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FUENTES Y RAÍCES DE LA EFSA EN LAS LUCES FRANCESAS Y EN LOS DEBATES SOCIALES DEL SIGLO XIX

Leyendo a Durkheim, Aron o Lévi-Strauss, se concluye que los precursores de las ciencias humanas y particularmente de la sociología y la antropología –sus fundadores, dicen a veces esos autores– se encuentran en el Siglo de las Luces, representadas en Francia sobre todo por Montesquieu y Rousseau.1 Toda la EFSA se inspirará muchísimo en ambas fuentes. Hay que añadir que no se entenderá nada de lo que fueron los durkheimianos si no se tienen en cuenta los combates políticos y los problemas sociales del siglo XIX, dentro de los cuales ellos querían incluir la sociología naciente, como consecuencia o como solución. Así que los numerosos comentarios hechos por los durkheimianos a Saint-Simon (considerado como la principal fuente del socialismo) y a Auguste Comte, así como a los «solidaristas» de la época o a Proudhon, enmarcan a la nueva ciencia social en un cuadro a la vez de conocimiento positivista orientado a la acción y de iluminación científica de la política.

Es decir, la sociología francesa no solo nació en un contexto evolucionista y colonial, lo que le aportará ciertos matices, sino que inmediatamente se confrontó también con las cuestiones del progreso, de la sociedad industrial, de la justicia social y del asociacionismo; cuestiones que dinamizaron muchos debates durante el siglo XIX. En este «baño» intelectual es donde nace y se aglomera la EFSA, frente al individualismo liberal de Spencer y al darwinismo social; en paralelo, también, a un marxismo que es a la vez mantenido a distancia y parcialmente integrado en sus planteamientos. Podemos pues separar las dos secciones de este capítulo cortando por siglos esa continuidad intelectual: las Luces del siglo XVIII y la efervescencia del XIX.

No se trata aquí de proponer una historia social de este largo periodo –lo que no tendría mucho sentido en tan poco espacio– sino de revisar a los principales autores que, durante ese siglo y medio, influyeron a la EFSA.

1.1. Montesquieu y Rousseau: precursores, según Durkheim (y Lévi-Strauss), de la socio(antropo)logía

Durkheim fue el primero en afirmar que Montesquieu, pese a haber cometido muchos errores históricos por la falta de medios estadísticos y académicos en su época, fue el autor que más profundamente se aventuró, dentro de la ciencia social, en la dirección de lo que ulteriormente se convertirá en la sociología. Durkheim considera a Montesquieu como el principal precursor de la sociología, tal como lo hará Aron 70 años después. De forma paralela, Lévi-Strauss afirmará el carácter precursor para la antropología de la obra de Rousseau, contemporánea de la de Montesquieu. Durkheim, debido seguramente a su interés prioritario por los fundamentos de la sociología, no dedicó tantos elogios a Rousseau como a Montesquieu. Pero, en todo caso: ¿qué hay de profético en la socio-antropología de estos dos autores?

En esta primera sección conversamos de modo separado con ambos autores, que se reúnen después en los textos más recientes. Empezamos con Montesquieu, seguiremos con Rousseau y veremos más tarde qué tipo de síntesis se puede realizar a partir de los comentarios de Durkheim sobre Montesquieu y de Lévi-Strauss sobre Rousseau.

1.1.1. Las funciones –integradoras y a la vez reparadoras– de las normas frente a las desigualdades sociales: o los planteamientos de Montesquieu

En las primeras líneas de sus tesis (de 1882) en latín sobre Montesquieu, Durkheim nos dice que a pesar de que El espíritu de las leyes, la obra más conocida de este autor, publicada en 1748, no trata de todos los hechos sociales sino solamente de las normas, su análisis es profundamente sociológico: «El método que utiliza Montesquieu para interpretar las distintas formas del derecho es válido también, de una manera general, para las otras instituciones sociales. Mejor dicho, puesto que las leyes afectan a la vida social entera, Montesquieu la aborda necesariamente bajo todos sus aspectos». Anticipando lo que será más tarde la perspectiva durkheimiana, podría decirse que, para Montesquieu, las normas en la sociedad son comparables a la sangre del cuerpo, que atraviesa todos los órganos y los dinamiza, vehiculando por todas partes los valores y las obligaciones sociales. También para Raymond Aron es Montesquieu el primer sociólogo típico,2 más incluso que Auguste Comte, el inventor de la palabra unos setenta años después. Dejemos de lado, por el momento, los comentarios de Aron porque, aunque muchas veces son pertinentes, aparecen como el punto de vista especial de quien se liberó de la EFSA a la que pertenecía en su juventud…3

Según Durkheim, con Montesquieu se da una ruptura en la historia del pensamiento porque él dio el paso del arte puramente deductivo de las ciencias sociales al muy científico método casi experimental que se adapta a las características de las sociedades –en las que la experimentación real, controlando los factores, es muy difícil– proponiendo análisis comparativos. De las leyes comparadas en varios países y épocas, Montesquieu induce rasgos comunes a las principales categorías de sociedades, de forma que no solo inventa lo que hoy llamamos el derecho comparado, sino que también consolida el método comparativo mismo, apoyándolo sobre la observación de los hechos y de los procesos sociales, articulando casi siempre la mirada sincrónica y la diacrónica. Y sobre todo, más allá de esta constatación y de algunas críticas de Durkheim, por ejemplo sobre la tendencia de Montesquieu a elegir los ejemplos históricos más conformes a su teoría en forma más bien «pro domo sua», su mirada es profundamente sociológica.

Lejos de separar los sectores de la sociedad como lo hacían los autores especializados, Montesquieu reúne y analiza en un solo conjunto el derecho, las mentalidades, la religión, el comercio, etc. Los agrupa en lo que la sociología llamará más tarde el sistema institucional, mostrando la unidad de la sociedad y por lo tanto de lo que será la ciencia de esta. Simétricamente, uno de sus principales aportes es la teoría de la separación de poderes –en varios sentidos, su pensamiento es el del equilibrio–, cuya competencia impide, afortunadamente, el debilitamiento de la democracia y de la libertad a causa de la formación de superpoderes que aplastan a los seres humanos. Los subsistemas sociales pueden también ejercer este papel, por ejemplo cuando, en Turquía, la religión corrige al poder político. Durkheim cita estos extractos que, de modo profético, explican acontecimientos o tendencias actuales en Turquía y en otros países musulmanes, ¡más de 250 años después!: «Hay, sin embargo, una cosa que podemos algunas veces oponer a la voluntad del Príncipe, es la religión». Notemos la modernidad del comentario, que hoy aparece en todos los diarios a propósito de diversos países. Esta idea estaba ya expresada anteriormente en el libro de Montesquieu, cuando este insiste sobre el peso de la tradición en algunos países despóticos de Oriente: «De ahí viene, en este país, el hecho de que la religión tenga ordinariamente tanta fuerza, es porque constituye una forma sedimentada y permanente; y si no es la religión, son las costumbres lo que uno venera en lugar de venerar las leyes».4

No todos los comentarios de Durkheim sobre Montesquieu son elogiosos. Le reprocha que lo explique casi todo por la forma del poder político, en la que fundamenta sus clasificaciones; y le reprocha, sobre todo, no ser bastante evolucionista, tener un análisis más sincrónico que diacrónico, es decir, plantear solamente –para explicar las normas– la necesaria pero insuficiente relación entre series de hechos, sin poner las sociedades en una perspectiva evolutiva donde se suceden tipos de civilizaciones: le falta pues lo que propondrá setenta años después el inventor de la palabra sociología, Auguste Comte. La lectura atenta que podemos llevar a cabo de Montesquieu muestra, sin embargo, que sí hay una idea de sucesión en el texto, ya que los dispersos salvajes tienden a preceder a los más concentrados bárbaros, y aquellos que no cultivan la tierra ni tienen monedas para sus mercados son anteriores al surgimiento de las ciudades –en las que nacería la civilización, según el punto de vista que ya planteaban los griegos antiguos separando etnos y polis5

Seguramente, como Montesquieu jerarquiza las sociedades menos y con menos etnocentrismo que Comte y que el mismo Durkheim, el sentido de la sucesión evolutiva aparece más débilmente. Globalmente, para Montesquieu, las causas de los sistemas normativos son más morfológicas que históricas. El clima y los entornos naturales donde vive el hombre determinan gran parte de sus instituciones, lo que presupone una articulación de lo morfológico con lo político-cultural que se quedará en el equipaje de la EFSA. Tres ideas fuertes aparecen en el primer extracto:6 la ley corrige las desigualdades, el verdadero cambio cultural no se realiza con leyes, y el Estado debe tener políticas sociales.

El verdadero espíritu de igualdad está tan lejos del espíritu de igualdad extrema como el cielo de la tierra. El primero no consiste en absoluto en procurar que todo el mundo mande, ni que no se mande a nadie; sino en mandar y obedecer a sus iguales. No busca el no tener ningún amo, sino tener como amos solo a sus iguales. En el estado de naturaleza, los hombres nacen en efecto en la igualdad; pero no se quedan así. La sociedad se la hace perder, y solo por la ley vuelven a ser iguales. Tal es la diferencia entre la democracia regulada y aquella que no lo es: en la primera, solo se es igual como ciudadano mientras que, en la otra, se es aún igual como magistrado, como senador, como juez, como padre, como marido, como amo (t. 1, Li. VIII, cap. 3, p. 125).

Dijimos que las leyes eran instituciones particulares y precisas del legislador, y las costumbres y los usos, instituciones de la nación en general. De ahí se sigue que cuando se quieren cambiar las costumbres y los usos, no hay que cambiarlos mediante leyes: eso parecería demasiado tiránico; es mejor cambiarlos por otras costumbres y otros usos (t. 1, Li. XIX, cap. 14, p. 335).

Unas pocas limosnas hechas a un hombre desnudo en las calles no alcanzan a satisfacer las obligaciones del Estado, que debe a todos los ciudadanos una subsistencia garantizada, la comida, prendas para vestirse convenientemente y un tipo de vida que no sea contrario a la salud (t. 2, Li. XXIII, cap. 29, p. 129).

Dicho en términos modernos: la filantropía no define y casi se opone a las políticas públicas, y la sociedad conlleva segregación social que hay que compensar legalmente. Durkheim convertirá esta idea en la tesis de que el proceso de división del trabajo social acompaña al desarrollo social con desigualdades que habrán de corregirse legislando y con servicios públicos. Las leyes, que son el objeto central del libro, se diferencian de las otras normas. La tipología de las normas que propone Montesquieu, bastante conocida, nos es todavía útil hoy en día:7 las costumbres regulan el comportamiento ordinario de los seres, sea en su conducta interior (y entonces podríamos llamarlas usos), sea en los hábitos que ordenan la conducta exterior, y se distinguen de lo que las leyes establecen, las primeras siendo las del hombre y refiriéndose las segundas al ciudadano.8

Cuadro 1. Los cuatro tipos de normas sociales


* Hoy en día, en las democracias.

En los fragmentos citados más arriba se nota ya un cierto afán humanista prerrepublicano; no cabe duda de que Montesquieu lo tenía, aunque le gustaba más el orden social que el igualitarismo absoluto de las comunidades primitivas –al que denominó algunas veces «estado de naturaleza», en un sentido concreto muy diferente al uso del mismo término por Rousseau (véase más adelante). No olvidemos que el primero de nuestros autores era de noble extracción, a diferencia del segundo. Sería absurdo y anacrónico ver a Montesquieu como un socialista anticipado a su tiempo, pero igual de ilegítimo es pretender que su pensamiento es protoliberal, como se ha escrito, por ejemplo, de la pluma de Aron. Podríamos seguir a este último cuando califica a Montesquieu de algo «reaccionario», pero habría que añadir que también ilustrado… En cualquier caso, algunas de sus observaciones pueden sorprender, tanto por su carácter precursor de lo que más tarde sería el protosocialismo como por su cautela respecto a los supuestos beneficios de la riqueza. En estos tiempos en que con tanta frecuencia se exalta el valor de la riqueza casi podría considerarse a Montesquieu como anti-productivista. El primero de los textos siguientes puede conmover a quienes tienen el sentido de un reparto social justo, como era el caso de los durkheimianos. La última de las citas complacerá a los adeptos a una frugalidad relativa.

En las repúblicas donde las riquezas se reparten de modo igualitario no puede haber lujo (…), en consecuencia, cuanto menos lujo hay en una república, más perfecta es. (…) A medida que el lujo se establece en una república, el espíritu se gira hacia el interés particular. (…) Las repúblicas terminan por el lujo; las monarquías por la pobreza. (…)

El efecto de las riquezas de un país es poner la ambición en los corazones. El efecto de la pobreza es hacer nacer la desesperación. (…)

En los pueblos que no tienen moneda, cada uno tiene pocas necesidades, y las satisface fácilmente y con igualdad. La igualdad es pues obligada; por eso sus jefes no son nada despóticos (Montesquieu, 1748, t. 1: 107-110, 230 y 312).

Nos podemos acercar un momento a Montesquieu para conversar directamente con él sin pasar por el espejo durkheimiano, que alguna vez es deformante, y subrayar así dos o tres detalles que Durkheim no puso de relieve (ni tampoco Aron) pero que se incluyen en el programa genético de la EFSA. Si tomamos pues una anacrónica copa con Montesquieu, este nos enseñará realidades de hoy, cosas tan válidas en su tiempo como en el nuestro, de las cuales la EFSA fue el vector a través de ambas épocas.

Además de ideas, dispersas pero profundas, tales como la de la capacidad, solamente humana, de formular y transgredir las propias normas, o el hecho de que consumimos bienes del universo entero (la idea de mundialización), Montesquieu nos propone refinamientos sociológicos que son muy contemporáneos porque son inherentes a las civilizaciones urbanas o a la cultura de la modernidad. Por ejemplo, si las normas dominantes, en tal sociedad y época, son las de la clase dominante, y si, contrariamente al mensaje central de los fundadores de la ciencia económica, la riqueza de las naciones se traduce proporcionalmente en desigualdades crecientes, entonces las leyes son también el instrumento para restablecer la equidad en un mundo de desigualdades. Esto será una idea básica para la EFSA. El espíritu republicano impone algunas veces las llamadas leyes «suntuarias», como en el siglo XIII durante la antigua Corona de Aragón, cuando se ordenó –nos dice Montesquieu– que la nobleza no comiera más de dos tipos de carne en cada cena, esfuerzo de frugalidad muy relativo pero según él significativo.

Algo aún más fuerte y significativo: pueden leerse análisis que anticipan lo que sociólogos franceses tales como Jean Baudrillard o Pierre Bourdieu (Thorstein Veblen, de padres escandinavos, lo había dicho antes)9 denominaron en el siglo XX consumo posicional o suntuario: «Cuantos más hombres juntos hay, más crece la vanidad y el deseo de señalarse con pequeños detalles (…). Si son tan numerosos que en su mayoría no se conocen mutuamente, el deseo de distinción se redobla (…). Cada uno toma como referencia la condición inmediatamente superior a la suya» (t. 1, Li. VII, cap. I, p. 105).

Evidentemente, en el texto se dan también propuestas más superficiales y generalizaciones algo abusivas. En un momento, refiriéndose a los españoles,10 afirma la universalidad de nuestro sentido del honor, o nuestro respeto a la palabra dada y la confianza ancestral que por ello nos otorgan los otros, o nuestra buena fe –lo que es un gran elogio, procediendo de un francés en un tiempo de guerras europeas entre los imperialismos de entonces. Claro que en el mismo párrafo nos descubrimos también mucho más perezosos que los otros europeos o que los muy trabajadores chinos… Estos rasgos culturales, incluso si no están totalmente desprovistos de realidad, aunque traten de subrayar una personalidad de base, son caricaturas. El propósito del autor era mostrar que los pueblos no son malos o buenos en sí, que los vicios económicos o políticos pueden coincidir con virtudes morales y recíprocamente.

Mucho más seria y sociológicamente más profunda es la propuesta según la cual (t. 1, Li. XIX, cap. XIV, p. 335) «las leyes son instituciones particulares del legislador y los usos o costumbres instituciones de la nación en general», lo que implica que cada tipo cambia o se reforma en su propio registro. No se trata pues de cambiar las mentalidades por ley. Aron (1967) considera a Montesquieu, repitámoslo, como el verdadero inventor de la sociología, y recordemos además que éste, como acabamos de ver, da una definición del concepto de institución de mucha consistencia antropológica. Aunque no haya subrayado este aspecto,11 algunos comentarios de Aron son especialmente relevantes; por ejemplo, cuando repite que Montesquieu no confundió las leyes del determinismo físico con las normas sociales, sino que quiso combinar el determinismo en las explicaciones de las particularidades sociales y la necesidad de las instituciones con juicios morales y filosóficos que permitiesen aconsejar a los gobiernos. Aquí hay algo que es un fundamento importante de la EFSA, desde luego común a su vecino Jean-Jacques Rousseau, al que por esta razón vamos a visitar ahora mismo. Aron (pp. 58-61) anotó también que el autor del Contrato social pensaba en una igualdad que pudiera fundamentar una soberanía absoluta del pueblo, mientras que Montesquieu señalaba unas desigualdades que las leyes debían matizar, pero asumiéndolas para el bien del orden social. Aquí tenemos quizás una distancia entre ambos autores, isomorfa a la que constataremos entre Durkheim y Mauss en el próximo capítulo. Sin embargo, antes de pasear por ahí tenemos que encontrarnos con Rousseau y con algunos autores más.

1.1.2. Rousseau: de la ruptura cultural del hombre perfectible a los requisitos de la cohesión social

Al contrario que Montesquieu, de noble extracción y con fortuna personal, Rousseau debió vivir, en los círculos de la clase dirigente, de sus talentos intelectuales y de su capacidad de seducción (que era, por lo que se sabe, bastante grande y eficaz). Sin dinero –igual, un poco más tarde, que Auguste Comte escribiendo textos firmados por Saint-Simon–, tenía que hacerse un nombre, lo que puede explicar parte de sus aspectos rebeldes y anticonformistas, apoyados por un sólido sentido de la lógica y hasta del razonamiento dialéctico. Cómo este hijo de artesano consiguió tanta fama, en aquellos tiempos que los franceses llaman el «antiguo régimen» (monárquico), no tenemos tiempo de averiguarlo aquí, pero no cabe duda de que los principales contenidos socio-antropológicos de su obra constituyen ingredientes de esta muy merecida fama. Entre ellos, cabe subrayar tres temas que se implican en sentido histórico, la definición del ser humano, la visión institucionalista de la sociedad y la perspectiva, dada en términos de cohesión, de una república democrática. Si nos hubiéramos encontrado, pues, al señor Rousseau, este nos habría dicho lo que para él es un ser humano; y por eso Lévi-Strauss lo considera nada menos que el verdadero fundador de la antropología. Seguramente nos lo diría a través de una anécdota.

Una de las más famosas batallas intelectuales del Siglo de las Luces opuso a Voltaire y Rousseau, el primero proponiendo un tratamiento predarwiniano del tema cuando define a la persona como mamífero, y el segundo planteando la visión socio-antropológica que caracterizará a los durkheimianos. Para Rousseau, la naturaleza y su evolución solo explican las operaciones que realiza un animal (y las del hombre «físico», que se diferencia del hombre «moral»); mientras que el hombre contribuye a sus actos y destinos con su libertad. Si el primero elige o rechaza por instinto, el segundo lo hace con un acto de voluntad. Esto supone, utilizando su vocabulario, que el animal no puede salirse de la rutina que se le prescribe, aunque le sería ventajoso hacerlo algunas veces; y que el hombre se aparta a menudo de sus propias normas, aunque ello le perjudique, lo que le da también capacidad autónoma para cambiarse. Esta es la razón por la que el hombre se perfecciona a sí mismo mediante sus actos y decisiones (lo que no siempre lo lleva a la felicidad); al contrario del animal, que evoluciona lentamente por el azar de la adaptación. Muy relevante es esta perspectiva, a pesar de que hoy tendríamos que relativizar la primera parte del razonamiento: aunque la idea principal, según la cual solo el hombre se cambia y perfecciona a sí mismo, siga siendo central en la distinción, los etólogos muestran que en el comportamiento de varios animales hay voluntad e incluso estrategia, y que muchos son capaces de variar sus rutinas. El tema interesará mucho a los durkheimianos, como veremos.

En su libro principal, El contrato social, del que tanto cabría decir, Rousseau define el Estado como la instancia cuya función es el bien común. Al final del libro II propone una tipología de las leyes parecida a la de Montesquieu, pero más completa: distingue clásicamente las leyes constitutivas –que pueden ser ilegítimas–, las civiles (en dos categorías, mediante un refinamiento que permite tener en cuenta al Estado), las penales y los hábitos, que son las principales y consolidan las otras. Todo esto nos permite comprender por qué Rousseau, como Montesquieu, inspirará mucho a los sociólogos de la EFSA y por qué, como veremos más adelante, estos darán tanta importancia a las normas jurídicas:

Para ordenarlo todo, o dar la mejor forma posible a la cosa pública, hay varias relaciones que considerar. En primer lugar, la del cuerpo entero actuando sobre sí mismo, es decir, la relación del todo con el todo, o del soberano con el Estado (…). Las leyes que regulan esta relación se denominan leyes políticas, y también se llaman leyes fundamentales, no sin alguna razón si esas leyes son sensatas; porque, si solo hay en cada Estado una buena forma de ordenarlo, el pueblo que la encontró debe atenerse a ella: pero si el orden establecido es malo, ¿por qué se considerarían como fundamentales leyes que le impiden ser bueno? (…) La segunda relación es la de los miembros entre ellos, o con el cuerpo entero; y esta relación debe ser en un primer aspecto tan pequeña y en un segundo aspecto tan grande como sea posible; de forma tal que cada ciudadano esté en una independencia perfecta de todos los demás y en una excesiva dependencia frente a la polis: lo que se hace siempre por el mismo medio, porque solo la fuerza del Estado hace realidad la libertad de sus miembros. De esta segunda relación nacen las leyes civiles. Se puede considerar un tercer tipo de relación entre el hombre y la ley, a saber, la de la desobediencia al castigo; esta última da lugar a la creación de las leyes penales, que en el fondo son menos una especie particular de leyes que la sanción de todas las otras. A estas tres clases de leyes se puede añadir una cuarta, la más importante de todas, que no se graba ni en mármol ni en bronce, sino en los corazones de los ciudadanos (…). Me refiero a los hábitos, a las costumbres y especialmente a la opinión; parte desconocida en nuestras políticas, pero de la que depende el éxito de todas las demás (Rousseau, Du contrat social ou principes du droit politique, 1762, 10-18, 1973: 118-119).

Tras este corto relato de las opciones político-jurídicas de Rousseau, volvamos a sus aspectos más antropológicos. En uno de sus discursos12 sobre las desigualdades, muy adelantado para su tiempo, no solo presenta al ser humano en ruptura con la animalidad, sino que critica el muy frecuente comparativismo transhistórico en las ciencias humanas. Nos recomienda no confundir al hombre salvaje de los primeros tiempos con el que «tenemos bajo los ojos». El concepto rousseauniano de «estado de naturaleza» le sirve, al contrario que a Montesquieu, de mundo hipotético, que imagina por construcción artificial, donde existiría un ser prehumano sin cultura; lo que le permite, por contraste, introducir una ruptura entre naturaleza y cultura que implica instituciones.

La realidad de sus escritos aleja mucho a Rousseau de su imagen estereotipada, romántica o pintoresca, apoyada en la idealización de su descripción del «buen salvaje». Lo cierto es que Rousseau no tiene nada de romántico; incluso cuando recoge hojas y hierbas lo hace de modo científico, como naturalista, para construir un herbario… En su criterio, el comparativismo, el análisis comparativo, puede servir si se compara lo que resulta comparable y si se evitan los etnocentrismos. Y, así, Rousseau no valoró nunca la imagen de un «buen salvaje» eterno, sino que trató de comprender, con una empatía muy científica –en el sentido antropológico del término–, cómo podían amar su vida y sus instituciones quienes no tenían la riqueza o el confort de la época en que él escribía. En el mismo sentido, recordaremos también sus escritos más políticos, sobre los que Jean Jaurès, el socialista amigo de los durkheimianos, insiste en un hermoso artículo (1912), aclarando un punto dudoso y corrigiendo un frecuente error de interpretación:

«En el Discurso sobre el origen de las desigualdades, Rousseau no propone como ideal el periodo más primitivo del desarrollo humano». El mejor de los estados anteriores no es, según las explicaciones de Jaurès, el puro estado de naturaleza, sino la sociedad naciente: «Una vez que los hombres ya han inventado la lengua, han fundado la familia y asegurado la estabilidad del hogar, en el momento en que la agricultura y las otras tareas de la tierra requieren la constitución de la propiedad individual, es entonces cuando los hombres, comprometidos en los diversos lugares de la sociedad, ya robustos pero aún flexibles, gozan lo más plenamente posible de los bienes naturales y sociales» (Jaurès, 1912). Para Jaurès, la actitud de Rousseau prepara la de los socialistas, que defienden la unidad del género humano a pesar o quizás gracias a su diversidad, al mismo tiempo que propugnan la máxima igualdad de los seres.

Para Rousseau, todo hecho cultural es institucional: lenguas, artes, leyes, organizaciones, decisiones políticas, etc. Este concepto tiene para él una vigencia antropológica directa. Incluso la concentración de habitantes en lugares con riesgos naturales (con riesgo de terremotos, por ejemplo) es el resultado de elecciones humanas o de políticas públicas y no tiene en consecuencia nada de natural. Se puede releer, a este respecto, otro punto de su disputa con Voltaire, a propósito del gran terremoto de Lisboa en 1755, bajo la perspectiva de la noción –muy sensible actualmente– de «catástrofe natural».13 Rousseau utiliza decenas de veces el concepto de institución, incluso para referirse al pueblo (institución del pueblo como tal). Pero sería erróneo pensar que todas las instituciones son buenas para los seres humanos. Las creaciones humanas pueden girar, ir a la contra del propio hombre. Algunas provocan corrupción o sirven para reforzar la dominación social, como lo muestra el siguiente fragmento del Discurso sobre las desigualdades, donde Rousseau nos advierte de la fragilidad y de la ambivalente dualidad de unas instituciones que también pueden desembocar en la dominación social.

Si seguimos la progresión de la desigualdad en estas distintas revoluciones, encontraremos que el establecimiento de la ley y del derecho de propiedad fue su primer paso; la institución de la magistratura el segundo, que el tercero y último fue el cambio del poder legítimo en poder arbitrario (…), hasta que nuevas revoluciones disuelvan totalmente el Gobierno, o lo acerquen a la institución legítima. Para entender la necesidad de esta progresión es menos necesario considerar los motivos del establecimiento del cuerpo político que la forma que toma en su desarrollo y los inconvenientes que arrastra consigo: ya que los defectos que hacen necesarias a las instituciones sociales son los mismos que los que vuelven inevitable el abuso de las mismas (…). Sería fácil probar que cualquier gobierno que, sin corromperse ni alterarse, actuara siempre exactamente según los objetivos de su institución, se habría instituido sin necesidad, y que un país donde nadie eludiera las leyes ni abusara de la magistratura no necesitaría ni magistrados ni leyes (Rousseau, Discurso sobre las desigualdades).

Es inevitable evocar aquí a Claude Lévi-Strauss escribiendo un artículo titulado «Jean-Jacques Rousseau, fundador de las ciencias del hombre».14 No solo porque, en el mismo libro, Lévi-Strauss hace un rotundo homenaje a Durkheim y a Mauss, por los servicios prestados a la etnología,15 sino porque lo que dice de Rousseau nos lleva a los fundamentos a la vez de la antropología y de la EFSA.

Según Lévi-Strauss, Rousseau fue bastante más que un lector informado y un preciso comentarista de los relatos de viajes exóticos disponibles en su tiempo. Cita un extracto del Discurso sobre el origen de las desigualdades donde Rousseau menciona los viajes de Diderot, Montesquieu o Buffon, considerando que el mundo exótico que describen nos enseña a conocer mejor el nuestro. Esta es, en efecto, la idea capital del rodeo antropológico. Pero más allá del método, lo que interesa a Lévi-Strauss es la visión del antropólogo –apoyada en una concepción unitaria del género humano– ofrecida por Rousseau: el hombre se pone a prueba como idéntico a todos sus semejantes y se identifica con los demás aunque parezcan ser diferentes a él. Esta experiencia de la alteridad sobre un fondo de identidad es la actitud propiamente científica del antropólogo (y es asimismo la de los durkheimianos, como veremos).

No evocaremos aquí, por falta de espacio, otros textos de Rousseau, tales como los dedicados a las artes o a la educación, o el de la Constitución de Córcega… Demos la palabra, para terminar, a Durkheim, comparando a los dos autores y destacando una diferencia en la manera en que ambos se representan la sociedad: «Montesquieu había llegado a concebir una sociedad en donde la unidad social, lejos de excluir el particularismo de los intereses individuales, lo suponía y era su resultado». La armonía nace de la división de las funciones y de la reciprocidad de los servicios –el concepto de lazo orgánico, de solidaridad orgánica, está ya ahí. Los individuos están directamente vinculados los unos a los otros y la cohesión total no es más que un resultado de todas estas afinidades particulares. Y esta sociedad, añade Durkheim, Montesquieu «creía encontrarla realizada en la sociedad francesa de la Edad Media, completada con la ayuda de las instituciones inglesas». Para Rousseau, por el contrario, la voluntad individual es antagónica de la voluntad común, que también llama a menudo «voluntad general». «En una legislación perfecta, la voluntad particular o individual debe ser nula» (III, 2), nos recuerda Durkheim, puesto que voluntades individuales diferentes, en un gran número, no podrían coincidir. Ocurre, sin embargo, que una cohesión tal solo es posible en una ciudad de mediano tamaño, en la que la sociedad esté presente por todas partes y donde todo el mundo tenga condiciones de existencia más o menos similares. En un país grande, por contra, la diversidad de los entornos multiplica las tendencias centrífugas. Cada individuo tiende a seguir su propia orientación; y por lo tanto «la unidad política solo puede mantenerse gracias a la constitución de un gobierno tan fuerte que debe ponerse en el lugar de la voluntad colectiva y puede degenerar en despotismo (II, 9)». Para que el gobierno de una gran sociedad no sea despótico, los ciudadanos deben estar íntimamente en correspondencia con los propósitos del gobierno, lo que supone un ideal democrático absoluto.

Lo importante, según Durkheim, es que, para ambos filósofos de las Luces, la democracia es un equilibrio frágil entre cohesión social y libre diversidad. Veremos que, más allá de los preceptos metodológicos de Montesquieu y de Rousseau, la perspectiva y la búsqueda de la EFSA naciente se orientarán hacia la articulación de esas dos dimensiones, la que garantiza institucionalmente una cohesión que no ahogue las particularidades individuales y la que compensa las desigualdades sociales que la riqueza colectiva genera. Sin embargo, para comprenderlo mejor, debemos pasar por la evocación de un contexto y de algunos autores del siglo XIX que también importaron mucho para los durkheimianos.

1.2. La efervescencia sociopolítica y científica del siglo XIX como alimento de la EFSA

La coincidencia que se puede constatar entre los movimientos sociales del siglo XIX y los progresos paralelos de la ciencia social es rotunda, como si el análisis se alimentara de la acción y recíprocamente. Esta concomitancia se refiere especialmente a todos los países de la Europa de industrialización temprana, pero fue especialmente evidente en Francia. Es seguramente por eso que, en un artículo publicado en 1900, Durkheim cuenta esta historia científico-política, que es la de la propia sociología. Según él, esta nace en Francia a lo largo del siglo XIX, aunque Montesquieu y Condorcet16 la habían preparado a partir del siglo XVIII.

Según Durkheim, la serie de autores que jalonan ese nacimiento, preparado por Montesquieu y Condorcet, está formada por Saint-Simon, Comte y Espinas (frente a las perspectivas más individualistas de Alfred Fouillée, Herbert Spencer o Gabriel Tarde), en un contexto de convulsiones sociales más o menos revolucionarias. El resumen de Durkheim olvida, por un lado, la influencia de Karl Marx y, por otro lado, la de autores como Jean-Marie Guyau o Alexis de Tocqueville. En ese contexto se halla también el solidarismo más o menos utópico y/o cristiano, señalado como complemento por Celestin Bouglé –el importante colaborador de Durkheim del que trataremos más adelante. Es a través de la mirada combinada de Durkheim y de Bouglé, así como, sobre todo, mediante una lectura directa personal, como nos parece útil resumir la historia de la que tratamos temáticamente en las dos partes principales de esta sección: en primer lugar, las definiciones previas de la sociología en el contexto evolucionista y colonial; a continuación, la articulación solidarista de las cuestiones del progreso, de la sociedad industrial y del asociacionismo. Proponemos, además, una digresión acerca de la integración parcial de las aportaciones de los liberales individualistas.

1.2.1. Las definiciones preliminares de la sociología en el contexto evolucionista y colonial

Como dice Durkheim, se podría volver atrás en la historia del pensamiento, hacia autores de la antigüedad como Platón o Aristóteles, y buscar en ellos el origen o los fundamentos de las ciencias sociales y políticas. Pero no basta con que la reflexión se aplique a un orden de hechos (sociales) para que surja una ciencia. La medicina existía siglos antes de que emergiese la idea científica de la fisiología. Para que nazca la ciencia sociológica es necesaria una dedicación al conocimiento, colateral y casi independiente de las aplicaciones o de la acción. Y, sin embargo, la sociología francesa es hija de la revolución; y ésta última hizo a la vez dos cosas: poner a la vista las desigualdades y los problemas sociales que deben afrontarse y dar valor a las ciencias (en el enciclopedismo, por ejemplo) frente a las creencias irracionales. Como nos dice Durkheim con cierto lirismo, no podían ser las ciencias de la naturaleza las que hicieran la contribución más útil a este doble objetivo; esa fue la tarea de Saint-Simon:

Para rehacer una conciencia a las sociedades, son las sociedades lo que importa más que nada conocer. Ahora bien, esta ciencia de las sociedades, la más indispensable de todas, no existía; era necesario pues, por un interés práctico, fundarla sin demora. Espíritu creativo y aventurero, deseoso de emplear sus facultades inventivas y los entusiasmos de su genio en alguna gran obra, Saint-Simon fue naturalmente seducido por esta idea de descubrir, nuevo Cristóbal Colón, un mundo aún desconocido y de conquistarlo para la ciencia (Durkheim, 1900).

Durkheim prosigue su razonamiento afirmando que Saint-Simon y Comte sentaron las bases (que hoy llamaríamos organicistas) de una fisiología social, es decir, de la sociología. El objetivo de esta, añade, es formular el equivalente de lo que la ley de la gravitación universal es para el mundo físico, es decir, la ley del progreso de la humanidad. El evolucionismo más absoluto está pues, desde el principio, en el espíritu de estos fundadores. Por otra parte, Durkheim escribe también que el método de la nueva ciencia será

esencialmente histórico, aunque sea necesario separar la estática de la dinámica social como reclamaba Comte. Se percibe inmediatamente la ambivalente contradicción del planteamiento, puesto que los hechos sociales, en tanto que «cosas», serían similares a los hechos de la naturaleza, y a la vez, en tanto que fenómenos históricos, serían culturales, acciones inseparables de lo simbólico. El contexto darwiniano de la época no es independiente de este paradójico inicio de los durkheimianos y de sus fuentes, del mismo modo que no lo es el contexto político.

Más adelante veremos que todos los durkheimianos, cercanos a los socialistas, se opondrán a las éticas utilitaristas y liberales del darwinismo social, y en particular a la de Spencer,17 cuyas ideas se conservarán sin embargo en el equipaje de la EFSA, algunas incluso muy centralmente, como la de la división del trabajo y la diferenciación como procesos paralelos al progreso civilizador (o como criterios de evolución). Y también tenderán a seguir los escritos de Comte, que Durkheim cita abundantemente en diversos textos. Conviene tener en cuenta que hay puntos comunes entre estos dos autores tan opuestos ideológicamente (el ultraliberal Spencer y el protosocialista Comte); y eso es importante para comprender por qué Durkheim tendrá que emanciparse de esta biosociología que es el evolucionismo social. Mauss le ayudará en este aspecto.

Mucho antes de las principales publicaciones de Darwin, Comte ya había avanzado, en 1839, el gran descubrimiento evolucionista de la correspondencia entre ontogénesis y filogénesis, aplicada a los humanos en el terreno de las ciencias de la sociedad. Además, en el capítulo cuatro de su texto de 1851, asevera (al igual que más tarde lo harán Marx y Engels) que «el conocimiento positivo del hombre proporciona el único medio de penetrar finalmente en la verdadera naturaleza de los distintos animales».18 Así pues, una teoría positiva del lenguaje humano debería necesariamente «vincularse convenientemente a sus orígenes biológicos». Observando el lenguaje de animales tales como los pájaros se llegaría al del hombre, y «este estudio debe incluso realizarse en primer lugar sobre los menores grados evolutivos de animalidad, donde hay mejor protección frente a toda complicación externa». No es solo que la lingüística debería ser lo que hoy se denomina una etología, sino que tendría que basarse en las especies más rudimentarias para constituirse científicamente. Anarquistas y liberales, todos los fundadores de la sociología francesa, incluidos los que siguieron siendo cristianos, adoptaron el darwinismo social intentando copiar la biología.19 El más radical de los liberales darwinianos, Herbert Spencer, merece un pequeño desarrollo.

De los múltiples libros de Spencer, considerado como el padre del evolucionismo social, Principios de sociología (1876) parece contener los elementos más útiles para entender los propósitos de esta sociobiología, que él fundó con Darwin, como método de razonamiento que ha dejado múltiples huellas en la socioantropología. Para Spencer todas las diferencias son naturales y la historia humana solo deja rastros de modo muy secundario; es pues lógico encontrar semejanzas entre los primitivos y los monos.20 La naturalización del razonamiento es total. El funcionalismo absoluto de Spencer deshistoriza y desimboliza a la humanidad. La sociobiología de Spencer es más franca y directa que la de Comte, pero las diferencias entre las dos son de grado, no de naturaleza; a pesar de sus ideologías opuestas sería imprudente creer que ambos autores están separados en este aspecto por desacuerdos profundos.

En un anexo de su obra sociológica, titulado «Fetichismo» (pp. 595-96), Spencer parece oponerse a Comte cuando escribe que los animales superiores tienen concepciones fetichistas y admite finalmente la idea: «creo que la conducta de los animales inteligentes aclara la génesis del fetichismo».21 Puede constatarse que ambos filósofos están de acuerdo en considerar que una cierta predisposición religiosa existiría en los animales. Por otra parte, un autor como Alfred Espinas los reúne, pese a sus diferencias, en lo que se podría decir que es la partida de nacimiento de la sociobiología. Espinas, que según Durkheim es quien más desarrolló las ideas de Spencer en dirección a una verdadera ciencia social, concibe la sociedad como un sistema de células, comparando las células con los ciudadanos de un Estado, igual que hacía el biólogo Ernst Haeckel en sus metáforas. Espinas se apoya también en los zoólogos que estudian como sociedades las colectividades de insectos o de mamíferos, y habla de «sociologías animales» para concluir, después de haber integrado tanto a Comte como a Spencer en su razonamiento: «no hay nada fuera de la naturaleza».22 ¡Extraño, pues, que Durkheim busque el fundamento de lo sociológico en un naturalismo que lo contradice! Un naturalismo que conduce a Espinas a negar la especificidad de los hechos institucionales y a fundamentar los hechos sociales en los impulsos orgánicos o en el peso del instinto. El contexto cultural del siglo XIX es el darwinismo como liberación frente al peso de la iglesia en la ciencia: si el hombre y la sociedad no son creaciones divinas, tienen pues su origen en la naturaleza. Pese a la influencia de Comte, Spencer y Espinas, la sociología francesa, en su origen, es solo en parte naturalista (lo que no deja de entrar en contradicción con una visión del proceso evolutivo humano como algo hecho de ciencia y de tecnología). En otra parte es historicista. La contradicción puede parecer tremenda, pero lo cierto es que Durkheim quería, absolutamente, hacer de la sociología una ciencia copiando el modelo de la biología, mientras que, al mismo tiempo, vinculaba los hechos sociales con la historia para consolidar su institucionalismo; en este aspecto Henri de Saint-Simon será un punto de apoyo esencial.

Durkheim propone buscar en Saint-Simon la doble fuente de la sociología y del socialismo, lo que se revela tan discutible como significativo cuando se leen algunos extractos de este autor. La propuesta de Durkheim no deja de extrañar y parece bastante paradójica; en efecto, podemos considerar que Saint-Simon es más bien, y sobre todo, el precursor de la tecnocracia (en particular por su valoración del industrialismo, incluso de lo que hoy en día se conoce como las tecnociencias). En su libro Catecismo de los industriales (1823-24) –parcialmente redactado por Auguste Comte–, se escribe claramente que los industriales deben dirigir y administrar la sociedad y su economía como vectores del «progreso de la civilización». Esta opinión es también la de diversos lectores y especialistas en este autor.23

Sin embargo, se sabe que Saint-Simon opuso la economía a la política igual que oponía, en su alegoría, las «industriosas abejas» a los «avispones», esto es, los nobles o los militares napoleónicos, también calificados de sanguijuelas. Y, por otra parte, Jean Jaurès declaró que «Saint-Simon había previsto el gran capitalismo pero lo había trasfigurado magníficamente en socialismo».24 En cambio, en el prefacio a una selección de textos de Saint-Simon, Georges Gurvitch –cuya notable importancia para la continuación de la EFSA tras la Segunda Guerra Mundial veremos en el último capítulo– critica en este punto al fundador de nuestra escuela, pese a que le apoya en general.25 Considera Gurvitch que Durkheim no vio que los verdaderos sucesores del Saint-Simon sociólogo fueron Proudhon y especialmente Marx. Para él, Saint-Simon fue «el más realista de los ‘utópicos’ y el más utópico de los sociólogos». Gurvitch piensa que Saint-Simon cambió de ideal a lo largo de las diferentes etapas de su vida:

En primer lugar, máxima productividad industrial vinculada a un utilitarismo de inspiración benthamiana, que da a los científicos el poder espiritual y a los empresarios-industriales el poder temporal; luego, planificación basada en la «pirámide industrial», encabezada por «líderes a pie de obra» –una tecnocracia, pues, aunque liberal, porque «la administración de las cosas reemplazará al gobierno de las personas», y los productores-obreros disfrutarán ampliamente de una abundancia cada vez mayor; por fin, en sus últimas obras, Saint-Simon predica la unión del amor y del trabajo gracias a la cual los proletarios se convertirán en «miembros societarios» y en «administradores» (Georges Gurvitch, 1965).

Subrayaremos dos elementos importantes en los textos de Saint-Simon: en lo que llama la fisiología general, el hecho de situarse por encima de los individuos, ya que para él la reunión de los hombres es un auténtico ser, otro y específico; y en su último texto, dedicado a la Organización social (1825),26 el de declarar que hay «pruebas de que los trabajadores franceses son capaces de administrar correctamente sus propiedades», diciendo de ellos que se trata de la clase más numerosa, compuesta por «hombres cuya inteligencia está suficientemente desarrollada y cuya capacidad de previsión es lo suficientemente saludable para que sea posible, sin inconvenientes, establecer un sistema de organización que les admita como socios».

En cuanto al padre de la palabra «sociología», Auguste Comte, quien se libera de su tutor a partir de 1820, su pensamiento es igualmente ambivalente y ambiguo pero nos lleva mucho más directamente a las ciencias sociales. Comte es conocido por su esquema evolucionista denominado «ley de los tres estados» (teológico, metafísico y positivo); es decir, por los reinados sucesivos de la religión, del conocimiento filosófico más bien retórico y finalmente de la ciencia positiva, que desembocan en el conocimiento supremo de la sociedad por sí misma, del que la sociología sería una de las condiciones principales, quizás la apoteosis. Es también él quien coloca importantes jalones de relevancia epistemológica y metodológica, refiriéndose, precisamente, a esta nueva disciplina. Hay que tener particularmente en cuenta un precepto del que Durkheim hará casi un dogma: «ningún hecho social podrá tener significado como verdad científica sin que sea inmediatamente relacionado con algún otro hecho social» (Comte, 1839, lección 48.ª, p. 163). Con la ayuda de esta idea clave y focal, los durkheimianos introducirán en la sociología el postulado según el cual un hecho social no puede explicarse sino por otro hecho social.

Es difícil resumir en pocas líneas las aportaciones de los diferentes textos de Comte, ya que los temas evocados por él son muy numerosos. Aquí cabe indicar sobre todo lo que influirá más en la EFSA. Por ejemplo, es probable que la actitud bastante tradicionalista de Durkheim en cuanto a las desigualdades sociales se origine en Comte (en su libro El sistema de política positiva): nunca consideró necesario reducirlas, ya que las veía indisociables de la división del trabajo, es decir, del progreso; proponía en cambio más justicia social a través de una movilidad social favorecida por la educación «universal».

Aunque, como hemos sugerido más arriba, se puede hablar de un evolucionismo predarwiniano en Comte, también debemos tener en cuenta que está impregnado (al contrario de Darwin) por un fuerte humanismo. Un humanismo que lo opone a los utilitaristas y a los individualistas «liberales» (en el sentido contemporáneo de la palabra) cuando considera –Durkheim lo seguirá por esta vía– que los sentimientos benévolos y desinteresados son propios de la naturaleza humana. La oposición al individualismo descansa parcialmente en la crítica de lo que Comte llama el pensamiento teológico, cuya naturaleza sería individual. La salvación individual favorecería pues el individualismo:

Para la fe, sobre todo monoteísta, la vida social no existe, por falta de una meta propia; la sociedad humana no puede entonces representar inmediatamente nada más que una simple aglomeración de individuos, cuya reunión es casi tan fortuita como pasajera y que, ocupados cada uno exclusivamente de su salvación, sólo conciben la participación en la del prójimo como un poderoso medio de merecer la suya propia (…). El espíritu positivo, por el contrario es directamente social, en todo lo posible (…), el hombre propiamente dicho no existe,27 solo puede existir la Humanidad, puesto que todo nuestro desarrollo se debe a la sociedad en cualquier aspecto que lo consideremos (Comte, Discurso sobre el espíritu positivo, Ed. Sarpe, 1984, pp. 116-117).

Además de las declaraciones que definen el humanismo como una forma de altruismo, Comte tiene fe en una mejora, según él inevitable, de la condición humana (lección 48.ª, p. 111). Es también uno de los que discrepan de la identificación o amalgama de progreso humano y progreso de la producción (idea a la que Durkheim será muy sensible). Aunque, para él, el desarrollo social no es un juego de suma cero y las riquezas pueden ciertamente aprovecharse, la mencionada identificación es incorrecta. El fragmento siguiente forma parte, en este sentido, de un razonamiento que, sin ser todavía antiproductivista, sí se enfrenta al menos a un progresismo sumario:28

El concepto general de la progresión social sigue siendo esencialmente vago e indeterminado y, por lo tanto, radicalmente dudoso. Las ideas incluso son hoy lo bastante poco avanzadas sobre este tema fundamental para que una confusión capital que, a los ojos de verdaderos científicos, debería parecer extremadamente grosera, no haya dejado aún de dominar habitualmente a la mayoría de los espíritus actuales: quiero hablar de ese sofisma universal (…) que consiste en confundir un aumento continuo con un aumento ilimitado; sofisma que, para vergüenza de nuestro siglo, sirve casi siempre de base a las estériles controversias sobre la tesis general del progreso social que a diario vemos reproducirse (Comte, 1839, lección 47.ª, p. 45).

En la lección número 48 se subraya también la idea según la cual (pp. 164-165), al lado de las comparaciones, la sociología trabaja con observaciones y con experimentaciones. Con respecto a la observación, Comte escribe que puede ser autorreferenciada: «cualquier espíritu racional, preparado por una educación conveniente, podrá llegar, después de suficiente ejercicio, a convertir instantáneamente en preciosas indicaciones sociológicas las impresiones espontáneas que recibe de casi todos los acontecimientos que la vida social puede ofrecerle». Cada uno de nosotros podría observarse pues y sacar de esto conocimientos científicos… En cuanto a la experimentación, aunque sería «moralmente admisible», no puede traducirse en «alteración» controlada del fenómeno social, ya que la técnica experimental pura es inadecuada en el estudio de los hechos sociales a causa «de la imposibilidad de aislar suficientemente ninguna de las condiciones ni ninguno de los resultados del fenómeno». Esto es de una importancia capital: la cláusula ceteris paribus, la fórmula «todas las demás cosas iguales», tan frecuente en los protocolos basados en técnicas cuantitativas y en los textos de autores utilitaristas, es absurda para los sociólogos, ya que los atributos sociales son básicamente «impuros», interpenetrados los unos por los otros, y no se pueden aislar de su contexto sin que se pierda gran parte de su esencia. A este respecto, podemos proponer aquí una breve digresión sobre las sociologías opuestas al protodurkheimismo que existían entonces en Francia, sobre autores que no perciben las consecuencias de este argumento epistemológico.

Digresión sobre la aportación de los liberales individualistas, rechazada pero parcialmente integrada por la EFSA

En un perfecto paralelo histórico con la EFSA, aunque mucho menos coherente y cohesivo, otro grupo de sociólogos surge frente a los durkheimianos. Se trata de un competidor muy activo, el sociólogo francés René Worms, que crea la Revista internacional de sociología en 1893, así como un instituto del mismo nombre dedicado a organizar coloquios regularmente seguidos de publicaciones de las actas. Este autor, organicista absoluto, se considera seguidor de Espinas y, menos cerrado que el grupo de la EFSA, consigue federar a sociólogos y a otros científicos sociales muy diversos –pero casi todos liberales o moderados– que se adherirán a su instituto: Tarde, Simmel, Tönnies, Veblen, Weber, y también el economista neoclásico Alfred Marshall (según Steiner, 1994: 16), el demógrafo Bertillon o el antropólogo Tylor (según Cuin y Gresle, 1992: 75). Incluso un sociólogo rechazado por la EFSA, tal como Gaston Richard (Pickering, RFS, 1979), se une a Worms, a quien reemplazará en la dirección de su revista en 1926. Como puede advertirse, no fueron mayoritariamente franceses quienes se asociaron a Worms; tantas celebridades no podían formar un grupo cohesivo y, desde luego, no consiguieron verse casi nunca fuera de los coloquios. Sin compromiso ni trabajo común: nada que ver con la EFSA. Uno de los raros franceses de este grupo, Tarde, merece una atención especial por su brillante carrera antidurkheimiana, que le permitió cerrar el camino del Collège de France29 a Durkheim al obtener allí la cátedra de filosofía social dedicada, por primera vez, a los cursos de sociología.

Aun siendo etnocéntrico y mostrando un gran desprecio hacia los «salvajes», Tarde criticó la teoría darwiniana del evolucionismo aplicada a la sociedad. Fue uno de los muy raros sociólogos capaces de hacerlo en aquellos tiempos: «la palabra evolución [subrayada por Tarde] es engañosa. (…) La fluidez, la continuidad aparente, aplicadas así a las series de cambios, son imaginarias» (1891: 103, 161). Esta fue seguramente una de las razones por las que fue marginado por los durkheimianos, aunque la razón principal fuese la competencia contra el mismo Durkheim. El mejor libro de Tarde, La opinión y la muchedumbre (1901), es considerado como uno de los hitos fundacionales de la psicología social. Este libro prefigura el concepto de relación con un público indiviso y, por su teoría de las imitaciones, nos permite clasificar a este autor en el ámbito del individualismo. Tarde ofreció también elementos importantes para los primeros planteamientos –en la historia del pensamiento social– sobre el «espíritu público» y la opinión pública, concepto que define como una colectividad puramente espiritual cuya cohesión es mental, o como «un agrupamiento momentáneo y más o menos lógico de juicios» (1901: 31, 76). Por este motivo el durkheimiano Bouglé lo citará y, más tarde, permitirá a Stoetzel30 realizar sus investigaciones en su laboratorio (ya veremos todo esto más adelante).

En otros libros, Tarde desarrolla una teoría de las innovaciones vinculada con el fenómeno de la imitación interindividual, considerando que es el atrevimiento individual lo que pudo generar tal o cual innovación técnica. No solo criticó a Durkheim, a quien llamaba «su eminente adversario», sino también a Comte: «Para ser sincero, lo que Comte fundó no es la sociología, es todavía una mera filosofía de la historia, aunque admirablemente deducida, lo que nos ofrece bajo este nombre; es la última palabra de la filosofía de la historia». Otras ideas importantes, pero más secundarias, derivadas de sus obras son, por ejemplo, la de una sociología que sería en cierto modo un asociacionismo, o su interpretación de las sociedades cooperativas de consumidores contra la competencia (1898, 113, 54, 95). De todas estas ideas, solo las de su libro La opinión y la muchedumbre quedarán verdaderamente en la historia de la sociología.

Después de introducir estos temas epistemológicos y metodológicos, es necesario exponer de qué manera el socialismo en su conjunto y los debates sociales impregnaron a los durkheimianos, sobre todo con la idea, presente ya en Saint-Simon y en Comte, del solidarismo, de la solidaridad humana. Entonces podremos empezar verdaderamente con el periodo central de la EFSA.

1.2.2. Solidarismo, democracia y asociacionismo

Comentando a autores tales como Léon Bourgeois o Pierre-Joseph Proudhon, especialmente a través del compromiso práctico de Mauss y de los libros de Célestin Bouglé,31 los durkheimianos dieron cabida a los temas mutualistas y autogestionarios, a los temas que en términos más contemporáneos llamaríamos de «economía solidaria».32 Partiremos de lo que a este respecto escribe Bouglé en su libro El solidarismo (1907, principio del texto):

Se conviene en señalar el pequeño libro del Sr. L. Bourgeois: Solidaridad como el manifiesto que atrajo y fijó provechosamente la atención pública sobre el concepto de la «deuda social» y del «casi-contrato». Los solidaristas se inscriben en el linaje de Rousseau. ¿Pero qué investigaciones y qué teorías preparaban ese manifiesto? ¿Y hasta qué lejanas fuentes sería necesario remontarse para descubrir de dónde se alimenta, finalmente, el pensamiento solidarista? (Bouglé, 1907).

Una de estas fuentes es el cristianismo social. La otra es la propia ciencia social, a la que Léon Bourgeois se refiere directamente para legitimar su filosofía, invocando el biologismo y la sociología de Auguste Comte: el altruismo solidario está ya en la naturaleza. Lo que hace escribir a Bouglé: «En este sentido, se podrá decir que la nueva doctrina nació de la biología», para generalizarse con la sociología. El solidarismo establece analogías que conducen de la conciencia a la naturaleza, pero se presenta sobre todo como solución a los problemas sociales. Por otra parte, el solidarismo condena o desmiente que se dé demasiada importancia al Estado y rechaza la centralización sistemática. Los solidaristas excluyen el atomismo liberal, pero lo hacen desde un individualismo de tipo autogestionario y social. Bouglé cita y comenta largamente un extracto de Bourgeois a este respecto:

Esta penetración de la idea del contrato en el conjunto de las relaciones sociales modifica, en una determinada medida, la concepción habitual que nos hacemos de las relaciones entre el Estado y los individuos. Nos preguntamos siempre: ¿En qué medida puede intervenir el Estado en la solución de las cuestiones sociales? (…) Solo los individuos están en presencia, y se trata de saber cómo se pondrán de acuerdo para mutualizar los riesgos y las ventajas de la solidaridad. El Estado, como en el derecho privado, deberá ser pura y simplemente la autoridad que sancione nuestros acuerdos y garantice el respeto de los convenios establecidos (Bourgeois, Filosofía de la solidaridad, p. 52, citado por Bouglé).

Al parecer, hay algo de anarquismo suave en el solidarismo. Ante esta tensión entre solidaridad centralmente regulada y solidaridad autogestionada por las personas, los durkheimianos como Mauss o Bouglé toman claramente posición. Para ellos, una asociación de iguales solo es posible si cada uno de sus miembros se eleva hasta incluir los derechos de los otros y respeta en ellos la figura de la humanidad. Desde este punto de vista, el único individualismo que se justifica sociológicamente es precisamente «el que pide que la colectividad sepa interponerse y los hombres dominarse, un individualismo a la vez democrático y racionalista». En esa línea, la EFSA, en la voz de Mauss y de Bouglé, defenderá la idea de que ha de haber garantías institucionales para este individualismo solidario y autónomo, el cual deberá dejarse guiar por la sociología para mantener el sentido de la realidad.

Detengámonos un minuto en la situación histórica de la Francia de entonces. El contexto social y económico de mediados del siglo XIX es explosivo. En este pueblo, que cincuenta años antes había hecho una de las primeras revoluciones, imponiendo una república, para ver a continuación cómo los efectos de todo ello se debilitaban rápidamente, primero por la voluntad imperialista de Napoleón, con sus guerras continuas, y después por la restauración de la monarquía en un contexto de fuerte desarrollo industrial e intelectual, están reunidas las condiciones de sucesivas rebeldías populares, sobre todo en París. Como explicaba muy bien Alexis de Tocqueville en su libro L’ancien régime et la révolution (1856), París se había convertido en la primera concentración obrera de toda Francia; y esta clase popular vivía con mucha miseria, trabajando, hombres, mujeres o niños, en condiciones de gran explotación. Las ideas socialistas se difunden en un terreno muy denso de barrios casi comunitarios con fuerte solidaridad de vecindario. El mismo sociólogo, parlamentario y ministro Tocqueville, aun siendo «de derechas»,33 escribió una memoria sobre el pauperismo. También llevó a cabo, a finales de los años 1830, una rotunda crítica de la alienación obrera –preludio a la película de Chaplin Tiempos modernos. Una alienación obrera que nace, según su punto de vista, de la especialización en los talleres industriales. Se trata de un autor que fue poco comentado en la EFSA (solo Bouglé lo cita) y que no pertenece a su genealogía teórica o ideológica, pero sí a lo que Durkheim llama el «espíritu francés», que se condensará en los trabajos de nuestro grupo. Tocqueville es uno de los mejores ejemplos de ese supuesto espíritu francés.

Es sabido que Tocqueville defiende la idea de una tendencia histórica que lleva a la igualación de las condiciones. Pero la gran industria naciente frustra este movimiento de fondo. En el Capítulo XX de La democracia en América, titulado «Cómo la aristocracia podría salir de la industria», Tocqueville trata de las clases sociales, tema bastante poco evocado en el resto de su obra. Después de haber indicado cómo la democracia (por el afán de lucro y el espíritu de libertad de emprender) favorece la evolución de la industria y multiplica el número de los industriales, Tocqueville muestra el camino desviado por el que la industria podría retrotraer a los hombres en dirección a «la aristocracia», es decir, podría hacer regresar a la humanidad hacia unas condiciones sociales inmutables, las de un sistema de casi nula movilidad social comparable a los estamentos del régimen monárquico. El tema del que se trata es también el de la división del trabajo social, y más concretamente, la división técnica del trabajo, indisociable de la mecanización naciente; y, en consecuencia, el de las relaciones laborales. Algo que evoca también la muerte del saber integral, el propio de los oficios:34

Cuando el obrero se ocupa sin cesar y solamente de la fabricación de un único objeto, acaba haciendo ese trabajo con una destreza singular. Pero pierde, al mismo tiempo, la facultad general de aplicar su espíritu a la dirección del trabajo. Pasa a ser cada día más hábil y menos industrioso, y se puede decir que en él el hombre se deteriora a medida que el obrero se perfecciona. (…) ¿Qué cabe esperar de un hombre que ha empleado veinte años de su vida haciendo cabezas de alfileres? ¡Y a qué podría aplicarse a partir de entonces esta poderosa inteligencia humana, que a menudo ha removido el mundo, si no es a buscar el mejor medio de hacer cabezas de alfileres!35 Cuando un obrero ha consumido de esta manera una porción considerable de su existencia, su pensamiento se ha detenido para siempre cerca del objeto diario de sus tareas; su cuerpo ha contraído algunos hábitos fijos de los cuales no puede separarse. En una palabra, ya no se pertenece a sí mismo, sino a la profesión que eligió. (…) A medida que el principio de la división del trabajo recibe una aplicación más completa, el obrero se debilita, se limita y se vuelve más dependiente. El arte progresa, el artesano retrocede (Tocqueville, La democracia en América, 1836, cap. XX, t. 2, p. 536).

Tocqueville señala, pues, de un modo muy crítico, hasta feroz, en el estilo de un Karl Marx, un importante aspecto del progreso técnico: el carácter alienante e inhumano, considerado como una involución para la persona, de la evolución constatada en la industrialización. Añadirá más tarde que la revolución de 1848 es la verdadera, la auténtica, por culpa de la miseria y porque no fue obra de una minoría de activistas conspiradores, sino «el levantamiento de todo un pueblo contra otro», ayudando incluso las mujeres. Durkheim nunca cita a Tocqueville, pero el durkheimiano Bouglé sí lo hace a menudo, en sus escritos sobre Las ideas igualitarias (1925), con una clara aunque ambivalente admiración.

La miseria laboral que, en Francia, se describe en las novelas de Émile Zola, el amigo de los sociólogos durkheimianos, sobre todo en L’assomoir y en Germinal, fue tremenda pero no fue solamente urbana. Diversos autores insistieron en el asalariado rural y en la relativa mezcla de categorías sociales alrededor de las ciudades. En el primer capítulo de su tesis de 1913, el durkheimiano Halbwachs describe el fenómeno:

Se interpreta a menudo el movimiento de migración de las campiñas hacia las ciudades como un acorralamiento brutal de una parte de la clase campesina, y su anexión por la clase obrera. Pero el trasplante no es siempre definitivo. Muchos obreros vuelven a ser campesinos durante la temporada baja. (…) En este sentido, el grupo campesino se incluye en el grupo obrero como, en este, los peones a los obreros cualificados; pero formarían parte de la misma clase. No habría entre campesinos y obreros la misma separación que entre obreros y empleados (Maurice Halbwachs, 1913, cap. 1).

Tampoco conviene olvidar la contaminación causada por las industrias químicas, situadas en las periferias de las ciudades para tener cercana a la mano de obra, que afectaba asimismo a un campesinado que vivía bastante en proximidad a los mercados de las ciudades. De forma que no solo la situación material era grave para el pueblo, sino también la cuestión sanitaria. Y muchos informes de médicos (uno de los más celebres fue el de Villermé) denunciaban diversas contaminaciones. Hasta el gran químico francés Lavoisier había llamado la atención sobre esta polución –catastrófica desde el punto de vista sanitario para los obreros– en términos muy explícitos: son «operaciones insalubres o letales (…) un polvo que ataca a los pulmones. (…) nuestros edificios están cimentados con sangre…».36

En este contexto de rebeliones, los dirigentes y los moderados intentan aliviar el sufrimiento popular, pero solo lo necesario para poner freno al desorden social. La sociología será convocada para servir a este objetivo. Los reformadores filantrópicos, tales como Frédéric Le Play, intentaron estudiar con una precisión casi científica lo que podría ser el mínimo indispensable para una familia obrera. Se trataba de poner el listón para los salarios y de calcular el coste de la reproducción de la fuerza de trabajo (como decía Marx en esa misma época). Se desarrolla pues la ingeniería social, cuya vocación oficialmente asumida es contrarrevolucionaria. En paralelo a ese movimiento, pero en oposición a él, podemos situar lo que se suele llamar la «economía social», sector estrechamente vinculado al desarrollo inicial de la sociología francesa, como veremos en breve.

Es esta la perspectiva en la que el ingeniero Le Play37 escribe que la observación de los hechos sociales debe ser exhaustiva, o casi, puesto que es el «verdadero medio de certeza para el estudio y la Reforma de las sociedades» (1879, Les Ouvriers européens). El volumen titulado El método social tenía un largo subtítulo que merece reproducirse íntegramente aquí, por la analogía que puede establecerse con la situación del etnólogo actuando por cuenta de las potencias colonizadoras. Después de dicho subtítulo, cito un pasaje en el que explicita su método monográfico:

Obra destinada a las clases dirigentes que, según la tradición de las grandes razas, desean prepararse, con viajes metódicos, para cumplir dignamente los deberes que impone la dirección de los hogares domésticos, de los talleres de trabajo rurales y manufactureros, de los vecindarios, del gobierno local y de los grandes intereses nacionales (subtítulo del libro de Le Play, 1879).

El observador debe penetrar en todas las partes de la vivienda: hacer un inventario de los muebles, los utensilios, la ropa y las prendas de vestir; evaluar los edificios, el importe de las sumas disponibles, los animales domésticos, el material especial de las tareas y los oficios y, en general, las propiedades de la familia; estimar las reservas de provisiones; pesar los alimentos que entran, según la temporada, en la composición de las distintas comidas; seguir finalmente, en sus detalles, los trabajos de los miembros de la familia, tanto fuera como dentro de los hogares (Le Play, 1879: 221-223).

Por lo visto, el mucho poder de los ingenieros, a menudo acompañado por una actitud condescendiente hacia la clase popular, también forma parte del espíritu francés. Conseguir la paz social requiere una buena descripción de los sufrimientos y de las dichas. Las monografías sobre las familias obreras que hacían los investigadores que trabajaban con Le Play debían ser así muy precisas, aunque (p. 226): «en la descripción, se pueden descuidar las particularidades poco útiles al objeto especial del método, a la obra de la reforma social». El mundo académico no queda fuera de estos propósitos reformadores. En Francia, fueron las facultades de Derecho las que tenían el papel de formar a los altos funcionarios del Estado central, junto a las grandes escuelas de ingenieros públicos (Politécnica, Minas, Puentes y Calzadas, etc.) y a la Escuela Nacional de la Administración.38

El concepto de «reformas sociales» está bajo tensión, entre el factor de pacificación social y el riesgo de alimentar las ideologías anticapitalistas. La sociología pertenece, desde el punto de vista de la clase dirigente, a este segundo ámbito peligroso. Por esa razón, los conservadores del Collège de France apoyaron al liberal moderado Gabriel Tarde –contra Durkheim– para la primera cátedra de enseñanza de la sociología en esa institución. Dada la vinculación de la sociología con el socialismo, tenía su importancia controlarla. El amigo de Durkheim, Jean Jaurès, que era catedrático de filosofía y que escribió varios artículos académicos (por ejemplo, sobre Rousseau), tenía el derecho de pedir cursos y eso es lo que hizo en la Sorbona, provocando un escándalo. Es entonces, en 1897, cuando se crea la primera cátedra de la Sorbona dedicada explícitamente a dar cursos de sociología, aunque bajo la denominación de «economía social». En aquel momento, Durkheim fue rechazado para ocupar esa cátedra, ya que los liberales votaron contra él y a favor de un filósofo bastante desconocido (cuyo apellido era Izoulet). Quince años se quedó pues Durkheim en Burdeos (1887-1902), dando cursos de los diferentes temas de la sociología, pero sobre todo de pedagogía, derecho social y psicología social.

El cristianismo social, con muchos católicos de izquierdas, defendió también la idea de reformas sociales. Lo hizo de otro modo, que se concretó en formas más mutualistas de auxilio social. En varios casos, la solidaridad no pasó de filantrópica y muchas voces se elevaron para que la solidaridad fuese de derecho y no dependiera solo de la voluntad individual. Entre el solidarismo (frente a la filantropía) y el socialismo autogestionario solo hay un paso, que las cooperativas permiten cruzar, como veremos en el caso de Mauss. A estas últimas solo se las consideraba socialmente útiles si los cooperativistas no se limitaban a aumentar sus salarios personales, sino que guardaban una parte de los beneficios de la cooperación para sostener alguna obra de interés general. Surge entonces, en expresión del durkheimiano Bouglé (1907), la «República cooperativa», que nos ofrece un panorama de «intereses armonizados».

Frente a la filantropía de los medios cristianos tradicionalistas se desarrolló, pues, un asociacionismo laboral que impresionó mucho a los durkheimianos, ya que fue apoyado por los socialistas más o menos utópicos del siglo XIX. No se trataba solo de promover el igualitarismo básico, a la manera de los solidaristas, sino algo más autogestionario. Las ideologías asociativas, que huyen a la vez de las jerarquías laborales y de una dependencia demasiado grande del Estado, fueron defendidas por muchos autores durante el siglo XIX, incluidos los anarquistas, entre ellos un francés como Proudhon. Por eso, los durkheimianos lo considerarán como un compañero de viaje –algo sociólogo también– al que sin embargo no hay que acercarse demasiado…

En las últimas líneas de su libro sobre Proudhon, Bouglé (1911) destaca la doble identidad paradójica de este autor, diciendo de él que es a la vez sociólogo e individualista:39 «Hasta el final pretende aún justificar su individualismo por su sociología. Nadie tuvo un sentido más vivo de la realidad y de la lógica consustanciales al ser colectivo. Nadie tampoco estuvo más firmemente ligado al derecho igual de todos los individuos». Para Bouglé, el aspecto positivo de este enfoque a la vez anticapitalista y antiestatal, socialista y al mismo tiempo individualista –en el sentido del apoyo a la persona y a su libertad–, es hacerle «entrever la posibilidad de una regeneración espontánea de la Sociedad» liberada del poder tutelar del Estado. En este sentido Proudhon destaca lo que denomina «el intercambio equitativo», así como lo que hoy llamaríamos microcréditos. Progresivamente, el intercambio directo y equitativo se instituiría entre todos, productores y consumidores. Tal era el principio del Banco del pueblo que fundó y dirigió Proudhon, destinado a realizar por la sola reforma del crédito la más radical de las revoluciones, según Bouglé, que lo llamaba la «fórmula financiera de la democracia moderna», creyéndola resucitada, bajo una nueva forma, en la obra de los cooperativistas: «¿No había que buscar hoy en las sociedades cooperativas a los verdaderos herederos de Proudhon, a los más fieles representantes de su pensamiento?». No cabe duda de que los más militantes entre los durkheimianos –Marcel Mauss en particular– responden afirmativamente a esta pregunta, como veremos más adelante, aunque para él las cooperativas obreras representen sobre todo una prefiguración del socialismo real y práctico, autogestionado. En todo caso, lo que se llama hoy en día economía social y solidaria desciende en línea directa de esta historia.

Para concluir y sintetizar este capítulo en tres puntos, podemos decir lo siguiente.

Con Montesquieu y Rousseau, se proponen una protosociología y protoantropología centradas ya en los procesos de institucionalización, lo que autoriza la fórmula según la cual la institución de la sociología se produce con y por la sociología de la institución. Ambos autores coinciden en la insistencia acerca de las condiciones socioculturales y normativas del (r)establecimiento de una cohesión social debilitada por el desarrollo económico y el crecimiento de las desigualdades sociales. Los contenidos principales de las dos obras entran igualmente en la EFSA.

Si Durkheim prefiere considerar a Montesquieu como el verdadero precursor de la sociología, es porque en Rousseau no hay casi nada de evolucionismo social. Ahora bien, Durkheim necesitaba respaldar la sociología en una filosofía de la historia y considerarla como ciencia del desarrollo y del progreso social. Este marco no se lo pueden dar Darwin o Spencer por demasiado liberales; se lo dará la pareja Saint-Simon - Comte. Con este último, la sociología aparece como semejante a una ciencia de la naturaleza que, además, debe concluir el, o constituir la piedra angular del, proceso evolutivo de la humanidad con el positivismo. Esta ciencia es autorreferente: los hechos sociales se explican solamente con otros hechos sociales.

Quizás para matizar este objetivismo, Durkheim y sus amigos se adherirán a las ideas solidaristas (y algunos de ellos se convertirán incluso en socialistas militantes), concibiendo una forma de cohesión social apoyada en las leyes y los servicios públicos y sin renunciar al progreso vinculado a la división del trabajo social y a la ciencia. El asociacionismo cooperativista que defenderán, por otro lado, será la vertiente práctica de un pensamiento basado en la búsqueda de una tercera vía y de un equilibrio permanente entre materialismo e idealismo, centralización estatal y autonomía personal, ciencia y conciencia, métodos estadísticos y estudio de lo simbólico, sociología y antropología…

Con tantos requisitos y un equipaje tan diverso y pesado ¿conseguirán llevar a cabo una ciencia los de la EFSA? Después de haber reseñado las ideas que influyeron positivamente o negativamente en los durkheimianos, entremos ahora en el corazón del curso para tratar de contestar a esta pregunta.

1 Son sin duda los dos referentes más importantes, aunque hay que mencionar que Durkheim trata abundantemente, en los capítulos centrales de su obra dedicada a La evolución pedagógica en Francia (1904-05), la literatura o los ensayos de Rabelais, de Erasmo (considerado como medio francés, ya que hizo sus estudios en Francia) y de Montaigne, para definir no solo lo que denomina «el espíritu francés» sino también las nuevas concepciones pedagógicas surgidas en el Renacimiento.

2 Lo dice Aron en las primeras líneas de sus cursos de 1967.

3 Veremos en el capítulo 3 lo que pasó cuando Aron leyó su tesis ante tres eminentes durkheimianos, en 1938. Aquí diremos solo que Aron conoció a todos los de la EFSA que seguían vivos después de 1930; que conversó varias veces con Mauss (según sus Memorias de 1983), y que llegó a estar muy cerca de Bouglé cuando éste lo empleó como secretario en su Centro de Documentación Social, el primer laboratorio francés de investigación sociológica. Lo califica como hombre con viva y gran inteligencia.

4 Daremos aquí las páginas del libro de Montesquieu (ambas en el t. 1): la primera referencia en el Li. III, cap. X, pp. 34-35; y la segunda en el Li. II, cap. IV, p. 24.

5 El término etnos designa, en griego antiguo, a la vez la condición común, lo primitivo, lo disperso y lo que es pagano; se opone a la polis que significa lo agrupado y lo civilizado.

6 Todas las citas son de traducción propia, a menos que una referencia adjunta indique lo contrario.

7 Para que sea lógicamente completo solo faltan en este esquema las normas técnicas –estas tienen mucha importancia hoy, como veremos en el último capítulo, pero en el siglo XVIII todavía no era ese el caso.

8 En el esquema de Montesquieu –costumbres, hábitos y leyes–, solo faltan pues las normas técnicas.

9 Nos referimos a los libros siguientes: Veblen (1899), Baudrillard (1968 y 1970) y Bourdieu (1979).

10 En el t. 1, del Li. XIX, cap. X, p. 333.

11 No insistiremos aquí en lo que nos diferencia de Aron, ni discutiremos los comentarios de otros autores. La muy inteligente lectura que de Montesquieu hizo Aron queda estructurada por la mirada de la filosofía política, que siempre fue lo que más interesó a este último. Dice por ejemplo, con probable exactitud, que Montesquieu escribió su libro sobre las leyes teniendo a su lado La política de Aristóteles; sin embargo, no le seguiremos de ningún modo cuando afirma, como conclusión de su texto, que no analizó la «sociedad moderna». ¡Cuando no dejó de hacerlo, tanto en este libro –en el que el rodeo histórico o geográfico no impide la atención a su propia sociedad, sino que la legitima de modo comparativo– como incluso en las Cartas persas!

12 Se trata del Discours sur l’origine des inégalités de 1755; el extracto proviene del principio de la primera parte (p. 310).

13 Voltaire considera que el azar es responsable de que hubiera tantos muertos, mientras que Rousseau defiende la idea según la cual dejar que se concentre tanta gente en una zona conocida como peligrosa es el resultado de una voluntad política.

14 Artículo escrito en 1962 y editado en el cap. 2 de Anthropologie structurale deux (1962b, 1996).

15 En los capítulos primero y tercero de ese libro, Lévi-Strauss declara que su plaza de «Antropología social» en el Collège de France prolonga la cátedra de sociología que Mauss ocupó en la misma institución desde 1931 hasta 1942. Más aún, escribe también que Durkheim y Mauss fueron, junto a Boas, Frazer y Malinowski, los que inventaron la antropología científica que conocemos hoy. Nos recuerda hasta qué punto Durkheim se apoyó en los relatos etnográficos, analizándolos con el mayor rigor. Subraya también que Radcliffe-Brown consideraba que fue Durkheim quien propuso el tránsito de la etnología desde una perspectiva histórica hacia una ciencia de tipo experimental. No cabe duda para Lévi-Strauss de que los primeros alumnos de Durkheim se hubiesen convertido en auténticos etnólogos de campo si la guerra de 1914-1918 no los hubiera diezmado.

16 No es insignificante el hecho de que Durkheim cite a este teórico del cambio social, adepto del libre comercio y de un determinismo mecanicista –al que se debe el famoso cuadro lineal de las diez etapas de la evolución humana–, según el cual la humanidad considerada como una «especie» tendería a la «felicidad» que le ofrece la actividad científica y el progreso de los conocimientos (Condorcet, 1793-94).

17 Spencer no solo participó en la introducción del utilitarismo en biología (la «struggle for life», que no tenía tanta importancia en los primeros textos de Darwin), sino que propuso una visión individualista en sociología (1876), con una ideología ultraliberal que se expresa en su libro The Man versus the State, de 1884.

18 A. Comte, 51.ª lección, Curso de filosofía positiva (Lecciones de sociología, 1839, Flammarion, 1995, p. 291), luego El sistema de política positiva (1851-54, t. 2, http, «Clásicos de las ciencias sociales»).

19 Para más precisiones sobre todos los autores citados en este apartado, véase S. Juan, Critique de la déraison évolutionniste (Crítica de la sinrazón evolucionista), publicado en 2006 (existe un resumen de este libro en la revista valenciana Arxius, n.º 17, p. 55).

20 Una película, Man to man (de Régis Wargnier, 2005), muestra cómo los pigmeos fueron percibidos como la encarnación del eslabón perdido entre el mono y el hombre, con el argumento de que su cerebro tenía un tamaño intermedio. La película denuncia de modo relevante las derivas de la bioantropología del siglo XIX.

21 Este extracto se prolonga con descripciones en las cuales Spencer menciona «una manera de sonreír o la risa sarcástica» –y luego un «acto de propiciación» de los perros– para concluir con la idea según la cual es un «estado de ánimo similar el que lleva al salvaje a algunas observancias fetichistas».

22 En Las sociedades animales, 1877, p. 107.

23 Musso (1999) repite varias veces (por ejemplo, p. 66) que Saint-Simon esboza claramente un poder tecnocrático –el de los ingenieros de caminos, politécnicos, directivos del Banco de Francia– que reemplaza a la burocracia del antiguo régimen monárquico, queriendo constituir un movimiento social elitista. También es esa la opinión de Antoine Picon (2002: 170-171) y de Charles Gadea (2003: 22-24). El primero de ellos dice que Saint-Simon oscila de modo ambiguo entre capitalismo autoritario y socialismo, de forma análoga a como sus seguidores de los años 1920-30 quisieron evitar a la vez el liberalismo económico y el igualitarismo soviético. El segundo escribe que se trata de proponer un peritaje tecnocientífico que, además de promover grandes obras públicas destinadas a «mejorar la condición de la clase laboriosa y a la prosperidad en general (…), asegure la paz universal vinculando no solo a las regiones sino a los pueblos del mundo entero».

24 Citado por Musso, 1999, p. 124.

25 En el prefacio a la edición francesa de textos de Claude-Henri Saint-Simon, «La physiologie sociale», Œuvres choisies par Georges Gurvitch, puf, 1965 (http://Les Classiques…).

26 Vol. 10 de las Obras completas edición de 1875, en Saint-Simon, «La physiologie sociale», Œuvres choisies par Georges Gurvitch.

27 Comte quiere decir que no existe lo que hoy llamamos individuo.

28 Lo que no obsta para que, unas páginas después (p. 69), denuncie el «desastroso e inmoral prejuicio» contra el desarrollo industrial y discrepe de la idea de que se podría suponer constante la masa de las riquezas…

29 Donde, más tarde, sí entraron, no obstante, Mauss, Simiand y Halbwachs.

30 Stoetzel fue profesor en la Sorbona junto con Gurvitch y fue el fundador del Instituto Francés de Opinión Publica (IFOP) y de la Revue française de sociologie. Después de la guerra, se reveló como un gran enemigo de los durkheimianos.

31 Todavía no nos habíamos tropezado con este viejo compañero de Durkheim. Trataremos con él mucho más adelante, en el capítulo 3. Pero, para anticipar resumidamente su identidad, se puede consultar ya el cuadro de los «Diez autores», pp. 142-143.

32 Se puede, en este aspecto, referir a los textos de Jean-Louis Laville y en particular a su libro «Politique de l’association», donde evoca la historia del mutualismo en Francia en el siglo XIX.

33 Así podríamos calificar a este intelectual y hombre político, algo nostálgico del antiguo régimen monárquico pero realmente humanista y muy culto.

34 El métier, en francés.

35 La alusión de Tocqueville al ejemplo que Adam Smith pone en su libro La riqueza de las naciones para ilustrar el principio de división técnica del proceso de trabajo es evidente.

36 Citado por Massard-Guilbaud en su Histoire de la pollution industrielle, France 1789-1914, 2010, p. 22. Los revolucionarios, proindustrialistas, le cortaron la cabeza a Lavoisier. Pero este autor del dicho «nada se crea ni se destruye, solo se transforma» no perdió realmente la cabeza, puesto que todo se transforma: forma parte del espíritu francés…

37 Le Play estudió en dos prestigiosas escuelas, la Politécnica y la de Minas, escuelas que alimentan en Francia, todavía hoy, a la alta Administración Pública. Era fiel lector de Saint-Simon según diversos historiadores.

38 En medio siglo, desde 1865 hasta 1919, el número de cátedras en las facultades de Derecho se multiplicó por 2,5 pasando de 85 a 198 y siendo los procesos de formación típicamente conformes a las lógicas de profesionalización. Los juristas serán realmente imperialistas en este aspecto y pretenderán incorporarse las ciencias sociales, incluso la sociología naciente (Weisz, 1979).

39 El individualismo de Proudhon es una forma de autonomía personal que debemos diferenciar de la de Jean-Marie Guyau con su concepto de anomia. En un libro de 1885, Esbozo de una teoría de la moral sin obligación ni sanción, lo define como una forma de autonomía personal, una situación en la que los individuos respetan cada vez más su conciencia y cada vez menos las normas sociales vinculadas a la religión y a las obligaciones colectivas. Guyau piensa que los individuos se vuelven realmente libres gracias a la «irreligión» y que fundamentan sus formas de sociabilidad sin la ayuda institucional; se inscribe, pues, en la tradición individualista, pero no como los anarquistas, quienes defienden formas instituidas y garantizadas de solidaridad. Durkheim recuperará el concepto de anomia pero dándole un sentido diferente: el de un atributo del sistema social cuyas normas se debilitan con la modernidad, sea por falta de control social (en los medios urbanos), sea por multiplicación de las normas, en particular jurídicas. Lo utilizará en su estudio sobre el suicidio, como veremos más adelante.

La Escuela Francesa de Socioantropología

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