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La virgen de la paloma

Anduvo, anduvo.

Volvía ya a su morada. Dirigíase al ascensor cuando oyó una risa infantil, armónica, y él, poeta incorregible, buscó los labios de donde brotaba aquella risa.

Bajo un cortinaje de madreselvas, entre plantas olorosas y maceteros floridos, estaba una mujer pálida, augusta, madre, con un niño tierno y risueño. Sosteníale en uno de sus brazos, el otro lo tenía en alto, y en la mano una paloma, una de esas palomas albísimas que arrullan a sus pichones de alas tornasoladas, inflando el buche como un seno de virgen, y abriendo el pico de donde brota la dulce música de su caricia.

La madre mostraba al niño la paloma, y el niño, en su afán de cogerla, abría los ojos, estiraba los bracitos, reía gozoso; y su rostro al sol tenía como un nimbo; y la madre con la tierna beatitud de sus miradas, con su esbeltez y gentil, con la aurora en las pupilas y la bendición y el beso en los labios, era como una azucena sagrada, como una María: llena de gracia, irradiando la luz de un candor inefable. El Niño Jesús, real como un Dios infante, precioso como un querubín paradisiaco, quería asir aquella paloma blanca, bajo la cúpula inmensa del cielo azul.

Ricardo descendió y tomó el camino de su casa.

Rubén Darío: Cuentos completos

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