buen viaje. Hace bien en viajar. El cambio de aires sienta bien; ayuda a olvidar y a ver las cosas con más claridad, pese a que, a veces, es preferible no examinar tanto y descubrir por ti misma lo que más te conviene. Créeme, porque cuando te dejas llevar y luego quieres volver a tu cauce, jamás vuelve a ser lo mismo.

Ana no daba crédito a lo que estaba escuchando. Parecía que esta mujer lo supiese todo sobre ella, y daba por sentado que todo cambiaría. No pudo disimular, desvió la mirada y se quedó pensando: «Igual es psicóloga, no estaría mal que desahogara mis sentimientos a cambio de un consejo, pero no. No me parece justo ni es el sitio correcto; tampoco he venido a esto».

El avión ya había despegado y el ambiente estaba tranquilo, algunos pasajeros leían libros y otros estaban con la tablet. Al otro lado del pasillo había un grupo de amigos que comentaban el itinerario del viaje. Debían tener unos veinte años y con ganas de comerse el mundo, empezando por Milán. Entretanto, observaba de un lado a otro, el sueño se iba apoderando de ella y, sin darse cuenta, se quedó dormida. A ratos abría los ojos, y en una de las ocasiones percibió que el aire acondicionado estaba fuerte y le producía un poco de frío. Intentó buscar algo para cubrirse los brazos, pero solo pudo obtener la revista que sobresalía del bolsillo del respaldo del asiento delantero, de esas que todas las compañías aéreas disponen, para que los pasajeros puedan elegir los refrigerios; fue suficiente para suavizar la frescura.

Celeste observó su gesto y, sin dudarlo, sacó un pañuelo grande de su bolso en tonos rosados y de una textura sedosa para prestárselo, pero tan profundo era el sueño que prefirió echárselo por encima para no desvelarla.

Ya solo faltaba media hora para llegar al destino, y el descanso le sentó de maravilla, se encontró como nueva. Dedujo que el trapo era de la vecina y quiso agradecérselo, iniciando una conversación al mismo tiempo que se lo devolvía.

—Muchísimas gracias por el gesto tan afectuoso que ha tenido conmigo. La verdad, tenía frío y no llevaba nada para taparme… —susurró sonriendo.

—No hay de qué, hija. Lo necesitabas más que yo. En estos aviones el aire sale gélido para congelarte o abrasador para asfixiarte —hablaba y gesticulaba a la vez.

—Es cierto, en todos los transportes sucede lo mismo. En invierno viajo mucho en tren y es horrible, entre el calor y la mezcla de olores acabo siempre mareada. —Esbozó un suspiro sin dejar de sonreír.

—Bueno, al menos nos llevan de un sitio a otro. Yo voy a visitar a mi hijo, vive en Milán y hace años que no nos vemos, por lo que he decidido darle una sorpresa.

—¿Tantos años…? ¿Y si ya no vive allí, qué hará? ¿Por qué no le avisó antes? —indagó extrañada—. Creo que no podría estar tanto tiempo sin ver a mi hijo, aunque no soy madre, pero es lo que afirman todas las que conozco.

—Es una historia complicada, demasiada larga para explicar y comprender. Intentaré encontrarlo. ¿Y tú, sabe la familia lo de tu visita?

—Sí, sí, les avisé un par de días antes. —Bajó la mirada lentamente.

«Cómo podía estar una madre tantos años sin ver a su hijo, algo muy fuerte debió ocurrir… ¿pero, el qué?», se preguntó a sí misma. Intentaba sacar conclusiones, pero era inútil. Tenía curiosidad en saber lo que había pasado, si bien no pretendía ser una grosera insistiendo en el tema si ella no daba pie a lo referido.

—Entonces, ¿estarás mucho tiempo en Milán? —preguntó Celeste esperando una afirmación.

—Pues no lo sé… no lo he pensado. Depende de lo que vaya surgiendo. —Sin darse cuenta, respondió algo sin sentido. —¡Ostras, qué he dicho, seré tonta! —balbuceó en voz baja.

El piloto anunció que en breve aterrizarían, así que no tardarían en desembarcar.

Llegada a Milán

3

Todos los pasajeros apresuraron el paso siguiendo la señal de salida o de recogida de equipaje. Ana desconocía porqué tanta prisa y, sin darse cuenta repetía lo mismo, pero sin orientación. «No sé qué dirección debo tomar, en cuanto salga de estos pasadizos me pararé. Yo no tengo prisa, nadie me espera, así que me lo tomaré con calma», pensó al comprobar que estaba un poco perdida. Después de haber caminado un rato, se encontró entre el bullicio de la gente y sintió que volvía a repetirse la operación, aunque esta vez era al revés.

Una mezcla de emociones se apoderó de ella: alegría, tristeza, ilusión, miedo… Era una sensación nueva, nunca antes la había vivido. Se conmovió y sus ojos brillaron como si alguna lágrima fuera a derramarse, e intentó contenerse. Cogió asiento, apoyó la espalda en el respaldo y echó la cabeza hacia atrás unos segundos. Recuperó la compostura y se acordó de que necesitaba ir al baño. Olvidó cuándo fue por última vez, así que salió disparada con la maleta, esquivando todo lo que se interponía en su paso sin apartar la vista de la señal que le indicaba la dirección. «¡Oh, qué alivio! Un poco más y me lo hago encima», pensó cuando se estaba lavando las manos. Levantó la vista y su imagen se reflejó en el espejo. Le provocó una exclamación: «¡Dios mío, qué pinta tengo! ¡Qué ojeras! ¡Vaya pelos!». Menos mal que no había nadie junto a ella porque se aterrorizó. Enseguida se lavó la cara y extrajo de su bolso un pequeño neceser que contenía lo mínimo para un retoque: un corrector de ojeras que solía utilizar con frecuencia; un toque de rímel que avivó el color miel de los ojos y, para acabar, realzó los pómulos con una suave brocha impregnada de un tono rosado. Se peinó la melena castaña hacia un costado para recogérselo en una coleta usando una goma negra que solía llevar encima porque, con tantas horas de trabajo, acababa siempre recogiéndoselo. Pensó que un poco de brillo de labios le daría más frescura, y después de haber logrado arreglarse, se sintió de maravilla; tiró del equipaje y salió del aseo.

En el momento que giró la esquina, disminuyó el paso. No era preciso correr, pensaba en la próxima opción para llegar al centro de la ciudad, e imaginaba cómo sería la capital. Estaba ansiosa por descubrirla y enseguida se acordó de los jóvenes del avión: se sentía como ellos, con ganas de saborear este viaje. Paró para leer la información que tenía al lado, donde detallaba todas las salidas hacia Milán. El aeropuerto de Malpensa estaba muy bien comunicado con la ciudad milanesa. La frecuencia de los trenes era cada veinte y cuarenta minutos, y el trayecto duraba sobre una hora. Por otro lado, también estaba la opción del autobús, pero optó por el tren. Compró el billete al chico de la taquilla y subió en el que estaba a punto de partir.

Se estaba llenando, pero aún quedaban algunos asientos vacíos. Guardó la maleta en el portaequipajes y pudo acomodarse junto a la ventana. Curioseó a la gente que iba embarcando y a la que tenía al alrededor. No se había dado cuenta de que en el mismo vagón, en unos asientos más atrás, estaba Celeste, que enseguida la reconoció y alzó el brazo para saludarla. En cambio, Ana no se fijó.


El tren se puso en marcha y poco a poco fue dejando la estación hasta alcanzar mayor velocidad. Apoyó la cabeza contra la ventanilla y contempló lo que iba alcanzando la vista tras el cristal.

En el reloj marcaban las ocho de la tarde; entre unas y otras cosas había transcurrido seis horas de viaje, desde que llegó al aeropuerto de Barcelona hasta donde estaba. Claro, vagabundeó durante tanto tiempo pensando sin saber a dónde se dirigía que las saetas del reloj avanzaron sin avisar. No le preocupaba, era verano, un trece de agosto y un día interminable por las largas horas de claridad. El sol seguía deslumbrando, no obstante, faltaba poco para llegar a la estación central y tendría tiempo de sobra para encontrar cualquier sitio donde cenar.

Alguien la interrumpió de sus pensamientos cuando le pidió sentarse a su lado.

—Hola, Ana, como he visto que está libre este asiento y yo también estoy sola, he pensado que podríamos hacernos compañía —dijo con voz tímida—, incluso te he saludado.

—Pues no la he visto, lo siento. Con tanta gente desconocida… Puede sentarse, ningún problema. ¿Se ha perdido en el aeropuerto? —le preguntó con ironía. Se alegró de que se sentara a su lado, pero no sabía por qué—. Es que ya no la he visto al desembarcar.

—No, hija, no. Estuve esperando el tren en el andén equivocado, suerte de un chico muy guapo, un guardia que no paraba de andar arriba abajo, me vio tanto tiempo en el mismo sitio que decidió preguntar, y menos mal que me apresuré para subir en este tren porque estaba a punto de arrancar. Y ¡mira por dónde, te encontré a ti!

—Sabe, Celeste, no he sido del todo sincera con usted. Mentí en lo de visitar a un familiar. No estoy aquí por esto. Tengo problemas conmigo misma y he decidido cambiar de aires unos días, sola.

De una forma súbita se lo soltó. Percibió que esta mujer era una buena persona, aun sin saber nada sobre ella.

—Lo sé. No hace falta que lo digas, desde el primer momento en que te vi, lo supe. Mira, dicen que la cara es el reflejo del alma, y por mucho que intentamos disimularlo, se percibe. —Se giró haca ella y cariñosamente le tomó las manos—. ¿Problemas con el amor, cielo? —preguntó con delicada voz.

Ana sintió que sus ojos amenazaban con derramar una gran cantidad de lágrimas y, esta vez, no pudo contenerse. Se dejó llevar y desahogó sus sentimientos.

—He sido yo, él no me ha dejado, aunque hace tiempo que la relación estaba rota. Nada me hace feliz —afirmó entre lloros y suspiros—. ¿Qué puedo hacer, Celeste? —preguntó desesperada—. ¡No sé por qué le cuento todo esto, lo siento!

Se sintió mal, pero ella, en estos momentos, le transmitió confianza y tranquilidad.

—Cariño, estas cosas, a veces, pasan. El estado de ánimo de las personas, los sentimientos de cada uno, los motivos… Todos tenemos etapas en la vida y, sin quererlo, pasamos por distintas fases, sea para bien o para mal. Algunas por suerte, otras por el tema económico, la falta de trabajo, por amor, procreación, pérdidas familiares, y un sinfín. Ahora te ha tocada a ti: necesitas una renovación. —Fijó la mirada en ella a la vez que le sostenía las manos.

—¿Cómo sabe todas estas cosas? Parecen ciertas. —Sonrió.

—Verás, he vivido muchas experiencias, algunas buenas y otras no tanto, por eso me gusta ayudar a las personas que lo necesitan y tienen buen corazón, como tú, Ana. No permitas que nadie te haga daño. Presiento que tendrás suerte, algo bueno te sucederá y no querrás marcharte de Italia. Solo debes hacerle caso a tu corazón, él sabrá lo que debes hacer, así que escúchalo. —La seguía mirando, le soltó las manos y, suavemente, le acarició la cabeza mientras, con la otra mano, le señalaba el corazón—. Y ahora, creo que ha finalizado nuestro trayecto.

—¡Buff, qué corto se ha hecho el viaje, y yo dándole la lata! Pero agradezco sus palabras, han sido reconfortantes. —Se emocionó y le dio un abrazo—. Es un tesoro, supongo que ya lo sabrá —afirmó convencida con media sonrisa—. Vamos a cenar alguna cosa que me muero de hambre; yo la invito.

Estaba contenta y se dieron prisa en bajar del tren.

No cesaron de sonreír mientras cruzaron el andén arrastrando las maletas. No se percataban de lo maravillosa que era la estación central, era todo un monumento.

—¡Madre mía! Hay mucha similitud con el lugar de donde provengo: Barcelona, eso me recuerda a la estación de Francia —aclaró sin apartar la vista de su alrededor mientras iban dejando atrás las vías de tren—. ¿Has visto Celeste qué techos? Son impresionantes.

—Yo también conozco Barcelona y todas las estaciones. —La miró sonriendo—. Estoy de acuerdo contigo, tiene un gran parecido.

Caminaron a la vez que intentaban acapararlo todo con la vista. Los ojos iban al vuelo, contemplaban los llamativos techos abovedados y a la vez sus enormes cúpulas de acero y cristal que daban cobijo a las veinticuatro plataformas en las que tenía lugar un continuo ir y venir de trenes que llevan hasta algunas de las principales capitales europeas, además de otras ciudades de Italia.

No eran las únicas ensimismadas. Por todas partes había grupos de turistas visitándola y alucinando a cada paso que daban. Ana se quedó parada enfrente de los paneles que representaban las ciudades italianas que anunciaban las salidas y llegadas; eran unos preciosos paneles de azulejos en las paredes. Sin duda, dedujo que era la estación más bonita de Europa, y eso que nunca había oído hablar de ella.

Para acceder a la salida bajaron por una amplia escalinata, aunque existían las escaleras mecánicas, querían sorprenderse de aquella edificación. Se detuvieron para gozar de una cafetería localizada a mitad de las escaleras, con un aspecto extraordinario, sin dejar de mencionar la multitud de tiendas del primer piso. Continuaron hasta alcanzar la planta baja, convertida en un centro comercial. La esencia de aquel lugar tan encantador la transportaba a otra época.

Eran las nueve de la noche y la estación estaba abarrotada de gente. Después de un buen rato de pasear por dentro de ella, salieron de su interior para contemplar la fachada de la entrada. No podían describirla, era otra preciosidad igual que su interior, parecía un palacio.

—Ya es tarde, hija. Debo llegar al hotel donde tengo la reserva —dijo Celeste preocupada.

—¡Ostrás! Yo no he reservado nada —exclamó, llevándose la mano hacia la cabeza—. Espero encontrar algo. Milán es grande y habrá muchos hoteles, aunque estemos en pleno verano, pienso que alguna habitación libre habrá. —Subió y bajó los hombros, segura de que pasaría la noche en algún sitio, sin ser en la calle—. ¡Pero bueno, ahora toca cenar pizza italiana! ¡Vamos, Celeste! —La agarró del brazo y avanzaron.

Había un buen rato desde la estación de trenes hasta el centro, pero decidieron ir caminando, después de tantas horas sentadas, les apetecía estirar las piernas. Aún faltaba un tramo hasta llegar a la primera pizzería que encontraron. Preguntaron al camarero si podían tomar asiento y les ofreció una mesa en la terraza. Pidieron las dos pizza y una botella de lambrusco rosado, y de postre no dudaron en elegir tiramisú.

Conversaron tranquilamente mientras cenaban. Celeste dio pie a mucha charla y la joven se sintió a gusto con ella. No dudó en contarle parte de su vida y recibir algún consejo a cambio. Fue una velada agradable.

—Cariño, es hora de despedirnos, necesito llegar al hotel y acostarme, mañana me espera un largo día; tengo muchas cosas que hacer.

—Pero, ¿podríamos quedar algún día de esos? Yo estaré por aquí y tú también, así que nos llamamos —le dijo convencida.

—No puede ser, tú has venido a por unas cosas y yo a por otras, a partir de aquí empieza tu nueva vida, y yo ya no quiero interponerme. Escucha, Ana, sigue tu intuición y ella te guiará, solo tienes que tener fe en ti misma. El paso más importante ya lo has hecho: lo has dejado todo, poco o mucho, pero lo has hecho. Ahora trata de encontrar lo que buscas y ¡encuéntralo! —Tiró de ella para darle un abrazo y le pronuncio al oído que la cuidaría.

—Me duele pensar que no te veré más, Celeste. Eres una mujer maravillosa, y en tan solo unas horas se ha creado un gran lazo de amistad entre las dos, más bien de amigas. Te echaré de menos. —La abrazó con fuerza, conmocionada. Tenía la sensación de conocerla de mucho antes, pero ignoró esta impresión—. Cuídate mucho y ojalá encuentres a tu hijo.


Ana se quedó inmóvil, observando cómo esta señora se perdía al final de la calle. Probablemente no la volvería a ver, aunque no lo entendió. Estaban en la misma ciudad y debían tomar caminos diferentes, sin apenas verse para tomar un café. No le quedó claro este concepto, pero era lo que ella había decidido y lo respetaría.

Retomó su ruta, anduvo unos veinte minutos cuando pasó por delante de un hotel. Entró, pero no tuvo suerte, estaba completo, así que, sin agobios, siguió buscando. Pensó que sería complicado encontrar alguna habitación en los hoteles céntricos y decidió adentrarse por la primera calle que vio. No tardó en ver otro hotel; tenía una placa de dos estrellas, pero la categoría era lo que menos importaba. El alojamiento era sencillo y la habitación estaba decorada con muebles antiguos de color marrón oscuro, pero tenían buen aspecto. Cerca de la ventana estaba la cama, con su mesilla de noche y un armario bastante grande para ser ocupado por un solo huésped. Disponía de un cuarto de baño pequeño, suficiente para lo que necesitaba.

Después de haber inspeccionado su estancia, reparó en la hora, las doce la noche. El día había sido extenso y necesitaba descansar. Optó por una ducha de agua templada para relajarse y meterse en la cama. El colchón era un poco blando, sin embargo, no tuvo tiempo de entrar en detalles porque el sueño le ganó la batalla.

Primer día en Milán

4

Un nuevo día amaneció. Los primeros rayos de sol traspasaban la persiana y alcanzaban el pie de la cama. Ella seguía dormida, apenas había cambiado de postura desde que se acostó. Estaba en un sueño profundo, habían pasado muchas cosas el día anterior y tenía que recuperarse.

El reloj marcaba las diez y media de la mañana, y el calor estaba apretando más de lo normal; amenazaba un día caluroso. No tardó en despertarse. La habitación estaba en la primera planta y desde allí se escuchaba toda clase de ruidos. Se oía el murmullo de la gente paseando por las calles; el subir de persianas de las tiendas para invitar a los clientes, algunas de ellas, que eran viejas, chirriaban un poco, y las otras más modernas ascendían motorizadas sin estallar ningún ruido; los niños jugaban y correteaban mientras los padres desayunaban tranquilamente en las terrazas de las cafeterías y los milaneses, que no estaban de vacaciones, seguían con las rutinas diarias.

Se levantó satisfecha y de buen humor. Tras haber dormido más de diez horas no recordaba si había tenido algún tipo de sueño, pensó que el subconsciente pulsó el reset. «Borrón y cuenta nueva», dedujo eufórica.

Se puso en pie y fue directa a la ducha. Se recogió el pelo mojado con un moño bien alto y rebuscó en la maleta hasta que encontró un vestido de color gris claro con tirantes anchos; la tela era una mezcla de algodón y lino, tenía un buen escote redondo, era holgado y le llegaba a la altura de las rodillas. Le pareció que sería la pieza ideal para patear un poco la ciudad, fresco y cómodo; veraniego. Lo conjuntó con unas sandalias planas de un tono más oscuro que el vestido. Estaba perfecta. Le apeteció maquillarse un poco, como siempre: rímel, colorete y un tono rosado de labios que apenas se notaba.

Tenía que salir a desayunar, pero pensó que primero debería colgar la ropa en el armario para que no se arrugase. No se trajo mucha cosa, aun así, era mejor guardarla porque regresaría tarde y la intención era quedarse unas cuantas noches en este hotel; se sentía cómoda y estaba cerca del centro. Y, más adelante, con tranquilidad, buscaría otro alojamiento de mejor precio para una larga temporada; una residencia o un apartamento sería lo ideal.

Una vez lista, bajó a recepción y reservó para unos días más. Entregó las llaves y cogió un mapa turístico. Nada más pisar la calle, en su cara se trazó una gran sonrisa.


Comprobó en el mapa la distancia que tenía hasta el centro y siguió paseando hasta adentrase en el bello barrio de Brera. Las calles conservaban un pavimento del siglo XVIII en muy buen estado. La mayoría eran peatonales, entre las cuales se encontraban innumerables terrazas de bares y restaurantes. Era una zona con clase.

Había tantas cafeterías que no sabía en cuál desayunar y se animó en probar una cada día. La primera que decidió se situaba en la calle Monte Bello. Tenía pocas mesas y ya estaban llenas, así que creyó conveniente entrar. Nunca antes había visto una decoración con tanta vegetación; era como estar en plena naturaleza: plantas, flores, jarrones… era muy peculiar y le hizo soltar una carcajada.

Encontró una mesa de dos sillas pegada a una de las ventanas, la única que quedaba vacía, y se sentó. Tenía claro lo que iba a pedir, y mientras esperaba que viniesen a tomarle nota, examinó el local y escuchó conversar a los clientes; la mayoría en italiano, aunque también habitaban algunos ingleses.

—¡Buongiorno, signora! —Alegremente se le acercó el camarero. —¿Ha deciso quello che vuole? —Preparado para tomar nota, comprendió que Ana no hablaba italiano—. ¡Oh, perdone! ¿Español, inglés? —preguntó con una risita.

—Tranquilo, no pasa nada. Español mejor. —Esbozó una sonrisa y se alivió al comprobar que el chico hablaba la misma lengua, porque no entendía el italiano—. Tomaré un capuchino y un brioche, gracias. —Sonrió—. Este sitio es muy bonito.

—Gracias, señora. A mi madre le gustan mucho las plantas, ya ve, dice que así se siente más cerca del campo. Yo lo encuentro un poco cutre, pero… ¡qué le vamos a hacer! Ella es la que manda —explicó divertido.

El desayuno estaba delicioso y pidió que le trajeran otro brioche. Entre bocado y sorbo de capuchino, desplegó el mapa para señalar lo que tenía previsto visitar durante el día, claro, lo haría sin prisas y disfrutando a cada paso lo que le ofreciera esta maravillosa ciudad. Con el estómago lleno y preparado para recorrer quilómetros, se acercó a la barra y pagó. El camarero le deseó un buen día con una enorme sonrisa y ella, feliz, se despidió.


Anduvo por las calles de Brera fijándose en las indicaciones de muchas cosas por visitar, pero lo dejaría para otro día porque lo tenía cerca. Así que siguió andando hasta llegar a la calle Montenapoleone, el barrio de la moda, el corazón del Milán elegante, que también lo formaban la calle Manzoni, la calle Sant’Andrea y la Della Spiga. Las cuatro eran ocupadas por las tiendas de los diseñadores de moda más famosos del mundo: Dolce & Gabanna, Giorgio Armani… «Miedo me da asomarme al escaparate por si me cobran por mirar, vete a saber…; estos precios son incalculables para mí», sonó en su mente.

Por esta zona también se indicaban palacios y museos para visitar. Desde la cafetería hasta las tiendas de moda había visto muchos letreros de monumentos, jardines, plazas, galerías, entre otros. Milán tenía mucho que ver, y ella todo el tiempo para visitarla sin pasar desapercibido ningún rincón de la maravillosa ciudad.

Le llevó un buen rato pasear por esas calles y curioseando a las personas que entraban y salían de las tiendas de alta costura. Mujeres muy sofisticadas llevaban bolsas de dichas marcas, llegando a la conclusión de que eran las esposas de maridos adinerados, jefes de prestigiosas empresas, cuyas mujeres se permitían caprichos lujosos. Continuó la marcha a la vez que se giró para observar a una de esas señoras, con tanta mala suerte que, al darse la vuelta, chocó con una chica.

—¡Joder! ¿No sabe mirar? ¡Me lo ha tirado todo! —exclamó en italiano, furiosa.

—Lo siento, yo… estaba distraída —titubeó nerviosa. Era una chica muy guapa, parecía modelo: alta, cintura delgada; ojos grandes y labios carnosos; una gran melena morena… cumplía con el canon de belleza.

—¿Española? Disculpe, siento haberle gritado, llevo trajes para un desfile y me he puesto nerviosa al verlos por el suelo —dijo más calmada, chapurreando el español para hacerse entender.

—No pasa nada, creo que yo en tu lugar hubiera reaccionado igual. Perdona por el desastre. Te ayudo a recogerlo.

—Muchas gracias, señora. Tenga, para que acepte mis disculpas —Ana lo cogió e intentó descifrar lo que había escrito—. Es una invitación para el desfile de mañana por la noche que se celebrará en la pinacoteca de Brera. Desfilaré por primera vez, para una marca de alta costura. Estoy muy contenta y nerviosa… ¡Venga a verlo! Si le apetece, claro. —No dejaba de mover las piernas, como si tuviese un tic nervioso y hablaba sin contener la respiración; todo seguido—. A propósito, me llamo Paola.

—Encantada, mi nombre es Ana. Intentaré ir. Gracias por el detalle. —Se despidieron y continuaron con su ruta.

Pensó en que si todas las personas reaccionarían de la misma manera: enfado primero y amabilidad después. Nunca se había encontrado antes con estos detalles, lo más apropiado era chillar y marcharse.


Se plantó frente al majestuoso monumento del Duomo, la catedral más grande de Italia y una de las más grandes del mundo. Se sintió diminuta delante de aquel enorme edificio gótico. La impactó tanto que no dudó en comprar una entrada para visitarlo, ya que quería averiguar que maravillas guardaba su interior.

Quedó perpleja tras la visita; estaba construida con mucho mármol, grandes arcos, altísimas columnas y decorada con bellísimas estatuas. Tras recorrerla durante más de una hora y media, necesitó tomarse un pequeño descanso.

La plaza del Duomo era muy turística, igual que el barrio Brera, estaba rebosante de bares y restaurantes y, precisamente allí, tomó un ligero refrigerio en el primero que vio una mesa libre. Degustó un panzerotti: una empanada rellena de tomate y mozzarella; la más famosa de la ciudad, y la acompañó con una copa de vino tinto.

Una vez repuesta, reanudó la visita. Tomó una de las calles que daban a la plaza hasta llegar a la galería Vittorio Emanuele; un centro muy elegante, cubierto de una bóveda acristalada reforzado con hierro. Las tiendas eran tan distinguidas como la misma fascinante construcción. Le había sentado tan bien pasear por este lugar que, sin darse cuenta, la tarde ya había caído. Estaba oscureciendo y decidió volver al hotel. Tanto paseo la había dejado agotada.

Segundo día

5

Otro día despuntaba en el horizonte. Era pleno verano, sol radiante y el calor volvía a ser el protagonista. Tan solo eran las ocho de la mañana, pero ya estaba duchada y vestida. Se propuso salir pronto a desayunar para poder planificar la nueva jornada.

Consideró que tocaba descubrir una nueva cafetería. La localizó por una de las calles de su barrio: pequeña y de ambiente familiar; le gustó. Le causó una agradable sensación con tan solo cruzar el umbral. Los clientes solían rondar entre los veinticinco y cuarenta años, ni más ni menos.

Fue de las primeras en llegar y tuvo oportunidad de elegir mesa. Le echó ojo a la situada justo a la esquina, cerca de la ventana. Le gustaba estar cerca del cristal para observar al exterior.

—Disculpa, eres Ana, ¿verdad? —preguntó la chica que acababa de entrar dirigiéndose hacia ella—. Soy Paola. Nos conocimos ayer con un tropiezo, ¿te acuerdas?

Esbozó una sonrisa mientras se lo recordaba.

—¡Sí! Vaya, qué torpe fui. —Ladeó la cabeza llevándose la mano en la frente—. ¿Qué tal estás, Paola? —Enseguida la reconoció.

—Muy bien. Dentro de media hora tengo ensayo para el desfile de esta noche. Estás invitada, acuérdate, y ¡no faltes! Voy a desayunar, si no, me desmayaré. —Se dio la vuelta y fue a pedir un zumo y una tostada con jamón. Regresó para sentarse con ella, no le importó su compañía.

En un momento, la camarera se acercó para tomar nota. Era una mujer de unos cincuenta y siete años, guapa, simpática y dinámica. Paola la conocía y no dudó en presentársela.

—Soy Claudia. Bienvenida a Milán. ¿Qué te trae por aquí? —preguntó con acento italiano e intercalando alguna palabra en español. Con los años, había conocido turistas de diferentes nacionalidades y algo había aprendido, y más siendo la dueña de una cafetería—. Paola es como si fuese mi segunda hija, íntima amiga de Daniela, y desde jovencita que habita por aquí —Le entró nostalgia de ver cómo se hacían mayores—. Ahí llega.

La llamó para que se acercara a ellas. No era tan bella como su madre, pero tenía unos ojos oscuros que contrastaba con su melena rubia y resultaba atractiva. Tenía mal aspecto o no estaba de humor.

—Esta es Ana, ha venido de vacaciones y ayer coincidió con Paola —le explicó mientras la observaba con cara de preocupación—. ¿Te ocurre algo, Daniela?

—No, mamá, estoy bien. He pasado la noche en vela, pero nada importante —le contestó fingiendo una sonrisa—. Mucho gusto de conocerte, Ana. Y tú, ¿cómo llevas lo de esta noche? —Se dirigió a su amiga. Entre ellas había mucha complicidad.

Paola estaba a gusto pero, si no se marchaba, llegaría tarde al ensayo. Se despidió de ellas y Daniela la acompañó hasta la puerta.

—Oye, ¿de qué conoces a esa mujer? —preguntó en voz baja, observándola de reojo—. Hay algo en ella que no me gusta.

—¡No seas tan desconfiada, chica! No te va a quitar a tu novio, si es de lo que tienes miedo. —Se apartó hacia un lado su larga y oscura melena—. Nos vemos esta noche. Te quiero.

Siguió sentada en su rincón examinando a madre e hija cómo atendían al personal y se manejaban detrás de la barra. Percibió alguna mirada de Daniela que la desconcertó. No entendió el motivo de este comportamiento hacia ella, no se conocían de nada. El tiempo transcurría y quería aprovechar el día. Se aproximó a la barra para pagar el desayuno y se ausentó cordialmente.

—Vuelve cuando quieras, Ana. Yo estoy aquí siempre —afirmó Claudia de muy buen humor.


Acababa de doblar la esquina cuando escuchó música. Se amontonó entre la gente para curiosear, y vio a un chico joven tocando la guitarra y cantando una canción italiana. Al rato de escucharle y apreciar su talento, alzó la vista y la distinguió.

—¡Celeste!

Gritó mientras se abría paso entre la multitud, pero cuando creyó haberla alcanzado, desapareció.

La alegría le duró unos segundos: verla por un momento y desaparecer como el humo. Se sentó en las escaleras de la plaza del Duomo, las que accedían a la catedral, y pensó en lo que acababa de pasar.

—¿Le molesta si me siento? —suplicó un chico joven.

—No, no. Puedes sentarte.

Ana le miró y le reconoció. Era el músico que estaba tocando hacía un momento. Tenía el cabello un poco largo y la guitarra hacía más bulto que él. Era delgado y sus ojos marrones transmitían soledad.

—Gracias. Me llamo Thiago, soy músico, pese a que no ser conocido, es mi pasión. ¿Quiere que le toque algo? —la animó, y ella asintió.

Era una melodía preciosa, italiana, y el tono de voz que la acompañaba era perfecto. Este chico tenía cualidades y, aunque pensase que no cantaba bien, tenía estilo. La canción la entristeció. La abordaron los recuerdos y la nostalgia la atrapó.

—¡Vamos, te invito a un refresco para no deshidratarnos! —Sin más, Thiago tiró de la mano de ella y la llevó a la terraza del bar más cerca—. Por cierto, no me has dicho tu nombre.

—Me llamo Ana, perdona, me distraje.

Por un momento alucinó. Un chico de veinte y pocos años la cogió de la mano para sacarla de sus pensamientos sin saber nada de él.

El joven la bombardeó a preguntas a las cuales le respondió sin cesar. Le pareció un buen chico y nada tímido, al contrario, era abierto y simpático. Después llegó su turno y descubrió muchas cosas sobre él. La situación la incomodó bastante y se atrevió a invitarle a comer. Sin darse cuenta, la mañana había avanzado rápido.

Se le estaba echando el tiempo encima: no podía faltar al desfile, aunque no le apeteciese mucho. Pensó que sería interesante porque nunca antes había asistido a uno, y esto formaba parte del glamuroso Milán. Se lo comentó a Thiago que, entusiasmado, le rogó volver a quedar para saber los detalles de la gala, ya que estaba fuera de su alcance este tipo de eventos.


Envuelta con la toalla y el cabello chorreando, se quedó clavada frente al armario; buscó entre los vestidos y dudó sobre cuál sería más apropiado para la ocasión. La poca ropa que trajo con ella era informal y sencilla, y ahora tenía que acudir a un acontecimiento que para nada era de su estatus. Sin embargo, confió en que se las apañaría, ella era así: una mujer simple. Tomó la entrada y comprobó la hora. «Voy bien de tiempo, así podré encontrar la pinacoteca de Brera con tranquilidad, aunque creo que no está muy lejos de aquí». Calculó al cerrar la puerta. Acertó, el paseo osciló entre los diez y quince minutos, teniendo en cuenta que examinaba todo lo que quedaba a su alcance. Tal como fue aproximándose al edificio distinguió a los reporteros de las revistas de moda, ubicados cerca de la entrada principal. Estaban esperando impacientes para conseguir el sitio perfecto y sacar excelentes fotos de la nueva colección de moda, de los mejores diseñadores de alta costura. La gente fue llegando, vestida de gala y adornadas con increíbles joyas de un valor inalcanzable para ella. Los hombres, a pesar del calor húmedo que desprendía la noche, vestían de traje y pajarita. Enseguida percibió que no encajaba en aquel ambiente, pero al dirigir la vista al otro lado, escuchó risas de un grupo de jóvenes que vestían modernos, pero nada de marcas caras, más cercanos a su clase social. En él estaba Daniela y le ofreció un tímido saludo con un movimiento de cabeza, a lo que Ana le correspondió con el mismo gesto.

El desfile fue impresionante. Nada que ver con lo que se retransmitía en la televisión. Vivirlo en directo fue espectacular: cámaras, luces, modelos posando para los destacados creadores…; abundó el glamour. Se celebró en una de las seis nuevas salas, que alberga obras de arte que van desde el siglo XIV hasta obras de vanguardia que representan el triunfo del arte italiano en el mundo, pero dichas obras pasaron desapercibidas. Quien organizó el evento había realizado una labor excelente.

Paola estuvo radiante y desbordaba felicidad por ver cumplido uno de sus sueños. Buscó a la invitada que desaparecía de la multitud deslizándose hacia la salida.

—¡Ana! —alzó la voz para que la oyera, y apresuró el paso para alcanzarla al tiempo que, sin darse cuenta, rozó con Daniela que la esperaba para felicitarla—. No te marches, quédate al piscolabis que se ofrece a los invitados. —La cogió del brazo con suavidad—. ¿Te lo has pasado bien?

Esperó su felicitación, que la recibió con mucho halago, y caminaron juntas. Paola sabía aprovecharse de sus armas seductoras y las manifestaba con todo hombre atractivo que se cruzaba en su camino. Le gustaba brillar frente a los chicos guapos, y en aquel momento había unos cuántos, entre ellos Luca, diseñador de una revista de moda, y soltero, pero él no le prestaba mucha atención, y esto la incomodaba. Pretendía ser la mejor de todas las chicas que estaban a su alrededor, aunque los gustos masculinos no eran los mismos para todos.

En la sala había unas mesas pequeñas vestidas con telas blancas que ocupaban todo el salón y sobre las cuales reposaban elegantes platos rebosantes de canapés y copas relucientes de champán. Este acontecimiento dio lugar al cierre de una noche satisfactoria.

—Ella es Berta, la organizadora de este fabuloso evento, y su amiga Francesca, guía de la pinacoteca. Y, cómo no, son amigas del alma.

Sonrió Paola, cogiéndose cariñosamente de las dos para presentárselas a Ana y que no estuviese sola mientras ella agasajaba con los invitados.

Charlaron de forma agradable y le preguntaron qué le había parecido la ciudad y el acontecimiento. Ella les comentó lo mucho que le quedaba por visitar de Milán y que lo poco que había visto le encantó, sin dejar de explicar el tropiezo con Paola que provocó estallidos de risas entre las tres y prosiguieron conversando.

Séptimo día

6

Siete días se habían cumplido desde la llegada a Milán. La ciudad daba mucho de sí, y aún quedaban cuantiosos rincones por visitar.

Los desayunos eran frecuentes en la cafetería de Claudia. Este cálido lugar le producía buenas vibraciones, bien por el extrovertido carácter de la dueña o por todas las personas nuevas que pasaban por ahí cada día. En cambio, no era la misma sensación con Daniela; su personalidad era versátil y no sabía nunca cuándo estaba de buen humor. No obstante, siempre estaba distante con ella, desde el primer día que las presentaron, y eso la incomodaba.

—¡Buenos días, Ana! ¿Qué planes tienes para hoy? —formuló Claudia mientras calentaba la leche a todo vapor—. Tendrás que buscar dónde protegerte. El cielo amenaza lluvia, aunque el calor persiste.

—Pues, la verdad, no había caído, pero ahora que lo comentas, no he tenido ocasión de visitar la pinacoteca de día. Solo la vi la noche del desfile y deseo descubrir las obras de arte que esconde. Pero, antes, un café bien cargado. Lo necesito.

La mirada se clavó en la cafetera. La noche la mantuvo en vela, y una buena dosis de cafeína le sentaría de perlas.

Apenas tomó el primer sorbo de café cuando por la puerta entró Daniela y Paola. Vestían de sport, las dos preparadas para salir a correr. El chándal de Paola encajaba perfectamente en su cuerpo, sabía cómo potenciar su lado más sensual y destacar las partes más atractivas, sobre todo con la melena suelta a los cuatro vientos. En cambio, Daniela no era tan resultona, pero no le importaba porque su sueño no era un bonito cuerpo, sino poder trabajar con los mejores modistas y convertirse en diseñadora de alta costura. Es lo que le había contado Claudia, la madre que se desvivía por su hija y quería lo mejor para ella. Se saludaron sin detenerse.

Esperó su turno para pagar el desayuno y marcharse. Mientras estaba rebuscando en el interior del bolso y divagando por sus pensamientos, tropezó, pero se mantuvo en pie. Elevó la vista despacio, con la duda de si había metido una puntada de pie a alguien. La respiración se le cortó por unos segundos al encontrarse navegando en un profundo e inmenso océano azul.

—¿Está bien? —preguntó el hombre de los ojos azules. Tenía acento italiano y la mirada seguía conectada a la de ella.

—Lo siento. No pretendía… —Se ruborizó y notó cómo un escalofrío recorrió su espalda.

—No se preocupe, estoy bien, o al menos eso es lo que creo… —Se reflejó una sonrisa cautivadora en su rostro sin apartar la vista—. Que tenga un buen día —anunció, echándose atrás para ofrecerle paso.

—Maurizio, cariño, ¿cómo estás? Hacía días que no te pasabas por aquí —le preguntó Claudia que se alegró al verle—. Qué cara tienes, ¡parece que hayas visto a un fantasma! —exclamó sin enterarse de la escena.

Tan cariñoso como siempre, Maurizio le dio un fuerte abrazo a su suegra, unos cuantos piropos y una carantoña afectuosa.

—Acabo de llegar de un viaje de trabajo y antes de ir a Bellagio me he pasado a saludaros. No he tenido tiempo de avisar a Daniela, ha sido muy precipitado —explicó con gestos expresivos—, necesito desconectar unos días, estoy abrumado con tanto proyecto.

Se tomó un café sin saborearlo. El cerebro lo tenía congestionado, y lo que acababa de pasar con la desconocida lo había turbado. Pensó en la relación que tenía con su novia; no marchaba del todo bien. Se había deteriorado un poco desde que ascendió en el trabajo. De un simple arquitecto pasó a ser jefe del departamento de arquitectura, encargado de gestionar los proyectos que la empresa tenía en diferentes países europeos. Esto suponía viajar mucho, lo cual no satisfacía a su pareja. Ella era caprichosa, le gustaba planear escapadas, salir a cenar por ahí… Pero muchos de los planes los tenía que anular debido a sus constantes ausencias. Al final, acababan discutiendo, enfadados, y la desconfianza crecía. Su temperamento lo desquiciaba.

—¡Amore, qué ilusión! No te esperaba, ni me has avisado de que venías…

Daniela se echó a su cuello cuando lo vio sentado en la cafetería. Se emocionó porque no pensaba que regresaría tan pronto.

Ana se precipitó en salir por la puerta y poder soltar todo el aire que la comprimía. En tan solo unos segundos avivó un sentimiento que creía inexistente. Aquella mirada la dejó perpleja. Intentó olvidarlo, solo fue un tropiezo con alguien cualquiera. Siguió caminando hasta llegar a la galería.


La noche del desfile no reparó en el jardín de la entrada y en su construcción. De día, pudo apreciar que el edificio se trataba de un antiguo monasterio, posteriormente convertido en un palacio; una preciosa obra neoclásica. En la entrada estaba la estatua de Napoleón, y todo el perímetro del patio se encontraba rodeado de dos niveles de arcos superpuestos que descansaban sobre dos columnas. Le dio la impresión de una arquitectura abierta y luminosa que la incitaba a adentrarse para ver las joyas de los pintores italianos más famosos. Al pisar la planta baja, observó a un grupo juvenil que albergaba en una pequeña sala y pudo examinar que correspondía a una clase de estudiantes de arte.

—¡Qué alegría verte por aquí! —exclamó al verla—. Desde la noche de la gala que ya no nos hemos vuelto a ver —le sonrió Francesca rodeándola por los hombros—, y creo que ahora toca visita turística, ¿cierto?

—¡Sí, así es! Me apetece descubrir lo que esconde este museo, ¿podrás guiarme? —le preguntó esperando que dijera un sí—. Me iría bien, no entiendo mucho sobre arte, bueno, si te soy sincera, no entiendo nada.

Soltó una risa cuando afirmó que los cuadros no eran lo suyo.

—Esto es la universidad del arte.

Señaló Francesca las distintas aulas que tenían a su alcance y le explicó el estado de conservación de la arquitectura, pintura, escultura… que pudo verificarlo en la guía que le mostraba.

Ascendieron por las escaleras ubicadas en el exterior. Recorrieron las diferentes salas con breves explicaciones sobre cada cuadro. Ana estaba maravillada con todo lo que le describía, se notaba que lo que sentía era pura devoción, y ahora ella había aprendido muchas cosas sobre pintura gracias al entusiasmo de la guía.

La visita concluyó justo cuando Francesca disponía de un tiempo libre. Le sugirió que fuera con ella a tomar un café y así seguirían hablando.

—Vaya, ¡está lloviendo! Era de esperar; las noticias lo advirtieron —dijo cogiendo un paraguas para protegerse del agua—. ¡Vamos, arrímate, cabemos las dos!

Ana se agarró a su brazo y a zancadas esquivaron los charcos que se iban encontrando a su paso. Las cabezas estaban a salvo, pero los pies parecían haberse sumergido en un baño; estaban chorreando. Se miraron y comenzaron a reír sin frenada. Estaban frente al bar, pero temían entrar con las pintas que llevaban.

—No esperemos más y entremos —ordenó Ana—, o ¿vas a quedarte aquí? —Le miró los pies y siguió riendo.

Finalmente optaron por entrar y nadie les prestó atención. Pidieron dos cafés y fueron directas al baño. Necesitaban secarse un poco, quitarse la humedad. Tras una agradable conversación de cómo era el día a día en la ciudad milanesa, intercambiaron los números de teléfono para seguir en contacto y quedar en alguna otra ocasión.

La compañía fue amena, sin embargo, Francesca tenía que regresar al trabajo y la turista reanudó su camino. La lluvia había cesado y el cielo parecía esclarecerse; esto le permitiría hacer planes nuevos. Dobló la esquina y halló una inmobiliaria. El escaparate contenía anuncios de lujosos apartamentos en venta. «¡Qué precios! ¿No habrá nada más asequible para la gente normal?», pensó sin apartar la vista de los números interminables. Se le ocurrió la idea de entrar y preguntar por alquileres. Tuvo que esperar, pero no pretendía sentarse en uno de aquellos asientos ergonómicos, de tono beige y que daba la sensación de quedarse dormida. Tampoco tenía la intención de perder toda la mañana. Se dispuso a ojear revistas y, sin más, divisó un folleto publicitario en el que publicaban alquileres de habitaciones. Preguntó si podía llevárselo y salió con una sonrisa. En ningún momento pensó en la idea de alquilar un piso o apartamento, pero lo de una habitación, para empezar, podría ser mejor que un hotel.

—New Generation Hostel Urban Brera, esto está cerca de aquí, y por lo que sitúa el mapa, tengo que dirigirme dirección norte. Pues allí voy —pronunció en voz alta.

Anduvo un poco perdida, observándolo todo. Necesitaba un punto de referencia por si se pasaba de largo. Al momento vio una estación de metro, Turati, y a los dos minutos se plantó frente a un edificio. «¡Un convento! Yo no me meto ni loca, no vaya a ser que me conviertan en monja de clausura». El cerebro se alarmó a lo que habían advertido sus ojos. Tal vez, la idea de dar la vuelta al edificio la convenciera. Comprobó ella misma que solo un ala del convento estaba habilitada para habitaciones, lo que se suponía que daba lugar al hostel. Estuvo un rato fisgando por los alrededores y verificó el movimiento de entradas y salidas de muchos jóvenes.

El suelo era blanco y negro, las paredes estaban decoradas con vinilos paisajistas; en la recepción había un amplio sofá en el que cabían más de quince personas. Se percibía un ambiente moderno y juvenil. La chica que la recibió rondaba los veintidós años, más o menos. Lo más probable debía ser que fuese estudiante y necesitaba costear los estudios. Sabía perfectamente cómo funcionaba todo, le resolvió las preguntas y dudas que tenía y le mostró el edificio. Quedaba una habitación libre de dos camas, situada en el primer piso. Le gustó, era amplia con una pared de ladrillos, el suelo gris y comunicaba con un cuarto de baño abierto: las baldosas eran blancas y negras, brillantes; todo estaba reluciente. La cocina era compartida por todos los huéspedes, ubicada al fondo de la entrada, pero no le importó porque podría comprar la comida y evitar tanto restaurante. Reduciría gasto y se plantearía buscar algún trabajo.

Le arreglaron el precio para un mínimo de dos meses pero, aun así, tendría que encontrar con qué pagarlo, ya que no pensaba volver a su antigua vida, todavía se quedaría un tiempo, lo necesario.

Estaba emocionada: acababa de descubrir un nuevo sitio para alojarse un par de meses y no estaba muy apartado del barrio Brera ni del centro. Con el metro eran dos paradas hasta la catedral, y caminando eran pocos minutos hasta la cafetería de Claudia.

Nada más salir, a un chico se le habían caído los libros y los folios que contenía. Quedaron desperdigados por el suelo. No dudó ni un momento y se agachó para ayudarlo a reunir todas las hojas. El joven la miró y le dedicó una enorme sonrisa de agradecimiento.

—No hay de qué. —Sonrió Ana, sin darse cuenta que no hablaba español.

—¿Eres española? ¡Qué ilusión! Hacía tiempo que no escuchaba mi idioma materno —el chico rebozó alegría.

—Pues sí, ¡menuda sorpresa! —También se alegró—. ¿Te hospedas aquí? —preguntó señalando el edificio—, acabo de registrarme y en unos días me instalaré.

—Espero que podamos coincidir algún día y me cuentas las novedades de España. —Se dirigió hacia dentro rodeando los libros con sus brazos—. Ha sido un placer conocerte.

Pronunció antes de cerrar la puerta.


Cada día pasaba por delante de un teatro que tenía a la esquina del hotel, pero nunca encontraba el momento de entrar. Estaba situado en el bajo de un edificio y la puerta era en forma de arco, y las letras Piccolo Teatro ocupaban la parte superior siguiendo el aspecto curvado. Se dirigió decidida a la taquilla y compró una entrada. Sabía que todo no lo entendería, pero le hacía ilusión presenciar una función en otro idioma, aunque tampoco había visto ninguna en español.

Este teatro era diferente al que guardaba en su imagen; no tenía butacas rojas, eran asientos largos y de color blanco. La circunferencia de la sala constaba de largas balconadas a distintos niveles y cada uno albergaba sillas para poder contemplar el escenario.

El tique que acabó de adquirir era para los asientos blancos, pero no había enumeración y se sentó donde le gustó más.

—¡Ana! —exclamó Claudia. Ella ocupaba la otra esquina, pero enseguida se aproximó al verla—. ¡Menuda sorpresa! No pensaba encontrarte aquí ni tenía idea de que te gustase el teatro.

—Vaya, qué coincidencia. Yo tampoco creía encontrar a alguien conocido. Hoy me apetecía entrar. He tenido un buen día. —Sonrió después de haberlo confirmado—. ¿Vienes a menudo por aquí? —preguntó apartando el bolso para que se sentara junto a ella.

—Suelo venir una vez a la semana. Me distraigo y cambio de ambiente —dijo agitando los hombros—; es un incentivo para mí. ¡Pero bueno, cuenta las buenas noticias! Aún quedan unos minutos para que dé comienzo.

Empezó resumiéndole la mañana y Claudia se alegró mucho por ella, apenas sin saber el motivo que la trajo a Milán ni por qué estaba alargando la estancia, pero no quiso cotillear en su vida.


Cambio de hotel: cuatro días después

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Llegó el momento de dejar el hotel para instalarse al hostel que descubrió unos días antes. Le había cogido cariño a la habitación, pero tocaba abandonarla. En ella había llorado y reído e incluso había dedicado momentos en pensar en aquel profundo hombre de la cafetería que tanta sensación le produjo, y que no había vuelto a verlo.

El traslado fue rápido porque el equipaje tan solo era una maleta. Sin embargo, le costó cerrarla y se acordó del par de camisetas, el pantalón y las deportivas que compró de rebajas en una tienda escondida en la plaza de la catedral, justo cuando vagabundeaba por esas calles desconocidas. Era ropa de verano, tampoco abultaba mucho, pero el calzado era más voluminoso e impedía cerrar con suavidad.

Como de costumbre, desayunó en el bar de Claudia. Ella y el equipaje se dirigieron a la mesa de siempre, pero esta vez estaba ocupada.

—¡Hola, Francesca! —Saludó sorprendida de que estuviera allí—. Y tú eres Berta, ¿verdad? —preguntó dudosa.

—Buenos días, Ana. Hoy es mi día libre y he secuestrado a Berta para que me acompañe —dijo sonriendo y quitándose un mechón rizado que le cubría el ojo derecho—. ¿Te apuntas?

—Pues… es tentador, pero antes debo ir a mi nuevo alojamiento, me mudo. —Señaló la maleta y se encogió de hombros.

Se sentó con ellas y les explicó el motivo de la mudanza entre sorbo y sorbo del delicioso capuchino. Les pareció un buen cambio, pero no entendían el abandono de su hogar de origen. Evitaron entrar en detalles desviando la conversación en lo que tenían preparado para el día, claro que antes la acompañarían a dejar el equipaje y luego seguirían con lo suyo. Berta estaba un poco ausente, apenas hacía un año de su divorcio y con la carga de un niño y el trabajo solía agobiarse bastante. Era una de las mejores organizadoras de eventos de Milán, aunque le costó su matrimonio por invertir tantas horas en el trabajo. Pero hoy tocaba desconectar y pasárselo bien.

—¿Sabes que es una magnífica pintora? Tiene cualidades incomparables —declaró Berta, orgullosa de su amiga—. Tienes que enseñarle tus cuadros, Francesca. —Le ordenó con tono suave.

—De ahí tu vocación por el arte. Tendrás que mostrármelo —solicitó Ana con admiración.

—No exageres, no es para tanto, solo soy una aficionada y lo disfruto en mi tiempo libre.

—De eso nada, eres la mejor —anunció un hombre que se aproximaba hacia ellas. —Hola, mi amor, he podido escabullirme un rato. Hoy me espera un día duro. Tengo muchas sesiones de fotos y se alargará la jornada. —Acarició la cabeza de Francesca y se inclinó para regalarle un suave beso a la mejilla.

—Cielo, esta es Ana. Creo que ya te hablé de ella. Y a esa ya la conoces —dijo con ironía señalando a su amiga—. Este es mi marido, el mejor fotógrafo de la ciudad —afirmó con una sonrisa de enamorada.

Hugo fue un chico muy aventurero en su juventud, pero la fotografía siempre le despertó un gran interés hasta que se convirtió en su pasión. Era diferente a Francesca y esto le chocó un poco a Ana. Quizás tendría que conocerles a fondo antes de juzgar. No obstante, contagiaba alegría y se notaba que amaba a su mujer por la forma en que la miraba. «Tampoco sé si Óscar me quería así, como se aman ellos dos», pensó Ana distraída.

Se sumó a ellas y conversaron los cuatro. A los pocos minutos se agregó otro chico, Luca. A menudo se dejaba caer por la cafetería, pero su apariencia era diferente a todos los demás. Vestía con unos tejanos, pero no unos cualquiera, y una camisa blanca impoluta con los puños remangados hasta medio brazo, a pesar de estar en agosto no había tregua para ser coqueto. Tenía un porte elegante.

—Oye tío, camisa nueva, ¿no? ¿Cómo se llama? —preguntó Hugo divertido, refiriéndose a la marca—. Ya sabes que te lo digo en broma. ¿Qué tal estás, chico?

Luca no solía enfadarse. Le gustaba la moda y siempre se cachondeaban de él, pero sin maldad. Era pijo y lo asumía, no le importaba. Era de familia adinerada y la vida le ofrecía lujos que podía presumir.

—Hola, chicas, ¿cómo estáis? —Saludó muy cortés—. Me he tomado el día libre, Hugo. En dos semanas he trabajado a destajo, tío. Teníamos que publicar la revista y faltaban algunos retoques en el diseño. ¡Al fin, desconecto unas horas! —comentó sacudiendo la cabeza y soltando un suspiro.

La forastera intentó entender lo que decían; que hablasen tan rápido no le ayudaba mucho, pero a través de gestos lo descifró. Luca observó que ella no era italiana y enseguida preguntó. Le chocó ver a una española. Por allí no solían acudir muchos extranjeros, y menos mezclarse con ellos, aunque le gustó este hecho. Conocía un poco el idioma y quiso probar en preguntarle. Barajando las dos lenguas mantuvieron una divertida charla.

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