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Capítulo 1

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MAMÁ, mamá, mamá!

La puerta se abrió de golpe y Joshua entró corriendo con toda la velocidad que le permitían sus piernas regordetas. Al mismo tiempo apareció un perro grande que parecía tener una parte de bassett, una parte de collie, una parte de caballo y todo él ser un chucho. Su ladrido profundo estaba sorprendentemente sincronizado con los gritos excitados de Josh.

Mandy Crawford corrió hacia el porche, tomando a Josh en sus brazos en el momento en que tropezaba como siempre en las escaleras y estaba a punto de caerse. Él se rio mientras ella lo elevaba por los aires y lo hacía dar vueltas.

–¿Cómo está mi chico? ¿Me das un beso?

Él le dio un beso descuidado en la mejilla y volvió a reírse. El perro bailó a su alrededor ladrando y moviendo la cola. Mandy se puso a su hijo en una cadera y se agachó a acariciar al perro, rascándole detrás de la oreja caída y de la que tenía siempre erecta.

–Buen chico, Príncipe –lo alabó, porque sabía que deseaba desesperadamente saltar sobre ella y no lo hacía porque llevaba la ropa de ir al trabajo.

–Benchico –repitió Josh y se inclinó a darle un beso en la cabeza.

–Tienes buen corazón, chiqui, poco sentido, pero buen corazón –habiendo tranquilizado temporalmente a Príncipe se llevó a Josh al interior de la casa– ¿Qué tal? ¿Te has portado bien? ¿Cuidaste de la abuela hoy?

–Lela –Josh se bajó y tomando a Mandy de un dedo se lanzó a un monólogo entusiasta pero prácticamente incomprensible mientras la llevaba hacia la cocina. «Lela, Nana y Tita» eran las únicas palabras reconocibles. Lela, la madre de Mandy; Nana, la abuela de Mandy; y Tita, la Tía Stacy, hermana de Mandy. El resto de las palabras eran innecesarias de todas formas, la familia era lo único que importaba.

–¡He llegado, mamá! ¿Eso que huele es pollo frito? Papá debe estar de camino. ¿Cierra pronto hoy la tienda? Debería, con el calor que hace.

–Estoy en la cocina, cariño –la voz de su madre sonaba extrañamente tensa y Mandy dudó por un momento, sintiendo un escalofrío en la espalda.

Josh le tiró del dedo y ella intentó zafarse de sus miedos infundados. Desde que murió su abuelo, hacía ya tres años, ella había estado nerviosa, temiendo encontrar problemas en todas partes. Tenía que dejar de hacerlo. La vida era buena e iba a seguir siéndolo.

Dejó que Josh la guiara hasta la cocina. Por las ventanas y por la puerta que llevaba al patio trasero entraba una luz dorada. Los armarios blancos reflejaban y amplificaban la luz y las cortinas amarillas ondeaban, movidas por el ventilador del techo. Era la habitación favorita de Mandy y el lugar donde se congregaba la numerosa familia.

De pie junto a la cocina, la madre de Mandy levantó la vista de la sartén donde se estaba friendo el pollo y la miró. Tenía una inconfundible expresión de ansiedad y a Mandy se le encogió el estómago, ¿estaría enferma su abuela?, ¿le habría sucedido algo al niño que esperaba su cuñada?

Como atraída por un poderoso imán, su mirada se dirigió hacia la mesa de roble que ocupaba un lado de la habitación. Había un desconocido sentado entre su hermana Stacy y su abuela.

Hacía calor en la habitación, a pesar de que el ventilador enviaba aire fresco, pero las expresiones serias que vio en todas las caras la hicieron sentir un escalofrío.

–Mandy, tenemos visita –la voz de su madre era tensa, como si pudiera estallar si aflojara su control.

Mandy miró con más atención al alto y elegante desconocido. Era guapo como un actor de cine, con la mandíbula cuadrada y los rasgos como cincelados. Tenía el pelo negro como el cielo de verano antes de amanecer y los ojos azules como el mismo cielo una hora más tarde. Por un breve instante le pareció que sus ojos eran tan profundos y llenos de promesas como el cielo de la mañana, pero debió ser un efecto de la luz. Al instante siguiente la mirada era glacial y distante, más parecida a un día de enero cuando el invierno se alargaba y no parecía que fuera a tener fin.

Mandy se sentía al mismo tiempo atraída e inquieta por aquel hombre. Su expresión era estoica y controlada, su postura muy erecta, con un porte que iba más allá de lo militar, como si formase parte de él y lo llevase en la sangre. Su actitud encajaba perfectamente con su traje oscuro, camisa blanca y corbata clásica.

Nadie vestía así a finales de junio en Texas.

La madre de Mandy apagó el fuego y se frotó las manos en el delantal.

–Mandy, te presento a Stephan Reynard. Señor Reynard, mi hija Mandy.

Stephan Reynard, Príncipe de Castile. El tío de su hijo adoptivo.

El olor a pollo frito se hizo pesado y empalagoso. La habitación se desdibujó y solo la cara de Stephan Reynard quedó netamente enfocada. Tomó a Josh y lo apretó fuertemente contra ella.

Tendría que haber reconocido el parecido con su hermano inmediatamente, los rasgos eran semejantes y tenía la misma postura rígida. Pero los ojos de Lawrence Reynard eran tristes y amables, los ojos de un poeta y un soñador. Stephan, evidentemente, no era ninguna de las dos cosas.

–Hola, Señorita Crawford –su acento era el mismo… vagamente inglés con algo de escocés o irlandés.

–¿Qué desea?

Su hermana de dieciséis años se puso de pie y alargó los brazos.

–Josh, ¿por qué no te vienes con la tía Stacy? Podíamos irnos fuera a jugar un poco con Príncipe.

Josh se acercó a ella y Mandy, a su pesar, lo dejó irse.

Reynard alzó una ceja.

–¿Príncipe?

–Nuestro perro –dijo Mandy con suficiencia–, él es la realeza de por aquí.

–Entiendo.

–Muy bien, ¿qué es lo que quiere? –repitió Mandy, con mayor insistencia esta vez.

–Mandy –dijo su madre con severidad–, ¿dónde están tus modales? El Señor Reynard es nuestro invitado.

–No se preocupe, Señora Crawford. No es una visita de cumplido.

–No pensé que lo fuera.

–Quizá podríamos ir a algún otro sitio para discutir este asunto en privado.

Mandy cruzó los brazos sobre su pecho.

–Esto es lo bastante privado. De hecho deberíamos esperar a que llegasen mi padre y mi hermano, Darryl y su mujer, Lynda, una especie de reunión de la asamblea real. Aquí en América la familia es la clase dirigente, por si no lo sabía.

–Mandy –su madre le pasó un brazo por los hombros–, ¿por qué no te llevas al señor Reynard al cuarto de estar? Se está mucho más fresco que aquí.

Mandy sacudió la cabeza.

–No. Esto nos afecta a todos, ¿verdad que sí, señor Reynard?

Él inclinó ligeramente la cabeza y le indicó la silla vacía al otro lado de la mesa.

–Muy bien. Entonces quizá quiera ocupar su asiento en la asamblea real.

–Mamá, ¿por qué no te sientas tú? Yo me quedaré de pie, ¿no es eso lo correcto en presencia de la realeza?

Reynard cruzó los brazos imitándola, aunque ella no tenía aquel aire altivo que realzaba el gesto de él. Levantaba una de las comisuras de su boca en un gesto que podría haber sido un esbozo de sonrisa en un rostro menos estoico, y por primera vez Mandy intuyó las razones de la fuerte e inexplicable atracción que Alena, su amiga de la infancia, debió haber sentido por Lawrence. Había algo cautivador en aquel hombre, a pesar de las circunstancias.

–Hace solo un momento tenía usted al heredero del trono en brazos, creo que deberíamos olvidarnos de las formalidades.

El heredero del trono. Sabía lo que iba a pasar desde el momento en que su madre le dijo el nombre de aquel hombre, pero al oírlo en palabras se le hizo un nudo en el estómago y su corazón empezó a latir desordenadamente.

No pasa nada, intentó tranquilizarse. La adopción había sido legal, punto por punto.

Pero Lawrence la había advertido de que la isla de Castile se regía por sus propias leyes, como aquel estúpido decreto según el cual un hijo ilegítimo podía ser el heredero del trono si no había herederos legítimos.

Pero eso no se podía aplicar allí.

–Lawrence cumplió con su deber. Volvió a casa después de la muerte de Alena y se casó con Lady Barbara. Tendrá un heredero legítimo. Dadle un poco de tiempo y dejad a Josh en paz.

–¿No se ha enterado de la muerte de Lawrence?

¿La muerte de Lawrence? Mandy sintió que se quedaba pálida.

–¿Está bien, señorita Crawford? –la voz parecía venir de muy lejos, formando parte del remolino de miedo y confusión que ocupó la cabeza de Mandy. Si Lawrence había muerto sin dejar heredero legítimo eso significaba…

Stephan maldijo interiormente su falta de tacto y se acercó rápidamente a Mandy, alcanzando a sostenerla antes de que se desmayara. Sin embargo, cuando él la sujetó por los delgados hombros, el color volvió a sus mejillas; respiró hondo y lo miró fijamente con unos ojos que tenían el mismo tono verde oscuro de los árboles y la hierba sobre la que habían volado, en el último trayecto desde Dallas.

Él apartó las manos.

–¿Está usted bien? –repitió, sorprendido al darse cuenta de que casi hubiera deseado que dijera que no, lo que le hubiera dado una excusa para tocarla y sostener su cuerpo cimbreante entre sus brazos, separar aquella mata de pelo cobrizo de su cuello, pasar los dedos por sus rizos, comprobar si realmente estaban hechos de fuego. La combinación del cambio de horario y el calor de Texas estaba produciendo extraños efectos sobre él.

–Estoy bien –se apartó de él y se acercó a la mesa, sentándose en la silla que él le había indicado.

Mejor así. Él tenía cosas más importantes que hacer que desear a una mujer atractiva… especialmente a una mujer que sin duda le iba a causar todo tipo de problemas antes de terminar el asunto.

La abuela de Mandy le tomó la mano y se la apretó en un gesto de consuelo y protección e, inexplicablemente, Stephan sintió un aguijonazo de envidia. Ridículo. Él estaba cansado por el largo viaje, agotado ya aunque las negociaciones apenas habían comenzado. Era miembro de la familia regente de Castile. Ni tenían ni podían permitirse tener emociones inútiles.

–Lo siento. Creí que se habría enterado de la muerte de Lawrence. Fue una presunción por mi parte. Lo que es una noticia importante en mi país apenas merece una mención en la última página del periódico del suyo.

–¿Cómo murió? –preguntó Mandy, con una voz mucho más suave que la que tenía cuando se había apartado de él unos minutos antes.

–En un accidente de automóvil. Hace dos meses.

–Lo siento. Parecía una buena persona.

–Lo era. Hubiera sido un buen rey.

–Pero ahora no está y usted ha venido a llevarse a su hijo –sacudió la cabeza–; no puedo creer que le hablara de Josh. Se tomó tantas molestias para asegurarse de que su familia no lo sabría nunca.

–Lawrence no nos lo dijo. Los Taggarts estaban viajando por Europa y se enteraron de la historia. Ellos entraron en contacto conmigo.

–¿Los padres de Alena? ¿Por qué harían eso? –sus ojos se endurecieron y apretó los labios–. Da igual, puedo imaginármelo. Vieron la foto y se dieron cuenta de quién era Lawrence. Descubrieron que el padre del hijo ilegítimo de su hija era un príncipe y eso lo hizo de repente socialmente aceptable, incluso deseable.

Stephan consideró las palabras de Mandy. Él siempre había sospechado que los Taggarts podían tener intenciones ocultas al decírselo… que no había sido por «cumplir con su deber». No le había gustado su actitud aduladora y había deseado que su historia del hijo de Lawrence hubiera sido una invención, pero no lo era.

Rita Crawford puso un vaso de té helado al lado de Mandy y se sentó en un extremo de la mesa. Era más baja que su hija y su cabello era rubio y suave en vez de rojo e indómito, sus ojos eran azul claro y sin embargo de una ojeada se podía adivinar que eran parientes. Ambas mantenían la cabeza en el mismo ángulo orgulloso sin ser arrogante. Los ojos de Rita tenían las mismas llamas que los de su hija, aunque las de Rita estaban contenidas, una lección aprendida probablemente de experiencias que Mandy no había tenido que pasar aún.

Vera Crawford, la abuela de Mandy, era una mujer menuda con el cabello blanco como la nieve y una actitud regia que la hacía parecer más alta. Sus ojos eran de un verde más pálido que los de Mandy y tenía una tranquila y digna belleza que trascendía a los años.

Cuando Lawrence llegó por primera vez a América para estudiar en Dallas le había contado a Stephan lo distintas que eran las mujeres americanas, lo independientes que eran… sobre todo las mujeres de Texas. Le había dicho que eran suaves y frágiles por fuera, sonrientes y amistosas, pero que tenían los huesos de acero, que no había en el mundo mujeres más hermosas ni más resistentes. Ahora, rodeado de tres de ellas, Stephan comprendió por primera vez las palabras de su hermano.

La abuela de Mandy le dio una última palmadita en la mano.

–No te preocupes, nena. Todo va a salir bien –se volvió hacia Stephan–. Ahora que Mandy está en casa sigamos con nuestras cosas, señor Reynard, y discutamos las opciones que hay.

Por lo que a él respectaba solo había una opción, pero Stephan aceptó por diplomacia. Apoyó las manos sobre la suave madera de la mesa, evitando cuidadosamente el vaso de té helado. Cuando Rita Crawford le había ofrecido té él esperaba que hubiera estado caliente. Lawrence se había olvidado de mencionar esa peculiaridad de los americanos, aunque podía comprender que con aquel calor sofocante tomasen las bebidas frías.

–Poco después de la muerte de Lawrence, mi padre recibió una carta de Raymond y Jean Taggart. Según esa carta, estaban de viaje por el extranjero cuando vieron el retrato de mi hermano en un periódico y lo reconocieron como el amante de su hija fallecida, el padre de su nieto. Naturalmente, mi padre pensó que era una patraña, pero mandó a un investigador a comprobar la historia y descubrió que había pruebas de que Lawrence había tenido relaciones con la hija de los Taggart.

–Lawrence y Alena se querían mucho –confirmó Mandy en voz baja–, pero, naturalmente, él no se podía casar con una plebeya –alzó levemente la voz y escupió la última palabra.

–Lawrence era el heredero de la corona de su país. Tenía ciertos deberes.

–Ya conozco toda esa basura. Me lo contó Alena. Y esos deberes no incluían el tomar sus propias decisiones o enamorarse, pero él hizo ambas cosas a pesar de su familia.

Y mira lo que pasó por haber olvidado sus obligaciones, pensó Stephan, pero no lo dijo. Era evidente de que Mandy Crawford aprobaba su rebelión.

–Y Joshua es la consecuencia –dijo, en vez de lo que estaba pensando.

–Mi hijo –dijo ella con firmeza–. Toda su adopción fue completamente legal. Cuando nació –se mordió su sensual labio superior y se le humedecieron los ojos. Stephan, sorprendido, se sintió como rociado por la tristeza, como si las emociones de Mandy fuesen tan fuertes que lo pudieran alcanzar a distancia. Ella se aclaró la garganta y continuó–. Supongo que los Taggarts le contarían que Alena murió al dar a luz a Josh. Ellos estaban allí cuando ella me dijo que quería que lo criara yo. Lawrence también estaba allí. Naturalmente, los Taggarts no sabíamos que era un príncipe. Alena y yo éramos las únicas que lo sabíamos; ella le había dicho a todo el mundo que él era poeta. Lo era, ya lo sabrá; eso era lo que él verdaderamente quería ser. No quería volver y pasarse la vida en una pecera, haciendo y sintiendo solo lo que vuestras normas para la realeza le permitían sentir y hacer.

–Lo sé todo acerca de su afición a escribir poesía, mi hermano y yo estábamos muy unidos –Stephan se miró las manos apretadas. No tan unidos, evidentemente, no lo bastante como para que le hubiera hablado de Alena o de Joshua–. Tenía instrucciones de mantener su identidad en secreto. La idea era que asistiera a vuestras escuelas y estudiara vuestra cultura sin que nadie se diera cuenta de quién era. Era la única manera de que pudiera aprender algo. La poesía formaba parte de su disfraz.

Mandy sacudió la cabeza.

–La poesía formaba parte de Lawrence, la parte de la que se enamoró Alena. De todas formas, las órdenes del rey o de quien fuera no tuvieron nada que ver con que Lawrence ocultara su identidad ante los padres de Alena. Los Taggart pueden vivir en una casa de un millón de dólares en Dallas, Highland Park, ya sabe; pero nacieron aquí, en Willoughby. Eran pobres como las ratas hasta que el padre de Alena se dedicó a la prospección de pozos de petróleo. Hizo dinero con eso e invirtió en el negocio de los ordenadores. Entonces fue cuando empezó a ganar a lo grande. Se fueron a Dallas cuando Alena tenía trece años y han estado intentando entrar en sociedad desde entonces. Si hubieran sabido que Lawrence era un príncipe se hubieran vuelto locos, presumiendo ante todo el mundo, habrían conspirado para conseguir de alguna manera que se casara con él y, cuando ella murió, se habrían quedado con el niño o se lo habrían dado a usted. Fuera lo que fuese, no era lo que Lawrence y Alena querían para su hijo –Stephan pensó en la burda pareja que había conocido, en su actitud obsequiosa y supo que Mandy tenía razón–. Como no sabían lo de Lawrence, los padres de Alena estuvieron encantados de firmar los papeles de adopción dándome la custodia completa. Todo es legal.

–Pero Lawrence no firmó ningún papel de adopción.

–No, Alena no puso su nombre en ningún certificado de nacimiento, era algo que acordaron los dos. Ninguno de los dos quería que hubiese la menor posibilidad de que se descubriera a su hijo y tuviera que vivir como había vivido Lawrence.

A Stephan se le secó la boca de repente. Tomó el vaso de té y bebió un poco. No sabía mucho a té pero era líquido y fresco.

–Como heredero del trono, Lawrence llevó una vida de lujos, tuvo todo lo que quiso.

–Su hermano tuvo todo lo que quiso excepto amor. Se dio cuenta de eso cuando encontró a Alena y ese fue el regalo que quiso dar a su hijo. Puede que mi familia no tenga mucho dinero, Joshua no irá nunca al colegio en limusina ni tendrá un profesor para él solo, pero tiene una cosa que no tuvo ninguno de sus padres… mucho amor.

Por un momento Stephan perdió el hilo de la conversación al observar a Mandy. ¿Cómo sería el experimentar esa pasión? Las emociones de ella estaban completamente fuera de control, oscilando con las circunstancias… rabia, pena, desafío. Era algo que a él le habían enseñado a no hacer desde la infancia, y estaba muy intrigado. Bebió un poco más de té.

–Si Joshua es de verdad el hijo de Lawrence…

Mandy saltó de su silla, le brotaba fuego verde de los ojos, abrasándole incluso a aquella distancia.

–Si es el hijo de Lawrence, ¿qué es exactamente lo que quiere decir?

Una vez más él se sintió tan fascinado por su pasión que se quedó momentáneamente sin palabras. Vera Crawford se puso de pie y tomó a su nieta por los hombros, murmurando algo en voz tan baja que Stephan no pudo entender todas las palabras. Mandy asintió con la cabeza, a su pesar, según le pareció a él y se volvió a sentar en la silla. Se echó hacia atrás y lo miró desafiante.

–Si tiene alguna duda sobre si Joshua es el hijo de Lawrence, entonces quizá lo mejor sea que recoja su…

–Mandy –le dijo su abuela en un tono admonitorio.

–Lo siento, Nana –pero él se dio cuenta de que no lamentaba nada de lo que había dicho ni de lo que había estado a punto de decir. Lo dijo para calmar a su abuela, pero continuó mirándolo fijamente–. Quizá sería mejor que tomara el próximo avión para su palacio grande y frío y nos dejase a nosotros los plebeyos que nos las apañemos lo mejor que podamos –la sugerencia fue hecha en una imitación bastante buena de la manera de hablar de él, que descubrió que a pesar del insulto tenía ganas de sonreír.

–Un simple test de ADN resolverá cualquier duda.

–Ya veo –apretó las manos sobre la mesa en una nueva imitación de él, que se preparó para la siguiente estocada. Ella sonrió con tirantez, sus ojos seguían teniendo una expresión tormentosa–. ¿Sabe? Esto demuestra cómo pueden engañar las apariencias, nunca hubiera sospechado hasta ahora que usted fuera tonto de baba.

–Mandy –Vera Crawford la advirtió de nuevo, aunque su tono era menos estricto esta vez. En realidad no desaprobaba la conducta de su nieta.

–¿Tonto de baba? –repitió Stephan.

–Es la única explicación posible de que usted crea que yo voy a acceder a un test de ADN que permitiría que se llevasen a mi hijo a una isla en medio del Océano Atlántico donde la gente es más fría que el clima.

–Si Joshua es el hijo de Lawrence, y yo creo que lo es o no estaría aquí, es un príncipe, descendiente de una línea de reyes. Tendrán que permitirle ir a su país y aprender nuestras costumbres y leyes. El día que mi padre abandone el trono, Joshua será rey. Será el monarca regente de todo un país.

–¿Sabe? Si Lawrence no pudo casarse con Alena por sus deberes para con el país, no me parece que sea muy justo el que ahora puedan obligar a su hijo a ser príncipe.

Él sonrió sardónicamente ante su ingenuidad.

–Justo o no, es así. El decreto data de 1814.

–Lo sé todo sobre el rey Orwell y ese estúpido decreto y me da igual. El hombre ese lleva muerto doscientos años.

–¿Qué decreto, señor Reynard? –preguntó Rita.

–El rey Ormond –corrigió Stephan– el Decreto de Ascensión Ilegítima. A principios del siglo XIX el rey Ormond tuvo un hijo que murió en la infancia y siete hijas. A su muerte, el hijo ilegítimo que había tenido con su amante reconocida se alzó para reclamar el trono. Stafford era ya popular en la corte y con la gente. Era inteligente y bien parecido y tenía muchas buenas ideas para regir el país, incluso la reina lo aprobaba, así que se sentó precedente. Si Lawrence hubiera tenido un heredero legítimo se habría podido dar de lado a Joshua. Pero Lawrence no lo tuvo. Cuando mi padre deje el trono Joshua lo sucederá. Puede elegir la abdicación, pero debe tener el derecho a hacer esa elección.

Mandy levantó su vaso de té y dio un sorbo largo y lento. Tenía los ojos cerrados y sus largas pestañas marcaban una sombra en su piel de porcelana. Posó cuidadosamente el vaso, y recorrió con el dedo su contorno un par de veces, aparentemente atenta a lo que estaba haciendo. Por fin volvió a apretar las manos y lo miró. Él se dio cuenta de que ya no estaba enfadada sino triste.

–A Lawrence le rompió el corazón saber que no vería crecer a su hijo. Cuando me lo puso en los brazos lloró –se detuvo un momento, como si quisiera que la noticia reposara. Stephan no estaba tan sorprendido como debería haber estado, como lo estuvo cuando se encontró inesperadamente a su hermano, unos meses después de su regreso de América, con la cara llena de lágrimas. Ya sabía por qué–. Su hermano tenía corazón. Lloró al morir Alena. Lloró cuando tuvo que abandonar a su hijo. Joshua tiene el corazón de su padre y el alma de su madre. Es un niño bueno y cariñoso que se convertirá en un hombre bueno y cariñoso.

–Es un príncipe. Tiene sangre real en sus venas. Pertenece a su país.

–Siempre me preocupó un poco –siguió ella como si él no hubiese hablado– que la familia de Joshua nunca llegase a verlo. Mi hermano y su mujer van a tener un niño en diciembre y estoy impaciente por verlo, estoy casi tan nerviosa como ellos. Si alguien me dijera que nunca llegaría a abrazar a ese niño, que no lo vería crecer, me sentiría destrozada. Cuando entré y lo vi aquí, estaba aterrorizada de que pudiera quitarme a Josh. Me daba miedo de que quisiera abrazarlo y se enamorase inmediatamente de él y me dijera que no tenía derecho a quitarle a su sobrino. Lawrence dijo que era usted un buen tipo, así que estaba preocupada.

–Así es que usted está de acuerdo en que el chico debe ser devuelto a su familia –no había terminado de decir estas palabras cuando supo que no eran ciertas. Ella alzó una ceja.

–Pero usted no hizo ninguna de esas cosas que yo esperaba y temía. No mostró ningún interés por Joshua porque sea su sobrino y un niño precioso. Solo le interesa su estúpido país. No tiene corazón, ni emociones. Usted es exactamente como Lawrence describía al resto de su familia. Usted es una de las razones por las que él no quería que el hijo al que él amaba fuera allí y estuviera tan solitario y triste como a él le había hecho sentir su familia.

Apartó la silla y se puso de pie, luego se inclinó sobre la mesa y por un loco momento él creyó que le iba a besar. En vez de eso lo sujetó por la corbata y lo obligó a acercarse. La cara de ella estaba a unos pocos centímetros de la de él y podía ver las pecas que el maquillaje no llegaba a ocultar, podía sentir su aliento cálido y dulce y sobre todo podía ver las llamas que bailaban en sus ojos.

–Vuélvase a su país y ocupe el trono como el siguiente en la línea de sucesión, produzca hijos de corazón frío y sin sentimientos que puedan seguir con la tradición familiar, pero no piense siquiera en llevarse a Joshua con usted o le enseñaré lo que es una texana furiosa.

Le soltó la corbata, se dio media vuelta y salió de la habitación dando un portazo.

–¿Quiere otro vaso de té, señor Reinard?

Stephan pestañeó y controló un loco deseo de reírse. Su hija había soltado un discurso apasionado, lo había amenazado con la furia de una texana y se había ido. A pesar de ello, Rita Crawford guardaba las normas sociales. Quizá Texas y Castile no eran tan distintos después de todo.

–No, gracias –dijo y se levantó de la mesa–, tengo que irme. Sé que esto ha sido una sorpresa terrible para ustedes. Este es el número del hotel de Dallas donde me alojo. Cuando hayan asimilado todo llámenme, por favor.

–Lo haremos, señor Reynard –dijo Vera Crawford.

Stephan pensó en darles una fecha límite de llamada, avisándolas de que si no lo llamaban se pondría él en contacto con ellas. Pero eso era innecesario. Llamarían. Eran gente honorable. No esperaba que le fuera a gustar aquella familia, pero le gustaba.

Mandy se había equivocado al etiquetarlo de persona sin sentimientos, en el breve tiempo que había estado con ella le había hecho sentir muchas cosas: respeto, diversión, admiración y también deseo, de la forma en la que en la edad de oro deseaban los hombres a las mujeres. La realeza no siempre era libre de consentir ese deseo, pero eso no significaba que él no lo sintiera.

Él, como la madre de Mandy, se daba cuenta de la necesidad de guardar las formas, o de negarse a consentir las emociones y permitir que ellas gobernaran su vida. Como miembro de la familia real, el futuro rey, a no ser que se pudiera validar la pretensión al trono de Joshua, él nunca podría permitirse semejante cosa.

Y sin embargo, cuando se levantó y dijo adiós a los Crawford, y todo el mundo sonrió y dijo las cortesías de rigor, tuvo el presentimiento de que antes de que aquello hubiera terminado, Mandy con su pelo salvaje y sus ojos brillantes, su cutis de porcelana salpicado de pecas y su pasión hacia todo, iba a poner a prueba los límites de su contención.

El heredero

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