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Capítulo 1

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TODOS los miembros de la extensa familia Brodey estaban reunidos en los bellos jardines del magnífico palácio barroco cercano a Oporto. Habían acudido desde todos los rincones del mundo para celebrar los dos siglos de existencia de la Casa Brodey.

Incluso Francesca, la princesa, estaba allí.

Calum Lennox Brodey, el patriarca de la familia, se quedó mirando a su única nieta con una mezcla de orgullo y exasperación. Alta y rubia, esbelta y elegante, su increíble belleza causaba admiración donde quiera que fuera… pero también había sido mimada más allá de toda medida tanto por él mismo como por sus padres. Un camarero le sirvió otra copa de vino blanco de oporto muy frío procedente de su propia bodega, que el anciano, en un gesto automático, olfateó con placer antes de paladearlo.

Muchos de los invitados a la fiesta tampoco podían apartar la vista de Francesca, deslumbrante con su precioso vestido de brillantes colores; deambulaba por los jardines seguida de cerca por aquella especie de perro faldero de conde francés, empeñado en aparecer como su más rendido admirador. Aquel hombre no la convenía en absoluto, pensó su abuelo, quien tampoco había confiado nunca en su ex-marido; sin embargo, la joven se había empeñado en casarse con aquel príncipe italiano, y estaba acostumbrada a conseguir siempre lo que se le antojaba, lo que incluía a los hombres. Excepto en una ocasión. Por desgracia, reflexionó el anciano, aquel empeño en alcanzar siempre lo que deseaba no parecía haberla hecho feliz.

Sin sospechar lo que su abuelo estaba pensando en aquellos momentos, Francesca estaba pasándoselo en grande. Le encantaba estar de vuelta en el palácio donde tantas y tan felices vacaciones había pasado en su infancia; disfrutaba además enormemente de la compañía de sus familiares, que aquel día asistían a la comida ofrecida a los representantes de las más importantes empresas vinícolas. Muchos parientes se quedarían durante toda la semana de festejos, que finalizaría con el gran baile de gala.

Por encima de las cabezas de los invitados su mirada se cruzó con la de su abuelo, a quien sonrió cariñosamente. Después, se dirigió al encuentro de un grupo de invitados que parecían haberse quedado un poco aparte del resto. De inmediato, Michel le fue a la zaga, poniéndole una mano en el hombro para detenerla.

–Francesca, chérie, ¿por qué no me enseñas estos magníficos jardines? Nadie nos echará de menos si nos perdemos un rato. Además, quiero pedirte una cosa –le insinuó con una de sus encantadoras sonrisas–, algo que creo que tu familia debería…

Sin embargo, ella no le dejó continuar; cada vez estaba más arrepentida de haberlo invitado. Pero últimamente se habían estado viendo con tanta frecuencia, que hubiera sido una grosería por su parte no hacerlo; además, él había insistido en que aquélla sería una oportunidad inmejorable para conocer a su familia… y, de paso, se dijo Francesca cínicamente, calcular de primera mano sus riquezas.

Decidida, se acercó al grupo de invitados y les saludó con una cálida sonrisa.

–Hola, soy Francesca de Vieira, la nieta de Calum Brodey. Me parece que no nos conocemos…

Siempre conseguía que la gente se sintiera a gusto con ella. Su madre tenía a gala haberle inculcado una cortesía exquisita, lo que unido a su naturalidad y simpatía, la convertía en la perfecta anfitriona. Sus padres también estaban en la fiesta; por desgracia, su madre seguía enfadada con ella: no le perdonaba que se hubiera separado del príncipe, ni que la prensa sensacionalista se hubiera cebado en ellos. Su madre se oponía por completo a la idea de divorcio… y, a decir verdad, ella también. Pero había llegado un punto en su matrimonio en el que la convivencia era imposible, por lo que el divorcio había sido su única salida. Hubiera deseado llevar el asunto con mayor discreción, pero las ansias de venganza de Paolo lo había hecho imposible.

En las revistas del corazón se daba por hecho su próximo matrimonio con Michel, o, mejor dicho, el Conde de la Fontaine. Sin embargo, ella no lo tenía tan claro: para empezar, era un poco mayor, rondaba los cuarenta años, aunque todavía era un hombre muy atractivo, y se preocupaba por mantenerse en forma. También era muy alto, lo que dada la alta estatura de ella, resultaba una ventaja. Sin embargo, no dejaba de pensar que había sido un error invitarlo: en París, Michel había sido el compañero ideal, pero aquí él parecía de alguna forma fuera de lugar. Quizá lo mejor hubiera sido separarse una temporada para poder pensar con claridad en qué decisión tomar…

Al poco rato, se sumaron a su grupo otros invitados, en su mayoría hombres, atraídos por su belleza, su título y posición, y también por un par de detalles sobre su vida privada que el príncipe no había tenido empacho en revelar públicamente durante el proceso de divorcio.

Sin embargo, había que reconocer que siempre le había gustado a los hombres; por desgracia, en aquellos momentos se sentía incapaz de que a ella le atrajera ninguno. Podía ser que sólo fuera una consecuencia de su desdichado matrimonio. Por otra parte, a pesar de las ardientes palabras de Michel, dudaba de que la amara sinceramente, de que en realidad no tuviera en mente las ventajas que aquella boda podría reportar a su maltrecho patrimonio.

Desde su divorcio había salido con varios hombres, todos integrantes de la jet-set internacional, pero, al final, no había conseguido confiar en ninguno. Dudaba de que llegaran a apreciarla o quererla por ella misma y no por su fortuna.

Sólo estaba a gusto con sus primos. Habían pasado juntos largas temporadas desde que eran niños, siempre bajo la benévola tutela de su cariñoso abuelo. Recordó con nostalgia cuando se dedicaban a corretear por los campos, remar en el río, trabajar en los viñedos en la época de la vendimia… Ella era la más pequeña de los cuatro, y al ser la única chica, sus primos la trataban como a una especie de cachorrillo al que tenían que cuidar y que les seguía a todas partes.

Francesca echó un vistazo a su alrededor para ver dónde estaban sus primos. Vio a Calum hablando con un grupo de gente en un extremo del jardín, y a Lennox, que buscaba una silla para que se sentara su mujer, embarazada de unos cuantos meses. Desde que se había casado, su primo parecía más feliz que nunca, pensó Francesca. Justo entonces vio que se acercaba a ella Christopher, acompañado de una atractiva joven, rubia y muy menuda. Su primo parecía evidentemente encantado a su lado.

–Francesca, te presento a Tiffany Dean –dijo cuando llegó a su altura–. Tiffany, mi prima, la princesa de Vieira.

–¡Qué suerte tiene de ser tan alta, princesa! –dijo la vivaracha joven al estrecharle la mano.

–Por favor, llámame Francesca… y no te creas que es tanta suerte. Piensa en la cantidad de hombres entre los que tú puedes elegir comparada conmigo.

Las dos se echaron a reír ante aquel comentario, momento que aprovecharon para examinarse mutuamente de arriba abajo. Comparado con el brillante vestido de Francesca, el traje de seda gris de Tiffany parecía algo severo; sin embargo, con su preciosa melena rubia parecía una muñequita frágil y adorable. A su lado, Francesca se sentía como una giganta. Al principio pensó que Christopher la había invitado a la fiesta, pero enseguida se enteró de que había acudido con una invitación.

Francesca empezó a bromear con su primo mientras los invitados empezaban a dirigirse hacia las mesas dispuestas para la comida. Michel, que empezaba a cansarse de que ella lo ignorara, llamó su atención groseramente.

–Van a servir el buffet –le dijo en francés–, ¿dónde quieres que nos sentemos?

–Si tienes hambre –le espetó Francesca en el mismo idioma, molesta por su interrupción, y más molesta aún por su propia estupidez al haberle invitado–, vete y siéntate. Yo iré cuando me apetezca.

Por supuesto, Michel se quedó a su lado, pero sin esforzarse lo más mínimo por disimular su aburrimiento, mientras Tiffany charlaba sin parar. Francesca tuvo que admitir que la joven era simpática y tenía mucha gracia; empezaba a gustarle, y pudo darse cuenta de que su primo tampoco era inmune a sus encantos. Con una pizca de tristeza, pensó lo mucho que cambiarían las cosas si Chris y Calum también se casaban; se rompería aquella relación tan especial que los cuatro mantenían desde niños y que, en cierto sentido, era un lazo más fuerte de lo que cualquier matrimonio podía llegar a ser.

Poco a poco, el jardín se fue quedando vacío. Michel seguía impertérrito a su lado, por lo que no le quedaría más remedio que comer con él. Sin embargo, quería sentarse a la misma mesa que Christopher y Calum, así que invitó a Tiffany a que comiera con ella, sabiendo que, de ese modo, Chris también lo haría.

–Será mejor que vayamos a comer. Tiffany, ¿quieres sentarte con nosotros? –preguntó–. Por cierto, ¿dónde está Calum? –prosiguió, buscando al mayor de sus primos con la mirada.

Al darse cuenta de que ella lo buscaba, Calum se dirigió a su encuentro con una sonrisa.

–Recuerda que el abuelo quiere que nos sentemos entre los invitados –le dijo cuando oyó su sugerencia.

Francesca le asió el brazo persuasivamente.

–¿Tenemos que hacerlo? Hace siglos que no os veo. Prefiero sentarme con vosotros…

Calum le acarició la mano cariñosamente y le dedicó una de las deslumbrantes sonrisas que reservaba sólo para ella… y para los animalitos que le parecían divertidos y encantadores.

–Ya nos pondremos al día a la hora de la cena –le prometió.

–Pero el abuelo estará con nosotros, y ya sabes que con él delante no podremos hablar a gusto…

–Si no llevaras una vida tan alocada, no te pasaría eso –la interrumpió Calum burlón.

–De acuerdo –admitió Francesca con un suspiro, soltándole al fin el brazo–, nos dispersaremos. Lo siento mucho, Tiffany, pero tendrás que conformarte con el pesado de Chris…

–¡Oye, cuidado con lo que dices! –protestó su primo.

Calum se echó a reír y después les pidió que le presentaran a Tiffany, a quien tampoco conocía. Cuando Chris estaba a punto de hacerlo, les interrumpió uno de los invitados.

–¡Tiffany! ¡Por fin te encuentro! Como el hielo de tu copa estaba a punto de derretirse, me la he bebido yo –dijo el desconocido con un fuerte acento americano.

Por un momento, Tiffany fue incapaz de disimular el desagrado que le producía aquel inesperado encuentro. Francesca se dio cuenta enseguida, lo que estimuló su curiosidad femenina: ¿por qué la joven reaccionaba de forma tan sorprendente? Discretamente, examinó de arriba abajo al desconocido, que era tan alto como Calum, pero muy moreno en lugar de rubio. También tenía los ojos oscuros, y los hombros muy anchos, como si estuviera acostumbrado a realizar duros trabajos con sus manos.

Francesca reparó en que ni Chris, que parecía haberse quedado estupefacto, ni Calum conocían a aquel hombre. A los dos les había pillado por sorpresa darse cuenta de que Tiffany no estaba sola.

–Hola a todos –les saludó el americano, muy campechano.

Tiffany procuró ocultar su disgusto mientras hacía las presentaciones.

–Éste es el señor… lo siento, no puedo recordar el nombre… Bueno, es otro de tus invitados –continuó, dirigiéndose a Calum.

–Me llamo Gallagher, Sam Gallagher –se presentó el hombre estrechando las manos de los dos primos–. Supongo que usted debe de ser la princesa –dijo, mirando a Francesca.

Francesca se figuró que Tiffany había conocido a aquel hombre en la fiesta y había intentado zafarse de él sin éxito… sin embargo, no lograba entender su interés en conocer a Chris y a Calum. Aquella situación la divertía y la intrigaba a la vez.

–Sí, supongo que lo soy –contestó–. ¿Estaba buscando a Tiffany? –continuó, deseando saber más cosas.

–Sí: fui a buscarle una copa y, cuando regresé, parecía haberse esfumado. Supongo que entabló conversación con algún otro invitado.

Francesca se quedó mirando a Chris enarcando una ceja.

–Lo siento –se disculpó su primo con una sonrisa–, no tenía la menor idea de que estaba acompañada.

Tiffany se apresuró a quitar importancia al asunto, pero Chris se marchó con Calum, tal y como Francesca había supuesto que haría: estaba demasiado bien educado como para indisponerse con uno de sus invitados.

Durante un instante, un destello de ira cruzó la mirada de Tiffany, fue tan breve que si Francesca no la hubiera estado observando atentamente, no se habría dado cuenta, ya que al segundo la joven esbozó una brillante sonrisa, como si no tuviera ninguna preocupación en el mundo.

Francesca estaba cada vez más intrigada, y decidió que podía ser divertido seguir de cerca a aquella chica tan peculiar.

–Bueno, nosotros no tenemos que separarnos, así que, ¿por qué no te sientas con nosotros, Tiffany? Y usted también, señor Gallagher, por supuesto –añadió, sólo para ver cuál era la reacción de la muchacha.

–Encantado.

El americano asió a Tiffany por el brazo para guiarla entre la multitud, pero ella se desasió de inmediato, lanzándole una elocuente mirada de disgusto que, aparentemente, él pasó por alto, limitándose a seguir andando a grandes zancadas hacia las mesas.

Deliberadamente, Francesca los condujo hacia una mesa en la que podrían sentarse las dos parejas enfrentadas, ya que estaba deseando comprobar cómo se comportaban Sam y Tiffany al tener que estar juntos. Aunque procuraba disimularlo, era evidente que la joven estaba muy disgustada con Sam por haberla separado de Chris.

Se quedó mirando al apuesto americano, pensando lo distinto que resultaba de Michel. El conde podía resultar encantador y sutil, pero artificial comparado con la franca rudeza que transmitía Sam, un hombre que, se dijo, parecía más que capaz de hacer frente a cualquier situación. Calculó que debía de ser más joven que Michel, rondando los treinta quizá, y, sin duda, no pertenecía a la jet-set, como demostraba la forma en que se comportaba, más como un espectador de aquella elegante fiesta que como un participante.

Cuando Calum llegó con los últimos invitados, comprobó consternada que faltaba un sitio. De inmediato, se puso en pie, pero cuando llegó a la mesa, su primo ya había dado las órdenes necesarias para que añadieran la silla y el cubierto necesarios. Justo en aquel momento acudió también Elaine Beresford, la responsable del catering.

–Hemos dispuesto exactamente las plazas que nos pediste, Francesca –se disculpó–. Me dijiste ciento sesenta, así que colocamos dieciséis mesas de diez.

–¿No se habrá quedado una plaza libre en otra de las mesas? –indicó Francesca,

–No, lo acabo de comprobar, están todas completas. Estoy segura de que hay un invitado que no figuraba en la última lista que me diste.

–¡Qué raro! Supongo que será alguien que llamó para decir que no venía y que cambió de idea en el último momento. Bueno, no te preocupes más –Francesca volvió a su sitio, pensando que en una reunión en la que había tantas personas a las que no conocía le sería imposible adivinar quién era el comensal misterioso. Desconocidos como Tiffany y Sam, se dijo, preguntándose cómo habrían conseguido que los invitaran a una fiesta en principio preparada sólo para la familia y los representantes del comercio del vino.

No dejó de observarlos durante la comida: tras ignorar a Sam durante un buen rato, Tiffany pareció relajarse un poco y se decidió a charlar con él, quien empezó a contarle curiosas anécdotas de su trabajo en un rancho ganadero. Hablaba con tanta gracia y elocuencia, que la joven se echó a reír complacida. Quizá, se dijo Francesca maliciosamente, ya no le importaría tanto que Sam la hubiera apartado de Chris. En un momento de la comida, sin que el americano lo notara, le hizo un significativo gesto a Tiffany con la mirada, pero ella le respondió de inmediato con igual discreción sacudiendo la cabeza categórica, negando que pudiera tener ningún interés en su acompañante, a pesar de su atractivo y simpatía evidentes.

Cuando terminó la comida, los huéspedes se dispersaron por el jardín mientras los camareros les servían oporto. Sin preocuparse por Michel, Francesca fue en busca de Chris, a quien por fin encontró en animada charla con un grupo de empresarios australianos.

–Tendrán que disculparme –les interrumpió con su más encantadora sonrisa–, pero les voy a robar a mi primo por un ratito, si no les importa. Tengo que preguntarle una cosa muy importante –y asiéndole por el brazo, se lo llevó a un rincón del jardín.

–Bueno, ¿qué es eso tan importante que tienes que preguntarme?

–¡Nada! Sólo quería rescatarte: me pareció que estabas atrapado en una conversación de lo más aburrida.

–Nada de eso. ¿Y qué es lo que te hace pensar que tú no me aburres con tu charla insustancial? –se burló.

Ella levantó la naricilla con cómico orgullo.

–Hasta en los peores tiempos de nuestro matrimonio, Paolo tuvo que admitir que yo podía ser cualquier cosa menos aburrida –declaró.

Chris se la quedó mirando cariñosamente: su prima casi nunca mencionaba a Paolo, y quizá el que empezara a hacerlo indicara que estaba empezando a superar el trauma de su desastroso matrimonio.

–¿Lo has visto alguna vez? –preguntó interesado.

–¡Santo Cielo, claro que no! –replicó con una amarga carcajada–. Y no tengo la menor intención de volver a verlo. No tenía que haberme casado con él.

–¿Por qué lo hiciste entonces?

Pero eso era algo de lo que Francesca no tenía la menor gana de seguir hablando.

–Pues de rebote –explicó burlona–. Estaba harta de vosotros tres.

–¿De nosotros?

–Sí, tenía tanto miedo de acabar con alguien tan arrogante y machista como vosotros que me fui al otro extremo…

Chris apretó el puño, amenazándola en broma.

–Escucha, princesa o no, todavía puedo darte una buena paliza…

–¡Huy, qué miedo! –replicó Francesca siguiéndole el juego.

Sin embargo, Chris no la escuchaba: Tiffany acababa de salir de la casa, y Sam, que se había tomado una copa de oporto con Calum, se acercó a ella y, agachándose, le dijo algo al oído.

El sonido de la bofetada que le propinó Tiffany se oyó por todo el jardín, y provocó que los invitados se volvieran atónitos hacia ellos.

–¿Cómo te atreves? –gritó la joven.

Tras el primer momento de asombro, Chris se dirigió hacia ellos a toda prisa, lo mismo que Calum desde el otro extremo del jardín. Tiffany le dio la espalda a Sam y echó a correr no hacia Chris, sino hacia Calum, reacción que a Francesca le pareció cuando menos curiosa.

–Mi primo le acompañará hasta la puerta –dijo Calum a Sam fríamente, colocándose entre Tiffany y él.

Sam empezó a protestar, pero Chris le asió por el brazo, obligándole a retirarse. Por un momento, pareció que se iba a resistir, pero, tras mirar largamente a Tiffany, cedió por fin. Francesca vio alejarse a su primo y a él hacia el portón, preguntándose qué sería lo que habría hecho para merecer que lo abofetearan en público de forma tan humillante. Aunque apenas lo conocía, no le parecía un hombre grosero. Quizá la culpa la tuviera el vino, se dijo… pero entonces recordó la mirada que le había dirigido Tiffany cuando Sam había intentado defenderse: casi se podía haber tomado por un gesto de súplica, en absoluto parecía ofendida, mucho menos ultrajada.

Más intrigada que nunca, Francesca se acercó a la extraña joven.

–Quizá sea mejor que entres un momento en la casa –le propuso. Tiffany le dijo que quería asegurarse primero de que Sam se iba. Mientras esperaban, Francesca le hizo notar que tenía toda la falda manchada de vino. Seguramente había salpicado cuando a Sam se le cayó la copa.

–¡Oh, no! –exclamó Tiffany, sinceramente horrorizada al ver el estropicio.

–Vamos dentro; si lo limpiamos enseguida, seguro que no se nota nada.

Francesca la condujo hacia el baño de una de las habitaciones de invitados, le prestó uno de sus albornoces y llamó a una de las doncellas para que se llevara la falda y la limpiara.

–Espero que quede bien –dijo Tiffany preocupada.

Su angustia casi resultaba exagerada: sólo se explicaba si era un persona extremadamente cuidadosa con la ropa…, o si no tenía demasiadas prendas de calidad en su guardarropa. A Francesca le hubiera gustado investigar más aquel punto, pero tuvo que bajar al jardín a toda prisa para despedir a los invitados junto a Calum. Cuando el último grupo se hubo marchado, Chris se acercó a ellos.

–¿Ya se ha marchado ese Gallagher? –preguntó Calum disgustado–. ¿Cómo demonios ha podido colarse en la fiesta? –continuó después de que su primo asintiera–. Nunca lo había visto antes, y estoy prácticamente seguro de que no se le envió una invitación. Creo que él era el invitado de más…, o, mejor dicho, el intruso.

–¿Qué intruso? –preguntó Chris. Cuando Calum le explicó lo ocurrido con los asientos, Chris negó con la cabeza–. No, tenía una invitación: se la pedí y me la enseñó. No era suya, sino de un empresario americano amigo suyo. Sam me dijo que, como no podía venir, se la pasó a él.

–Supongo que le habrás dicho que ya no es bienvenido en esta casa –dijo Calum severamente–. No me gusta que se insulte de esa forma a nuestros invitados.

–¿Dijo algo para disculparse? –preguntó Francesca.

–No le hizo mucha gracia verse expulsado, eso era evidente, pero no dijo absolutamente nada en su defensa. Le pedí que me diera una explicación de lo ocurrido, pero no quiso hacerlo.

–¡Qué raro! –comentó Francesca–. La mayoría de los hombres en su situación habrían proclamado a los cuatro vientos su inocencia.

–Bueno, por mucho que hubiera protestado, es evidente que no le hubiera servido de nada –dijo Calum secamente–. ¿Tiffany está bien?

–Sólo un poco preocupada por su traje. La he dejado en una de las habitaciones de invitados mientras se lo limpian.

–Por favor, pídele que baje, quiero hablar con ella. Estaré en la sala.

–Te acompañaré –dijo Chris, y los dos primos entraron en la casa.

Francesca subió al piso de arriba sin dejar de pensar en Sam Gallagher. Si él tenía una invitación auténtica, quizá fuera Tiffany la intrusa. Tal vez, si le hiciera unas cuantas preguntas discretas, lograra adivinarlo. Sentía curiosidad por saber qué era lo que Sam le había dicho exactamente para merecer semejante bofetón.

Se encontró a Tiffany sentada en el borde de la enorme cama con dosel, envuelta en un albornoz varias tallas superior a la suya. Tenía un aspecto tan abatido que por un momento llegó a confundir a Francesca. Sin embargo, enseguida recuperó su presencia de ánimo y se sentó a su lado, dispuesta a averiguar cuanto fuera capaz.

–Debes sentirte fatal –empezó, procurando reconfortarla–. ¡Qué hombre tan odioso! ¿Es que no van a aprender nunca? Hay algunos que se creen que porque les sonrías y seas simpática con ellos ya estás deseando acostarte con ellos o algo parecido. Y el caso es que Sam parecía simpático… eso sólo demuestra lo engañada que una puede estar…

Una oleada de rubor cubrió las mejillas de Tiffany. ¿Culpabilidad quizá? Cambió de tema tan rápidamente que Francesca empezó a pensar que todo el asunto de la bofetada había sido una farsa… de lo que casi tuvo la certeza cuando Tiffany le preguntó si podía quedarse hasta que el vestido estuviera limpio.

–Por supuesto, pero no creo que te apetezca quedarte encerrada en esta habitación toda la tarde. Te prestaría algo mío, pero me temo que te quedaría enorme –una idea empezó a tomar forma en su mente–. Veré lo que puedo hacer –añadió poniéndose en pie–. ¡Ah! Calum quiere hablar contigo, está en la sala.

Tiffany pareció estallar de contento.

–¿De qué? –preguntó, incorporándose animada.

–No me lo ha dicho… nunca me dice nada. Baja y lo sabrás.

–¿Con esta pinta? No me parece buena idea –protestó Tiffany, que, sin embargo, se puso en pie de un salto.

–No te preocupes, seguro que a Calum no le importa –la tranquilizó Francesca, aunque para sus adentros pensó que de encontrarse en su situación, en albornoz y rodeada de extraños en una casa desconocida, ella estaría de lo más incómoda. Sin embargo, Tiffany, sin molestarse siquiera en ponerse los zapatos, la siguió dócilmente al salón donde las esperaban los dos hombres.

Los dos sonrieron al ver entrar a Tiffany envuelta en el amplio albornoz; en su presencia, la joven pareció revivir, e incluso hizo un par de bromas acerca de su apariencia con la única intención de atraer aún más la atención sobre ella.

–Señorita Dean –dijo Calum acercándose y asiéndola de la mano–, permítame que me disculpe en nombre de mi familia. Lamentamos mucho que le haya ocurrido una cosa tan desagradable precisamente en nuestra casa.

Tiffany aceptó sus excusas con tan perfecta modestia, que Francesca no supo si pensar que era tan inocente como aparentaba o más astuta de lo que todos imaginaban. Calum no parecía sospechar nada pero, sin embargo, Chris la miraba irónico, por lo que podía ser que él también pensara que estaba fingiendo.

–Por favor, no hace falta que se disculpe –dijo Tiffany–. A decir verdad, creo que exageré un poquito. Aunque en cierto modo –continuó juguetona–, puede que también tengan ustedes algo de culpa: estuve sentada al lado del señor Gallagher durante la comida, en la que se sirvió un vino más que excelente…

Este comentario les hizo reír a todos, incluso a Francesca.

–¡Y en abundancia además! –dijo Francesca, pensando que tal vez estuviera mostrándose demasiado suspicaz.

–Me parece que, dadas las circunstancias, es usted muy amable –intervino Calum sonriendo cálidamente–. Pero tiene que permitirnos que hagamos algo por usted. Quizá…

–¡Ya lo sé! –le interrumpió Francesca. Todavía no sabía a qué carta quedarse con aquella misteriosa muchacha, y ansiaba tener una oportunidad para observarla mejor–. ¡Tienes que quedarte a cenar con nosotros! –propuso.

Aunque aquella sugerencia le pilló por sorpresa, Calum la apoyó calurosamente. Tiffany protestó un poco, aunque resultaba evidente que lo hacía puramente por compromiso, y que estaba deseando aceptar. Francesca suponía que les pediría que la acercaran a su casa para cambiarse, pero, en vez de eso, se echó a reír, llamando la atención sobre su informal atuendo.

–¡Pero no puedo quedarme con esta pinta!

–Bueno, eso tiene fácil solución: llamaré a una de las boutiques de la ciudad y les diré que nos envíen unos cuantos conjuntos para que puedas elegir. Podrán traerlos enseguida –propuso Francesca cautelosamente, preguntándose cuál sería la respuesta de Tiffany.

Ninguna de las mujeres que ella conocía hubieran aceptado pero Tiffany, en cambio, la miró visiblemente aliviada. Se volvió hacia Calum y empezó a decirle que no se molestaran tanto con ella, pero, de hecho, lo único que quería era que él le halagara un poco más los oídos, insistiéndole para que se quedara. Cuando por fin aceptó, Francesca estaba casi convencida de que eso era lo que había querido desde un primer momento.

Calum salió para dar orden al servicio de que pusieran un cubierto más, mientras que Francesca se aprestó a llamar a la boutique. Sin embargo, Chris le hizo una señal, alzando la ceja expresivamente para que le dejara a solas con Tiffany.

–Creo que tengo apuntado el número en mi agenda –improvisó Francesca–. Voy a buscarla y ya, de paso, llamaré desde mi habitación.

Francesca deseaba más que nada quedarse para escuchar por el ojo de la cerradura, ya que intuía que Chris no iba a decirle nada; a pesar de la confianza que habían compartido de pequeños, al crecer sus tres primos habían dejado de compartir sus secretos con ella.

Ya en su cuarto llamó a la mejor tienda de modas de Oporto, encargándoles que le llevaran una completa selección de vestidos de tarde y de noche para que Tiffany pudiera elegir.

Aquel dormitorio, con su cama con dosel y las paredes enteladas con cretona floreada, era el mismo que había tenido de pequeña. Daba al jardín que se extendía detrás de la casa y estaba situado justo encima de la estancia donde había dejado a Chris y Tiffany, quienes, por lo visto, no hablaron mucho, ya que a los pocos minutos su primo salió al jardín. Mirando a través de su puerta entornada, vio que la joven subía al cuarto de invitados que le habían asignado. En cuanto oyó que cerraba la puerta detrás de ella, Francesca se precipitó escaleras abajo en busca de su primo.

–¡Chris! –le llamó.

Él se dio la vuelta y se detuvo a esperarla.

–¿Y bien? ¡Cuenta! –le urgió impaciente–. ¿Qué ha pasado?

–¿Que qué ha pasado? ¡Nada!

–¡Chris, eso no es justo! –protestó–. Entonces, ¿para qué me has hecho una señal para quedarte a solas con ella?

–Puede que quisiera tener una oportunidad para conocerla mejor –respondió su primo divertido.

–¿Y por qué habéis acabado tan pronto? Apenas han pasado cinco minutos.

–A veces, con eso basta –replicó Chris maliciosamente.

Exasperada, Francesca le sacudió un brazo.

–¡Deja de hacerte el misterioso! ¿Es que acaso ella te gusta?

–Por supuesto… aunque debo reconocer que me gustan las mayoría de las mujeres, excepto tú claro…

–No te vayas por las ramas, Chris. ¡Anda, dímelo! –insistió persuasiva.

Chris se echó a reír.

–No insistas. Eres una cotilla, te conozco muy bien.

Francesca decidió entonces emplear otra táctica. Asiéndole por el brazo, le obligó a sentarse a su lado en uno de los bancos de piedra del jardín.

–Lennox parece tan feliz –comentó–, ¿no crees? El matrimonio le ha sentado estupendamente. Quizá debiéramos seguir su ejemplo… y también Calum, por supuesto –se quedó un segundo en silencio, pensando en el mejor modo de plantear lo que tenía en mente–. ¿Qué te parece Tiffany para él? Es rubia, y se supone que todos los hombres de la familia tenéis que casaros con rubias, ya sabes.

Chris frunció el ceño, obviamente molesto por su comentario.

–¡Otra vez ese cuento de viejas! –dijo al fin con una carcajada–. No esperarás que sigamos a rajatabla esa tonta tradición, ¿verdad?

–La mujer de Lennox también es rubia.

–Mera coincidencia. Cualquiera se da cuenta de que está loco por Stella. Se hubiera casado con ella sin reparar siquiera en el color de su pelo.

–Está bien –continuó Francesca sin dejarse amilanar–, tú puedes hacer lo que quieras; a fin de cuentas, tu padre también se salió de la tradición, pero Calum no lo hará. Puede que la llegada de Tiffany a esta casa sea cosa del destino: a mí me parece que ella le gusta –aventuró–, ¿tú que crees?

Chris se removió inquieto.

–¡Pero si la acaba de conocer, por Dios bendito!

–Sí, pero tú mismo has dicho que, a veces, con unos pocos minutos es suficiente –le recordó su prima con una sonrisa maliciosa.

–¡Vaya, he caído en mi propia trampa! –reconoció Chris haciendo una cómica mueca.

–No, en serio, ¿no te parece que Tiffany y Calum harían buena pareja? –insistió–. Me pregunto si él le gustará a ella.

–Imagino que tarde o temprano nos enteraremos, sobre todo gracias a tu insistencia para que se quedara a cenar.

–Era lo menos que podíamos hacer por ella después de lo que pasó en la fiesta –dijo Francesca inocentemente.

–¡Tonterías! Lo que pasa es que has decidido meterte en un lío de los tuyos.

–¿A qué te refieres? –preguntó ella como si no lo supiera.

–A que te encanta hacer de casamentera –le espetó Chris–. Pero… sin embargo, no creo que te guste mucho la institución del matrimonio después de lo que acabas de pasar, así que, confiesa, ¿qué es lo que estás tramando, primita?

–¡Qué gusto que me llames así? Vosotros tres sois los únicos que lo hacéis.

–¿Es que tus padres no te han mimado lo suficiente? –preguntó Chris intrigado.

–Últimamente apenas los veo: papá está muy liado con los asuntos de la ópera y sus galerías de arte; y ya he perdido la cuenta de las asociaciones de caridad que preside mamá. Ni siquiera cuando estoy en París los veo.

–¡Pobrecita! –se mofó Chris cariñosamente.

Ella se echó a reír despreocupadamente, pero lo que le había dicho era cierto. Cuando se separó de su marido y necesitó el cariño de su familia, sus padres le habían dado la espalda: su padre no hizo el menor comentario, mientras que su madre se enfadó terriblemente con ella, insistiéndole además para que volviera con Paolo. En aquel entonces, Chris estaba en Australia y Lennox en Madeira, por lo que sólo pudo acudir en busca de apoyo a su abuelo y a Calum el Joven. Fueron los únicos que la consolaron en aquellas amargas horas. Les estaría eternamente agradecida por su comprensión, y por eso, además, evitaría con todas sus fuerzas que nada ni nadie les hiciera daño.

Decidió que lo mejor sería exponer abiertamente a Chris sus sospechas sobre Tiffany, antes de que sucediera nada irremediable.

–¿No crees que Tiffany puede ser la intrusa de la fiesta? –le preguntó.

–¿Eso crees tú?

Aunque le molestó que su primo eludiera la pregunta, procuró disimularlo.

–Sí –admitió abiertamente–. Pienso que lo mejor que podemos hacer es obligarla a que nos dé una explicación –dijo, y se puso en pie con determinación, pero antes de que pudiera dar un paso, Chris la detuvo.

–No, no vas a hacer eso.

–Pero si ella…

–Puede que sea completamente inocente.

–¿Eso crees de verdad? No sabemos nada de ella. ¿Es que acaso a ti te ha dicho algo? –insistió.

–Me dijo que trabaja en Oporto, en el distrito financiero.

–¿En qué empresa?

–No me lo dijo.

–No había ninguna invitación a su nombre, estoy segura.

–No: me dijo que se la había dado un compañero de la empresa que no pudo venir.

–Puede que sea cierto, pero sigo opinando que lo mejor sería preguntárselo.

–No –volvió a oponerse Chris con firmeza–. Deja que pase un poco de tiempo, espera a ver qué ocurre.

–¿Y qué hacemos si consigue engatusar a Calum?

–Ya veremos.

–Pe… pero yo creía que a ti también te gustaba.

Chris esbozó una sonrisa que más bien parecía una mueca.

–Puede que Tiffany sea la intrusa, incluso que esté urdiendo algún plan. Pero, ¿no te parece divertido intentar adivinar de qué se trata? Nos limitaremos a observarla, sin hacerle ninguna pregunta que pudiera ponerla en guardia.

Francesca se le quedó mirando, sorprendida: nunca hubiera adivinado que su primo pudiera ser tan astuto. Dudó por un momento, pero al fin se dejó vencer por la curiosidad.

–De acuerdo: vigilaremos… y esperaremos…

Pasión en Madeira

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