Читать книгу Los busca-vida - Rosario Orrego - Страница 8

Оглавление

Capítulo primero

El pueblo de los indios

I

El pueblo de indios es una pequeña aldea situada entre el desierto de Atacama y la ciudad que lleva este nombre. La población está formada por unas cuatrocientas cabañas en un valle estéril, cuya naturaleza pesa como una mano de bronce sobre el corazón del hombre que no ha nacido entre aquellas arenas o que no ha visitado siempre y en todas estaciones aquellos cerros que aparecen llevar sobre sí un luto eterno. Ni una planta, ni un arbusto verde adorna las oscuras cimas, solo de cuando en cuando aparecen, como momias de pasados siglos, algunos árboles secos para aumentar aún más la tristeza que infunden las gigantescas colinas cruzadas de vetas minerales.

Allí, en aquel valle, encajonado por los cerros, aislado del todo, perdido, puede decirse, en el desierto, ha permanecido este resto de los aborígenes de esas comarcas. Así no es extraño que se hayan conservado allí, hasta ahora poco, las costumbres, tipo y genial carácter del primitivo indígena.

II

El descubrimiento de las colosales riquezas encerradas en las entrañas de los cerros de Atacama, trajo a los habitantes del Pueblo de indios una luz civilizadora.

Teniendo a su espalda el gran mineral de Chañarcillo y al frente una ciudad industriosa y próspera como la de Copiapó, forzoso les fue al fin a los desgraciados indios sobreponerse al justo tradicional horror que les inspiraban los rostros pálidos y despojarse de su nativa terquedad.

Una de las vías principales para el transporte de los productos minerales atraviesa por el pequeño pueblo: la vista de las tropas cargadas de tesoros, el ruido de los coches de viaje que hacía ya estremecer aquel tranquilo suelo, destinado más tarde a sostener la línea férrea; y más que todo, el variado aspecto de los numerosos viajeros que lo traficaban diariamente, acabó por familiarizarlos y extinguir en ellos el odio que conservaban por la raza española.

III

Hacía cincuenta y ocho años que un indio de una tribu de Bolivia había llegado a esta, y, habiéndose casado en el pueblo, formó parte de la familia indiana.

Godileo, que es el nombre del indio, habitaba con su mujer y dos hijos, en un casucho de esta apartada aldea. Godileo pasaba entre su tribu adoptiva por el más sabio y valiente. Su vigoroso desarrollo físico, sus fuerzas hercúleas, le habían constituido en una autoridad; pero este indio no abusaba de las ventajas con que lo dotó la naturaleza en perjuicio de los suyos: No, era allá en los desiertos, en las serranías, donde Godileo se mostraba terrible luchando cuerpo a cuerpo con las fieras, y en las pampas entregado a la caza de llamas y arrostrando años enteros los peligros de una vida salvaje.

Los años, y más que todo, el poderoso imán de la familia que atrae y rinde a las naturalezas, por salvajes que sean, hizo que el indio dejase sus montaraces costumbres por la vida más tranquila del leñador, que es en la ocupación en que lo encontramos a la época en que tuvieron lugar los hechos que vamos a referir.

IV

Era ya entrada la noche. Mónica, mujer de Godileo, tejía una chamal a la luz de una fogata; Gala, su hija, molía el maíz para la cena. Gala era una india de 20 años, de color pálido oscuro, frente estrecha e invadida por una espesa cabellera negra, ojos del mismo color, labios abultados y graciosamente recogidos. Mirada franca y expresión bondadosa. Madre e hija vestían una pollera corta de lana, tejida por ellas mismas. La parte superior del cuerpo la cubrían con un petillo de percala rojo, y tanto los pies como los brazos los llevaban desnudos, a pesar del intenso frío del mes de junio.

—Gala —dijo la india a su hija sin interrumpir su labor­—, arrima la pierna de cabrito al fuego que ya vendrá tu padre.

—¡Dónde habrá ido a leñar padre que tanto tarda! —exclamó la muchacha apresurándose a obedecer—. Mientras más veces se pone el sol más escaso se hace el palo: ¡ya se ve, hay tantos pobres como nosotros que viven de su venta!

—No tanto como nosotros, hija. Si tu padre, como lo temes, no pudiera cortar chañar, siendo la mejor leña y la sola que nos queda, no sé como haríamos para mercar pan y maíz; ¡y todo porque los señores blancos se ha hecho dueños de los campos, de los árboles y hasta de las piedras que esconde la tierra!

—Quizá padre haría bien —se aventuró a decir Gala—. Han puesto multa contra el que corte un chañar de la hacienda.

—¡Los tiempos no mejoran! —exclamó la madre suspirando—. Los españoles de hoy se asemejan a los que encadenaron y oprimieron a nuestros abuelos. Muchos soles y muchas lunas han pasado desde el día en que, compadecido del duro tratamiento que se nos daba, el Rey eximió a sus indios de la encomienda. ¡Mas ya era tarde! Nada o muy poco hemos mejorado. Envilecidos, errantes, con el corazón lleno de lágrimas, sin techo ni pan, ¿qué uso harían de su libertad los que antes habían sido dueños y señores de esta tierra?

El ladrido de un perro interrumpió a la india.

—Ya están aquí —exclamaron a la vez las dos mujeres. En efecto, Godileo, acompañado de su hijo Silo, entró a la cabaña.

V

Era Godileo un indio de rostro atezado, surcado de hondas arrugas, sin barba, a no ser que se le dé este nombre a unos escasos pelos blancos que llevaba hacia la extremidad del rostro. Su cabeza, calva en la parte superior, mostraba hacia la nuca una gruesa trenza, aún de color gris. Su estatura era gigantesca, anchas sus espaldas, el pecho fornido, la mirada viva y penetrante. Debía de contar largos años a juzgar por su cuerpo ya algo inclinado y lo tardo de su paso.

En cuanto a Silo, que parecía mayor que Gala, reflejaba en su indiana fisonomía, toda la vivacidad del indígena, unida al estúpido candor que imprimen la ignorancia y la miseria.

—Gala, ayuda a tu hermano a descargar —dijo Godileo tirando unas andrajosas alforjas en un rincón, y acercándose a la lumbre—. Y tú, mujer, dame la cena —añadió—, que la jornada ha sido larga y el trabajo duro.

—Han demorado tanto en este viaje que creí que habían bajado al desierto en busca de monte —dijo la india socarronamente, poniendo en un banco de piedra una fuente de barro llena de maíz molido y cuatro panes de harina candeal.

—No —contestó Godileo, partiendo con satisfacción uno de los panes—. No hemos bajado, nos hemos encumbrado a unas cimas trabajosas para un viejo como yo. A fe que les ha de costar a los cateadores el poner un talón en aquellas puntas.

—Parece haberles entrado fiebre a las gentes de los poblados, que se desatan en bandadas a tomar los aires en estas serranías —dijo Mónica.

—Así, mujer, te he visto a ti días enteros en los páramos calcinados por el sol, hollando la arena para desenterrar papillas que con tanto gusto comían estos alrededores arrostrando los rigores del tiempo y buscando los tesoros que se ocultan bajo esta tierra, quizás tengan también pequeñuelos a quienes alimentar.

—Bien podían dejarnos en paz, que harto tienen ya. Ellos viven bajo hermosos techos donde no penetra el sol, ni la lluvia; ellos tienen adornos brillantes y vestidos siempre nuevos, ¿qué les falta, pues?

—¡Calla, mujer! Yo he vivido algunas horas en poblado y en tan corto tiempo he visto muchas cenizas que el fuego, días ha, no había calentado; he visto rostros angustiados por la necesidad; he visto niños que pedían pan y madres que lloraban por no podérselo dar: y estos no eran pobres como nosotros, no, los he visto con trajes brillantes y pisando en telas muy blandas y sentarse en asientos muy bellos. Mira, tú sabes que no tengo corazón de nata, pero me he sentido mal al ver aquello… Pasa el cabrito, mujer. Pero, ¿qué estas buscando?

—Una piedra —contestó Mónica— para asentar este cántaro.

—En mis alforjas hallarás unas.

La india se dirigió a estas y tomó dos grandes piedras que colocó en el fuego, poniendo enseguida encima de ellas un jarrón de barro lleno de leche de cabra. Gala y Silo entraron en ese instante y se sentaron a cenar junto a su padre. Poco después el indio y su familia reposaban en ese sueño tranquilo y feliz que solo es dado al pobre disfrutar.

VI

Al amanecer del siguiente día, cuando aún las estrellas no eran del todo apagadas por la tenue claridad del alba, un hombre se apeaba de un caballo flaco, y al parecer extenuado, a la puerta de la cabaña de Godileo. Largo rato hacía que la familia del indio estaba en movimiento, y que Gala y Silo habían marchado a la ciudad tras de sus burros cargados con la leña que debían vender en ese día.

—Buen día, amigo —dijo el viajero al desmontarse.

—Así se los dé Dios a usted —contestó el indio, sacándose por deferencia un bonete lacre que cubría su cabeza, distintivo entonces del minero, pero que él llevaba por costumbre.

—¿Me daréis permiso para descansar aquí y tomar un mate?

—¡Cómo no, señor! ¿Cuándo esto se niega en el rancho de Godileo? Entre usted.

—¡Qué horrible frío! —exclamó el desconocido, atando la rienda de su caballo a una caña que sobresalía del techo; luego, agachándose cuanto pudo, entró. Mónica, que había oído nombrar el mate, corrió hacia el hogar, y con unos cuantos soplidos formó una hermosa fogata.

Godileo acercó su banco al huésped, el que se sentó a la lumbre.

Era este un joven de treinta y cinco años, aunque representaba mayor edad, porque poseía una de esas fisonomías demacradas sin parecer enfermizas, sello que imprime en el hombre o el asiduo trabajo o una vida de agitación y de desorden. Sus cabellos largos y rubios los llevaba con gracioso descuido. Sus ojos eran de un oscuro azul. No usaba patilla ni bigote, y su cutis, blanca en otro tiempo, estaba tostada por los aires de Atacama. Llevaba sobre sus vestidos una fina y larga manta, que solo dejaba ver la parte inferior del pantalón, ajustado a unas botas de campo pardas de polvo y roídas por el uso. Unas grandes espuelas de plata y un sombrero de paja blanca y fina completaban el traje del recién llegado.

—¿Va usted a las minas, señor? —le preguntó el indio.

—Vengo de un largo cateo.

—Y ¿cómo anda la suerte? Dicen que todos los días se hacen nuevos descubrimientos.

—Sí, mas eso no es para todos.

—Poco a poco, señor, ya vendrá.

—En cuanto a mí, ya desespero. Cada una de estas expediciones en que gasto salud, bolsillo y paciencia, solo me deja por resultado el desaliento y la convicción de que Copiapó no se ha hecho para mí.

—¡Ah! ¿El señor no es del país?

—No. He venido atraído por la fama de las minas y, aunque la vida que llevo aquí es la de Satanás, he jurado vencer o morir en el campo de batalla.

—Según parece, usted es muy minero, señor.

—Tan minero soy ahora como militar era tres años ha. Conozco ya las calidades de las vetas, tan bien como conocía entonces los vicios de mis soldados. Pero, la vida del militar en tiempo de paz es más tranquila que esta. Aquí se vive en continua ansiedad, como si siempre estuviésemos en víspera de dar batalla, o de tomar una plaza por asalto.

Mónica entre tanto, había preparado el mate, y se lo presentó al huésped con respetuoso encogimiento.

—Gracias —le dijo este, y llevando la bombilla a la boca, prosiguió con mayor animación su interrumpida charla de minero.

—Como le iba diciendo —dijo, dirigiéndose a Godileo—, el demonio de la ambición entra por todos los poros del cuerpo, una fiebre maligna se apodera del corazón y lo hace a uno soñar que está pisando sobre piedras de plata maciza. Un día, nada menos, he desenladrillado el piso de mi cuarto siguiendo el rumbo de una veta que me pareció le atravesaba cruzando desde el patio.

—¡Vaya! ¡Vaya! —dijo el indio.

—Esto es nada —interrumpió el huésped, chupando con más ahínco su sabrosa bebida y dando sorbo tras sorbo hasta que arrancó ese sonido ronco por el que avisa el extenuado mate que el vacío se ha hecho en sus entrañas. Entrado así en calor, y como si se le hubiese tocado la cuerda sensible, el joven, preparándose para contar su vida entera, sacó un cigarrillo, se inclinó a encenderlo, y al punto retrocedió asombrado.

—¿Qué sucede? —dijo Godileo, poniéndose de pie.

—¿Y estas piedras? —exclamó el joven, indicando las dos que en la noche anterior había Mónica arrimado al fuego, mas no ya tierrosas y negruzcas como Godileo las recogió del cerro, sino pulimentadas como dos joyas preciosas.

El indio se puso boca a bajo para examinarlas. Violas en parte derretidas. Varios glóbulos y figurillas caprichosas, a manera de filigrana, adornaban los contornos de aquella pasta hirviente tan maravillosamente transformada por la acción del calor.

—Son de plata — respondió el indio tranquilamente. Las separó del fuego y vació sobre ellas un cubillo de agua.

El joven, que ya había concebido la ilusión de un gran descubrimiento, tomó una de las piedras, todavía humeantes, y salió fuera para examinarla.

El indio le siguió con la otra.

—¿De dónde las ha traído usted, mi amigo?

Godileo no respondió.

—Por favor hable usted —insistió aquel con voz suplicante.

—Oiga usted, caballero —dijo el anciano—, esto es una ley, señor, que hasta el día nadie se ha atrevido a quebrantar: el indio que descubra un tesoro, sea huaca, sea mina, sea lo que fuere, debe ocultarlo más allá de la vida, llevárselo con la muerte; y esto, señor, para que los españoles no lo encuentren jamás.

—¿Y qué piensa usted hacer? —articuló desalentado el viajero. Godileo se encogió de hombros desdeñosamente y contestó:

—Nada.

—¿Y dejará usted esos veneros perdidos, despreciando así la bondad visible de la Providencia? No, hombre, usted no hará eso, usted tiene hijos, viven en la miseria. ¡Sería una indolencia, una locura!

—No quiero exponer a mis hijos —contestó pausadamente el indio— a los peligros que acarrea el oro. Ellos serían víctimas de la codicia de los hombres. No formados para vivir en los pueblos como señores, perecerían, a la manera de esas vicuñas salvajes a quienes se aprisiona para trasportarlas lejos del desierto, o caerían como ellas en los lazos que la codicia tiende a la opulencia; y un día tal vez, pobres y desgraciados, vendrían a ocultar sus lágrimas en la choza del indio Godileo.

Nuestro joven perdió toda la esperanza.

—Está bien —dijo maquinalmente y como revolviendo una idea su imaginación. Luego montó a caballo y se alejó lentamente.

Godileo le siguió con su mirada firme y serena. Cuando lo hubo perdido de vista, llamó a Mónica y le dijo con esa voz del que está acostumbrado a ser obedecido:

—Mujer, lo que ha pasado aquí no lo sabrán ni tus hijos, ¿lo entiendes?

Mónica hizo un signo afirmativo.

—Ahora, entierra esas piedras: ¡la juventud es indiscreta! Murmuró el indio, entrando en su cabaña.

Los busca-vida

Подняться наверх