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Animal de medianoche
ОглавлениеGente, gente por doquier. Es impresionante lo que esta asquerosa especie logró en tan poco tiempo. Y pensar que hace tan solo veinte mil años vivíamos en cuevas y cazábamos con arco y flecha. Ahora tenemos estos enormes edificios que parecen colmenas, calles que fluyen como ríos de corrupción, infestados de vehículos ruidosos y contaminación; nuestros arcos y flechas fueron remplazados con balas de plomo: la misma mierda con diferente color.
Yo veo todo esto, veo a las personas yendo día tras día a sus destinos. ¿Cuáles destinos? Ni la más remota idea; simplemente soy una ínfima parte de su recorrido. Soy como el jodido llanero solitario, un viajero acompañado únicamente por su caballo de metal, diariamente invadido por oficinistas y doñas cristianas y bebés babosos. Detrás del volante, todos los días. Mi vida se restringe a estas paredes de duro y frío acero, con sus puertas y sus ventanas y caras anónimas que se mueven sin pararse a pensar en quién tienen al frente, simples e insignificantes hormigas de esta gran estructura cuadrada e impersonal: la vida de un taxista.
Tomé este trabajo porque los motores siempre fueron mi pasión, un amor que fui cultivando desde mi pubertad cuando mi queridísimo padre me enseñó el oficio. Hacía de camionero bajo su tutela, llevando cargas de aquí hasta allá siempre bajo la vigilia del yugo paterno; él cuidando siempre que la desgracia no se ciñera sobre su pupilo a causa de un descuido de principiante. Con el tiempo mejoré y, a la dulce edad de dieciocho años, empecé a viajar sin mi maestro, acompañado de mis propios pupilos. Acabé casándome con esta vida cuando terminé mis estudios en mecánica a mis veinticuatro años. La boda fue coronada con un regalo de mi padre, un hermoso Porsche Cayenne al que llevé a la luna de miel.
Después de eso, tuve varios años en completa tranquilidad... abrí mi propio taller mecánico… ganaba bien… conseguí una esposa (esta vez de verdad, no una simple metáfora mamona). Con ella tuve dos preciosas hijas. Mi padre finalmente falleció, un pronóstico que teníamos latente desde hace unos años, cuando le diagnosticaron cáncer de estómago. El funeral, nada del otro mundo. Una persona más que deja esta vida, la única diferencia era que a esa persona que estaba siendo enterrada varios metros bajo tierra alguna vez la llamé papá. Sé que debía estar triste, hacía muecas de dolor fingidas para que nadie pensara que mi corazón era más vacío que la sustancia de un reality show. Pero en realidad mi sufrimiento era nimio en ese momento… siempre supe que las personas mueren, sabía que tarde o temprano me llegaría el turno de afrontar ese proceso. Me preparé mentalmente muchos años antes de que siquiera me imaginara cómo morirían mis seres queridos. Pensar como un desalmado hijo de puta… ayuda, aunque quizás esa fortaleza era más fingida que mis lágrimas de cocodrilo; al final ese sentimiento de ausencia es algo contra lo que no se está preparado nunca. No importa cuántas veces me repita que es simplemente mi egoísmo no querer dejar ir a esa persona, desear que siempre esté a mi lado… esos pensamientos son veneno del ego… son pruebas irrefutables del alma humana cegada por los sentimientos.
En fin… a pesar de la mierda presente en mi vida (como en la vida de todos) era feliz en cierta medida… pero no me sentía lleno. Era una sensación de vacío, un hoyo en mi pecho. Un día mientras exploraba la carne de mi esposa, durante ese momento de conexión no sólo física sino espiritual, mi mente recibió la visita de epifanías y visiones de tiempos pasados. Lenta y cariñosamente me despegué de mi mujer y me senté al borde de la cama mientras me rascaba la barbilla.
–¿Qué pasa Jaime? –preguntó mi esposa, con cierta inquietud en su voz. Me volteé para encararla, mi mirada lánguida penetró su alma.
–Creo que… necesito cambiar mi vida –respondí yo melancólicamente.
–¿Por qué lo dices, cariño? ¿No eres feliz? –replicó ella, buscando mentalmente maneras de elevar los ánimos.
–No lo sé, Marta. Simplemente siento que me falta algo.
–Tienes una familia que te quiere, amigos leales, un buen trabajo y una casa más que decente. ¿Qué te falta?
Mis labios no alcanzaron a pronunciar palabra, pero mi mente albergaba elucubraciones epifánicas que servían de respuesta para las dudas de mi amada. Me faltaba el olor de la carretera, la adrenalina que me inyectaba el misterio del camino en el corazón, ese sentimiento de libertad que me enamoró originalmente de los motores, sentimiento que no podía alcanzar trabajando dentro de un taller. Necesitaba cambiar de vida urgentemente, antes de que las cuchillas de la nostalgia terminaran por drenarme la sangre.
–Necesito… volver a la carretera –musité antes de sumergirme debajo de las sábanas.
Al día siguiente no abrí el taller. Dediqué mi día entero a conseguir trabajo en las serpenteantes calles de esta ciudad. Originalmente tenía en mente volver a conducir grandes camiones, llevando cargas igual de grandes a través de las grandes carreteras transnacionales, idea rápidamente descartada por el peso de la nueva familia presente en mi vida. Resolví por aplacar mis ansias de conducción volviéndome taxista. Con el objetivo ya trazado era hora de sumergirme en… ya saben, la burocracia, la siempre omnipresente y aburrida burocracia. Enfrentar unas cuantas colas, sacar permisos, registrar mi coche, bla, bla, bla, a la mierda. Después de afrontarme satisfactoriamente a las porquerías del mundo civilizado, por fin lo tenía todo: tarjeta de identificación del conductor, carnet del registro de taxis, todo cabrón, todo correcto.
Unos días después empecé a ejercer mi nuevo laburo. Primer día de trabajo, nada recalcable, unas cuantas carreras realizadas con el debido respeto y eficacia, monedas y billetes ganados para el ahorro. La primera semana sentía que lo había logrado, aplaqué ese vacío voraz que amenazaba mi cordura. Lastimosamente, ese sentimiento de realización empezó a ser mermado rápidamente una vez más por la monotonía. La misma rutina, la visión de las mismas calles día tras día, el mismo y familiar vacío que abrazaba mis percepciones. Una vez más intenté enfrentar ese sentimiento desolador cambiando mi rutina y tomé el horario nocturno. De nuevo resultó: la visión de la ciudad nocturna, un ambiente que difiere tanto de las calles bañadas por la luz del sol, llenó el agujero profundo que florecía en mi alma. Pero… ya lo adivinarán, el hoyo no se extinguió, sólo fue temporalmente burlado. Me di cuenta de que quizá ese vacío era inevitable; no importaba qué hiciera, siempre terminaría volviendo. Era un… algo, un algo que nunca imaginé que existía, un algo que no fue contemplado por mi yo más joven; un algo propio del mundo de los adultos, ese desencanto por todo, una forma de concebir el mundo que nace cuando la fascinación del infante, su salvaje imaginación, muere. Finalmente, esa revelación se paró clara ante mí para darme un par de buenas bofetadas: ese vacío sólo se iría si volviera a ver el mundo a través de los ojos de un niño, fascinado por los misterios del mundo circundante que clamaba ser descubierto. Esa es una opción que debía eliminar rápidamente, ya tenía casi cuarenta años, adulto hecho y derecho, era simplemente imposible. Mis ojos se llenaron de lágrimas, nublando mi visión detrás del volante. Recordé el verso de una canción gaucha… “Y la panza de mi vieja es el único lugar al que quiero volver”. Sí, por supuesto, sería fantástico, todos tienen un lugar feliz al que quieren volver. Redoble de tambores.
Unos días, o unas semanas después, no lo sé. Bueno, la cosa es que me encontraba dentro de mi coche, aportando mi granillo de arena para hacer girar este gran sistema de relojería al que llamamos civilización, llevando gente a sus destinos, la misma mierda de todos los días. Ya muy entrada la noche, a eso de las once, recorría no sé qué avenida cuando a lo lejos vi una silueta rodeada por las penumbras de la bóveda, un hombre que me hace señas para que detenga el vehículo. Bajé la velocidad y me detuve justo frente a él. Abrió la puerta del coche y se subió en los asientos traseros. Ya dentro e iluminado por la luz del techo, pude verlo con claridad: un hombre alto y delgado, de larga cabellera y vistiendo un elegante traje negro, sujetando firmemente una de esas enormes maletas de viaje con una de sus manos.
–Buenas noches –me dijo amablemente con una melodiosa voz–. Necesitaré de sus servicios por buena parte de la noche, sólo lléveme adonde le indico y al final de la jornada recibirá una buena paga.
Me limité a asentir con la cabeza mientras mi rostro mostraba una gentil sonrisa de performance. Este hombre no se viene con rodeos pensé, directo al grano, sí señor. Sin más dilación arranqué.
–La primera parada será en el Cementerio Jardín –dijo mientras se recostaba en la espaldera del asiento forrado con cuero.
Mientras conducía no dejaba de ver a ese misterioso sujeto por medio del espejo retrovisor. Tenía un aire extraño que describiría más bien como sospechoso. Escudriñaba las oscuras calles con su penetrante mirada a través de la ventana. Una de las cosas que más llamó mi atención era un tic nervioso que su busto evidenciaba… contorsionaba su cuello mientras levantaba ambos hombros simultáneamente. Era simplemente inquietante. Lo único que me calmaba era su amabilidad, pero no podía dejar de pensar que era más bien fingida y que tarde o temprano sacaría un cuchillo y me degollaría. Después de estar conduciendo casi quince minutos, finalmente llegué al Cementerio Jardín.
–Espéreme aquí –dijo el sujeto con su suave voz. Bajó del auto llevando esa gran maleta consigo.
En cuanto se fue, lo primero que cruzó mi mente fue pisar el acelerador a fondo, directo hacia la noche para ser engullido por las protectoras sombras del cielo sin sol. Sin embargo, no lo hice, una fuerza mayor que yo me impedía huir despavorido de ese hombre con voz de flauta.
Pasados unos diez a quince minutos más o menos, el sujeto volvió. Se subió en el mismo asiento de antes, justo detrás de mí. Al lado de él depositó la gran maleta. Sin embargo, esa carga tenía algo diferente ahora… quizá fue simplemente mi impresión engañada por la oscuridad de las calles, pero sentía como si el equipaje que llevaba adentro se hubiera aligerado. ¿Eran acaso sus ahora más gráciles movimientos? ¿O eran más bien mis ansias por encontrarle un sentido a la actitud de ese hombre? Tenía un nudo en la garganta que me dificultaba tragar mi saliva.
–Ahora lléveme a Alto Llojeta. Le iré indicando el camino mientras conduce –dijo el hombre, rompiendo el silencio imperante.
Me limité a seguir las órdenes del sujeto. Una vez más tenía el motor en marcha rumbo al nuevo destino que me había marcado. Mientras conducía exploraba las calles con ojos curiosos a través del parabrisas; las pocas almas que recorrían esos lares nocturnos olían a trago barato y tabaco, de vez en cuando mis faroles desvelaban jóvenes inhalando humo de mota a través de pipas hechas con tarjetas de crédito o con envoltorios de chocolate. El hombre al que transportaba seguía irrumpiendo en la quietud gregoriana con sus incómodos tics.
–Gire a la izquierda, ahora a la derecha, siga directo –indicaba el hombre en tono imperante–. A la izquierda, siga directo… es acá.
Nos detuvimos frente un terreno descampado que se encontraba un poco más allá del límite de la gran hoyada andina. El hombre repitió el mismo procedimiento de antes, bajando con maleta y todo. Me dirigió una última mirada antes de pedirme que esperara en ese lugar; justo después, se sumergió en las negras tinieblas resguardadas por Plutón. Me quedé solo en ese paisaje desolado y baldío. Un escalofrío recorrió mi espina dorsal mientras pensaba ¿Cómo me metí en esta mierda? ¿Cómo carajos me metí en esta grandísima mierda putísima? Le suplicaba a los primigenios que ningún alma en pena se cruzara en mi camino, buscando horrorizar a algún despistado. Mi única compañía era ese ojo plateado que coronaba el cielo de petróleo. El hombre tardó más o menos el mismo tiempo que invirtió en su primera bajada, antes de reaparecer de entre las penumbras. Se subió al coche y de nuevo depositó la maleta a su lado.
–Ahora necesito que vaya a El Alto –pronunció.
–Disculpe, creo que deberé negarme. El Alto está muy lejos y…
–Escuche, le pagaré quinientos bolivianos ahora y quinientos al terminar. Mil en total, ¿será suficiente?
Me quedé helado. Si tal cantidad de plata estaba en juego quizá podría…
–No lo sé, ¿cuántas paradas más haremos? –dije con voz temblorosa.
–Sólo un par más. Y si aún no está convencido –el hombre sacó su billetera del bolsillo, de la cual extrajo un fajo de billetes de cien– le daré setecientos ahora y setecientos al terminar –me dijo alcanzándome el dinero.
Miré fijamente su mano huesuda por unos segundos antes de extender mi brazo hacia su generosa ofrenda… no había marcha atrás, ya tenía los billetes entre mis dedos. A la mierda, ¿qué podría salir mal? Me dije para reconfortarme.
Nuevamente en la carretera, siendo arrastrado por las cadenas invisibles del destino. A pesar de que el dinero que se me había prometido era un incentivo más que eficiente, no podía librar a mi mente de esa inquietud inminente, el sentimiento de que me estaba metiendo en una situación más allá del control divino. Quizá impulsado por una morbosa curiosidad, empecé a entablar una conversación con mi extraño pasajero.
–Me dejaría preguntarle… ¿Qué es lo que lleva en esa maleta? –dije mientras me limpiaba un hilillo de sudor que recorría mi frente helada.
–Mire, amigo, con todo respeto, no le estoy pagando por responder a sus preguntas –dijo secamente.
Ya había dado por muerta la conversación; cuando el hombre volvió a abrir la boca, despidiendo armónicas palabras.
–Pero… ya que está pasando por toda esta desventura a causa de mí, creo que lo menos que puedo hacer yo es brindarle algunas explicaciones… esta maleta contiene documentos, recuerdos de una vida pasada que quiero dejar atrás.
–¿Y eso por qué? –pregunté yo.
–¿Es que acaso un hombre no tiene el derecho de hacer borrón y cuenta nueva? Cuando acabe aquí, me iré lejos, quizá compre una granja en la Argentina y me dedique a criar vacas el resto de mi vida… en paz.
–Comprendo. Ojalá yo tuviera el corazón para deshacerme de los recuerdos de toda una vida. A veces pienso que sería genial irme a algún otro lado y empezar de cero, siempre quise ir a México o a los United States, ¿sabe? Pero luego pienso en mi familia, realmente les haría falta… y esas fantasías me abandonan. Y usted. ¿No tiene una familia que lo echará de menos?
El hombre se mantuvo en un silencio de ultratumba, viendo por la ventana.
–Mi familia no me extrañará, eso se lo aseguro. Para ellos estoy muerto. Cometí demasiados errores en mi vida, mi familia pagó por la mayoría de ellos… sé que esto es lo mejor para todos –concluyó con voz nostálgica.
Yo enmudecí, volviendo a centrar mi atención en el camino, y empecé a subir hacia la ciudad más allá de las nubes.
Finalmente llegamos a El Alto, recibidos por una gélida bienvenida de parte de planas calles y carreteras que se extienden a través del paisaje altiplánico, acompañado por el beso seco del concreto. Continué conduciendo hasta el mirador Virgen Blanca, en ciudad Satélite. El hombre me pidió que me estacionara un par de calles más abajo. Así lo hice, y el sujeto repitió la rutina de bajar con la maleta y desaparecer en la oscura noche sin estrellas. El final satisfactorio de la recóndita labor había sido marcado una vez más con el regreso del enigmático sujeto, llevando la maleta aún, que cada vez aparentaba ser más y más ligera, librada de su misteriosa y melancólica carga; mientras mi fascinación y curiosidad se hacía más y más pesada. Mi alma estaba sedienta, y lo único que podía aplacar esa sed desértica eran las respuestas que sólo el pasajero misterioso me podía brindar. Ya con él en el coche, me puse en marcha a la última parada del largo recorrido.
–Ya casi estamos. El último lugar al que necesito que te dirijas es a Kenko –me dijo desde su inmutable posición.
Conduje en silencio, sin protesta alguna, emocionado ante la jugosa recompensa que me aguardaba al final.
Mientras manejaba, y en un giro inesperado de ironía poética, pude distinguir la silueta tambaleante de un hombre. El sujeto supeditado al cruel viento de la intemperie se volteó hacia el auto, revelando su rostro… era Gabriel, un viejo amigo que conocí en mis años escolares. Bajé la velocidad y me detuve a su lado mientras bajaba la ventanilla de la puerta.
–¿Gabriel? ¿De verdad eres tú, pinche cabrón? –dije amistosamente.
–No puedo creer lo que mis ojos están viendo. ¿Jaime? Creí que estabas bien muerto, hombre –dijo él mientras se acercaba al coche.
–Es lo que hubieras querido, ¿no es así? –pronuncié entre risotadas.
Gabriel sumergió su cabeza en el interior de mi vehículo y con sus perlas exploró el recinto móvil. Dirigió su vista hacia mi pasajero, que le devolvía una hostil mirada.
–¿Estás laburando? –preguntó, manteniendo la compostura.
–De hecho, sí. ¿Necesitas de un aventón? –repliqué yo, buscando un poco de reconfortante compañía más allá de mi inquilino con voz de flauta.
–Me vendría bastante bien uno, la verdad. Pero tampoco quiero molestar. ¿Adónde se dirigen?
–A Kenko –respondí.
–Perfecto, entonces. De ahí puedes dejarme en Villa Mercedes, queda más debajo de Kenko –propuso mi viejo amigo, complacido.
Yo me volteé para constatar la comodidad de mi primer pasajero, obligado por un sentido de la moralidad que se ciñó sobre mí.
–¿No le molesta que nos acompañe? No puedo dejarlo tirado aquí, considerando lo peligrosa que se vuelve la ciudad de noche –intenté explicarme.
El hombre abrió la boca, pero ninguna sílaba fue pronunciada. Se tragó sus reclamos, pasaron a través de su tráquea y se rascó la punta de la nariz con un dedo.
–Yo creo que no hay problema alguno, siempre y cuando no interfiera con mi ruta –terminó articulando el hombre de la maleta, con cierta irritación maquillada de samaritanismo.
Gabriel se subió en el asiento del acompañante, cerrando la puerta detrás de él. Arranqué los motores y proseguí mi ruta. La cabina frontal del coche se llenó con nostalgia enarbolada mientras vagos recuerdos de tiempos pasados fluían como ríos de oro fundido.
–Te perdí el rastro en cuanto te mudaste a El Alto, bro’ –comenté yo.
–Quería irme, man. Ya sabes, ser independiente. Quiero a mi familia, pero necesitaba vivir mi vida. Empecé a trabajar y conseguí un pequeño cuarto acá arriba. Era más barato y lo mejor es que estaba lejos de toda la mierda de casa –me contó él.
Mientras tanto, el hombre de la maleta miraba a través de la ventana, intentando ocultar el disgusto que destilaba.
–¿Y qué hay de ti? ¿Te casaste con la Marta al final? –preguntó Gabriel.
–Maldita sea que sí. Era el destino, hombre –respondí yo con una gran sonrisa.
–Carajo, toda la promoción sabía que pasaría; era obvio –exclamó él.
–Bueno, era bastante obvio después de toda la parafernalia melosa que mostrábamos en clases –comenté yo en tono burlesco.
–¿Parafer… qué? Mierda, ese vocabulario tuyo siempre hizo que la profe de literatura se mojara. ¿Por qué terminaste conduciendo taxis? –añadió Gabriel a la conversación.
–Creo que es para lo que nací, hermano, para sentir la brisa de la carretera acariciándome. Es lo que me llena.
–A mí me llena estar con una preciosura en la cama –comentó él mientras gesticulaba obscenas imágenes con sus manos.
Conduje por casi media hora, sorteando obstáculos ocultos en la negrura de la carretera, intentando mantenerme despierto en esas vacías calles llenas de grava. Finalmente llegué a Kenko. El pasajero de la maleta volvió a abrir la boca después de mantenerse en profundo silencio durante todo el final del recorrido. Me señaló un callejón resguardado por centinélicos edificios. Me estacioné en la calle contigua, permitiendo que el misterioso hombre sin nombre bajara para que hiciera lo que sea que hacía. Me quedé dentro del vehículo. Mi ánima estaba menos inquieta gracias a la tranquilizadora presencia de mi viejo amigo.
–¿Qué carajos se supone que está haciendo allá? –preguntó él con voz seca.
–Para serte sincero, no tengo ni la más mínima idea, hermano. Estuve llevando a este sujeto de aquí a allá toda la maldita noche. Me dijo que esta era la última parada de la jornada.
–¿Y todas las paradas a las que te hizo conducir eran igual que esta? –añadió Gabriel viendo por la ventana hacia la negra noche.
–Sí, más o menos. Hicimos paradas incluso peores que esta.
–¿No te parece un tanto… sospechoso? ¿No crees que estás metido en algo denso?
–No soy estúpido, Gabriel. Por supuesto que estoy metido en algo denso, pero no puedo rechazar los billetes de este sujeto.
–¿Cuánto te está pagando? –preguntó Gabriel mientras me miraba a los ojos.
–Mil cuatrocientos bolivianos –respondí yo con naturalidad.
–A la mierda, esa es una gran cantidad de dinero. ¿Qué harás con él?
–Ya veré cuando tenga el resto.
–Nunca me imaginé a ti hablando de que prefieres plata a no ayudar a un criminal a hacer sus pendejadas. Estoy feliz de que hayas olvidado tus huevadas progre-comunistas, Jaime; no iban a llevarte a ningún lado –dijo Gabriel, reflexivo.
–Debe ser por mi familia. Antes de tener una podía hacer con mi vida cualquier cosa, hasta hacerme hippie. Ahora esas fantasías están muy atrás en el pasado.
–Me alegra que entiendas por fin, Jaime; me alegra que entiendas.
Gabriel empezó a mirar en todas direcciones, como si buscara los indescriptibles horrores lovecraftianos dentro de la oscuridad.
–¿Cuánto suele tardar este sujeto cuando baja del coche? –rompió Gabriel el silencio.
–Depende. Entre diez a quince minutos, más o menos –aplaqué yo sus dudas.
–Más que suficiente –dijo él mientras sacaba una navaja del bolsillo–. Afloja tu plata, cabrón.
–¡¿Qué carajos, Gabriel?! ¿Qué demonios estás haciendo? –pregunté con el corazón a punto de chorrearse por mi boca.
–¿Qué crees, idiota? Te estoy asaltando –dijo Gabriel indiferente.
–Pero, ¿por qué? Creí que éramos amigos…
–Y yo creí que ya habías entendido, Jaime. Tú tienes una familia que mantener y yo también. ¿Qué quieres que haga? –se escudó Gabriel.
–¡Quiero que no me putas amenaces con una maldita navaja, la puta madre! Se supone que somos mejores amigos de la secundaria, ¿es que no tienes un ápice de decencia?
–¿Quién eres tú para hablarme de decencia? ¡Estás ayudando a un maldito criminal a hacer no sé qué mierdas! ¿Y aun así me hablas de decencia? Me enfermas. Además, no nos vemos desde hace más de diez años, no tenemos un vínculo especial en este momento. Carajo, prácticamente somos personas completamente diferentes. ¿Y aun así me llamas amigo? No seas descarado –explicó Gabriel, sin pizca alguna de empatía para bañar sus frías palabras.
–Gabriel, hijo de tu grandísima puta madre, ni en un millón de años hubiera imaginado que ibas a caer tan bajo –exclamé yo con afilado resentimiento.
–Ya somos dos, ¿verdad? Si no vas a hacer esto por las buenas, me obligas a usar la fuerza bruta, Jaime. Dame el dinero y esto termina aquí –añadió Gabriel a su patético y cínico discurso.
–Jó-de-te –dije yo después de aclararme la voz.
Gabriel frunció el ceño y se abalanzó sobre mí con asesinas intenciones. El filo de la cuchilla apuntaba directamente a mi estómago. Gabriel intentaba usar el peso de su cuerpo para empujar la navaja hacia mí. Me arrinconó contra la puerta; poco a poco cedía más ante su ciega ira. Ya podía sentir el frío metal sobre mi ropa, cada vez más cerca de penetrar la blanda carne. Me limitaba a ver a Gabriel directamente a los ojos, no hallé ni la más remota señal de remordimiento ante tan atroces acciones.
De repente Gabriel levantó la mirada, atraída por extraños movimientos provenientes del exterior del vehículo. En ese momento el cañón de un arma rugió desde el otro lado de la puerta del auto, una ardiente bala de plomo atravesó la ventana e impactó en la frente de Gabriel, llevándose pedazos de cráneo y sesos consigo. La bala terminó su trayecto dejando una firma de sangre en el vidrio detrás de él, una gran mancha que camuflaba los horrores visibles a través del cristal. El cuerpo inerte del que alguna vez fue mi compañero cayó sobre mí. Usando lo que me restaba de fuerzas me quité el bulto sin vida de encima, dejándolo caer a mi lado. Me asomé por la agujereada ventana para ver quién era el perpetrador de tan dantesca escena… vi al hombre de la maleta sujetando un revólver de humeante cañón entre las manos. Él me devolvió la mirada.
–Mierda, fallé –fue lo que alcancé a distinguir proviniendo de los labios del hombre.
El sujeto volvió a levantar su arma y disparó una segunda vez. La bala abrió un nuevo agujero en mi ventana. Esquivé el proyectil agachándome velozmente y cubriéndome detrás de la sólida puerta.
–¡Mierda! –exclamó frustrado el hombre.
Escuché sus pasos acercándose al vehículo. Rápidamente miré en torno mío, buscando desesperadamente algo que me ayudara a salir con vida de esa jodida situación. Vi el cadáver de mi compañero que aún sujetaba la navaja. Le arrebaté el arma blanca a Gabriel y esperé. Cuando escuché que los pasos de mi atacante estaban a pocos centímetros del vehículo, quité el seguro de la puerta y la abrí con fuerza sobrehumana, golpeando al hombre de la maleta y tumbándolo violentamente en el suelo. Oí un tercer disparo del arma, el hombre había jalado el gatillo en un sorprendido reflejo y la bala se dirigió al negro vacío que nos rodeaba, siendo tragada por la oscuridad. Aproveché que estaba tirado en el suelo para salir del auto y abalanzarme sobre él. El sujeto jaló el gatillo por cuarta vez. El disparo me rozó la mejilla a la vez que su ensordecedor sonido me dejaba un molesto pitido en el oído. Con la navaja corté la muñeca de la mano que sujetaba el revólver. Mi atacante lanzó un adolorido grito antes de dejar caer el caliente cañón a su lado. En un último intento por borrar cualquier testigo de la escena el hombre trató de agarrar nuevamente el arma. Antes de que lo hiciera le clavé la filosa punta en el cuello. Mi enemigo se quedó inmóvil en el piso, viéndome fijamente. Yo me levanté adolorido y pateé el arma, permitiendo que las penumbras engulleran su siniestro hierro ardiente.
–Si te quitas ese cuchillo del cuello te desangrarás y morirás, así que mejor quédate ahí hasta que llame a la policía. Ellos sabrán qué hacer –dije yo, intentando mantener la calma.
Saqué mi teléfono del bolsillo. Mi pasajero convertido en vil asesino impotente me veía desde el suelo, humillado y condenado por un punzante dolor. No sé qué fue lo que cruzó su mente en ese momento, si quería mantener intacto su honor ante la terrible derrota o si quería ahorrarse los incluso mayores dolores del posterior castigo que le imputarían las autoridades, no lo sé. Lo único que sé es cómo ese hombre rodeó el mango de la navaja con sus dedos y sé cómo se extrajo el filo de la carne en un último despliegue de sus habilidades humanas; también sé cómo se sintió cuando un chorro de sangre caliente proveniente de las arterias abiertas del moribundo salpicó mi ropa… dos cadáveres que debía explicar a la policía; grandísima, putísima, carajísima e interestelar mierda de caballo mutante. Mejor irse de aquí, ta-tá. No, muy tarde, escuché las patrullas policiales que se acercaban a la escena, era imposible que no hayan oído cuatro malditos disparos. Decidí que lo mejor era esperarlos e intentar razonar con ellos, contarles lo que pasó; huir me hubiera hecho parecer culpable de dos homicidios en primer grado. Me metí en el coche y abrí la guantera, saqué una cajetilla de cigarrillos junto al infaltable encendedor. Volví a salir del auto y me senté en el suelo, coloqué la colilla entre mis labios y encendí el tabaco… y a esperar, me dije… cerré los ojos… volví a abrirlos, una idea había surcado mi cabeza. Tomé la navaja ensangrentada que yacía en el suelo, la lavé con un poco del alcohol guardado en el botiquín y después apunté el filo hacia mí. Tomé una larga bocanada de aire, las sirenas cada vez estaban más cerca, era ahora o nunca… puta mierda, puta mierda de caballo, puta mierda de caballo mutante. Cerré los ojos… en un hábil movimiento de samurái realizándose el seppuku hundí el cuchillo hasta las profundidades de mi abdomen. Me quedé sin aire. Volví a extraer el cuchillo de mi piel y lo arrojé a un lado del cadáver de mi querido pasajero de la maleta. Ahora sí, era hora de sentarse a esperar, otro cigarrillo.
Días después me encontraba recostado en la camilla del hospital, aún adolorido por esa puñalada autoinflingida. Hasta donde sabía, los policías se estaban tragando bastante bien mi historia, exitosamente sazonada con la profunda herida de mi abdomen. Me enteré que el hombre que interpretó el papel de mi pasajero en esta historia se llamaba Vladimir Mendoza, un sujeto que durante la mañana de ese fatídico día había asesinado a su familia para después descuartizarlos en pedacitos, los cuales empezó a desperdigar por toda la ciudad en un astuto intento de despistar a la policía. Con mi ayuda encontraron todas las piezas putrefactas de las víctimas. Al final esos “documentos” de los que se estuvo deshaciendo toda la noche eran las cabezas, brazos y piernas de su esposa e hijas. Todavía no entiendo qué es lo que lleva a un hombre a matar a toda tu familia tan sádicamente. Si quería empezar una nueva vida tal y como él me contó, ¿no era más fácil simplemente divorciarse y ya? No sé, quizá sea la persona menos indicada para opinar, considerando que no soy ningún jodido iluminado.
Y ahora se preguntarán, ¿qué fue de mí después de tan traumática experiencia? Ese vacío que empezaba a consumir cada rincón de mi vida fue mermado definitivamente. Aún no sé exactamente por qué, quizá una experiencia tan cercana a la muerte como la que viví yo ese día hizo que me replanteara la existencia. Me gusta esa teoría, sin embargo hay otra que la verdad me convence más, y que incluso podría explicar las motivaciones de mi pasajero de medianoche y también las de mi corrompido examigo, pero que a la vez me aterra aceptar. Pienso que lo que necesitaba en esa etapa de mi vida era ver directamente a la cara de mis más bajos y salvajes instintos… instintos aplacados esa violenta noche cuando oí los sanguinarios rugidos de los leones de la jungla de asfalto.