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Al costado de la ruta

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Durante años saboreé la amargura del odio y el rencor, pero eso me ayudó a superar aquella noche. Desde aquel día, planeo mi venganza contra aquellos que tanto mal me hicieron.

Era una noche oscura y presagiosa. No debí haber ido a la fiesta; mi madre me lo advirtió, pero no hice caso. Bebí bastante. Pero no estaba borracha. Conocí a alguien que me invitó a ir a un lugar más privado y acepté. No sabía lo que iba a ocurrir, dada la ingenuidad de la adolescencia. Cuando llegamos cerca del río, solo sentí un fuerte golpe en la cabeza. Luego me metieron en un maletero para más tarde arrastrarme a un descampado. Aunque estaba semi inconsciente, jamás podré olvidar los rostros de mis atacantes: eran cuatro, y todos tomaron turno para violarme y luego golpearme hasta casi morir. Después de un tiempo, creyeron que estaba muerta y me tiraron al costado de la ruta antes de irse. Un patrullero de la policía me encontró desnuda, sangrando y muerta de frío. Me llevaron al hospital, me atendieron y estuve unas semanas internada. Mi madre me lo advirtió; ahora las dos lloramos. La policía nunca encontró a los culpables y sospecho que nunca los buscaron. En mi pueblo, si un rico ataca a un pobre, se sale con la suya. El dinero otorga poder y lava las culpas.

El tiempo pasó, terminé el secundario. Me mudé a la ciudad y estudie en la Universidad. Cuando me recibí de abogada, traté por todos los medios legales de llevar a mis atacantes a juicio, pero lamentablemente el caso había prescrito. No planeaba darme por vencida.

Fue entonces cuando conocí a Eduardo, un líder de la mafia narcotraficante. Inmediatamente, empecé a trabajar para él como abogada. Luego de ganarme su confianza, le confié mi secreto y le pedí su ayuda para realizar mi venganza. No sería fácil, dijo Eduardo, pero tampoco imposible.

Mis atacantes eran, en la actualidad, gente de negocios. Otros políticos corruptos. Presas fáciles.

Eduardo organizó todo y yo fui el brazo ejecutor. Aquella noche, durante la fiesta que dimos, ninguno sospechaba nada. Mientras hacían negocios y bebían, yo observaba. Las bebidas tenían somníferos y se quedaron dormidos muy pronto. Los cargamos en dos autos y los llevamos a una fábrica. Ahí me di el gusto de torturarlos en persona por horas. Cuando me cansé, uno a uno los desintegramos en barriles con ácido.

Hoy, vivo en Dinamarca y sigo trabajando para Eduardo. En mi país, siguen buscando a dos políticos y dos empresarios, desaparecidos sin dejar rastros.

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